Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Los cazadores de perdices

Fausto Avendaño





Juan abrió un ojo al oír los ligeros golpes en el cristal de la ventana. El ruido y las imágenes borrosas del sueño se unieron momentáneamente, como la niebla del valle y el vaho de los pantanos. Juan soñaba lo que solía soñar, que hacía su jornada en el aserradero, ejerciendo su cargo de capataz, dando órdenes y animando a los trabajadores. El rumor continuo de la sierra que cercenaba los fuertes troncos de piñonero sofocaba los golpecillos en la ventana.

¡Zas! ¡zas! se oyeron las piedritas con mayor fuerza contra el cristal. Juan abrió ambos ojos, rompiendo el estupor del sueño. Dolores hizo un movimiento repentino, estirando una pierna. Luego dio la media vuelta, acomodándose de nuevo en su lado de la cama.

-Te llaman, Juan- murmuró; y su marido, dándose cuenta de lo que ocurría, dijo entre dientes o acaso lo pensó únicamente:

-Maldito compadre...

Era el compadre Emiliano que venía a despertarlo para ir a cazar perdices. Habían quedado a las cuatro de la mañana, como en otras ocasiones, y el compadre (tenía que reconocerlo) cumplía su palabra al pie de la letra.

Juan se enderezó en la cama, haciendo un gran esfuerzo para sacudir la modorra y luego se dirigió a la ventana, descalzo. Como todos los sábados, Juan se arrepentía de haber quedado con el compadre para ir a cazar perdices.

Desatrancó la ventana y la levantó con ambas manos.

-Pssss, ya voy. Espérame- echó la voz hacia abajo donde un hombre estaba de pie frente a un grueso roble cubierto de plata.

Juan se puso los pantalones de mezclilla que colgaban de un sillón, se calzó afanosamente unas botas negras de cuero y, tras ponerse la camisa, se echó encima una gruesa chaqueta de algodón.

-Maldito compadre- masculló con enfado, echando una mirada hacia Dolores, su mujer, la cual dormía tranquilamente. Entre las cobijas se asomaba una pierna bien torneada que la luz de la luna iluminaba ligeramente.

El compadre se las pagaría todas juntas, y ella también, pensó Juan al coger la escopeta y revisar el parque que se llevaría. Paciencia, se dijo en sus adentros, camino de la puerta de la cocina. Tenía que tener paciencia para hacer las cosas como era debido, de forma inteligente; si no, él también saldría perdiendo y eso sería el colmo.

El compadre, como todos los sábados de madrugada, charlaba alegremente durante el camino. Le gustaba comentar los partidos de béisbol, la pesca, la caza y, cuando se le subía un poco el whisky, pasaba a describir sus aventuras amorosas más recientes. Le importaba un bledo estar casado.

Maldita gracia que me hacen tamañas cochinadas, Juan se decía en sus adentros ante la jactancia del compadre. Era lo que menos aguantaba del padrino de su hijo mayor, pues equivalía a echarle sal a la herida.

Mientras Emiliano conducía la camioneta, charla que charla, Juan se hundía en un profundo ensueño, recorriendo, absorto, los detalles de su venganza. Su imaginación lo colocaba a unos pasos detrás de su verdugo, ambos acechando una bandada de perdices oculta en la alta hierba, el compadre con la escopeta presta, apuntando hacia el reducto, mientras Juan, con el dedo índice, jugueteaba con el gatillo de su arma. Ambos cazadores se acercaban sigilosos, Emiliano delante y Juan detrás de él, con la punta del cañón tan cerca al cogote del primero que por unos centímetros no le rozaba las mechas negras de la cabellera.

En seguida, se oía un aleteo espantoso, acompañado de chirridos plenos de pánico, y una repentina nube negra cubría el cielo. Eran las perdices que levantaban el vuelo. Luego se oía una detonación, tras la cual un par de bultos caían del cielo y, casi al mismo tiempo, Juan disparaba su escopeta y caía otro bulto más pesado que los primeros. En la bruma de la madrugada, Juan distinguía el rostro del compadre los ojos en blanco desangrándose en la fría hierba.

«Te lo buscaste, maldito», decía Juan en su ensueño.

-Juan... Juan. ¿Qué me dices de lo que vengo platicando?- dijo con fuerza el compadre, alcanzándole el hombro. -Parece que andas medio dormido.

Juan sacudió la cabeza, llevándose las manos a las sienes. Se refregó los ojos momentáneamente y masculló un par de palabras en respuesta. Emiliano, viendo que Juan lo escuchaba, siguió con su tema.

Mientras el compadre hablaba de un proyecto de transportar madera hasta la ciudad de Las Vegas donde los edificios se multiplicaban como mala hierba, Juan se puso a considerar por qué no había hecho lo que se había propuesto meses atrás. Ya había pasado mucho tiempo desde el maldito desengaño y aún no se hacía justicia. Hasta la fecha, el compadre se escapaba de la muerte, sin tener la mínima idea de las onerosas intenciones de Juan.

En las primeras salidas, de plano, sin razón, Juan no pudo encontrar el valor para matarlo; después, en otras ocasiones, por casualidad, algún cazador o ermitaño le venía a malograr su intento. Sin embargo, Juan seguía con la misma determinación de hacerse justicia. Cargaba a cuestas el mismo encono que había sentido el día que descubrió la perfidia de su mujer y la traición del compadre. ¡El maldito se había atrevido a entrar en su casa!

Un día que por casualidad llegaba temprano del aserradero, Juan divisó la camioneta del compadre estacionada debajo de un roble a unos diez metros del camino. El vehículo le llamó la atención porque ese día Emiliano se había ausentado de las labores quejándose de mareos. Dijo que su mujer lo esperaba en casa con un brebaje para el estómago.

Al acercarse a la casa, vio, sin que nadie sospechara, que el compadre salía por la puerta de la cocina. Juan no pudo ver a su mujer, pero sí distinguió el brazo y la mano fina de una mujer que le acariciaba el rostro al maldito en son de despedida. Ahí no había equivocación. ¡Esa mano no podía ser otra sino la de Dolores!

En ese momento, Juan sintió como si le dieran un martillazo en la frente. Por un instante, la rabia que se le agolpó en la garganta le mermó la respiración y sintió la urgencia de abalanzarse sobre los adúlteros y matarlos a cuchilladas. ¡Pero él no llevaba machete, ni cuchillo, ni armas de ninguna clase! De todos modos, su rabia era tal que los podría haber matado con sus fuertes puños, mordiendo y pateando como una fiera. Sin embargo, se imaginó de inmediato la suerte que correría una vez que su crimen se supiera. Se lo llevarían preso, como cualquier malhechor, para meterlo en un frío y pestilente calabozo.

Matarlos así habría sido una venganza de tontos, de hombres de pocas luces que se dejan vencer por las circunstancias y, a fin de cuentas, de nada les servía la venganza. Así no había nada que saborear. No sacaría ninguna satisfacción. Los muertos, claro, estarían muertos, pero peor sería estar vivo y metido en un hoyo por una eternidad con una chusma de hombres bestias. O aún peor, ajusticiado como manso cordero ante una bola de mirones.

Fue en ese momento que decidió vengarse con astucia, secretamente, sin que nadie sospechase su intención.

Aquel día pasó largas horas en la cantina, bebiendo tequila para cortar la rabia que lo comía por dentro. Se preguntaba una y otra vez cuál de los dos lo había ofendido más, su mujer o el compadre. ¿Acaso la traición de Dolores era menor? ¿Se le podría culpar de la misma forma? A fin de cuentas, ¿podría una mujer resistir a Emiliano si él porfiaba? ¡No! ¡Sí! Él proponía, pero ella determinaba si había fiesta. Dolores, así como Emiliano, tenía que ser responsable por sus acciones. Juan, tarde o temprano, hallaría la forma de ajustarle las cuentas. Ahora, sin embargo, su encono era mayor para con Emiliano y éste tendría que pagarle la deuda a un precio muy caro. Pero sería listo -se decía en sus adentros- inteligente, hombre hecho de acero. No se ganaba nada matando abiertamente al compadre. Al contrario, además de caer en prisión, anunciaría su deshonra para que todo el mundo la trajera de boca en boca. Además, le harían falta las caricias de su mujer por quien tenía un entrañable cariño, a pesar de su traición. Él, como hombre, en nada le había faltado. Seguramente, ella traía el demonio entre las piernas, poniéndole los cuernos por un gusto puramente lascivo.

Cuando se trataba del compadre, parecía que las mujeres, en su mayoría, traían el demonio entre las piernas. Es que Emiliano, a pesar de no tener en qué caer muerto, era un imán ineludible para las mujeres. Las atraía como la miel seducía a los osos pardos. Emiliano tenía el cuerpo duro y enjuto de un hombre que laboraba largas horas levantando tablones en el aserradero. Su mirada era tierna, como la de un niño. Bajo la sombra oscura de gruesos pestañones, relucían sus ojos, verdes como los pantanos en la bruma matutina. Para colmo, tenía una voz fuerte y sonora que sabía modular para ganarse simpatías.

En la época de las novias, cuando Emiliano y Juan andaban de solteros, el compadre había sido el perfecto amigo por lo menos así lo había juzgado Juan. Hubo lances amorosos, conquistas y desengaños, como solía suceder entre los jóvenes, y Emiliano siempre acompañaba a Juan en sus triunfos, así como en sus derrotas. Juan recordaba cómo iba a llorar sus penas al bar mexicano de Reserve. Cuando alguna ingrata -de aquellas que nunca le faltaban a Juan- le pagaba mal, solía ir a cantar canciones de amargura y desquite en El Tecolote. Y Emiliano (a pesar de no correr la misma suerte), siempre lo acompañaba en conmiseración, animándolo, como amigo del alma.

-¡Échate otra canción de las buenas! -solía decir el compadre- ¡Desahógateme! Escupe el veneno de la ingrata. Y no llores más, valedor, que hay muchos peces en el agua. Si ésta te niega sus caricias, habrá otra que te las haga.

En esos tiempos Juan creía tener un buen amigo, de ésos que ponían la amistad sobre todo lo demás. Por eso le dolía más su traición. Era triste tener que aceptar que, cuando se trataba de hembras, se pisoteaba la amistad.

De pronto, Emiliano frenó la camioneta y anunció que habían llegado al claro donde solían dormir las perdices entre la hierba. Era cuestión de caminar una media legua hasta llegar a su reducto y sorprenderlas.

Ahora sí, pensó Juan, ahora sí se las pagaría todas juntas. Nada le fallaría esta vez. Cuando el compadre menos se lo esperara, le pondría una buena descarga de plomo en la nuca y ¡amén del sinvergüenza, desgraciado, hijo de la putísima! Emiliano estaría muerto, Juan vengado y la justicia satisfecha con su explicación: un accidente de caza. ¿Quién iba a desdecirlo? Nadie. ¿Acaso no eran amigos del alma?

Juan siguió al compadre, pie ante pie, con la escopeta presta, calculando el momento más propicio para disparar. No quería fallar o que el plomo se dispersara y no diera muerte inmediata. Tenía que ser una sola herida mortal, sin necesidad de rematarlo. No quería complicaciones. Una descarga y más nada.

La luz del naciente sol comenzaba a quemar la bruma matutina cuando Emiliano cuchicheó que estaban muy cerca del reducto. Llegaba el momento más propicio. El compadre estaba hecho una estatua, sin el menor movimiento, esperando que las aves se revelaran. Juan apuntó el cañón de la escopeta y empezó a apretar el gatillo.

De pronto, se oyó un aleteo furioso y se cubrió el cielo de una nube negra. Emiliano echó un grito de júbilo y disparó su arma. Juan, confundido, descargó su escopeta automáticamente, apuntando hacia las aves.

-¡Matamos, por lo menos, unas cinco!- dijo Emiliano, entusiasmado. Hay que ir a festejar con un trago antes de irnos a casa.

¡Maldita sea! se dijo Juan en sus adentros ante la suerte extraordinaria del compadre. Una vez más burlaba la muerte. Y lo peor de todo era que Juan también se contagiaba de la alegría de Emiliano. No había más remedio que ir a tomar un trago con el compadre.

*  *  *

Después de aquel día, Juan abandonó su propósito de vengarse del compadre, pues no pudo recobrar el valor para matarlo. ¡Ya era el colmo que con más de cinco ocasiones para cumplir su intento, no había hecho nada! Eso indicaba que no tenía el aliento, el ánimo, la fuerza -de plano, ¡le faltaban huevos! No estaba hecho para matar a nadie. O, mejor dicho (se corregía), no tenía el corazón tan duro como para darle muerte a un amigo que había querido y admirado desde la niñez. Sin embargo, aún le hervía la sangre cuando se acordaba de la traición del compadre y de Dolores. En cierta forma se alegraba de haberse quitado de encima la carga del crimen, pero la cólera seguía consumiéndolo. Había momentos en que quería destruirlo todo, darles puñetazos a las paredes, echarles patadas a las puertas, pero no se atrevía a hacerlo. No quería volverse loco. Reconocía que no eran las cosas inanimadas las que lo ofendían sino su mujer y el maldito compadre.

Dejó de comer y dormir. Comenzó a adelgazar. En el transcurso de tres meses sufrió dos catarros que lo encamaron.

El día que se recuperaba del segundo catarro, su mujer, Dolores, entró en la recámara para despedirse. Iba a misa. Como solía hacer, ella se acercó a su marido y le plantó un beso en la mejilla. A Juan le pareció más guapa que nunca.

-Que te sientas mejor- le dijo -vuelvo pronto.

¿Cómo se iba a sentir mejor?, pensó Juan, ¡si tenía en casa la fuente de su mal!

-Que te vaya bien- dijo Juan, escaso de palabras.

Al poco rato de salir su mujer, a Juan se le ocurrió una idea inesperada. Ya se sentía mejor. No era necesario quedarse en cama un día más. Él también iría a la iglesia, pero no a misa. Iría a consultar al padre Tamayo, a ver qué le aconsejaba. Ya no aguantaba más. Tenía que conformarse o hacer una locura; buscar algún consuelo o entregarse a la violencia. Lo que estaba claro era que, si no hacía nada, se iría deteriorando poco a poco hasta morirse de rabia y tristeza.

Después de oír a su antiguo monaguillo, el Padre Tamayo, con su acostumbrado sosiego, le recomendó rezar dos padrenuestros por la mañana y otros dos por la noche, un avemaría cada vez que sintiera un arranque de cólera y el credo en el momento que su arrogancia humana lo llevase a creerse víctima de la vida. Le dijo que tenía que perdonar a su mujer y abrirle de nuevo su corazón, pues no sería de buen cristiano rechazarla de ninguna forma. En cuanto al compadre, era mejor alejarse de él, a fin de no recordar y sufrir de nuevo su delito. Los dos, Emiliano y Dolores, habían pecado y tendrían que arrepentirse algún día o recibir el castigo que sólo Dios podía darles.

A un punto, el padre, más como amigo que sacerdote, le dijo:

-No dejes de tener los ojos abiertos. Vigila a tu mujer. Cuida que a ninguno de los dos se le presente la oportunidad de pecar.

-Así haré, padre- dijo Juan, perplejo- Pero, ¿me he de tragar todo sin que ellos sufran ni un calambre?

-Comprendo que te parezca injusto lo que te pido- dijo el Padre con una sonrisa bonachona. -Lo cierto es que, más allá del castigo divino, los que obran mal en esta vida, tarde o temprano, la pagan de alguna forma. ¡Paciencia!

Al poco tiempo de la entrevista con el Padre Tamayo, Juan, milagrosamente, volvió a la vida. Comenzó a comer como solía, se puso a cantar con la radio, como era su costumbre, y se entregó de nuevo a los placeres cotidianos de siempre. Bendito el Padre Tamayo que me ha quitado de encima esa carga tan pesada, se decía Juan en sus adentros. Las palabras del santo varón lo habían consolado, pero no tanto aquéllas que se referían a los rezos y al dogma, sino a la idea de que la vida misma castigaba a los que obraban mal. «Tarde o temprano, la pagan de alguna forma», recordaba las palabras del cura como un bálsamo maravilloso.

*  *  *

Juan no tardó mucho en ver el cumplimiento de las palabras proféticas del Padre Tamayo. Al término de un año, leyó en el periódico del municipio que su compadre, Emiliano Monroy Saucedo, había muerto en un accidente automovilístico, en una noche de farra, acompañado de una adolescente admiradora. Según el informe, el compadre estrelló su camioneta contra un árbol, dándose muerte instantánea y lesionando severamente a una muchacha de diez y ocho años.

La noticia pronto se propagó y se anunciaron el velorio y el entierro a los pocos días. El pobre de Emiliano anduvo de boca en boca en Reserve y en los poblados circunvecinos por varios días, y, cuando se hizo su sepelio, una enorme masa de vecinos bajó al poblado a presenciar los funerales. Había gente de Mogollón, de Luna, de Pinos Altos y hasta de Silver City. La gente se apiñó en la pequeña iglesia para ver al difunto, a la viuda, a su hijo, a los padres del difunto, a los allegados y al Padre Tamayo en solemne misa fúnebre. La mayoría era del pueblo de Reserve, pero también vinieron muchos vecinos del Condado de Catron, sobre todo muchas mujeres con cara triste.

En la procesión al campo santo, varias damas, entre solteras y casadas, se acercaron a la viuda a darle el pésame y, ya en el cementerio, ante la fosa, muchas de ellas comenzaron a llorar abiertamente. A un punto, cuando el Padre Tamayo pronunció las últimas palabras de despedida y los sepultureros se aprestaron para bajar el ataúd, a una jovenzuela se le vino un hipo repentino, tan agudo, que unos señores la retiraron discretamente. En aquel momento, Juan notó que la viuda, su comadre, más irritada que triste, echó una mirada hacia la mujer.

Juan se puso a considerar cuántas pesadumbres no le habría dado el compradre a Isabel, cuántas mentiras, engaños y malas jugadas no le habría propinado. Las conquistas, las farras, los amoríos esos habían sido los elementos de la vida del compadre. E Isabel todo se lo había aguantado, algo que Juan no se explicaba. Sin embargo, lo que menos se explicaba era por qué había andado el compadre tras otras mujeres teniendo en casa a una belleza como lo era Isabel.

De hecho, la mujer de Emiliano lo había impresionado desde su llegada a Reserve de la región fronteriza de Sonora. Era una niña de doce años cuya belleza ya asomaba. Tenía los bucles dorados y la mirada del color del cielo. Años después, ya hecha mujer de diez y siete años, conoció a Emiliano y vivieron el idilio del amor juvenil. En aquel entonces Juan e Isabel eran únicamente amigos, pero Juan aspiraba a más. El pobre siempre se andaba preguntando si algún día se atrevería a declararle su embeleso y si ella le llegaría a corresponder. Sin embargo, nunca pudo poner su intento a prueba. Cuando vio que el viento arrollador que era Emiliano levantaba en vilo a Isabel, Juan se hizo a un lado y se conformó con Dolores, una mujer que, si no tan bella como la comadre, era hermosa y de buen trato.

Después del entierro, la muchedumbre se pasó al patio de la iglesia donde hubo música, charla, comida, atole y whisky, mucho whisky, y terminó en el pequeño panteón católico de Reserve con música de mariachi. Los borrachos, entre hombres y mujeres, reunidos en el cementerio juraron que nunca se habrían de olvidar de Emiliano Monroy Saucedo, declaración que le irritó a Juan, sobre todo, cuando vio un lagrimón en el rostro de su mujer. El maldito compadre, ¡aun después de la muerte, le causaba celos!

A los pocos meses, sin embargo, la gente, sobre todo las mujeres, dejaron de comentar el triste y trágico fin de Emiliano, dejando al muerto en paz, así como en perpetuo olvido.

Nadie volvió a visitar el sepulcro del bienquisto Emiliano hasta que Juan, a varios meses del entierro, se acercó al cementerio. Eran los primeros días del otoño y la rojiza hojarasca se acumulaba alrededor de las lápidas.

-Emiliano- dijo Juan con una voz que denotaba la honda emoción que lo consumía -Ahora estamos parejos; no te deseo más castigo que el que Dios te quiera dar. Pero dejamos de ser amigos desde el día de tu traición. Que Dios te perdone tus bribonadas... Ya me encontraré otro compañero para ir a cazar perdices.

Juan, a pesar de su amargura, se alegraba de no haber matado a Emiliano, pues no había mejor desquite que el que la vida misma y este mundo le brindaban. El compadre se pudría bajo seis pies de tierra, mientras él, Juan González Chacón, estaba en la gloria, en brazos de dos mujeres. ¡Mejor satisfacción no podía pedir!

-Descansa en paz, Emiliano- dijo Juan, pisando el sepulcro con desprecio, al dirigirse a los portones del cementerio.





Indice