Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

«Los coolies del Kaiser»

Ricardo Gullón





La frase certera de Remarque reveló -en su momento- el sabor que la tierra tiene para el soldado.

La tierra es para el combatiente más que una esposa, más que una amante, más que una madre. Ella es la que lo recibe en su seno cuando, de pronto, se aplasta -se crispa- sobre ella, sintiendo volar en su torno trozos de metralla, palpando esquirlas de las bombas que se incrustan a dos centímetros de su cabeza, mientras sobre la miseria de su cuerpo silban proyectiles de todos los calibres. Desearía el soldado fundirse con la tierra que amorosamente le acoge, diluirse en ella, momentáneamente, para salvar una vida que, diez pasos al frente, puede quedar definitivamente interrumpida.

Y en el mar al «gris» miserable, hasta la tierra le falla; tiene, por toda esperanza, la de morir achicharrado en alguna torre blindada: «Anna» o «Elisa», sin ver al enemigo que rubrica su existencia a diez, quince, kilómetros de distancia. O bien, sentir como el buque, ávido de sensaciones, se curva hacia un costado y el «coolie» muere al ser anegada la cámara acorazada en que se encuentra, por sus mismos compañeros, por la precisión de que el barco recobre pronto el equilibrio perdido.

Las cabezas de los vigías que caen sobre cubierta desde «el nido de grajos», se quiebran como avellanas que al abrirse mostrarán su contenido sucio de masas encefálicas que las olas arrastrarán en afán de pulcritud.

Banquetes de la oficialidad: embriaguez, respetando las jerarquías. Allá, en el fondo, los «coolies» en sus hamacas bamboleantes se asfixian por el vaho amargo de tantos cuerpos en tan reducido espacio: el aparato de ventilación ha cesado de funcionar porque su ruido molesta a los bravos oficiales. Estómagos semi-vacíos -colinabos y pan de serrín en raciones escasas- alzan voces maldicientes, brazos crispados, jetas contraídas por los aromas que llegan de las cocinas de los oficiales. Seis platos, ocho vinos de marca, música a todo trapo, vomitonas, hurras a su majestad imperial, risas estridentes, ruidos de zarabandas de orgía.

No importa que la marinería no duerma, puesto que a diario pasa lo mismo. Ya están acostumbrados. No dormirán; pero en cambio, apenas apagados los postreros ecos del festín, ellos, los siervos, habrán de izar sus molidos cuerpos y comenzar los agotadores trabajos que durante todo el día les retendrán en estas modernas ergástulas de acero: baldeo de cubierta, ejercicios, pintar las chimeneas y los costados del monstruo, enconvarse sobre las pesadas carretillas colmadas de carbón, resoplar con fatiga ante las ardientes e insaciables calderas, mientras el sudor cubre su cuerpo desnudo y extenuado.

Menos mal que hay otras cosas: escapadas al sórdido café donde hasta puede verse a una mujer, a las letrinas del astillero, el mejor lugar de tertulia, porque allí no asoman los contramaestres sus morros curiosos y puede el marinero fumarse una pipa charlando con los camaradas de las demás unidades de la escuadra.

¿Y el héroe? ¿Dónde se halla? Aquí, en la flota, no se le apercibe fácilmente; al final, sí: cuando el fogonero Alvin Koebis se yergue ante el Tribunal de Guerra y consciente de que al hablar así firma su sentencia de muerte, vemos al héroe, al noble y valeroso héroe de su Idea, que, como los mártires cristianos, serena, reposadamente, confiesa su fe, sin vacilaciones ni retractación.

Y muere, pero no infructuosamente, como los desdichados de las batallas con la «Gran flota» inglesa, que sólo lograron con su muerte ascensos para los jefes. Meses después de ser fusilado Koebis, el plante decisivo de los parias. Y el fin de la guerra.

Theodor Plivier, el autor de esta nueva novela de guerra -finalmente traducida por V. Orobón Fernández- ha rendido con ella un tributo de merecido homenaje a los oscuros marinos de la flota alemana, y elevado un documento acusatorio de crecido valor contra la impotencia de sus jefes.

Quizá sea esta obra lo mejor que se ha escrito sobre el tema bélico. Falta en ella el lirismo que campea en las páginas de Remarque, y el ímpetu acusatorio que se alza en el libro arrollador de Barbuse; pero no por ser más objetiva, es una acusación menos rotunda.

Muestra en toda su descarnada diafanidad el horror de la guerra, en un estilo seco y recortado que se amolda a las exigencias temáticas con la más perfecta educación.

Las cifras con implacable contundencia, cubren la novela en toda su extensión. Batalla de Skáper Rak: ¡16.000 kilogramos de artillería contra 24.000 kilogramos! Duelo a 15 kilómetros; ¡480 quintales de hierro contra 320! 27 calderas, 81 portillas de hornos, 260 metros cuadrados de superficie de parrillas, las carboneras alojan 3000 toneladas de carbón; un tren de 300 vagones de largura; en cada acorazado, esto.

Se hunde el «infatigable»: 1.017 hombres. Vuela el «Queen Marg» arrastrando consigo 1.256 hombres. Turbinas en el vacío: 110.000 H. P. y 9.000 H. P.

De 600.000 toneladas de barcos alemanes faltan 61.180 al terminar la batalla. De 1.000.000 de toneladas inglesas, 115.025 han desaparecido: ¡9.526 muertos en el Skáper Rak!

Y la descripción de trazos enérgicos, sobrios, cobra plasticidad en la lectura sobrecogiendo el ánimo con su frialdad.

Que nos hace sonreír en la última página, con la respuesta que el megalómano y odioso Guillermo II da al teniente coronel Niemann que le aconseja morir al frente de sus tropas: -¡Ya pasó la época de los gestos heroicos!





Octubre 1930.



Indice