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ArribaAbajoTercera parte

Sala de mujeres



ArribaAbajoSueño médico, místico y moral a la Exc.ma señora Doña Teresa de Silva, Ríos y Mendoza, mi señora condesa de Luna, etc.

Exc.ma señora.

Luego que el encogido temor de mi venerable respeto se determinó a estampar en el primer tomo de mis desvalidas obras los preciosos caracteres del sagrado nombre de V. E., conseguí todo el honor, la defensa, la hermosura y felicísimo premio de mis ingratos estudios y fatigas. Lo perezoso de la prensa me ha retardado la gloria de sacrificar a los pies de V. E. los humildes rendimientos de mi veneración, dejándome en las estrecheces de su angustia sofocados los apacibles motivos de mis respetuosas expresiones. Ya no me puedo valer con las reverentes ansias de mi espíritu, y mi deseo no me deja esperar a sus molestísimas dilaciones, y aunque mi consideración me persuade menos desgraciado aquel culto, quiero echar la mano de este más pronto sacrificio, porque con la brevedad del obsequio se anticipan mis venturas, y se acallan los impacientes gritos de mi dichosa servidumbre.

Al sagrado de V. E. dedico el último proyecto de mis delirios en esta tercera parte de los Desahuciados del Mundo y de la Gloria, con el que he dado fin -quiera Dios que con utilidad del público- a los más preciosos sistemas y fenómenos de la medicina y la moral. Hasta aquí todo ha sido soñar, y mis tareas han salido como hechas a ojos cerrados; pero ahora que los abro tan dichosamente, espero que mis vigilias y mis desvelos me venguen de los disparates de mis modorras. Desde hoy empezará mi despabilado juicio a poner distintas luces a mis nebulosas tareas, y no dudo que estando en mi acuerdo salgan más lúcidos al teatro del público los negros rasgos de mi embotada pluma, y más cuando imagino en la benignidad de V. E. y su soberana protección, cuyos caudalosos resplandores ilustrarán las moribundas luces de mi tenebroso y descaído ingenio.

El celestial influjo que me inspiró la solicitud del patrocinio de V. E. me prometió todas las venturas que puede apetecer el noble delirio de una ambiciosa fama. La presunción sola de su imaginada afabilidad me tiene ya en la banda de las felicidades, y fuera de los dominios de la inconstancia de mi mala fortuna. Yo creo que no es posible ser más dichoso; y así no he pensado en más prosperidades, pretensiones, ni honras que en la de suplicar a V. E. que no me deseche de su amparo, y que se digne de admitir este breve culto, mientras que la ingratitud de la prensa me vuelve el que ha días que consagré a sus pies, y que reciba las humildes, respetuosas y festivas abundancias de mi corazón, el que estará continuamente rebosando gozos, adoraciones e infinitas gracias por la suma piedad con que espero que ha de engrandecer mi anterior abatimiento.

Nuestro Señor guarde la deseada vida de V. E. para honra, consuelo y alegría del mundo. Salamanca hoy último de abril de este año de 1737.

Exc.ma señora

B. L. P. de V. E. su humildísimo Siervo

El Dr. D. Diego de Torres




ArribaAbajoPrólogo

Para el que venga a leer con buena o mala intención, y sea quien fuere, que ya ha perdido el miedo y la vergüenza a los lectores


Ya es éste el último de mis sueños. Aquí dan fin mis modorras y mis disparates. Desde mañana empiezo a velar y a escribir con mis cinco sentidos libres y desembarazados del polvo y la paja de los vapores. Si he sido molesto con esta idea, yo me lo pierdo y yo me lo perdono; contra ti no va nada, porque ni has puesto tiempo para escribirla, ni pierdes caudal alguno en su impresión. Si no la lees, no sé si haces bien; si la compras, haces mal, que no te faltará quien te la preste y te ahorras esos cuartos. Si te das el chasco de leerla, más he trabajado yo en escribirla; con que de todos modos soy el perdido y déjame en paz, pues no gasto de tu patrimonio. Para vivir, sanar y hacer felizmente el último viaje, te he propuesto en estas obras lazarillo que te adiestre y luz que te guíe. Síguelos, que no te perderás, aunque te parezca que te encamina un ciego. En el proyecto de estas tres partes te he pintado los enfermos como están en las camas, no corno los ponen en las escuelas, donde fácilmente se curan todos sin sanar alguno. Me persuado a que es más demostrativo el modo de conocer la enfermedad a la cabecera del enfermo, que en la cátedra del doctor, porque éste desde su púlpito habla solamente, y el otro desde su cama informa no sólo con la lengua, sino con todos sus miembros y sentidos. Las especulaciones y parlerías de las aulas sólo sirven para engañar a los inocentes o los ignorantes en el legicón de la medicina. Las observaciones al pie del postrado son las que desengañan y aprovechan aun a los que no están instruidos en las difiniciones medicinales. El medio útil de la muerte también se hace más sensible, y más venerable a las almas en las angustias de los moribundos. Los arrepentimientos del pecado mejor los introduce un agonizante o un difunto que un predicador. Materia te doy bastante en estos desahuciados para la enmienda de tus vicios y de tu salud corporal; si la quieres coger, buen provecho te haga, y si no, déjala, que a mí todo me sirve. Dios sabe que mi intención es la de que caminemos con rectitud el uno y el otro, tú con los resplandores de mi escritura, y yo con las luces de la meditación que me producen mis trabajos. Nunca tuve vanidad ni presunción de maestro, sólo me ha rodeado la buena condición de estudioso; acuérdate de ella para saberme perdonar los defectos que encuentres, que yo de mi parte estoy pronto para disimular tus tortuosas inteligencias, que las más veces está el pecado en el que lee y no en el que escribe, aunque sea el pobre escritor el que siempre lleva los azotes. Si nos disimuláramos los unos a los otros, viviría más pacífico el mundo, y esta correspondencia es imposible en ti y en mí. Habla y murmura, que yo te juro defenderme a prólogos, siempre que te vengas a poner faltas o sobras a mis papeles. Dios nos guarde al uno del otro, y viviremos en paz.




ArribaAbajoSueño al mismo amigo

Torpe, abutardado, perezoso y sacudiendo con lánguidos esperezos una remolona laxitud, que se estregaba por toda mi humanidad, me levanté ayer tarde de la mesa, dejándola rodeada de algunos alegres comilones, que habían servido de mucha honra, de gran gusto y de buen provecho. Con unos palominos -que por descuido de la templanza o por atropellamiento de la economía se entraron en mi olla-, un trozo más de vaca y algunas zurrapas del clarete se dilató el apetito, se atropelló la dieta y se puso la racionalidad al peligro de dar de bruces sobre las brutalidades de la borrachera. Los hidrópicos vapores, hinchados de la copia extraordinaria de la comida y de los sorbos, desmoronaron de mi cerebro algunos zumos, que colándose por las fibras de los nervios, me continuaban los estirones de brazos, las aberturas de boca, y otros preternaturales corcovos, con que en una misma coyuntura se saboreaba y se rendía mi cargado cuerpo. Arrastrado de los pies sin que lo supiese la cabeza, me descuaderné de los amigos, y di con mis costillas sobre un escaño, que sirve de rústico adorno a mi aposento y de suavísimo regodeo a mi pereza. Dulcemente cariñosa empezó a agasajarme, y yo recibía sus amores con tal desprecio y olvido de las comodidades, que me estaba burlando, y haciéndole dos higas al mordaz frío del enero, que con el índice de un vendaval furioso me las estaba jurando de tiritonas y moquitas. Aporreábanse unos con otros los irritados átomos del aire con tan horrible estruendo que me pareció que rugían en la estrechez de mi habitación una caterva de alguaciles hambreones, o una tropa de comisionistas poseídos de la rabia y la miseria. Los bramidos de su cólera rodeaban por todas partes mis orejas, y por un ventanillo que permitía una escasa luz a mi breve aposento, me arrojaba vómitos y espadañadas tan injuriosas y desapacibles que a dar en otros hocicos más delicados, los hubiera mordido la carnadura y la tolerancia. Pero como yo gracias a Dios tengo hecha la paciencia a mayores porrazos y los oídos a más revoltosas tormentas, me hice sordo y desentendido a sus bocanadas. Dejé, no obstante, el escaño con gran paz, y agarrando un manojo de trapajos, tapié la gatera y dije entre mí: «Como yo cierre mis ventanas poco cuidado me dan todos los troneras del mundo.» Escondido el cuerpo entre dos mantas, y rodeada la cabeza de un gorrete de felpa de Santiago, me volví a tumbar sobre mi basto catre. Con la nueva obscuridad y los más sordos zumbidos del viento, pues ya me sonaban a arrullos sus voraces soplos, me quedé como dormido, y entregado a las correrías, juguetes y disparates del sueño. No quedó pensamiento triste, bulto fúnebre, memoria funesta ni tabla horrible que no saliese a ser melancólico objeto de mis aprehensiones. Los diablos, los precitos, los difuntos, los agonizantes y otras tristísimas visiones eran las alegres imágenes que se presentaron a los turbados ojos de mi medrosa imaginación. Danzaban por las mansiones de mi celebro tan deformes y endemoniadas figuras, que muchas veces he creído en mis vigilias que algún diablo íncubo se acuesta con mi fantasía, pues la hace parir tamañas monstruosidades. ¡Mágico prodigioso es el sueño! ¡Qué bien que transforma, pinta y abulta en los espacios imaginarios las aéreas y fabulosas imágenes para engañar nuestros sentidos y potencias! Pero ninguna vez de cuantas me ha burlado el alma con sus mentirosas perspectivas ha dado más viveza a las fantásticas figuras. En sus cuantidades y máquinas me persuadía tan de bulto los abominables accidentes de la fealdad y la fiereza, que se dejaban tocar de los ojos, del susto y del pavor. Rodeado de congojas, angustias y rigores estaba mi espíritu, cuando apareciéndose en medio del tropel mi viejo etíope blandiendo su rudo porrón, puso en quietud su revoltosa y descuadernada cuadrilla, y yo respiré y me sacudí de los temores que oprimían mi pecho con el oportuno socorro de mi diablo, porque la frecuencia de sus apariencias me ha hecho tan familiar con su diablura, que muchas veces me arguyen los desvaríos del insomnio, o a que ya soy tan diablo como él, o a que él es tan hombre como yo. Hallábame muy contento con sus lecciones y su civilidad; y su compañía me era tan apetecible como la de otros diablos que en figura de gentes andan alrededor de mí, tentándome para los peligros con la lisonja, o persuadiéndome para las maldades con la cautela.

Con una blandura increíble en su rabiosa desesperación, y con la ciencia innegable a su malogrado espíritu, empezó a divertirme de tal modo, que yo estaba por entonces haciendo juicio de irme con él hasta el cabo del mundo. ¡Tal es el poder del agasajo y la sabiduría, que saben hacer bienquisto aun al mismo demonio! No obstante su civilidad, yo padecía mis temores y mis desconfianzas, e interiormente me prevenía contra sus cautelas con los reparos de la fe y de la religión, porque es mula falsa, y cuando menos se recata un cristiano le suele apretar los coces tan furiosos que lo puede poner en los infiernos. Díjome que su tercera venida al mundo se ordenaba a mostrarme los últimos Desahuciados del Mundo y del Cielo; y que era preciso que reconociese los vicios y defectos de las hermosas y delicadas máquinas de los cuerpos femeninos, porque en la diversa conformación de alguno de sus órganos resonaban muchos achaques de diferente armonía que en los de los hombres, y para notar sus desconciertos era forzoso oír y ver en el práctico examen sus alteraciones y mudanzas. Asustóme mucho su noticia y su determinación, porque el conocimiento de mi fragilidad y lo fuerte de la ocasión pusieron delante de mi conciencia tan evidentes los peligros, que ya lloraba a mi antojadiza voluntad en el poder de los consentimientos. Alenté, pues, a mi temoroso espíritu con los propósitos de mi resistencia, y fortalecido con la esperanza en Dios le respondí que estaba pronto a seguir todos los pasos que se dirigiesen a tan útil y sabio fin. Dio sus órdenes secretas a la runfla de los otros diablos, y tomando éstos el lugar posterior a nosotros fuimos caminando al melancólico teatro de las dolencias, adonde sólo cubren el aire suspiros profundos, quejas lastimosas, ayes tristísimos, hedor contagioso e insufribles inquietudes y agonías. Tocamos, pues, el umbral del antiguo hospicio, mansión de las piedades y las angustias, centro de los desengaños, las zozobras y los alivios; adonde se burlan los achaques y las miserias de las confianzas y altanerías de la robustez; adonde se descubren y castigan las cobardías, debilidades y baladronadas de la juventud; y últimamente donde acaban de ver nuestros ciegos sentidos la ruina y la muerte, y el desvanecimiento de la soberbia humanidad. Quedáronse a la puerta en acecho de las almas que habían de salir los horribles demonios que nos seguían, y yo me entré con el mío atravesando varias piezas de enfermos, hasta llegar a la que contenía a las mujeres. Detuve a la vista, y paré a la atención sobre la primera cama, y vi en ella lo que sabrá el que quisiere leer u oír.




ArribaAbajoCama primera

La histérica


Estorbando a los arrojos de una involuntaria indecencia, y rebatiendo las furias y los daños que pudiera inducir un loco afecto que tenía arruinado el juicio y la razón de la enferma de esta primera cama, estaban dos piadosísimas mujeres, a quienes el frecuente ejercicio de su caridad y de su amor había puesto el cariñoso sobrenombre de madres. Sostenían y aliviaban con las débiles facultades de sus brazos a la robusta enferma, la que porfiadamente se aporreaba con violentísimos saltos, golpes, corcovos y otros irregulares rehurtos de todo su cuerpo. El aspecto, aunque desfigurado con la violencia y los extraños movimientos de las convulsiones y otros síntomas, se manifestaba agradable, hermoso y delicado. La piel del rostro, y aun de todo el cuerpo, había adquirido alguna tintura más rosa que la que aparece en el estado natural con tal cual remezcla de lo cárdeno. Las facciones y miembros, el rato que les consentía alguna quietud lo revoltoso del accidente, guardaban una apacibilidad, compostura y agrado tan poderoso que pudiera alterar a la carne más difunta y traer hacia sí al apetito más retirado del mundo y del demonio. Repetíanle con lastimosa porfía los insultos y síntomas con tal voracidad y desorden, que a cada instante la llevaban a las puertas de la muerte. Las ansias, las aflicciones y vuelcos del corazón eran frecuentes; pero tan ignorada la causa y efecto de la angustia, que no sabía la triste enferma, en los breves ratos que se volvía a su juicio, dar razón de su naturaleza, de su congoja, ni de la variedad y poder de sus quejas e invasiones. Las inquietudes y provocaciones al vómito la brumaban toda la humanidad. Quedábanse todos los acometimientos vomitivos en terribles náuseas, regüeldos continuados y arqueadas violentas, sin poder arrojar materia alguna. La región vital consentía horrorosas opresiones, angustias y acometimientos, ya en el pecho, ya en las costillas, diafragma, fauces, región de ombligo y abdomen; y todas estas partes eran acosadas de fuertes y molestísimas dolencias, y la contracción de sus músculos y nervios tan rigorosa y opresiva, que le apagaba la respiración por mucho tiempo. En el pulso -que lo toqué cuidadosamente- advertí un extraño y notable desorden y retracción; discurrí que se producía su alterada deficiencia de la coagulación de la sangre y de lo perezoso de su círculo ocurso, por la convulsión que suelen padecer las vísceras de la vitalidad, o por la altura del sospechoso fermento histérico, cuya malicia austera ácida arruga lo filamentoso y coagula lo líquido, dejando a las tristísimas dolientes entre los aparatos de síncopes, las angustias, saltos y opresiones del corazón, y otros funestos accidentes. Paréme un poco observando los movimientos de esta región vital, y de repente veo conturbada y poseída la animal de las locuras del delirio y de los insultos de la epilepsia, con raras y particulares contracciones en lo musculoso. La postura del cuerpo y las facciones era extraordinaria, los gestos de la boca y de los ojos ya ridículos, ya tremendos. Las risas, los llantos, los golpes y las locuciones eran tan raras, espantosas y preternaturales, que parecía estar poseída de otras mujeres o de alguna legión de diablos. Últimamente paró la furia de la agitación y atropellamiento de los síntomas histéricos en una total privación del sentido y movimiento, en cuyo riguroso y mortal achaque acabó la vida la miserable enferma.

-Estas señales -acudió mi etíope- son las frecuentes que descubren y distinguen los afectos uterinos; y aunque has visto morir a esta desdichada mujer, no deberás capitular por mortales estos síntomas, especialmente cuando no demuestra la interna y externa convulsión la gran dificultad de respirar, o los rigores de los síncopes ideopáticos o esenciales, inducidos por estrechez y comprensión de vasos, y el hielo o coagulación de la sangre y los líquidos, que en estos casos son mortales o muy peligrosos los acometimientos del útero. Si estos signos no se manifiestan, no te asusten los aporrearnientos, los vértigos, los dolores, los actos delirosos, los desmayos, los gestos epilépticos, las locuciones que parecen diabólicas, ni otros aparatos furiosos, que ésos todos ceden regularmente a los primeros auxilios de la medicina y la paciencia. Estos signos que has observado son los más distintivos de este achaque; y pues yo tampoco advierto cosa singular en que instruirte, atiende y te explicaré las causas mas conocidas que lo producen.

Esto dijo mi etíope, y prosiguió así.

-La causa formal de este espantoso accidente son los espíritus animales exaltados, revueltos y conmovidos con irregular e implacable turbulencia y desorden. La causa material que los irrita es un zumo ácido, mordaz, restostado y melancólico, fermentado y escondido en alguna de las principales entrañas de los cuerpos del uno y otro sexo. Este suco o acre fermento se cría y estanca en el estómago, en los rodeos y escondites de las tripas, en las glándulas del mesenterio o páncreas, y en el útero o partes de la generación. Alborótase y exáltase dicho suco, ya por el azufre interno, ya por otra causa material externa, y corroe con sus mordicantes puntas las partes filamentosas y nerviosas de dichas vísceras o entrañas. Introduce también en lo animal espirituosos efluvios y vapores acres, ácidos e hipocondríacos, y mezclados los unos con los otros producen la turbación, pelea, alboroto desordenando, arruinando los espíritus inclusos en lo filamentoso y nervioso del abdomen. Introdúcense también estos sucos agitados y revueltos en los vasos, y retardan el círculo de los líquidos, disponen la coagulación y los demás accidentes de la clase y orden convulsivo. Por el consentimiento del abdomen parece también todo el sisterna y orden de lo espirituoso animal, principalmente los contenidos en los pares de nervios, pues éstos distribuyen varias ramificaciones a estas vísceras, como son el par vago y el intercostal. Todos los síntomas histéricos e hipocondríacos de la región del abdomen, y los que se manifiestan en la región vital cuando es molestado el corazón, los pulmones, músculos del pecho, esófago y dichos pares vago e intercostal, todos nacen de estos principios, es a saber: la conmoción, conturbación y mezcla de los espíritus, sucos y fermentos, y la pelea de los unos con los otros. En las mujeres es más frecuente y regular este afecto por muchas causas. La primera, porque el útero es una oficina en donde con más facilidad se fabrican y cuajan estos sucos ácidos, acres y corrosivos. La segunda, porque su organización, temperatura, calor y cualidades trabajan con más pereza los alimentos, y quedan más sucios y tartáreos los sucos de las primeras vías, y por consiguiente le toca a la sangre salir menos depurada, y aun llena de excrementos y recrementos; pues por purificada que salga de sus cocciones, nunca llega al ser acrisolado de la sangre de los varones. La tercera es por la mayor blandura y flaqueza de los nervios, y la suma tenuidad y raridad de los espíritus; pues éstos se les exaltan con facilidad, y encontrando dulzura en el género nervioso, lo penetran y disponen para todos los síntomas locos y arrebatados que se experimentan en las acometidas del afecto histérico. Los olores suaves, subidos y apacibles son causas, aunque remotas, que suelen ocasionar este achaque. La razón es porque ámbar, almizcle y flores olorosas despiden por sus poros unos efluvios cálidos, y éstos encienden, dilatan y rarefacen los espíritus, y agitados y conmovidos corren por extraños y violentos rumbos, y plantándose en alguna de las vísceras o entrañas dichas, las alborotan, conmueven y producen la fermentación penosa de este afecto. Lo mismo sucede con los alimentos dulces; porque éstos se fermentan con mucha facilidad, y si al tiempo de la fermentación se tropieza con algunos zumos puercos de las primeras vías, se ponen en movimiento, y causan entonces estos síntomas. Las mujeres son regularmente golosas, y por esta razón también son más acometidas de este accidente; y porque tienen el ánimo más pronto a las alteraciones y pasiones, y éstas también son causas muy frecuentes y poderosas, y entre ellas tienen el primer lugar la ira, el terror, la venganza, los celos y otras rabias, antojos y locuras, que son como condiciones inseparables de este sexo. La razón de ser las pasiones del ánimo causa de este achaque es porque la continuada consideración de la especie aborrecida conmueve, desbarata y turba los espíritus animales, y si encuentran algún suco ácido, víscido, acre, dormido o aplastado en el útero u otra cualquiera entraña, lo impacientan y ponen en movimiento; y arrojando en la refermentación los vapores y efluvios ácidos austeros, causan los dolores y los accidentes que habrás visto y acabas de reconocer en esa difunta. Éstas son las causas más conocidas y examinadas de este afecto, oye la historia médica, y guarda en tu memoria los específicos de que se valió el arte, que aunque en esta ocasión ha sido burlada su actividad, son sin duda útiles, poderosos y eficaces para detener los arrojos de la furia histérica.

Calló por un brevísimo rato mi demonio maestro, y yo sin poder apartar los ojos y la consideración del melancólico cadáver estaba contemplando la debilidad, la flaqueza y la más blanda estructura de sus órganos. Y siendo sin duda más delicada y más suave que la fábrica de los varones, está rodeada de infinitos, implacables y fuertes contrarios. Seiscientas enfermedades de diversas ideas dicen los médicos que consiente la sentina impurísima del útero, pero yo afirmo que son innumerables e incognoscibles sus alborotos, invasiones y escándalos. En su inmundo charco están rebalsadas y estancadas infinitas corrupciones, crudezas e inmundicias, las que se alteran y enojan por cualquiera de las causas interiores o exteriores, y trepan, se agarran y lastiman todos los órganos del cuerpo poniéndolo en evidentes consternaciones de la vida. Las manías, los furores, las lágrimas congojosas, los duendes hipocondríacos y escorbúticos, la héctica y otras especies de calenturas, todas tienen su nido, su fermentación y su raíz en esta perniciosísima cavidad. Ella es el refugio de todos los delincuentes, y de todos los pecados y descuidos del estómago y primeras vías, pues las materias que escapan sin cocerse y purgarse en las primeras digestiones, luego encuentran su resguardo en el útero. Todo lo consiente, todo lo abraza, y todo lo malicia con su refermentación; de modo que el útero en las mujeres y su apetito no se distinguen en el consentimiento, porque tan antojadizo es el uno como el otro. Su apetito regularmente a nada sabe resistir, nada desecha, y como sea malo, lleva más favorable recomendación para su voluntad; de la misma manera procede el útero, todo lo abarca, todo lo recoge, y todo lo destruye. No hay entraña, cavidad, órgano ni parte, por remota que sea, que no tenga trabazón, comercio y alianza con este venenoso vaso, y por eso cuando se revuelve su piscina sienten los efectos de su ponzoña todos los conductos sólidos y líquidos de la fábrica de este delicadísimo sexo.

Admirábame muchas veces considerando la sujeción y la ruina que padecen las mujeres de nuestro siglo bajo del poder de estas tiranas pasiones. La osadía de estos insultos es tan frecuente en todas edades y temperamentos, como lo acredita la experiencia; el que volviese un poco atrás la memoria verá una notabilísima diferencia entre las mujeres de nuestro tiempo, y las del siglo que acaba de fenecer. Las que hoy viven, viven tan esclavas, y tan debajo de los pies de estos afectos que no pueden percibir los olores de una rosa sin temor, sin peligro y sin el estrago de estos accidentes. Para sus adornos ya sólo echan la mano a las flores y ramos artificiales, y están privadas de tocar cuantas produce la hermosura y la robustez de la naturaleza. Los manjares dulces, y aun los agrios, no pueden llegar a su boca sin el susto a los alborotos histéricos. Las niñas, las mozas y las viejas, todas están plagadas de este maligno achaque. Nuestras madres y nuestras abuelas en el siglo pasado apenas conocieron los enojos de este afecto. Los olores gratos de las flores, las resinas olorosas, los leños, los almizcles y los ámbares eran en aquel tiempo sus ídolos, sus deleites y sus recreaciones. Las ropas interiores y exteriores las bañaban en aguas odoríferas. Los aceites hediondos del succino y el castóreo de aquel siglo eran los perfumes más subidos, y con éstos ahumaban las habitaciones, regaban las casas, y empapaban los vestidos. En el estado del puerperio y la preñez recataban menos el olfato de los penetrantes vapores de los compuestos y simples olorosos. Los hombres también, por contemplarlas algunos, otros por imitarlas, y los más por conseguirlas derramaban la atención, el olfato y el dinero en la solicitud y en las varias composiciones y mezclas de cuantos olores agradables, blandos y apacibles puede brotar la esfera, y disponer el fuego y el arte. No dejo de conocer que muchas afectan y fingen, para lograr sus intentos particulares, los desmayos, los furores, los visajes y otros accidentes con que se aporrean y hacen aporrear a los médicos, pero regularmente son verdaderos estos achaques e invasiones. ¿Quién examinará los motivos y producentes de esta mudanza y total inversión? No ha veinte años que vivían las mujeres zabullidas entre los zahumerios olorosos, y hoy no pueden sufrir a larga distancia los efluvios de un clavel. En tan pocos días no puede haber decaído tanto la organización de este sexo, que creamos que las señales del día del juicio final han de empezar por las mujeres. Yo creo, seria, cristiana y filosóficamente, que el escandaloso uso de la lascivia, y los varios juguetes, bocados y golosinas que ha traído la gula a nuestros países son las poderosas baterías que van demoliendo cada día más sus naturalezas. Las bebidas, las frutas heladas, los ramilletes fingidos, los licores espiritosos, los rosolies, y la frecuente detención que hacen en las mesas nuestras españolas, llenando sus estómagos de la variedad de manjares peregrinos, son la única causa de tales accidentes. Los inmoderados extremos de la música, el baile y las comilonas producen visiblemente los arrojos histéricos y sus continuadas repeticiones; porque en estos congresos -que quieren llamar políticos- se caldean, se friegan y se desentonan las pasiones del ánimo y los apetitos que suelen danzar con esta música.

De esta consideración me apartó mi diablo, y mandándome que atendiese la historia médica, recogí mi discurso y mis oídos a su informe, que fue el siguiente.

-Entró esta infeliz mujer -decía mi maestro- en este hospital acosada de algunas calenturillas y extraños movimientos en la sangre, que se exacerbaban irregularmente, ya dejándola algunos días libre, ya recargando en otros el calor más intenso de la fiebre. Convaleció de este afecto con el oportuno remedio de alguna sangría asociada de los absorbentes y dulcificantes, y cuando se sentía enteramente fortificada y con alientos para restituirse a su casa, le agarró este insulto uterino, que es el que le ha quitado la vida. Volviéronla a la cama las piadosas madres, y ocurrió el médico a remediar la actual invasión, que éste debe ser su primer cuidado en estos violentísimos achaques. No sólo a este fin estuvo atento el cauteloso físico, sino que acudió a exterminar completamente toda la malicia, obedeciendo a los preceptos y práctica médica en esta forma: lo primero, trató de dulcificar, obtundir y resolver lo ácido, acre y austero de la perversa fermentación histérica; lo segundo, miró a comprimir y fijar la rarefacción tumultuosa de lo espirituoso animal; lo tercero, a descoagular, y dar ánimo y movimiento al perezoso círculo de la sangre; y lo cuarto, pensó en atender y cautelarse de la varia malicia de los síntomas. A todos estos fines y cuidados procuró satisfacer con los medicamentos alcalinos, macres, oleosos, salinovolátiles acompañados con los diaforéticos y los opiatos; y atendiendo a rebatir todo el rigor que indicaban los síntomas, mezcló con estos medicamentos algunos alcalinos fríos, de los que contienen la mayor virtud de la estipticidad. Mandó, pues, hacer una tintura, que es famosa y de pronta ejecución compuesta de la goma del gálbano, de la asa fétida, mirra, castóreo, succino preparado, polvos de cuarango, de las raíces de díctamo blanco, genciana, peonía y brionia, bayas y suco de enebro, cinabrio nativo, polvos de la uña de la gran bestia, alcanfor, simiente de peonía y ruda, el espíritu del vino rectificado, el de la sal amoníaco y sal de tártaro. Esta tintura consta de los más selectos y nobles específicos para apagar y absorver los ácidos austeros fermentos histéricos. Añadió a dicha tintura el agua de toronjil y yerbabuena, el aceite destilado de succino, el láudano líquido de Sydenham, la piedra bezoar, la confección de alquermes y jarabe de yerbabuena, y habiéndola repetido por dos veces no consiguió señales de obediencia en la naturaleza, ni debilidad en las fuerzas del achaque. Acudió a templar la región del abdomen con emplastos, y entre los que están escogidos por la práctica más bien ordenada, eligió el más famoso, que es el del gálbano disuelto con proporcionada terebentina, y amasado con la aceite destilada de succino. No se le olvidaron las ayudas celebradas de los carminantes y aromáticos, disponiendo la más efectiva del cocimiento de la ruda, manzanilla, té, matricaria, anís y bayas de laurel, agua de canela, terebentina desatada, y las dos aceites de ruda y de succino; pero de todo se burlaba la poderosa fuerza del achaque. Siguióse la sangría, y aunque le pasó por la memoria el vomitorio antimonial, felizmente usado por Juan Pedro Fabro, no se atrevió a disponerlo horrorizado de su furiosa actividad. Finalmente, como la coagulación de la sangre y líquidos era extremada -según declararon la retractación o deficiencia de los pulsos-, como la cabeza estaba poseída de algunos actos delirosos, y como las tinturas y medicamentos incluían partes opiatas y soporosas, hízose apopléctica; y mudando propósito el médico aplicóse a curarla como tal, y acabó de quitarla la vida cruelmente con las sajas, vejigatorios y los demás tormentos que tiene la medicina para los infelices que sorprehende esta irremediable pasión. No llegó el caso -porque la muerte se puso en medio de sus ideas- de atenuar y poner en movimiento a los sucos ácidos, para precipitarlos y deponerlos con las mismas píldoras que usa hoy la práctica, cuyos ingredientes son: el diascordio de Fracastorio, extracto de Marte aperitivo, polvos de cuarango, asafétida, mirra y gálbano, cinabrio nativo, y uña de la gran bestia, castóreo, sal amoníaco, y sal de genciana y ajenjos, aceite destilado de succino, láudano líquido de Sydenham, jarabe de matricaria y yerbabuena, alcanfor, y elixir de Paracelso. Éstas se dan por tarde y por mañana, y pasados seis u ocho días se administra un leve purgante, como las tinturas del sen y ruibarbo, y dos oncitas de maná, formando unas aguas clarificaditas y apacibles, que si aún se retarda la salud de la enferma, se vuelve a repetir, y se le aplica cuatro emplastos, y especialmente el matriarcal Meynsich y se cumple con el arte, con la enferma, con el mundo, y con el fin principal de las visitas del médico.

-Ya he concluido con esta historia, atiende a la de su condenación -dijo mi etíope.

Y yo prometiéndole ser atento, le rogué que me oyese antes, y satisfaciese a la siguiente duda.

Hasta ahora que me veo más desahogado de aquel espantoso susto que mi espíritu tu primera aparición -le dije- he sufrido las picazones de esta duda, que me está royendo la curiosidad: y es que instruyéndome tú con la presteza y claridad posible en las definiciones, causas, signos y pronósticos de las enfermedades de los cuerpos humanos, para hacerme sabio en el conocimiento de las ruinas de su fábrica, luego que tocas el punto histórico de la curación, solamente me descubres los simples y compuestos, cuya actividad suele fortalecer las quiebras de la caída salud, pero me ocultas la dosis de los medicamentos, su manifactura, y los medios de su aplicación. El cuidado, oficio y carácter principal que acredita al médico es la receta, y sin esta circunstancia no se puede graduar de físico aun el mismo Hipócrates. Conocer las enfermedades, prevenirlas y examinarlas por sus producentes y sus signos es un famoso y delicado entretenimiento; es un feliz estudio y una especulación curiosa, que sólo me puede servir para hablar entre los paisanos de la medicina, y entender sus máximas, sus procederes, su economía, sus vicios y su lenguaje; y éste es un provecho que sólo puede inducir algunos grados de soberbia a mi vanidad, o quizá a mi insolencia. Lo que yo deseo es una utilidad práctica que me enseñe a remediar los desgarrones de mi salud, o la de mi amigo; y no has hecho nada en amontonarme las piezas, si no me instruyes en los cortes que he de darlas, y los sitios y modos en donde las he de colocar.

-Yo no he venido -acudió mi diablo- a hacerte médico de los que venden los traslados que encuentran en los libros. No he venido a darte facultades para enriquecerte, pues éstas cualquiera necio se las toma en el potosí de esta profesión, sin más ayuda que la de su codicia. Yo he venido a ponerte delante de los ojos la proximidad de la muerte, mostrándote las varias señales y cometas que aparecen en la esfera de la humanidad, para que te sirvan de aviso y prevención. Que no hay más que un momento entre la vida y la muerte te lo han dicho desde los púlpitos; pero yo te lo predico con esos cadáveres y esos desahuciados. Desde el púlpito te arguyen con la noticia, y yo te convenzo con la experiencia. Todos saben que los hombres se mueren, pero no todos se paran en examinar cómo se mueren, ni en la facilidad y brevedad de su desolación. He venido a probarte los falibles y engañosos consuelos de la medicina y de los medicamentos, pues es brutal o loca cualquiera confianza que espera seguridades o alivios en sus incertidumbres. He venido a descubrirte las fragilidades de la máquina humana, cuya robustez la burla un soplo, un susto, o cualquiera desazón en los humores. Y finalmente he venido a recordarte lo cercano y lo irremediable de tu muerte, y a reprehender las confianzas de tu vida y los descuidos de tu alma. Cautelosamente he escondido de tu advertencia y de tu memoria las cuantidades, distribuciones y uso de los medicamentos y recetas, porque suele ser mayor el daño que procede de su noticia que de su ignorancia. Sin el menor respeto a las vidas ajenas y a las almas propias reparten mixturas, desparraman purgantes y arrojan venenos sobre los miserables enfermos muchos físicos, cirujanos, y otros que lo quieren parecer, y votar sobre los achaques y sin más examen, diligencia, ni prevención que, hacer copias de los recetarios que encuentran en los libros, se las hacen tragar a los dolientes. Los médicos de España trasladan los recetores de las fármacas francesas, inglesas e italianas, y envían a las boticas sin atender que los que escribieron allí procedían con la consideración a su cielo, a su aire nativo, a sus alimentos, temperamentos y costumbres. Las quintas esencias, espíritus, elixires y otros extractos de la química que usan para los cuerpos fríos, flemosos, obesos y acostumbrados a las comidas y bebidas ardientes, los encajan en vuestros cuerpos, que son más áridos, más sueltos, más vivos y más espiritosos, sin quitar ni poner una gota ni un grano de sus composiciones. Los físicos franceses, italianos y otros hacen lo mismo con las recetas que han sido invento, uso y desempeño de los españoles. Quieren que la moneda de un reino sirva en otro. La gran dificultad de la medicina es que para cada enfermo es necesario pensar en nueva receta, o a lo menos en alterar su composición, arreglándose a las novedades que se encuentran precisamente en los individuos, porque entre todos los hombres del mundo no hay dos que se parecen en un todo. Siempre ha de encontrar el médico alguna variedad en los sujetos, ya en la edad, el tiempo, el temperamento, la costumbre, la crianza, los vicios y la complicación de accidentes y achaques. Al cuerpo a quien altera una onza de maná es locura hacerle beber las tres y media que regularmente se administran en el purgante angélico. Por esta principal razón no he querido determinar las dosis y cantidades de los medicamentos. La experiencia y el estudio ha de conocer su virtud y su actividad; pero la prudencia y detención sobre las circunstancias y accidentes de los signos es la que sola ha de elegir, determinar y preparar las cantidades y el tiempo oportuno de su administración.

Quedé satisfecho con las resoluciones de mi diablo, y conociendo en mi semblante más quietudes de mi anterior duda, pasó a informarme de la condenación de la infeliz enferma, y empezó de este modo:

-Fue esta pobre mujer hija de unos buenos y honrados padres, que se mantenían con estimación y conveniencia, favorecidos y arrimados a un arte que aunque se cuenta entre los mecánicos, es de los que no excluyen los empleos honrosos de las poblaciones civiles. Llegó hasta los doce años dichosamente adoctrinada en la religión, en la honestidad y en las virtudes posibles a la terneza de sus años y de su razón. Crecía la muchacha hermosa, robusta y apacible, mostrando en su semblante todos los atractivos para ser querida y amada aun del ánimo más rebelde a las tentaciones y cariños de la belleza y el sexo. Los ociosos del lugar, los de buen gusto, y aun los de sana inclinación, empezaron a mirar y aun a asistir con ansia, con deseo, con curiosidad y aun con mala intención a sus puertas, y siempre que la precisión o la casualidad la sacaba al campo, a la iglesia, a la calle, o a los desahogos de un balcón, la cubrían de ojeadas, de guiñaduras, de meneos, de señas y otras plagas y ronchones con que la impacientaron la quietud, la conciencia y la serenidad de su primera crianza. Cuando su desgracia la ponía en proporción de oír, uno le soltaba un requiebro, otro una expresión patética, aquél una deshonestidad, el otro una bendición, y los más un «bien haya tu cara y quien la parió», y finalmente unos por la mística, otros por la política, muchos por la disolución y algunos con un malicioso y cortesano silencio -que éste es uno de los más agudos garfios de la sensualidad-, la galanteaban y perseguían sin temor a las leyes, sin respeto a su honra, y con desprecio de sus almas y conciencias. El poco conocimiento de los peligros, lo apacible de la edad, lo nuevo y lo agradable de las voces, la prontitud, curiosidad y malicia de la naturaleza, la hicieron oír, detenerse, responder y gustar de los aplausos, los rendimientos y las admiraciones. Barrió el bellísimo pudor de su rostro el mal ejemplo y la libertad de los cortejantes, y la licencia escandalosa de algunas vecinas, que en sus conversaciones, o maliciosas, o inadvertidas, la hablaban de las finezas, cuidados, esperanzas y desvelos de los que seguían y enamoraban a ella y a cuantas les pone delante el mundo o el demonio. Empezó a arrullar los ojos, a añadir afectaciones a los miembros. Lavábase con más estudio el rostro, y dio en preguntarle al espejo por su cara muchas veces. Engreíase con prolijidad y melindre, cuidaba de informarse de los últimos cortes, figuras y figuradas de los trajes, y finalmente estudió chistes desenfados y gracejos con que acabó de atropellar el recato, el encogimiento y el retiro. Perdió la modestia, y acabó de plagar de esperanzas, pecados y desvelos a los que por vicio, por inclinación y por costumbre tenía ya por parciales de su hermosura. Sus padres por sacudirse de los sustos y los desórdenes, que pronosticaban en su inmoderación y altanería, y por detener el raudal de su apetito, que se revertía ya por todas sus coyunturas trataron de sujetarla a la esclavitud del matrimonio, para sosegar a un mismo tiempo la variedad de su deseo y la exaltación de sus ardores. Parecióle indigno para compañero de su belleza un mozo bien criado, honesto y trabajador, hijo de unos venerables vecinos aliados de su padre en el comercio, que a unos y a otros les daba estimación y comodidad. Decía que era tonto, encogido, atacado y de mala traza, quizá porque la trató con respeto, con temor y con pureza -que hay muchas mujeres que creen que sólo las ama el que las deshonra, y que sólo las quiere el que las persigue con las públicas demostraciones de la incontinencia y la libertad escandalosa-. Desechó a este hombre y espantáronse otros que vivían con los mismos deseos, medrosos al desaire y a la soberbia de esta niña. Entró en su casa por raros medios un oficialito de guerra, muy relamido de facciones, relleno de bucles, polvos y cintas, cuajado de plumas y galones, medias encarnadinas matizadas de oro, camisola muy delgada, bastoncillo vareta con su cintajo al aire, y en fin, tan lleno de arreos y adornos delicados que más parecía puto napolitano que soldado español. Ceceaba un poco, hablaba de la libertad de las extranjeras, llamando madamas a todas las mujeres; traía buen tabaco, rica caja y bailaba minuetes, que son todas las trampas de que usan los ociosos bribones para enganchar boquirrubias y carirredondas. Embobóse la moza con el vestido, y pareciéndole más deleitable a sus ideas lo extraño de la ropa, lo erguido del traje, y lo desenfadado de su profesión y parola, prometió entregarse hasta el corazón a su arbitrio. Descubriéronse uno a otro las imaginaciones, y se juraron fe, lealtad y cariño, y sin más seguridades que una cuartilla de papel, en cuyos caracteres iban pintados unos falsos prometimientos de marido, le entregó el honor, la vida y todas las demostraciones de su fragilidad. Arrancóla de la casa de sus padres, y a pocos días le empezó a pesar la ofensa, y la mujer. Mirábala con hastío, con pesadumbre y como estorbo para todas sus aventuras y ascensos, y desesperado y aburrido la dejó, sin más socorro ni más medios que su afrenta, su perdición, su soledad, y su desesperada furia, celos y coraje. Pensó esta infeliz mujer en los medios de recobrar su fama y volver a la compañía de sus padres, y proponiéndoselos imposibles su delito, se obstinó enteramente, y se dio al mundo, jurando vivir entre sus desórdenes, obscenidades y locuras. Empezó el vicio a pagarle su servidumbre y sus brevísimos deleites en sustos, enfermedades, desconsuelos y miserias y a pocos meses dio con todo el andamio fuerte de su salud en tierra. Paró en este hospital, y no dándole tiempo la tropelía de la pasión histérica para arrepentirse de sus culpas y confesarlas, murió como has visto, pobre, sola, desdichada e impenitente.

Concluyó mi demonio la historia de esta desventurada mujer, y yo nuevamente confuso empecé a reflexionar sobre lo resbaladizo, lo frágil y lo poco resistente de este sexo. ¡Válgame Dios -decía entre mí-, que siendo la organización femenil tan delicada, tan débil y tan expuesta a los inclementes enemigos de la vida, vivan las mujeres más ciegas, más obstinadas y menos medrosas a los peligros! Si la fábrica de los varones es tan frágil y quebradiza, que la atropella un soplo del ambiente, ¡cómo será la de las hembras, que tiene contra su delicadísima textura más de seiscientas enfermedades, además de las comunes a las dos naturalezas! Los desórdenes de la gula, las omisiones de la pereza y las prontitudes de la sensualidad son más frecuentes a sus antojos, y no se previenen contra los achaques que inducen su desconcierto. No temen ni las asustan las dolencias, hasta que están encima de sus humores. Su espíritu, como habitador de casa más flaca, se conturba y padece los vendavales de la ruina con mayor ligereza. ¡Extremadas son sus pasiones y sus afectos! ¡Con qué tenacidad siguen una mala costumbre! ¡Es dificultosísimo curarlas aun la más leve enfermedad del ánimo! ¡Válgame Dios y qué rara es la que no pasa por los más de los sucesos de esta historia! Puedo decir que las más mujeres que han echado en la calle su vergüenza dan de bruces en los mismos destinos, desgracias y burlas que ha padecido esta infeliz. Nosotros somos los más culpados en su perdición. Los que parecen juguetes, diversiones y entretenimientos de la sociedad y la política son los poderosos grillos en que se aprisiona este incauto e inadvertido sexo. Es necesario un cauteloso escrúpulo y una discretísima moderación en la lengua, en los afectos y en las cortesanías, para tratarlas sin peligro de ambas partes. Ellas se convierten en adoraciones las lisonjas y las parlerías del vicio o de la ociosidad, y a nosotros nos suena demasiadamente bien la música de sus donaires, de sus descuidos y de sus expresiones. Unos a otros nos engañamos con insensible facilidad. Cuando volvemos a preguntar a la alma por su quietud y por su tranquilidad, ya responde poseída de los engaños, y con la imposibilidad de restituirse a su sosiego. Las razones de estado, los empeños de la naturaleza y otros fantasmones mundanos que asustan a la corrección de la vida, nos hacen seguir y detener en los contratos que empezaron por una palabra, que sacó de la boca o la cortesanía o la diversión. Peligroso es el mundo por todos sus caminos; pero éste está sembrado de ruinas, es preciso tener debajo de los pies sus pasiones el que haya de pasar por esta senda, y entre los que andamos en la farándula de las visitas, los concursos, los empleos y las sociedades del siglo, es raro o ninguno el que tiene en sujeción a las altanerías del genio y de la naturaleza.

Estos juicios y discursos me hizo formar la historia de la miserable difunta, y los hubiera proseguido con notable gusto y provecho de mi alma a no haberse opuesto a mis consideraciones el etíope, el que agarrándome por un brazo me guió a la cama segunda, en donde vi otra mujer en la forma y figura siguiente.




ArribaAbajoCama II

La héctica


Erguida la cabeza contra las almohadas, abatidos los brazos, y sentada sobre la cama segunda, yacía una mujer joven, pero tan tábida, excarne, inmóvil y enjuta, que creí que se me había aparecido la muerte en la seca y espantosa figura que nos la pintan en los osarios, porterías de conventos, tumbas, panteones y otros melancólicos teatros de la religión. Todo el cabello se le había huido de su cabeza. Tenía los ojos muy abiertos, pero ya mustios, pálidos y sin resplandor, y entrapadas y nebulosas sus túnicas, tanto que ya no recibían las luces. Las narices arremangadas, agudas y tan trasparentes, que sin respeto a la solidez de las ternillas se percolaban los rayos visuales por una y otra ventana, de modo que se distinguían los objetos del lado contrario. Los labios sorbidos, frágiles, zurcidos de pliegues y tan agachados contra la dentadura, que no se podía mover sin el compás y el consentimiento de las mandíbulas. Nunca vi armazón racional tan equívoca con los esqueletos que sirven en las escuelas de la anatomía para demostrar las lecciones de la osteología. Toqué aquel árido, marasmódico y extenuado cuerpo, y percibí en él un calor lento, sucesivo, que poco a poco iba acabando de consumir la humedad nativa. El pulso era parvo, céler, frecuente y rígido. Busqué el orinal, y examinadas las orinas las encontré rubras, gruesas y encendidas, y en la parte superior de ella nadaba una nube oleaginosa, y en los remates o periferia de su círculo manifestaba algún esplendor y diversidad de colores, señal fija de la reunión y frialdad de algunos sales extraños y colicuación de lo sólido. Padecía, según el informe de aquel vivo cadáver, sudores nocturnos, continuado flujo de vientre y un desmayo universal de todo el cuerpo. Finalmente vi en esta enferma cuasi todas las señales últimas de muerte, que noté en el tísico en la primera parte de estos desahuciados.

-Ese calor lento que está por minutos acabando de devorar la poca carne de ese miserable cuerpo -acudió mi diablo conociéndome ya instruido en las señales de la enfermedad- nace de la falta de azufre volátil de la sangre, pues el reencuentro y fricación violenta de sus partículas es la que produce la llama y calor excesivo de las demás calenturas, y el aparecerse y explicarse con más o menos mordacidad nace de las partes salinas que sobresalen en el azufre. Avívase el mortecino fuego de esta fiebre dos horas u hora y media después de comer y no tiene otro pábulo esta llama que la derivación o extracción de algunas partículas lácteas, que con prontitud se desprenden del alimento, y resolviéndose en lo filamentoso y membranoso, se mezclan y confunden con las partes del líquido sanguino, y peleando unas partículas con otras -esto es, las lácteas derivadas del alimento y las del azufre de la sangre- encienden mayor llama, y por fin queda vencido lo lácteo como parte menos poderosa, y se reduce a la extraña idea de la sangre. De la celeridad y parvidad del pulso es más conocida la causa, lo primero por el atraso y desmadejamiento de los espíritus, y lo segundo por las aceleradas contracciones del corazón, ordenadas e intentadas de las débiles y diminutas dilataciones de esta víscera, la que se esfuerza a duplicar las contracciones, porque no falte la vida del viviente. La causa de ser baja o pequeña la dilatación de esta víscera es porque la sangre no entra con ímpetu, hervor ni expansiva fermentación, y la masa sanguínea, ni se dilata ni rareface, y por esta razón en la héctica fermenta el líquido sanguino con confusión y diminución, sin levantar llama y como a escondidas, porque lo espeso y muerto de los azufres entorpece y ahoga las partículas de la substancia de este líquido. Siempre que la sangre no entre en el corazón con fuerza, hervor y tumulto, serán sus dilataciones descaídas, bajas y parvas, y a su tenor deben corresponder las contracciones más aceleradas y frecuentes, y aunque la sangre tenga viscidez, también demuestra acritud y aridez, y velicando con ella lo fibroso atrae espíritus continuados, que son los que dan la frecuencia y celeridad a las contracciones. El flujo de vientre y sudor nocturno, que por lo regular es colicuativo en los hécticos, penden de que la sangre sacude de sí con suma facilidad el sucesivo alimento quiloso, como mal actuado y espúreo, y como lo glanduloso subcutáneo está abierto y desconsolado por la pobreza de los espíritus, que son los que dan la tensión a los filamentos de las glándulas, encuentran sin estorbo alguno la salida, ya por el sudor, ya por el flujo del vientre. De la orina no hay que hacer caso en este afecto, porque a los principios suele ser natural, así en la substancia como en el color y sedimento, y otras veces y en otros enfermos aparece tenue, encendida, rubra y de varios colores, y de esto es causa la reunión de extrañas sales; y cuando se deja ver natural, no hay que tener confianza, porque la viscidez y ácido salino ahoga los azufres, e impide que se desprendan los sales extraños en el suero, y entonces se manifiesta natural, pero no por eso se deja de argüir por las demás señales la mala disposición y la malicia de este afecto.

Brevemente -prosiguió mi diablo- morirá esta infeliz, pues tiene sobre sí todas las señales de la segunda o tercera marasmódica especie de la héctica, y todos los cuerpos en donde se agarra esta calentura son derribados sin remedio, y su pronóstico por lo regular es también funesto. La razón es porque esta calentura universalmente tiene su raíz y su nido, ya en úlcera de alguna parte principal, ya en la inflamación de esta u la otra entraña, ya porque es reliquia y rastro de la fiebre ardiente o de la calentura catarral, molesta, linfática y continua; finalmente porque suele nacer de fermentos gálicos, y como la héctica tenga tan depravados principios -como siempre sucede- es irremediable, y no se concede consuelo, alivio ni esperanza con los más adelantados y examinados auxilios y socorros del arte y de la naturaleza. Las doctrinas, especulaciones y larguísimos sistemas que los médicos tienen en sus libros prácticos, ya proponiendo, ya esperanzando la curación de este achaque, todo es fabuloso y ordenado al fin de no dejar sin algún consuelo a los infelices acosados de este mal. Su poca llama es inextinguible, su raíz verdadera está escondida al conocimiento humano, y por consiguiente son inútiles cuantos medios y remedios pueda aplicar la diligencia del físico. Y si ha de proceder como católico, es preciso que solamente use de aquellas medicinas suaves y dulces, cuya virtud sea tan remisa, que no haga mucho mal, porque siempre va aventurada la celeridad de la vida con el uso de unas medicinas fuertes, aplicadas sin conocimiento de la causa, y que van contra un achaque irremediable. Se les debe ordenar una dieta medicinal y discreta, algunos baños de leche, y dejarlos que vivan lo poco que pueden durar sin las congojas y precipitaciones que producen las composiciones repetidas. El enfermo, sus connotados y familiares pelean con el médico, y le suelen argüir de ignorante y de poco inteligente en este afecto, y aun en otros, cuando no le ven disparar recetas, y llenar de botes, ungüentos, polvos y aguas una mesa para embarrar el cuerpo, ensuciar y descomponer de hora en hora a los humores. Y créeme aunque te lo dice el diablo, que lo más es inútil como antecedentemente te tengo advertido, y que el médico receta muchas veces en estos y otros casos por contentar a sus inquilinos y parroquianos, y por engañar a los familiares, cierto e instruido de que el vulgo no lo tiene por médico sabio al que no toma la pluma muchas veces, y todos quieren pasar antes por las reprehensiones de su conciencia, que por el más leve ceño de la vulgaridad, porque en sus antojos y aceptaciones tiene esta profesión sus mayorazgos. Basta de signos, pronósticos y advertencias sobre ellos, atiende a las causas y raíces de este incurable y lastimoso afecto.

La causa próxima y radical de la fiebre héctica -prosiguió mi maestro- es la perversión y lo discraseado de la sangre y la linfa, pues ya uno, ya otro líquido pueden dar preparado cebo para echar sus raíces esta fiebre. Sea, pues, ocasionada de la úlcera y de la obstrucción, o de otra cualquiera de las causas antecedentes, siempre se ha de recurrir como a principio infalible a la perversión del rocío y bálsamo de la sangre. Los fermentos ulcerosos, los efluvios de obstrucción y las materias fermentadas en las vísceras, regularmente resultan de la especial inversión de estos líquidos, con que el recurrir a ellos para conocerlos por causas radicales y próximas es muy arreglado y conforme al buen juicio. Son muchas las raíces que producen esta calentura héctica; pero las más conocidas son la inflamatoria, cancerosa, ulcerosa, catarral, febriculosa y venérea, y así cualquiera inflamación radicada en las vísceras principales da cebo continuado para la fermentación héctica inflamatoria, y produce esta calentura llamada así por la inflamación. La cancerosa depende de las obstrucciones viejas y radicadas, atrabiliosas, o cancerosas en el mesenterio, hígado, bazo, útero u otra entraña, en la que refermentan sales extraños, y éstos envían a la sangre efluvios y partecillas que la destruyen y desnudan de su bálsamo y su dulzura. La ulcerosa nace de cualquiera fermentación ulcerosa, ya de los pulmones, ya de otras vísceras comunicada a la sangre. La catarral consiste en que difundidas, revertidas y disueltas muchas sales del líquido linfático en las glándulas conglomeradas se mezclan con la sangre, y constituyen esta calentura. La febriculosa es aquella que tuvo su raíz y fue consecutiva después de una fiebre continua, lenta o intermitente. La venérea tiene por cebo y raíz a los fermentos venéreos, que acedan y ponen en espesitud la sangre, y ésta y la febriculosa son las más comunes y las más regulares. Finalmente, todo lo que fuere oportuno y aparatado para mezclar e inducir en los dos líquidos de suero y sangre un extraño modo de substancia glutinosa, víscida, áspera, rígida y otros resabios de esta naturaleza, debe concebirse y temerse como causa. Del mismo modo todo aquello que hiciese perder el azufre, bálsamo, dulzura y buena condición de este líquido. Los fermentos extraños, las pasiones del alma, la dilatada falta de nutrimento, las calenturas continuadas de cualquiera especie que sean, y el ejercicio continuado y violento, también deben numerarse por causas, porque estas todas inducen un extraño modo de substancia, sabor y resabio en la sangre, y la roban y la destruyen el azufre volátil balsámico y las partes mucilaginosas, albugíneas, balsámicas, dulces, que son las que riegan, nutren y mantienen la fábrica de la humanidad.

Tres grados se reconocen en los movimientos de esta fiebre, y arreglados a los pasos que lleva hasta la muerte cuentan los médicos su principio, aumento y estado. El principio o grado primero es cuando se resuelve y consume aquella substancia albugínea, mucilaginosa, balsámica que es lo más puro y acrisolado que debe tener la sangre para inmediato nutrimento de las partes. El estado o grado segundo es, cuando la substancia albugínea balsámica ya intimada en el sólido, se licúa, disuelve, o resuelve. El estado o tercero grado es cuando la substancia balsámica, y lo filamentoso y fibroso de las partes sólidas se seca y enaridece, dejando el cuerpo enjuto y chupado de toda la humedad, como ves en esa moribunda, que expirará presto con las mismas señales últimas que acabó su vida el primer desahuciado tísico que puse a tus ojos en mi primera aparición.

Pareciéndole a mi diablo que quedaba ya instruido en el conocimiento de causas y raíces de este incurable afecto, empezó a historiar de la asistencia y de las medicinas con que quisieron curar a esta infeliz, y dijo:

-Es dificultosísimo al conocimiento humano, aun favorecido de las experiencias y el estudio, penetrar y conocer la raíz de este mal, y éste es uno de los motivos que lo hacen incurable. Porque si nace de fermentos venéreos, pide los auxilios mercuriales, y si éstos se aplican a quien no padece tal achaque, le quitarán la vida con más brevedad. Si nace de obstrucciones refermentadas en algunas de las vísceras, es necesario echar mano de los incisivos aperientes, de la sal amoníaca, tártaro mercurial, extracto de Marte, su tintura y otros. Si procede de úlcera en pulmones, es preciso acudir a todos los remedios que se dan contra la tisis, y como el enfermo no da señales algunas expresivas del nido fijo y raíz de su mal, ni el médico puede determinarse a creer que nace de la venus, ni de la llaga, ni de la obstrucción, con que solamente podrá por unas conjeturas muy remotas empezar su curación entregado a la fortuna, y a la cautela de ir rentando para ver si descubre la cueva de este salteador de las vidas. En esta mujer ya descubrió el arte médica, y la consideración prudencial del médico, causa y senda por donde seguir la curación, y con todo eso no ha podido excusarla de la muerte. Acometióle a esta mujer una terciana doble, y quedando de ella mal curada degeneró en continua y héctica. Empezaron los médicos a ministrarle digestivos acompañados con los polvos de la quina y algunos dulcificantes, como son los que entran en esta receta, que es el primer auxilio con que socorren a los hécticos, esto es, las perlas preparadas, los polvos de corazón de víbora. Con la determinada dosis de cada cosa de éstas, que se deslió en el cocimiento de rasuras de cuerno de ciervo y pasas, y por espacio de veinte y cuatro horas, tomó la enferma dos bebidas y algunas veces tres. Prosiguieron con la atención de reducir los líquidos a su textura dócil y flexible, a volatilizar los azufres, a dulcificar lo ácido acre de la sangre, y a renutrir y humedecer la sequedad y aridez de lo sólido, y para este fin eligieron los ojos de cangrejo, las perlas preparadas y el coral, el antihéctico de Poterio, la tierra sellada, azúcar de Saturno y simiente de adormideras; y con la cantidad que les parecía oportuna de cada cosa, formaron una mixtura, la que le daban por la tarde y por la noche; por la mañana la socorrían con la leche de burra. Finalmente se le recetó el caldo de la víbora con la corteza de pan, pasas sin grano, piñones y sándalos tubros; pero contra toda su actividad y poder, iba la héctica corriendo al estado deplorable de su último término. No se olvidaron de la conserva de las rosas rubras con los polvos de Poterio, el jarabe de violetas y claveles, dándola después de la comida y la cena; fueron también escogidas y aceptadas las jaletinas, substancias de pan, y especialmente los caldos de pechugas de capón, de gallina, de perdiz, pollo, ternera, rana, cangrejo y víbora. Determinaron que el agua que hubiese de beber a todo pasto fuese cocida con las raeduras de los cuernos de ciervo, pasas sin granos y el cortezón de pan sin miga. Echáronle a cuestas todos los mucilaginosos blandos para humedecer y reblandecer la sequedad y aridez cutánea, y facilitar la distribución y paso del suco nutricio. Eligieron para satisfacer este aviso de la medicina la sangre del galápago caliente vertida sobre las espaldas. La untura de pulpa de caña de vaca con aceite de almendras dulces, y la de caracoles quebrantados y fritos en sartén con tocino gordo, manteca de vacas, agrio de limón, las que la aplicaban continuadamente al cerro, espaldas y región renal.

Todo el cuidado del médico, toda la fuerza de las medicinas, y los conatos y diligencias del arte se perdieron, y sólo han servido de acelerar la muerte a esa mujer, la que ya concluyó miserablemente con la vida. Raro es el sujeto retocado de esta calentura, ya sea de la que llaman héctica primaria los médicos, ya sea secundaria, que no muera consumida en los malignos hervores de su lento fuego. Las seguridades de la especulativa, los prometimientos de la práctica, y las confianzas del físico no han libertado todavía a un héctico. El mayor poder de estas parlerías y promesas sólo han llegado a persuadir una vana consolación a la ignorancia de los asistentes, y a la ansia del enfermo. Es imposible aplacar la depravada fermentación de los líquidos, cuando se han exaltado con vehemencia las partes rígidas salino-fijas, uniéndose íntimamente con el azufre grueso víscido, que tiene predominada la sangre. Ésta es la esencial difinición de la héctica, y éste es el estado que la constituye irremediable.

Concluyó mi demonio la narrativa de la curación, y dio principio a la de la mala vida y desdichada muerte, de este modo:

-Largo tiempo, cautelosa atención y mucha paciencia -prosiguió mi diablo- pide la historia de la vida de esta condenada mujer. Pero por no gastar las horas en la sucia narración de sus torpezas, derramamientos y obscenidades, referiré solamente los enormes delitos de los últimos trozos de su edad, callándote la pesadumbre de sus circunstancias. Por dos razones quiero encubrir sus fealdades, la primera por no exponer tu fragilidad al peligro de los consentimientos y los escándalos, pues aunque soy demonio, no tengo permisión para tentarte ni afligirte; y la segunda, por no enseñar el nuevo arte de pecados, que dejó impreso esta maldita inventora en los corazones de la inocente juventud de su sexo. Fue este monstruo en el reino de los vivos una sima donde se abrigaba la torpeza, la sensualidad, la gula, la codicia, la escandalosa solicitud, la rabia, la ira, y todos los vicios rodeados de sus pésimas circunstancias. En toda la universidad de los demonios tentadores no se encontrará maestro tan graduado en culpas como lo era el corazón y espíritu de esta mujer. Crióse, desde que se le soltaron los pies para andar, libre, resuelta, y sin temor ni respeto, porque la pobreza y la ignominia de sus padres la dejó sin la clausura, crianza, recogimiento ni doctrina con que deben ser aleccionadas las vírgenes desde sus primeros pasos. Creció brevemente en cuerpo, en desgarro y en vicios, de modo que de ocho años de edad sabía más desenvoltura, estribillos provocantes, gestos lascivos y picaradas, que el soldado más perdido de conciencia, y más entregado a los horrores de la sensualidad. Las vecinas del barrio donde se criaba, unas por su ejercicio, otras por sus costumbres, y otras por su disolución, las más de ellas eran tan famosamente desvergonzadas y resueltas, que en sus bocas sólo sonaban cantares deshonestos, infames expresiones y malditas palabras, las que aprendió esta niña, y repetía por gracia en cualquiera parte donde le daban un cuarto o un ochavo. Llegó su cuerpo a la edad, consistencia y robustez donde lo membrudo y lo fuerte de su mecánica empieza a oponerse a las leyes del espíritu y la razón, y cuando debía esconderlo y retirarlo de los antojos de la ociosidad, de los empujones del deseo, de las libertades y prontitudes del propio y ajeno apetito, lo expuso y presentó a todas las inclemencias del mundo, del demonio y de la carne. Lo roto de su ropa, lo despreciable de su traza y lo abatido de su nacimiento sirvió de disimulo y de poco reparo a su estragada vida, y entraba en cualquiera sitio bueno, malo o indiferente y hablaba con todo linaje de gentes, sin miedo, sin susto, y aun sin peligro de las persecuciones de la justicia de la tierra. No obstante su perversa y escandalosa vida, encontró un sufrido que la recogió para mujer propia, y ella se hizo más ajena con la propiedad de este hombre. ¡Arbitrio perverso de infinitas mujeres, que sólo se abrazan con el matrimonio para ofenderlo, y proseguir sus desatinos con más libertad, más desahogo y menos susto! A la sombra del marido hacía con más descanso sus delitos, y logró de él los consentimientos, los apoyos y aun las solicitudes con que a pocos días lo volvió en bruto plagado de insolencias, cubierto de bubas, y hecho el escarnio y fisga de las gentes, tanto, que lo toreaban por el lugar. Vivieron algunos años juntos, sin otras tareas que la repetición de sus maldades, cuyos insolentes productos se consumían en las tabernas del vino, estancos del tabaco y otras boticas de la gula, tiendas de la destemplaza y puestos donde se pierde el juicio, el caudal, el tiempo y la opinión. Tuvo dos hijas esta mujer, las que bebiendo en la crianza los gusarapos del mal ejemplo de su madre crecían con la misma inmundicia de costumbres. Antes que sus delicados miembros llegasen a la maturación y la solidez, las vendió en verde a dos desalmados dragones, que cebándose en su delicadeza, las destroncaron y destruyeron, apareciéndolas a los ojos del mundo áridas, desojadas y abatidas. Antes de tocar en los años de la vejez se metió a trujimán de culpas, enflautadora de pecados, y a alcahueta tan astuta y desalmada, que no vivían retiradas de su maliciosa solicitud ni las doncellas que ocultaban las más escondidas y religiosas recolecciones. Murió el marido, y a pocos días de su muerte la asaltó una terciana doble, que la puso en este hospital; y habiendo logrado con el favor de la dieta y las medicinas la suspensión de las accesiones, se huyó a su casa a seguir la maldita derrota de sus costumbres. Volvió a fermentar y exaltarse el material tercianario, y habiendo adquirido con su movimiento una textura maliciosa la sangre, vino a parar en la héctica, que lentamente la ha despojado de la vida. Arrastrando, y ya con todas las señas de cadáver, la condujo la muerte a esta cama, a donde ha muerto impenitente, sacrílega y desesperada de la misericordia de Dios, y sin haber creído aun en los últimos esfuerzos de su respiración que se moría. Confesó por huir de las persuasiones del párroco, dejándose podrido en el asqueroso buche de su conciencia lo más grueso de la podre e inmundicia de su alma. No quiero descubrirte más circunstancias ni escándalos de su perversa y última disposición, basta lo relatado para que vengas en conocimiento del pertinaz, horrible y descomulgado empleo de su vida.

-¡Válgame Dios -le decía yo a mi espíritu con lástima y desconsuelo-, qué vida tan pobre, tan penosa y tan memorable para los horrores y los escarmientos! ¡Y qué alma tan digna del llanto y el dolor! ¡No gozó esta infelicísima mujer en la breve detención que hizo en el mundo un suspiro de deleite ni seguridad! ¡No llegó a saborearse con el más leve de los mentidos y aparentes gustos de la tierra! Rota, hambrienta, desgarrada, sucia, despreciable por su hábito, su nacimiento y sus costumbres estuvo en el siglo, sin haberle dado los adulterios, las simples fornicaciones, las solicitudes y empeños malvados una comida regular, un vestido sin rasgones ni manchas, una casa medianamente cubierta, ni un falso aprecio. Su miserable corazón para proseguir la utilidad, más se movía al impulso de los vuelcos temerosos que a los ímpetus de su natural textura y formación. La vara de un alguacil la asustaba, un grito de la vecindad la oprimía, en cualquiera hora temía ser sobresaltada del celo de la justicia, y finalmente sus pecados le tenían tan acosado y opreso el espíritu que nunca pudo respirar sin susto, ni hacer obra alguna, ni movimiento su naturaleza, sin el temor a las penas, las pesadumbres y los castigos que a cada momento le ponía delante de sus ojos su conciencia. Ésta sí que es vida llena de desventuras, infortunios, desgracias y miserias. Pues las penalidades y desdichas del mundo, que han conducido a muchas almas a la gloria, a esta infeliz mil veces la han servido de soga que la han arrastrado brevemente a los infiernos. Innumerables son las malas hembras de esta casta que consiente Dios, siendo plenipotenciarios del demonio en las cortes del mundo. ¡Apenas hay población, por estrecha y reducida, que no esté plagada de este perniciosísimo linaje de solicitadoras! ¡Entre pocos hombres y pocas mujeres, jamás falta alguna que no esté tocada de esta ponzoña! ¡La sencillez e inocencia de los que viven o descuidados o prevenidos contra la sensualidad, nunca se libra de su persuasión y solicitud! Mayor fuera el número de las mujeres honestas, recatadas y escondidas a los desenfados y rapiñas de los hombres, si no entraran estas malditas hembras soltando los grillos de su honestidad y recogimiento, con la llave maestra de sus eficaces y malvados ruegos, promesas y engaños. En los pueblos numerosos las tiene el diablo de su inclinación repartidas por barrios; y es tan atrevida y tan insolente su audacia, que no suelen respetar lo más sagrado. Una vieja sola, abroquelada de un rosario, una demanda, una toca u otro de los disfraces con que se revisten los hipócritas para embobar a los incautos, basta para corromper a todas las sanas mujeres de un pueblo. A la vieja que gastó los años de moza en los desórdenes y retozos de la lujuria, importa mucho huir de ella. Es necesaria una cautelosa prevención para no dejarse prender de sus persuasiones. En mi juicio han hecho más estragos las alcahuetas que las tentaciones de los tres enemigos del alma, y nuestra carne no tiene contrario tan poderoso como el de sus palabras. Ellas son guadaña de las honras, red barredera del pudor, polilla de la vergüenza, desolación de la honestidad, y cisma descomulgada contra el recogimiento, el retiro, el recato y todas las buenas costumbres e inclinaciones de la santa doctrina y la crianza. Llorando estaba yo con mi espíritu la perdición y abatimiento que introducen en las almas inocentes estas infames hembras, cuando retiró de mi discurso estas consideraciones un ruido extraordinario, que parecía salir de una de las camas de la pieza. Agarróme mi maestro por la mano, y me condujo a una que estaba enfrente, que para nuestro intento es la tercera, y en ella vi otra mujer que padecía las últimas congojas de la enfermedad que voy a escribir.




ArribaAbajoCama III

La inflamada del hígado


Desamparada de las fuerzas y los espíritus, grave y dolorosa toda la humanidad, y entorpecidos y corrugados todos sus miembros, gemía y se lamentaba la lastimosísima doliente de la cama tercera, entre los brazos de las piadosas madres, las que con notable agrado y caridad acudían a su consuelo, asistencia y auxilio. Continuadamente entrometían pedazos de sábanas, arpilleras y otros retales de lino para enjugar su cuerpo y recibir sin tanta pena de las partes exteriores, los materiales colicuativos de unos cursos precipitados, que la quitaban con rigor espantoso la vida. Era el color del rostro de esta mujer pálido, ictérico y ya semejante al de los difuntos. Los labios excarnes y pajizos; la lengua árida, corrugada y hendida; los ojos mustios, perezosos y sin esplendor en sus túnicas; las narices frías, aguzadas y abiertas. La respiración muy dificultosa y acompañada de una tos remisa, pero bastante frecuente. Yo me puse a distancia de poder tocarle el pulso, y a éste lo percibí duro, árido y con bastante movimiento y celeridad. La sed según su relación y los signos de la lengua era insufrible. Quejábase del hipocondrio derecho, en donde padecía un dolor molesto, continuado y gravativo con ardor y aridez notable. Toqué cuidadosamente toda aquella parte y se manifestó al tacto tumorosa, pesada y dolida, y por este signo y los antecedentes consentí luego en que padecía un tumor horrible en la substancia o en las porosidades del hígado, originado de la detención del flujo de sangre por los canales venosos. Actuado, pues, y certificado en la inflamación de esta víscera, pasé a examinar en cuál de las partes, cava o giba, estaba el material inflamatorio, e inmediatamente conocí ser la parte cava la más herida, porque rompió la enferma a quejarse del estómago y a dar señas el dolor cardiálgico con náuseas, vómitos y eructos; el tormento de la sed tomó mayor altura, y explicóse hasta lo sumo la inapetencia y horror a la comida. El alimento en vez de actuarlo y quilificarlo dulcemente, lo corrompía y alteraba con ruidoso tumulto.

-Estos síntomas -dijo mi diablo- son propios y manifestativos de la inflamación en la parte cava, porque es la más inmediata al estómago, y éste, impedido y estrechado, prorrumpe en vómitos y perversas decocciones, las que producen la sed, la calentura, el hastío, los cursos y otros accidentes mortales. Cuando la inflamación es en lo giboso, o parte giba del hígado, es más dificultosa la respiración, la tos más ruidosa y más continuada; la razón es porque de la parte giba sale el ligamento con el cual el hígado está cosido al diafragma, y el tumor es más elevado y perceptible. Los síntomas del dolor de costado suelen ser equívocos para el que no se detiene en su reconocimiento, y pues ya te los advertí en uno de los primeros desahuciados, no quiero molestarte con su repetición. También puede el poco reparo o la ignorancia distinguir esta inflamación del hígado de la que suelen padecer los músculos del abdomen, y para no equivocarlas, es necesario tener presente que en la inflamación de los músculos no aparece la tos, y la respiración está muy libre, y aunque padecen los enfermos que tienen inflamados dichos músculos calentura, sed e inapetencia, no es tan rigurosa ni exaltada como la que acosa a los de la inflamación del hígado. Además de estos distintivos hay otro más visible y es la rectitud y orden que guarda dicha inflamación sobre los músculos, y la del hígado no es recta, antes bien, observa la figura de dicha parte, que es semicircular. El peso que sienten los que son molestados de este achaque sobre el hipocondrio derecho es producido del material inflamatorio, que hace rebalsa en esta víscera, la que es de más que mediana magnitud. El dolor y el ardor es ocasionado de los retoques y mala conformación de la túnica, ligamentos y demás partes de esta región. La calentura más o menso intensa es precisa en todas las inflamaciones internas, y la dureza que manifiesta en el pulso de la resicación y aridez, que participan por la inflamación los vasos arteriosos. Peligrosísimo y aun mortal es este achaque, cuando la inflamación llega a esta altura y a declararse con tan perversos síntomas, como son la calentura ardiente, náuseas, vómitos, sed insufrible, extremos y sudores fríos, inapetencia suma, y los cursos continuados producidos del grave incendio y colicuación; y como aparezcan estos signos siempre es mortal, ya sea la parte giba, ya la cava, la que padezca la inflamación. La resolución es muy dificultosa, y la supuración es sumamente sospechosa y temible, porque si se rompe el absceso queda úlcera, y ésta no consiente remedio alguno; la materia que se revierte del absceso va a parar a la región del abdomen, y su impureza y acritud maligna, causa y suscita desmayos, deliquios, sudores helados, gangrena, hipo y con él la muerte. Alguna vez se ha visto desguazarse estas materias rebalsadas en el hígado por orina, por salivación, cámara o vómito, buscando la naturaleza próvida los canales y ductos secretos que ignoran todavía los hombres, o ya por los ductos féleos y colídoco, que terminan en el intestino duodeno, y se ha expelido y arrojado la inmundicia de los materiales con felicidad; pero en estos milagros no se puede fundar seguridad, y así en este caso y en otro cualquiera, como se expliquen con la crueldad dicha los síntomas, se debe reputar y temer por funesto este achaque. Ya sobran los signos precedentes para el discernimiento de este mal, y para saberlo distinguir de los otros con que puede equivocarse; oye ahora las causas que lo producen y crían en los cuerpos.

La sangre grumosa, estancada y coagulada en los alvéolos, poros, túnica o ligamentos del hígado es la causa próxima de esta inflamación. Cuando la sangre tiene algún pecado en la cantidad de su exceso, se sigue la retardación de su círculo, y se desordena el equilibrio natural, y revertida en esta víscera causa la inflamación. Cuando este líquido sanguino está alcalizado con alguna acritud o disuelto, y que procede tumultuoso movimiento, también es producente de este achaque, del mismo modo cuando la sangre padece alguna crudeza, viscidez, u otro vicio ocasionado de corpúsculos ácidos que se han remezclado con su bálsamo. La mala textura, templanza, o vicio del hígado produce también la estagnación; porque si es ardiente, la atracción es mucho mayor. Si padece obstrucciones, se constipan y tapan las porosidades y no puede la sangre colarse ni seguir su curso por los canales venosos. Todos los alimentos ardientes, acres, aromáticos, sulfúreos, biliosos, y las bebidas de esta naturaleza tan usadas en este tiempo, como los vinos extraños, rosolies, ratafías y otras quintas esencias que ha introducido la gula y la borrachera con el buen semblante de razón de estado y de moda son innegables y visibles causas que originan brevemente este mortal achaque. La intusión, golpe fuerte, o ventosa aplicada sobre dicha parte, también se establecen y numeran entre las causas y producentes. En el estado de la sanidad se manifiesta el ardor del hígado por varias señales exteriores, las que deben dar que temer al médico y al sujeto que las padece cuando se te ocultan. A unos se les declara el incendio de esta víscera por varios tubérculos, rosones y granos en el rostro, labios y narices; a otros les raja las palmas de las manos y de los pies, con un prurito o comezón molesta en ellas; a otros los castiga con frecuentes dolores de estómago y crudas digestiones, porque el hígado, como vecino del estómago, le arrebata el calor y no puede celebrar sus cocimientos con toda la pureza necesaria para la buena condición del quilo; a otros los plaga de herpes, manchas y rosas todo el cuerpo, y especialmente en los tiempos de primavera y otoño; y siempre que tenga valor para sacudirse esta víscera a las partes exteriores de los cuerpecillos que la intentan molestar e introducirse en sus partes, se puede vivir con alguna seguridad en la salud; pero en dejándose sobrecoger, padecerá la inflamación y los síntomas que dejo referidos y acabas de ver en esa condenada enferma, que ya concluyó con la vida y con el mundo.

Volví a mirar a la cama, y ya era inmóvil terrón la que un momento antes gozaba vida y alma capaz de la gloria eterna.

Dijo mi diablo:

-Basta ya de signos y causas, escucha la curación que acostumbran hacer los médicos en este achaque, la que te explicaré con claridad, no para que confíes ni uses de sus aplicaciones, sino por seguir con el método que hasta aquí la historia de estos desahuciados.

Prometí serle atento, y él prosiguió con las siguientes palabras:

-Tres intenciones, que son las que previene la práctica, observó el médico en la curación de esta enferma. La primera miró a minorar el mal aparato incluso en la sangre; la segunda, a resolver y descoagular los materiales inflamatorios; y la tercera a templar el ardor y confortar la flaqueza del hígado. Cumplió con el precepto de la primera intención sangrando dos veces, persuadido a que así minoraba el vicio de la sangre y dejaba más flojos los vasos, y más descubiertos los canales, para que por ellos pudiese circular con más desahogo y proporción la sangre. Repitió las sangrías, porque en la edad, constitución y fuerzas de esta mujer encontró disposiciones de bastante resistencia. A la segunda intención satisfizo con los medicamentos absorbentes, diaforéticos, alcalinos y nitrados, para absorber el ácido y disolver la materia estancada y coagulada, para que así pudiese correr y circular con los líquidos, y ser arrojada en sudor por los poros, o por otros canales y vías. Echó la mano de los demás específicos para estos fines, los que redujo a una proporcionada dosis, y son los siguientes: el cocimiento de agrimonia, chicoria y escorzonera, ojos de cangrejo y dientes de jabalí, perlas, esperma de ballena, nitro depurado y azúcar de Saturno, contrayerba, sal volátil de cuerno de ciervo, víboras, alcanfor, espíritu de nitro dulce, confección de jacintos y jarabe de escorzonera; pero de todas se burló la malicia del achaque. Pasó a poner en planta la tercera intención con los remedios tópicos exteriores, aplicados con paños mojados y tibios a la dolorida región del hígado, y con varios ingredientes hizo un emplasto con harina de cebada. Los más específicos para este fin son el zumo de las achicorias, vinagre rosado, sándalos rubros, nitro depurado, azúcar de Saturno, alcanfor, esperma de ballena y el ungüento sandalino. Pasados los principios de la inflamación acudió con el linimento de la dialtea, esperma de ballena, bálsamo de calabaza, que ahora llaman de Curbo, aceite de ajenjos y manzanilla, nitro, sándalos y alcanfor. Aumentáronsele a la enferma los dolores con desordenados rigores, la calentura tomó más elevación, el ardor era más intenso, y habiendo notado estas señales que eran distintivas de la supuración, ayudó el médico a perficionarla con el emplasto de la pulpa de la raíz de la dialtea, aceite de linaza y de ajenjos, esperma de ballena, tintura de azafrán, yema de huevo y levadura, con la que logró que se elevase el tumor y se distinguiese exteriormente. Mandó acudir a los cirujanos para que con los cauterios rompiesen la parte tumorosa, y según las prevenciones de este mecanismo, se dio lugar a la salida de las materias; pero nada aprovechó, porque en la operación quirúrgica acabó con la vida esa miserable mujer. Lo más regular en estos afectos tumorosos del hígado es romperse internamente el absceso, y entonces debe acudir el médico a ayudar a la naturaleza para que arroje el material purulento por aquel camino que suele señalar, ya sea por la orina, por cursos o por vómitos, valiéndose de los medicamentos suaves, vomitivos laxantes y diuréticos. Cuidará al mismo tiempo de templar y dulcificar la rabia y acrimonia de los materiales podridos, y finalmente limpiar y fortalecer la llaga del hígado, y puede sin duda alguna confiar la satisfacción de estos dos fines con el siguiente remedio, cuya dosis se debe dejar a su discreción: cocimiento de agrimonia, yedra terrestre, raíz de altea, flor de hipericón en suero de leche de cabras, ojos de cangrejo, cristal montano, azúcar de Saturno, bálsamo de azufre terebintinado y jarabe de violetas. Todos los medicamentos señalados en el primer desahuciado, que fue el tísico, pueden moderarse y servir también para estas úlceras del hígado y todas las de las vísceras internas, pero en todos va aventurada la esperanza; pero es uso y consuelo continuar con las medicinas y las visitas del cirujano y el médico. He querido revelarte el método de ocurrir a estos tumores, cuando se rompen interiormente, pues aunque no es del caso en esta enferma, puede servirte en alguna ocasión, y nunca puede dañarte la ciencia y conocimiento en orden a saberlos remediar, así cuando la rupción es interna, como cuando es externa.

Ésta fue la historia de la curación y muerte de la enferma de esta tercera cama, y antes de pasar a la cuarta me refirió mi etíope brevemente su vida y su condenación con las siguientes cláusulas.

-El vicio en que regularmente se atollan las mujeres en cualquiera clase o distinción que las coloque la política y gobierno de los hombres, es el cieno de la sensualidad, y en todos sus pantanos y lodazales se revuelcan gustosas, sin llegar el caso de que se limpien y se sacudan de las manchas y porquerías que les imprime en el alma el pegajoso barro de esta torpeza. El tiempo y las enfermedades suele debilitarlas; pero pocas veces -siendo tan poderosas sus guadañas- logran raer sus inmundicias, sólo la muerte es la que consume sus borrones, pero es a costa de romper la tela de sus vidas. Derramadísima fue esta mujer por este vicio; pero tan cautelosa, que hubiera hecho disculpable su malicia a no dirigir su cautela a la ocultación, seguimiento y amistad con mayores delitos. Los más de los años de su vida los pasó sacrílegamente amancebada con un perdulario farandulero, que con ademanes de beato, arranques de virtuoso y oropeles de modesto, deslumbraba al mundo para que no pudiese penetrar con los ojos del desengaño sus malvadas obras. Con la amistad, las instrucciones y reglas de este picarón hipócrita, logró esta mujer una fama general de virtuosa, ejemplar y penitente, con que pudieron persuadir en el mundo por milagros sus maldades, y pasar plaza de especialísimos compañeros de la santidad y devoción, siendo peores que todos los condenados en las costumbres. Tenían tan rara similitud en los genios y las inclinaciones estos dos diablos vivientes, que sólo los distinguía el sexo y la figura. Eran sus caras melancólicas, sucias, descoloridas, macilentas y penitentes, en fuerza de la tintura del azafrán, el humo de las pajas y el continuo cuidado con que vivían de chuparse el gesto, torcer la cabeza y derribar los ojos. El traje era obscuro, basto y reducido; pero su conciencia más dilatada que los boquerones del infierno. Era la posada nocturna de esta mala hembra en un casarón antiguo, plagado de cicatrices, roturas, trapajos de telarañas, repellones de barro y bocanadas de hollín, y cubierto de llagas, sajaduras y rasguños que habían abierto en su desmesurada corpulencia los silenciosos, inevitables y porfiados golpes del tiempo. Sola, y sin más compañera ni criada que un enjambre de murciélagos, lechuzas, golondrinas, arañas, lombrices y otros asquerosos enjertos, que se producían y anidaban en sus inmundos suelos y techumbres, estaba esta maldita mujer, siendo viviente gusano en una de las entrañas de este destruido corpanchón. Era su sitio el más retirado arrabal del pueblo, que éste le pareció más oportuno para ser delincuente sin riesgos ni testigos. Tenía entre sus infinitas roturas y desgarrones una boca, cuyo hueco era salida al campo y a una ermita en donde habitaba el malvado mochiflón hipócrita, compañero en los hurtos y picardías de esta embustera y salteadora. Salían por la mañana el uno de su ermita, y la otra de su casulario a robar el pueblo por diferentes barriadas, haciendo estudio de no encontrarse y cuando la casualidad los juntaba, se hacían unas salutaciones extrañas, breves y misteriosas, afectando un temor y veneración estática, y un conocimiento de sus virtudes por el medio de las revelaciones y los influjos divinos. Embobando, pues, este par de penitentes del demonio con sus artes, fingimientos, demandas y afectaciones de virtud, a los tontos y boquirrubios, acarreaban para sus chozas los rollos de chocolate, los perniles, los tarugos de cecina, los talegos, y cuanto podían sacar a los mamarones, que creen en los juegos, trampantojos y ligerezas de estos perdularios y embelecadores.

-¡Yo no sé dónde tienen la vista y el juicio estas gentes del mundo! -decía mi demonio, exclamando con admiraciones- ¡Yo no sé cómo se tragan unos huesos tan gordos sin atragantarse! Los más de estos santurrones que viven, comercian y acuden al trato continuo con las gentes civiles son de la misma calaña que esta mujer. El sistema del verdadero virtuoso es el retiro, la abstracción y el poco trato con las gentes del mundo, y sobre todo la fuga de la ociosidad, de las conversaciones, visitas y novedades del pueblo. Los libros devotos, los discursos espirituales en la soledad de sus habitaciones, las oraciones vocales, y los cuidados de su moderada comida, sueño y limpieza le han de gastar las veinte y cuatro horas del día, y si desperdicia algún tiempo para visitar las casas, es perdido, y se debe hacer sospechoso. A sus bienhechores los sirven más los devotos en sus retiros que en sus casas, y su virtud peligra menos. ¿Quién se atreve a creer que puede ser tan altamente virtuosa una mujer que vive sin guardián, sin sujeción, ociosa, sin dedicarse aun a echar un remiendo, y que se anda muy fruncida de facciones de casa en casa, sangrando en una a los talegos, en otra pidiendo con el título de medicina los ladrillos de chocolate, orzas de dulce y otras golosinas, y en otras, como de limosna para remediar su necesidad y la de otros afligidos, los trozos de ternera, carnero, gallinas y hogazas, persuadiendo que lo reparte entre los menesterosos, siendo cierto que regularmente venden, o dan a sus galanes o encubridores lo que no les puede abarcar su estómago? ¿Cuántas veces ha descubierto la justísima cautela de la inquisición las traiciones y embustes de semejantes bribonas? ¿Cuántas veces las ha arremangado la justicia civil, y ha puesto a la vergüenza sus caras y sus mentiras? ¿Cuántas burlas, cuántos chascos han padecido los bobos del mundo -que son innumerables- con los suspiros, gestos, ademanes y figuradas de estas beatonas y faranduleros? Al mismo tiempo que su aparente devoción, traje melancólico y semblante penitente, se les descubre la ociosidad, el entrometimiento, la codicia y otros trastos diabólicos, y las gentes del mundo suelen ser ciegos tan admirables, que ven la perspectiva de la santidad, y no ven el bulto de su malicia y de sus perversos vicios. ¿Cuántas bolsas han descerrajado, aun a los más miserables, estos picarones y bribonas vagabundas, santeras de pasta, y micos de la virtud, ya ofreciendo la gloria, como si la tuvieran en la mano, por un trago de vino o por dos reales? ¡A cuántos poderosos relajados de costumbres han persuadido que sus oraciones y estrechez con la corte celestial los ha de encaramar hasta el quinto cielo! ¡Cuántas madres, padres, tíos, hijos y sobrinos aseguran no haber residido en el purgatorio más que una hora, y ofrecen sacarlos de sus penas para el cielo, como si tuvieran arrendados los demonios y tizones, o estuvieran purgando en él por su cuenta! ¡Cuántas veces persuaden con palabras equívocas y misteriosas la conversación y trato familiar con sus almas, contando sus apariciones, arrobos y raptos sucesivos! ¡Cuántas sucesiones prometen! ¡Cuántos pleitos dan por ganados! Tanto número de bausanes hay en el mundo para creer y engordar a estos embusteros, como los que hay para dar crédito a los duendes, los hechizos, los espiritados y las brujas. Porque la permisión divina mantiene tal cual sujeto maleficiado de los espíritus, o tal cual diablillo suelto para crédito de su soberanía o poder, o para que tengan ejercicio las oraciones de la Iglesia, creen que están hechizados cuantos lo dicen y lo fingen por negociación, por burla o por otros fines. ¡Notables ignorancias padece el mundo! Y ésta es una de las más crasas y más perjudiciales a la fe. Los católicos deben atribuir más al poder de Dios que al del diablo los sucesos prodigiosos, y lo hacen al revés, pues cualquiera enfermedad ignorada, cualquiera ruido extraño, o cualquiera movimiento preternatural de las criaturas, todo lo atribuyen al diablo, al duende, a los hechizos o a las brujas.

-Creen los hombres -proseguía mi etíope muy encolerizado- que nosotros valemos o podemos; pero nuestra desdicha es que estamos ligados a una cadena, ladramos, mas a nadie mordemos. Sus vicios son los poderosos y los que destruyen sus almas, no hay que arrempujarnos la culpa, que aunque padecemos las penas infernales, las padecemos por nosotros, y cada uno las padecerá por sí, y a ninguno le valdrá para librarse de ellas decir que le engañó el diablo. Ellos se engañan unos a otros, y a sí mismos, y a los pobres demonios nos quieren cargar con sus delitos.

En ninguno de los argumentos que nos ofrecían las frecuentes detenciones con los desahuciados y dolientes vi al etíope tan furioso como en este asunto. Tan colérico lo contemplaba, que a hallarme yo tiznado de esta simple credulidad, creo que me arroja por uno de los balcones del soñado hospicio. Yo sólo creo en Dios omnipotente, y en los misterios de la Santísima Trinidad, y todo lo que cree y confiesa mi católica religión. En las obras naturales y preternaturales que puestas a mis ojos, no alcanzo con ellos ni con la consideración sus arcanos, imagino sólo y venero las permisiones y poder del Altísimo, y a otro espíritu o criatura jamás me he atrevido a confesar tanta virtud. De los diablos, los duendes, trasgos, genios infernales, espíritus, demonios y sus diferencias, que todos son unos, temo y no dudo de su existencia; pero no los creo tan entremetidos en nuestros cuerpos y casas, como lo asegura la ficción y miedo de la vulgaridad. Los hechizos son tan ciertos y tan visibles que apenas hay vegetable, bruto o mineral, de cuya extracción o mezcla no resulten venenos activos, remisos, fuertes, blandos, y de otra cualquiera especie de movimientos, mas esta composición, su fuerza y su uso la saben y practican solamente los doctos y prácticos en la medicina o en la física experimental, pero no las mujercillas o viejas a quien regularmente se les atribuye su aplicación. A cualquiera enfermedad ignorada, a la flaqueza, al perdimiento del color del rostro u a otro afecto irregular, como se ponga en algún mancebo rico, galán o bien hablado, lo capitulan de hechizos y andan echando la culpa a una manzana, a un dulce que le dio esta o la otra mujer enamorada o de mala vida, y piensan que cualquiera mujer deseosa de la venganza, o de los amores determinados, puede y logra arbitrios para meter los gusanos, las cucarachas y los solimanes en las frutas, y darles virtud contra el que quieren maleficionar solamente. De estas necedades está atragantada la gente sencilla, y los conjuradores que suelen hacer su negocio con el consentimiento en tales simplezas y manías. Los espiritados, y especialmente espiritadas, son infinitas, pero las más son tan falsas como esos bribones santeros y santeras. Comercian con diablos fingidos y con satanases de mala moneda, que sólo pueden pasar entre los que tienen el entendimiento a buenas noches, que no perciben las cosas sino es a tientas. Entre dos mil conjuradas puede haber una en quien recaigan legítimamente los exorcismos. De los beatones que viven entre los mundanos, queriendo encajar la virtud, y ser tenidos por gentes milagrosas, no hay uno que lo sea, porque esta afectación y este deseo de la vanagloria, acompañado de su ociosidad y codicia, es hijo de muchos y muy malos padres. Yo no he sido tan temerario que a la primera oleada haya capitulado de mentirosa su virtud; pero he tenido a mi dictamen en suspensión, y después de un prolijo examen me quedo rodeado de dudas indisolubles, así en el verdadero conocimiento de este vulgar beatismo, como en el de los hechizados y endemoniadas.

Serenó su horrible ceño el etíope, porque parecía que me estaba leyendo el corazón, y más pacífico y blando de miraduras y voces, prosiguió la historia de esta condenada.

-Después de gastar toda la luz del día -dijo- esta malvada y su perverso monigote en visitas, comilonas y conversaciones en las mejores y más rellenas casas del pueblo, se retiraban el uno y la otra a sus habitaciones, y favoreciéndose de la obscuridad de la noche, del silencio y de la soledad, se colaba el maldito ermitaño por el garguero de la cueva, hasta encontrar con la cama de la beatona. La noche la pasaban entreteniéndose con cantares lascivos, en contar los dineros que habían arrancado de los bolsones de los simples, que creen en arrebatamientos de cartón, y en éxtasis de perspectivas, en engullir copas de vino, sober tarazones de puerco, pollos y otras aves del tiempo, y en murmurar de los mismos que socorrían y alimentaban sus vicios y sus desórdenes. En este derramamiento de vida tan ofensivo a las leyes católicas les permitió vivir la rara providencia de su Criador, hasta que se les cumplió al uno y a la otra el número de sus sucios pecados. Al picarón del monago lo quitó del mundo una apoplejía con un sueño profundísimo, y despertó entre nuestras hogueras y tizones. Y a esta obscena hipocritona se le encendieron los hígados con el fuego del mosto, y a pocos días ha venido a buscar a nuestras cavernas a su condenado compatriota, en donde estarán por toda la eternidad.

Así concluyó la historia de esta difunta mi cronista diablo, y yo sin dar lugar al juicio para que se escapase a las reflexiones y discursos, me fui a entretener y a estudiar con la cuarta cama, la que padecía el prolijo afecto que diré inmediatamente.




ArribaAbajoCama IV

La epiléptica


Pálido el rostro, trillado de arrugas, cubierto de pecas y manchones, chupadas las mejillas, los ojos torpes y tristes, la boca ordeñada de su nativa humedad, y mostrando una timidez, tremor y debilidad común de todo su cuerpo, vi a una mujer vestida, sosteniendo a su derrengada estatura sobre un cayado, y asentada en uno de los ángulos de la cuarta cama. Quise pasar a reconocer otra enferma, persuadido a que ésta estaba convalenciendo de alguna enfermedad, y que el médico la había mandado arrancar de la cama para que cobrase fuerzas, para que impusiese a los pies en los olvidados movimientos, y para que acabara de sacudir con el esparcimiento las reliquias del mal. Detúvome mi diablo, y dijo:

-A esta probre mujer ha días que la permiten vagar por estas piezas, porque es acosada de algunos raros accidentes. Actualmente está sufriendo la infeliz un gravísimo dolor de cabeza, ha padecido estas noches pasadas unos sueños turbados, rigurosos y crueles. La tiene cogida una torpeza y gravedad universal en todo el cuerpo, de modo que instada de los platicantes de esta sala, lleva arrastrando a su humanidad, apoyada en aquel báculo o muleta. Siente un rumor en los oídos molesto, enfadoso y continuado, los ojos se le descubren pesados y somnolientos, y a la vista se le representan las imágenes borradas y de varios colores, la lengua balbuciente y torpísima, y además de tener el cuerpo tan trabajado, está cogido su espíritu de una tristeza, temor y horror inconsolables. Estos dolores y afectos son prólogos que están amenazando con una epilepsia, y son las frecuentes y anteriores señales que avisan la invasión de este accidente.

Atento estaba yo a la lección e informe de mi etíope, cuando repentinamente con estrépito prodigioso y una violencia rigurosa, vi rodar por el suelo a la infeliz enferma y, como si la hubiera levantado un barril de pólvora, fue arrancada de mis ojos más de seis pasos de la cama, adonde la vi detenida sobre su báculo. Los dientes se le estregaban unos con otros, produciendo su fortísima fricación un ruido descomunal y escandaloso; la boca se le trasplantó al cogote, las túnicas de los ojos perdieron su sitio, su rectitud y su esplendor; todas las partes y miembros de su humanidad padecieron una vibración y convulsión horrible. No le quedó sentido con uso, ni medio en ellos para ejercitar sus operaciones. Respiraba trabajosamente; ya la advertía sofocada, ya afligida de repetidos, violentos y pesados golpes en el pecho. Por la boca y por las narices brotaba una espuma pálida, blanquecina y hervorosa que al mismo tiempo causaba la lástima y el asco. Finalmente, todas sus partes externas aparecían violentamente convulsas, y las internas contraídas y opresas, y los sentidos notablemente dañados. Y todo discurría yo que sería originado de recrementos de diversas especies que velicaban y punzaban las membranas o nervios, desordenándose sus espíritus con riguroso tumulto y discordia. Acudieron lo platicantes a desnudarla, y con imponderable trabajo la pusieron en la cama.

-Aunque estos insultos epilépticos esconden algún peligro de la vida -prosiguió mi diablo-, regularmente los sabe vencer la naturaleza con una mediana lección y aplicación de la medicina, y aunque sea dificultoso cortar sus raíces, a lo menos se logra la quietud y suspensión por muchos días. Pero esta miserable mujer muere de este achaque, porque ha sido visitada y atropellada de su fuerza muchas veces, y cada vez de las que ha sido acometida, se le han desordenado con vehemencia terrible los túbulos de la substancia celebral, y se han dilatado y extendido con los porrazos y vehementes concusiones, y esta dilatación y desorden ha servido para disponer y admitir en dicha substancia recrementos extraños y materias impuras. Asimismo los espíritus conturbados en su preternatural explosión se le han resuelto y ha perdido mucha copia de ellos, y cuantas veces le ha repetido el accidente, se le ha ido debilitando la substancia celebral, y lo volátil y activo de los espíritus se le ha disminuido, y sólo le ha quedado ya la mayor parte de ellos fijos y fríos, y ha terminado en la apoplejía, que es el regular paradero de los que son insultados de este achaque. Siempre que sean frecuentemente repetidos estos accidentes, se seguirá la dilatación de los ventrículos o túbulos del celebro, y éste así preparado, recibirá recrementos e impurezas enviadas de cualquiera de las vísceras generales de bazo, mesenterio, estómago y útero, los espíritus perderán su volatilidad, y se disponen para la muerte, hocicando en una perlesía o apoplejía de las fuertes. Hasta los veinte y cinco años duran las esperanzas de la curación de este afecto, porque hasta la pubertad se experimentan dos mutaciones en la naturaleza, y por ellas puede sacudirse y exterminar este afecto u otro cualquiera de los radicados y rebeldes; pero si pasada esta edad y vigor no se regula o desaloja este seminario morboso, queda indómito y tenaz hasta que quita la vida a los pacientes. En los niños es regulamente mortal este achaque, cuando acomete al mes después de su nacimiento, porque abundan en mucha humedad, y la substancia del celebro está poco firme, y los nervios muy flojos. Al tiempo de la dentitación son también acometidos, porque al romper los dientes, con la fuerza de los dolores se conturba la sangre, y se extraen de ella algunas partículas acres serosas, y éstas pican y lancinan en los nervios del quinto par, que terminan en las raíces de los dientes, y de esta lancinación se sigue la conmoción de espíritus y dilatación de la membrana y fibras a uno y otro lado, y desordenados los poros de la circunferencia, se revierte y extravasa la sangre, a que se sigue el tumor, y comprimiendo éste los nervios se comunican las partículas acres, espasmódicas, al celebro, que es la causa de la epilepsia. Ya has visto en esta mujer los signos inminentes y actuales de este achaque, oye ahora las varias causas que lo producen.

-Son tan varios los modos de afligir de este accidente -prosiguió mi maestro- que muchas veces han recurrido los vulgares, y aun los profesores a buscar sus causas y sus raíces en los demonios, capitulando de maleficiados a los que son sobrecogidos de este mal. Unas veces los acomete y hace cantar, otras reír, llorar, hacer visajes, gestos y figuras ridículas, rompiendo en voces y expresiones disparatadas; ya los hace correr intrépidamente, saltando hacia atrás y ejecutando otras acciones extraordinarias y pasmosas. Todos son efectos de la privación del juicio, cuya rectitud de operaciones y movimientos anubla y desordena el tumulto y motín de los espíritus. Dos diferencias dan los médicos de epilepsia, las que sacan del nido y lugar donde se esconden los materiales epilépticos. Cuando la raíz de la epilepsia la contemplan en el celebro o sus meninges, la llaman idiopática; y a la que tiene su asiento o raíz en otra cualquiera parte externa del cuerpo, la nombran simpática. La causa general y material de una y otra son los recrementos impuros, ácidos volátiles y corrosivos, que destilados de la sangre o linfa, y conducidos a los túbulos o ventrículos de la sustancia del celebro, muerden y pican en sus membranas o en el origen de los nervios, y de estas mordeduras y picadas se sigue la violenta agitación, desorden y motín de los espíritus. Estregándose, pues, unos con otros, y contra otras partículas heterogéneas, se encrespan, dilatan y encienden, y corren con desordenada fuga, y sin tino por unos y otros nervios, y heridos de su actividad y fuego causan tan varios y tan extraños movimientos y figuras en el rostro y las demás partes de la humanidad. Los recrementos de varias especies, y singularmente los ácidos que suelen anidarse en el mesenterio, bazo, útero y estómago, son producentes de este achaque, del mismo modo que el ácido pancreático transfundido de los intestinos. De cualquiera parte del cuerpo donde se escondan recrementos, que en preternatural y putrefactiva fermentación exhalen de sí átomos, vapores o partículas deleteriosas espasmódicas comunicadas al celebro o sus membranas, ya por las venas o por vasos linfáticos, procede sin duda alguna también este accidente epiléptico. La sangre o suero detenido, o estancado en los poros de la substancia celebral en fuerza de algún ácido coagulante u otra causa, induce también este afecto. Las pasiones del ánimo son asimismo causa muy poderosa, porque estas ansias conmueven los espíritus, y movidos violentamente se ponen en fermentación algunas impurezas o materias frías espasmódicas, las que despiden de sí partículas y vapores muy circunstanciados para producir la epilepsia. Estas pasiones y congojas del espíritu suelen también encender la sangre, y ella con este incendio y agitación espuma, y despide de su substancia partículas muy varias y maliciosas, y si caen en las meninges o substancia celebral, causan y ejercitan este violentísimo accidente. Por último se pueden tener y numerar por causas cualesquiera cuerpos extraños introducidos y fermentados en los ventrículos, membranas o túbulos de la cabeza, o en el origen de los nervios, ya sean sacudidos de la sangre o la linfa, o enviados en partecillas, átomos o vapores desde las entrañas de estómago, bazo, páncreas, útero u otra de las que tienen posibilidad para la refermentación de recrementos o impurezas, y todos los alimentos y bebidas capaces de fomentar esta malicia. Éstas, pues, son las causas de este achaque, atiende a la curación con que fue asistida esta desdichada mujer.

Y prosiguió mi diablo:

-Medroso el médico de una supresión mensal que padecía esta mujer al tiempo que la agarró el accidente, y cautelándose de una imaginada plenitud, la sangró inmediatamente, y la acudió con ayudas de vino emético, friegas y garrotes. Vista la poca obediencia que tuvo el mal a estos prontos remedios, la socorrió con un vomitorio, el que recibió trabajosamente, porque los músculos temporales estaban convulsos, y fue preciso abrirle la boca palancándole las mandíbulas con una espátula. Ni a la fuerza de este medicamento, ni a la actividad de los más de los anti-apoplécticos, que le han administrado en nuestra presencia, ha cedido ni cederá la horrible y desenfrenada furia de este mal. Y así déjala morir, que mientras acaba la vida entre los martirios de la medicina te referiré toda la historia de su enfermedad y curación.

Desde los principios de su generación ha estado cargada esta mujer con este fomes epiléptico, y desde la edad ternísima de la infancia ha lidiado con esta cruel pasión, y con los rigurosos tormentos que la medicina tiene determinados para su exterminio. Siendo muy niña la horadaron el cuerpo con tres fuentes, dos en los brazos y una en el pescuezo. De cauterios, ventosas en la sutura coronal, y emplastos de cantáridas ha padecido tantos cuantos han sido los insultos y golpes del accidente. En las primaveras y otoños la prevenían con varios purgantes superiores e inferiores, a fin de preservarla o minorar la fortaleza del accidente. Todo el cuidado del médico se dirigió a evacuar el material espasmódico, y capitulando de idiopática a esta epilepsia, intentó su destierro con vomitorios para desalojar del estómago, bazo o útero las rebeldes materias que producen en el celebro tan horrorosos síntomas. Usó, pues, del vino emético, el agua benedicta, los polvos de Quintilio y el tártaro emético, que son los auxilios más celebrados para el vómito. Sospechando otras veces de simpática a la epilepsia, y que su vicio podía estar en primeras vías, echó mano de los purgantes suaves y benignos, repitiendo muchas veces las siguientes píldoras compuestas del extracto católico, mercurio dulce, rasina de jalapa, sal de ajenjos, simiente de peonía, cráneo humano, tintura de castóreo y jarabe de peonía. Hizo después las sangrías de brazo, de la vena común y las leónicas, y pareciéndole que había satisfecho a la primera intención de regular y deponer los recrementos heterogéneos estancados en las entrañas generales y en la sangre, pasó a dulzorar, fijar y resolver las reliquias salino-ácidas, que son las que irritan los nervios y escaldan e inflan los espíritus, y a confortar las substancias del celebro, y oprimir y cerrar lo laxo y abierto de sus poros. Para cumplir con esta segunda intención, se valió de los anti-epilépticos, y entre la clase de ellos eligió a los que incluyen sales volátiles descoagulantes, a los que constan de sales alcalinas fijas absorbentes, y a los que están compuestos de partículas sulfúreas anodinas. Pensó encontrar en los polvos siguientes, toda la virtud y pujanza para satisfacer a sus deseos, y formó la receta de los polvos de sangre de golondrina, polvos de hígado de ranas cogidas en la menguante de la luna y secos al sol, cráneo humano de muerte violenta, uña de la gran bestia, polvos de raíz de peonía negra, polvos de lombrices ahogadas en vino, cenizas de topo calcinado sin entrañas ni piel, estiércol de pavo, corazones e hígados de víboras, visco quercino, raíz de valeriana, contrahierba, polvos de secundinas, cinabrio nativo, flor de tilia, lilio convalio, simiente de ruda, polvos de cardo santo, perlas, sal volátil de cuerno de ciervo, nuez moscada, y panes de oro. De estos polvos -cuya receta más parece chanza, o zumba contra la medicina, que uso aprobado de ella- le dio a beber ocho días por tarde y mañana en diferentes tiempos, mandando hacer su disolución en el cocimiento de hisopo y flor de tilia, con el jarabe de claveles, el aceite de boj, el espíritu de cerezas, confección de jacintos, el láudano líquido de Sydenam, y otros ingredientes; pero de todo se burló el rebelde achaque. Acudíale frecuentemente con ayudas, sudores, aguas acídulas en baños y confortantes exteriores en la cabeza, y entre los famosos contra este mal, usó del de gálbano, opopónaco, goma amoníaco, goma de enebro y tacamaca, succino blanco, simiente de peonía macho, almástiga, incienso, nuez moscada, estoraque y visco quercino; pero ni a los confortantes, las sajas, las ayudas, los vomitorios, las fuentes, los sedales, ni las continuadas fricaciones, sangrías, baños y purgas quiso ceder, ni dio la más leve señal de obediencia este heredado afecto. Comiéronle los médicos y los boticarios, y otra casta de empíricos embusteros, que andan vagos por el mundo vendiendo sus salvajadas por recetas prodigiosas, un crecido caudal que había heredado de sus padres, y después de treinta años de cura vino a parar pobre y más estragada de salud y fuerzas a este hospital, adonde la ha despojado de la vida su viejo achaque. Ahora acaba de morir sin juicio, sin sentimiento, y devoradas sus carnes de la voracidad de las medicinas.

Volví el rostro, y vi a su miserable cadáver cubierto de sajaduras, cauterios y llagas, y empapado entre trapajos costrosos, rellenos de sangre, materia y otras asquerosas porquerías. Apartóme mi diablo para conducirme a la quinta Cama, y antes que me refiriese la historia de la condenación de esta mujer, le dije:

-He reparado que no te han debido la más breve atención las enfermas y enfermos crónicos de aquestas crujías, y que me haces salvar camas despreciando los afectos de las tercianas, cuartanas, manías, estangurrias, y a otros sujetos mortificados y heridos de las destilaciones, ya en el todo, ya en varias partes de sus cuerpos. El conato principal de tu aparición y tus visitas, ya conozco que se ordena solamente a manifestarme los insensibles pasos y ocultos caminos por donde se acerca sin rodeos la muerte a derribar nuestras máquinas, y la brevedad y precipitación con que somos asaltados de sus irremisibles golpes; el culpable descuido de nuestra conciencia, la poca fe de la religión, y el horrendo fin de nuestras desconsideraciones y defectos. Pero ya que me has instruido de paso de las causas, modos e instrumentos de que se vale la muerte para cogernos descuidados, y me has manifestado las sospechosas y débiles defensas contra sus invasiones, quisiera que me aleccionaras en el conocimiento, el alivio y la cautela contra los pequeños achaques de nuestra humanidad. Poco adelantamos con la ciencia y noticia de los insultos que por rigor y por su naturaleza son mortales, pues éstos han de cumplir sus términos sin que se los pueda cortar toda la medicina del mundo; y la vida se suele lograr en estos casos, o por una desesperación de la naturaleza, o por un milagro, porque hallándose cargada de la pesadumbre de los accidentes, procura furiosamente sacudirse, y la diligencia y contacto suyo es tan violento que o los arroja de sí, o queda vencida, y todo esto es el vuelco de un dado. Aunque el médico va y viene, entra y sale, y dispone sus purgas, sangrías y otros remedios, ya sé yo que procede regularmente ciego, lidiando con muchas confusiones, dudas y engaños en los días de su aplicación en el conocimiento de la idea y modos de partir del mal, con que los triunfos de estos enemigos más se le deben sin duda alguna al valor y enojo de la naturaleza oprimida o a la pacífica operación del milagro, que no al arte, ni al artífice. La noticia de las enfermedades leves y sufribles será sin duda menos obscura y más practicable, y su debilidad y su poca fuerza será más obediente y más esclava de la medicina, y así débate yo que me asegures y hagas docto en sus principios, causas, movimientos y curaciones.

-Las más de las enfermedades que padece el cuerpo humano las cura el doctor prodigioso de la naturaleza -dijo mi etíope-, y hasta que ella las consume, las gasta o las despide no hay fuerza que baste para desarraigarlas de los cuerpos. ¿Cuántas veces has visto menudear las purgas, las sangrías y la quina en los tercianarios y cuartanarios? Y finalmente has visto durar estos achaques un año, y dos, y aun más, y se están burlando del médico, del arte y de las composiciones, y hasta que la naturaleza los sacude, se están escondidos y haciendo gestos al doliente y a sus curanderos desde sus rincones. Las correrías y brincos de la destilación, o la reúma ¿quién las ha sabido detener? La ceática, la lumbago reumática, y otros dolores en piernas, brazos y otros miembros se detienen meses, años y vidas enteras; y los emplastos, los baños, las sangrías y los demás auxilios, cuando no les aumenten la mordacidad, no sirven de alivio alguno. ¿Quién te ha curado una leve destilación a las muelas? ¿No te has sufrido los dolores en presencia de los enjuagatorios, sahumerios, apósitos, raíces y aun sangrías y ventosas? Pues si tienes innegable experiencia de la poca utilidad de los remedios y de la dificultad en la penetración de estos males y sus causas, ¿para qué me consultas y pides imposibles? Una indigestión, una mudanza del aire, una alteración del espíritu, una entrada de las estaciones del año producen estas afecciones breves, y el mejor medio de curarlas es sufrirlas, y esperar en el mismo tiempo y la naturaleza su cura y su desolación. El poco sufrimiento, la falta de conformidad y la continua impaciencia os obliga a llamar el médico, y éste por adularos o por manifestar su ciencia os carga de vegetables, aguas, minerales y varios pegotes y destilados, que las más veces impiden y cierran los caminos que la naturaleza quería romper para arrojar su pesadumbre y sus dolores. Vuélvete a tu juicio, y acuérdate de las dolencias que te han acometido y de su duración, no obstante la continua tarea de los remedios y juzga que poco o ninguno ha sido el consuelo que lograste con su cacareada virtud. Vuelve los ojos a tantos enfermos de esta casta, que están en el mundo asistidos y embarrados y con sus males a cuestas. Deja locuras y piensa que los cuerpos continuamente han de padecer estas impresiones hasta su muerte, que estas dolencias son elementos de su organización y materia, y que su cura y su prevención no está conocida ni revelada a ninguno, y oye la condenación de esta mujer, que ya nos da priesa otra enferma.

Cubierta del fomes epiléptico -prosiguió mi diablo-, que recibió en el primer podre de su generación, llegó a beber el viciado ambiente del mundo esta infelicísima condenada, llena de riquezas terrestres, veneraciones regulares y rodeada de un cuerpo hermoso, aunque delicado y expuesto a las groserías de sus accidentes. Vivió con ellos sin especial molestia del espíritu hasta los doce años, porque como recién venida al mundo, ni gustaba con distinción sus deleites, ni aprehendía con vehemencia sus infortunios. Empezó a saborearse con los objetos, halagos y deleites del siglo, y al mismo tiempo a sentir con ira impaciente los groseros insultos del achaque. Mirábalo como enemigo de sus felicidades, como contrario a las ideas y devaneos con que la adulaba la edad y la fortuna, y tomó una ojeriza contra sí propia y un desesperado rencor contra el supremo Artífice de su vida. La memoria de su débil salud, la fealdad que le ponía en el rostro la repetición de estos accidentes y la larga distancia adonde contemplaba a los galanes, los maridos y otras mundanas consideraciones, la oprimieron el ánimo y conturbaron el espíritu, y estas angustias y turbaciones añadieron más abundante causa y nuevo rigor a los achaques. Llamó a médicos que aplacasen el daño, y no consiguiendo el alivio por el método regular de su práctica, se entregó a los faranduleros saltimbanquis, que viven vagos por la tierra, descerrajando bolsas con la ganzúa de sus secretos, sus mentiras y ponderaciones y destruyendo del todo las saludes a medio quebrantar. Quedó con las vanas diligencias de los unos y los otros más afligida, más rabiosa y más rebelde a las regulares curaciones. Consultó astrólogos falsos, viejas mentirosas, supersticiosos necios y agoreros malvados, y a otros perdularios vagantes, que consiente y estima el mundo con el carácter de famosos, sabios y penetrativos en las obras preternaturales de la naturaleza, y entre todos no hicieron más oficio que desollarle de los bienes de fortuna, y dejar más arraigado y soberbio su mal. Tuvo noticia de un conjurador, de los que esgrimen a un mismo tiempo las milagrosas espadas de la Iglesia y los alfanjes de la medicina, sin reparar en que le está prohibido por derecho montantear con tales armas, y después de haberla mortificado con conjuros y brebajes, la hizo parar en un tabardillo tan furioso, que estuvo ya en los brazos de la muerte. Convalecida de él, volvió a proseguir las intenciones de la curación de sus epilepsis, persuadida de algunos físicos vanos e ignorantes, que creían que la virtud de sus recetones haría los efectos deseados, una vez que por la enfermedad aguda se logró una evacuación tan general. Rodeáronla de unturas, pegotes, baños, sahumerios y otras embarraduras, con que vivía lastimada y hedionda. Cayó finalmente por lograr sus inmoderados deseos en el más torpe y maldiciente delito que puede ejecutar la criatura católica, que fue sacrificarse al demonio de una vejancona, a quien por lo arrugado de su cara, lo torcido de su talle, y lo escabroso de su condición, la tenían marcada por la bruja en todo el pueblo, y se atrevió por su conducta a querer pacto implícito con alguno de nuestros demonios, ofreciéndole el alma porque le pusiese sano el cuerpo. La vieja no tenía de bruja más que los accidentes aprehensivos de la vulgaridad, mala cara, muchos años, ruin estatura, condición rabiosa, asqueroso ropaje, anteojos y muleta, el miedo de los niños, y la voz de la vecindad; pero de embustera embaidora la sobraban muchísimas habilidades. Ésta, pues, la tuvo consigo algunos años engañándola con falsos untos, largas promesas y cautelosas palabras, y en el poder de esta ladrona se dejó mondar de todo cuanto la había quedado de sus muchos y ricos bienes. Hallóse esta infeliz pobre, burlada, aburrida y más enferma y rabiosa que nunca. Volvíase contra la providencia divina considerando culpable su pureza, blasfemaba contra el demonio, se irritaba contra sí, y jamás pensó en arrepentirse de esta execrable abominación, ni de conformarse con las disposiciones del cielo, y aumentado con su furia esta escandalosa desesperación, la agarró el mal, que la ha borrado del libro de los vivientes. Este pecado ha sido el que la tiene en los infiernos. Dejo la relación de otros muchos que cometió su malicia, porque no hacen al caso para nuestro intento ni tu enseñanza, y ahora sígueme que ya nos espera otra desahuciada, cuyas costumbres son tan perversas como las que acabas de oír.

Seguí a mi diablo, bien pesaroso de que no me concediese algún tiempo para hacer alguna disertación y discurso sobre la inadvertencia, o malicia, de muchos conjuradores que se meten a administrar recetas sin temor a la irregularidad, y con desprecio de las prevenciones canónicas, sin reparar que el poder comunicado por Cristo no necesita más ayudas ni más arte que la milagrosa virtud de su comunicación. Sobre los enfermos les mandan poner las manos, no las hierbas ni las varias composiciones que suelen administrar; la sanidad se ha de introducir en los cuerpos adornados de la fe sin otro instrumento que el de sus manos, sus palabras y su devoción. Sobre la credulidad, temor y existencia de las brujas se me ofrecían muchísimas objeciones; pero todas me las desbarató la prontitud de mi diablo, que me empujó con demasiado aire hasta la quinta cama, en la que padecía otra mujer el afecto que diré.




ArribaCama V

El aborto


Era una muchacha de bellísimo parecer, dulce semblante y floridas facciones la que ocupaba esta cama quinta. Sus ojos, aunque algo cobardes y mustios con la impresión del mal, conservaban alegres espíritus, agradable esplendor, y donosa travesura en el movimiento. No manifestaba el color de su rostro grave queja, ni descompostura demasiada en los humores; pues aunque aparecía un poco melancólico y huérfano de la rubicundez, estaba despejado, limpio y con un esparcimiento y altanería bien cercana del estado de la sanidad.

-Esta moza -acudió mi diablo- está preñada, y aunque por este motivo no debía ocupar este hospicio, el leve acometimiento de unas calenturas diarias la obligaron a tomar esta cama. Con los rigores de la fiebre, aunque bastante blandos, se le invertieron los líquidos, y esta inversión e impureza emporcó también al líquido lácteo, que es el que nutre y alimenta al fetus en el vientre, y por esta causa y la de otros vicios que le ha comunicado lo perverso y sucio de la sangre alterada de las calenturas, está amenazándole un mal parto. Mírala bien y actúate en las señales del futuro aborto.

Reparé en ella cuidadosamente, y vi en su rostro notables mutaciones; ya le advertía rubicundo, ya pálido, ya sudado, ya frío y acosado de vapores y bochornos molestos. Sobrecogíanla unos rigores repentinos, quejándose al mismo tiempo de dolores vagos que se le paseaban por toda su humanidad. Manifestaba en su inquietud una flaccidez universal, y un desabrimiento y deliquio absoluto en toda la naturaleza. Los pechos repentinamente se aflojaron y extenuaron, instilando de sus pezones algunas gotas de la leche. Quejábase de una pesadez y dolor gravativo especial en los lomos y en las piernas. Llegué a preguntarle que cuál de las partes de su cuerpo tenía más mortificada y dolorida. Y me respondió que los riñones, lomos, caderas y hueso pubis, y que en todos estos sitios sentía un dolor molesto, insistente y sin intermisión terrible. En el hueso pubis manifestó sentir una gravedad y peso profundo con inclinación y conato a contraer los músculos del abdomen finalmente, que a estos dolores y pesadez se había seguido una copiosa excreción de sangre y de agua. Empezaron a tomar mayor altura los accidentes, de modo que se desentonó toda la naturaleza, el despeño de la sangre fue copiosísimo, las fatigas, congojas y desmayos frecuentes y espantosas. Cogióla un síncope y una convulsión tan horrible, que acabó de capitular de funesto el aborto. De la violenta conmoción del útero se remontó un material tan acre y furioso, que lo inflamó, desgarró y puso en la última desolación y ruina.

-Este acto del aborto -dijo mi diablo- es en un todo violento al orden de la naturaleza, y cuando se siguen los irreparables despeños, síncopes y convulsiones, no solamente es peligroso, sino mortal. Cuando el fetus verde o inmaturo es ya grande, como de cuatro, cinco y seis meses, son más violentos, rigurosos, insufribles e irremediables los accidentes y síntomas, y los sacudimientos y conatos de la naturaleza para su excreción más reiterados e iracundos, y de esta conmoción e irritación nacen los mayores peligros. Esa infeliz joven acabará breve la vida, porque los auxilios con que la socorrerán para detener el flujo de la sangre y reparar los destrozos del síncope no pueden contener la violencia escandalosa de la naturaleza, y así mientras expira, escucha las causas que regularmente ocasionan los abortos.

-Todo cuanto sea capaz de introducir algún desorden o violencia al útero o al fetus -prosiguió mi maestro-, de modo que le haga perder su natural constitución, equilibrio y textura, puede ser causa y motivo del aborto. La abundancia o malicia de la sangre es una de las causas internas regulares, que ocasionan esta violenta conmoción. Lo primero, porque cuando es abundante la cantidad de este líquido, se revierte a los vasos umbilicales, y desde ellos al fetus, y como sus vasos y su corazón no es proporcionado, ni capaz de recibir tanta copia, le conmueve para huir, y queda sofocado y encharcado en la abundancia de este líquido. Suele también la sangre revertida estancarse, o hacer algún remanso en los vasos del útero, y éstos se extienden con el embarazo y comprimen al útero, y éste, opreso, arroja o sofoca el fetus, como no le deja sitio dilatado para su extensión y movimiento. Lo segundo, porque la malicia de la sangre con sus impurezas no puede dar alimento saludable al fetus, y así cuando abunda la sangre en partecillas salino-ácidas, se excede y precipita en el movimiento, y produce más fermentaciones extrañas, opuestas a la conservación del infante, y las partes salino-ácidas punzan y velican lo membranoso del útero, y lo irritan a las contracciones, de modo que se ve obligado a sacudir lo contenido del fetus. La linfa abundante, u otros zumos, reblandecen y laxan las membranas del útero, y una vez que se ablanden y humedezcan demasiado sus fibras, no pueden sostener el peso del fetus, y lo deja caer. Últimamente, la sangre que no consta de bálsamos felices para nutrir, o que sobre, se irrite y se mueva con demasiada alteración o pereza, inducirá el aborto. La inversión substantífica del útero, ya traiga su origen del espíritu seminal, ya sea adquirida, es poderosa e irremediable causa de esta expulsión. Regularmente suele ser adquirida la inversión y debilidad del espíritu de esta entraña, ya por úlcera, ya por inflamación, ya por tumor, ya por obstrucciones mohosas y viejas, ya por cáncer, ya por otras raras porquerías fermentadas en dicha parte; y éstas no sólo producen el aborto haciendo débil, flaco o hinchado al fetus, sino que también son causas de la esterilidad. Las calenturas, el dolor cólico, el nefrítico, y otras enfermedades que pueden irritar al útero, o hacerle consentir en las convulsiones por la trabazón y especial enlace de nervios, o viciar el líquido lácteo que alimenta al infante son causas muy poderosas y frecuentes. La copiosa evacuación de la sangre, cuando se sigue de ella falta o atraso en los espíritus, ocasiona también el aborto; las pasiones del alma y los movimientos del espíritu, como la ira, el pavor, la tristeza, los deseos inmoderados y los antojos no cumplidos; son también causa los golpes y movimientos desordenados y rigorosos del cuerpo, porque éstos despegan aquella unión y coherencia de la placenta con el útero, y así se exponen al aborto las mujeres que cargan con algún peso grave, las que saltan, las que caen de golpe y con intrepidez, y las que andan a caballo o ejercitan otro cualquiera linaje de operaciones fuertes y violentas; la tos vehemente, el estornudo, el vómito, y cualquiera otro accidente extrínseco, es capaz de herir, o comunicar al útero por la inspiración algunas partículas o vapores ácido-acres, o sulfúreos coagulantes, o de otra mala casta, y seguirse el aborto; los humos del vino en el tiempo de su decocción, los vapores del azufre encendido, el pábilo recién muerto de las velas o velón, y otro cualquiera humo que exhale efluvios o cuerpecillos que contengan sales volátiles, pueden conmover y disolver los líquidos, dilatar o abrir algunas bocas de vasos, y seguirse el aborto; los simples que implican y abrazan algún azufre inmaturo, narcótico, que puede fijar los espíritus, y emperezar el círculo de la sangre, son también producentes de esta conmoción y afecto, y de esta clase es el castóreo, el asafétida, mirra, acíbar y otros de esta casta narcótica. Basta de causas, pasemos a manifestarte las medicinas con que fue auxiliada.

Con todo cuidado y solicitud atendieron los platicantes a precaver el aborto, en vista de los dolores y los demás síntomas, acudiendo con remedios, así interiores como exteriores. Los unos dirigidos a dulcificar los sales ácidos de la sangre o de la linfa; otros a resolver y atenuar los efluvios y exhalaciones acres, que por lo común nacen de la fermentación de sucos extraños; otros a animar los espíritus; otros a confortar y reducir a su natural y proporcionada tensión lo filamentoso de las túnicas del útero, y todo les pareció que lo conseguirían con la famosa mixtura del cocimiento de las rosas rubras, la verbena, el jarabe de claveles, el agua de canela, la grana de quermes y polvos de cangrejo calcinado, el coral, la tierra sellada, la confección de jacintos, y unas gotas del aceite de almástiga; pero después de administrada crecieron los accidentes y los síntomas. Aplicáronle al ombligo un emplasto extendido en estopas de incienso macho, claras de huevo, agua de canela y terebentina, y no cesaron las congojas, las fatigas, ni los dolores. Sangraron repetidas veces, y todo sirvió de ayudarla a morir con más anticipación, porque el fetus estaba despegado, y como imposibilitado de recibir la vitalidad, se siguió la corrupción y putrefacción de las túnicas y del mismo fetus, y los hálitos y exhalaciones de la curación acrecentaron los dolores, la convulsión, el síncope y los demás accidentes que la despojaron de la vida.

Aquí llegaba mi etíope con el informe de la cura de esta infeliz mujer, cuando de repente me vi sobresaltado de las repetidas y altas voces de «¡Hermano, tío, señor!». Desperté pavoroso, y recogiendo mis potencias, que me las había despachado el insomnio dos mil leguas de mi cuerpo, vi que era mi hermana, mi sobrina y un criado, que persuadidos a que ya picaba en letargo o en modorra la duración de mi sueño, entraban a librarme de su pesadez, y a salir de sus aprehensiones. Refregué la frente, extendí los brazos, desenredé las piernas, y revolcándome dos veces sobre mi escaño, acabé de despachar las legañas y los mocos, que tenían sucias, negras y entrapadas las luces de mi poca razón.

Éste, amigo mío, fue el sueño que tuvo ocupada y entretenida a mi imaginación esta siesta. Vd. si ha podido llegar hasta aquí con su lectura, perdone la molestia que le habrán dado a su atención las importunas expresiones de mi ingenio, y estime la voluntad, la memoria y la intención con que he deseado complacerle. Consuélese Vd. con que éste es el último de mis sueños, que ya es hora de despertar y aprovecharme de las pocas vigilias que me quedan en mayores utilidades, y es tiempo de dejarle a Vd. libre la paciencia y descansando la tolerancia de mis impertinentes consultas. Viva Vd. felizmente y mucho, que así se lo ruego a Dios en Salamanca, donde acabé este discurso a primeros del año de 1737.

El Dr. D. Diego de Torres Villarroel.