Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

«Los cálices vacíos»: Lo siniestro y la imaginación poética

M.ª José Bruña Bragado





Si El libro blanco remite a la página aún por escribir, a la inexperiencia creativa y establece también un juego consciente con las implicaciones sexuales obvias de tal sintagma, y si Cantos de la mañana, alude directamente al optimismo festivo y entusiasta de la vida como marca y enseña de una nueva visión hedonista de la poesía, Los cálices vacíos parece señalar otro punto de inflexión, pues ya desde el mismo título se apunta en otra dirección. No es una declaración de principios, como el primero, ni una celebración, sino más bien la asimilación de una carencia: los cálices, de hecho, están vacíos, es decir, no cumplen su función primordial. La vacuidad, en este sentido, sugiere un estado de deseo, una necesidad imperiosa de recibir que va acompañada inevitablemente de la melancolía provocada por esa frustración perpetua del no cumplimiento inmediato de ese anhelo. Aparte del tono provocador e irreverente de la referencia, en Los cálices vacíos descubrimos una voz renovada que se adentra en otros dominios, que se autolesiona en la búsqueda de la expresión precisa y puntual, depurada. Esa voz experimenta con la forma y trata de encontrar términos nuevos, más densos, más exactos, más auténticos. Inaugura su tercer libro, como era propio de la modernidad, un arte de la invención, pero sin dejar de lado el arte de la expresión. En la conjunción de ambos aspectos reside ese encantamiento demorado, ese furor, ese misterio de la lírica:

Chaque mot poétique est ainsi un objet inattendu, une boîte de Pandore d'où s'envolent toutes les virtualités du langage; il est donc produit et consomé avec une curiosité particulière, une sorte de gourmandise sacrée. Cette Faim du Mot, commune à la poésie moderne, fait de la parole poétique une parole terrible et inhumaine. Elle institue un discours plein de trous et plein de lumières, plein d'abscences et de signes surnourrissants, sans prevision ni permanence d'intention et par là si opposé à la fonction sociale du langage, que le simple recours à une parole discontinue ouvre la voie de toutes les Surnatures1.


El deslumbramiento y el hallazgo nutren, en efecto, el libro pero al mismo tiempo lo siembran de vacíos, de discontinuidades, de silencios, de rupturas. Deseo y melancolía, luz y sombra, unidad y destrucción vertebran el verbo delmiriano tanto en su forma como en su contenido. Y esta poética tiene mucho que ver con la discontinuidad e interrupción de las relaciones lingüísticas que implica la adopción (conflictiva, tentativa, irredenta en el caso de Agustini) del lenguaje poético por parte del sujeto femenino. No existe ya en su registro un discurso organizado, ensamblado, total, sino palabras, imágenes aisladas, disgregadas que evocan, sugieren y sólo están relacionadas entre sí arbitraria o especularmente sin responder nunca a una jerarquía ni a un significado estable y fijo. Se corresponden con un concepto de «texto» como el que dibuja Derrida:

Una red diferencial, un tejido de huellas que remiten indefinidamente a algo otro, que están referidas a otras huellas diferenciales. A partir de ese momento, el texto desborda, pero sin ahogarlos en una homogeneidad indiferenciada, sino complicándolos por el contrario, dividiendo y multiplicando el trazo, todos los límites que hasta aquí se le asignaban, todo lo que se quería distinguir para oponerlo a la escritura (el habla, la vida, el mundo, lo real, la historia [...])2.


El fuego, la sangre, la sombra, la pesadilla y múltiples figuras autónomas, solitarias y terribles que son reflejos terrenales de lo inhumano -estatuas, andróginos, fantasmas, esfinges- invaden Los cálices vacíos en una sucesión violenta, carnal e inquietante. La multiplicación, la proliferación de imágenes ambiguas, contradictorias, desgarradoras es un intento de respuesta a la problemática de la dispersión que caracteriza a la poesía moderna.

Agustini abre su libro con un poema en francés que es toda una declaración de principios, una poética de autoafirmación artística y de enunciación de temas y tonos: melancolía, juego y dialéctica de imágenes, erotismo y, no podemos olvidarlo, filiación con lo francés:


Debout sur mon orgueil je veux montrer au soir
L'envers de mon manteau endeuillé de tes charmes,
Son mouchoir infini, son mouchoir noir et noir
Trait à trait, doucement, boira toutes mes larmes.


Il donne des lys blancs à mes roses de flame
Et des bandeaux de calme à mon front délirant...
Que le soir sera bon... Il aura pour moi l'âme
Claire et le corps profond d'un magnifique amant3.


Los temas principales están ya anunciados, pues, en este primer texto. El contraste entre rosa y blanco va a marcar todo el libro como símbolo de la dialéctica amorosa; lo corporal o físico frecuentemente revertido en imágenes vegetales o de animales salvajes es otra metáfora de la relación sexual, de la relación del yo con la escritura, del yo con el amante concebida en términos violentos, y el dolor de amar, la melancolía de escribir que es más fuerte que la muerte, que es más terrible que la desaparición del ser. El orgullo se propone como la clave de este libro, una actitud de provocación que dice sin paliativos su libertad y su soberanía. Pero el tropo fundamental que se da cita en el poema es el del «reverso»: la escritura muestra la otra cara de lo conocido, expresa una «versión» alterada o desconocida de las cosas. El reverso del abrigo no es sino el reverso del poema, del lenguaje poético, que vuelve con la apariencia de lo similar pero con el estigma de lo distinto. A esta vuelta de lo «familiar» que, sin embargo, no acaba de reconocerse plenamente es a lo que Freud denominó, en un célebre ensayo en el que explora esta dimensión a partir de los cuentos de Hoffmann, «lo siniestro». En este sentido, podría argüirse que el reflejo de lo siniestro en la obra de Agustini correspondería al reflejo de una tradición literaria; sin embargo, sin negar que la poeta haya podido ver reflejadas en sus lecturas estas preocupaciones, su inscripción en el ámbito de lo siniestro no corresponde a una opción estética sino a un proceso que tiene que ver con los mecanismos de la represión y del retorno vinculados a su condición de género. Lo siniestro se relaciona con un campo en el que los aparentes sinónimos son en realidad antónimos, y al contrario, en el que la diferencia acaba por ser una semejanza. La dificultad de este fenómeno se cifra, como ya observó Freud, en que depende para ser observado de la atención, de la «capacidad para experimentar esta cualidad sensitiva» que «se da en grado extremadamente dispar en los distintos individuos»4. Desde esa perspectiva, lo siniestro correspondería a una experiencia, que Freud sitúa en la órbita de la estética, por la cual se producen sentimientos de malestar, espanto y horror. Aunque sin llegar a estos extremos, podría decirse que buena parte de la obra primera de Agustini acepta una caracterización bajo esta clave, en la medida en que está basada en el retorno de algo conocido (los dictados disciplinarios, el sistema cultural...) que no se corresponde exactamente con sus modelos, y ello no porque tal desvío sea deliberado sino porque la posición del sujeto introduce pequeños elementos que lo extrañan y que hacen que su identificación se iguale a la experiencia a un tiempo ajena y familiar, o marcada por esa ambivalencia. No obstante, interesa aquí menos la exploración de esa dimensión impresionista de lo siniestro, que la posibilidad de que este concepto pueda servirnos para una articulación de ciertos rasgos de la imaginación poética en Agustini.

Para operar ese desplazamiento crítico de lo siniestro como experiencia a lo siniestro como mecanismo, como recurso, es especialmente relevante el motivo del «doble», que Freud relaciona con este espectro. La gestación del doble tiene que ver con el temor de la muerte:

En efecto, el «doble» fue primitivamente una medida de segundad contra la destrucción del yo, un «energético mentís a la omnipotencia de la muerte» (O. Rank), y probablemente haya sido el alma «inmortal» el primer «doble» de nuestro cuerpo [...] El carácter siniestro sólo puede obedecer a que el «doble» es una formación perteneciente a épocas psíquicas primitivas y superadas, en las cuales sin duda tenía un sentido menos hostil. «El doble» se ha transformado en un espantajo, así como los dioses se tornan demonios una vez caídas sus reliquias5.


La creación del doble perpetúa o incorpora rasgos primitivos que extrañan y alejan esa imagen y la tornan irreconocible. Por otro lado, lo primitivo se confunde en muchos casos con lo reprimido: lo siniestro representa la emergencia de algo que una vez fue familiar y que luego ha sido obliterado y alienado de nuestra mente. Desde esta perspectiva, lo siniestro correspondería, entonces, a la liberación de lo reprimido, que adopta formas cercanas al primitivismo, es decir, a la aparición de figuras cuya sustancia se ha transformado en un resto, cuyo tiempo parece estar dislocado.

Esta forma de imaginación está presente en el poema «Ofrendando el libro (A Eros)» (pág. 226), que es una invocación al dios del deseo, del amor, que se propone como una auto-justificación. La religión del amor lo invade todo y se eliminan todas las clasificaciones morales o dogmáticas para vivir la experiencia enriquecedora y sublime de la pasión, del arte con todos los sentidos:



Porque haces tu can de la leona
Más fuerte de la Vida, y la aprisiona
La cadena de rosas de tu brazo.

Porque tu cuerpo es la raíz, el lazo
Esencial de los troncos discordantes
Del placer y el dolor, plantas gigantes.

Porque sobre el Espacio te diviso,
Puente de luz, perfume y melodía,
Comunicando infierno y paraíso.

-Con alma fulgida y carne sombría...


(pág. 226)                


La mención a las raíces, al cuerpo y a la carne, a lo animal y vegetal, en definitiva, apuntan ya desde este texto inaugural al espacio de lo siniestro. Agustini configura al dios del deseo como ese «espantajo» del que habla Freud, como «ese dios que se torna demonio una vez caídas sus reliquias». Al trazar el rostro de eros bajo el signo de lo primitivo y de lo reprimido, el imaginario de Los cálices vacíos (pero también de otros poemas anteriores y posteriores), cae abiertamente del lado de lo siniestro: adopta figuras que sólo pueden trazarse bajo la forma de lo reprimido u olvidado, y da lugar a enunciaciones violentas del deseo, donde éste se reduce a sus manifestaciones más impactantes. Su arco se tensa sobre los dos contenidos en los que Freud condensa este ámbito:

Será oportuno enunciar aquí dos formulaciones en las cuales quisiera condensar lo esencial de nuestro pequeño estudio. Ante todo: si la teoría psicoanalítica tiene razón al afirmar que todo afecto de un impulso emocional, cualquiera que sea su naturaleza, es convertido por la represión en angustia, entonces es preciso que entre las formas de lo angustioso exista un grupo en el cual se pueda reconocer que esto, lo angustioso es algo reprimido que retorna. Esta forma de la angustia sería precisamente lo siniestro, siendo entonces indiferente si ya tenía en su origen ese carácter angustioso, o si fue portado por otro tono afectivo. En segundo lugar, si ésta es realmente la esencia de lo siniestro, entonces comprenderemos que el lenguaje corriente pase insensiblemente de lo «Heimlich» a su contrario, lo «Unheimlich», pues esto último, lo siniestro, no sería realmente nada nuevo, sino más bien algo que siempre fue familiar a la vida psíquica y que sólo se tornó extraño mediante el proceso de su represión6.


Todo este lenguaje de lo reprimido aflora en un poema como «Fiera de amor» (pág. 248): lo primitivo es aquí la clave del futuro, y con sus atributos se dibuja el perfil de lo por-venir («Con la frente en Mañana y la planta en Ayer»). En este poema, los instintos y las acciones confunden lo animal y lo humano («yo sufro hambre de corazones. / De palomos, de buitres, de corzos o leones»), y el sujeto se dice bajo la imagen de lo primigenio y ancestral, de lo que está más allá o antes de lo humano («Había ya estragado mis garras y mi instinto»). El poema dibuja una escena que tampoco se corresponde con la realidad, sino que podría ser su doble («erguida en la casi ultratierra de un plinto»), en la medida en que la idea o la preocupación por el «futuro» se inscribe en la ansiedad por la extinción o la decadencia. En este marco, el poema da un giro de lo animal hacia lo inanimado, cuando se produce el encuentro con una estatua, que constituye una de las configuraciones simbólicas más características de la poesía de Agustini («Me deslumbre una estatua de antiguo emperador»).

Freud había rechazado la idea de que la mezcla o la confusión de lo animado e inanimado pudiera ser un efecto o una causa de lo siniestro en uno de los cuentos de Hoffmann:

El tema de la muñeca Olimpia, aparentemente animada, de ningún modo puede ser considerado como único responsable del singular efecto siniestro que produce el cuento; más aún: [...] ni siquiera es el elemento al cual se podría atribuir en primer término este efecto7.


Sin embargo, en una revisión de este ensayo, Cixous propone que es precisamente la oscilación entre animado e inanimado lo que produce o es el efecto del espectro de lo siniestro8. En este sentido, «Fiera de amor» traza el trasvase de lo animal a lo inanimado, a través del deseo o del sueño de la estatua, que es ajena a las pulsiones y a los atributos anteriores («Sin sangre, sin calor y sin palpitación»). Lo siniestro estaría entonces encaminado a distorsionar las imágenes fijas que el amor ha adquirido sobre sí mismo y a proponer su superación como una forma de limar las barreras que constriñen al sujeto: «Con la esencia de una sobrehumana pasión...».

La presencia de la estatua en la poesía de Agustini ha sido interpretada como la expresión consumada de la dualidad que parece haber presidido su destino, situando de nuevo la comprensión de los poemas en el terreno de la biografía. Así lo hace José Olivio Jiménez -a pesar de criticar en otros momentos esta misma clave biográfica- quien afirma de este símbolo que:

parece haber resumido el conflicto entre el ardor pasional que la consumía, y la vida -las reglas y convenciones de la sociedad- que le imponían una calma o serenidad estatuaria contra la cual conspiraba (intuitiva, instintivamente) la turbulencia y fogosidad de todo su ser9.


Si tomamos esta idea y, la extrapolamos al género femenino situado en un contexto sociocultural más amplio, sí sería adecuado decir que la estatua proyecta lúcidamente la duplicidad psicológica de esa mujer en el seno de la sociedad patriarcal. La estatua inerte y fría personificaría a la mujer que, a pesar de su lucha interior, no reacciona exteriormente, como expresa inicialmente la poeta en «La estatua» de El libro blanco:


Miradla así -de hinojos!- en augusta
Calma imponer la desnudez que asusta!...
Dios!... Moved ese cuerpo, dadle un alma!
Ved la grandeza que en su forma duerme...
¡Vedlo allá arriba, miserable, inerme,
Más pobre que un gusano siempre en calma!


(pág. 101)                


La estatua representaría, pues, al sujeto femenino sometido a convenciones sociales, morales y hasta poéticas que no puede rebelarse y debe acatar todas esas constricciones con la insensibilidad propia de una estatua de piedra que oculta en su pecho, sin embargo, un corazón de fuego que la incita a cantar, llorar, vivir y, en última instancia, a escribir («A una cruz. Ex voto», de Cantos de la mañana):



Y la Armonía fiel que en mí murmura
Como una extraña arteria, rompió en canto,
Y del mármol hostil de mi escultura
Brotó un sereno manantial de llanto!... [...]

Y a ese primer llanto: mi alma, una
Suprema estatua, triste sin dolor,
Se alzó en la nieve tibia de la Luna
Como una planta en su primera flor!


(pág. 192)                


Así pues, esa dualidad de la estatua de Agustini simbolizaría, además, en el plano estético el rechazo consciente de la perfección clásica, de la concepción apolínea que representó esta figura para el parnasianismo. Encarnaría, más bien, la rebelión contra el estatismo, el preciosismo y el control de las emociones postulando, en cambio, el ardor de eros, el ardor de la creación como alternativa. Para los poetas anteriores que aspiraban al ideal, la estatua era un consuelo y una evasión, para Agustini representa, por el contrario, una inquietud represora a la que quiere enfrentarse:

Así, la imagen de la estatua será una de las más trabajadas para Agustini, quien juega metafóricamente con toda la gama simbólica tradicional de ese icono, específicamente para subvertirlo10.


Sin embargo, no se trata tanto de una subversión de la estatua cuanto de su funcionamiento a partir de un determinado momento bajo la configuración de lo siniestro, en la que se confunde y se mezcla lo inerte y lo viviente. En este sentido, una de las realizaciones más consumadas del símbolo de la estatua corresponde a la contenida en el poema «Plegaria», cuyos versos iniciales se repiten a modo de estribillo:


Eros: ¿acaso no sentiste nunca
Piedad de las estatuas?


Veamos la descripción de esas estatuas que aclara parcialmente el sentido de la indagación en una subjetividad original:


Se dirían crisálidas de piedra
De yo no sé qué formidable raza
En una eterna espera inenarrable
Los cráteres dormidos en sus bocas
Dan la ceniza negra del Silencio,
Mana de las columnas de sus hombros
La mortaja copiosa de la Calma,
Y fluye de sus órbitas la noche:
Víctimas del Futuro o del Misterio,
En capullos terribles y magníficos
Esperan a la Vida o a la Muerte.


(pág. 258)                


Si lo humano se corresponde con el presente, el poema canta su doble: una «formidable raza» que romperá el silencio y la calma alcanzando con ello su libertad11. Y ya en uno de sus poemas iniciales («La estatua»), Agustini se acerca a esta configuración del espacio de lo futuro a través del doble de lo inanimado que promete su nacimiento, su transformación:



Miradla, así, sobre el follaje oscuro
Recortar la silueta soberana...
¿No parece el retoño prematuro
De una gran raza que será mañana?

Así una raza inconmovible, sana,
Tallada a golpes sobre mármol duro,
De las vastas campañas del futuro
Desalojara a la familia humana!


(pág. 101)                


La respuesta es -será en el propio poema- un modo simbólico que construye la estancia de un enigma donde las palabras significan sólo su propio ser y remiten a una soledad radical, la de la noche. Esta oscuridad, característica de la poesía de Delmira Agustini, es la que pide los «rayos» de eros, para que acontezca el futuro.

La plegaria es, así, la que clama por unas estatuas en las cuales el género, entendido en los términos tradicionales, ha sido abolido, de manera que las categorías de lo masculino y lo femenino quedan destruidas para dar paso a un mundo de libertad en el que cada deseo se expresa conforme a sí mismo. Esa destrucción es la que nombra lo siniestro en los poemas de Agustini. Esta configuración transforma a la vez el lenguaje heredado, ya que el modo simbólico adoptado cancela el sentido, pero al tiempo espera la luz de unos ojos cuyo «eros», cuya afinidad, pueda acceder a ese jardín cerrado y gozar de su lenguaje («Apúntales tus soles o tus rayos»). Así, la experiencia erótica no sólo se identifica con el acontecer de las palabras en el poema, con la escritura, sino también con su recorrido enigmático y moroso, con su lectura. Significativo es que la plegaria, que pide una transformación y un cambio profundos, se dirija a «Eros», dios del amor. Sólo este dios, que se identifica a su vez con la poesía, como hemos dicho, puede dar lugar a un nuevo tiempo, donde a su vez él tenga señorío. La poesía alude con ello a una acción social hacia la que, según Lautréamont, debía ir siempre dirigida. Pero en este caso esa acción está estrechamente vinculada a la escritura femenina, tanto que llega a confundirse con ella.

De la misma forma, «El surtidor de oro» (pág. 247) se interna en la vertiente des-humanizada en términos sexuales del sujeto poético que bebe en la «taza rosa de tu boca en besos» y también sigue la corriente pigmaliónica de esculpir la belleza del amado:


De las espumas armoniosas surja
Vivo, supremo, misterioso, eterno,
El amante ideal, el esculpido
En prodigios de almas y de cuerpos


(pág. 247)                


Pero se introduce asimismo algo nuevo: el sueño y lo onírico como perfecto cauce para visualizar los temas tabú de lo erótico y lo violento en relación también a una escritura de género. La separación aparente de la realidad a través del mecanismo o tamiz del sueño proporciona la distancia suficiente para que la interpretación de sus declaraciones de gozo y dolor no fuera tan literal por parte de la sociedad montevideana y así, a partir de este descubrimiento, Agustini atribuye a la irrealidad, la fantasía y el sueño todas y cada una de las experiencias eróticas que describe con todo lujo de detalles:


Debe ser vivo a fuerza de soñado,
Que alma y sangre se me va en los sueños;
Ha de nacer a deslumbrar la Vida,
Y ha de ser un dios nuevo!
Las culebras azules de sus venas
Se nutren de milagro en mi cerebro


(pág. 247)                


La nueva divinidad -el erotismo- nace de su intelecto, de su cerebro inspirado y del «milagro», pero se manifiesta en ese espacio de sueño, de no-realidad, de lo «extrahumano», que es el único legítimo para que sea expresado en voz femenina. Pese a la abstracción y carácter etéreo y onírico con que se quiere calificar a la experiencia del encuentro con el tú, hay todo un lenguaje inequívocamente carnal que subyace como código de interpretación:


El amante ideal, el esculpido
En prodigios de almas y de cuerpos,
Arraigando las uñas extrahumanas
En mi carne, solloza en mis ensueños;
-Yo no quiero más Vida que tu vida,
Son en ti los supremos elementos;
Déjame bajo el cielo de tu alma,
En la cálida tierra de tu cuerpo!


(pág. 247)                


El amante suplica en sueños al yo lírico que se le entregue por completo, que le dé su vida en cuerpo y alma, en espíritu («cielo de tu alma») y posesión física («cálida tierra de tu cuerpo»). La celebración abierta del cuerpo se relaciona asimismo con lo «abyecto», que encuentra su origen también en lo siniestro, como veremos.

Por otro lado, el orden de lo siniestro se relaciona también en el texto de Freud con el miedo a la castración: los miembros son seccionados o los ojos de los niños son extraídos y llevados por el hombre de arena para alimentar a sus hijos (en el cuento de Hoffmann). En este sentido, se vincula a la idea neurótica masculina de que hay algo de siniestro en los genitales femeninos, tema también explorado en un breve trabajo de Freud sobre la cabeza de la medusa, donde afirma:

Si la cabeza de la Medusa sustituye la representación de los genitales femeninos, o si más bien aísla su efecto terrorífico de su acción placentera, cabe recordar que ya conocemos en otros casos la ostentación de los genitales como un acto apotropeico. Lo que despierta horror en uno mismo también ha de producir idéntico efecto sobre el enemigo al que queremos rechazar. Todavía en Rabelais podemos leer cómo el Diable emprende la fuga cuando la mujer le muestra su vulva12.


Una imagen similar a la que se propone sobre Rabelais es la que Agustini ofrece al final de su poema «Visión» (págs. 236-37), en el que el sujeto masculino, que ha buscado contemplarse en el espejo de la mujer, desaparece finalmente cuando se va a alcanzar el abrazo.


Y esperaba suspensa el aletazo
Del abrazo magnífico...
Y cuando,
Te abrí los ojos como un alma, vi
Que te hacías atrás y te envolvías
En yo no sé qué pliegue inmensao de la sombra!


(pág. 237)                


Se trata, en efecto, del tópico de una visión que se desvanece al intentar apresarla, pero en el poema adopta también el horror del sujeto masculino que huye ante el deseo de la mujer. Sin embargo, la deriva más relevante de este horror a la castración es la que se resuelve en la desmembración simbólica del otro, que tiene su expresión más ceñida en el final de «Lo inefable»: «Ah, más grande no fuera / Tener entre las manos la cabeza de Dios» (pág. 194), pero que se repite contantemente en los poemas eróticos de Los cálices vacíos; pupilas, manos, ojos, cabezas, miembros fragmentados del cuerpo del otro, cuya fragmentación se inscribe en lo siniestro.

Sobre esta idea de la castración, Kristeva construye su concepto de lo «abyecto», que describe la experiencia del temor primitivo a la abolición del cuerpo, y que libera, en Los cálices vacíos, toda una galería de imágenes en torno a la carnalidad y a la corporalidad del deseo. «Tu boca» (pág. 228), por ejemplo, enuncia esa fragmentación del cuerpo que se resuelve en una implementación del trabajo que desarrolla cada uno de estos elementos. Lo que se nombra tiene que ver con ese dominio del cuerpo, y concibe como pasado su disolución en imágenes metonímicas que desplazan la referencia hacia el espacio del «espíritu»:


Yo hacía una divina labor, sobre la roca
Creciente del Orgullo. De la vida lejana,
Algún pétalo vívido me voló en la mañana,
Algún beso en la noche. Tenaz como una loca,
Seguía mi divina labor sobre la roca.


(pág. 228)                


De pronto, irrumpe el amor descarnado y pasional, el desgarrado y arrebatador, el que obnubila y ciega, el que hace vibrar. Entonces, el sujeto poético queda atrapado por su «lazo de oro»:


Cuando tu voz que funde como sacra campana
En la nota celeste la vibración humana,
Tendió su lazo de oro al borde de tu boca.


(pág. 228)                


La llegada del amante y el éxtasis sexual que el contacto con su boca provoca se convierte en una hermosa metáfora vegetal, floral («nido» «dos pétalos de rosa») del placer inmenso, orgásmico que se siente también en el instante del destello creativo, de la inspiración:


-Maravilloso nido del vértigo, tu boca!
Dos pétalos de rosa abrochando un abismo...-


(pág. 228)                


El esfuerzo físico de las caricias, de los besos, de los abrazos, del acto sexual representa el trabajo con el verso que es al mismo tiempo placentero y agónico:



Labor, labor de gloria, dolorosa y liviana;
¡Tela donde mi espíritu se fue tramando él mismo!
Tú quedas en la testa soberbia de la roca,

Y yo caigo, sin fin, en el sangriento abismo!


(pág. 228)                


Lo paradójico es que al término del conflicto siempre sale perdiendo uno de los dos implicados que es el que cae, el que pierde, el que se somete, el que espera y suele ser el yo en los primeros textos mientras que es un tú disgregado, polimorfo y quebrado en poemas posteriores. Este es el precio que ha de pagarse por alcanzar la gloria creativa, la gloria amorosa: la culebra melancólica que, en un movimiento sugerente, ondula y glisa por entre los versos.

«Día nuestro» (pág. 233) describe un encuentro sexual muy ardiente e intenso pero a través del velo de la alegoría selvática, vegetal o bíblica, de la metáfora mística, y del exotismo orientalista:


-La tienda de la noche se ha rasgado hacia Oriente.-
Tu espíritu amanece maravillosamente;
Su luz entra en mi alma como el sol a un vergel...


El acto amoroso -místico, escritural- es descrito a través del oxímoron que caracteriza a toda experiencia de lo inefable como un torbellino de elementos naturales, de sol y de lluvia. Lo femenino sigue aún estando a la espera, sigue siendo la gruta natural, salvaje, al tiempo que lo masculino continúa representando el papel activo: son sus manos, sus alas las que se acercan a la fruta deleitosa del cuerpo de mujer, de la escritura mientras el espíritu femenino «se dobla» y por su esencia etérea y cósmica, por su dimensión naturaleza «envuelve» en un abrazo inmenso al tú masculino:



-El Ángelus.- Tus manos son dos alas tranquilas,
Mi espíritu se dobla como un gajo de lilas,
Y mi cuerpo te envuelve... tan sutil como un velo.

-El triunfo de la Noche.- De tus manos, más bellas,
Fluyen todas las sombras y todas las estrellas,
Y mi cuerpo se vuelve profundo como un cielo!


(pág. 233)                


En «Con tu retrato» (pág. 241) el yo lírico confiesa que a través del otro, del amor ha captado la esencia de la vida con lo que tiene de «humano» pero también de «sobrehumano» pero, sobre todo, considera que el intercambio es mutuo y él mismo, a través de su capacidad creativa para pintar, esculpir y describir al otro, lo ha iluminado y dado vida:



Yo no sé si mis ojos o mis manos
Encendieron la vida en tu retrato;
Nubes humanas, rayos sobrehumanos,
Todo tu Yo de emperador innato

Amanece a mis ojos, en mis manos!


(pág. 241)                


Así pues, es necesaria la existencia de otro para afirmarse como sujeto independiente, libre y creador, dador de vida, dador de amor. No importa la supuesta superioridad inicial del tú con el que se entabla el diálogo pues, sea emperador y soberano o no lo sea, el poder para dar vida o matar lo tiene la mano, la pluma femenina que ironiza sobre tal situación privilegiada que es, en verdad, un desafío, una provocación a la tradición. Incluso cuando ella misma se entrega lo hace voluntariamente y consciente de la importancia de su gesto («y me abro en flor»):



Por eso, toda en llamas, yo desato
Cabellos y alma para tu retrato,
Y me abro en flor!... Entonces, soberanos

De la sombra y la luz, tus ojos graves
Dicen grandezas que yo sé y tú sabes...
Y te dejo morir [...]


(pág. 241)                


El placer erótico de la creación connotado a través de verbos bastante explícitos en su expresión («abrir», «dejar morir») deja un rastro sangriento, caótico, confuso, doloroso y melancólico hasta el masoquismo en el agente de tal acto:


[...] Queda en mis manos
Una gran mancha lívida y sombría...
Y renaces en mi melancolía
Formado de astros fríos y lejanos!


(pág. 241)                


En la adopción del modelo femenino como término pasivo de la relación erótica, Agustini opera un suplemento que la hace irreconocible y la convierte en siniestra: va más allá de sus términos, nombra lo que ya no se debería nombrar. En este sentido, al erigir el cuerpo en el eje de su discurso erige el polo abyecto del erotismo, un cuerpo femenino que se dice sin eufemismos. Como señala Kristeva a propósito del cuerpo femenino:

Comme si un constant était fait du penchant au meurtre essentiel à l'être humain, et que l'autorisation de la nourriture carnée était l'aveu de cette indéracinable «pulsion de morte», ici dans ce qu'elle a de plus primaire ou de plus archaïque: la dévoration. Pourtant, le souci biblique de séparation et de mise en ordre retrouve plus loin la distinction supposée antérieure entre végétal et animal. Dans la situation postdiluvienne, cette distinction est reconduite sous la forme de l'opposition chair/sang. D'un côté, la chair exsangue (destinée à l'homme), de l'autre, le sang (destiné à Dieu). Le sang marquant l'impur reprend le sème «animal» de l'opposition précédente et recueille la tendance au meurtre dont l'homme doit se purger. Mais cet élément vital qu'est le sang réfère aussi aux femmes, à la fertilité, à la promesse de fécondation. Il devient alors un carrefour sémantique fascinant, le lieu propice de l'abjection où mort et féminité, meurtre et procréation, arrêt de vie et vitalité, vont se rejoindre13.


En este sentido, «Otra estirpe» (pág. 243) lleva hasta sus últimas consecuencias esa dinámica amorosa consistente en la perpetuación de los roles sexuales habituales en que la mujer se identifica con la pasividad («brinda», «entrego», «da», «tendida», «surco ardiente») y el varón con la actividad («derramado»). La sustancia alegórica del tú corresponde nuevamente aquí a Eros, ese dios absoluto y primitivo que traza el imaginario siniestro de Agustini:


Eros, yo quiero guiarte, Padre ciego...
Pido a tus manos todopoderosas,
Su cuerpo excelso derramado en fuego
Sobre mi cuerpo desmayado en rosas!


(pág. 243)                


El delirio poético se des-ajusta por su implementación de las reglas del amor humano, carnal, y las imágenes carecen de trascendencia y poseen una intensa carga erótica. Se reproduce insistentemente en la composición la imagen del cuerpo de la mujer como alimento sagrado para el hombre que, a través de él, conocerá los misterios del universo; canibalismo sagrado que no resta, con todo, importancia al objeto frente al sujeto pues la instancia femenina tiene tanta entidad como la masculina: ambos se destruyen, se devoran, resucitan y construyen juntos. Los motivos que secularmente remiten a la esfera de lo femenino como la maternidad, la inactividad en la relación sexual, el cuerpo confundido con la naturaleza, se transforman en la imaginación siniestra ligada a lo abyecto en elementos subversivos, transgresores y nuevos: constituyen el retorno de lo prohibido en el lenguaje, la emergencia de un disfemismo. Por ello, la propia textura del poema está signada por la configuración de lo siniestro, en la medida en que es a través de ello como se libera lo reprimido del lenguaje, como se puede romper la represión de la tradición poética que en su carga de eufemismos impide la búsqueda del cuerpo femenino. Así, la maternidad, metáfora evidente de la creatividad, encarna un deseo incesante de la voz femenina que fuerza las aspiraciones y necesidades del varón en busca de sus propios fines consistentes en dar a luz «otra estirpe sublimemente loca». Anhela el cuerpo, la voluntad de ese tú para crear una nueva generación, para que algo pueda producirse. El deseo es declarado desde un lugar femenino sin vergüenza, con descaro, ilimitada sensualidad y transparencia, pese a la metaforización a través, como era frecuente, de elementos naturales («la eléctrica corola», «nectario», «gran tallo febril»), exóticos («un jardín de esposas», «absintio, mieles») y animales («buitres», «palomas rosas»):


Da a las dos sierpes de su abrazo, crueles,
Mi gran tallo febril... Absintio, mieles,
Viérteme de sus venas, de su boca...


(pág. 243)                


Lo sensorial y lo sensual dinamizan la relación erótica y guardan una relación clara asimismo con la vertiente antirreligiosa, irreverente y rupturista que impregna el discurso modernista: la voz lírica, en este sentido, es un cáliz o urna mística que necesita ser llenado -Los cálices vacíos- para cumplir una función siniestra, des-humanizada. En última instancia, se trata de decir el cuerpo reprimido, enumerar su fragmentación y liberar la distinción entre lo animado y lo inanimado para que se geste una nueva identidad.





 
Indice