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Los caminos de la muerte: religión, rito e iconografía del paso del más allá en la Grecia antigua

Francisco P. Diez de Velasco Abellán



Bhâteré

«El viaje no es como lo narra el Télefo de Esquilo, que dice que el camino de la muerte es sencillo. A mí me parece que ni es sencillo ni único, ya que en ese caso no se necesitarían guías, pues nadie se extraviaría nunca... De hecho parece que presenta numerosas bifurcaciones y encrucijadas. Esto lo digo basándome en nuestros usos sagrados y en nuestras costumbres funerarias.»


Platón, Fedón, 108a.                







ArribaAbajoIntroducción

La muerte, realidad experiencia pero no experimentable, radicalmente inexplicable más allá de la proliferación de modelos imaginarios que han forjado las diversas religiones, resulta la clave fundamental en la busca del sentido de la vida. La reflexión de las diversas civilizaciones sobre la muerte ha erigido un laberinto de explicaciones cruzadas que ahogan al historiador de las religiones que se aproxima con la ilusoria finalidad de dotarlas de un sentido y una explicación general, pero, a la par, presenta el interés muy contemporáneo de permitir relativizar las pautas explicativas de la propia cultura. Por medio de lo ajeno comprender mejor lo propio es cuando menos el consuelo que queda ante la perspectiva de un naufragio en la mera erudición.

Ésta era la lección que ofreció a varias generaciones de entusiastas de la antigüedad el mundo griego; un mundo extraño por no cristiano pero un mundo en el que en medio de la alteridad del comportamiento surgía una luz que guiaba hacia el camino conocido de las raíces comunes, una expresión o un motivo que ofrecía la vaga seguridad de una filiación común deseada (a pesar de resultar muchas veces hipotética). El mundo griego ha perdido ese interés desde que, salvo raras excepciones, la enseñanza de su lengua y su cultura han quedado relegadas con el derrumbe de la formación humanística. Ahora los modelos de relativización de nuestras creencias se buscan en culturas aún más arcaicas o contemporáneas (por medio de la engañosa alteridad cinematográfica) en las que el contraste no parece dejar lugar para la sonrisa del lejano reconocimiento. En este mundo de decadencia de los estudios clásicos y de desarrollo de la antropología etnográfica los griegos tienen un nuevo lugar, más acorde con su verdadera medida, depurado de idealismos, en igualdad de condiciones con el resto de los pueblos, libre de las servidumbres y de los privilegios, como una más entre las culturas creadas por la humanidad en su historia. Esta óptica permite comprender, de un modo más correcto, el imaginario griego de la muerte, sin la obligación moral de tratarlo con unos instrumentos diferentes de los que se utilizan para analizar el resto de las religiones y las culturas mundiales. La cultura griega ha dejado de ser ese destello en las sombras de la barbarie, como por otra parte la Biblia ha perdido a su redactor divino para convertirse en obra falible y analizable de hombres como los demás.


ArribaAbajo0.1. La muerte: rito e imaginario

La visión griega de la muerte se convierte en una más de las piezas que conforman un conocimiento que intenta desentrañar una explicación que, cuando menos, ofrezca el consuelo de mitigar la angustia de lo desconocido. Para acotar lo inexplicable y poder pasar soslayando el dolor de la muerte y la radical incapacidad de comprenderla, queda el recurso, por ejemplo, a los instrumentos de análisis forjados por las Ciencias Sociales. Consisten en centrar el estudio no en el sentido último, en el que las certidumbres de la filosofía han mostrado con creces su quiebra (sólo quedando el consuelo acientífico de la creencia personal), sino en las informaciones de índole sociológica que se derivan de concentrar la mirada en el momento delicado que preside el cambio de condición de vivo a muerto y el reparto del estatus y la herencia; insistiendo por tanto en lo que hay de social e incluso de cuantificable en la muerte1. El peligro inherente a toda liminalidad se manifiesta, de un modo aún más evidente, en ese momento en el que la ambigüedad puede conllevar consecuencias no deseadas para el grupo. Se amalgaman miedos irracionales y prevenciones sucesorias. Se manifiesta la angustia psicológica del miedo a la muerte, del miedo al cadáver, del miedo a la alteridad del difunto por cuanto implica de identidad futura: el difunto convertido en un frío despojo refleja el cadáver que todos habremos de ser algún día.

Pero más temibles y más físicos resultan otros problemas: el reparto que lleva a obligados enfrentamientos en la familia, la transmisión del estatus que enfrenta a grupos de poder2. La muerte es replantear el equilibrio entre los miembros de un grupo social hasta que se reinstaura la situación normal, muchas veces tras complejas componendas no exentas, por ejemplo en la Atenas democrática, de complicados procesos judiciales, en los que, como en las sociedades más arcaicas, el grupo social casi al pleno (por medio de los jueces) termina decidiendo sobre los modos en los que se debe realizar la transmisión de la riqueza y por tanto del poder del muerto3.

La muerte es disolución del cuerpo pero sobre todo del estatus personal, un asunto más complejo cuanto más poderoso es el difunto, cuanto más dañina puede ser para el grupo social una elección incorrecta de sucesores. De ahí que el miedo al muerto, al revenant4, no sea solamente un mecanismo de regodeo en la irracionalidad ante la incomprensibilidad del hecho de morir. Es un medio de protección frente a una herencia mal resuelta, ya que cualquiera puede esgrimir el argumento de que ha presenciado la aparición de un fantasma protestando por el mal uso que sus sucesores hacen de su poder y riqueza (prosperando la protesta si la mayoría de los miembros del grupo apoya la opinión oportunamente emitida por el aparecido).

Las recreaciones imaginarias, incluso las más complejas, hunden muchas veces sus raíces en la necesidad de protección de los grupos humanos frente a procesos desestabilizadores y una vez que la sociedad se modifica y cambian las razones que les dieron su razón de ser, a veces se siguen manteniendo como una rémora cargada del prestigio de las creencias antiguas. Así, incluso en la Atenas clásica, en la que el mundo de la muerte no posee implicaciones sociales notorias más allá del círculo de la familia estrecha, se sigue perpetuando el miedo al muerto que no se resigna a sufrir la aniquilación en el inframundo y vuelve rabioso a ensañarse con los vivos. Este miedo al difunto generó, a su vez, una serie de creencias imaginarias que intentaron consolidar la idea de que el difunto estaba desposeído de fuerza y presencia y yacía prisionero en el más allá; se minimizaron sus posibilidades de volver pero a costa de convertirlo en un ser muy disminuido. Los griegos cayeron en la trampa de imaginar un inframundo desdotado de gloria y atractivo como es el Hades, en el que ni siquiera los muertos quieren vivir5, pero, como rechazo, terminaron definiendo una vía mística que les abriese el camino para soslayar la iniquidad de la destrucción post mortem6.

Como se ve, las posibilidades de estudio del fenómeno de la muerte no se agotan en la mera cuantificación de la riqueza o el poder que se transmite; se abre un mundo abigarrado de creencias sobre el destino último del muerto que entre los griegos tiene la particularidad de la variedad, por ser muy numerosas las fuentes de creación y modificación del imaginario que toleró la sociedad helena (que no poseía una élite sacerdotal poderosa que detentase o controlase los mecanismos de la creación religiosa o mítica). A pesar de la pérdida de muchas de las fuentes antiguas, lo que ha quedado es suficientemente representativo como para que lo extenso del tema requiera un esfuerzo para acotarlo, con el fin de no repetir el argumento y la estructura de la magnífica y centenaria síntesis de Erwin Rohde7.

En este trabajo se ha optado por centrar la mirada en un momento muy específico del proceso de la muerte que define su liminalidad. No se tratará el hecho en sí del morir, bien conocido por diversas obras, algunas muy recientes8; como tampoco se revisará en profundidad el lugar de destino post mortem del individuo, el Hades9, que ha sido objeto de monografías y estudios muy detallados. Tampoco se estudiarán los lugares excepcionales como las Islas de los Bienaventurados o los Campos Elíseos10, que son el premio otorgado a unos cuantos elegidos de los dioses, héroes de los relatos míticos, pero no hombres comunes.

Se centrará el estudio en el paso al más allá, que comienza en la tumba y termina con la disolución de la esencia humana; un viaje completamente imaginario, pero que refleja las mentalidades de las diversas épocas, zonas y grupos sociales que lo idean y modifican. No hay, por tanto, un solo camino de la muerte, sino muchos, algunos solamente intuidos (ya que nuestra documentación no refleja, por ejemplo, las enormes variedades locales que debieron existir), por lo que tendemos a dar carta de naturaleza panhelénica a la visión que nos transmiten, por ejemplo, las fuentes atenienses, las más numerosas y variadas.




ArribaAbajo 0.2. Una documentación privilegiada

Se utilizará en el estudio una gran variedad de documentación, desde los poemas homéricos hasta obras de época helenística e incluso romana, pero se privilegiarán dos tipos de fuentes que narran específicamente el paso al más allá; una es la iconografía funeraria y, particularmente, los lécitos áticos de fondo blanco con escenas escatológicas11 y la otra las láminas órfico-dionisiacas de las que se ofrece una traducción completa al castellano. Ambos conjuntos de documentos presentan una característica que los particulariza y hace que aumente su interés; se trata de objetos que no fueron pensados para ser vistos nada más que por un número muy limitado de personas en relación con sus finalidades específicamente funerarias.

Los lécitos de fondo blanco12 son unos vasos cerámicos de producción ateniense que presentan un tratamiento de la superficie para el dibujo parecido al que se empleaba para las maderas pintadas; el fondo blanco permitía el empleo de técnicas de dibujo más libres que en las figuras rojas y más parecidas a las usadas en la pintura mural. En contrapartida, estos vasos presentan el problema de resultar mucho menos resistentes y de tener una vida útil muy corta. A partir de mediados del siglo V a. e. se especializan en los temas funerarios y su uso se restringe únicamente al momento de las exequias; presiden y perfuman la exposición del cadáver (próthesis) y la ceremonia del entierro, colocándose sobre el monumento funerario como muestra, por ejemplo, un lécito de París13 (ilustración 0.1). Se enterraban posteriormente junto con el muerto (gracias a lo cual se nos han conservado en gran número) y únicamente en casos especiales, de los que otro vaso de París14 ofrece un buen ejemplo, se abandonaban en las gradas de la tumba donde se deterioraban a la par que la memoria del muerto entre los familiares, que ya ni visitaban el monumento funerario para adecentarlo (ilustración 0.2). La legislación ateniense recortó el ámbito del funeral, restringiéndolo estrictamente al marco de la familia más cercana al difunto. Esto hace que el arte funerario aumente sus caracteres intimistas y familiares y presente escenas nuevas con una significación potenciada, como son las de la visita a la tumba (con mucho el motivo más numeroso, del que un vaso de Berlín15 (ilustración 0.3) ofrece un buen ejemplo), o las que más interesan en nuestro trabajo, las representaciones escatológicas (que ilustran el imaginario de los estados intermedios del alma entre la muerte biológica y el ingreso efectivo en el más allá).

Imagen_1

Ilustración 0.1: Lécito sobre una tumba (París, Louvre CA 537)

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Ilustración 0.2: Lécitos en las gradas de una tumba abandonada (París, Louvre CA 3758, detalle)

Imagen_3

Ilustración 0.3: Escena de visita a la tumba; mujeres oferentes (Berlín, Antikenmuseum F2459)

Hay que tener presente que no se pueden estudiar este tipo de escenas como si se tratase de descripciones míticas tibiamente sentidas por los que las contemplaban. No cumplen las mismas funciones que una descripción poética del más allá como la que aparece en la Odisea16 (con las dudas razonables que hubo de provocar en el auditorio que la podía enjuiciar como el desvarío de la inspiración del poeta), o una gran pintura pública (como la que realizó de este mismo tema Polignoto de Tasos en el pórtico de los cnidios en Delfos17). Eran escenas buscadas por la familia que las adquiría, puesto que creían en la información que en ellas se transmitía; eran mitos vivos. Esta significación aumenta su fuerza por el tipo de ceremonia en la que se utilizaban los vasos. El ritual funerario, por la intensidad de las emociones que provoca, resulta un momento cumbre en el desarrollo de la vida familiar e individual (aún en nuestros días mantiene en gran parte el primitivismo en la expresión de las emociones). Como todo rito de paso es también un espejo de las creencias y por tanto un momento álgido en la enculturación, la transmisión y recordatorio de modos de creencias y sus plasmaciones imaginarias. La utilización de lécitos de fondo blanco con temas escatológicos presidiendo el ritual fúnebre y a la vista de todos los participantes ilustra, por tanto, la aceptación y puesta al día de un cuerpo de creencias entre los adultos y la formulación primera y el aprendizaje de esas creencias entre los individuos que están en edad de sufrir una enculturación activa (que en este caso coincide, además, con un momento en que se desencadenan emociones de gran intensidad y, por tanto, aumenta el grado de importancia de estas enseñanzas). Objetos para ser utilizados de modo muy específico, los lécitos de fondo blanco con escenas de paso al más allá reflejan no sólo opiniones (como ocurre con las fuentes literarias) sino también conductas (que se materializan en la inclusión de un objeto cargado de significado en una ceremonia real). Cuando el vaso soporta una imagen de Hermes o Caronte está indicando que los familiares creían que el alma del difunto se encontraba en ese momento viajando hacia el inframundo en compañía de esos genios psicopompos.

Las láminas órfico-dionisiacas18 cumplen una función bastante semejante. Se colocaban junto al cadáver del difunto portando inscripciones que le mostraban el camino a seguir en el más allá para no errar el viaje. No expresan, en este caso, las creencias de un grupo familiar sino las de un grupo de tipo religioso; eran secretas, no pensadas para ser leídas o vistas por otros ojos que los del muerto y sus compañeros de iniciación.

En ambos casos nos hallamos ante objetos que nos permiten conocer el imaginario griego del paso al más allá de un modo privilegiado; las técnicas arqueológicas y nuestra falta de escrúpulos hacia los muertos de otras culturas (convertidos en meros objetos de estudio científico) nos han deparado una documentación olvidada o escondida para los propios que la crearon. Nuestros ojos ven, leen e interpretan lo que estaba oculto a los no iniciados (en el caso de las láminas órficas) o a los que no pertenecían al círculo restringido del grupo familiar (en el caso de los lécitos de fondo blanco).

El resto de las fuentes literarias que se repasarán, aunque fundamentales en algunos de los análisis que se van a desarrollar, no tienen en ningún caso un carácter específico. No se ha conservado ninguna obra cuya finalidad primordial sea narrar o ilustrar el paso al más allá y cuando se encaran descripciones inframundanas surgen como motivos secundarios o meras aventuras literarias. En la Nékyia (evocación de los muertos) de la Odisea19, nuestra fuente más prestigiosa, la descripción del Hades es una licencia literaria para poder incluir rápidamente una serie de narraciones que, de otro modo, el protagonista y el lector no podrían conocer (el destino de los demás héroes aqueos tras la toma de Troya). La descripción del viaje al más allá que aparece en La República de Platón20 o en Plutarco21 cumplen como partes de una argumentación mayor sobre el origen y las funciones del alma. La descripción aristofanea del descenso al Hades de Dioniso en Las Ranas22 tiene una función eminentemente cómica. Ni siquiera Platón parece pedir que creamos en todo lo que dice; todos estos autores están realizando obras de opinión que, desde luego, no cumplen la función religiosa fundamental de las láminas órfico-dionisiacas o de los lécitos de fondo blanco.



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