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ArribaAbajo- XXX -

Amanecía, y multitud de hombres de mal aspecto vagaban por la calle. Veíanse gitanos desarrapados, y muchos guapos de la Macarena y de Triana. Mi criada tuvo miedo; pero yo no. Repetidas veces nos vimos obligadas a variar de rumbo para evitar el encuentro de algunos grupos en que se oía el ronco estruendo de ¡vivan las caenas!, ¡muera la nación!

Llegamos por fin al río. Ya el día había aclarado bastante, y desde la puerta de Triana vimos la chimenea del vapor que despedía humo.

-Si esos barcos de nueva invención humean al andar -dije-, el vapor se marcha ya.

Desde la puerta de Triana a la Torre del Oro se extendía un cordón de soldados de artillería.   —245→   En la puerta de Jerez había cañones. Nada de esto me arredraba, porque mi exaltación me infundía grandes alientos, y hablando al oficial de artillería logré pasar hasta la orilla, donde algunas tablas sostenidas sobre pilotes servían de muelle. El vapor bufaba como animal impaciente que quiere romper sus ligaduras y huir. Multitud de personas se dirigían al embarcadero. Reconocí a Canga-Argüelles, a Calatrava, a Beltrán de Lis, a Salvato, a Galiano y a otros muchos que no eran diputados.

-Él se irá también -pensé-. Vendrá aquí de seguro... Pero no, no creo que se me pueda escapar.

Una idea grandiosa cruzó por mi mente, una de esas ideas napoleónicas que yo tengo en momentos de gravedad suma. Ocurriome embarcarme también en el vapor, si le veía partir. No tenía equipaje; ¿pero qué me importaba? Mariana se quedaría para llevarlo después.

Acerqueme a Calatrava, que se asombró mucho de verme.

-Quiero un puesto en el vapor -le dije.

-¿También usted se marcha...? ¿De modo que...?

-Temo ser perseguida. Estoy muerta de miedo   —246→   desde ayer. Me han amenazado con anónimos atroces.

-¿Ha preparado usted su equipaje?

-He preparado lo más preciso: el viaje es corto. Mi criada se queda para arreglar lo que dejo aquí.

-También nosotros dejamos nuestros equipajes porque no caben en el vapor. Irán en aquella goleta.

-¿Me hace usted un sitio, sí o no?

-¿Un sitio? Sí señora. Dejando el equipaje... El Gobierno ha fletado el buque. Puede usted venir.

Esto se llama proceder pronto y con energía... Pero observé a todos los que llegaban, y no le vi. A cada instante creía verle aparecer.

-No puede tardar -dije, después que di mis órdenes a Mariana-. Ahora sí que es mío.

Mariana hacía objeciones muy juiciosas; pero yo a nada atendía. Estaba ciega, loca.

-¿Y si no se embarca? -me dijo mi criada-. Todavía no ha venido...

-Pero ha de venir... A ver si está por ahí el duque del Parque.

Miramos las dos en todos los grupos y no vimos al Duque.

-¿El señor duque del Parque no va a Cádiz? -pregunté a Salvato.

  —247→  

-El señor Duque no se ha atrevido a votar el destronamiento.

-¿Y qué?

-Que los que no votaron no se creen en peligro y seguirán en Sevilla.

-De modo que Su Excelencia...

-No tengo noticia de que se embarque con nosotros.

-Venga usted -me dijo Calatrava alargándome la mano para llevarme a la cubierta del buque.

-Entre usted, amigo, entre usted, que aún tengo que decir algo a mi criada.

-Parece que vacila usted...

-En efecto... sí... no estoy decidida aún.

No, no podía entrar en aquel horrible bajel que iba a partir, silbando y espumarajeando, sin llevar al que turbaba mi vida. Yo les vi entrar uno tras otro, les conté; ni uno solo escapó a mi observación, y ¡él no estaba! ¡Siempre ausente, siempre lejos de mí, siempre en dirección diametralmente opuesta a la dirección de mis ideas y de mi apasionada voluntad! Esto era para enloquecer completamente, y digo completamente, porque yo estaba ya bastante loca. Mi desvarío insensato aumentaba como la fiebre galopante del enfermo solicitado por la muerte.

Se embarcaron ¡ay!, vi al horrendo vapor   —248→   separarse del muelle, vi moverse las paletas de sus ruedas, machacando y rizando el agua, le oí silbar y mugir echando humo, hasta que emprendió su marcha majestuosa río abajo.

No yendo él, no podía causarme aflicción quedarme en tierra. Él estaba también en Sevilla.

-Ahora -dije-, ahora no es posible que le pierda otra vez. Si tengo actividad e ingenio, pronto saldré de esta angustiosa situación.

No quise detenerme como el vulgo que se extasiaba contemplando el humo del vapor que conducía hacia el postrer rincón de España el último resto del liberalismo. Como aquel humo en los aires, así se desvanecía en el tiempo la Constitución... Pero en mi mente no podían fijarse ni por un instante estas ideas.

Me era forzoso pensar en otras cosas y en la realidad de mi ya insoportable desdicha. ¿A dónde debía ir? En los primeros momentos después del embarque no pude determinarlo, y vagué breve rato por la ribera, hasta que me obligaron a huir los excesos de la salvaje muchedumbre, que se precipitó sobre los equipajes de los diputados, apoderándose de ellos y saqueándolos en presencia de la poca tropa que había quedado en el muelle.

Al mismo tiempo sentí el clamor de las   —249→   campanas echadas a vuelo en señal de que Sevilla había dejado de pertenecer al Gobierno constitucional, y en cuerpo y alma pertenecía ya al absolutismo. ¡Cambio tan rápido como espantoso! El pronunciamiento se hizo entre berridos salvajes, en medio del saqueo y del escándalo, al grito de ¡muera la Nación! La verdad es que los alborotadores hacían poco daño a las personas; pero sí robaban cuanto podían. Al entrar por la puerta de Jerez, procuré apartarme lo más posible de la turbulenta oleada que marchaba hacia el corazón de Sevilla, con objeto, según oí, de destrozar el salón de sesiones y el café del Turco, donde se reunían los patriotas.

Lejos de desmayar yo con las muchas contrariedades, el insomnio y el continuo movimiento, parecía que la misma fatiga me daba prodigiosos alientos. No sentía el más ligero cansancio, y mi cerebro, como una llama cada vez más viva, hallábase en ese maravilloso estado de actividad que es para los poetas, para los criminales y para los que se ven en peligro la rápida inspiración del momento. Yo sentía en mí un estro grandioso, avivado por mis contrariadas pasiones, mi rencor y mi despecho. Tenía la penetrante vista del genio y había llegado a ese momento sublime en que los más   —250→   profundos secretos de nuestro destino se nos muestran con claridad espantosa. Mi pensamiento, como la aguja magnética de una brújula, señalaba con insistencia la casa del marqués de Falfán.

-¡Oh, allí, allí... he de encontrar la solución de este horrible problema!




ArribaAbajo- XXXI -

Y corriendo hacia la casa, soñaba no ya con las delicias de un encuentro feliz y de una amable reconciliación, sino con proporcionar a mi alma el inefable, el celestial, el infinito regocijo de un escándalo, de una escena, de una de esas venganzas de mujer que son la Ilíada13 del corazón femenino. No sé si me equivocaré juzgando por mí de todas las mujeres; pero pienso firmemente que ninguna, por muy tímida que sea, deja de sentir en momentos dados, y cuando se discuten asuntos del corazón, el poderoso instinto de la majeza. La maja, digan lo que quieran, no es más que lo femenino puro. De mí puedo asegurar que en aquel instante me sentía verdulera.

  —251→  

-Tengo la seguridad -decía-, de que le encontraré allí. El corazón me lo dice... Es precisamente lo que necesito; es la satisfacción más preciosa y agradable de mi inmenso afán, el desahogo de mi pecho, semejante a un volcán sin cráter, el consuelo de todas mis penas. Hablaré, gritaré, vomitaré injurias, ¿qué digo injurias?, verdades. Diré todo lo que sé; abriré los ojos de un marido crédulo y bonachón; arrancaré la máscara a una hipócrita; confundiré a un ingrato... en suma, estaré en mi elemento... ¡¡Ahora, Santo Dios de las venganzas, ahora sí que no se me puede escapar!!

Al dirigirme a la plaza de la Magdalena, donde vivía el Marqués, vi a dos o tres patriotas que eran llevados presos por el pueblo con una cuerda al cuello. ¡Pobre gente! Entre ellos vi a Canencia, que me dirigió al pasar una mirada suplicante; pero no hice caso y seguí. Casi arrastrando a Mariana que apenas podía seguirme de puro cansada y soñolienta, llegué a casa de Falfán.

En el patio encontré al Marqués, que al punto que me vio asombrose mucho de la alteración de mi semblante, creyendo que ocurría algún grave accidente.

-Señora -me dijo ofreciéndome una silla-, no extraño que esa gente mal educada...   —252→   Se están cometiendo toda clase de excesos en la desgraciada Sevilla.

-No es eso, no -repuse-. Si no me ha pasado nada.

-Señora, su rostro de usted me indica gran desasosiego y agitación.

-Es verdad -dije-, pero...

-Está usted muy intranquila.

-Intranquila no, estoy furiosa.

Después de decir esto y de romper en seis pedazos mi abanico, que ya lo estaba en cuatro, procuré tomar una actitud aparentemente serena, pues el caso requería en mí la grave majestad del que condena, no la atolondrada cólera y pueril turbación del condenado.

-¿Y por qué está usted furiosa? -me preguntó el Marqués, confundido-. ¿En qué puedo servir a usted?

-¡Yo sé que está aquí!!... -dije mirando al Marqués de un modo que le aterró.

-¿Quién?

-¡Oh!, ¿quién?... será preciso que yo hable, que lo diga todo...

-Señora, no comprendo una palabra.

-Llame usted a la señora Marquesa, y quizás ella me comprenda -repuse con amargo sarcasmo.

-Andrea no está en casa.

  —253→  

Al oír esto sentí un sacudimiento. Nuevo y más doloroso cambio en mis ideas, en mi voluntad, en mi cólera, en mis planes; nuevo movimiento de la aguja magnética que brujuleaba en mi corazón, marcándome el derrotero en medio de la tempestad... El Marqués no podía tener interés en negarme a su esposa. Así lo comprendí al momento, y sin vacilar un instante, dije:

-¿Ha ido a la casa de D.ª María Antonia?

-Precisamente, allí está -manifestó Falfán en tono de confianza honrada y tranquila que hubiera cautivado a otra persona más irritada que yo-. La Sra. D.ª María Antonia se puso anoche mala y mi esposa fue a acompañarla un ratito. A las diez estaba de vuelta.

-¿A las diez?

-Pero sin duda la Sra. D.ª María Antonia se ha agravado hoy, porque al rayar el día vinieron a buscar a Andrea y allá está. ¿Encuentra usted en esto algo de extraño?

-No señor, nada -dije levantándome-. ¿Y dónde vive esa D.ª Antonia?

-En la calle que sale a la puerta de Carmona, número 26. ¿Pero se va usted sin explicarme el motivo de su visita, su agitación...?

-Sí señor, me voy.

  —254→  

-Pero...

-Adiós, señor Marqués.

Quiso detenerme; pero rápida como un pájaro fugitivo, le dejé y salí de la casa.

-A la calle que sale a la puerta de Carmona, número 26 -dije a Mariana que me seguía durmiendo.

-Ahora -decía para mí, en el horroroso vértigo que formaban mis pensamientos y mi marcha-, ahora sí que de ningún modo se me puede escapar.

Yo saboreaba de antemano las horribles delicias del escándalo que iba a dar, de la venganza que tomaría, de las palabras que saldrían de mi boca, como el humo y la lava de un volcán en erupción. Me deleitaba con aquella copa de amarguras que se convertía en copa llena de delicioso licor de la venganza. Había llegado al extremo de recrearme en el veneno de mi alma y de hallar delicioso el fuego que respiraba. Seguía teniendo las mismas ganas de morder a alguien, y creo que mi linda boca tan codiciada, habría sido un áspid, si en carne humana hubiera posado sus secos labios.

Mariana, que conocía a Sevilla, me llevó hacia la puerta de Carmona, yo no sé por dónde ni en cuánto tiempo. Había yo perdido la noción   —255→   de la distancia y del tiempo. Vi una calle larga y solitaria, con muchas rejas verdes llenas de tiestos de albahaca. Vi una fila de casas de fachada blanca iluminadas por el sol y otra línea de casas en la sombra. Yo buscaba el número 26, cuando sentí pisadas de caballos. Delante de mí, como a cuarenta pasos, abriose una gran puerta y salieron tres hombres a caballo. ¡Era él!

Corrí, corrí... Iba vestido con el traje popular andaluz, y su figura era la más hermosa que puede imaginarse. Los otros dos vestían lo mismo. Caracolearon un instante los corceles delante de la casa, y en seguida emprendieron precipitadamente la carrera en dirección a la puerta de Carmona.

Yo corría, corría, y al mismo tiempo gritaba. Mariana, que no había perdido el juicio, me detuvo enlazando con sus dos brazos mi talle. Mi furor estalló con un grito salvaje, con una convulsión horrible y este apóstrofe inexplicable: -¡Ladrones! ¡Ladrones!

En el mismo momento en que yo rugía de este modo, dos mujeres se asomaban a la ventana de la casa y saludaban a los jinetes con sus abanicos. Él miró repetidas veces hacia atrás y saludaba también sonriendo. Vi brillar el lente de D.ª María Antonia, vi los negros   —256→   ojos de Andrea... ¡Oh Satanás, Satanás!

Yo seguí hasta ponerme debajo de la ventana; pero esta se cerró. Seguí corriendo un poco más. Un grupo de hombres feroces apareció por una boca-calle. Su aspecto infundía pavor; pero yo me adelanté hacia ellos y señalando a los tres jinetes que huían a escape fuera de la puerta entre nubes de polvo, grité con toda la fuerza de mis pulmones:

-¡Que se escapan!... corred... corred tras ellos... ¡Que se escapan!... los patriotas, los más malos de todos, los ateos, blasfemos, los republicanos, los masones, los regicidas, los enemigos del Rey... ¡los que querían matarle...! Corred y cogedles... Yo tengo dinero... Mil duros al que les coja... ¡En nombre de la religión!... ¡En nombre de las caenas!... Vamos, vamos tras ellos... ¡Que se escapan!

A medida que hablaba, iba desapareciendo en mi espíritu la noción de lo externo, y me sentía envuelta en tinieblas o en llamas, no sé en qué; me sentía caer en un hondo infierno lleno de demonios; sumergirme en abismo de negro delirio, de fiebre, de sueño o muerte; pues no puedo expresar bien lo que era aquello.

Perdí el conocimiento.



  —257→  

ArribaAbajo- XXXII -

Mi dolorosa enfermedad que me puso al borde del sepulcro duró cuarenta días, de los cuales no sé cuántos pasé en terrible crisis, sin conciencia de las cosas, atormentada por la fiebre. Mi sangre enardecida había descompuesto en tales términos las funciones de mi cerebro, que en aquellos angustiosos días no vivía con mi vida propia, sino con el mismo fuego mortífero de la enfermedad. Asistiome uno de los primeros médicos de Sevilla.

Cuando salí del peligro y hubo esperanzas de que aún podría seguir mi persona fatigando al mundo con su peso, halleme en tristísimo estado, sin memoria, sin fuerzas, sin belleza. Mas empecé a recobrar muy lentamente estos tesoros perdidos, y con ellos volvían mis pasiones y mis rencores a aposentarse en mi seno, como después de una inundación, y cuando las aguas se retiran, aparece lentamente la tierra, dibujándose primero los altos collados, luego las suaves pendientes y por último el llano. Así, pasada aquella avenida de sangre que envolvió mi pensamiento en turbias olas venenosas,   —258→   fue apareciendo poco a poco todo lo existente antes del 13 de Junio.

Una imagen descollaba sobre todas las que me perseguían, cuando mi fantasía, como un borracho que recobra la claridad de sus sentidos, empezó a presentarme lo pasado. Esta imagen era la de la huérfana, a quien supuse corriendo sin cesar por campos y ciudades, buscando lo que no había de encontrar. ¿Acaso el tormento de ella no era tan grande o quizás mayor que el mío? Pero yo no me hacía cargo de esto, y lejos de sentir lástima de mi víctima, echaba leña a la hoguera de mis rencores, discurriendo mil defectos y fealdades en el carácter de la hermana de Salvador, para deducir que sus angustias le estaban muy bien merecidas. ¡Qué desatinos tan horribles pensé con este motivo! Parece mentira que la exaltación de mi ánimo me llevara hasta los últimos desvaríos, hasta el sacrilegio y la blasfemia.

-Es muy posible -decía yo-, que mis horribles angustias hayan sido causadas por las maldiciones de esa mujer. Al verse engañada habrá pedido a Dios mi castigo, y Dios, no hay duda, hace caso de los hipócritas... ¡Ah, los hipócritas!, ¡perversa raza! Son capaces con sus fingidas lágrimas de engañar al mismo Dios y compelerle a castigar a los buenos.

  —259→  

A estos horrorosos pensamientos hijos de una turbada razón, añadía otros quizás más sacrílegos. Mi enfermedad, que parecía un aviso del cielo, no me había corregido, antes bien, cuando resucité estaba más intolerante, más soberbia, y proyectaba nuevos planes para vencer la tenaz contrariedad de mi destino. Lejos de desconfiar de mis fuerzas y de acobardarme, tenía fe mayor en ellas y me vanagloriaba, suponiendo una inmediata victoria.

-Me han ocurrido tantos desastres -decía-, porque he sido una tonta. Pero ahora... ¡Oh!, ahora yo me juro a mí misma que moriré o le he de atrapar... Iré a Cádiz.

Cuando esto decía, finalizaba Julio y la temperatura de Sevilla era irresistible. El médico me ordenó que buscase en la costa aires más templados.

Los franceses se habían establecido ya en Sevilla, donde reinaba un orden perfecto. En toda España, y principalmente en algunos puntos privilegiados de la tragedia, como Manresa y la Coruña, corría la sangre a raudales. Los dos furibundos partidos se herían mutuamente con impía crueldad. Pero los ejércitos de ambas Naciones no habían empeñado ninguna lucha verdaderamente marcial y grandiosa.   —260→   El nuestro se desbandaba como un rebaño sin pastores y el francés iba ocupando las ciudades desguarnecidas y dominando todo el país sin trabajo y sin heroísmo, sin sangre y sin gloria. Sus victorias eran ramplonas y honradas, su proceder dentro de los pueblos, noble y templado. Era aquel ejército como su jefe, leal y sin genio, un ejército apreciable, compuesto de cien mil buenos sujetos que no conocían el saqueo, pero tampoco la gloria. ¡Detestable suerte la de España!... ¡Haber hecho temblar al coloso y sucumbir ante un hijo del conde de Artois, ante un pobre emigrado de Gante!

¡A Cádiz, a Cádiz! Estas palabras compendiaban todo mi pensamiento en aquellos días. Empecé a disponer mi viaje con gran prisa, y a principios de Agosto nada tenía que hacer ya en Sevilla.

Mi belleza recobraba al fin su esplendor. Y no era esto poco triunfo, porque la verdad es que me había quedado como un espectro. ¡Con cuánto alborozo veía yo despuntar de día en día la animación, la gracia, la frescura, la viveza, todos los encantos de mi fisonomía, que iban mostrándose, como flores que se abren al cariñoso amor del sol! Yo no cesaba de mirarme al espejo para   —261→   observar los progresos de mi restauración, y casi casi estoy por decir que me encontraba más guapa que antes de mi enfermedad. Perdóneseme este orgullo vano; pero si Dios me hizo así, si me dio hermosura y gracias, ¿por qué no lo he de decir para que lo sepan los que no tuvieron la dicha de conocerme?

El conde de Montguyon se me presentó en el momento de partir para Cádiz. ¡Oh, feliz encuentro! Mi D. Quijote, que había sido ascendido a jefe de brigada, me acompañó en casi todo el camino de Sevilla a la costa, mostrándose en extremo orgulloso por creer próximo el momento de mi definitiva conquista, y yo cuidaba no poco de confirmarle en esta creencia, porque quería tenerle muy dispuesto a servirme en negocios difíciles. Hablamos también de política y de la Ordenanza de Andújar, en que Su Alteza recomendaba la mayor templanza a los absolutistas, habiéndoles disgustado por esto. Pero el tema más agradable a mi caballero era el amor.

Según se expresaba, su bello ideal estaba a punto de realizarse. El país ardiente, el territorio pintoresco, la dama hermosa; nada faltaba para que la leyenda fuese completa. Pero yo, esmerándome en fomentar sus esperanzas, era sumamente avara de concesiones. Mi ordenanza   —262→   de Andújar prescribía también la moderación.

Ya me había yo instalado en el Puerto cuando, apremiada por el Conde, le revelé la causa de mis ardientes deseos de penetrar en Cádiz.

-Un hombre -le dije-, que antes poseía mi confianza, administrando los bienes de mi casa; un mayordomo que supo servirme algún tiempo con lealtad para engañarme después con más seguridad, huyó de Madrid, robándome gran cantidad de dinero, muchas alhajas de valor y documentos preciosos. Ese hombre está en Cádiz...

-Pero en Cádiz hay tribunales de justicia, hay autoridades...

-En Cádiz no hay más que un Gobierno expirante que para prolongar su vida entre agonías, se rodea de todos los pillos.

-Sin embargo, señora, un ladrón de semejante estofa no puede ser patrocinado por nadie. Horribles cosas se ven en las guerras civiles; pero nosotros, nosotros los franceses entraremos en Cádiz.

-Esa es mi esperanza.

-¿No tiene usted valimiento con los Ministros liberales?

-Ninguno. Mi nombre sólo les sonará a proclama realista.

  —263→  

-Entonces...

-Cuento con la protección de los jefes del ejército francés.

-Y con los servicios de un leal amigo... El objeto principal es detener al ladrón.

-¡Detenerle y amarrarle y arrastrarle! -exclamé con furor-. Mas deseo hacer mi justicia a espaldas de los tribunales, porque aborrezco la curia y los pleitos, aun cuando los gane.

-¡Oh!, eso es muy español. Se trata, pues, de cazar a un hombre; ¿por ventura eso es fácil todavía?

-Fácil, no.

-Y para una dama...

-Pero yo no estoy sola. Tengo servidores leales que sólo esperan una orden mía para...

-Para matar...

-No tanto -dije riendo-. Esto le parecerá a usted leyenda, novela, romance o lo que quiera; pero no, mis propósitos no son tan trágicos como usted se figura.

-Lo supongo... pero siempre serán interesantes... ¿Ha dejado usted criados en Sevilla?

-Uno tengo a mis órdenes. Le he enviado por delante, y ya está en Cádiz.

-Vigilando...

  —264→  

-Acechando.

-Bien: le seguirá de noche, embozado hasta las cejas; espiará sus acciones, se informará de su método de vida. ¿Y ese criado es fiel?

-Como un perro... Examinemos bien mi situación, señor Conde. ¿Se puede entrar en Cádiz?

-Es muy difícil, señora, sobre todo para los que son sospechosos al Gobierno liberal.

-¿Y por mar?

-Ya sabe usted que en la bahía tenemos nuestra escuadra.

-¿Cuándo tomarán ustedes la plaza?

-Pronto. Esperamos a que venga Su Alteza para forzar el sitio.

-¿Y podrán escaparse los milicianos y el Gobierno?

-Es difícil saberlo. Ignoramos si habrá capitulación; no sabemos el grado de resistencia que presentarán los insurgentes.

-¡Oh! -exclamé sin saber lo que decía, obcecada por mis pasiones-. Ustedes los realistas no sirven para esto. Si Napoleón estuviera aquí, amigo mío, mañana, mañana mismo, sí señor, mañana, sería tomada por asalto esa ciudad rebelde y pasados a cuchillo los insensatos que la defienden.

  —265→  

-Me parece demasiado pronto -dijo Montguyon sonriendo-. En fin, comprendo la impaciencia de usted.

-Sí, quien ha sido robada, vilmente estafada, no puede aprobar estas dilaciones que dan fuerza al enemigo. Señor Conde, es preciso entrar en Cádiz.

-Si de mí dependiera, señora, esta tarde mandaba dar el asalto -repuso con entusiasmo-. Sorprendería a la guarnición, encarcelaría a los diputados y a las Cortes y pondría en libertad al Rey.

-Ya eso no me importa tanto -dije en tono de conquistador-. Yo entraría al asalto sorprendiendo a la guarnición. Dejaría a los diputados que hicieran lo que les acomodase, mandaría al Rey a paseo...

-Señora...

-Buscaría a mi hombre, revolvería todos los rincones, todos los escondrijos de Cádiz hasta encontrarle... y después que le hallara...

-Después...

-Después, señor Conde... ¡Oh!, mi sangre se abrasa...

-En los divinos ojos de usted, Jenara -me dijo-, brilla el fuego de la venganza. Parece usted una Medea.

  —266→  

-No me impulsan los celos -dije serenándome.

-Una Judith.

-Ni la idea política.

-Una...

-Parezca lo que parezca, señor Conde, ello es preciso entrar en Cádiz.

-Entraremos.

-¿No sirve usted ahora en el Estado Mayor del general Bourmont?

-En él estoy a las órdenes de la que es imán de mi vida -repuso poniendo los ojos en blanco.

-¿Bourmont será nombrado comandante general de Cádiz, luego que la plaza se rinda?

-Así se dice.

-¿Hará usted prender a mi mayordomo?...

-Le haré fusilar...

-¿Me lo entregará usted atado de pies y manos?

-Siempre que no huya antes, sí señora.

-¡Huir! Pues qué, ¿tendrá ese hombre la vileza de huir, de no esperar?...

-El criminal, amiga mía de mi corazón, pone su seguridad ante todo.

-¿No dice usted que hay una especie de escuadra?

-Una escuadra en toda regla.

  —267→  

-¿Pues de qué sirven esos barcos, señor mío -dije de muy mal talante-, si permiten que se escape... ese?

-Quizás no se escape.

-¿De qué sirve la escuadra? -añadí con la más viva inquietud-. ¿Quién es el almirante que la manda? Yo quiero ver a ese almirante, quiero hablar con él...

-Nada más fácil; pero dudo...

-Me ocurre que si hay capitulación, será más fácil atraparle...

-¿Al almirante?

-No; a... a ese.

-Sin duda. En tal caso se quedaría tranquilo en Cádiz, al menos por unos días.

-Bien, muy bien. Si hay capitulación, arreglo, perdón de vidas y libertad para todos... Señor Conde, aconsejaremos al Príncipe que capitule... ¡pero qué tonterías digo!

-Está patente en su espíritu de usted la obsesión de ese asunto.

-¡Oh!, sí; no puedo pensar en otra cosa. El caso es grave. Si no consigo apoderarme de ese hombre... no sé... creo que me costará la vida.

-Yo también le aborrezco... ¡Hombre maldito!... Pero le cogeremos, señora. Me pongo al servicio de este gran propósito con la sumisión   —268→   de un esclavo. ¿Acepta usted mi cooperación?

Al decir esto me besaba la mano.

-La acepto, sí, hombre generoso y leal, la acepto con gratitud y profundo cariño.

Al decir esto, yo ponía en mi semblante una sensibilidad capaz de conmover a las piedras, y en mis pestañas temblaba una lágrima.

-Y entonces -añadió Montguyon con voz turbada-, cuando nuestro triunfo sea seguro, ¿podré esperar que el hueco que se me destina en ese corazón no sea tan pequeño?

-¿Pequeño?

-Si es evidente, por confesión de él mismo, que ya tengo una parte en sus sublimes afectos, ¿no puedo esperar...?

-¿Una parte? ¡Oh, no!; todo, todo.

El inflamado galán abrió sus brazos para estrecharme en ellos; pero evadí prontamente aquella prueba de su insensato ardor, y poniéndome primero seria y después amable, con una especie de enojo gracioso y virtud tolerante, le dije que ni Zamora ni yo podíamos ser ganadas en una hora. Al decir esto violentos cañonazos me hicieron estremecer y corrí al balcón.

-Son los primeros tiros de las baterías que se han armado para atacar el Trocadero -me dijo el Conde.

  —269→  

-¿Y esas bombas van a Cádiz? -pregunté poniendo inmenso interés en aquel asunto.

-Van al Trocadero.

-¿Y qué es eso?

-Un fuerte que está en medio de las marismas.

-¿Y allí están...?

-Los liberales.

-¿Muchos?

-Mil y quinientos hombres.

-¿Paisanos?

-Hay muchos paisanos y milicianos.

-¡Oh!, morirá mucha gente.

-Eso es lo que deseamos. Parece que siente usted gran pena por ello.

-La verdad -repuse, ocultando los sentimientos que bruscamente me asaltaban-, no me gusta que muera gente.

-A excepción de su enemigo.

-Ese... ¿pero estará en el Trocadero?

-¡Quién sabe!... Está usted aterrada, Jenara.

-¡Oh!, yo quiero ir al Trocadero.

-Señora...

-Quiero ir al Trocadero.

-Eso mismo deseamos nosotros -me dijo riendo-, y para conseguirlo, enviaremos por delante algunos centenares de bombas.

  —270→  

-¿Dónde está el Trocadero? -pregunté corriendo otra vez a la ventana.

-Allí -dijo Montguyon asomándose y alargando el brazo.

Hízome explicaciones y descripciones muy prolijas de la bahía y de los fuertes; pero bien comprendí que antes que mostrar sus conocimientos, deseaba estar tan cerca de mí como estaba, aproximando bastante su cabeza a la mía, y embriagándose con el calor de mi rostro y con el roce de mis cabellos.




ArribaAbajo- XXXIII -

¡Qué aparato desplegaron contra aquellas fortalezas que se alzan entre charcos salubres y que llevan por nombre el Trocadero! Desde que llegó Su Alteza a mediados de Agosto, no hacían más que disparar bombas y balas contra los fuertes, esperando abrir brecha en sus gloriosos muros. ¡Figúrese el buen lector mi aburrimiento! Considere con cuánta tristeza y tedio vería yo pasar día tras día sin más distracción que oír los disparos y ver por las noches las majestuosas curvas de los proyectiles. Me consumía   —271→   en mi casa del Puerto sin tener noticias del interior de Cádiz, ni esperanzas de poder penetrar en la plaza. Ni parecía aquello guerra formal y heroica como creía yo que debían ser las guerras y como las que vi en mi niñez y en tiempo del Imperio. Casi todo el ejército sitiador estaba con los brazos cruzados: los oficiales paseaban fumando; los soldados hacían menos pesado el tiempo con bailoteo y cantos.

No debo pasar en silencio que el duque del Infantado que llegó de Madrid en aquellos días, me llevó a visitar a Su Alteza, nuestro salvador y el ángel tutelar de la moribunda España por aquellos días. Luis Antonio era un rubio desabrido, cuyo semblante respiraba honradez y buena fe; pero la aureola del genio no circundaba su frente. Fuera de aquel sitio, lejos de aquella deslumbradora posición y con otro nombre, el hijo del conde de Artois habría sido un joven de buen ver; mas no en tal manera que por su aspecto descollase entre la muchedumbre. Para hallar en él lo que realmente le distinguía era preciso que un trato frecuente hiciese resaltar las perfecciones morales de su alma privilegiada, su lealtad sin tacha y aquel levantado espíritu caballeresco sin quijotismo que le hacía tan estimable en la Corte de Francia. Era valiente, humanitario,   —272→   cortés, afable, puntual y riguroso en el cumplimiento del deber. Si estas cualidades no eran suficientes a formar un gran guerrero, ¿qué importaba? La pericia militar diéronsela sus prácticos generales y nuestros desaciertos, que fueron el principal estro marcial de la segunda invasión.

Angulema me recibió con la más fina delicadeza y urbanidad; pero de todas sus cortesanías la que más me agradó fue la de disponer el asalto del Trocadero. -¡Al fin, al fin -exclamaba yo-, será nuestro el horrible fuerte que nos abrirá las puertas de Cádiz!

El 19 abrieron brecha; pero hasta la noche del 30 no se dio el asalto, habiéndose guardado secreto sobre esto en los días anteriores, aunque yo lo supe por el conde de Montguyon, que no me ocultaba nada referente a las operaciones. ¡Noche terrible la del 30 al 31 de Agosto!, noche que me pareció día por lo clara y hermosa así como por el estrépito guerrero que en ella resonara y las acciones heroicas dignas de ser alumbradas por el sol!... Apretado fue el lance del asalto, según oí contar, y Su Alteza y el príncipe de Carignan, se portaron bravamente combatiendo como soldados en los sitios más peligrosos. No fue ciertamente el hecho del Trocadero una de aquellas páginas de epopeya   —273→   que ilustraron el Imperio; fue más bien lo que los dramaturgos franceses llaman Succés d'estime, un éxito que no tiene envidiosos. Pero a la Restauración le convenía cacarearlo mucho, ciñendo a la inofensiva frente del Duque los laureles napoleónicos; y se tocó la trompa sobre este tema hasta reventar, resultando del entusiasmo oficial que no hubo en Francia calle ni plaza que no llevase el nombre del Trocadero, y hasta el famoso arco de la Estrella, en cuyas piedras se habían grabado los nombres de Austerlitz y Wagram, fue durante algún tiempo Arco del Trocadero.

Yo me había trasladado a Puerto Real para estar más cerca. En la mañana del 31, cuando vi pasar a los prisioneros hechos en los fuertes, me sentí morir de zozobra. Entre aquellas caras atezadas, a cada instante creía ver la suya. Estuvieron pasando mucho tiempo, porque eran más de mil entre militares y paisanos. Creo que les miré uno por uno; y al fin, cuando ya quedaban pocos, redoblé mi atención. ¡Oh misericordioso Dios, qué estupendas cosas permites! En la última fila, casi solo, más abatido, más quemado del sol, más demacrado, con los vestidos más rotos que los demás, pasó él, ¡él mismo...!, no podía dudarlo, porque le estaba viendo, viendo, sí, con mis propios   —274→   ojos arrasados de lágrimas. Llevaba la mano izquierda en cabestrillo hecho con un andrajo, y su paso era inseguro y como dolorido, sin duda por tener lleno de contusiones el cuerpo.

Al verle extendí los brazos y grité con toda la fuerza de mi voz. Mi enamorada exclamación hizo volver la cabeza a todos los que iban delante y a los curiosos que le rodeaban. Él, alzando los amortiguados ojos, me miró con expresión tan triste que sentí partido mi corazón y estuve a punto de desmayarme. Creo que pronunció algunas palabras; pero no oí sino un adiós tan lúgubre como campanada funeral, y movió la mano en ademán de cariñoso saludo, y pasó, desapareciendo con los demás en una vuelta del camino.

Mi primera intención fue correr tras él; pero en la casa me detuvieron. Cuando serenamente me hice cargo de la situación, formé mil proyectos; pero todos los desechaba al punto por descabellados. Pensándolo bien, comprendí que no era tan difícil conseguir su libertad. Me congratulaba de que, al cabo de tantas fatigas, el destino me le presentara prisionero para poder decir con más valor que nunca: -Ahora sí que no se me puede escapar.



  —275→  

ArribaAbajo- XXXIV -

Envié recados al conde de Montguyon; pero no se le podía encontrar por ninguna parte. Unos decían que estaba en el Trocadero, otros que en el Puerto, otros que había ido a las fragatas con una comisión. Por último, averigüé con certeza su paradero y le escribí una carta muy cariñosa. Mas pasó un día, pasaron dos y yo me moría de impaciencia, sin poder ver al prisionero ni aun saber dónde le habían llevado. El Conde, robando, al fin, un rato a sus quehaceres, vino a verme el día 4. Yo estaba otra vez medio loca y no tenía humor para hacer papeles, sino que espontáneamente dejaba que se desbordasen los sentimientos de mi corazón.

-¡Oh! Cuánto me alegro de ver a usted -le dije-. Si usted no viene pronto, señor Conde, me hubiera muerto de pena.

Con estas palabras, que creía dictadas por un vivo interés hacia él, se puso el noble francés un poco chispo, que así denomino yo al embobamiento de los hombres enamorados. Se deshizo en galanterías, a las cuales daba cierto   —276→   tono de intimidad cargante, y después me dijo:

-Pronto, muy pronto, libertaremos a Su Majestad el Rey de España, y entraremos en Cádiz. El sol de ese día, señora, ¡cuán alegremente brillará sobre toda España, y especialmente sobre nuestros corazones!

-Mi estimado amigo -indiqué riendo-, no diga usted tonterías.

Él se quedó cortado.

-Basta de tonterías -añadí-, y óigame usted lo que voy a decirle. Ya he encontrado al hombre que buscaba...

-¿Dónde?... ¿cómo?... ¿ese malvado?

-No es malvado.

-¿Cómo no? Me dijo usted que le había robado sus alhajas.

-¡No es ese... por Dios! ¿Cuándo entenderá usted las cosas al derecho?

-Siempre que no se me expliquen al revés.

-He encontrado a ese hombre... Pero entendámonos. ¿No dije a usted que había venido delante de mí un fiel criado de mi casa, el cual entró en Cádiz?...

-¡Ah!, sí... entró para observar los pasos del ladrón.

-Pues ese fiel criado tiene el defecto de ser algo patriota... ¡debilidades humanas!, y   —277→   como es algo patriota se puso a pelear en el Trocadero por una causa que no le importaba.

-Ya comprendo, y ha caído prisionero. ¿Le ha visto usted?

-Le vi cuando los prisioneros pasaron por aquí, pero no le he visto más; y ahora, señor Conde, quiero que usted me le ponga en libertad.

-Señora, si Cádiz se rinde pronto, como creo, y todo se arregla, espero conseguir lo que usted me pide.

-¡Qué gracia! Para eso no necesito yo de la amistad de un jefe de brigada -dije con enfado-. Ha de ser antes, mañana mismo.

-¡Oh! Señora, usted somete mi amor a pruebas demasiado fuertes.

-¿Quiere usted que dejemos a un lado el amor -le dije poniéndome muy seria-, y que hablemos como amigos?

Montguyon palideció.

-¿Esa persona -me dijo-, interesa a usted tanto que no puede esperar a que concluya la guerra, dando yo mi palabra de que el prisionero será bien atendido?

-No basta que sea atendido -afirmé con resolución-. No basta nada; quiero su libertad; quiero atenderle yo misma, cuidarle, curar   —278→   sus heridas, tenerle a mi lado, llevarle a sitio seguro...

Me expresé, al decir esto, con vehemencia suma, porque me era ya muy difícil contener mi corazón que iba al galope en busca de las anheladas soluciones. El Conde me oía con cierto terror.

-¿Tanto interesa a usted -repitió-, tanto interesa a usted... un criado?

-No es criado.

-¿Tal vez un anciano servidor de la casa?

-No es anciano.

-¿Un joven?... ¿Supongo que no será el ladrón?

-¿Qué ladrón?

-El ladrón de quien usted me habló...

-¡Ah! No me acordaba... Ya no me ocupo de eso.

-¿Abandona usted la empresa de detener y castigar a ese miserable?

-La abandono.

-¡Qué inconstancia!

-Yo soy así.

-Pero ese, ese otro... ¿interesa a usted tanto?...

-Muchísimo.

-¿Es pariente de usted?

-No. Es compañero de la infancia.

  —279→  

-¿Es militar?

-Paisano, señor Conde -dije con el tono de severa autoridad que sé emplear cuando me conviene-. Si se empeña usted en ser catecismo, buscaré otra persona más galante y más generosa que sepa prestar un servicio, economizando las preguntas.

-Creo tener algún derecho a ello -repuso con gravedad.

-No tiene usted ninguno -afirmé con desenfado-, porque este derecho yo sola podría darlo, y yo lo niego.

-Entonces, señora -objetó, encubriendo su ira bajo formas urbanas-, he padecido una equivocación.

-Si cree usted que le amo, sí. La equivocación no puede ser más completa.

Montguyon se levantó. Sus ojos, en los cuales se leía el furor mezclado con la dignidad, me dirigieron una mirada, que debía ser la última. Yo corrí a él y tomándole la mano, le rogué que se sentase a mi lado.

-Usted es un caballero -le dije-. Ningún otro ha merecido más que usted mi estimación, lo juro. Dios sabe que al decir esto hablo con el corazón.

-Dios lo sabrá -repuso Montguyon muy afligido-; mas para mí, y de aquí en adelante,   —280→   las palabras de usted están escritas en el agua.

-Considere usted las que le diga hoy como si estuvieran grabadas en bronce. La que confiesa hechos que no le favorecen, ¿no tiene derecho a ser creída?

-A veces sí. Confiéseme usted que su conducta conmigo no ha sido leal.

-Lo confieso -repliqué bajando los ojos y realmente avergonzada.

-Confiese usted que yo no merecía servir de juguete a una mujer voluntariosa.

-También es cierto y lo confieso.

-Declare usted que ama a otro.

-¡Oh!, sí, lo declaro con todo mi corazón, y si cien bocas tuviera con todas lo diría.

El leal caballero se quedó atónito y espantado. Estaba, como ellos dicen, foudroyé. Durante breve rato no me dijo nada, pero yo comprendí su martirio y le tenía lástima. ¡Oh, qué mala he sido siempre!

-Ese hombre... -murmuró Montguyon-, ese hombre...

-Ahora, reconociéndome culpable, reconociéndome inferior a usted -dije-, le autorizo para que me abrume a preguntas, si gusta, y aun para que me eche en cara mi ligereza.

-Ese hombre... -prosiguió el francés-.   —281→   Perdone usted; pero nada es más curioso que la desgracia. El amor desairado quiere tener miles de ojos para sondear las causas de su desdicha. Ese hombre... ¿quién es?

-Un hombre.

-¿De familia ilustre?

-No señor, de origen muy humilde.

-¿Le ama usted hace tiempo?

-Hace mucho tiempo.

-Él... ¿la ama a usted?

-No estoy muy segura de ello.

-¡Oh! ¡Qué iniquidad! -exclamó con furor el Conde-. Es un miserable.

-Un ingrato, y es bastante.

-¿Y a pesar de su ingratitud le ama usted?

-Tengo esa debilidad, que no puedo dominar.

-Aborrézcale usted.

-Si fuera fácil... Difícil cosa es esa.

-¡Es verdad, difícil cosa! -exclamó Montguyon con tristeza-. ¿Y ese hombre?...

-¿Pero hay más preguntas todavía?

-No, ya no más. Me basta lo que sé, y me retiro.

-Se conduce usted como un cualquiera -le dije con verdadero afecto-. Me abandona usted, precisamente cuando mi sinceridad merece   —282→   alguna recompensa. ¿Será posible que cuando yo empiezo a tener franqueza, deje usted de tener generosidad?

-¡Oh! Señora, toca usted una fibra de mi corazón que siempre responde, aun cuando la hieran con puñal.

-Sí, sí, amigo mío. Usted es generoso y noble en gran manera. Para que la diferencia entre los dos sea siempre grande, para que usted sea siempre un caballero y yo una miserable, págueme usted como pagan en todas ocasiones las almas elevadas. Pues yo me he portado mal, pórtese usted bien conmigo. Haga cada cual su papel. Cumpla usted el precepto que manda volver bien por mal. Así crecerá más a mis ojos; así me abatiré yo más a los suyos; así su generosidad será mayor y mi culpa más grande también, y usted tendrá en su vida una página más gloriosa que la victoria que acaba de alcanzar frente al enemigo.

-Comprendo lo que usted me dice -murmuró el francés, descansando por breve rato su frente en la palma de la mano-. Yo seré siempre digno de mi nombre.

-¡Caballero leal antes, ahora y siempre! -exclamé yo.

-Bien, señora -dijo levantándose y alargándome la mano que estreché cordialmente-.   —283→   Lo que usted desea de mí es bastante claro.

-Sí.

-Y yo -añadió con manifiesta emoción- empeño mi palabra de honor...

-¡Oh!, lo esperaba, lo esperaba.

-Doy mi palabra de honor de hacer cuanto esté en mi mano para devolver a usted la felicidad, entregándole a su amante.

-Gracias, gracias -exclamé derramando lágrimas de admiración y agradecimiento.

El Conde, saludándome ceremoniosamente, se retiró. De buena gana le habría dado un abrazo.




ArribaAbajo- XXXV -

¡Qué días pasaron! Yo contaba las horas, los minutos, como si de la duración de ellos dependiese mi vida. Entre españoles y franceses era opinión corriente que la guerra acabaría pronto, que Cádiz expiraba, que las Cortes se morían por momentos. Sin embargo, aún resistía el Gobierno liberal y sus secuaces, como la bestia herida que no quiere soltar su presa mientras tenga un hálito de existencia. Esta   —284→   constancia no carecía de mérito, y lo tendría mayor si se empleara en causa menos perdida. ¡Qué sacrificio tan inútil! No tenían hombres, porque los alistamientos no producían efecto. No tenían dinero, porque el empréstito que levantaron en Londres produjo... una libra esterlina. Yo creo que si mi espíritu hubiera estado en disposición de admirar algo, habría admirado la perseverancia de aquel Gobierno que no pudo encontrar en toda Europa quien le prestase más de cinco duros.

Mi deseo era que se rindiese todo el mundo, que el Rey y la Nación arreglasen pronto sus diferencias, aunque las arreglaran devorándose mutuamente. Yo quería tener el campo libre para el desenlace de mi campaña amorosa, que veía ya seguro y feliz.

Casi todo Setiembre lo pasaron Angulema y las Cortes en dimes y diretes. Mil recados atravesaban la bahía en un bote; callaban los cañones para que hablaran los parlamentarios. Tales comedias me ponían furiosa, porque no se decidía la suerte de los infelices prisioneros del Trocadero, que habían sido repartidos entre los Dominicos del Puerto y la Cartuja de Jerez.

Montguyon me visitó el 12, para informarme de que había visto al prisionero, cuyo nombre   —285→   y señas le había dado yo oportunamente.

-Está sumamente abatido y melancólico -me dijo-. Se ha negado a recibir los auxilios pecuniarios que le ofrecí de parte de usted; pero se ha mostrado muy agradecido. Al oír que Jenara tenía gran empeño en conseguir su libertad, pareció muy turbado y conmovido, pronunciando palabras sueltas cuyo sentido no pude comprender.

-¿Y no desea verme?

-Parece que lo desea ardientemente.

-¡Oh! ¡Estas dilaciones son horribles! ¿Y qué más dijo?

-Cosas tristes y peregrinas. Afirma que desea la libertad para conseguir por ella el destierro.

-¡El destierro!

-Dice que aborrece a su país y que la idea de emigración le consuela.

-Le conozco, sí... Esa idea es suya.

Otras cosas me dijo el Conde; pero se referían al trato que se daba a los prisioneros y a las excepciones ventajosas que él estableciera en beneficio de mi amado. ¡Cuánto le agradecí sus delicadezas! Mientras viva tendré buenos recuerdos de hombre tan caballeroso y humanitario.

Interrumpidos los tratos por la terquedad   —286→   de las Cortes, tomó de nuevo la palabra el cañón, y el día 20 fue ganado por los franceses con otro brioso asalto, el castillo de Santi-Petri. Después de este hecho de armas, Angulema habló fuerte a los tenaces liberales, pegados como lapas a la roca constitucional, y les amenazó con pasar a cuchillo a toda la guarnición de Cádiz, si Fernando VII no era puesto inmediatamente en libertad. El 26 se sublevó contra la Constitución el batallón de San Marcial, que guarnecía la batería de Urrutia en la costa; y la armada francesa, secundando el fuego de las baterías del Trocadero, arrojaba bombas sobre Cádiz. No era posible mayor resistencia. Era una tenacidad que empezaba a confundirse con el heroísmo, y la Constitución moría como había nacido, entre espantosa lluvia de balas, saludada en su triste ocaso, como en su dramático oriente, por las salvas del ejército francés.

Por fin llegaba el anhelado día.

-Habrá perdón general -decía yo para mí-. Todos los prisioneros serán puestos en libertad. Huiremos. ¡Cuán grato es el destierro! Comeremos los dos el dulce pan de la emigración, lejos de indiscretas miradas, libres y felices fuera de esta loca patria perturbada donde ni aun los corazones pueden latir en paz.

  —287→  

Montguyon me trajo el 29 muy malas noticias.

-El Duque ha resuelto poner en libertad a todos los prisioneros de guerra. Pero...

-¿Pero qué?

-Ha dispuesto que sean entregados a las autoridades españolas los individuos que en Cádiz desempeñaban comisiones políticas.

-¿Él está comprendido?

-Sí señora. Desgraciadamente se tienen de él las peores noticias. Había recorrido los pueblos alistando gente por orden de Calatrava; había venido desde Cataluña con órdenes de Mina para realizar asesinatos de franceses. Había organizado las partidas de gente soez que en el tránsito de Sevilla a Cádiz insultaron a Su Majestad.

-¡Oh, eso es falso, falso, mil veces falso! -exclamé sin poder contener mi indignación.

Y en efecto, tales suposiciones eran infames calumnias.

-Ha llegado al Puerto de Santa María -añadió Montguyon- el Sr. D. Víctor Sáez, secretario de Estado, ¿por qué no le ve usted?

-No quiero nada con hombres de ese jaez -repuse con enojo-. Usted me ha dado su palabra de honor, usted ha empeñado su nombre de caballero, y con usted solo debo contar. ¡Oh!,   —288→   señor Conde, si mi prisionero es entregado a la brutalidad de las autoridades españolas, sedientas hoy de sangre y de venganza, sospecharé que usted me hace traición.

Palideció el caballero francés. Dirigiéndome una mirada desdeñosa, me dijo al despedirse:

-Todavía, señora, no sabe usted quién soy yo.

A pesar de mis propósitos determiné visitar a Sáez, porque bueno es tener amigos aunque sea en el infierno. Vencí mis recientes antipatías, y tomando un coche me encaminé al Puerto de Santa María. Era el 1.º de Octubre, día solemne en los fastos españoles.

Hallé al buen canónigo más soplado y presuntuoso que nunca, como todo aquel que se ve en alturas a donde nunca debió llegar; pero contra lo que yo esperaba, recibiome afablemente y no me dijo una sola palabra acerca de mi conversión al absolutismo. Parecía olvidado de estas pequeñeces, y ocuparse tan sólo, como Jiménez de Cisneros, en los negocios públicos de ambos mundos.

-Hoy es día placentero, señora, día feliz, entre todos los días felices de la tierra -me dijo-. Su Majestad D. Fernando, ese ilustre   —289→   mártir de los excesos revolucionarios es ya libre.

-¿Ya?

-Hoy nos le entregan. Al fin han comprendido esos locos que su resistencia les podría costar muy cara, pero muy cara. El Duque tiene malas moscas.

-Felicitémonos, Sr. D. Víctor -dije con afectado entusiasmo-, de esta solución lisonjera. España y el mundo están de enhorabuena. Mas para que se completara la dicha, convendría que tantas y tan graves heridas no se ensañasen con la venganza y la crueldad del partido vencedor, y que un generoso olvido de los errores pasados inaugurase la venturosa era que empieza hoy.

-Así será, señora -repuso sonriendo de un modo que me pareció algo hipócrita-. Su Majestad ha dado ayer en Cádiz un manifiesto en que ofrece perdonar a todo el mundo y no acordarse para nada de los que le han ofendido. ¡Cuánta magnanimidad! ¡Cuánta nobleza!

-¡Oh!, sí, conducta digna de un descendiente de cien Reyes, digna de quien da el perdón y del pueblo que la recibe. Si Fernando cumple lo que promete, será grande entre todos los Reyes de España.

-Lo cumplirá, señora, lo cumplirá.

  —290→  

Aunque no tenía gran confianza en las afirmaciones de Sáez, di crédito a estos propósitos por creerlos inspiración del duque de Angulema.

Invitome luego a presenciar el desembarco de Su Majestad, a lo que accedí muy gustosa. Nos trasladamos al muelle, y habiendo sido colocada por un oficial francés en sitio muy conveniente para ver todo, presencié aquel acto que debía ser uno de los más notables recodos, uno de los más bruscos ángulos de la historia de España en el tortuoso siglo presente.

¡Espectáculo conmovedor! La regia falúa, cuyo timón gobernaba el almirante Valdés, uno de los más gloriosos marinos de Trafalgar, se acercaba al muelle. En ella venía toda la familia real, la Monarquía histórica secuestrada por el liberalismo. La conciliación ideada por cabezas insensatas era imposible, y aquellos regios rehenes que la Nación había tomado eran devueltos al absolutismo, contra el cual no podían prevalecer aún los infiernos de la demagogia. En una lancha volvían del purgatorio constitucional las ánimas angustiadas del Rey y los Príncipes.

Mientras el victorioso despotismo recobraba sus personas sagradas, allá lejos sobre la gloriosa peña inundada de luz y ceñida por coronas   —291→   de blancas olas, los pobres pensadores desesperados, los utopistas sin ilusiones, los desengañados patricios lloraban sus errores, y buscando hospitalidad en naves extranjeras, se disponían a huir para siempre de la patria a quien no habían podido convencer.

Así acaban los esfuerzos superiores a la energía humana, las luchas imposibles con monstruos potentes de terribles brazos, y que hunden en el suelo sus patas para estar más seguros, como hunde sus raíces el árbol. Tal era la contienda con el absolutismo. Querían vencerle cortándole las ramas, y él retoñaba con más fuerza. Querían ahogarle, y regándole daban jugo a sus raíces. ¡A vosotros, oh venideros días del siglo, tocaba atacarlo en lo hondo, arrancándolo de cuajo!... Pero advierto que estoy hablando la jerga liberal. ¡Qué horror! Verdad es que escribo veinte años después de aquellos sucesos; que ya soy vieja, y que a los viejos como a los sabios se les permite mudar de parecer.

Fernando puso el pie en tierra. Dicen que al verse en suelo firme dirigió a Valdés una mirada terrible, una mirada que era un programa político, el programa de la venganza. Yo no lo vi; pero debió de ser cierto, porque me lo dijo quien estaba muy cerca. Lo que sí   —292→   puedo asegurar es que Angulema hincando en tierra la rodilla besó la mano al Rey, que luego se abrazaron todos, que D. Víctor Sáez lloraba como un simple, y que los vivas y las exclamaciones de entusiasmo me volvieron loca. Los franceses gritaban, los españoles gritaban también, celebrando la feliz resurrección de la Monarquía tradicional y la miserable muerte del impío constitucionalismo. El glorioso imperio de las caenas había empezado. Ya se podía decir con toda el alma: -¡Viva el Rey absoluto! ¡Muera la Nación!




Arriba- XXXVI -

Faltaba la solución mía. Mi corazón estaba como el reo cuya sentencia no se ha escrito todavía. El 1.º de Octubre por la tarde y el día 2 hice diligencias sin fruto, no siéndome posible ver a Sáez ni a Montguyon, a quien envié frecuentes y apremiantes recados. Ninguna noticia pude adquirir tampoco de los prisioneros. Creo que me hubiera repetido el ataque cerebral que padecí en Sevilla, si en el momento de mi mayor desesperación no apareciese   —293→   mi generoso galán francés a devolverme la vida. Estaba pálido y parecía muy agitado.

-Vengo de Cádiz -me dijo-. Dispénseme usted si no he podido servirla más pronto.

-¿Y qué hay? -pregunté con la vida toda en suspenso.

-Deme usted su mano -dijo Montguyon ceremoniosamente.

Se la di y la besó con amor.

-Ahora, señora, todo ha acabado entre nosotros. Mi deber está cumplido, y mi deber es perdonar, pagando las ofensas con beneficios.

Yo me sentía muy conmovida y no pude decirle nada.

-Ni un momento he dudado de su nobleza e hidalguía -indiqué con acento de pura verdad-. A veces tropezamos en la vida con el bien y pasamos sin verlo. Señor Conde, mi gratitud será eterna.

-No quiero gratitud -díjome con mucha tristeza-. Es un sentimiento que no me gusta recibido, sino dado. Deseo tan sólo un recuerdo bueno y constante.

-¡Y una amistad entrañable, una estimación profunda! -exclamé derramando lágrimas.

  —294→  

-Todo está hecho.

-¿Conforme a mi deseo...? ¡Bendito sea el momento en que nos conocimos!

-Señora, su prisionero de usted está sano y salvo a bordo de la corbeta Tisbe que parte esta tarde para Gibraltar.

-¿Y cómo?...

-Por sus antecedentes debía ser condenado a muerte. Otros menos criminales subirán al cadalso, si no se escapan a tiempo. Yo le saqué anoche furtivamente de los Dominicos y le embarqué esta mañana. Ya no corre peligro alguno. Está bajo la salvaguardia del noble pabellón inglés.

-¡Oh, gracias, gracias!

-Además del servicio que a usted presto, creo cumplir un deber de conciencia arrancando una víctima a los feroces Ministros del Rey de España.

-¿Pues qué -pregunté con asombro-, ¿Su Majestad no ha ofrecido en su Manifiesto de Cádiz perdonar a todo el mundo?

-¡Palabras de Rey prisionero! Las palabras del déspota libre son las que rigen ahora. Su Majestad ha promulgado otro decreto que es la negra bandera de las proscripciones, un programa de sangre y exterminio. Innumerables personas han sido condenadas a muerte.

  —295→  

-Esto es una infamia... pero en fin, ¿él está en salvo...?

-En salvo.

-Y sabe que me lo debe a mí... sabe que yo... ¡Oh!, señor Conde, no extrañe usted mi egoísmo. Estoy loca de alegría, y puedo repetir con toda mi alma: «ahora sí que no se me puede escapar».

-Sabe que a usted lo debe todo, y espera abrazarla pronto.

-¿Cómo?

-Muy fácilmente. Comprendiendo que usted desea ir en su compañía, he pedido otro pasaporte para D.ª Jenara de Baraona.

-De modo que yo...

-Puede embarcarse usted esta tarde antes de las cuatro a bordo de la Tisbe.

-¿Es verdad lo que oigo?

-Aquí está la orden firmada por el almirante inglés. Me la ha dado juntamente con las que ponen en salvo a los ex-regentes Císcar y Valdés, impíamente condenados a muerte por el Rey.

-¡Oh... soy feliz, y todo lo debo a usted!... ¡Qué admirable conducta!

Sin poder contenerme, caí de rodillas, y con mis lágrimas bañé las generosas manos de aquel hombre.

  —296→  

-Así castigo yo -me dijo levantándome-. Prepárese usted. A las tres y media vengo a buscarla para conducirla a bordo del bote francés que me han facilitado dos guardias marinos, parientes míos.

El Conde se retiró recomendándome otra vez que estuviera pronta a las tres y media. Era la una.

Ocupeme con febril presteza de preparar mi viaje. Estaba resuelta a abandonar todo lo que no nos fuera fácil llevar. Mariana y yo trabajamos como locas, sin darnos un segundo de reposo.

La felicidad se desbordaba en mi alma. Me reía sola... Pero ¡ay!, una idea triste conturbó de súbito mi mente. Acordeme de la pobre huérfana viajera, y esto produjo en mi espíritu una detención dolorosa en su raudo y atrevido vuelo... Pero al mismo tiempo sentía que los rencores huían de mi corazón siendo reemplazados por sentimientos dulces y expansivos, los únicos dignos de la privilegiada alma de la mujer.

-Perdono a todo el mundo -dije para mí-. Reconozco que hice mal en engañar a aquella pobre muchacha... Todavía le estará buscando... Pero yo también le he buscado, yo también he padecido horriblemente... ¡Oh! ¡Dios   —297→   mío! Al fin me das respiro, al fin me das la felicidad que tanto he buscado y que no pude obtener a causa sin duda de mis atroces faltas... La felicidad hace buenos a los malos, y yo seré buena, seré siempre buena... Esta tarde, cuando le vea, le pediré perdón por lo que hice con su hermana... ¡Oh!, ahora me acuerdo de la marquesa de Falfán y torno a ponerme furiosa... No, eso sí que no puede perdonarse, ¡no!... Tendrá que darme cuenta de su vil conducta... Pero al fin le perdonaré. ¡Es tan dulce perdonar!... Bendito sea Dios que nos hace felices para que seamos buenos.

Esto y otras cosas seguía pensando, sin cesar de trabajar en el arreglo de mi equipaje. Miraba a todas horas el reloj que era también de cucú, como el de aquella horrible noche de Sevilla; pero el pájaro de Puerto Real me era simpático y sus saluditos y su canto regocijaban mi espíritu.

Dieron las tres. Una mano brutal golpeó mi puerta. No había dado yo la orden de pasar adelante cuando se presentaron cuatro hombres, dos paisanos y dos militares. Uno de los paisanos llevaba bastón de policía. Avanzó hacia mí. ¡Visión horrible!... Yo había visto al tal en alguna parte. ¿Dónde? En Benabarre.

  —298→  

Aquel hombre me dijo groseramente:

-Señora D.ª Jenara de Baraona, dese usted presa.

En el primer instante no contesté, porque la estupefacción me lo impedía. Después, rugiendo más bien que hablando, exclamé:

-¡Yo presa, yo!... ¿Quién lo manda?

-De orden del excelentísimo Sr. D. Víctor Sáez, Ministro universal de Su Majestad.

-¡Vil! ¡Tan vil tú como Sáez! -grité.

Yo no era mujer, era una leona.

Al ver que se me acercaron dos soldados y asieron mis brazos con sus manos de hierro, corrí por la estancia. No buscaba mi salvación en cobarde fuga; buscaba un cuchillo, un hacha, un arma cualquiera... Comprendía el asesinato. Mi furor no tenía comparación con ningún furor de hombre. Era furor de mujer. No encontré ninguna arma. ¡Dios vengador! Si la encontrara, aunque fuera un tenedor, creo que habría matado a los cuatro. Un candelabro vino a mis manos; tomelo y al instante la cabeza de uno de ellos se rajó... ¡Sangre! ¡Yo quería sangre!

Pero me atenazaron con sus salvajes brazos... ¡Presa, presa!... Todos mis afanes, todos   —299→   mis sentimientos, todos mis deseos se condensaban en uno solo: tener delante a D. Víctor Sáez para lanzarme sobre él, y con mis dedos teñidos de sangre, sacarle los ojos.

No pudiendo hundir mis dedos en ajenos ojos, los volví contra los míos... clavelos en mi cabeza, intentando agujerearme el cráneo y sacarme los sesos. Mi aliento era fuego puro.

Lleváronme... ¿qué sé yo a dónde? Por el camino... ¡oh Satán mío!, ¡oh demonio injustamente arrojado del Paraíso!... sentí el disparo de la corbeta inglesa al darse a la vela.




 
 
FIN DE LOS CIEN MIL HIJOS DE SAN LUIS
 
 


MADRID

Febrero de 1877.