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Los cien años de Delmira Agustini

Ida Vitale





En este largo período de más de setenta años transcurrido desde la muerte de Delmira Agustini, se ha dado una singular unanimidad crítica sobre ella, dentro y fuera del país, ni siquiera quebrada por la búsqueda de un juicio que buscara el escándalo de la discrepancia. No es el momento de establecer su ubicación jerárquica frente a otros «valores establecidos» de la literatura uruguaya. En realidad, no creo que ningún momento sea oportuno para estos inconducentes cotejos. Pero lo cierto es que en un medio siempre bastante cauteloso al establecer sus valores, la aparición en 1907 de El libro blanco de la Agustini abrió una vía de afirmación crítica que los posteriores libros acentuarían. Si bien esta desbordó al influjo de su temprana y trágica muerte, pasada la conmoción lateral, el análisis objetivo acopió elementos que la justificaban.

Ese análisis la ha salvado de la inmutabilidad -aunque todavía falta el que corresponda en nuestros días a la lúcida visión que en los suyos nos diera Alberto Zum Felde. De todos modos, distintas generaciones han atendido a la poesía de Delmira Agustini con mirada distinta, iluminándola desde otros ángulos, soslayando aspectos acentuados antes para tratar de explicar su vitalidad.

Delmira perteneció a los cuadros de su época en todos sus aspectos formales, a un período de apogeo de la burguesía uruguaya que aceptaba y exaltaba los productos de la belle époque europea, mimetizándola sobre ellos. Época de muebles enfundados en la sala para las visitas, de lámparas de pie con sus pantallas de grandes flecos, de cortinados densos y paredes oscuras y objetos ordenados para insistir en una intimidad, lujosa o no, pero inaccesible, cuya única ficticia escapatoria podría estar en los ineludibles espejos que asomaban en toda sala digna de su nombre. Este marco con afectación de suntuosidad era el precario reino de la mujer, el ámbito natural que la preservaba de las vicisitudes del mundo y donde actuaba de acuerdo con una irrealidad establecida.

En un país todavía determinado en muchísimos planos por los estatutos mentales del positivismo, se atribula a la mujer la precariedad biológica de un niño y el mismo límite a su desenvolvimiento intelectual. Esta concepción teñía la vida familiar de los círculos más elevados y por lo tanto de toda la vida burguesa nacional.

Este es el ambiente en que Delmira crece plegada a sus formas más rigurosas: no asiste a escuela pública, aprende francés, piano, pintura, esos «adornos del espíritu» que en el comienzo largo del siglo constituían el aparato cultural que en muchos casos se le concedía a la joven destinada a casarse y para cuyo destino no se consideraba necesario más adorno. Atencioso cerco que la retiene dentro de una vida cuyo artificio pende de un hilo.


La opresión del contorno

Delmira poeta debió sentir desde muy joven la fatiga ante este límite acolchado, ante este sueño sin oxígeno, que no por estar rodeado de devoción familiar pesaba menos. En El libro blanco se reitera coherentemente la oposición entre formas frescas, espontáneas, naturales, expansivas, y formas artificiosas, esclavizantes; esa oposición alimenta uno de sus poemas iniciales, «La sed», ingenuo en su convencional simbolismo, pero claro en el sentido que ahora señalamos. Para su sed, la maga con la que dialoga le ofrece néctares que la empalagan, frutas demasiados dulces: «Hay días que me halaga tanta miel, pero hoy me repugna, me estraga». Ante su rechazo, le es ofrecida el agua limpia de una corriente: «¡Oh frescura! ¡Oh pureza! ¡Oh sensación divina! -Gracias, maga, y bendita la limpidez del agua!».

En medio de un lenguaje poco aireado, ciertos verbos: empalagar, estragar corresponden muy exactamente a esa sensación de hastío y creciente desconformidad que debió irle naciendo a su espíritu naturalmente ansioso de libre expresión.

No es menos significativo que otro poema, «Rebeldía», implícita arte poética a la que no siempre fue fiel Agustini, reclame para su estilo literario el mismo deseo de libertad, de expresión no aherrojada. Refiriéndose al pensamiento dice:


Ha de ser libre de escalar las cumbres,
entero como un dios, la crin revuelta,
la frente al sol, al viento. ¿Acaso importa
que adorne el ala lo que oprime el vuelo?



Cuando busca comunicar la opresión que traba la libertad del pensamiento sometido a la rima, se apoya, consciente o inconscientemente, en imágenes de la domesticidad que la agobia.

En la elección final de «Íntima» dos versos impecables la muestran crispada ante la opresión constante del contorno:


más vamos lejos,
a través de la noche florecida:
acá lo humano asusta, acá se oye,
se ve, se siente sin cesar la vida.



Puede resultar extraña esta transparente prevención contra lo humano, contra la vida, en poeta tan extrañadamente vital, si no advertimos el sentido limitado, enrarecido, con que emplea la palabra. Prevenidos, veremos que el rechazo se dirige a las manifestaciones trabadas y en sordina de un vivir minimizado por estrechos círculos de convenciones. Aun sin la osadía para las rebeliones mayores, Delmira se encierra en sí misma.


Toda entera en una torre de marfil me alcé.



Cuando poco después se atreva a romper la sujeción del ambiente, cuando se aventure a concebir la vida como una aventura ilimitada, otro poema «Vida», de Cantos de la mañana, mostrará una actitud muy distinta; dirá: «A ti vengo en mis horas de sed como a una fuente, / límpida, fresca, mansa, colosal...» empleando otra vez la imagen del agua pura, como hubiera podido recogerla Bachelard.

Pero los destellos de asombrosa poesía, cada vez más frecuentes a medida que avanzamos en su obra, no deben hacernos olvidar que Delmira es todavía, en buena parte de ella, una adolescente prodigiosamente intuitiva; una Página principal Enviar comentarios Ficha joven apenas iniciada en la vida. Asustada por esta, se aferra a los sueños, a lo imposible, a lo sobrehumano: «Yo te diré los sueños de mi vida... Imagina mi amor, amor que quiere / Vida imposible, vida sobrehumana...».

Los artistas motevideanos de principios de siglo escandalizaron al medio burgués o atrajeron su atención desaprobatoria por entregarse a presuntos paraísos artificiales, como Julio Herrera y Reissig, o por resultar demasiado decorativos y atentatorios de la moral doméstica, como Roberto de las Carreras. Quiroga dejó el país, Florencio Sánchez ancló en la pobreza por principismos no menos escandalosos, María Eugenia Vaz Ferreira se pondrá en lenguas por el abandono de su ropa y por su prescindencia de los protocolos sociales. Pero Delmira Agustini, rodeada de una familia devotísima, no halló pretextos para romper con el medio y hacer a solas su aventura en la vida. Un orgullo de distinto orden que el de María Eugenia, los halagos de una belleza muy de época la inclinaron a otras formas de rebeldía, no por ello menos nítida. Cantará con frenesí los temas prohibidos, quebrando la imagen estática de una inocencia a lo Greuze, para contestar a la pregunta centenaria, A quoi rêvent les jeunes filles? con una verdad que era de convencional buen gusto ocultar. El capítulo concerniente a las formas de la imaginación de las jóvenes tenía castos principios indiscutibles. Ahora sabemos que cuando la confrontación con lo real no se ha realizado todavía en todos los planos la imaginación puede borrar los límites.




La imaginación como rebeldía

Esta imaginación amplificadora se irá convirtiendo en la nota dominante en la poesía de Agustini. Sus adjetivos acrecientan las dimensiones: hongo gigante, alcoba agrandada, flores eróticas dobles, las posibilidades: uñas extrahumanas y aun las imposibilidades, muros inderrocables, intangibles cetros. La imaginación elude los matices y se precipita en imágenes de desmesura «Fiera de amor, yo sufro hambre de corazones, de palomas, de buitres, de corzos o leones» o «Labios que nunca fueron, que no apresaron nunca un vampiro de fuego con más sed y más hambre que un abismo».

Delmira Agustini elude por el camino de lo imaginativo las presiones diversas de la sociedad. Para entender cabalmente el mecanismo de su creación poética habría que saber dónde concluye lo imaginado y dónde comienza lo real, y esto en el caso de Delmira ha sido inútilmente debatido. De todos modos era escándalo suficiente para su tiempo que proclamara con énfasis inusitado: «Si la vida es amor, bendita sea! / Quiero más vida para amar. Hoy siento / que no valen mil años de la idea / lo que un minuto azul del sentimiento». Y que dedica sin ambigüedades Los cálices vacíos a «Eros: puente de luz, perfume y melodía / comunicando infierno y paraíso. Con alma fúlgida y carne sombría».

La poesía de Delmira no oculta el orgullo que trasciende de aquel concreto verso: «yo hacía una divina labor sobre la roca creciente del orgullo». No sólo cantó el amor abiertamente sino que adoptó una actitud de igualdad ante el hombre. Su erotismo celebra un voluble rito de sometimiento y de autonomía, de entrega y de pasional enfrentamiento, cuyo vaivén, inusual en la poesía femenina de su tiempo, le da un acento propio y nuevo. Toda la relación amorosa, la conquista y el creciente dúo que culmina en el acto de amor están dichos con un acento ambiguo que no transparenta una presencia femenina detrás del poema, como en Cuentas del fuego:


Cerrar la puerta cómplice con rumor de caricia.
Deshojar hacia el mal el lirio de una veste.
La seda es un pecado, el desnudo es celeste.
Y es un cuerpo mullido un diván de delicia.



Esta rebeldía fue la solitaria aventura del poeta, prematura hasta cierto punto y riesgosa. Prematura porque se trataba de plantear y resolver en términos literarios un problema de índole mucho más vasta, de hondas raíces y encadenado a una estructura social que sólo bastante más tarde y con lentitud se conmovería. No bastaba la potencia espiritual de una sensibilidad muy singular para lograrlo, para poner en sus justos términos una relación establecida por siglos.

Dijimos que la experiencia, además de prematura era riesgosa, riesgosa en el terreno literario. Delmira debió hacer su revolución con armas ajenas. Explosión contenía en su fresco arrebato «que no valen mil años de la idea / lo que un minuto azul del sentimiento» el rechazo de esa idea que Moréas entronizara como factor esencial de la poesía. Toda Delmira está sustentada en aquella proclamación, la más clara que en ese sentido pudiera formularse y a la que seguirá adicta a través de sus libros posteriores. En esta afirmación y en su fidelidad absoluta a ella radica la carta de triunfo del poeta, en su entrega total a su verdad interior, a las consecuencias más extremadas de su excepcional circunstancia de mujer gran poeta en un mundo en donde eso era todavía insólito. Sería una falsa superación del problema decir que Delmira era simplemente una gran poeta y que eso bastaba. Era decisiva, complementariamente mujer y esto, pese a las oposiciones que despertaba en un medio no habituado, tenía mucho de favorable. Ello le permitía un enfoque inédito, el aporque de una sensibilidad sin uso, de un decir sin prejuicios.

Así situada en un punto de alta tensión poética, le hubiese bastado a Delmira una última osadía para abarcar insuperablemente lo total de su posibilidad literaria: rever, escogiendo y desdeñando, entre las fórmulas creadas por un estilo verbal masculino, por una cultura masculina. Pongo un ejemplo: Delmira se ve a sí misma como una esfinge, «esfinge tenebrosa suspensa de otras vidas», aceptando la tradicional imagen creada por el hombre para representar el llamado misterio de lo femenino, misterio que sólo es tal para él, por tratarse de una criatura distinta. «Hoy abriré a tu alma el gran misterio, ella es capaz de penetrar en mí», dice.

Al aceptar tal actitud, Delmira elude inconscientemente el camino virgen que ella misma había descubierto: el de la fidelidad a sentimientos más profundos formulados con prescindencia de los esquemas retóricos dominantes en ese momento. Pero en ese punto la empresa era superior a las fuerzas aisladas del poeta. Siempre es esta elusión de las presiones del medio, literario o no, la gran batalla inevitable que cada poeta debe librar en cualquier época. Para Delmira era una batalla a añadir a la que debía librar como mujer.

La retórica modernista estaba establecida con una unanimidad, una coherencia y un vigor que superaban en posibilidades creadoras las del decadentismo francés del cual era un rebrote. Como todo trasplante bien hecho «adquirió nueva energía y nuevo esplendor, asumiendo una categoría estética propia», diría Zum Felde. Cuando los movimientos literarios todavía son nuevos, las verdaderas intuiciones y el magma que se mantiene a flote gracias a la fuerza espontánea de la corriente, confunden sus grados de autoridad y determinan un clima coactivo al que es difícil oponerse. Es inútil reiterar que Delmira no escapó a la confusión reinante y que permitió que en su poesía se entremezclaran las más deslumbrantes luces con las mayores opacidades, lo más precioso con lo apenas sobredorado. No hay que atribuir eso sólo a su poesía. Los momentos culturales suelen quedar extrapoladamente registrados, en sus más depuradas excelencias y en sus más escandalosos mal gustos. El novecientos arrastró, para su descrédito, un lenguaje inadecuado a la realidad y por el cual empezó a morir en sus creaciones menores, palabras como plintos, como pomos, como néctares, como embeleso, como preseas. Todo lenguaje nace llevando dentro una semilla moral que no sabemos y el novecientos no será el último estilo que veamos morir así. Sin embargo, siempre habrá quienes con un buen gusto de excepción distingan el peligro, las palabras destinadas a encanecer primero y a atraer altibajos a los que no escapó ni siquiera Darío. Delmira sigue siendo en su breve obra una de las grandes figuras del novecientos latinoamericano. En su poesía relucen iluminaciones asombrosas, felicidades expresivas que nacieron y murieron con ella, que poco tienen que ver con escuelas literarias y que tampoco admiten sucesiones. Poesía discontinua, en la que se nos abren ventanas hacia zonas muy luminosas o muy sombrías del sentimiento.







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