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Los cuentos de Daniel Moyano

Rita Gnutzmann Borris





Varios críticos han mencionado la existencia de ciertos temas que se repiten con frecuencia en la obra de Daniel Moyano como la orfandad (V. Gil Amate), el exilio1, la búsqueda de valores auténticos (S. T. Clinton), la adolescencia como etapa formativa (R. Gnutzmann) o el ambiente social opresivo (R. Schweizer)2. Casi todos sus relatos se ubican en una zona determinada, el noroeste argentino, región pobre y marginada como es el caso de La Rioja donde el autor vivió gran parte de su vida y la que desde hace más de un siglo se desangra a causa de la emigración de sus habitantes en busca de una mejora social3.

Creo que se puede encontrar la combinación de estos temas en varios textos suyos, pero especialmente en dos cuentos que me propongo analizar detalladamente aquí: «Los mil días» y «Para que no entre la muerte», publicados con una diferencia de diez años, el primero en La lombriz (1964) y el segundo en El estuche del cocodrilo (1974)4. Aparte de la frecuencia de los temas mencionados, también se ha hecho hincapié en el elemento autobiográfico de la escritura moyaniana. Como se sabe, Moyano perdió a su madre a los seis años y el padre abandonó a los hijos. El niño Daniel vivió primero con distintos tíos, siempre pobres, incluso estuvo recluido en un reformatorio durante algún tiempo hasta que el abuelo materno lo recogió. En alguna ocasión confesó: «El viejo de mis cuentos es él»5.

En «Los mil días» se cuenta la vida de una familia de inmigrantes italianos; el abuelo, tras veintiocho años de duro trabajo decide descansar, pero el gran número de bocas hambrientas, resultado de la fertilidad de sus hijas, lo mantiene en un desasosiego constante hasta que un día debe anunciar la muerte segura de todos una vez gastado el último billete extraído del baúl que trajo consigo. En el cuento «Para que no entre la muerte», una familia debe buscar otro lugar para construirse una casa. A causa de la pobreza el abuelo montará la nueva morada con objetos que rescata del río y, una vez terminada su tarea, se extinguirá paulatinamente. En ambos cuentos el punto de vista es el del joven nieto huérfano de padre, llamado Juan en «Los mil días» y anónimo en «Para que no entre la muerte», aunque en un caso se narra en tercera persona («Los mil días») y, en el otro, en primera.

Como se ve, coinciden los temas (infancia y pobreza), los personajes, el escenario y las relaciones, principalmente la del nieto-narrador con su abuelo, lo cual permite sospechar el mencionado fondo autobiográfico de la infancia del autor. A pesar de la coincidencia hasta en detalles menores como el físico del abuelo con sus bigotes, su sombrero y la pipa en que fuma, la radio que sirve para que las tías se entretengan y la arañita que está presente en ambos textos, en una lectura más profunda el crítico observa tantas diferencias que nos hacen sospechar una elaboración artística de «obsesiones» -para emplear el término vargasllosiano- que supera ampliamente la experiencia vivencial.

Uno de los temas principales lo constituye la pobreza, comenzando por la de la provincia del interior, frente a la riqueza de Buenos Aires. Sin embargo, en «Los mil días» parece que alguna culpa tienen los hijos que no quieren trabajar, por lo que el viejo los echa uno tras otro, excepto al más joven, Ninno, que está haciendo el servicio militar. A pesar de su interés en buscar trabajo también él, para sobrevivir, debe abandonar la provincia e ir a Mendoza. Este cuento, además, fija temporalmente la historia: se nos dice que el abuelo llegó al país en 1902 y cuando se radica en Córdoba ya estamos en 1930 y «había comenzado un proceso de crisis en el país» (Lmd, p. 46), esa «inflación (que entonces era una novedad)» (Lmd, p. 45). Aunque se trate de una indicación vaga, el lector pensará en los años treinta o cuarenta como fecha para la historia; en «Para que no entre la muerte», por el contrario, no se ofrece ninguna alusión temporal concreta; es más, la mención de constantes inundaciones alude a una vida dominada por la naturaleza antes que por los hechos socio-históricos o económicos, por lo menos en lo que a la vida del abuelo se refiere, aunque es cierto que para otros miembros de la familia, como por ejemplo las hijas, también se constata el deseo y la necesidad de ir a Buenos Aires para vivir cómodamente y convertirse en «señoras elegantes». Asimismo muchos de los nietos han ido a trabajar en grandes fábricas, «amplias y hermosas» en las que entran «como si fueran los propios dueños». Se deduce ya de estos detalles que, frente al tono opresivo de «Los mil días», el segundo relato prefiere un final cercano al del cuento de hadas, lleno de luz y belleza y no se mencionan directamente la explotación y la alienación que se sufre en la ciudad en novelas como Una luz muy lejana y El trino del diablo, aunque se puede sospechar cierto deje irónico en el «final feliz» de esos primos y tías.

Por otro lado, si tenemos en cuenta el título de ambos cuentos, resulta obvia una preocupación distinta por parte del autor: el título de «Los mil días» alude al número de días de supervivencia que garantiza el último billete, es decir, se trata de una muerte económica y el dinero es la preocupación central del abuelo6. Al contrario, la muerte anunciada en el segundo cuento viene de la naturaleza: no acertar en el emplazamiento de la casa conlleva la destrucción de la misma en una futura crecida del río; pero si el río puede causar la enfermedad y la muerte, también es el que trae la supervivencia con sus desperdicios y el abuelo sabiamente saca de él todos los elementos de la vida. Este abuelo, aún más anónimo que el otro, puesto que de aquel sabemos su origen y toda su historia desde su llegada a la Argentina, posee saberes profundos (aparte de la habilidad de encontrar objetos de provecho en el río) como cuando descubre los «misterios de la lluvia» o anticipa las nevadas y la «Creciente Terrible», sabiduría recompensada al final, puesto que no sólo salva a su familia de la muerte sino que también mejora su vida, dado que el arroyo pasa desde entonces «al frente mismo de la casa, y los yuyos para los hijos de mis tías quedaban al alcance de la mano» (Pqn, p. 62). No es difícil trazar una línea entre este abuelo y otros viejos de los relatos moyanianos, muchas veces de origen indígena, como el padre de Jacinto en Una luz muy lejana (1966), el viejo padre del coronel en El oscuro (1968) o el abuelo Aballay que libera a los suyos de la represión en El vuelo del tigre (1981). Al contrario, el abuelo de «Los mil días» está relacionado con lo material, es decir con las finanzas, hecho simbolizado físicamente en la caja de monedas7 y no sorprende que se insista en su pasado, mientras que el otro viejo sólo está preocupado por el futuro: una construcción segura contra la muerte8.

También en las relaciones entre los miembros familiares se observan diferencias. Una lectura rápida nos da la misma composición de una gran familia, dominada por el abuelo (al que se añade una abuela en «Los mil días»), una serie de tías fecundas y sus hijos, aparte del niño, futuro relator. En el cuento del abuelo italiano, este niño es el único hijo legal de entre todos los nietos; resulta ser el mayor de los primos, al haber nacido de la hija mayor, la única que se casó, pero que ya murió. Esta legitimidad del niño parece influir en la relación íntima que el abuelo mantiene con él frente a los demás que le resultan insoportables y que le estorban. A su vez la intimidad de la relación con el abuelo conforta y fortalece al niño, marginado afectivamente del resto de las tías y los primos. El niño admira al viejo, lo imita en todos los detalles y confía en él hasta tal punto de creer que la muerte segura después de los mil días no le incluirá a él, ya que el abuelo lo protegerá más allá de este límite. A pesar de la dureza del abuelo y de su mal humor, la relación entre nieto y abuelo en «Los mil días» es buena, hasta tal punto que se califica al abuelo como «un ídolo para el niño» (Lmd, p. 47) al que concede vicios como fumar incluso en su propia pipa y al que considera compasivamente una «pobre criatura». Resalta la diferencia el que este nieto tenga nombre (Juan) mientras que los demás niños quedan innominados. En efecto, con los demás nietos el abuelo es duro, distanciado e incluso cruel (les pega con varillas en las piernas), sin preocuparse de su existencia excepto para quejarse del dinero que debe gastar en su comida. También a las hijas las trata con rigor y les echa en cara sus gastos y hasta las vigila para ver si le roban. Como se ve, este abuelo está obsesionado con el dinero y con el trabajo, cuando de sus hijos haraganes se trata. La voz del abuelo, por lo demás, es la viva expresión de su actitud hacia la familia: «gritar» y «gritos» («desaforados») son el verbo y el sustantivo que más se repiten para calificar su voz. También las tías son negativas; después de haber sido fecundadas se transforman en una especie de batracios indiferentes, grasientas, perezosas, únicamente interesadas en revistas y radio-novelas, en fin, se convierten en verdaderos parásitos. Al final del cuento, queda patente esta escisión en bandos de la familia, con el abuelo por un lado y la abuela y sus hijas por otro, enfrentados en orden de batalla (Lmd, p. 55).

Todo lo contrario ocurre en «Para que no entre la muerte»: también en este cuento los nietos son naturales, incluido el propio narrador; pero aquí la legitimidad no tiene ninguna importancia, puesto que el abuelo los acepta uno tras otro «con alegría»; si en la otra familia sólo Juan puede tirar de los bigotes del abuelo por el odio que éste tiene a los demás nietos, aquí todos los bebés se prenden de ellos. También las tías se describen de otro modo, como jóvenes alegres con vestidos de colores y pliegues, bien perfumadas; también ellas disfrutan únicamente de las canciones ñoñas de Libertad Lamarque durante el día y de las relaciones amorosas de noche, sin embargo el abuelo trata a todos con el mismo amor, incluidos los novios de las hijas como se deduce del hecho de que conozca sus nombres y los llame con el diminutivo («Pablito, Pepito»). Aun cuando también en este texto la relación entre el abuelo y su nieto-narrador es especial, ésta de ningún modo influye negativamente en la que existe con los demás. Y si las tías de «Los mil días» son egoístas y se abandonan9, a las del otro cuento no les importa sufrir la incomodidad de dormir hacinados todos en una habitación «para evitarle al viejo el llanto nocturno de los chicos» (Pqn, p. 61). Como ya se mencionó, las tías de Juan terminan como parásitos animalizados; al contrario las «hermosas» tías y sus amantes de «Para que no entre la muerte» prosperan en Buenos Aires como mujeres elegantes con «hermosos perros que sacan a pasear por las plazas iluminadas». Si Juan es un marginado en la familia italiana, el niño anónimo participa activamente en la suya y busca remedios para la «pancita» (id., p. 57, repárese en el diminutivo cariñoso) de sus primos.

Veamos, a continuación, algunos aspectos formales de los textos analizados y en general de los cuentos de Moyano. Para ello nos puede servir la comparación con las ideas expresadas por un precursor eminente, el uruguayo Horacio Quiroga. En primer lugar, ambos escritores afirman que el cuento es un género más difícil que la novela y más cercano a la poesía, razón por la que «el lenguaje tiene que estar muy ajustado. Es como un capricho de Paganini, que hay que tocarlo en un buen violín y bien tocado»10. Ambos insisten -siguiendo ya las pautas del norteamericano E. A. Poe y su «efecto único»- en que el comienzo del cuento ya debe contener su desenlace11. De hecho, aunque la forma inicial de los dos cuentos analizados sea distinta: por un lado una presentación narrativa («Los mil días») y, por otro, de acción, ya en las primeras líneas los dos textos anuncian la historia que desarrollarán: el Viejo que se enfrenta al arroyo ante la mirada del nieto en «Para que no entre la muerte» y el baúl traído de Italia y el abuelo en «Los mil días», con la mención del niño-narrador en el segundo párrafo.

Ambos autores rechazan el «truco» del folklore (o «cuentos de color local») que sirve para hacer una literatura regional, expectativa casi obligatoria contra la que Moyano siempre se ha rebelado12. Ambos, igualmente, rechazan el lenguaje mal hablado con la pretensión de captar el ambiente y la idiosincrasia del provinciano. Moyano tiene una alta conciencia del valor de las palabras y sobre todo de su musicalidad; elogia la oralidad en la literatura, no por su pretendida sencillez y mucho menos para hacer gala de una trascripción fonética de una región concreta, sino por su ritmo y su tonalidad. Para él, «las palabras tienen que pasar por los sonidos» y el lenguaje ha de tener «una dinámica»13.

En ambos cuentos Moyano emplea un estilo sobrio, sin regionalismos, con poca adjetivación (excepto cuando, por ejemplo, quiere crear la sensación de color y alegría que se desprenden de los vestidos de las jóvenes tías en «Para que no entre la muerte»). Las frases tienden a ser breves y la sintaxis suele ser sencilla, con el predominio de frases coordinadas por copulativas o adversativas, construcción que permite una fácil lectura. Pero ante todo llama la atención la casi ausencia de diálogo; la mayoría de las veces éste es narrativizado y las pocas frases en estilo directo son breves y contundentes: «menos bocas», «pobre criatura», «bueno, papá», «Tu madre»... No es vano mencionar aquí el hecho de que Moyano reescribía sus cuentos constantemente, puliéndolos y depurándolos como saben los que han tenido contacto personal con él14.

También se puede pensar en Quiroga y sus «trucos» por ser uno de los primeros autores latinoamericanos que rechazan la visión de un narrador omnisciente y exige la restricción del punto de vista al de los personajes («Decálogo», n.º 8), sugerencia que Julio Cortázar ha elogiado como gran acierto igual que el propio Moyano que recuerda esta recomendación en una entrevista con su compatriota Mempo Giardinelli15. Esta visión limitada se observa claramente en ambos cuentos: aunque se narre la historia anterior del abuelo italiano en «Los mil días» -se supone que éste u otro familiar se la contó a su nieto- la comprensión es la típica de un niño. En el cuento se insiste en que Juan no entiende lo que pasa en el mundo de los adultos; esta falta de comprensión se subraya mediante el abundante empleo de los verbos de pura sensación como «ver» y «oír» que dominan la narración. También en «Para que no entre la muerte», a pesar de que el narrador ya no sea un niño cuando cuenta su historia, se mantiene una actitud de sencillez e inocencia adecuada a la de la época de aprendizaje de la vida, por ejemplo cuando habla de la fertilidad de las tías y la llegada de los niños: «de tanto en tanto, según la luna, nacían hermosos bebes» (p. 57). La actitud de admiración, la alegría a pesar de la difícil situación, las canciones y los llantos aportan otro tanto a esta perspectiva inocente, sin que el narrador adulto intervenga con sus comentarios y conocimientos superiores y posteriores al tiempo de la historia. El mundo representado es sentido a través de la mente del narrador-niño y como tal los debe captar el lector.

Para terminar: como hemos visto, Daniel Moyano plantea en los dos cuentos una vez más el tema de la infancia y la pobreza, presente también en textos como «La lombriz», «Mi tío sonreía en navidad», «Al otro lado de la calle en el tiempo», «La puerta», «Una partida de tenis» y otros16. Aunque se trate de una obsesión de experiencia personal, el tema varía en cada uno de los cuentos mencionados y el autor les ha impuesto una forma artística impecable, superando lo autobiográfico gracias a un estilo sobrio, alejado de todo sentimentalismo o folklorismo.





 
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