Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Los «Comentarios reales», historia «personal» del Inca Garcilaso, y las ideas del honor y la fama1

Giuseppe Bellini





El interés de la crítica hacia la obra maestra del Inca Garcilaso ha ido aumentado en los últimos años2. El valor literario y de documento humano de los Comentarios Reales justifica este interés. Las páginas de este ensayo entienden poner de relieve, una vez más, el valor de dicha obra y también destacar su importancia como documento de un drama íntimo que atormentó durante toda su vida al Inca, origen de una particular concepción ética del honor y la fama.

La primera parte de los Comentarios apareció, como sabemos, cuatro años después de publicada La Florida, en 16093. Aprendemos, sin embargo, en la dedicatoria de la traducción de los Diálogos de amor al rey Felipe II4, que ya desde aquel entonces Garcilaso pensaba, además que en La Florida5, en la historia de un mundo que le interesaba más directamente, puesto que expresa la intención «de pasar adelante a tratar sumariamente de la conquista de mi Tierra, alargándome más en las costumbres y ritos y ceremonias della, y en sus antiguallas» que, como hijo de aquellas gentes, hubiera podido «decir mejor que otro que no lo sea»6. Cuando la idea primitiva tomó consistencia lo que hubiera debido ser prolongación de la historia de la conquista fue el primer tomo de una obra más extensa, que acabó por incluir también la Historia General del Perú.

Fue sobre todo la primera parte de los Comentarios Reales que despertó, en tiempos no muy lejanos, las más ásperas polémicas. Manuel González de la Rosa, en su animosidad hacia el Inca, llegó hasta negarle la paternidad de la obra7, fundando sus razones en el hecho de que había utilizado ampliamente, en varios pasajes de su narración, la Historia del Perú del jesuita Blas Valera, historia inédita, gran parte de la cual se había perdido en 1596, cuando el saco de Cádiz de parte de los ingleses.

Otra polémica particularmente áspera se armó en torno a la historicidad de la obra. Se llegó a pensar que todo el libro fuera únicamente parto de la fantasía del Inca, y que se debiera al propósito de éste de ensalzarse a sí mismo celebrando al pueblo del cual orgullosamente se proclamaba hijo. Les parecía extraño a muchos que existiese entre aquellos pueblos una civilización tan desarrollada cual la describía Garcilaso, exenta de barbarie, mientras los muchos cronistas de Indias habían descrito tantas, aunque todos estaban de acuerdo en la celebración, reviviscencia de los mitos clásicos, de una remota edad de oro. Se censuraba, además, a Garcilaso porque idealizaba demasiado dicha sociedad, negaba la existencia de sacrificios humanos, celebraba un imperio de bondad y sabiduría que, según decía, había extendido sus dominios sobre tanta parte de América no con la fuerza sino con la única arma de la persuasión y el ejemplo. Más tarde se le reprochó el haber condenado de propósito al olvido las civilizaciones que precedieron la de los Incas, para poder celebrar mejor la extraordinaria grandeza de la civilización incásica.

De todas estas polémicas poco o nada ha quedado ya, frente al juicio con que la crítica moderna juzga los Comentarios Reales. Merece la pena recordar, sin embargo, que en una época de tanto disfavor José de la Riva Agüero fue el mayor defensor de Garcilaso y el más documentado. Su imparcialidad crítica y la seriedad con que documentó sus juicios sirvieron a la total rehabilitación de la figura del Inca, a quien no le restan valor las inevitables inexactitudes o las inclinaciones sentimentales que lo llevan a particulares enfoques en la historia de su pueblo.

José de la Riva Agüero destruyó, de tal manera, en varios estudios8, punto por punto las argumentaciones de González de la Rosa a propósito del Padre Valera, comprobó, a través del testimonio de varios autores contemporáneos al Inca, la verdad de tantas interpretaciones de hechos, costumbres y cosas, y al mismo tiempo denunció en lo histórico el punto más débil de la obra de Garcilaso. Aún sin proclamarlo «un dechado de crítica histórica, ni como el más reflexivo de los cronistas del Perú»9, sin negar su credulidad y parcialidad, de la Riva Agüero defendió la amenidad y gracia con que el Inca llegó a superar las relaciones sobre los incas de los cronistas que lo habían precedido10, su sustancial veracidad fundada en la sinceridad con que admite y reconoce incertidumbres y dudas11. La lejanía geográfica desde la cual el Inca componía su obra fue sin duda parte determinante en la idealización del imperio incásico, que en sus páginas vemos surgir como una perfecta arquitectura de orden renacimental. La nostalgia del destierro le hace olvidar a menudo las sombras de un mundo hacia el cual iba su afecto, y en muchos pasajes la realidad se presenta idealizada. No sin razón Juan P. Echagüe ha visto en la obra de la vejez del Inca la marca viva de una nostalgia muy humana y explicable por los días de su juventud, la herencia de «instintos ancestrales que se sublevan contra su resignada mediocridad»12.

En este aspecto humano reside el mayor atractivo de los Comentarios. La veracidad del Inca ha sido comprobada, pero ello interesa más que nada al historiador; en el ámbito literario es la creación artística en sí que nos interesa, y a este propósito nunca se ha podido decir que los Comentarios Reales dejaran de tener seguro valor. El mismo Menéndez y Pelayo, quien rechaza sustancialmente la veracidad histórica de la obra de Garcilaso, comparándola con la novela utópica de Thomas More, con la Ciudad del Sol de Campanella y la Oceana de Harrington, advertía la sugestión poderosa del libro y lo juzgaba «el sueño de un imperio patriarcal y regido con riendas de seda, de un siglo de oro gobernado por una especie de teocracia filosófica», aceptado con candor y contado con toda sinceridad. Frente al persistente interés que los Comentarios ejercían sobre sus lectores, el crítico veía la presencia de una fuerza imaginativa «muy superior a la vulgar», que Garcilaso le parecía poseer «tan poderosa, como deficiente era su discernimiento crítico»13.

Es interesante, en cuanto se refiere a la estructuración de la obra, leer lo que el mismo Inca escribe en el capítulo XIX del primer libro, cuando trata de las fuentes a las que acudió para escribir los Comentarios14. En gran parte se valió del recuerdo de lo que había aprendido directamente, durante su primera edad, en forma de fábula, y de la «larga noticia» en torno a las leyes y gobierno de los incas que le dieron, cuando mozo, los representantes de la casta. En estas conversaciones ellos iban «cotejando el nuevo gobierno de los españoles con el de los Incas, dividiendo en particular los delitos y las penas, y el rigor dellas [...], como procedían sus reyes en paz y en guerra, de qué manera trataban sus vasallos, y como eran servidos dellos»15. Como a «propio hijo» contaban al Inca «toda su idolotría, sus ritos, ceremonias y sacrificios; sus fiestas principales y no principales, y como las celebraban; sus abusos y supersticiones, sus agüeros malos y buenos, así los que miraban en sus sacrificios como fuera dellos»16.

Resulta lógico que el recuerdo favoreciera la infidelidad del cronista, la atenuación de las sombras y el destacarse de notas luminosas. Pero, como lo había hecho en La Florida, Garcilaso no se contenta con su propia memoria, sino que quiere penetrar en profundidad y con certeza los misterios de los incas; por ello pide documentos a sus consanguíneos, a los máximos representantes de la sociedad incásica que aún residían en el Perú, «los cuales, sabiendo que un indio, hijo de su tierra, quería escribir los sucesos de ella, sacaron de sus archivos las relaciones que tenían de sus historias y me las enviaron; y así tuve noticia de los hechos y conquistas de cada Inca»17.

¿De qué archivos se trataría, cuando los incas no conocieron escritura? El pasaje citado documenta, sin embargo, el afán de documentación del Inca. Con la documentación reunida y el conocimiento de otros libros, además de la correspondencia de los jesuitas, que se ocuparon del mismo asunto, Garcilaso escribe «su» historia, el libro que será su obra maestra.

El dominio con que el Inca maneja fuentes y la agilidad con que cita a manera de confirmación, o rechaza, con agudeza crítica convincente, las afirmaciones de Gomara, Acosta, Cieza de León Agustín de Zárate y cuantos escritores de Indias leyó, son la prueba más evidente de la seriedad de intenciones del cronista y de la originalidad de su obra. Hay en Garcilaso una linearidad de conducta, una concepción crítica que no le hubiera permitido saquear la obra del Padre Blas Valera haciéndola pasar por suya. Y aún más: existe toda una línea coherente de posiciones que armoniza en manera perfecta toda la producción literaria del Inca. La de Garcilaso es la posición del heredero de una gran civilización difunta, de la que se siente cada vez más orgulloso, mano a mano que la soledad le rodea en su destierro español, frente a la indiferencia de un mundo que le obliga a volver al pasado.

De la conciencia de la grandeza del mundo incásico procede en el Inca el celebrarlo constantemente en un nivel de igualdad, si no de superioridad, con el mundo español y cristiano. En este sentido Garcilaso recuerda a los españoles que Dios les encomendó una misión de gran responsabilidad, que no significa superioridad de raza. El mundo que el Inca presenta al Occidente alcanza tanta grandeza civil que en el significativo Prólogo a los indios, mestizos y criollos de los Reinos y Provincias del grande y riquísimo Imperio del Perú, después de declararse ostentosamente «su hermano, compatriota y paisano», puede proclamar con palabras aún más claras su orgullo de «indio» descendiente de emperadores, y ensalzar a su «Patria, gente y nación, no menos rica al presente con los tesoros de la Sabiduría y Ciencias de Dios, de su Fe y Ley Evangélica que siempre, por las perlas y piedras preciosas de sus ríos y mares, por sus montes de oro y plata, bienes muebles y raíces suyos, que tienen raíces sus riquezas»18. Y de nuevo Garcilaso proclama la felicidad, para la raza incásica, de ser gobernada por españoles, pero únicamente para poder afirmar mejor que ella no fue menos feliz «por haber sido poseída y gobernada de sus antiguos príncipes los Incas peruanos», los cuales, si los Reyes Católicos fueron «monarcas de los más y mejor del orbe», fueron «Césares en felicidad y fortaleza»19.

De la misma manera, celebradas las virtudes, las armas, letras y artes de los incas, lo dulce de su carácter, el valor de su ánimo, la agilidad de su inteligencia, la voluntad, la piedad y, en más de una ocasión, indirectamente, la religión, el Inca puede afirmar rotundamente que es ya oportuno «que entienda el mundo viejo y político, que el nuevo (a su parecer bárbaro) no lo es, ni ha sido sino por falta de cultura»20. Es decir, «bárbaro» en el sentido en que los romanos llamaban bárbaras las demás naciones y la misma España, que ahora Garcilaso ve elegida por Dios «para alumbrar con lumbre de fe a las regiones que yacían en la sombra de la muerte», recordando claramente a los conquistadores que, «aunque vienen a la viña de su Iglesia a la hora undécima», también a los indios «por ventura les cabrá jornal y paga igual a los que portarunt pondus diei, et aestus»21.

Con lenguaje tan claro Garcilaso quería llamar directamente cada uno a sus responsabilidades morales. Su defensa del mundo incásico revela una «región» sentimental cada vez más operante en el Inca. Sin rechazar a los españoles y su conquista los llama al sentido misional, que él había visto por todas partes olvidado.

El Prólogo a que hemos aludido es la lógica conclusión de los Comentarios Reales y la introducción meditada a las páginas siguientes de la Historia General del Perú, donde el autor cuenta la tragedia de toda una raza en su acto final, mientras va a comenzar la de los Conquistadores.

En los Comentarios reina una atmósfera mítica en la descripción de un mundo feliz ya predestinado a la catástrofe, ese aire «de pastoral majestuosa [...] que acaba en el estallido de una desgarradora tragedia -según escribía José de la Riva Agüero-, ese velo de gracia ingenua tendido sobre el espanto de las catástrofes, lo dulce junto a lo terrible, la flor humilde junto al estruendoso precipicio, la sonrisa resignada y melancólica que se diluye en lágrimas»22.

Que la pasión por su tierra, dominante en Garcilaso, lo llevara a formas de parcialidad no nos sorprende. Por lo que de apasionado y entusiasta hay en sus páginas, si la historia pierde en veracidad gana el arte en más amplio respiro. La emoción da vida a acciones, personajes, cosas mucho más que una relación desapasionada e imparcial. Por otra parte, es evidente que, como declara de la Riva Agüero23, sin cierta parcialidad, manifiesta u oculta, conciente o inconciente, es imposible escribir la historia. Si a veces Garcilaso fue parcial podemos pensar que lo fue involuntariamente, llevado por la pasión más noble, tanto le hablaba íntimamente la grandeza de su país.

El arte del Inca resplandece, en los Comentarios Reales, en una prosa extraordinariamente limpia. La concepción de la arquitectura de la obra es sólo comparable a la de los grandes historiadores de la antigüedad clásica. Pedro Henríquez Ureña ha llamado a Garcilaso «Heródoto de los Incas»24, y Prescott afirma que entre la lectura de los Comentarios y la de las demás relaciones de los escritores europeos existe la misma diferencia que entre una obra original y su desnuda traducción25. También a Heródoto lo compara José de la Riva Agüero26, porque ambos supieron expresar ante la Europa de su respectivo tiempo «la deslumbrante y exótica poesía de los grandes países ignotos, de sus vagos y fabulosos anales y su opulenta barbarie; y compusieron obras narrativas de extraño encanto, de tono a la vez familiar y religioso, que sin perjuicio de la veracidad indudable, ostentan un alto y sosegado volar épico, y en que infinitas digresiones anecdóticas se anudan y entretejen en derredor de la idea central, que es el choque de dos civilizaciones y dos continentes».

Aurelio Miró Quesada y Sosa afirma que el título de la obra, Comentarios, se lo debe Garcilaso a Julio César, del cual era admirador ferviente, y al mismo Julio César le debe la idea romana del imperio de los incas27, en el que el Cuzco «fue otra Roma»28. Lo cierto es que nadie como Garcilaso supo dar vida, con tanto refinamiento, al espíritu de su civilización, levantando a los Incas un monumento que G. Lohmann Villena ha juzgado «no indigno de su poderosa arquitectura»29, en un libro que es un «maravilloso retablo plateresco, terso, todo mesura y contención»30, escrito en un castellano de extraordinaria pureza y armonía.

En los Comentarios Juan P. Echagüe ha visto «un punzante drama interior»31, el que realmente debía de atormentar al Inca, en vilo entre dos civilizaciones que en él se juntaban y combatían. Que a través de esta dramática situación espiritual los Comentarios Reales hayan cobrado vida singular es indudable. Lohmann Villena subraya, al contrario, una armoniosa confluencia de corrientes en el Inca, que en otros fueron antagónicas32. Es una interpretación, ésta, que podemos aceptar sólo en cuanto al resultado literario, porque en lo que se refiere al sustrato anímico el dualismo es patente: Garcilaso no ha resuelto aún, cuando escribe los Comentarios, el hondo conflicto que se agita en él entre los mundos a que pertenece, y acaba por inclinarse preferentemente hacia el mundo materno. Ello nos explica el por qué los Comentarios Reales llegaron a ser considerados peligrosos para la tranquilidad de las Indias durante el siglo XVIII, y la consecuente prohibición de 1781, confirmada en 1782 y al año siguiente. La apología de la raza vencida y el imperio derrocado parecía incitar a nuevos levantamientos para la conquista de la libertad. Luis Valcárcel ha escrito que la obra del Inca llegó a ser la Biblia del patriotismo peruano «en la forma actual de sentir la patria»33, y se inclina a interpretar en Garcilaso una secreta pasión autonomista34. Es una idea que se puede aceptar, considerando la defensa que el Inca hace de su mundo y su posición independiente con respecto al juicio oficial acerca de numerosos hechos y personas, sobre todo en la segunda parte de los Comentarios, la Historia General del Perú.

Aunque terminada en 1612, la Historia mencionada se publica en 1617, muerto ya Garcilaso35. Muchos de los juicios citados a propósito de los Comentarios Reales propiamente dichos se aplican también a esta segunda parte de la obra del Inca. Pero si la primera parte no siempre tuvo en la apreciación de la crítica períodos de igual fortuna, la Historia General del Perú tuvo peor suerte aún. Su importancia como obra histórica fue negada ante todo por ser libro de recopilación fragmentaria, y junto con el valor histórico se le negó también valor artístico. El mismo Menéndez y Pelayo fue quien contribuyó a autorizar esta opinión, afirmando que «Para los sucesos del descubrimiento y conquista del Perú, la autoridad del Inca es muy secundaria por lo tardía, y porque generalmente se reduce a transcribir o glosar las narraciones de autores ya impresos, como López de Gomara, Agustín de Zárate y el Palentino, Diego Fernández», añadiendo que, cuando el Inca abandona el testimonio de dichos autores es sólo «para extraviarse en compañía del jesuita Blas Valera»36. El crítico afirmaba, además, que en muchas cosas Garcilaso hablaba de memoria o fiándose en anécdotas soldadescas, y que no había conocido la crónica de Cieza de León. Sin embargo le reconocía Menéndez Pelayo un mérito real al Inca, en la tratación de las rebeliones de Gonzalo Pizarro y Francisco Hernández Girón37.

José de la Riva Agüero, tan acertado siempre en la apreciación del valor artístico de la obra del Inca, confirmó en un primer tiempo, sustancialmente, la opinión del crítico español, afirmando que la Historia General del Perú no era libro esencial para la historia de la Conquista y las guerras civiles38. La razón era que, aun suprimiendo dicha obra no se verificarían lagunas en la historia, existiendo el testimonio de otras crónicas. Además, el crítico le reprochaba a Garcilaso menor personalidad, encontrando que hablaba por cuenta propia mucho menos que en la primera parte de los Comentarios Reales, y que se limitaba a comentar, abreviar o transcribir los relatos de los historiadores anteriores a él39.

Es suficiente una simple lectura de la Historia para convencerse de como hasta el mayor defensor del Inca haya acabado por pagar tributo a la moda detractiva del tiempo. La rehabilitación que de la Riva Agüero emprende queda parcial y no es infrecuente que el crítico caiga en algunas contradicciones. Sin embargo, estamos con él cuando resta valor a los dos primeros capítulos de la Historia General del Perú, donde se cuenta la conquista y el derrumbe del imperio incásico: es la parte menos interesante del libro. Pero en la Historia hay una continuidad de intenciones que contribuye a dar armoniosa unidad a las dos partes de los Comentarios Reales. La posición de Garcilaso no cambia: queda el partidario de su raza materna, a la que ve sucumbir en el choque con la del padre.

Escribe J. P. Echagüe40 que el Inca se esfuerza por atenuar y justificar los excesos de los conquistadores, parientes suyos y verdugos de su pueblo al mismo tiempo. El juicio no nos parece exacto, en cuanto en las páginas del Inca la condena es siempre abierta. Si Garcilaso intenta atenuar o justificar la crueldad de los españoles, lo hace porque no podía hacer de otra manera frente al público de sus lectores, españoles por supuesto, y debido a su condición personal en España. A pesar de ello más de una vez descubre la realidad de los hechos y expresa claramente su opinión. Por otra parte hablan por él las escenas que nos presenta, como la del último acto de la tragedia incásica, cuando nos muestra a los españoles lanzarse sobre los indígenas para despojarlos de sus joyas en ocasión del encuentro de Atahualpa con Pizarro. Contrasta con la conducta de los españoles la calma del Inca, el cual «viendo lo que pasaba, mandó a los suyos que no hiriesen, ni ofendiesen a los españoles, aunque prendiesen o matasen al mismo Rey»41.

Resulta evidente que para el historiador se trata del choque de dos mundos moralmente diferentes. El Inca, que en los capítulos anteriores había seguido con la apología de los incas y el Perú, y había señalado la dificultad para los indígenas de entender la oración de fray Vicente de Valverde a Atahualpa, debido a la poca habilidad del intérprete, pone ahora los españoles frente a sus responsabilidades, rechaza las falsas versiones en torno al origen del estrago, difundidas arteramente por conquistadores y cronistas parciales.

A través de las páginas de Garcilaso, Atahualpa y su gente aparecen víctimas de una némesis tremenda, contra la cual no quisieron reaccionar, dejándose matar y destruir por la bestialidad de los invasores. Francisco Pizarro, lanzándose sobre Atahualpa, asume en las páginas del Inca el aspecto bestial de un asesino. En los indios que caen inermes la tragedia incásica adquiere la fuerza de una fatalidad inevitable. A este punto la realidad histórica no nos interesa ya mucho; lo que nos interesa es la eficacia con que el escritor nos introduce en un momento que debió de ser seguramente dramático y su reacción espiritual. En este mismo orden sentimental hay que considerar el entusiasmo con que celebra las inmensas riquezas del país, el botín increíble que hicieron los españoles42, la insistencia con que el Inca pone de relieve la superioridad intelectual de la raza incásica sobre la europea que la había sometido, cuando escribe: «La habilidad y agudo ingenio de los del Perú excede a muchas naciones del orbe»43. Entre estas naciones, no cabe duda, Garcilaso ponía, en primer lugar, a España.

Casi todos los críticos, Menéndez y Pelayo44 y José de la Riva Agüero45 entre ellos, están de acuerdo en afirmar el valor de la Historia General por lo que se refiere a las guerras civiles que funestaron el Perú, especialmente las encabezadas por Gonzalo Pizarro y Francisco Hernández Girón. Mas toda la Historia que el Inca escribe es interesante desde el punto de vista artístico y abunda en combates, guerras, rebeliones y empresas que conservan palpitante aún hoy el sentido dramático del momento y el encanto de la aventura. Su padre que va a la conquista de la Buenaventura, Gonzalo Pizarro que se dirige al descubrimiento del país de la Canela, Orellana que desciende por vez primera el Amazonas, son sólo algunos de los muchos episodios de valentía que Garcilaso describe con transparente entusiasmo, y sin embargo en prosa sencilla, despertando en torno a esos hombres atrevidos una intensa atmósfera de poesía.

En esta segunda parte de los Comentarios Reales la naturaleza americana encuentra en el Inca su mejor intérprete, se mueve nueva y espléndida, vivificada por el contraste con una presencia, la de los españoles, que se revela ajena en todo a ese mundo, en los trajes, las armaduras, las costumbres, la mentalidad, expresión de un mundo que parece no encontrar arraigo posible en América. En las descripciones de la naturaleza el cronista alcanza una nota de honda poesía, mientras grandeza épica adquiere la descripción de los sucesos en que se debatió el mundo peruano al tiempo de las guerras civiles. El choque de las pasiones va subrayado por el ruido de las armaduras; los soberbios caballos, terror y asombro de los indios, llevan en su ímpetu la violencia de bárbaros corazones, bárbaros sobre todo en la guerra, pero fáciles también al gesto generoso.

En todas las páginas de la Historia General del Perú reina la atmósfera de tragedia que acompaña los grandes dramas de la historia: los delitos, las traiciones, la sangre derramada, colores sombríos y llamaradas funestas, todo da a la empresa de la conquista un significado simbólico que va más allá de los hechos materiales. Los indios, antes actores de su historia, se vuelven ahora espectadores, en un mundo de violencia en el que Garcilaso, contrariamente a lo que algunos han dicho, no entiende mínimamente justificar a su raza paterna, sino poner de manifiesto una dramática injusticia.

En la presentación de la atmósfera en que se desarrollan los acontecimientos aludidos, Garcilaso parece preocuparse exclusivamente de reconstruir una historia que ya entiende como historia nacional. El contraste entre el Inca y los demás historiadores de la Conquista aparece claro si observamos su posición frente a los que vienen de fuera. Quien llega de España tiene casi siempre mansiones ingratas, y el escritor no le resparmia su duro juicio. Si busca justificaciones Garcilaso lo hace sólo para las figuras que significan una posición concreta de rebeldía hacia lo que representa el poder español; es el caso especialmente de Gonzalo Pizarro, en el que seguramente el Inca vio la realización posible de un reino hispanoperuano independiente. Y en esto está en lo justo Luis Valcárcel cuando habla de una tendencia autonomista del Inca46; los Comentarios Reales ofrecen más de una prueba.

En la Historia General del Perú Garcilaso expresa siempre simpatía hacia Gonzalo Pizarro. De acuerdo con un sentido desengañado del mundo que va acentuándose en él, el mismo que le había movido a dedicar su libro, no ya a los poderosos de la tierra, sino a la Virgen María, el Inca ve en la sucesión de los acontecimientos la intervención de la mano divina. La muerte de Francisco Pizarro, asesinado por los partidarios de Almagro el Joven, su total desamparo en la última hora, le arrancan a Garcilaso tristes consideraciones en torno al destino de hombre tan poderoso, que son consideraciones más amplias en torno al destino inevitable de los invasores. La muerte del marqués, en efecto, es una lección tremenda, para el Inca, del poder de la Fortuna, que con respecto a Francisco Pizarro «en menos de una hora igualó su disfavor y miseria al favor y prosperidad que en el transcurso de toda la vida le había dado»47. El descendiente del imperio derribado veía seguramente en estos acontecimientos violentos, más allá de todo motivo retórico, la intervención de la justicia divina contra los responsables de la destrucción de su mundo materno.

En este sentido la Historia General del Perú es una sucesión de ejemplos aterradores: las máximas figuras de la conquista, Francisco Pizarro, los Almagro, los Girón, tantas figuras de hombres aparentemente poderosos, acaban de muerte violenta. En la suerte del mismo Gonzalo Pizarro se manifiesta, para el Inca, una honda lección sobre la vanidad de la vida48. Pero Garcilaso en este protagonista ve más bien al gigante caído; su simpatía va hacia Gonzalo y se hace patente en numerosos pasajes del libro en los que expresa abiertamente -y con notable atrevimiento si pensamos en la situación de Pizarro condenado como rebelde a la Corona-, su admiración y su entusiasmo, defendiendo su acción, insistiendo sobre su lealtad y honradez49. Sabemos que el Inca conoció a Gonzalo Pizarro cuando niño, que estuvo en su propia mesa y pudo admirar, como lo escribe, «el trato de su persona en casa y fuera de ella»50. Por ello protesta duramente contra los historiadores, afirmando que «debieron de tener relatores apasionados de odio y rencor, para informarles lo que escribieron»51. Hay un momento en la Historia en que, después de haber defendido la lealtad de Gonzalo Pizarro hacia el rey, Garcilaso parece expresar abiertamente su amargura por el hecho de que no siguió el consejo de su maestre de campo Francisco de Carvajal, y de otros muchos, y no se proclamó rey del Perú, cosa que «tan bien le estaba, según sus amigos decían»52. No son sólo los amigos, es el Inca que habla aquí.

El momento cumbre de la tragedia pizarrista que Garcilaso describe, no hace más que engrandecer a la figura de Gonzalo; cuando abandonado de todos, hasta de los hombres a quienes más había beneficiado, como pone de relieve el escritor, se entrega a La Gasca, el Inca destaca en el coloquio entre los dos hombres la grandeza del vencido frente a la estatura demasiado «humana» del vencedor53. Pizarro se rinde «por parecerle menos afrentoso que el huir»54. Ante las sinceras expresiones de lástima del capitán Diego Centeno, Pizarro muestra su estatura moral: «se sonrió tanto cuanto y dijo: No hay que hablar en eso, Señor Capitán Diego Centeno. Yo he acabado hoy, mañana me llorarán Vuesas Mercedes»55. Y frente a La Gasca, quien le reprocha duramente y sin sensibilidad alguna su ingratitud hacia las mercedes que el rey les había hecho a él y a sus hermanos, «levantándolos del polvo de la tierra», la respuesta que Garcilaso atribuye a Gonzalo es dura, concientemente orgullosa: «Para descubrir la tierra bastó mi hermano solo, mas para ganarla como la ganamos a nuestra costa y riesgo, fuimos menester todos los cuatro hermanos y los demás nuestros parientes y amigos. La merced que Su Majestad hizo a mi hermano fue solamente el título y nombre de Marqués, sin darle estado alguno, sino dígame cuál es. Y no nos levantó del polvo de la tierra; porque desde que los Godos entraron en España somos caballeros hijosdalgo, de solar conocido. A los que no son podrá Su Majestad con cargos y oficios levantar del polvo en que están: y si éramos pobres, por eso salimos por el mundo y ganamos este Imperio, y se lo dimos a Su Majestad pudiéndonos quedar con él, como lo han hecho otros muchos que han ganado nuevas tierras»56.

La figura de Gonzalo Pizarro se ennoblece aún más en las páginas de la Historia, cuando el Inca nos lo presenta en las horas que preceden su muerte. Son pocas palabras, pero que graban hondamente en la sensibilidad del lector su figura, a través de ese «pasearse a solas muy imaginativo», y largo confesar de sus pecados57. La seriedad con que el hombre se acerca a la muerte construye su grandeza; y llegado al tablado su virilidad se impone a todos los presentes. Garcilaso se detiene de propósito en este último acto de la tragedia pizarrista para ensalzar la valentía de Gonzalo, refiere las palabras con que a beneficiados y no les pide misas para su alma, pone de relieve los «grandes gemidos y sollozos y muchas lágrimas»58 de los presentes, condena transparentemente a los que le habían negado, la ingratitud de los que habían sido favorecidos por él. El comentario final pone aún más de relieve la injusticia de la muerte de este «buen caballero»59. Hay que fijarse en los adjetivos empleados por Garcilaso, para individuar su estado de ánimo y su anticonformismo. La muerte de Gonzalo Pizarro lleva nuevamente al Inca a hablar de la Fortuna, pero ahora sentimos la presencia de algo más íntimo y doliente, que surge del fracaso de mal escondidas esperanzas, a las que indudablemente la acción de Pizarro había dado consistencia.

La eficacia inmediata de la prosa de Garcilaso se impone en estas escenas. Sin dejarse llevar por intenciones apologéticas, él logra crear en torno a las figuras que más lo han impresionado una atmósfera de sencillez épica difícilmente alcanzada por otros historiadores de la conquista.

En un nivel inferior, como convenía a su papel en la historia del país, también Carvajal, el «Demonio de los Andes», adquiere proporciones épicas. La simpatía del cronista se dirige hacia él porque en este hombre ve al fiel compañero de Gonzalo Pizarro. De la Riva Agüero ha notado ya que Garcilaso nos presenta al terrible hombre sin las exageraciones polémicas de otros cronistas, como una criatura cruel pero no malvada, en la que cabe también generosidad y nobleza60. Su grandeza de soldado toma relieve en las páginas del Inca, cuando se enfrenta con la muerte. A Pedro López de Cazalla, secretario del Presidente La Gasca, realizadas en lo posible sus restituciones, Carvajal le dice: «Señor, yo no levanté esta guerra, ni fui causa de ella; antes por no hallarme en ella (que estaba de camino para irme a España) hui muchas leguas, no pude escaparme, seguí la parte que me cupo como lo pudiera hacer cualquier buen soldado, y como lo hice en servicio del Emperador cuando fui Sargento Mayor del Licenciado Vaca de Castro, Gobernador que fue de Su Majestad en este Imperio. Si ha habido robos de una parte a otra, forzoso es haberlos en las guerras. Yo no robé a nadie, tomaba lo que me daban de su voluntad; y al cabo de la jornada también me quitaron a mí eso y estotro, quiero decir lo que me dieron, y lo que antes de la guerra yo tenía. Todo lo cual remito a la infinita misericordia de Dios Nuestro Señor, a quien suplico por quien es perdone mis pecados, y a vuesa merced, guarde y prospere, y le pague la limosna que me hacía, que yo estimo la voluntad en todo lo que tal obra se debe estimar»61.

El tono de las palabras de Carvajal da la medida del personaje, aun dentro de su indudable dignidad. Véase, además, como siempre Garcilaso pone de relieve la participación humana de los soldados, aliados contra la crueldad de una justicia que no discuten mínimamente, en cuanto expresión de la legalidad. No olvidemos la condición de Garcilaso antes de ser sacerdote. El soldado asoma siempre en él y esto explica su defensa de la honradez de los hombres de armas. Cuando Carvajal, metido en una «petaca» y cosido en ella, sin que le quede fuera más que la cabeza, a los primeros pasos de las acémilas da con el rostro en el suelo, es suficiente que apele a la humanidad de los soldados para que todos acudan a levantarle y sostenerle: «A dos o tres pasos -escribe el Inca-, los primeros que las acémilas dieron, dio Carvajal con el rostro en el suelo; y alzando la cabeza como pudo dijo a los que estaban en derredor: Señores, miren vuesas mercedes que soy cristiano. Aun no lo había acabado de decir cuando lo tenían en brazos levantado del suelo más de treinta soldados principales de los de Diego Centeno. A uno de ellos en particular le oí decir en este paso que cuando acometió a tomar el serón pensaba que era de los primeros y que cuando llegó a meter el brazo debajo de él, lo halló todo ocupado y asió de uno de los brazos que habían llegado antes; y que así lo llevaron en peso hasta el pie de la horca que le tenían hecha»62.

Sabemos que Carvajal era considerado por los lealistas de lo más ruin del bando rebelde pizarrista; y a pesar de ello Garcilaso lo presenta respetado y hasta humanamente socorrido por los soldados, que son, hay que notarlo, «soldados principales». No basta: a continuación refiere el Inca las palabras de Francisco López de Gomara acerca de la muerte del Maestre de Campo, donde dice que «era el más famoso guerrero de cuantos españoles han a India pasado, aunque no muy valiente ni diestro»63, y no obstante el juicio sea en su primera parte positivo, el Inca no deja de oponerse decididamente a las últimas afirmaciones, comentando: «No sé qué más destreza ni valentía ha de tener un Maese de Campo por saber vencer batallas y alcanzar victorias de sus enemigos»64.

La intención de Garcilaso de defender a Carvajal es clara. Se trataba de un soldado y de un íntimo de Gonzalo Pizarro, lo cual significaba mucho para el Inca. Por este mismo motivo él pone de relieve sus proezas pasadas y su entereza, señalando que participó en la batalla de Pavía y en la prisión del rey de Francia, que tomó parte en el saco de Roma, «donde por haber peleado como buen soldado no hubo nada del saco, porque es ordinario que mientras pelean los buenos soldados, saquean y gozan de la presa los no tales»65. También defiende Garcilaso la nobleza de la esposa del Maestre y, a pesar de lo que dicen los demás autores, especialmente Agustín de Zarate, a quien cita concluyendo el capítulo, presenta un cuadro halagüeño del hombre terrible: «En el discurso de su vida tuvo su milicia por ídolo, que adoraba en ella, preciándose más de soldado que de cristiano; y así todos los tres autores lo condenan, pero no fue tan malo como ellos dicen, porque como buen soldado presumía de hombre de su palabra y era muy agradecido de cualquiera beneficio, dádiva o regalo que le hiciesen por pequeño que fuese»66.

Como se ve en el pasaje citado, Garcilaso muestra una vez más su independencia de juicio, declarando superiores las virtudes humanas a la «piedad» comúnmente entendida. La honradez del hombre se afirma en las cualidades del soldado, en nada inferiores a las del «cristiano».

La muerte de Carvajal y de Gonzalo Pizarro representa el final de una aventura en la que Garcilaso veía concluirse el ciclo de la justicia divina sobre los destructores del imperio incásico, sintiendo profundamente, a pesar de ello, el fracaso de tantos hombres valerosos, para los cuales hubiera deseado probablemente otra suerte.

José de la Riva Agüero ha notado67 que el Inca tratando de Gonzalo Pizarro habla sintiéndose él mismo representante de los Encomenderos. Es posible; pero la posición de los Encomenderos acabó por ser realmente independentista. De muy diferente manera Garcilaso juzgó la rebelión de Francisco Hernández Girón, porque en su levantamiento veía únicamente la presencia de ambiciones personales, sed de dominio, delitos de los cuales nunca Gonzalo Pizarro se había manchado. En Hernández Girón el Inca veía al hombre que quería encaminar a fines mezquinos el curso de los acontecimientos, mientras en Gonzalo Pizarro había individuado a una de esas criaturas fáusticas que los hechos llevaban a tan extraordinaria altura, para mejor precipitar en la ruina. Además, Gonzalo tenía sus derechos legítimos, era uno de los que habían ganado la tierra y defendía los intereses de otros como él contra las supercherías de los representantes regios.

Se explica, pues, el ardor con que Garcilaso se lanza contra la parcialidad de los cronistas de Indias, defendiendo el lealismo de los vecinos del Perú, como se puede constatar en el capítulo primero del libro séptimo68. La diversidad con que Garcilaso juzgaba los acontecimientos se manifiesta en la distinta manera de presentar al rebelde derrotado. Gonzalo Pizarro se había rendido por parecerle menos afrentoso que huir69, Hernández Girón no. Dominado por la confusión y el miedo, su propósito, cuando se ve abandonado de los suyos, y especialmente cuando Tomás Vázquez lo deja, es la fuga. Garcilaso presentando al hombre en este trance lo destruye: «Francisco Hernández quedó tan perdido y desamparado con la huida de Tomás Vázquez que determinó huirse de los suyos aquella misma noche, porque la sospecha se le entró en el corazón y en las entrañas y se le apoderó de tal manera que causó en él los efectos que el divino Ariosto pinta de ella en el segundo de los cinco cantos añadidos, pues le hizo temer y creer que los más suyos le querían matar para librarse con su muerte de la pena que todos ellos merecían por haber seguido y servido contra la majestad real»70. Gonzalo Pizarro había quedado solo porque los suyos se habían huido; Hernández Girón huye él mismo, abandonando a sus soldados. La fuga es la mayor afrenta que un soldado puede hacer a su honor. La ínfima naturaleza del rebelde se ve precisamente en esto, y al final en la decisión desesperada de lanzarse entre los enemigos para que «le matasen o hiciesen de él lo que quisiesen»71, con el resultado de una rendición vergonzosa a Gómez Arias, uno de los tres «hombres nobles»72 que le habían salido al encuentro.

A través de estas figuras y los episodios a que nos hemos referido se manifiesta la posición afectiva de Garcilaso y el concepto que él tenía del honor y la fama. La fortuna puede destruir a los hombres y a sus empresas, como les pasó a los Pizarro y al mismo Almagro, pero nada puede contra la fama alcanzada a través de grandes hazañas, en las que luce la honradez de los protagonistas. En opinión de Garcilaso el honor lo defiende y lo ensalza el buen soldado no tanto combatiendo por el rey, cuanto en justas empresas, que superen los mezquinos intereses personales. Francisco Hernández Girón, movido de codicia, es en todas sus acciones un rebelde y un bandido; Gonzalo Pizarro, al contrario, es un hombre entero, un héroe desdichado.

En cuanto al «lealismo» hacia el rey, se advierte inmediatamente que cuando Garcilaso habla de «rebelión» con referencia a Hernández Girón se siente ciudadano español y está plenamente convencido de la culpabilidad de las acciones del protagonista. Cuando, al contrario, en el caso de Gonzalo Pizarro, se refiere al rey y a sus representantes legales el que habla es más bien el peruano que sueña con la autonomía, y si hace profesión de lealismo es sólo por necesidad, sin convencimiento. Los mismos soldados del ejército lealista y sus capitanes parecen continuamente atraídos por la grandeza de sus adversarios. Entre las figuras de mayor relieve del ejército de La Gasca descuella el capitán Diego Centeno, fiel al rey, pero extraordinariamente respetuoso de los adversarios vencidos, hasta el punto de hacer dudar al lector de su lealismo. La posición de los vencidos del Perú confirma la diversidad con que Garcilaso juzgaba las cosas: empresas honrosas son las que realizan los pizarristas, empresas infamantes son las de los rebeldes de Hernández Girón.

Esta visión bipolar de los hechos tiene, como es natural, su origen en la disposición íntima del Inca, en el hondo conflicto, nunca definitivamente resuelto en él entre el mundo indígena y el mundo hispánico, a pesar de que a propósito de Gonzalo Pizarro parezca encontrar una posible solución en el sueño de un imperio hispanoindígena. La nota más aguda de este conflicto se encuentra precisamente en la Historia General del Perú, en cuyo final nuevamente el elemento indígena vuelve a apoderarse del cronista, en un clima de particular angustia. En efecto el último cuadro de la Historia, «porque todo sea tragedia»73, nos presenta la condena del Inca Tupuc Amarú de parte del Virrey don Francisco de Toledo y la violenta dispersión de los últimos descendientes de los Incas. Era una medida política, y en ello tenía su justificación; pero Garcilaso no podía menos, y por evidentes razones, de manifestársele contrario. Aparece lógico, pues, que sobre Tupuc Amarú se proyecte, en las páginas del Inca, la misma luz que iluminó las grandes figuras de la historia incásica, debido a toda una serie de razones sentimentales, y porque con él desaparecía el último representante legítimo de la raza imperial. La grandeza de esta tragedia se impone en el improviso silencio que sucede a las «grandes voces y alaridos», a las «muchas lágrimas» de las mujeres, al «ruido, grita y vocería» de la muchedumbre presente al suplicio74. El Inca Tupuc Amarú, mandando, desde lo alto del cadalso, con gesto solemne, callar a sus gentes, muestra una vez más a los españoles su poder inmenso, del que no quiere servirse para ahorrar víctimas: «Notaron con espanto la obediencia que los indios tenían a sus príncipes, que aun en aquel paso la mostraron como todos lo vieron»75. En esta breve nota está toda la reprobación de Garcilaso por esta muerte. La tragedia se concluye en pocas, pero eficaces palabras: «Luego cortaron la cabeza al Inca». Sigue inmediato el comentario, cuya fuerza reside en lo ceñido de las palabras con que el cronista nos presenta al condenado completamente dueño de sí: «el cual recibió aquella pena y tormento con el valor y grandeza de ánimo que los Incas y todos los indios nobles suelen recibir cualquiera inhumanidad y crueldad que les hagan»76. Era una manera de aludir también a sus personales desventuras.

Los Comentarios Reales, en sus dos partes, son la elegía más sentida que el Inca Garcilaso escribe sobre su tierra y su condición desamparada en España. No se trata, sin embargo, de un canto de muerte, sino de vida, puesto que todo está proyectado hacia un futuro en el que el Inca parece creer, a pesar de todo. En sus páginas podemos encontrar, con el documento de una gran pasión americana, ese «regard tenace tourné vers l'avenir», de que habla José Durand77. Hay que subrayar el significado que hombres y hechos adquieren en este sentido, sobre todo en la segunda parte de los Comentarios. No se trata sólo del documento de un conflicto espiritual, sino de una ética que en las páginas del Inca asume relieve extraordinario, precisamente en la concepción del honor y la fama, bajo el sino de la Fortuna.

No cabe duda de que la Historia General del Perú es, en este sentido, una historia «personal», dominada por la amargura, la nostalgia, las ilusiones y especialmente las desilusiones del Inca. De esta posición íntima procede el relieve que asumen en el libro hechos y personajes, lejos de la aridez de la crónica, en un mundo vivo que mucho tiene de novela. Miguel Ángel Asturias en una ocasión declaró78 que el comienzo de la novela hispanoamericana hay que buscarlo en los Comentarios del Inca. Los personajes que aparecen en las páginas de esta obra, y especialmente en el clima violento de la Historia General del Perú, son seres vivos en toda su dimensión humana, con todos sus defectos y virtudes, dominados exclusivamente por un sino cruel. Trátase de héroes y anti-héroes, estudiados atentamente en su sicología, presentados con intenso dramatismo, como en una gran novela de fondo histórico, en la que realidad y ficción se funden íntimamente.

Ariosto pudo ser un inspirador del Inca, pero más que todo lo inspiró la nostalgia de un mundo que, por una o por otra razón, ya no volvería a ver. Por este motivo en las páginas de los Comentarios Reales palpita el drama del mestizo exilado -se quiera o no se quiera admitirlo, porque siempre la lejanía es un exilio-, de un mestizo que vive, en posición pobre u holgada -según se entienda eso de la holgura y la pobreza-, el drama de su mundo, al cual aporta su concepción ética y su sentido desengañado de la vida, desde una lejanía que acentúa las luces y esfuma las sombras, o en muchas ocasiones las acentúa también, como en la Historia General del Perú, que en la narración de las guerras civiles es la parte más viva de todos los Comentarios y cuenta entre los poemas épicos de América. Una épica con una nota original de protesta -por más que se profese respeto formal a Su Majestad y a los españoles-, que es hoy uno de sus mayores atractivos.

Hace años Luis Alberto Sánchez afirmaba79 que la épica verdadera de América no nace con la poesía de la conquista, sino con la novela del siglo XX. El crítico se refería a Ercilla, pero ya en los Comentarios Reales, y precisamente en su segunda parte, coexisten épica y novela, en una creación artística que conserva intactos, a través del tiempo, su frescura y su interés, rescatándola totalmente del olvido.





 
Indice