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ArribaAbajoEstructura constructiva y predicación artística de ideas en Ariel

Ricardo Pallares


El ensayo de 1900 es un texto compuesto en ocho partes evidentes aunque no tengan subtítulos, números, asteriscos, ni otros indicadores gráficos que no sean espacios en blanco. Esas ocho partes son una introducción o prólogo, seis secciones y un epílogo.

La organización está pautada por los mencionados espacios -indiscutiblemente previstos por el autor- que configuran bloques de texto fácilmente identificables.

El estudio de los contenidos revela que dichas partes o secciones también son configurantes de la estructura interna y que responden, por lo tanto, a una voluntad constructiva. También pueden considerarse como partes secuenciales en el sentido de continuidad y sucesión ordenada.

El propio texto aporta una clave para la determinación de estas formalizaciones significativas y para la posterior reflexión acerca de ellas.

En efecto, en la 4a. sección, párr. 14, se lee el siguiente concepto: «Las ideas adquieren alas potentes y veloces, no en el helado seno de la abstracción, sino en el luminoso y cálido ambiente de la forma»127.

Parece claro que la estructuración como elemento artístico durante el trámite textual del ensayo es un medio para predisponer la sensibilidad y la inteligencia de los oyentes-lectores, con vistas a la recepción de las ideas movilizadas sin sistematización específica.

Los adjetivos «cálido y luminoso», utilizados para la calificación de los efectos de la forma en el espíritu del receptor, alejan toda duda acerca de los propósitos predicantes del artista.

En razón de que Ariel, dentro del enclave de la discursividad, tiene la forma elocutiva de un discurso dicho por el maestro Próspero para despedir a sus alumnos, las ocho secciones configuran momentos discursivos.

Son etapas de una comunicación singular porque quien dice la última lección reconsidera asuntos, temas y principios, asume, alecciona y sintetiza al amparo de una circunstancia tan memorable como irrepetible: la despedida al término de un ciclo «escolar».

El lugar y el tono refuerzan la solemnidad del momento, y la intencionalidad formal de la despedida asegura que la trascendencia moral es el interés primordial de quien habla.

Es así como la obra puede ser vista como un ensayo que adopta la forma de un discurso con seis variaciones de series temáticas.

Como al comienzo de cada sección no hay señalamiento alguno, debemos tomarlas como partes no autónomas del conjunto al que constituyen. No obstante, cada sección generalmente tiene un comienzo caracterizado por un período breve con una intensidad conceptual que le aporta cualidades del «lema» o de la definición.

Cada uno de los referidos comienzos aporta a la oratoria algunas marcas precisas. Casi siempre se trata de unidades de discurso del tipo «menores».

Pero por su falta de autonomía, precisamente, las seis secciones del discurso no son unidades desde el punto de vista del desarrollo temático ni del desenvolvimiento ideológico. Más bien parecen integrarse en una secuencia discursiva, es decir, en una sucesión de elementos que guardan entre sí cierta relación que se vincula con la configuración de los temas.

Las cuatro secciones centrales aparecen vinculadas por algunos elementos formales del discurso que son apelaciones a la oratoria. Así, por ej., aparecen frases u oraciones a modo de bisagras y adornos de la prosa con rasgos del «cursus» de la retórica antigua, que recaen particularmente al fin de algunos períodos con efecto rítmico.

Hay cursus en el período final del último párrafo de la sección tercera, que remata con un signo de exclamación, previo un quiasmo que ordena a un verbo y su complemento y luego a un complemento y su verbo. También en el último período del párrafo catorce y final de la 4a. sección, de la quinta y de la sexta secciones. Todas estas secciones concluyen con un signo de exclamación.

Por otra parte, en el discurso hay varias narraciones intercaladas. Dichos relatos aparentan ser independientes pero conservan una integración al motivo principal que tienen por referencia. Son modos de representación puestos en práctica comunicacional por el orador. La «unidad» de cada uno de estos pasajes se conecta con el todo sin que por eso se violen sus fronteras. De esta manera la cohesión discursiva resulta fortalecida por los efectos de significación que iluminan zonas nuevas y por los efectos de la alternancia que provoca la aparición de estos planos narrativos y simbólicos. Para el efecto mencionado se suman otros pasajes fuertemente argumentativos.

En la 2a.sección apareced cuento simbólico de «la pobre enajenada»; en la 3a., la parábola del rey hospitalario y la parábola de Cleanto, seguida por su glosa; en la 4a. aparece un plano narrativo que contiene una comparación de Juan Ma. Guyau (filósofo francés -1854-1888- que combatió la moral tradicional y reivindicó el valor de la vida espontánea); en la 5a. se sustituye lo narrativo por la inclusividad discursiva o discursividad de segundo grado porque se reproduce el pensamiento de Ernest Renán sobre los alcances de lo democrático (escritor francés que hizo -como es sabido- una crítica liberal del cristianismo, 1823-1892); en la 7a. aparece la glosa de «Maud», un poema de Alfred Tennyson (poeta nacionalista inglés, 1809-1892).

Si tenemos en cuenta a la introducción y al epílogo como elementos de engarce, de sostén, se aprecia que el discurso del maestro Próspero está fuertemente enmarcado.

En tanto que configuradores del marco, la introducción y el epílogo tienen rasgos precisos. Desde que no son partes del discurso propiamente dicho, quien enuncia en ellas -en principio- es el ensayista.

No obstante, hay un punto de vista narrativo, de índole ficcional, y algunos protocolos específicos. En la introducción dice, por ej., «Aquella tarde», «Ya habían llegado ellos», «comenzó a decir». Se trata de elementos formales que articulan con otros que están en el seno de lo dicho por el orador. Son modos de representación puestos en práctica ya que hay una intensa figuralidad en los engarces tanto como en el discurso.

Significa, entonces, que tanto el ensayista como el personaje, al interior de sus correspondientes situaciones comunicativas, asumen la situación discursiva que es «literaturizadora» para el primero y «elucidaria» para el segundo.

Con todo, los engarces son pasajes que dan lugar a la situación discursiva mencionada porque básicamente dentro del enunciado de tipo autoral, que apela directamente a los lectores, aparece otro enunciado -el de Próspero, un personaje, en suma- que apela a sus «jóvenes discípulos».

Ahora bien, si atendemos a los contenidos de los pasajes marco es notorio que ambos se organizan alrededor del símbolo arieliano y de la figura del «viejo y venerado maestro».

El prólogo se cierra con una fórmula que anuncia al discurso, mientras que el epílogo se abre con otra fórmula discursiva que lo da por concluido. Se lee: «comenzó a decir, frente a una atención afectuosa», y «Así habló Próspero», respectivamente.

En el prólogo es de tarde, llegan los discípulos a la sala, ellos configuran un personaje colectivo, se da un clima espiritual receptivo y es un gesto del Maestro el que inicialmente hace patente la estatua que representa al Ariel shakespeariano.

En el epílogo, en cambio, cae la tarde y luego es noche, los discípulos salen de la sala, de entre ellos emerge uno, la acción se continúa en el exterior, el clima es de culminación trascendente y fue un último rayo de sol poniente el que -focalizándola- iluminó momentáneamente a la estatua en un contexto de sobresimbolizaciones.

Es evidente que a lo simbolizado por la imagen del «genio del aire», que es «la parte alada y noble del espíritu» (pág. 114), se suma la sabiduría que representa la luz del rayo de sol que toca -finalmente- la frente de bronce.

Este pormenor descriptivo ilustra la deliberación constructiva que gobierna la escritura y la configuración de su sentido. Se percibe una parsimoniosa voluntad creadora y un propósito de equilibrios y simetrías.

Desde el punto de vista de la organización de los significados, las seis secciones del discurso, más los dos textos continentadores, también tienen una disposición simétrica que sitúa en el cuerpo del ensayo, o eje significativo, la exposición de la doctrina de Próspero y por contigüidad, de Rodó (entendemos por doctrina la «enseñanza que se da para la instrucción de alguno», DRAE).

El fin último del ensayo es la predicación de esa doctrina. Pero en tanto que obra literaria, es medio o instrumento artístico, recurso eminentemente retórico.

La mencionada simetría de fácil observación externa también transparece a poco de estudiar los contenidos.

En efecto, los móviles discernibles en cada sección son diferentes. Si las recorremos resulta que: En la segunda sección, el móvil es la educación y la acción. En las secciones tercera y cuarta, la personalidad en su configuración individual y colectiva. En las secciones quinta y sexta, la democracia como precepto. En la sección séptima, es la acción visionaria capaz de lograr una América regenerada.

Es claro, pues, que las secciones centrales -tercera a sexta inclusive- contienen el mensaje doctrinario referido, que es de tipo nucleado.

La personalidad y la democracia son, a la manera de principios, las ideas directrices que se postulan y predican. Son las dos ideas principales que se desarrollan en este libro. Son dos ideas en las que se afirma y apoya el pedido y exhortación del Maestro. Él espera que sus discípulos accedan a la construcción del futuro mediante un pensamiento preocupado por los «destinos ulteriores», aquellos que trascienden a los individuos y a las generaciones, de la manera en la que el autor espera que sus lectores hagan lo propio.

Las ideas centrales mencionadas darán lugar -como es sabido- a amplios desarrollos en Motivos de Proteo (1909).

Si llevamos lo expuesto a un esquema gráfico, puede verse el esbozo de un diagrama capaz de denotar la simetría constructiva y la simetría de la estructura interna resultante. Hay dos «partes» que se articulan sobre un eje.

Las ocho secciones de Ariel y la estructura interna.

Estructura

En el seno de cada una de las secciones se encuentra un conjunto de marcas propias del proceso constructivo del que hemos hablado.

Además de las ya señaladas cabría mencionar las estructuras sintácticas paralelísticas y quiásmicas, la acumulación enumerativa de tres verbos en un mismo aspecto, o de tres gerundios, los hipérbatos, algunas fórmulas binarias y unos pocos polisíndeton.

Esta descripción podría complementarse externamente con el dato de doscientas trece citas que hay en el ensayo, incluyendo autores, obras y personajes históricos o literarios. Treinta y cinco de esas citas incluyen transcripciones breves.

Así, el ensayo explanado en unas noventa páginas, compuesto en 1899 cuando el autor tenía solo veintiocho años, con un lenguaje elevado y una sintaxis rica y compleja que recurre a períodos y a párrafos extensos, con alta intensidad conceptual, puede ser preguntado desde otros planos.

Por lo pronto acerca de las razones de su éxito en un medio nacional en el que había escasos novecientos mil habitantes, o acerca de los niveles de lectura de los destinatarios primarios («A la juventud de América», según dice la dedicatoria), o acerca de las reinterpretaciones lectoras que instalaron la «sobreideologización» y la polémica hasta mediados del siglo XX.

¿Qué propósitos tenía un hombre de veintiocho años al dirigirse a la juventud del Continente? Lo que las juventudes de América leyeron en lo escrito por el uruguayo ¿era lo que él decía o se propuso decir? ¿Qué juventud uruguaya y latinoamericana fue la que lo leyó a la sazón -quiénes pudieron leer y entender un texto con más de doscientas citas- en medio de horizontes de analfabetismo muy similares a los que en general pautan la actualidad?

¿Por qué la obra de Rodó se volvió al decir de Carlos Real de Azúa como el Palacio Legislativo, un edificio conocido por todos y por afuera, al que muy pocos conocen por dentro?128

Probablemente los asomos al siglo XX hayan sido similares a los asomos nuestros al XXI. Probablemente los cambios tecnológicos y culturales hayan sido objeto de apropiación por el discurso hegemónico de forma de significarlos en la dirección de los intereses dominantes. Asimismo a través de la imposición de una moda léxica y argumentativa capaz de reconfigurar ciertas zonas del imaginario.

Los cambios en la economía, en el mercado, en el desempeño de los antiguos oficios, en las comunicaciones, el cine, etc. pueden haber gestado una atmósfera de entusiasmo e incertidumbre a un tiempo, cierta sensación de que había que optar entre el pasado y cierto vislumbre de algo incontenible llamado futuro.

La idea de historia como proceso y acarreo, como dinámica de componentes muy diversos e interdependencias complejas, capaz de hacer pensar al porvenir como algo parecido al pasado, puede haber sido sustituida -en algunos sectores- por la de disyuntiva inexorable y a término de calendario.

No obstante, en 1898 Estados Unidos triunfó sobre España en la guerra de Cuba cerrando así un ciclo y otorgando fuerza a la visión y propuestas del positivismo y del utilitarismo a favor de los que argumentaba su pujante desarrollo.

Es de suponer que en lo nacional el clima propio de la «Belle époque» europeísta y de clase alta estanciera y comerciante ejerció presión saturadora a favor del nuevo espíritu.

La sociedad nacional en ciernes había recibido entre 1890 y 1900 un contingente de unos ochenta mil inmigrantes en medio de una severa crisis económica. Por entonces un cuarenta por ciento estimativo del total de la población era extranjero.

Hacia 1896-97 se produce el alzamiento blanco con Aparicio Saravia, la creación del Banco de la República y el asesinato del presidente Juan Idiarte Borda, que había asumido en el 94. Al año siguiente asume Juan Lindolfo Cuestas, quien tras un golpe disuelve la Asamblea General y regresa constitucionalmente en el 99.

La organización de los trabajadores esbozada en 1885 a través de una federación se consolidaría recién veinte años después.

La sociedad civil y la institucionalidad avanzaban, pues, con altibajos y dificultades, con pocas configuraciones identitarias aún.

En un contexto así el todavía joven José Enrique Rodó, advertido de la ausencia de personalidad en el carácter colectivo, hace un llamado a una acción integradora, centrada en valores, en principios, en la educación y en la libertad, capaz de fundar una sociedad democrática, constructora de los necesarios equilibrios y de los sueños posibles.

Que con el andar del siglo los sectores más conservadores y los de las nacientes clases medias, del país y del continente, se hayan «apropiado» del sentido de Ariel, para ajustarlo a su proyecto, no quita que el propósito del autor fuera de una fundada y frontal oposición al «nuevo tiempo» tal como se modelizaba especialmente desde el norte.

Enseñaba Roberto Ibáñez que «Rodó hizo del principio de la personalidad centro y esencia, no periferia o accidente, de su noble doctrina y de su delicado magisterio. Dándole plenitud y fianza, lo templó en las normas del más acendrado humanismo: para prevenir por un lado subversiones morales y reivindicar por otro fueros imprescriptibles. Pero, al irradiarlo, rehuyó los planteamientos sistemáticos y metódicos a fin de no incidir en posturas dogmáticas o en arideces de tratado ni comprometer su ínsita modalidad: la de un congénito predicador, identificado con un artista incomparable»129.




ArribaAbajoRodó al alcance de los niños

Héctor Balsas



I

En el centenario de la aparición de Ariel se siente la necesidad de escribir sobre el autor y su obra. Muy diversos enfoques son posibles para cumplir este imperativo. Quizás el menos utilizado sea el relativo al vínculo entre Rodó y la infancia, es decir, entre un escritor de prosa enjoyada y pensamiento elevado y profundo y los niños que, en el período escolar, deben adquirir nociones -justas pero acordes con su edad mental y su edad cronológica- sobre la literatura de su país.

Parece difícil, en una primera apreciación, que esta relación se pueda llevar a la práctica, pues Rodó no escribió para niños. Apenas se atisba un resquicio que otro por donde penetrar para hacer valedera la idea de que su obra es amoldable al sentir y el pensar de la infancia. Sin embargo, la escuela uruguaya, desde muy atrás en el tiempo, no ha vacilado en ofrecer a los escolares -casi exclusivamente del nivel superior: quinto y sexto año- textos tomados del pensamiento y la pluma rodonianos. Ocurre así porque la escuela apuesta a una finalidad abarcadora muy plausible: formar del modo más amplio a los educandos, dentro de los límites naturales impuestos por el material humano con que se trabaja.

Las dificultades de cualquier página de Rodó no son obstáculo insalvable para llevarlas a la consideración de los niños, aunque ellos, librados a sí mismos, no titubearán en rechazar lo que se les propone, porque les resulta letra muerta al no poder comprender. Esta oposición es superada en la práctica: los niños (de sexto año, por ejemplo), ante una parábola como «La pampa de granito» o «Mirando jugar a un niño» toman conciencia de lo que tienen delante y van en busca de su contenido. Parece una contradicción con lo anteriormente señalado, pero no es así. No lo hacen porque sepan que Rodó es un gran pensador y el maestro de la juventud de América, o porque es un escritor excelente o un hombre de capacidad superior. No lo hacen tampoco porque, una vez delante de la página que se les eligió para leer y meditar, comprendan los valores que contiene o adviertan la lección de lengua que ella dicta, ni porque sean capaces de descubrir excelencias de forma; no lo hacen porque lleguen al creador literario y estético recorriendo un camino que, sin duda, no les es propicio por la edad que tienen. Lo hacen porque a su lado hallan la ayuda necesaria, imprescindible, fundamental, que los conduce por entre los vericuetos del texto, muy poco accesible en los primeros momentos de la lectura, pero abierto una vez que se han puesto en movimiento los resortes que se requieren para que una lectura llegue a su destinatario sin mayores esfuerzos de comprensión, interpretación y asimilación. Hay alguien capaz de dar vida a la letra muerta ante los ojos del lector niño. Surge en este momento la figura del maestro (hombre o mujer) que se convierte en el propulsor de los recursos de captación ocultos en el lector, en un lector que no puede reaccionar por sí mismo frente a un texto impenetrable, pero que llega al fondo de él, o cerca, si encuentra la mano tendida para allanarle el paso difícil y áspero. Es el maestro, en definitiva, quien está capacitado para unir, como puente firme y seguro, el mensaje rodoniano y la mente infantil. Cómo hacerlo, cómo sobrellevar esta dificultad didáctica aparentemente imposible de vencer, cómo dotar a un grupo de niños de doce años de edad (la propia de un sexto año escolar) de las herramientas de trabajo para salir airosos, son interrogaciones que sabe contestar el docente, pues su experiencia y su conocimiento del alumno lo capacitan para el cometido.

Sin la ayuda del maestro es imposible llegar a donde se desea, tanto en la consideración de textos de Rodó como de otros autores nacionales que corrientemente se llevan al aula para conocerlos a través de sus producciones literarias. No es que todos ellos tengan la profundidad de Rodó, sino que el niño, si no encuentra la mano que lo apuntale, no entra con seguridad y beneficio en el conocimiento de un autor. Esto no significa que no pueda enfrentarse él por sí solo a cualquier página que caiga en sus manos. Solamente quiere decir que un niño -por su edad- no tiene aún la formación intelectual ni la madurez psicológica adecuadas para valerse sin ayuda ante textos que no fueron escritos para él.

La escuela uruguaya siempre supo este puñado de verdades y, por ello, no titubeó en difundir las creaciones de Juana de Ibarbourou, Fernán Silva Valdés, Horacio Quiroga, Eduardo Acevedo Díaz, Serafín J. García, Juan José Morosoli, Julio C. da Rosa y tantos autores más del pasado y del presente.

Por supuesto: también de José Enrique Rodó.




II

Hay que defender, pues, el buen sentido que no rechaza el acercamiento de Rodó a los escolares.

Valen aquí las palabras de Alejandro Paternain130 registradas en su estudio titulado «El tiempo de Agenor».

Son dignas de destacar:

«Enseñar a Rodó en las aulas es riesgoso: no siempre se puede llegar a él. No enseñarlo sería peor: no habría indicios para encontrarlo después. Rodó ha de enseñarse. ¿Cómo, entonces? ¿A través de qué páginas? Las parábolas resultan indispensables: vestiduras de ideas, conversiones del pensamiento en imágenes, son todavía eficaces, y lo serán durante mucho tiempo, sin duda. La infancia es terreno propicio para acogerlas, salvo que hayamos perdido el íntimo contacto memorioso con nuestra propia infancia. Aun a sabiendas del artificio que supone arrancarlas de su contexto, mantienen la suficiente fuerza expresiva y el invalorable esquema anecdótico como para confiar en ellas y trasmitirlas a los niños. Mezcla de ficciones, de símbolos, de poemas en prosa, contienen la necesaria carga emotiva para impresionar y conmover. Porque sin conmoción previa no hay posterior comprensión. Quien busque el inmediato entendimiento va contra la manera educativa de las parábolas. Estas procuran sugerir, no revelar de golpe; hechizar la conciencia no irrumpiendo en ella, sino filtrándose; suspender el discurso, en lugar de acentuarlo. Son ámbitos de formas y colores, de ritmos y armonías que, no obstante su condición ancilar, impregnan los sentimientos. Pueda declinar, por imposición de las épocas, los contenidos a los que apuntan; pueden diluirse o perderse, por natural inmadurez de la edad temprana, las enseñanzas que involucran. Pero las imágenes y las figuras no habrán de perderse, si fueren vertidas con el calor y la convicción que la alegría de la forma bella y graciosa aporta necesariamente. El perfil del faro de Alejandría, la grisura de la pampa de granito, la misteriosa estancia del rey hospitalario, los episodios variados que vivieron los seis peregrinos y el mar aquel que vislumbran Agenor e Idomeneo al término del viaje, un mar azul, abierto y asoleado, permanecen como tesoros que el hombre maduro descubrirá en sí mismo un día. Y aunque la lección no se haya aprendido cabalmente, aunque la enseñanza haya quedado a cargo del azaroso vivir, las imágenes resurgirán completando la enseñanza allí donde esta fue incompleta, o devolviéndole el sentido allí donde creyó que el sentido se había disipado. Pues a pesar de la incertidumbre de la cosecha, ha de efectuarse la siembra. No es otra la lección permanente de Rodó: enseñar es contar con el futuro».



Paternain hace hincapié en las parábolas como medio para alcanzar a Rodó. Sin perjuicio de la existencia de otros textos distintos de las parábolas, son ellas los ejemplos más útiles e idóneos para enlazar el pensamiento rodoniano con el espíritu infantil.

Pero inclusive las parábolas no escapan a las dificultades de comprensión que caracterizan a los textos de Rodó. Por estar insertas en una masa mayor de ideas, mantienen con esa masa una unidad de forma y contenido inevitable. Extraer de un texto mayor una parábola, si bien implica darle independencia porque está separada de un contexto o situación determinados, no le quita la tersura formal ni la solidez conceptual del conjunto. Sin embargo, forman un estadio de asentamiento, de serenidad, que impulsa a continuar con más bríos.

Es decir: las parábolas de Rodó son continuación -pese a su desgajamiento de un centro textual- de una serie de ideas que viene desarrollando el autor y que encuentran en esa concepción literaria llamada parábola un remanso, un lugar de descanso, para que el lector respire holgadamente por unos momentos, antes de proseguir con el anterior tono de elevación y rigor intelectuales.

Precisamente el oasis que son las parábolas en los textos de Rodó permite que los alumnos niños (también los adolescentes) entren con pie más seguro en el recinto de la creación de un autor que no escribió para ellos pero que puede ser alcanzado con el esfuerzo y la voluntad del niño y con la ayuda -inigualable, obligatoria, fermental- del maestro.

Es así como el maestro (o el profesor, en el nivel secundario o medio de la enseñanza) se constituye en el guía de un grupo humano que tiene frente a sí una página que le resulta muy poco clara en caso de quedar solo, desprotegido, con ella. El maestro es el acompañante que conoce el camino y que puede orientar sin torcimientos por un sendero rocoso.

Para ello tiene en su poder los recursos didáctico-pedagógicos que la situación le pide. Desde el estudio de la base lexical hasta el contenido conceptual, hará recorrer a los lectores (más que lectores, actores del hecho de leer) varias etapas de progresiva dificultad, que en nada obstaculizarán la finalidad perseguida. Aparece aquí con fueza el concepto de lectura explicada, que es básico para el enlace eficaz y fructífero entre autor y lector, entre emisor y receptor. Si no se encara la lectura de Rodó (o de quien fuere) desde la óptica de la lectura explicada, poco podrá lograrse. Nunca tanto como en los textos de Rodó se siente la necesidad de recorrer los caminos de su explicación, que llevarán indefectiblemente a la comprensión y la interpretación.

Lo principalísimo está en la conquista del mensaje autoral, sea profundo, sea superficial. La lectura por la lectura o sea el mero reconocimiento de niveles dentro del texto y también el señalamiento de las capas que lo componen no es suficiente para decir que hay lectura. La lectura es perforación de la capa del texto para llegar a buen puerto, que no es otro que el conocimiento (hasta donde sea posible por la edad y la formación intelectual del lector) del pensamiento de quien escribe.

Decía Francisco Angles y Bovet131, hace ya muchos años, que el adolescente debe ser aupado para que supere las dificultades que su madurez (relativa en comparación con la madurez adulta), su poca experiencia en el terreno literario como receptor y su apego a ciertas autoridades (si las hubiera) no lo ahoguen ni le impidan acercarse a la prosa o la poesía de un creador. Con más razón, tratándose del niño. Quien comprende esta verdad tan sencilla y de a puño sabrá sacar a flote, en medio del mar embravecido de la lectura de Rodó, a aquellos que tiene a su cargo para guiarlos y ennoblecerlos.

Parece poco, pero es mucho. El maestro forma parte del futuro. Alguien complementará su obra inicial; por eso, es necesario que se empiece con acierto y que el escolar -a su tiempo, sin apresuramientos producidos por la ansiedad, la novelería o la desorientación- tenga relación directa con Rodó y otras cumbres de la literatura nacional.

Eso sí: no pueden ofrecerse resúmenes ni adaptaciones. Se entrega el texto tal como salió de la mente creadora del autor o se deja a un lado su conocimiento, que se producirá más adelante, cuando el niño sea adolescente o joven y curse otros estudios o, cuando por voluntad propia, decida fuera de la imposición de un profesor o de un programa de literatura, entablar diálogo con quien él desee.

Las adulteraciones son nocivas; los textos apretados o exprimidos son incapaces de revelar a un autor en su fuerza y verdad, y por eso no sirven. Se dirá que hay que recurrir a veces a ese expediente por razones de peso y que Rodó es un caso típico que obliga a cometer alguna licencia con su prosa, si se quiere que el niño lo conozca. No es razón para comprimir un texto al estilo del «Reader's Digest». Hay que afrontar el original con inteligencia, ingenio y seguridad.




III

A continuación, se propone un conjunto de textos rodonianos cuyo empleo en el aula escolar es recomendable. En cada uno, además de los valores inherentes a él, se descubrirán actividades de trabajo en sectores tan importantes como el léxico, la fraseología, la etimología, la ortografía y la morfosintaxis. El maestro sabrá medir cada contenido textual y, según sus conclusiones, elegirá la actividad de lengua que mejor le convenga.

Conviene advertir que un fragmento o trozo, tomado literalmente de la obra a que pertenece, no configura un caso de adulteración ni mutilación, por más que se piense que es la parte de un todo y que no representa al conjunto. Este modo de proceder con respecto a un exponente literario es válido y no puede ni debe equipararse a los burdos cortes que suelen realizarse sobre textos con el fin de acomodarlos a un espacio determinado, en una publicación, o a emplearlos para una clase de lengua o literatura desprovista de rigor y seriedad.

Una cosa es cierta: una página de Rodó conduce a un mundo nuevo, sugerente, a través de ventanas diversas. El alumno no puede estar ajeno a las posibilidades de conocimiento que eso le brinda.

Los fragmentos recomendables, entre otros posibles, son los siguientes:

  1. «La influencia del techo», «La pampa de granito», «Un milagro del mapa» y «El hecho nimio y la invención» (de Motivos de Proteo).
  2. «Los gatos de la columna trajana» y «Recuerdo de Pisa» (de «El camino de Paros»).
  3. «Aquella tarde» y «El rey hospitalario» (de Ariel).
  4. «Mirando al mar» y «Decir las cosas bien» (de El mirador de Próspero).

Hay dos parábolas muy difundidas («El rey hospitalario» y «La pampa de granito») y ocho trozos de contenido atractivo y subyugante, que dan oportunidad al escolar (recuérdese: siempre del nivel superior de la enseñanza primaria) para reflexionar, expresarse oralmente y por escrito y trabajar sobre la base de temas de lengua que el maestro (que es conductor) seleccionará según su criterio y sus intereses programáticos.

Quien lea estos fragmentos hallará en seguida las vías por las que avanzar para llegar a su fondo conceptual y percibirá, al mismo tiempo, las posibilidades que ofrecen para que el escolar ponga en práctica sus aptitudes para descubrir, resaltar y asociar decenas de detalles menudos pero importantes para su formación. De la conversación (pues, en el fondo, se trata de una conversación una clase de lectura) entre maestro conductor y alumno surge, por la actividad que ello implica, un resultado nada desdeñable y sí muy apropiado para la superación lingüístico-literaria del alumnado.






ArribaAbajoJosé Enrique Rodó, el maestro

Leonardo Garet


En el ambicioso alcance de comunicador de ideas trascendentes, allí, entre los guías espirituales y los responsables de una o más generaciones, está hoy José Enrique Rodó (Montevideo, 1871-Palermo, 1917) de manera cada vez más irremplazable. A la luz de este fin de siglo que él hubiera querido diametralmente distinto; en la consideración de la confusión de la juventud; en la advertencia de corrupción en todos los órdenes, Rodó es el maestro menos escuchado, el que encontró más oídos sordos. Y eso que le habló al hombre superior al que se debería considerar como modelo. Las estructuras económicas, antes que políticas o ideológicas en general, han ido desnaturalizando los medios y los fines.

En 1900 Rodó dijo con meridiana claridad su mensaje humanista de actualidad entonces impensable para un siglo después. La juventud para nada es consciente del tesoro a que Rodó aludía en Ariel y, en cambio, reniega de sus años y apremia los goces en premeditada alienación que es fragante negación de un destino elevado.

El utilitarismo esclaviza como un dios vengativo; la espiritualidad se ha quebrado y apenas las religiones quieren llamar la atención sobre su existencia. Pero no las religiones alentadas por el cristianismo primitivo, que es al que Rodó quiere idealmente amalgamar con el paganismo griego; no, sino las apocalípticas, sin dogmas, fundamento ni rigor, que medran de la necesidad de los desahuciados: esas son las que vociferan triunfantes por el mundo.

La vocación no es planteada como un problema de las condiciones y aspiraciones individuales, sino como una ecuación dependiente de probabilidades económicas. Tampoco existen objetivos que trasciendan el individuo. El fanático se encarama y proclama absoluto poseedor de la verdad. Los intelectuales catequizan al pueblo pero no lo educan. La política es sustituida por la postura partidista. Y Estados Unidos sigue siendo lo que Rodó temía para América Latina; un avasallador poder económico que todo lo quiere sojuzgar a su arbitrio. Este es, en síntesis, el panorama a exactos cien años de la publicación de Ariel, el libro que iluminó sobre el idealismo, la belleza, la vocación, como supremos desafíos de la especie.

Rodó no es un educador ocasional -como está tan de moda- sino que todas sus obras se originan y concluyen en la necesidad de compartir búsquedas en el terreno del conocimiento. En cartas a Miguel de Unamuno plantea el reconocimiento de su compromiso: «Si algo me separa fundamentalmente de la mayor parte de mis colegas literarios de América, es mi afición cada vez más intensa, a lo que llamaré literatura de ideas». (25-XI-1901). Y en líneas dirigidas a Alberto Nin Frías, reconoce: «Predico la acción, la esperanza y el amor de la vida, porque creo que tal es el rumbo por donde haremos en América, obra de Porvenir» (29-V-1909). Para tales intenciones parece natural que hubiera elegido, como lo hizo en tan valiosas ocasiones, el tono parabólico. «Era -como lo valora Enrique Anderson Imbert- un pensador y era un artista». Y la identificación con un discurso y un personaje -Próspero, Gorgias, Endimión- no postula otra imagen que la del maestro de la juventud americana.

El magisterio de Rodó tiene como verdad primaria la enseñanza del amor a la belleza, único camino auténtico para la efectiva comunicación del bien y de lo verdadero. Ariel se inicia con un ejemplar caso de asedio a la belleza. El aula donde ocurre la despedida del maestro y sus discípulos es físicamente hermosa; el clima de recogimiento es su consecuencia y la belleza de la estatua es su símbolo y, a la vez, su fuente de elevadas sugerencias. Próspero, por otra parte, debía hablar en medio de la belleza y la armonía, como correspondía a su estado de espíritu. Lejos deja Rodó el tono pasional de los negadores -Niestzche proclamando la muerte de Dios- porque, si bien no puede sentir a Dios como causa primera, puede sí vibrar con los Apóstoles, como Idomeneo, en su peregrinaje ideal por el espíritu.

Rodó cree en los dioses paganos en tanto incitadores y símbolos ellos mismos de belleza; cree en el cristianismo primitivo y niega con su prédica optimista a Niestzche, a Spinoza, a los agnósticos y al positivismo. El idealismo de Rodó no se agota como ocurre comúnmente en panegíricos hipócritas. Se es o no idealista en el pensamiento y en la vida.

En Motivos de Proteo y en Ariel, Rodó es esteticista en el doble sentido de la cuidada elección de los términos y en el de la recreación del mundo a través de los sentidos. Desconoce la metafísica, pero no se atiene, como Niestzche, a justificar el mundo como fenómeno estético en el que se agota, porque, como lo expresa Arturo Ardao: «Con la reiterada invocación de ellas (la realidad y la vida) concordaba una también reiterada condena de los esteticismos, los torremarfilismos y los diletantismos» (Rodó, su americanismo, Montevideo, 1970).

Unas pocas y fundamentales ideas provenientes de su clara y gráfica percepción del mundo sostienen el enfoque amplio del comportamiento humano. Rodó no se atreve a hablar de Dios y en su lugar recrea un edén, con ideas morales cristianas, encarnadas en la vivacidad y el colorido de los dioses griegos. El entusiasmo, el desinterés, la tendencia a la belleza y la firmeza de las convicciones provienen de ríos que descienden de ese Olimpo particular que visitan también filósofos y moralistas franceses.

Pero a pesar de su formación, tan de otras tierras y de otros siglos, Rodó es vivencialmente americano y de aquellos y de estos días. Su claridad conceptual no se aplica al individuo aislado sino inseparablemente unido a la circunstancia histórica. Su ideario se abraza al de Artigas y Bolívar, en pos de una gran patria americana. En este sentido, su clamor es oído por Rubén Darío, Leopoldo Lugones y José Santos Chocano. La sociedad industrial y los «trusts» económicos burlaron después el fervoroso alegato del crecimiento espiritual. Los oyentes de Rodó se espaciaron, reducidos como están a los compartimientos de las fronteras y al imperio de la sociedad de consumo. La incompetencia o la sordera de quienes tendrían que ser sus alumnos no invalida la importancia del mensaje. A América toda, y al hombre en general, les va la vida en el retorno al humanismo trascendente. Rodó sigue hablando hoy y es imperioso escucharlo.




ArribaAbajoEl admirador de Próspero

Gerardo Ciando


Mi aspiración inmediata es despertar con mi prédica, y si puedo con mi ejemplo, un movimiento literario realmente serio correspondiente a cierta tendencia ideal, no limitado a vanos juegos de forma, en la juventud de mi querida América.


José Enrique Rodó a Miguel de Unamuno, 12 de octubre de 1900.                



I

La producción de los integrantes de la llamada generación del 900 es, mirada con la perspectiva de un siglo, la piedra fundacional de la literatura uruguaya. Aunque parezca esta una afirmación fuerte, podría ser el boceto de una hipótesis provisoria para desplegar un trabajo de relectura de nuestro sistema literario, de sus modos de producción, recepción, circulación y prácticas de relacionamiento. El propio concepto de «generación» nos informa de un grupo más o menos contemporáneo, más o menos intercomunicado, sostenido en ideologemas comunes y diversos -o, por lo menos, distanciados-, con un cierto grado de aleatoriedad histórica, con una determinada resonancia en los públicos lectores críticos y no especializados, nacionales y extranjeros.

Con respecto a este último extremo, la historia de la literatura hispanoamericana, en su entramado más fino, nos ofrece algunos ejemplos. Sirvan como testimonio concreto estos dos episodios narrados por sus protagonistas peninsulares en el primer lustro de los años cuarenta: Cuando frisaba la edad de veinte años, Rafael Alberti confiesa la rara oportunidad que tenían los hombres y mujeres de su generación para leer los poemas de Julio Herrera y Reissig132. Del mismo modo, Juan Ramón Jiménez confiesa la «misteriosa actividad» que se generaba entre sus contertulios de un madrileño 900, cuando surgía en la plática el nombre del uruguayo José Enrique Rodó: «Ariel, en su único ejemplar conocido por nosotros, andaba de mano en mano sorprendiéndonos. ¡Qué ilusión entonces para mi deseo poseer aquellos tres libritos delgados azules, pulcros, de letra nítida roja y negra: Ariel, Rubén Darío, El que vendrá133

Los versos de Herrera y la prosa de Rodó navegaban por el imaginario colectivo español desde los albores del siglo XX. Las dificultades para acceder a sus textos y la distancia oceánica entre ambas capitales, promovían el misterio, la devoción silenciosa y transformaban a los autores uruguayos frente a los ojos de los jóvenes españoles, en una suerte de inconfesados escritores «de culto».




II

En los primeros meses de 1902, Juan Ramón Jiménez decide enviarle un ejemplar de sus Rimas al autor de Ariel. El poeta moguereño, recién llegado de Francia, está convaleciendo en el madrileño sanatorio del Rosario, donde es visitado, entre otros, por dos jóvenes colegas: Manuel y Antonio Machado, escuchas de sus versos:


«Yo estoy pensando en que hay cuerpos
Que sobran acá en la tierra
Porque sujetan las almas
Cuando las almas se elevan».

En un interesante trabajo de 1954134, Emir Rodríguez Monegal -quien hurgó en los archivos de ambos autores- publica la correspondencia entre Rodó y Jiménez. Allí anota este envío que realizara el poeta andaluz -«Juan R. Jiménez (todavía no firmaba Juan Ramón)»- a su admirado maestro uruguayo.

También la crítica española da cuenta de este episodio, en el marco de la repercusión que tuvo el tercer libro de Jiménez en ese año de 1902:

«La nueva calidad de los versos juanramonianos, íntimos, sentidos, no pasó desapercibida; la crítica de Rimas salió en gran parte de ese grupo nuevo y se publicó en los periódicos y revistas de Madrid. [...] La leal Sevilla volvió a escribir sobre su amigo poeta y hasta América tomó nota: El Cojo Ilustrado, una de las revistas más venerables de Venezuela, publicó un artículo largo sobre Rimas, y el gran hispanoamericano José Enrique Rodó, a quien Juan Ramón le había mandado un ejemplar pidiéndole su opinión 'sobre esos pobres versos', se los celebró desde Montevideo»135.



Esta celebración de la lírica de Jiménez se textualiza en una carta que le envía Rodó fechada el 2 de julio de 1902. Por ese entonces, el pensador uruguayo estaba dedicado a la tarea legislativa (especialmente, en ese invierno, a la elaboración de un proyecto de temática universitaria) y había renunciado a su cátedra de Literatura136. Según leemos en su epístola, no duda en señalar las bondades de la despuntante producción juanramoniana:

«Bien venido, muy bien venido su libro. Me ha ofrecido usted con él la grata oportunidad de alejarme por una hora más de preocupaciones ajenas a las letras, en días en que, por tales preocupaciones, leo mucho menos de lo que yo quisiera. Esto solo ya merecería agradecimiento; pero es la impresión de la lectura suave y reparadora lo que debo agradecerle más.

Si le escribiera con más tiempo y más reposo de espíritu, esa impresión me daría tema para llenar muchas páginas. Pero he de contentarme casi con decirle que su libro me ha gustado mucho y que veo en usted una hermosa alma de poeta».



Siete años después, precisamente el 17 de setiembre de 1909, Rodó le escribe a Jiménez agradeciéndole su última carta y el envío de los dos primeros tomos de sus Elejías, a saber, Elegías, I. Elegías Puras (Madrid, 1908) y Elegías, II. Elegías intermedias (Madrid, 1909). Nuevamente la pluma crítica de Rodó sintetiza las características de este (ya reconocido y no tan nuevo) poeta español:

«Poeta y amigo: Bien venida su cariñosa carta y bien venidos sus dos últimos libros que he leído con grave deleite:

Su poesía es de usted en fondo y forma: es su alma misma en la más pura y transparente expresión que un alma puede darse en palabras».



En esa primavera montevideana nuestro compatriota es legislador por segunda vez. Había sido electo diputado el año anterior, luego de haber renunciado a un ofrecimiento del rector de la Universidad para volver a dictar la cátedra de Literatura.

El vate andaluz está radicado en Moguer desde 1905. Festejado y, por momentos, no comprendido. Triunfante en la búsqueda de nuevos paradigmas poéticos y entregado a una vida pueblerina: «Estoy cada vez más dentro de mi vida y más fuera de la literatura» le confiesa a Andrés González Blanco.




III

Dos son las cartas que recibe Rodó de Juan Ramón Jiménez. La primera, no más de diez líneas escritas en el invierno de 1903, como respuesta al envío de un ejemplar de Ariel. Al cierre, expresa el poeta convaleciente: «No nos olvide, querido maestro, y mande cuanto quiera a su verdadero admirador».

La segunda, de fines de julio de 1909137, no mucho más extensa que la anterior, tematiza su motivo desde las primeras líneas y excusa el interregno de silencio epistolar:

«Querido maestro: Acabo de recibir sus Motivos de Proteo y me apresuro a enviarle estas palabras de agradecimiento, después de tantos días de recuerdo y de cariño. ¡Nadie como yo le admira; y, sin embargo, por esta enorme enfermedad de la voluntad que me corroe, pasan meses y años sin decirle todo lo que quisiera! [...] esta carta es sólo una rama de cariño».






IV

Rodó, parece una afirmación de Pero Grullo, fue un notable crítico literario. No siempre atinado o ecuánime, pero siempre exigente con sus juicios y con su propio enunciado valorativo. Concebía a la crítica como un género y como un ejercicio de ideas y emociones. Tallaba en su escritura la convicción de asumir una praxis trascendente y desplegaba para ello su «portentosa disciplina literaria»138. Según Emir Rodríguez Monegal, «Rodó demuestra una comprensión cabal del escritor y de la obra, aunque algunos fueran (como J. R. J., como Barrett) autores noveles; maneja sin alardes eruditos una minuciosa información y realiza una crítica que, en líneas generales, debe llamarse empática porque pretende ubicarse dentro del clima mismo de la creación de la obra, para juzgarla en profundidad y con amor»139.

Por ejemplo, en la segunda carta que le enviara a Juan Ramón Jiménez (así como en el artículo publicado en El Mirador de Próspero), Rodó intuye en su lírica una andalucidad diferente: la invención poética de una Andalucía «soñada más que real»: «[...] el sol que usted canta no es el que ven los demás en Andalucía: es el suyo, el que usted ve: es el sol velado, melancólico y mustio que difunde sobre los campos su pena de enfermo en una página admirable de las Elejías».

En las dos cartas que le enviara a Juan Ramón Jiménez, así como en el artículo crítico «Recóndita Andalucía» (1910) -que es una reelaboración de la segunda140- publicado en El mirador de Próspero (1913), el autor de Motivos de Proteo caracteriza y analiza con fermental brevedad a la producción lírica del andaluz, cuya retórica preanuncia algunos perfiles de las retóricas de la generación del 27 y refresca «una poesía tan inmovilizada en viejos moldes, como la de nuestro idioma».

De acuerdo con lo que expone Rodó en el texto epistolar de 1902, Jiménez tiene «un sentido suficientemente fino del carácter del verso castellano».

En esa misma página de esta breve correspondencia, leemos:

«[...] veo transparentarse en las páginas de su libro una verdadera alma de poeta, muy llena de naturalidad y delicadeza en el sentir, muy enseñoreada de los tonos suaves de la descripción y de la sencillez y elegancia de la forma [...]».



Y en la carta de 1909 firmada por Rodó, este le manifiesta al español:

«Infunde usted de tal manera su espíritu en las condiciones de la forma poética, que nuestro idioma, en sus versos, parece pasar por una verdadera transfiguración»141.



Rodó, a través de su lectura de fuerte impronta impresionista, descubre prematuramente, en los libros de Jiménez, al poeta de la forma, al que arriesga con la propuesta de nuevos diseños rítmicos, diseños controlados por una preclara conciencia estética. Rodó descubre una poética de la escritura diversa a la de la generación del 98:

«Leyendo sus versos se reconocen, con sorpresa y arrobamiento, todos los secretos de espiritualidad musical, de vaguedad aérea, que cabe arrancar al genio de una lengua tenida por tan exclusivamente pintoresca y plástica».



Asimismo, el «querido maestro» construye en su primera carta una suerte de juego intertextual: le otorga a la textualidad lírica de Jiménez un cierto «becquerianismo» y un carácter marcadamente «heiniano». Más que en el gesto romántico, ambas poéticas se encuentran en su laboreo con el lenguaje, con los experimentos rítmicos, con la preocupación por la forma, componentes estos que perduran en el tiempo y mantienen la vigencia de ciertos modos de producción lírica:

«La vinculación de su poesía con el becquerianismo es evidente, y, tratándose de un temperamento como el de usted, muy natural y muy laudable. Esa manera alada, suave, desdeñosa del efecto plástico y dotada de recóndita virtud sugestiva, no debe dejarse perder en el verso castellano».



Y agrega Rodó: «Bécquer creó y selló con su genio toda una forma poética nueva, que tiene eficacia bastante para persistir, como tal forma, al través de las modificaciones del gusto y el sentimiento en poesía, pues ofrece inefables ventajas con sujeción a ciertos matices de la lírica que no perecerán jamás, cualesquiera que sean los cambiantes a que se presten, porque son, en cierto sentido, los más esencialmente líricos de todos».

Muy cerca de este programa estético que Rodó le adjudica al «becquerianismo» se encuentra el purismo (¿nudismo?) poético y la concepción de la «poesía absoluta» que preconiza Juan Ramón Jiménez. El poeta de Moguer escribirá dos décadas más tarde: «La poesía no es, no puede ser menos ni más que poesía». Y más abajo agrega:

«La poesía no admite moda, porque 'es' desnuda.

Para que el arte no sea nunca 'pasado', bastará con tenerlo desnudo»142.






V

Esta amistad transatlántica entre un ensayista que incursionó con timidez de aprendiz por la lírica y un poeta que inyectó sus ideas estéticas en audaz retórica ensayística, nos asoma a un escenario cultural hispanoamericano que debemos reconstruir y analizar para poder comprender en su cabal complejidad los flujos y reflujos entre las poéticas peninsulares y «las letras del continente mestizo».

Comprender los hechos estéticos del 900 y sus nexos con el campo intelectual de nuestra lengua, dando cuenta de una hermenéutica que se implique en la interpretación de esos hechos con criterios dialógicos y cierto prurito arqueológico (quizás de raigambre foucoultiana), es una posibilidad abierta. Abordar, ya con una distancia secular, la lectura de los textos y los metatextos, de los registros epistolares y personales, de los enunciados programáticos o críticos, configura un camino cierto.

¿Cómo explicar, por ejemplo, que en una carta a Miguel de Unamuno del 10 de diciembre de 1901143, Rodó reconociera la existencia de un «desierto intelectual» en España y una «literatura de abalorios, juguetes chinos y cuentas de cristal» en América?






ArribaLa revisión de Ariel en el Uruguay de los veintes

Wilfredo Penco


Tal vez por lo sesgado de la perspectiva (y la documentación), se creyó, durante algún tiempo, que Ariel había irrumpido en la vida cultural iberoamericana con un éxito rotundo y sin tardanza, tanto en su difusión como en su recepción crítica. Con cierta dosis de efectismo, y en un prólogo por otra parte ponderado, Emir Rodríguez Monegal sostenía aun en 1957 que, con Ariel, «la popularidad [de Rodó] fue inmediata»144.

Sin embargo, cinco años antes, hace ya media centuria, en oportunidad del cincuentenario de esa obra clave engarzada entre dos siglos, Carlos Real de Azúa, el mayor y más incisivo estudioso de su resonancia y trascendencia a lo largo de las cinco primeras décadas, se encargó de demostrar (en un minucioso trabajo que todavía permanece inédito)145 que ni Ariel había alcanzado en 1900 una repercusión continental definitivamente abarcadora ni las opiniones recogidas en los primeros meses y años que siguieron a su publicación registraron el tono de la unanimidad laudatoria.

Como se ha señalado varias veces, Rodó puso en circulación su breve libro con empeño propagandístico. Y aunque desde su aparición, en febrero de 1900, las librerías montevideanas contaron con un buen número de los setecientos ejemplares impresos, fue el autor quien mejor distribuyó la inicial edición de Dornaleche y Reyes. Con paciencia, fervor y la íntima convicción de que su prédica requería de una sostenida estrategia difusora, se dirigió a decenas de corresponsales que integraban, en gran parte, una lista de suscriptores de la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, que sobre todo pertenecían a países iberoamericanos y a España. A ellos hizo llegar el trabajo en el que tanto confiaba «para la educación de las democracias de América y [...] para orientar y definir el espíritu de su juventud», como consignó en la dedicatoria a Miguel Cané.

La lentitud de los medios de comunicación existentes para saltar considerables distancias, incidió en la demora de respuestas y, sobre todo, en la sedimentación del conocimiento que se procuraba con tanta disciplina para los fines publicitarios. A pesar de tales inconvenientes, el libro terminó imponiéndose en los sectores hacia los que Rodó había orientado su mensaje, y en particular en algunos medios intelectuales y entre los estudiantes iberoamericanos, quienes, inspirados por el discurso de Próspero a sus discípulos, organizaron altisonantes congresos sucesivos, entre otros, en Montevideo (1908), Buenos Aires (1910) y Lima (1913).

La cuidadosa divulgación de Ariel dio sus frutos con el correr de los años y de esos resultados no fue ajeno el respaldo -ese sí temprano- obtenido en España entre algunas de las figuras intelectuales más relevantes de la hora, como Leopoldo Alas (Clarín), Juan Valera, Miguel de Unamuno, Rafael Altamira, Eduardo Gómez de Baquero. El prestigio alcanzado se propagó por América, sin prisa ni pausa, acompañando ediciones locales (en Santo Domingo, La Habana, Monterrey, México), antes aun de que en Valencia la casa editorial Sampere diera a conocer el título en 1908, con circulación de predominio comercial.

En las dos orillas del Plata aparecieron los primeros juicios, decididamente favorables (uno sin firma en El País de Buenos Aires el 21 de febrero de 1900, otro de Constantino Becchi en La Tribuna Popular al día siguiente). Ese fue solo el comienzo de una secuencia que habría de continuar hasta las vísperas de la propia muerte de Rodó y seguiría de largo, con diversas intermitencias, rutinas, revisiones y redescubrimientos a lo largo del siglo, aunque fueron los años de su muerte y de la repatriación de sus restos los que constituyeron el tiempo de la apoteosis. Aquellos artículos iniciales marcaron, además, un tono apologético que habría de escalonarse, no siempre dentro de fronteras, con más burocrático esfuerzo que despliegue de imaginación y de matices. No obstante los aplausos, homenajes, reconocimientos que Rodó cosechó en vida (de los que tomó cumplida nota) y siguieron resonando después de 1917; a pesar de la euforia y la devoción en que se incurrió, con persistencia, desde el mismo año en que dio a publicidad Ariel, su personalidad quedó expuesta a la controversia.

Sin necesidad de tomar en cuenta la nota agresiva que Antonio Monteavaro dio a conocer en El Mercurio de América146, a la que Real de Azúa calificó de insultante, «frenética y perturbada», el mero repaso de algunos de los textos que examinaron la obra con interés, permite verificar objeciones, reservas, reticencias, discrepancias de diverso orden.

Juan Valera indicó muy temprano la vaga índole de los ideales pregonados por Rodó, así como la «injusta severidad» con que había subrayado los defectos de la sociedad norteamericana. Otros, como José de la Riva Agüero y hasta su compatriota andino, el tan fervoroso rodoniano Francisco García Calderón, discutieron la oportunidad de la prédica arielista a favor del ocio intelectual. Alberto Nin Frías, Max y Pedro Henríquez Ureña, Juan Carlos Blanco y otros contemporáneos, también consignaron observaciones y diferencias matizadas cuando no establecieron cuestionamientos específicos o directos. Todo esto, por supuesto, en el marco de una consideración general favorable al difundido trabajo del escritor uruguayo.

El dominio de una línea crítica de alcance apologético marginó las discriminaciones o distancias esbozadas desde la primera hora. Fue necesario esperar a los años finales de la segunda década del siglo, hasta después de la muerte de Rodó, cuando su celebridad nacional se convirtió en índice de su definitiva incorporación canónica, para que la reacción ante sus libros, su prédica, su significación, se manifestase en forma articulada, en algunos casos con preciso objetivo revisionista, y en todos los alineables, aun de modo parcial, en tales parámetros, consecuencia del quiebre o la clausura -como quiera llamársele- de un proceso cultural que asumía nuevas alternativas, en medio de profundos cambios sociales, políticos y económicos. El mundo en que Rodó había desarrollado concepciones estéticas y morales, en un lenguaje y una sensibilidad característicos, más allá de la proyección de repeticiones y ecos, había fenecido con él y con el final de la Gran Guerra.

El primer balance abarcador de signo adverso provino de la otra orilla del Plata, del margen porteño y, curiosamente, fue incluido en un número especial de la revista Nosotros en homenaje al escritor uruguayo que acababa de desaparecer. Alfredo Colmo arremetió contra Rodó147, aun reconociéndolo «como el primer crítico literario» en tierras argentinas y uruguayas, dueño de «un estilo [...] irreprochable en la riqueza de su vocabulario, en lo escultural de su frase y en lo sereno y musical de sus períodos». Como adelanto de lo que serían otras oposiciones a la producción rodoniana, Colmo salva, pues, la labor de Rodó en tanto crítico de literatura y los aspectos estéticos de su lenguaje especulativo.

En lo demás, acumula y sintetiza cuestionamientos de variada intensidad. Entre ellos se destacan los que refieren a un «capital psicológico y filosófico [que estima] reducido» en Proteo; la formulación de consejos morales y normas de conducta sin indicar «el modus operandi, los medios y formas de ponerlo en práctica». Colmo concluye, con cierto desdén, en recriminación de un acusado intelectualismo: «Estamos enfermos en estos países de prédicas y pontificados así. Necesitamos y queremos menos maestros y más hombres de acción, clamamos mucho más por constructores que por predicadores».

En cuanto a Ariel, trabajo que identifica como el mejor de Rodó, desde el punto de vista filosófico, no le concede, sin embargo, la prebenda de la originalidad ni en «el ideal de belleza que allí predica» ni en lo que denomina el «antidemocratismo» y el «antiyanquismo» del autor.

El argentino hace particular hincapié en la supuesta inadaptación o inoportunidad de los planteos arielistas, en la que los críticos más severos de la prédica rodoniana habrán de hacer caudal, reclamando, a la vez, una visión humana más comprensiva (sin la remisión de exclusividad al predomino de un «ideal de belleza» que le reprochan) y una suerte de «calibanismo» previo, imprescindible, en estas tierras, para los designios perseguidos. Alfredo Colmo lo indica de este modo: «Predicar ideales estéticos en países que no han salido de la larva de lo más fisiológico e inmediato, en países en que hay que empezar por aprender a ser un buen animal, como dice Emerson, para poder luego ser hombres y buenos ciudadanos, se querría comenzar por lo último, por ser buenos estetas. Para mí eso no tiene sentido».

Las observaciones de Alfredo Colmo tuvieron repercusión en los círculos intelectuales del Río de la Plata y, varios años después, un rodoniano de estirpe como José Pereira Rodríguez, recordaría esa crítica implacable148.

Alberto Lasplaces y Alberto Zum Felde tuvieron muy presentes los comentarios del argentino a la hora de abordar la personalidad de Rodó. Los dos críticos fueron los portavoces iniciales de la reacción antiarielista en Uruguay. Con apenas escasos meses de diferencia en sus respectivos comentarios, y sin alusiones recíprocas, ambos dedicaron esfuerzos y argumentos con el fin de demoler el magisterio proclamado por admiradores y discípulos.

Zum Felde explicó una década más tarde que, con motivo de la repatriación de los restos de Rodó, se habían celebrado «las exequias más grandiosas que haya visto el país». Aquellos días, recordó, fueron «de ciego culto idolátrico y de hipérbole laudatoria» y los calificativos más fervorosos y desmesurados «llenaban la boca de los oradores, caían de la pluma de los periodistas, se sembraban en las escuelas infantiles y en las aulas universitarias, eran oficialmente acuñados en los documentos del Gobierno, y se propagaban, sobresaturando todo el ambiente psíquico del país, hasta sus más quietos rincones, al ser repetidos, con perfecta ignorancia, por la multitud, en aquella ocasión, como en todas, movida por las sugestiones de la prensa»149.

Vale la pena anotar, de pasada, que este crítico de Rodó, al evocar las circunstancias en las que publicitó su exégesis, pone de manifiesto una concepción sobre las muchedumbres o multitudes, muy similar a la que se le reprocharía al autor de Ariel por aristocratizante o incomprensiva de la participación y el protagonismo de los sectores populares, en las que serían denominadas, justamente, como sociedades de masas. El estudio de Alberto Lasplaces lleva como fecha abril de 1919 y está recogido en Opiniones literarias, libro publicado ese mismo año150. Las notas de Zum Felde fueron apareciendo en sucesivas ediciones de El Día del 4, 8, 11, 15 y 18 de octubre de 1919 y, con algunos ajustes de texto, las reproduce el capítulo dedicado a Rodó de Crítica de la literatura uruguaya151. Sobre la misma base, pero atenuadas algunas aristas beligerantes de su enfoque, Zum Felde incluye las páginas correspondientes en el Proceso intelectual del Uruguay (1930)152, las que asimismo habrán de ser sometidas a nuevas precisiones contextualizadoras en las ediciones siguientes de 1941 y 1967153.

Lasplaces, del mismo modo que Zum Felde, estuvo vinculado en esos años al diario El Día, que orientaba el dos veces presidente uruguayo José Batlle y Ordóñez, de quien Rodó, no obstante su filiación colorada, se había distanciado desde los inicios de la década y se había convertido en adversario militante.

Las diferencias que cada uno de los críticos expuso sobre la obra rodoniana, y en particular sobre Ariel, no tuvieron otra plataforma que la ideológica y la estética. A pesar de que también se refirieron con criterio discrepante a la trayectoria política de Rodó, solo un fundamento muy superficial y estrecho habilitaría la aviesa insinuación de atribuir a los autores de dichos cuestionamientos, motivaciones larvadas en provincianos enconos de la lucha partidaria.

Sin embargo, se ha señalado a estos dos autores -y a otros que también serán examinados-, como formando parte de una «escuela detractora de Rodó» («escuela» cuya necesaria organicidad no ha sido objeto de demostración) y asimismo se ha sostenido, con igual cortapisa, que «el ostracismo que pesó sobre el Rodó político contribuyó, y tal vez dio pie, por la ignorancia real sobre este aspecto de su personalidad, a que surgiera la leyenda negra del Rodó conservador, determinando la otra especie de su ostracismo: el intelectual». Y se agrega, descalificando, más que con argumentos con supuestas motivaciones: «No fue ajeno el interés de círculo de los afectados por la pugna entre los dos colosos: el coloso político que fue Batlle y el coloso intelectual que fue Rodó»154.

El orden de censuras que Zum Felde y Lasplaces exponen se relaciona con los objetivos revisionistas perseguidos y evidenciados con la tensión llevada al máximo, en el marco de un esquema binario que se abastece de afirmaciones y negaciones. Si, como ha destacado Real de Azúa, «la admiración y el repudio son los extremos del espectro valorativo, desde la hora misma de Ariel»155, el paso del tiempo operará en el registro de matices sobre una obra que desmiente su conciliadora virtualidad con una índole tan profundamente polémica, como habrán de comprobarlo los cien años siguientes.

Cuando la muerte de Rodó, ocurrida apenas dos años antes, había clausurado definitivamente la posibilidad de nuevas contribuciones propias en el plano de las alternativas, las aclaraciones y las vigencias, quedó en manos de la recepción crítica la exclusividad de respuestas. No puede, entonces, llamar la atención que, justamente, la primera revisión articulada se publicite en esa instancia, simultáneamente al aluvión apologético, en una oportunidad incitadora de contraposiciones globalizadoras.

El crítico de Opiniones literarias considera que Ariel es «una divagación erudita que no dejó detrás de sí, sino el recuerdo de algunos conceptos felices vertidos en frases brillantes». Reconoce como «vértices» de su doctrina «el buen gusto, la suavidad, el horror por lo vulgar y lo grosero, el cultivo del reino interior, el ocio que debe ser pensar, soñar y admirar». Y explica la suerte del libro en los casi veinte años transcurridos, en función de la imagen de solidez intelectual que Rodó proyectaba desde trabajos anteriores, imagen destacada en un «ambiente de fáciles improvisadores, de perezosos imaginativos, de infecundos iconoclastas».

En la categorización de reproches lanzados sobre Ariel, otra vez Real de Azúa identifica una línea de enfrentamiento que llama «modernizador» y en la que se señalan como objeciones predominantes el «clasicismo» de Rodó, «su desinterés, su énfasis en la contemplación, su hostilidad a lo vulgar, su intelectualismo», y se anotan también «varias discordias en torno a los célebres pasajes sobre los Estados Unidos y a lo contraproducente de la lección de Próspero». En esta categoría Real de Azúa ubica a la que denomina «muy agria» revisión de Alberto Lasplaces que «da casi a la perfección el tipo»156.

En una simplificación del programa de Rodó, el crítico revisionista lo reduce al esquema de «la supremacía del alma sobre la materia». Alude, además, a características de la personalidad del autor en última instancia negativas pues, según Lasplaces, revelan «el horror por lo detonante, lo nervioso y lo inesperado» y una tendencia a la recluirse como opción vital («para la vida Rodó tuvo siempre una mirada aviesa, como de reojo», anota con expresividad), con lo cual procura mostrar la esterilidad e incompatibilidad de ese cuadro en relación con la juventud, propicia a los desbordes y desafueros, como destinataria del mensaje y el magisterio.

Acusado de «indecisión», de «falta de virilidad y energía», de exceso de intelectualismo, la clave de esta crítica radica en atribuir a Rodó incomprensión (o desconocimiento) de la complejidad de «los problemas que perturban la conciencia de la humanidad contemporánea». A partir de ese centro, Lasplaces cuestiona, con diversidad de énfasis, entre otros, los enfoques de Rodó sobre la especialización en la división del trabajo, el sentido de utilidad material, la dicotomía entre Ariel y Calibán, la importancia de los instintos, el predomino del número en las sociedades democráticas y el posible encumbramiento de los mediocres, la conciliación de cristianismo y helenismo, la gravitación de Norteamérica.

Al juicio sobre Estados Unidos, desarrollado en la tercera y última parte de Ariel, «la más importante de todas», según Lasplaces, le presta particular atención. Y no solo intenta desafectar las reservas que Rodó estableció sobre la sociedad estadounidense, sino que también asume como su decidido defensor y hace de esa potencia un ejemplo de energía y fecundidad, «digno de imitación». Desacredita a Rodó tildándolo, en variados contextos, de infantil, prejuicioso, conservador, reaccionario, inepto, destructivo, omiso, dogmático, en un examen de empinada dureza, sin duda el más agresivo que Ariel recibiera a la fecha (salvando las distancias) desde el temprano exabrupto de Monteavaro. En esta parte, Lasplaces analiza los problemas de la tradición, el ocio, el utilitarismo, el desinterés, todos invocados por Rodó, y pone de manifiesto una perspectiva con la que otros severos cuestionadores de la prédica arielista no comulgaron.

Uno de los aspectos más interesantes en el que vale la pena detenerse está en la crítica que se condensa en esta sorprendente paradoja: «Rodó aconseja el ocio en el país de la pereza». Para Lasplaces, «la prédica de la utilidad fisiológica y espiritual del descanso, del abandono higiénico y refrescante [...] es contraproducente y absurda en sociedades como las nuestras corroídas por una excesiva e infecunda pereza en todos los órdenes de la vida». En este punto Lasplaces recoge una observación que ya habían formulado José de la Riva Agüero y en particular Francisco García Calderón, quien, en La creación de un continente, había discrepado con el maestro uruguayo por aconsejar «el ocio clásico en repúblicas amenazadas por una abundante burocracia»157.

A pesar de su menos desarrollada argumentación y su carga de hostilidad algo más diluida, los artículos de Alberto Zum Felde sobre Rodó fueron, como ha señalado Uruguay Cortazzo, «una verdadera detonación»158. A ese impacto contribuyó el medio utilizado por el crítico para dar a conocer sus opiniones. A diferencia de Lasplaces, que había difundido sus puntos de vista en libro, Zum Felde recurrió al diario El Día, de masiva circulación, en sucesivas entregas. Y logró el efecto que buscaba: marcar el comienzo de un período de revisión sistemática, del que fue uno de los propagandistas más contundentes.

Salvo su condición de crítico literario, los otros títulos que se le habían acreditado a Rodó fueron puestos en la picota. Zum Felde no aceptaba al pensador, al estilista, al ideólogo, al maestro. Le reconocía, en cambio, su representatividad (con las virtudes y los defectos) de la cultura hasta entonces imperante en América Latina.

Los contrastes entre Norte y Sur, las circunstancias históricas de su recepción crítica en España, para la que Ariel sirve a modo de consuelo después de la derrota en Cuba, explican la exitosa suerte que envuelve al discurso de Próspero, según Zum Felde, fortuna que no se hubiera justificado por «los valores intrínsecos» del libro.

Un resumen de las observaciones más punzantes que sobre Ariel despliega el crítico de El Día en sus artículos, podría incluir: la vaguedad conceptual, los convencionalismos, el tributo a Renán y su filiación francesa, la ingenuidad corroborante de valores clásicos del latinismo, la reiteración de orientaciones tradicionales en un tono magisterial, el eclecticismo que lleva al quietismo, la renuncia a la acción. Para rebajar aun más la eficacia del discurso de Próspero, la califica como «alocución de carácter liceal» y subraya la falta de originalidad ideológica en Rodó: «no aporta ideas ni observaciones propias: glosa literariamente las ya establecidas».

Aunque le concede el mérito como novedad literaria, subraya la esterilidad de su prédica (al igual que Lasplaces), la abstracción de sus formulaciones y, en lo que es una recriminación constante de casi todos los antiarielistas, sostiene que sus conceptos no tocan «nunca el suelo concreto y áspero de la realidad, donde la vida humana se debate y se esfuerza». Insiste, además, en el carácter «libresco» de Rodó, en su «ensimismamiento reflexivo», ajeno y lejano a la vida de los hombres. El marcado desconocimiento psicológico de la complejidad humana se confirma, también, como una de las objeciones más recurridas. Acusado de optimista falaz, diletantista y declamador, falto de energía y dinamismo, las «exigencias vitales» del tiempo en el que Zum Felde escribe (al igual que Lasplaces) se constituyen en argumento central para dejar a Rodó en un pasado al que había rápidamente que superar. A diferencia de su compañero de ruta, Zum Felde, en cambio, rescata el libro del 900, «en el momento en que apareció», por lo que pudo significar («aunque su esencia fuera falaz», aclara) como «afirmación del latinismo hispanoamericano ante la aplastante realidad de la América sajona. Ese significado histórico debe reconocérsele».

Apenas ese reconocimiento, y el de su trabajo como crítico literario (con alguna aclaración), es todo lo que Zum Felde admite al tiempo que cuestiona también el estilo por carecer de lo que llama «sensibilidad material». Por otra parte, califica a su prosa como «embalsamada», aunque después lo reconocería, en el Proceso Intelectual del Uruguay, como «el primer prosista que, en lengua castellana, escribe sin énfasis oratorio»159.

También en su libro de 1930, explicita con más detenimiento el valor de Ariel por haber aportado, «a su manera, un elemento de idealidad moral y estética, al frío y seco positivismo científico de la hora». Acepta, además, que «casi toda la crítica [...] acerca de los Estados Unidos [...] se mantiene en pie, con pocas variantes». Y aunque sigue considerando al libro como «un producto demasiado literario», y a Ariel como «un símbolo envejecido», concluye, a tres décadas de la publicación del tercer tomo de «La Vida Nueva» y a poco más de una de su crítica inicial, que «el puesto de Rodó está aún vacante».

A estos juicios de Zum Felde y Lasplaces solo salió al cruce una figura intelectual contemporánea a ambos, el poeta Emilio Frugoni, discípulo declarado de Rodó y legislador socialista, cuyo segundo libro de poesía, De lo más hondo (1902), había sido prologado por el autor de Motivos de Proteo. Con sumo respeto hacia los «detractores», a los que elogia como «soberbio espíritu de espada desnuda, relampagueante al sol» (Zum Felde) y «crítico de certera agudeza e intención modernísima» (Lasplaces)160, reivindica su visión favorable al cuestionado escritor, desarrollada en una conferencia dos años antes161, y aunque señala como «error» la «prédica de Ariel en relación con el momento de su aparición y el medio social y económico al cual se dirigía», trata de explicarla en algunos de los aspectos debatidos (democracia igualitaria, ascensión de las masas al poder, su afición por «las grandes sombras evocadoras de edades fenecidas», así como «su aversión a las enormes ciudades modernas»). En un alegato muy sobrio, Frugoni destaca la simpatía del socialista Jean Jaurés por la personalidad de Rodó, sus «aspiraciones de progreso» y su deseo de «días mejores para la suerte de todos los aherrojados de esta vida actual».

En La sensibilidad americana162 y en El libro de los elogios163, Frugoni retomó el tema rodoniano y una vez más declaró su admiración y como antes trató con deferencia la obra del maestro. Pero también dejó sentadas tímidas salvedades como estas: «Rodó no siempre pudo -y eso nos pasa a todos- aplicar exactamente [...] [las] máximas rectoras de la conducta mental a la realidad cotidiana de su existencia. [...] Hay sin duda excesiva generosidad para con la virtualidad moralizadora del arte en el concepto de Rodó, porque no parece probado que la capacidad para sentir la belleza haga por sí sola más buenos a los hombres, así como la difusión del sentido de lo bello no es causa necesaria e infalible de la elevación moral de las sociedades». A propósito de su modelo de lenguaje también confesó que «a veces se desearía un poco de abandono, de descuido. Un aflojamiento en la tensión severa de la bordona, una momentánea blandura en la mordiente vigilancia del cincel». Estas moderadas reticencias quedaron consignadas cuando el período de reacción antiarielista se había cerrado.

Si Lasplaces y Zum Felde abren la etapa revisionista en 1919, varios años más tarde se darán a conocer otras opiniones que tienen la doble relevancia de los argumentos que se exponen y de la propia trayectoria de los autores. Se trata, básicamente, de Carlos Quijano, Héctor González Areosa y Gustavo Gallinal, quienes representan la evolución que va desde un entusiasmo inicial, un fervor arielista que se traduce en militancia notoria, hasta las rectificaciones verificadas, también con singularidad en los acentos, una década más tarde.

Los dos primeros fueron activistas del Centro de Estudiantes «Ariel», agrupación fundada en 1919 después de un proceso de gestación que llevó dos años, en el que se plantearon, desde el inicio, como «fines primordiales [...] desarrollar y propagar, entre la juventud, la cultura literaria, científica y artística, así como prestigiar toda idea noble y pura que amplíe y eleve el ambiente intelectual de nuestros estudiantes»164. Aunque la intención del Centro no fue actuar como gremio estudiantil, la índole de su prédica lo llevaría a incidir particularmente en los ámbitos universitarios. Tuvo como instrumento propagandístico una revista llamada Ariel, de la que aparecieron cuarenta y un números entre julio de 1919 y junio de 1931. Quijano fue el primer director de la publicación y González Areosa el último.

Como han establecido Caetano y Rilla, «fue al mismo Quijano [al] que correspondió la redacción del programa del Centro y su revista»165. Como si hubiera sido dictado desde ultratumba por el propio Rodó, el programa dice: «Nosotros levantamos ahora la bandera de Ariel: somos idealistas, confiamos en el poder de la voluntad, pedimos acción, nos mueve el optimismo y defenderemos un concepto de patria que, sin perder el color local, pueda fundirse en el amplio concepto de América»166 . Aunque no podían quedar dudas sobre la filiación programática del Centro, Quijano invocó en forma expresa a Rodó, «cuyas ideas fundamentales -dijo- alimentan nuestra doctrina [...] de reafirmación del ideal frente al desborde utilitario: un ideal ético, un ideal estético y un ideal de verdad, erguidos sobre la perennidad del espíritu»167.

Con motivo del primer aniversario de la muerte de Rodó, el joven Quijano había participado como orador en un homenaje que se tributó el 2 de mayo de 1918, en el teatro Solís, a la memoria del escritor uruguayo. Allí dijo, con acento modernista: «Maestro: todas las rosas de nuestro jardín son tuyas. Toda la gloria en oro de nuestros espíritus triunfales es tuya, tuya»168. En el citado trabajo de Caetano y Rilla se ponen de manifiesto diversas instancias en las que Quijano hizo profesión de fe rodoniana, tanto en artículos como en discursos. El texto que mejor sintetiza esa devoción militante es aquel en el que establece, en tono casi confesional: «Toda nuestra obra, si algo vale, viene directamente de las páginas del Maestro; toda nuestra vida de estudiantes, si algo representa, tiene sabor de emoción, sabor de ensueño, sabor de verdad, el sabor de la enseñanza de Ariel»169.

En medio de los estudios universitarios y las actividades políticas y periodísticas, Quijano hizo un lugar central a la prédica arielista hasta su partida a Europa, el 15 de mayo de 1924, con el proyecto de residir un año en París para estudiar economía en la Sorbona. Los años que siguieron representaron cambios muy importantes, de los que dio cuenta puntual, y que lo llevaron a convertir, como ha observado Real de Azúa, «los preceptos del culturalismo arielista en viva noción de las realidades del contorno (políticas, económicas, sociales) que exigían enfrentamiento y cura»170.

En el marco de la experiencia acumulada en Europa, de una perspectiva del mundo más contrastada y escéptica, se inscribe la carta que Carlos Quijano escribe en París en setiembre de 1927, que se da a conocer ese mismo mes en Montevideo171. Se trata de un texto capital en el período de revisión rodoniana, más que por la novedad de las opiniones emitidas, por la militancia con la que hasta entonces el autor había servido a la causa de Ariel.

Se trata de un análisis breve, sin mayores desarrollos, en el que las observaciones se orientan a discutir la oportunidad de la propaganda arielista y su aplicación en América. La crítica comienza por un examen de la situación del continente, donde se detectan carencias que oscilan entre la pereza, la ignorancia y la miseria. No son nuevos los fundamentos que expone para revisar su posición frente a Rodó. Ya otros habían sostenido, como se ha anotado, que el idealismo arielista no era adecuado a un conjunto de países con tantos inconvenientes y lacras, a un «continente enfermo» (paradigma con reminiscencias del venezolano César Zumeta).

En esa línea, Quijano resume y resalta como contradictorio: «en un continente que todavía no ha sabido ganarse su pan, Rodó predica la educación antiutilitaria, el culto de la belleza; en un continente enfermo de 'dilettantismo', la cultura integral; en un continente enfermo de idealismo y de pereza, el 'ocio noble', la despreocupación del presente; en un continente idolátrico y atrasado, en marcha todavía detrás del 'hombre', el culto del héroe y en un continente que no sabe lo que es democracia y que menos lo sabía en la época de aparición de Ariel, cuando las oligarquías y las dictaduras se extendían de Norte a Sur, se lanzan a combatir los presuntos y en todo caso lejanos peligros de aquel régimen».

Con este diagnóstico, y haciendo hincapié en el problema económico de América Latina, la educación «libresca» del autor de Ariel y hasta cierta «afectación» y «ampulosidad» de su estilo, son recriminadas con el cuidado de quien había sido un admirador.

El programa del Centro escrito ocho años antes se troca, ahora, en otro que promueve la lucha por la independencia económica, la adopción de la disciplina del trabajo, el objetivo de la autoexplotación de las propias riquezas. Varios años más tarde, ya reincorporado Quijano al país, en el semanario Acción, por él fundado y dirigido, se publica una nota editorial que trae a colación a Rodó y su concepción de la democracia. En ella se le reprocha una «actitud de frío aristrocratismo intelectual respecto de las masas» y se lo ubica como intérprete, en América Latina, de «un sector intelectual heterodoxo del liberalismo democrático», por haber proclamado «frente al movimiento ascensional de las muchedumbres el principio de la jerarquía». Esta nueva crítica, realizada en los tiempos de la dictadura de Gabriel Terra, a la que Quijano estaba firmemente enfrentado, concluye con lo que podría denominarse como una segunda revisión de Rodó, o resonancia del período antiarielista de los años veinte. Dice el párrafo final del editorial, con invocación a los «discípulos desilusionados»: «Por eso los que en medio de la crisis buscan hoy orientación, no es en Rodó donde van a encontrarla. Ya se ha señalado que el desvío actual de la juventud respecto del autor de Ariel está en que no fue un auténtico maestro porque toda su prédica, sublimada por su arte inimitable, se perdió en vagos idealismos sin aportar ideales concretos»172.

No obstante, este renovado distanciamiento no impedirá que Quijano reconozca, en la siguiente década, la influencia que Rodó ejerció en los años de formación: «Fuimos sus primeros discípulos, y puede que los únicos auténticos, en la alegre alborada que no volverá [...]. Él nos dio el gusto por la aventura, la confianza en la vida, la fe en los ideales rectores, la conciencia de nuestra ciudadanía americana. A los quince y aun todavía a los veinte años, Rodó fue nuestro numen y Ariel nuestro breviario»173.

Estos vaivenes que abastecen los procesos ideológicos sobre la base de los correspondientes desarrollos históricos en los que resultan inscriptos, tuvieron otras manifestaciones representativas a la hora de la relectura de Rodó.

Quijano dio su grito de alerta, con ineludible sentido rectificatorio, en setiembre de 1927. La revista Ariel, que había dirigido hasta su viaje a Europa, seguía apareciendo bajo la conducción de Héctor González Areosa (tres años menor que Quijano). Solo tres meses más tarde, en diciembre del mismo año, Ariel editorializó con un título sin equívocos, que oficializaba los operados cambios de rumbo: «La revisión de Rodó»174. La irregularidad con que se publicaba la revista hizo que la segunda parte de esta puesta al día en materia programática se demorara hasta la entrega siguiente, que solo pudo salir en setiembre de 1929, casi dos años más tarde175. Las críticas de González Areosa presentan algunos puntos de contacto con las de Quijano y las de antiguos adversarios. Sin embargo, los textos del director de la revista Ariel matizan con pulcritud algunos aspectos considerados en la formulación de las observaciones que merecen. El eje de los cuestionamientos arranca del «sentido histórico del tiempo en que vivimos», en palabras de González Areosa, y habilita la comprobación discriminatoria de que «fuera del ámbito meditativo y sereno de la sala de Próspero, pasaba la corriente viva de la época en que íbamos a actuar».

Al verificar el «vago perfil de un idealismo de adolescencia», pasan a segundo plano tanto la discutible originalidad del ideario de Rodó (o su tributo a la filosofía francesa del siglo XIX), como su consignada falta de vehemencia magistral. La explicación decisiva del fracaso ideológico consiste, según González Areosa, en la concepción «puramente estética de la vida», en no haber abarcado «sus fuerzas primarias» ni llegado al fondo de «sus más hondos conflictos».

En esa dirección, en el segundo editorial se examinan los conceptos de vida integral y de tolerancia a la luz de la oposición del homo faber y el homo estheticus, con la pérdida de la noción axiológica en el último caso, que es lo que en definitiva lleva a una nueva lectura del texto de tan entrañables adhesiones adolescentes.

Tales rectificaciones, para algunos tardías, fueron señaladas con puntualidad por Zum Felde176, en la medida en que confirmaban varios de sus juicios de 1919, aunque estos, a su vez, habían sido reelaborados en una visión más comprensiva.

Si los procesos rectificatorios de Quijano y González Areosa presentaron la particularidad de las rebeldías más que de las revelaciones, el caso de Gustavo Gallinal puso en evidencia una trayectoria más compleja. Considerado por algunos el heredero literario de Rodó, trabajó sobre su maestro con la probidad de una inteligencia tan condicionada por las circunstancias históricas como liberada de prejuicios enervantes de esas mismas circunstancias. De formación y profesión católicas, el dogma religioso no lo acotó del mismo modo como a quienes recriminaron a Rodó la falta de dogma o llegaron a calificarlo como materialista177. Los aplausos y desacuerdos que procesan otros intelectuales afiliados al catolicismo, como Dardo Regules (escrupuloso y leal hasta en el prólogo a Los últimos Motivos de Proteo) y Raúl Montero Bustamante (protagonista de una hasta ahora desconocida desavenencia personal con Rodó) merecerían también ser estudiados.

Gustavo Gallinal se ocupó de la obra rodoniana desde temprano, en un ensayo leído en el Instituto Histórico y Geográfico del Uruguay, el 3 de diciembre de 1917178, el mismo año de la muerte del Maestro, ensayo de ponderación entre los reconocimientos al ilustre escritor que a esa hora solían dar lugar a euforias exegéticas y con algunas precisiones necesarias registradas con el mismo rigor. La elocuencia «a veces pomposa» que reniega de la sencillez y la naturalidad requeridas, la ausencia de «una expresión de las emociones y los sentimientos vividos por el escritor», son anotadas como diferencias, ya en 1917, por este discípulo. Pero el análisis más en profundidad se habrá de escalonar en una serie de notas aparecidas la década siguiente179. «El alma de Rodó» y «El libro póstumo de Rodó» son los principales artículos escritos por Gallinal en el proceso revisionista, pero en otros deja constancia de diversas y moderadas reservas que apuntan, casi todas, a la imprecisión de conceptos y propuestas, pero también a la carencia de información de primera mano y de «conocimiento directo de las cosas» o al destaque insuficiente de la supresión de sufrimientos y extensión de los beneficios sociales.

Las bases de su revisión no muestran demasiada originalidad. De hecho, Gallinal marca distancia con Rodó porque «le faltaron la ironía, la sonrisa, el don de las amables confidencias», lo que ya había sido indicado, entre otros, y mucho antes, por Luisa Luisi180; le recrimina la exclusividad del planteo del «heroísmo» aplicado a la «gesta de la forma» y, también, la ausencia de pasión como quiebre de la monotonía. Sea como fuere, los puntos centrales de su argumentación no son otros que la primacía concedida a los problemas de la cultura («con demasiado olvido de los otros») y el carácter de Rodó como espectador de la vida, cuando a la hora del balance, «los caminos del porvenir -dice Gallinal, que ha sufrido el exilio y la persecución de la dictadura de Terra- están [...] más poblados de sombras».

Angustiado por el redescubierto «problema esencial del destino humano», con la perspectiva de las nuevas condiciones históricas y filosóficas en las que encuentra su coto, Gallinal se aleja de Rodó, tras haber sido defraudado, según confiesa y cerrando de ese modo un ciclo antiarielista, a partir de cuya clausura, las revaloraciones de Rodó y su obra se desatarían con menos complejos de culpa.