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Los discursos del gusto: notas sobre clásicos y contemporáneos

Francisco Rico



Portada



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A Chomin,
con quien tanto he reído



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ArribaAbajoPrólogo

En el presente volumen reúno la mitad quizá de los textos que en los últimos veinte años he escrito para públicos en principio distintos de los especialistas a quienes normalmente se dirige mi quehacer de filólogo e historiador. Una buena parte de las piezas ahora yuxtapuestas responde a peticiones que a veces cumplí de mil amores y a veces un poco a regañadientes, sin que el ánimo con que en cada caso las acogía afectara, confío, al producto final. La otra parte es sólo culpa mía. El conjunto, por la diversidad de orígenes y de intenciones, está a medio camino entre el diario de lecturas, o el Büchertagebuch, aleatorio y caprichoso, y el diario de operaciones, testimonio de la pequeña campaña -personal, marginal y, naturalmente, fallida: como todo aquí- que en los dos decenios de marras he desplegado a favor de un cierto modo de entender y gustar la literatura.

La literatura es una curiosa institución, con muchas dimensiones y muchas facetas. A mí me atrae en particular en cuanto Jano de dos caras opuestas y cuya complementariedad dista de ser diáfana. Pues por un lado la literatura se hace exigentemente desde dentro de su propio cauce y se nutre de sí misma con voracidad, dilapidando su herencia para acrecerla, estableciendo y transgrediendo sin jamás ignorar unas determinadas reglas. Pero al mismo tiempo se abre a la realidad de fuera, se deja iluminar por la vida y la ilumina como ninguna otra arte y aun ningún otro lenguaje. A su vez, el gusto, que es lo primero y lo último, punto de partida de la creación y término de la recepción, ha de moverse de continuo entre ambos polos.

Por ahí quisiera encarrilar el título que le he pillado a Garcilaso: los «discursos del gusto» que en mis notas se rozan con alguna insistencia son el discurrir del texto a través de los tiempos, en el diálogo de tradición y modernidad, de clásicos y contemporáneos; y el discurrir del lector a través del texto, en la vivencia de la literatura, entre la forma y el sentido, de los orbes singulares de la palabra a los ilimitados horizontes del mundo. Esos discursos, con tantos otros anejos, no siempre   —10→   se pueden seguir paso a paso, porque cruzan por demasiados atajos e implican demasiados factores subjetivos. Pero yerra el medieval «de gustibus non est disputandum»: si no certezas ni recetas, sí se pueden dar razones. Pues para apreciar y comprender mejor la literatura, a menudo basta mirarla con una perspectiva histórica más abarcadora y con una atención más alerta a la experiencia real de la lectura.

Probablemente sea ese doble hilo el único que engarce la fragmentariedad y rapidez de las páginas siguientes. En ellas están representados los géneros previsibles: el artículo, la reseña y la columna de suplemento o revista literaria, el ensayito, el prólogo... Pero también se encontrarán otras especies menos obvias, como tres o cuatro discursos que no ocultan su condición de tales, porque así acentúan el carácter ocasional del libro entero y porque escribirlos (y sobre todo terminarlos con el anticuado He dicho) es un ejercicio que me divierte en extremo. Ejercicio retórico asimismo, ahora en la otra orilla del genus demonstrativum, es algún tirón de orejas (§ 47), que a su vez se enmarca entre los guiños, las bromas y los caprichos excusables en un diario, siquiera vergonzante. En semejante contexto tampoco entran mal, me parece, varias cartas (de ida y vuelta, gracias a Javier Marías) y un par de billetes o envíos inicialmente privados. De las conversaciones coram populo con algunos amigos (Santos Sanz, Eduardo Mendoza, Claudio Guillén, Luis Landero, Marcos Giralt...), he reproducido una con mi querido Daniel Fernández porque me libraba de alargar este prólogo con explicaciones que ya están allí.

Como en un diario de veras, los textos van en el orden cronológico en que fueron redactados, salvo cuando bajo un solo epígrafe y a continuación del primero en fecha se agrupan todos los procedentes de una sección fija (las «Notas al pie» de Babelia y las presentaciones de «Biblioteca clásica» en Qué leer) o de una colección (media docena de «Pórticos» a la Biblioteca Universal del Círculo de Lectores). He juntado igualmente los dos apuntes sobre Herrumbrosas lanzas (§ 9), que tenían destinatarios sumamente heterogéneos y que por ello pueden valer en cierta medida para evocar la cara y la cruz no sólo de la novela, sino de la figura de Juan Benet; otros dos   —11→   sobre el no menos añorado Eugenio Asensio (§ 27); y tres que dicen exactamente lo mismo pero en momentos y a propósitos en apariencia diversos (§ 10).

Del tono general que aquí me apetecía debe dar idea la inclusión de algunos ítem aconsonantados. Creo que el verso es una óptima herramienta para destapar el lenguaje, sondear el pensamiento y buscar formulaciones adecuadas y concisas, en provechosa gimnasia intelectual, y opino que no debiera dejarse exclusivamente en las manos con frecuencia inexpertas de los poetas. Como sea, los trozos rimados se distribuyen regularmente a lo largo de la prosa, también por orden cronológico pero formando serie propia y, para acabar por el principio, rematados por el más antiguo (§ 60), que corrió manuscrito en 1974 e impreso en 1983 y 1999.

En unos cuantos textos he incorporado alguna precisión o actualización bibliográfica; en otros pocos que son fragmentos de cosas más extensas he hecho ligeras suturas; no faltan dos o tres notas al pie sobrevenidas de acá o allá. Pero por lo demás no he introducido sino retoques mínimos, como echaría de ver el lector, si lo hubiere, en un discreto número de repeticiones y en varias contradicciones un tanto escandalosas (el romanticismo, así, ¿comienza a remitir, conoce un revival o nunca se ha ido?), que sin embargo no me importaría defender como justificables por los diferentes puntos de vista desde que se contemplan las mismas cuestiones. A la norma de no copiarme a la letra ni dar versiones abreviadas de asuntos que he desarrollado en libros o tocado de manera más apropiada en otros lugares son excepción principal las citas (no expresas) de cierto Tratado general de literatura (1981 y 1982) que aquí unas veces se mantiene para matizarlo, otras se enmienda o se desmiente sin paliativos, y a la postre está dispersamente reescrito en todo el libro.

Una de las excusas que me pongo a mí mismo para estampar estos Discursos son los muchos maestros y buenos amigos que en ellos salen a relucir más o menos al paso, hasta formar a mis ojos un álbum de recuerdos, al frente del cual, en la dedicatoria, va, compañero del alma, Domingo Ynduráin. Debiera añadir los nombres de quienes de una manera o de otra me   —12→   instigaron a escribir tales o cuales notas, pero la muestra de reconocimiento podría interpretarse como una delación y prefiero que nadie vaya a pedirles responsabilidades que debo afrontar solo. Conque la mejor forma de darles gracias es conservándolos en el anonimato.

En un caso, sin embargo, no puedo andarme con tapujos, porque cinco de los borrones reimpresos a continuación habían aparecido antes bajo portadas compartidas con Eduardo Arroyo, y se han mantenido ahora junto a las figuraciones que llevaban al lado en las ediciones originales. Todavía a una sexta pieza, acaso la única seria (§ 34), que se redactó por incitación suya y para un proyecto pilotado por él, Eduardo le ha buscado un par de ilustraciones en su propia pintura, en tanto yo elegía una cubierta que, amén de venirme al pelo, sugiere qué cercano siento su proyecto de artista e intelectual.

Laura Fernández ha apechugado con la tarea de preparar los materiales para la imprenta, persiguiendo, en confabulación con Carolina Valcárcel, los duendes viejos de la errata y los nuevos del escáner. Como más abajo digo algo de los compadres entrañables de la literatura que son tipografía, ortotipografía (§ 44) y ecdótica1, los aficionados al género disfrutarán con el suculento gazapo llegado de dos publicaciones anteriores y no sobrevivido a los cien ojos de Laura: cítrica, por crítica.

Madrid, 11 de septiembre del 2003





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ArribaAbajo- I -

Primavera perpetua de la lírica europea



Lo tems vai e ven e vire
per jorns, per mes e per ans,
et eu, las!, no·n sai que dire,
c'ades es us mos talans.



En verdad, el tiempo ha ido y venido y vuelto, por días, por meses y por años, y la lírica de Europa sigue como Bernart de Ventadorn: sin saber qué decir que para el siglo XII no hubieran ya dicho los trovadores, el propio Bernart. Es que perdura la actitud, el talante sigue vivo: «ades es us e no·s muda». La lírica moderna no pasa de ser el legado de la poesía provenzal.

Ni la vena popular, ni la huella clásica, ni las veleidades de singularidad de ningún Eróstrato han alterado sustancialmente esa herencia. No en el porte, en la planta: la extensión arquetípica del poema lírico podría haber sido cualquier otra, pero resulta ser la fijada por los trovadores, entre la esparsa o el soneto y el medio centenar de versos articulados en varias estrofas. Ni tampoco en el semblante: la abrumadora mayoría de los poemas de amor frente a los poemas de otros humores no postula ninguna reciprocidad inevitable entre ciertos sentimientos y el prurito de escribir con rima y medida, sino que se limita a respetar las convenciones de la cansó provenzal.

El vuelco más radical que la literatura de la Cristiandad ha conocido en un milenio -el romanticismo, digo, cuya efervescencia no sé si empieza a remitir- ha querido hacer tabla rasa de muchas cosas, pero a cambio ha confesado su estirpe y perfilado su identidad poniendo a los trovadores en el cielo del mito. Las sectas románticas más notorias han reflejado y tal vez exacerbado la multiplicidad de registros del cantaire provenzal. «Il pleut dans mon coeur comme il pleut dans la ville», la celebrada "osadía" de Verlaine, es un mero tópico trovadoresco: «L'amors qu'inz el cor me plou...», por caso, en Arnaut Daniel. El simbolismo no va más allá del trobar ric:

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Er resplan la flors enversa
pels trencans rancx e pels tertres...



Donde, con álgebra cara a Mallarmé, la «flor al revés» que Raimbaut d'Aurenga ve brillar entre riscos y cerros es a un tiempo la nieve, lo contrario de la flor, y el lirio, cuyos pétalos níveos se comban hacia abajo. En las inquietantes presencias animales que reptan por los paisajes oníricos del surrealismo se escucha aún el croar de la rana de Bernart Martí, toda la noche afanada en el arenal, a la intemperie:


... rana,
com s'obrei
pel sablei
tota nueit fors a l'aurei...



El «arma» y los «gritos del combate» de la poesía con ilusiones de agitación social inventan la pólvora del viejo sirventés. Las pretensiones nihilistas de Dada están en las primeras coblas del primer trovador de producción conservada: «Farai un vers de dreit nien», sobre absolutamente nada. ¿A qué añadir más? Guilhem de Peitieu no tenía que aprender de ninguna vanguardia del Novecientos.

Es tan rico el ámbito y tan prolongada la descendencia de la lírica provenzal que el mirón fácilmente se llama a engaño. Martín de Riquer le devuelve en seguida al buen camino, con una definición inequívoca y densa de implicaciones: la lírica trovadoresca es el conjunto de «las 2.542 composiciones de unos 350 poetas» «que tienen número propio en los repertorios bibliográficos de Bartsch, Pillet y Carstens y Frank»2. Hic Rhodus, hic salta. Porque esa definición no es una perogrullada nominalista: apunta perfectamente el carácter del florecimiento trovadoresco y los métodos más adecuados para apreciarlo. En gran medida, los trovadores fueron un grupo de hombres en persistente comunicación (por ejemplo: Jaufré Rudel, «outra mar», recibe un sirventés de Marcabrú, quien   —15→   en otro momento ataca a Alegret, probablemente juglar de Bernart de Ventadorn, etcétera), una cofradía de amigos cuyo genio artístico impuso y generalizó el modelo de poesía que a ellos les gustaba. En el principio, en los siglos XII y XIII, la observancia del tal modelo era justamente la única cuota de admisión en un club en el que las diferencias de estamento quedaban abolidas y los señores más encumbrados no dudaban en alternar con juglares o pordioseros. La precisión sobre «las 2.542 composiciones de unos 350 poetas» acota, por ende, un fenómeno social y un programa literario nítidamente dibujados. De modo paralelo, la posibilidad de referir a unos «repertorios bibliográficos» exhaustivos indica que el bien trabado corpus trovadoresco ha tenido correspondencia en un corpus de estudios no menos coherente, en una tradición crítica -la decana del romanismo- que brinda unos instrumentos indispensables para justipreciar el logro de la lírica provenzal.

Los trovadores es una obra maestra tanto por el tino con que conduce al lector a los textos mismos cuanto por el lugar que le corresponde en esa ilustre tradición crítica. No se trata simplemente de una antología -introducción a cada poeta y a cada pieza, original, traducción, notas y otros complementos-, porque no es una antología el libro que recoge el quince por ciento -371 composiciones- y la aventura cabal de un movimiento literario. Los trovadores es más bien una summa: donde nada sobra, pero, en especial, nada importante falta. El más lego curioso de poesía puede disfrutar sus tres volúmenes casi línea por línea y acabar a pique de igualdad con un experto provenzalista. Porque, lisa y llanamente, el trabajo de Riquer es hoy el título primordial de la bibliografía trovadoresca, de cualquier época y en cualquier lengua.

Es también una empresa a la altura del autor. Martín de Riquer ha sido siempre un aficionado, un gran aficionado, sin las anteojeras ni los compromisos del profesional. Como medievalista, ha fisgado donde le divertía y con la perspectiva que le apetecía, ajeno a toda escolástica, al margen de las modas, con una inteligencia endiablada y un sentido común que aplica en primer término a descubrir las paradojas ocultas   —16→   a los menos dotados. Particularmente atraído por la historia social (de la alta sociedad, en concreto), lleva años pintando un gigantesco y entretenidísimo retablo de la vida caballeresca en la baja Edad Media. A las armas, los deportes y las diversiones, la heráldica de los caballeros, ha dedicado varios millares de páginas apasionantes. Otros tantos le ha ocupado poner en claro copiosos aspectos de su literatura, en aportaciones tan capitales como la espléndida edición de Guillem de Berguedà.

Los tres recios tomos de Los trovadores -ahora en nueva edición y donde aprovecha, ¿a manera de gap?, algunos materiales de una crestomatía suya de 1948- vienen a trazar un panorama completo de la que Riquer considera «poesía feudal» por excelencia: hasta el punto de que la misma noción de fin'amors se le aparece como un ingrediente más en la «situación política, jerárquica y social» del feudalismo. La atención al entramado histórico, sin embargo, no le embota el paladar ni para las más delicadas minucias de la textura verbal. En uno o en otro plano, del uno al otro, Riquer se mueve con igual agilidad y con idéntico discernimiento. Acompañarlo en su magna lectura de la poesía provenzal es una experiencia impagable.

Primavera perpetua de la lírica europea, el arte de los trovadores se ha oído en España desde su nacimiento, y, junto a los inevitables ecos inconscientes, ni siquiera hoy le faltan resonancias cultivadas a sabiendas. No debiera ser ningún misterio que en más de un caso los libros de Riquer están al fondo de tales resonancias. La correcta sextina «Apología y petición» y la impecable «Albada» de Jaime Gil de Biedma, pongamos, han provocado en alguna ocasión que saliera a relucir el nombre de Ezra Pound. No estaba de más. Pero con mayor pertinencia hubieran tenido que aducirse varias publicaciones de Riquer en los años cuarenta y, en forma mediata, sus cursos universitarios del decenio siguiente. No es el menor mérito de Martín de Riquer, ni es mala invitación a la fiesta de Los trovadores.



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ArribaAbajo- II -

La crítica de Jorge Guillén


Un gran escritor nunca se equivoca cuando habla de literatura. Con frecuencia se ha defendido esa infalibilidad alegando que la crítica de un creador importa y es siempre últimamente justa en cuanto supone la crítica de sí mismo. La explicación no es del todo inexacta, pero sí pobre. Los tiros no van sólo por ahí. Conviene no perder de vista que la literatura no es una propiedad intrínseca a ningún género de discurso: es un canon dinámico de nombres y opiniones. Una tradición perfectamente delimitada -aunque los confines hayan variado y sigan variando con los tiempos- ha puesto sobre el tablero una serie de autores, títulos y estimaciones. En ese ámbito convencional compiten hoy Homero y el dadaísmo, el barroco y Petrarca, Housman, la novela naturalista, Issa Kobayashi, Espronceda, Strindberg e così via. Llamamos «literatura» a la larga partida que viene jugándose con tales y muchas otras piezas análogas. Puede ocurrir que alguna de ellas quede fuera del tablero más o menos duraderamente. Da igual. Si un alfil se come una torre, un peón quizá rescate a la dama. (Por ejemplo: si el romancero no tenía patente de literariedad para el Marqués de Santillana, los hombres del 98 recuperaron a Berceo). La cuestión decisiva está en que el valor de cada una de las piezas depende, en primer término, de la posición de las restantes: cuando una entra en el tablero, todas las demás cambian de sustancia y de sentido. El gran poeta reaviva irremediablemente el diálogo o el debate de clasicismo y modernidad en que consiste la literatura. Su mera presencia es un acto crítico, y el más simple verso suyo dicta una preceptiva inapelable.

La mejor, la infalible obra crítica de Jorge Guillén, así, debe buscarse en su obra poética. La poesía de Guillén es una afirmación literaria de tanta entidad, que modifica, sin más, toda la trama de categorías y juicios urdida anteriormente, de forma que nos obliga a revisarla punto a punto con la perspectiva de Aire nuestro. Y, de igual modo que su influencia se   —18→   advierte a menudo en los contemporáneos, esa revisión nos fuerza a reconocer versos, maneras, tonos de Guillén en los textos del pasado, y ello en una medida que han alcanzado sólo escasos autores del siglo XX. ¿O de cuántos se puede repetir que son capaces de afectar a la interpretación del propio Virgilio? Pues cuando unos códices de la Eneida invocan a «hoc caeli spirabile lumen» (hemistiquio que envuelve la noción de 'respirar la luz del cielo') y otros al «spirabile numen» (una suerte de 'espíritu vital'), la decisión sobre la lectura correcta supone optar entre dos imágenes inequívocamente guillenianas de la realidad. (A don Jorge le gustó que le llamara la atención al respecto).

Por si fuera poco, la dimensión crítica de la poesía de Guillén tiende a hacerse particularmente explícita. Basta abrir por la dedicatoria la versión definitiva de Cántico:


A mi madre,
en su cielo...
el lenguaje que dice
ahora
con qué voluntad placentera
consiento en mi vivir...



Es una evocación diáfana de Jorge Manrique en las Coplas a la muerte de su padre:


Y consiento en mi morir
con voluntad placentera,
clara y pura...



El ineludible cotejo entre ambos pasajes caracteriza a Cántico, desde luego, como una singular y aun polémica fe de vida (según realza el subtítulo). Pero la evocación contiene, además, una exégesis de Manrique (prolongada en muchos lugares de Aire nuestro): invita a descubrir en las Coplas el sereno contraste de una voluntad de vida y una voluntad de muerte, donde la segunda no anula a la primera -como a veces se abulta-, sino que la subraya, en tanto que una y otra se revelan como respuestas de idéntica dignidad y nobleza a unas verdades o imperativos   —19→   de distinta jerarquía. Y nuestro entendimiento de Manrique no puede ya prescindir de la propuesta guilleniana.

Nada de ello, sin embargo, ha de reputarse exclusivo de Guillén: está en la condición del gran escritor de cualquier género y de cualquier época. Su quehacer reordena -diría T. S. Eliot- el sistema entero de la literatura. Más peculiar y harto sintomático resulta que en el centro o, si se prefiere, en la cúspide de Aire nuestro figure el volumen bautizado Homenaje, cuya porción mayor se dedica precisamente a una reordenación de esa especie. Del Génesis a Octavio Paz, de la Odisea a Miklós Radnóti, Homenaje repasa poco menos que la historia universal de la literatura para asumirla en las coordenadas del propio Guillén (y viceversa).

Los procedimientos al servicio de tal empresa son múltiples: la glosa, la paráfrasis, la traducción, el juego de los epígrafes, la etopeya, la anécdota y el epigrama, la cita, la alusión... Semejante abundancia de enfoques no hace sino resaltar que la mansión de la literatura tiene muchas moradas y se anda por muchos caminos: el hallazgo puede darse en cualquier vuelta del recorrido, y si uno lo juzga surgido al azar del vagabundeo, al final termina averiguando que estaba en la lógica inesquivable de una trayectoria. Homenaje reconstruye el riquísimo ten con ten del poeta y la literatura toda. De ese proceso de mutuo ajuste nacen iluminaciones críticas tan certeras como una de las inscritas «Al margen de Mallarmé», bajo el rótulo de «Hojas de otoño», y al recuerdo de un alejandrino inmarcesible:


Tal que en sí mismo al fin la eternidad le fija,
El ilustre ve un orbe diminuto que rueda.
Todo lo desmenuza la atención más prolija:
Datos, variantes, hojas, otoño de alameda.



Valía la pena anotar las obviedades precedentes porque, ante un tema como el que se me ha pedido que toque a vuelapluma, el primer impulso podría ser no reparar sino en la prosa guilleniana. Y hay que insistir en que la suprema aportación crítica de Guillén es, lisa y llanamente, su quehacer poético. Lo cual de ningún modo significa que carezcan de relevancia   —20→   sus prosas más convencionalmente críticas ni que únicamente debe estimárselas por ser del poeta de quien son (aunque tampoco cabe desdeñar el dato). Bien al contrario. La profesión de Guillén fue la de catedrático de literatura, primero en la universidad de Murcia (1926-1929), luego en la de Sevilla (1931-1938)3 y, por fin, en Wellesley College (1940-1957), aparte más ocasionales etapas de docencia en otros lugares, de la Sorbona a Oxford y Montreal. Profesor ejemplar en el aula, según copiosas referencias, y admirable en su enseñanza fuera de ellas, la bibliografía de su prosa crítica se extiende desde el segundo decenio del siglo hasta las vísperas de su muerte. Dos libros, sin embargo, ofrecen lo esencial de su contribución en ese terreno: Hacia «Cántico». Escritos de los años veinte (Barcelona, Ariel, 1980) y Lenguaje y poesía (Madrid, Revista de Occidente, 1961, y reediciones en Alianza Editorial).

Estoy convencido de que Hacia «Cántico» no ha tenido el eco que merecía, pero no por ello disminuye su importancia. A decir verdad, pocos testimonios más apasionantes hay de la consolidación de la modernidad literaria en España, vista desde un observatorio privilegiado y en un momento capital de la cultura europea. Porque amén de por otros trabajos aparecidos en La Pluma o La Gaceta literaria, la parte principal del volumen está constituida por los artículos que de 1921 a 1924, desde París, envió Guillén a La Libertad y El Norte de Castilla. En esas páginas, ahora recobradas, bulle con la inmediatez de la crónica un mundo ya con resonancias de mito. Como resume la compiladora del tomo, las colaboraciones de Guillén «hablaban de La consagración de la primavera, de Stravinski, de las clases magistrales que Wanda Landowska daba en la Escuela Normal de Música, del teatro experimental de La Licorne, del estreno en París de El gabinete del doctor Caligari, de la impresión causada por la teoría de la relatividad (...), de la   —21→   locura por el jazz, la moda del cine, la histeria provocada por el combate de boxeo entre Dempsey y Carpentier y la curiosidad macabra por el asesino más célebre de la época: Landrú».

Con tan fascinante telón de fondo, y rigurosamente al día de la mejor literatura contemporánea, Guillén maduraba sus lecturas iniciales, su formación universitaria cerca de Menéndez Pidal y en la Residencia de Estudiantes, y construía unos ensayos críticos de sorprendente perspicacia. Cosmopolita sin papanatismo y castizo sin sombra de condescendencia, reflexionaba sobre Valéry, Proust, Apollinaire o Supervielle con la misma penetración que sobre Bécquer, Rubén, Valle-Inclán o JRJ. Difícilmente habría que retocar hoy ninguna de las apreciaciones expresadas en los artículos que componen Hacia «Cántico»: ni cuando condena (a Villaespesa, verbigracia), ni cuando elogia (así al siempre marginal Gabriel Miró), ni cuando se aplica a señalar vetas mal explotadas en filones como Góngora, Gracián o Flaubert.

Lenguaje y poesía es libro comprensiblemente más difundido, ya desde su primera edición, en inglés, como texto de las conferencias dictadas en la cátedra Charles Eliot Norton, en la universidad de Harvard (1957-1958). Por fortuna, no hay aficionado o estudiante español que no haya saboreado esas seis preciosas lecciones sobre Berceo, Góngora, San Juan de la Cruz, Bécquer, Miró y la generación de 1927. No hace falta, pues, sino mencionarlo como dechado por todos reconocido. Pero quizá no sobre acentuar un aspecto de su logro crítico. Es proverbial el gusto de Guillén por lo concreto. «No partamos de poesía, término indefinible», se escribe ya en el prólogo. «Digamos poema, como diríamos cuadro, estatua. Todos ellos poseen una cualidad que comienza por tranquilizarnos: son objetos, y objetos que están aquí y ahora, ante nuestras manos, nuestros oídos, nuestros ojos».

Enfrentado con las maravillas del poema, Guillén las contempla como a las maravillas concretas de Cántico. Vale decir como objetos que se dejan escudriñar, sobar y explicar con palabras. Las experiencias que subyacen al poema pueden muy bien ser inefables; pero el poema, sus recursos y su mérito son perfectamente descriptibles. Y Guillén los describe como   —22→   pocos. Sin necesidad de gorgoritos ni arrobos sentimentales, sabe dar cuenta y razón del mecanismo del poema; sabe, incluso, detenerse en la frontera en la que éste cesa tal vez de ser objeto para convertirse en aventura del lector. El secreto de esa sabiduría reside en una actitud crítica que no quiere ser ciencia ni poesía, que traduce las observaciones técnicas y las intuiciones personales al idioma de la sensatez y la verificabilidad. Una actitud que tampoco está ausente -aunque bien en otra clave- en los versos de Aire nuestro.

Un Guillén crítico debe quedar fuera -como el autocrítico- de estas acotaciones de urgencia: el corresponsal y el contertulio. Don Jorge fue tan diligente autor de cartas como conversador extraordinario, y en esa doble condición prodigó una crítica vivaz, llena de cosas estupendas. Pero el dolor de su pérdida es demasiado reciente; no tengo ánimo para rememorar su crítica oral y epistolar: pone ante mí con demasiada crudeza la estampa humana del entrañable caballero, del viejo liberal, del gran señor castellano, corrido por Europa y las Indias, que se llamó Jorge Guillén.




ArribaAbajo- III -

La sombra del tiempo


Querido Carlos Pujol:

(...) Al grano. La sombra del tiempo4 está muy bien, perfectamente. La anécdota central, los episodios, los obiter dicta, las facecias y las digresiones tienen la suficiente entidad para aguantarse por sí hasta que las últimas treinta páginas los anudan en un lazo de más alcance. Digamos que no se trata de símbolos -claro- ni de síntomas, sino de significados convenientes, recomendables incluso. Por ahí, Roma es el «Ancien Régime» del espíritu,   —23→   que se define mejor negativamente: es la no-modernidad (la literatura, la religión verdadera, la historia...). Los franceses son, pues, la modernidad. La protagonista es el autor (y ciertos lectores): no el "autor implícito" ni otra fantasía análoga, sino el autor real, biográfico, que firma. Madame está en Roma, con Roma. Pero no puede evitar ser francesa. Cuando los bárbaros entran -irremediablemente- en la ciudad, resulta que no son tan bárbaros como se presuponía -más que se temía-, que hasta tienen virtudes y, sobre todo, que son necesarios. Naturalmente, Madame no puede estar segura de quiénes son los suyos («ni siquiera sabemos ya si somos de los nuestros», he leído en alguna parte). Las querencias, las inclinaciones educadamente espontáneas del corazón han de pactar con la razón de la (otra) historia, resignarse a la realidad, que, sobre inesquivable, tampoco es tan mísera como el roce continuo con ella tiende a hacer pensar. La condescendencia para con la modernidad permite la perduración -llamada «eternidad»- de lo no moderno. Amén de lo cual, ni autor ni lectores pueden engañarse -voluntariamente- más que en parte: son franceses. Están inficionados por el veneno del relativismo: las certezas de los afectos han de quedarse en el almario; de puertas para fuera, no puede haber seguridades. Y ese liberalismo también es profundamente suyo.

En suma, La sombra del tiempo habla de la nostalgia del clasicismo: habla de ella después del romanticismo -o, mejor, dentro de él- y la siente según las lecciones del romanticismo.

No es del caso extender esa pauta de interpretación a otros aspectos más allá de la "historia de la cultura" convencionalmente entendida, porque, a la postre, esas dimensiones igualmente se dejan reducir -por lo menos en una exégesis pública- a "historia de la cultura". Conque me limito a añadir una observación sobre el lenguaje: el estilo quiere ser un punto desgarbado, para no ahogar el tema; no demasiado prominente ni "marcado", para hacerse perdonar la erudición, trascendencia y altura de casi todo lo demás. (...)

Un gran abrazo,

Paco



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ArribaAbajo- IV -

Paradojas de la novela


Una serie estridente de paradojas preside la historia de la novela. Durante miles de años, los hombres han apreciado, por encima de cualesquiera otras, las ficciones cuyo ámbito no está sujeto a las limitaciones y tedios de la experiencia cotidiana. Sin embargo, fue precisamente al empeñarse por someter el universo del relato a esas limitaciones y a esos tedios, bajo la efímera enseña del realismo, cuando la novela se alzó con la preeminencia que aún suele otorgársele en el campo de la literatura.

El sometimiento de la ficción a las medidas de la experiencia más usual -una experiencia de trapillo, si se quiere- iba de la mano con la imposición de una quimera estupenda. La realidad se presentaba como nadie podía ni podrá asirla: la novela clásica, la novela realista del siglo XIX, la proponía, en efecto, no como percepción individual, sino como término de un inasequible conocimiento no subjetivo.

Hasta entonces, las narraciones ficticias que ocasionalmente se habían gobernado según los patrones de un cierto empirismo se sabían obligadas a justificarse, mejor o peor, disfrazándose de testimonio personal: carta, memorias, crónica... La novela decimonónica se siente exenta o tiende a liberarse de parejas justificaciones, y, si no instaura de raíz, hace admisible y deseable que la orientación hacia la realidad no se anule, sino se potencie por el grado cero del narrador (porque, si el narrador se deja oír, su voz es ya un dato más, no el vehículo de la ficción propiamente dicha). Triunfa así el relato desde ninguna parte, el lenguaje teóricamente al margen de la subjetividad. Es la invención máxima, la suprema fantasía del realismo.

Es, además, una treta inteligente. Puesto que los contenidos de la ficción eran homólogos a los de la experiencia, no se hacía demasiado cuesta arriba aceptar que también lo era el camino hacia unos y otros. Los lectores burgueses cayeron fácilmente en la trampa: hubo de halagarles ese designio de   —25→   enmendar la plana a la tradición literaria sirviéndose de instrumentos a primera vista no literarios, de los instrumentos cuyo manejo tenían ellos la certeza de controlar, confiados como estaban en la existencia de verdades sólidas y universalmente válidas.



Sí, la treta era tan buena que la edad posterior no vaciló en hacerla suya. Pero se entiende que el artificio del marco, a breve plazo, se extendiera al cuadro, y que dentro de él fueran cabiendo cosas no menos extraordinarias que el prodigio de una narración sin narrador. Tampoco la vocación subjetiva del lenguaje podía tardar en rebelarse: lo admirable es que se exacerbara no tanto para exhibirse a sí misma -como siempre había tenido por costumbre- cuanto para pretenderse otra, en un delirio de objetividad heredado del Ochocientos.

Por ahí, a la sombra de una epistemología nueva y a la luz de una estética distinta, el proceso de desarrollo de la novela moderna ha supuesto de hecho la recuperación de todos los modos y maneras de la narrativa predecimonónica, de todas las zonas y versiones de la realidad arrinconadas por la gran escuela realista: las selvas geométricas de la alegoría, las criaturas de la fábula y las caricaturas del fabliau, los alucinantes paisajes con figura de la visión medieval, las dimensiones de la leyenda y las coordenadas de la epopeya...

Los nombres de Mann, Faulkner, Hesse, Mrs. Woolf, Unamuno, Musil, Calvino, Becket, García Márquez... dicen la profundidad y la envergadura del rescate. Pero bastaría mentar a Kafka, Proust y Joyce: los tres coinciden en devolvernos diáfanamente a modelos narrativos que parecían descartados sin remedio. Gregor Samsa no sufre una Verwandlung cualquiera, sino repite la especie de transformación y redescubre la soledad y el miedo que Lucio había sufrido en La metamorfosis de Apuleyo (y en los ancestrales cuentos milesios). A la recherche du temps perdu nos lanza, desde el título, a una búsqueda análoga a la quête arquetípica de la materia de Bretaña, y con una análoga composición en volutas, en espirales que van contorneando una verdad que también está en los orígenes. El Ulysses, en fin, al revisitar la trama de la Odisea, recobra la textura   —26→   verbal, la oralidad de la antigua poesía narrativa y, más decisivamente, la noción homérica del mito: a la vez discurso y maquinación, ausencia de fronteras entre palabra y ser.



Con razón se ha tratado a la novela de imperialista y totalitaria. Integra a su capricho todos los géneros, recurre a todos los lenguajes, se apodera de toda la tradición... Usurpando toda la literatura, quiere usurpar toda la realidad. Es lícito preguntarse, no obstante, si esas manías de grandeza no esconden una radical inseguridad.

Así lo confiesa un faux-monnayeur: «El modo en que se nos impone el mundo de las apariencias y nosotros intentamos imponer al mundo exterior nuestra interpretación peculiar constituye el drama de nuestras vidas». Será. Drama, comedia o esperpento. Pero, como fuere, la novela viene a responder a la tensión entre cada individuo y la hipótesis de todo lo demás. Las estrategias del relato -por ejemplo, las celebradas singularidades del tiempo y del espacio novelescos- ¿no son en primer término artimañas en la lucha con la vida? ¿No nacen de un afán de dominio, una necesidad de significado y una esperanza de libertad?

El mundo es ancho y ajeno. Quizá más que replicándole con un mundo alternativo, la novela lo domina reduciéndolo a palabra y encerrándolo en otro, también verbal, que se ofrece acotado y ordenado, porque consiste, por principio, en la coherencia y la solidaridad significativa de todos los elementos que lo construyen en el lenguaje. El lector es libre de asentir a ese nuevo mundo de palabra; pero, si asiente, entonces, con una doble ilusión de libertad para elegir la vida, queda invitado a postularlo como parte de otro universo que él elabora y puebla ya por sí solo. Llegados a tal punto, lector y autor, personajes, objetos, situaciones del uno y del otro, apariencias e interpretaciones, todos quedan prendidos en el mismo giro de la ficción, en el claroscuro de la realidad y el deseo.



La última, múltiple instancia de la ficción que la novela crea ¿pertenecerá, pues, al lector tanto como al autor? El éxito de público incita a pensar que sí. El género forjado para mostrar   —27→   las cosas expresa y directamente ¿supondrá más bien el triunfo de la elipsis? La estimación crítica continúa inclinándonos a la afirmativa. La indefinición formal, la falta de normas y, en consecuencia, la dificultad de valoración son precios que paga la novela por su riqueza y por su veracidad. Pero la preceptiva de la elipsis -la capacidad de movilizar factores no manifiestos en la estricta literalidad- apenas tolera dudas: en ella están algunos de los mejores ardides y logros del arte de narrar.

Sin elipsis, claro, no hay novela. Cualquier dato de cualquier especie de realidad incluye infinitos componentes, matices y perspectivas: la gracia está en elegir uno que suponga a los demás e implique toda la jerarquía de mundos -no subjetivo, verbal, mental- propia de la ficción. Una trama, a su vez, es un sistema de elipsis: tácita o menos tácitamente, va apuntando direcciones y posibilidades, suscitando expectativas, luego las concreta o no, las satisface o las defrauda, pero, como sea, les confiere un nuevo sentido en relación con el zigzag de trayectorias que ha imaginado el interés del lector. La elipsis conduce la fabulación, la estructura, el placer de la novela... Sin embargo, las gentes educadas le aplauden en particular las astucias no obligatorias. Valga evocar dos o tres.

La gran página de Madame Bovary es una escena de amor no descrita: el deambular de un fiacre por Rouen, los nombres de calles, plazas, iglesias («rue Maladrerie, rue Dinanderie, devant Saint-Romain, Saint-Vivien, Saint-Maclou...»), los cambios en la velocidad del vehículo (al trote, al galope, al paso), la impaciencia del cochero o, cuando mucho, una orden («Continuez!») que sale de las cortinillas echadas cuentan cabalmente la entrega de Emma a León.

El relato elíptico genera con destreza diabólica el espejismo de un conocimiento de la ficción idéntico a la experiencia habitual, con sus límites, sus incertidumbres y, al cabo, su poder de convicción. Por alarde de maestría del escritor, por identificación con los protagonistas, por sugerencia al lector (la autenticidad de algunas cosas sólo puede apreciarse con una transposición imaginativa), por delicadeza o por juego, la novela de la elipsis no pinta, sino traza contornos; en vez de retratar, esboza fondos que recortan siluetas; no desmenuza la   —28→   intriga: deslinda el lugar en blanco en que la intriga sucede. O bien sigue al personaje hasta los bordes mismos del silencio, calla con el personaje y deja que el silencio hable por el personaje y por el autor (porque «para poder callar», sentía Dasein, «se necesita tener algo que decir»); únicamente la elipsis escribe de veras el silencio.

Los hallazgos de planteo y de técnica, en efecto, van anejos a la poética de la elipsis con una admirable frecuencia. Así, la novela muy nutrida de episodios y peripecias gana en mérito cuando se la descubre obediente a un diseño de economía y funcionalidad. Pero igualmente es la elipsis quien puede proyectar una acción vertiginosa como contraluz de una narración cuya superficie quizá parezca escasa en incidencias. Pauta de interpretación al tiempo que margen de libertad, ella nos exhorta a llenar los huecos del texto y a contemplar unos elementos con el enfoque de otros, para realzarnos las armonías del mundo; o nos los revela como caos, empujándonos a buscar vínculos que la obra acaba por no brindarnos; o, todavía, entreteje dimensiones implícitas de cuanto aflora al relato, y nos predica la realidad como símbolo...

Como símbolo, también, se ha mencionado aquí la elipsis: símbolo de la condición o el destino de la novela, arbitrada para ir más allá de sí misma, para insinuar el desasosiego de un pertinaz empeño de alteridad. La novela ha sido sobre todo impulso, tendencia. El siglo XIX sabía de sobras hacia dónde (no en balde acuñó juntas las nociones de «realismo» y «novela»): hacia la realidad entera y verdadera, que al fin se rendía sin condiciones. El siglo pasado -el siglo XX- perseveró en la ambición, pero sin confianza en la victoria: bastante suponía entablar el combate, aludir lo que no podía enunciarse, echar a andar. «La novela es un espejo a lo largo del camino». Sólo que los modernos creyeron que era más bien el camino a lo largo de un espejo.



  —29→  

ArribaAbajo- V -

Prolegómenos a un poema de Jaime Gil de Biedma5


Jaime ha contado en alguna parte que «De aquí a la eternidad» (1960), octava pieza de Moralidades (1966), tiene por argumento o anécdota una llegada al viejo aeropuerto de Barajas y la salida en automóvil hacia Madrid. No vamos nosotros a meternos en demasiadas honduras y a explicar por qué el itinerario desde el aeródromo a la ciudad podría entenderse como una metáfora del fatigoso conflicto entre el deseo y la realidad, abordado a partir de ciertas reciprocidades o incidencias mutuas entre los tiempos, los lugares y las personas del yo. Hoy nos interesan menos el tema y el alcance del poema que el factor más decisivo en su desarrollo y estructura: el ritmo de reducción y expansión, de abbreviatio y amplificatio, o, digamos -para mayor claridad-, de sístole y diástole. Para subrayarlo, no nos dolerá practicar la denostada herejía de la paráfrasis, ni permitirnos un excurso quizá no sin curiosidad.

«Lo primero» que experimenta el protagonista del poema, al poner pie en tierra, es un «ensanchamiento / de la respiración» adjetivado de «casi angustioso». Pero angustia, literalmente, vale 'angostura, estrechez, constricción', física o de otra índole. El mismo arranque, pues, sugiere y en cierto modo materializa como pauta del poema una alternancia de dilatación y contracción que se advierte en diversos órdenes de cosas. Porque ese «ensanchamiento... angustioso» del pecho se acompaña de un ensanchamiento de horizontes y de perspectivas temporales, entrecruzados y tanto más próximos en cuanto potenciados por la distancia: «el aire» contrae y disgrega a la par tiempos y lugares, «acercándome olores / de jara de la sierra / más perfumados por la lejanía, / y de tantos veranos juntos / de mi niñez».

  —30→  

Luego está la glorieta
preliminar, con su pequeño intento de jardín,
mundo abreviado, renovado y puro
sin demasiada convicción, y al fondo
la previsible estatua y el pórtico de acceso
a la magnífica avenida,
a la famosa capital.



La glorieta de Barajas se abre a jardín, va a más, para anunciar la amplia, «magnífica avenida» hacia la «eternidad» de Madrid. Sin embargo, en ese ámbito «preliminar», minúsculo y a la vez con tentaciones o modestas manías de grandeza, puede encerrarse, así sea en precario, la entera fábrica del universo (sed de hoc infra).

No de otro modo, con la inminencia de la gran ciudad y el mucho quehacer por delante, «la vida» crece entonces hasta adquirir «carácter panorámico». Pero el "panorama" en cuestión no se contempla propiamente en sus vastas dimensiones, sino cifrado en una «inmensidad de instante también casi angustioso», en el segundo temible que anticipa y concentra en un punctum temporis todo el ajetreo en puertas. Y, en seguida, «la vida va espaciándose» de nuevo, por más que ahora «bajo el cielo enrarecido» ('dilatado', por tanto, y simultáneamente 'más escaso'), «mientras que aceleramos».

Espaciarse y acelerar son nociones que se predican del lugar y del tiempo, y la estrofa siguiente se mueve entre ambos con especial fluidez. En el trayecto a Madrid, «algo espectral» se hace presente en el ánimo del personaje: la inquietante rememoración de otros viajes, años atrás, sin duda en la «niñez» evocada en los versos del comienzo. El espléndido «acceso... a la famosa capital» y la mirada hacia el porvenir inmediato se convierten en «caminos perdidos hacia pueblos / a lo lejos» y en visión de «figuras diminutas» recortadas «en la memoria». Las proporciones enormes y el futuro cercano se sustituyen por imágenes menudas y por el pasado remoto.

«Y esto es todo, quizás». No obstante, a la entrada de la Villa, los hilos con ese antaño en miniatura se rompen inevitablemente, y la metrópolis, con brusquedad, impone sus magnitudes.   —31→   De pronto, las medidas vuelven a crecer, a agigantarse. Con las humildes «esquinas de ladrillo» recién entrevistas en el recuerdo, contrastan «las fachadas» amedrentadoras que «se ciernen» alrededor del automóvil; con los «pasos a nivel solitarios», las «gentes» que se agolpan «en la acera,6 / frente al primer semáforo». Hace un momento, al protagonista le venían a la mente escondidas sendas «hacia pueblos / a lo lejos»; ahora, le toca dirigirse «hacia los barrios bien establecidos / de una vez para todas». Definitivamente, las cosas han aumentado de tamaño, hay que afrontar la «eternidad» de la capital. «Ya estamos en Madrid, como quien dice».

Claro es que la paráfrasis anterior no pasa de realzar unas cuantas manifestaciones del movimiento de sístole y diástole en que late el poema de principio a fin. Incluso a tal propósito limitado, las observaciones pertinentes se dejarían multiplicar sin esfuerzo. Puesto que sístole y diástole, así, son también términos de la métrica clásica, cabría analizar cómo se hace verso el esencial vaivén de contracción y dilatación: y bastaría apuntar que la base del texto es el endecasílabo, desde luego, pero en combinación con su quebrado natural, el heptasílabo (normalmente en pareja, y en concurrencia con algún falso alejandrino). O, cambiando de tercio, cabría mostrar que ese vaivén concuerda con las oscilaciones del tono entre la tensión lírica y la distensión irónica o realista.

El título mismo es al respecto doblemente locuaz: el salto «De aquí a la eternidad» es un caso perfecto de diástole; pero reconocer la alusión al melodrama de Fred Zinnemann -no, supongo, a la novela de James Jones- pone un filtro de zumba a la expresión y la despoja del tufillo pretencioso o empingorotado que en primera instancia se insinúa. Aparte el epígrafe (de La viejecita, en oportuna correspondencia con los compases de «género chico» que suenan en el desenlace), la otra cita puntual inserta en el poema ofrece, comprensiblemente, un   —32→   ejemplo arquetípico de sístole: «mundo abreviado, renovado y puro». La referencia no es ahora irónica, pero sí está apostillada de suerte que empañe una pizca el brillo acusadamente literario del admirable endecasílabo: «sin demasiada convicción...».

Escribíamos arriba que en el ámbito «preliminar» descrito como «mundo abreviado, renovado y puro» podía encerrarse la entera fábrica del universo; y acabamos de insistir en que nuestro verso es una cita puntual. Precisaremos uno y otro extremo. No parece verosímil que Jaime Gil de Biedma viera en «La glorieta..., con su pequeño intento de jardín», un compendio de toda la máquina del cosmos: más bien querría caracterizarla como "un mundo" suficiente de suyo, con entidad propia (o si acaso, para repetir a Céline, como un «infini mis à la portée des caniches»). Sin embargo, a la luz de la tradición occidental y cristiana, el sintagma «mundo abreviado» supone, sin más, 'el mundo'; pues nos las habemos con una fórmula ritual para definir al hombre en tanto resumen del universo, en tanto microcosmos o braquicosmos.

Lustros ha, en efecto, en un libro de su lejana juventud (El pequeño mundo del hombre, etc., Madrid, 1970), uno de nosotros ya señaló que el contexto original del endecasílabo en juego difícilmente dejaría de ir por ahí; y añadió que Jaime tenía que haber tomado el verso del libro que otro de nosotros publicó en fecha siempre reciente (Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos, Madrid, 1950); así lo aseguraban tanto la rareza de ese contexto primitivo (frente a la difusión del Ensayo mencionado, objeto de atento estudio por parte de Gil de Biedma) como las connotaciones de locus amoenus que la cita incluida en «De aquí a la eternidad» arrastraba de las páginas de Poesía española, que llaman «mundo abreviado, renovado y puro» al orbe estilizado de las églogas de Garcilaso.

Una limpia mañana madrileña, en la primavera de 1970, los olores de jara que llegaban -aún- a perfumar un jardín en Alberto Alcocer, 33, acercaron a nuestra memoria el poema de Jaime Gil y, por supuesto, el dichoso endecasílabo.

-Por cierto -acotó uno de nosotros-, ¿de dónde se lo sacó?

-Pues, mire usted -confesó el otro-, el caso es que le llamé «famoso verso» porque no caía en quién era el autor. Y sigo sin   —33→   acordarme. Pero ahora que lo dice... ¡Claro que sí! Perdone un momento, en seguida vuelvo.

Cinco minutos después:

-Aquí está, en el Canto VI de la Historia de la Virgen Madre de Dios, María..., «de D. Antonio de Mendoza Escobar, natural de Valladolid», por Gerónimo Murillo, año de 1618, fol. 45. Ya ve que yo poseo un ejemplar del facsímil (doscientos ejemplares) que hizo Huntington, en 1903, de esta rarísima edición (sólo queda un ejemplar conocido). El verso, fíjese, lo dice «el Mundo» al ofrecer a la Virgen la M de su propio nombre para formar el de María. María es un «mundo abreviado, renovado y puro», y muchas cosas más que empiezan por M. El Agua da la A; la Tierra da, «de sus dos RR, una»; el Fuego da la Iignis!); y la A final, el Aire. Yo no habría recordado ese verso (pues ese largo poema -que tiene algunas cosas interesantes- yo no lo leí -... a trozos- hasta que la Hispanic Society me regaló el libro, hace unos diez años), a no ser porque esos versos que dice el Mundo estaban en los Fundamentos de Historia Literaria del P. Esteban Moreu, S. J., que estudié en el Colegio de Nuestra Señora del Recuerdo, de Chamartín (Mendoza Escobar era jesuita).

-¡Qué estupenda pedagogía gastaban los jesuitas! Está muy bien eso de que usted aprendiera el verso a un tiro de piedra de Barajas, ante la misma sierra frente a la cual Jaime iba a aprovecharlo y a vista de «la magnífica avenida» que sale en «De aquí a la eternidad». Y comprobará usted que yo no me chupaba el dedo cuando decía que «mundo abreviado, renovado y puro» tenía que ver en su origen con el tema del hombre en cuanto síntesis del universo: conceptualmente el piropo de Mendoza Escobar a la Virgen, sobre no ser nuevo, no hace más que unir el motivo que en mi libro llamaba del «microcosmos a lo divino» y la sabida ponderación de la amada como epítome de todas las perfecciones. «Que el que al hombre llamó pequeño mundo / llamará a la mujer pequeño cielo».

Nunca está de más conocer las hebras que enlazan a los poetas (y no olvidemos a los profesores de literatura, no olvidemos al benemérito P. Esteban Moreu, S. J.): componer poesía quizá no sea ya sino discernir voces afines, compilar antologías   —34→   ad usum Delphini. Al margen de chismes eruditos y biográficos, vale la pena no ignorar la procedencia ni el sentido inicial de nuestro soberbio endecasílabo. En la historia de la cultura europea, la imagen del microcosmos ha sido durante siglos paradigma supremo de todo proceso de contracción y dilatación: porque si el mundo se recapitula en el hombre, igualmente el mundo se interpreta como una proyección del hombre. Al escribir «De aquí a la eternidad» según unos ritmos de sístole y diástole tan persistentes -del pensamiento a la métrica-, era casi fatal que un sujeto con las lecturas de Jaime Gil de Biedma tropezara con las versiones literarias de tal paradigma. El movimiento de sístole y diástole, por ende, se hace sentir en el poema también en forma de tradición: trasfondo indeliberado, pero poco menos que ineludible.

La idea microcósmica, por otro lado, fue y ha sido siempre central en la concepción del universo como trama de correspondencias: los ligámenes que atan y determinan mutuamente todas las cosas tienen su principal exponente en la conformidad y las correlaciones de hombre y mundo. La poesía apenas ha hecho nunca más que explorar esas concordancias. En «De aquí a la eternidad», el juego de sístoles y diástoles propone continuamente la incidencia recíproca tanto entre tiempos y lugares como entre individuo y sociedad, paisajes, historia. Es emblema de los encuentros y desencuentros del protagonista consigo mismo, con la serie de personae que ha sido y puede ser. El patrón tradicional del microcosmos nos ayuda a comprender el tema último del poema. Pero en este punto debemos cerrar y dejar abiertos nuestros prolegómenos.



  —35→  

ArribaAbajo- VI -

Sobre un posible préstamo griego en ibérico



Eimí he kylix... es dato
común en los vasos griegos;
mas los ibéricos, legos,
hablando en sentido lato,
llamaban kylix a un plato.
CULES TILEIS 'Yo de Diles
soy la pátera', inscribían,
porque en cules convertían
kylix a través de *kyles.
Literatur: Jaime Siles.




ArribaAbajo- VII -

Romanticismos


Ocho o nueve volúmenes recientes, en media docena de las grandes lenguas europeas, nos ofrecen otras tantas antologías de los escritos teóricos del romanticismo. Son libros más o menos inteligentes, más o menos eruditos, pero todos coinciden en el propósito de recuperación: más allá del paseo escuetamente arqueológico, todos nos invitan a celebrar la actualidad y la vigencia del pensamiento romántico. En palabras de uno de ellos, nos sugieren «le plaisir de nous reconnaître dans le romantisme».

Querrán decir -entiendo- la complacencia enfermiza de reconocernos a menudo en una ausencia de pensamiento tan notoria como en el romanticismo. En los alrededores del 1800 fueron frecuentes los intentos de caracterizar la literatura   —36→   romántica en términos positivos. Nada más inútil. El alcance y el contenido de la revolución soñada eran esencialmente negativos. Cabía formular una declaración de hostilidades, pero no articular un proyecto intelectual medianamente sólido. Los tales intentos no podían lograrse: ni uno a uno ni, mucho menos, en conjunto (ninguna prueba mejor que las antologías aludidas), porque el núcleo de la actitud romántica era no presentar una doctrina propia, por la vía de rechazar las ajenas. Ese fracaso constitutivo aseguró, a la postre, el verdadero triunfo del movimiento. Pues la relevancia y la fuerza del romanticismo residen en la carencia de teoría, en la consagración del pensamiento en blanco.

Tómese cualquiera de las antologías en cuestión. Ábrase, sin ir más lejos, por el capítulo inicial (Conceptos y definiciones), texto primero, primer párrafo. Habla Novalis: «El mundo ha de hacerse romántico para que pueda volver a hallarse su sentido originario. Hacer(se) romántico no es otra cosa que una potenciación cualitativa. En esa operación, el yo inferior se identifica con un yo mejor, tal como nosotros mismos entramos en la serie de potencias cualitativas. La operación es aún enteramente desconocida...».

Es fácil adivinarle al fragmento una intención, un designio, pero no hay medio de deslindarle un significado en concreto. ¿Cómo someterlo a una lectura literal? «Romantisieren ist nichts als eine qualitative Potenzierung». ¿Cómo extraer de ahí el programa de un quehacer literario? Junto al vacío de afirmación racional, sin embargo, la reveladora confesión negativa: «Diese Operation ist noch ganz unbekannt». ¡Acabáramos!

Soy tendencioso, desde luego, pero sólo lo estrictamente necesario: pedir razón, sabiendo que no van a dárnosla, a un talante que precisamente se rebela contra la razón es llevar el agua a su molino. Y claro que la falta de significado no supone la falta de sentido. Ninguna creación del espíritu romántico ha sido más perdurable que su música; pero permanece la música, no la letra (especialmente en los lieder), y nadie le exige significado a la música. La moderna ponderación del pensamiento romántico en tanto pensamiento, por el contrario, o es una aporía o jura de boquilla por lo romántico.

  —37→  

De hecho, la sustancia última del romanticismo está a la par en el enfrentamiento con el dogma neoclásico y en la noble proclamación de ignorancia. Las suyas son siempre nociones e imágenes negativas. La búsqueda, eche para la nada o tire hacia el infinito, nadie sabe por dónde lleva. «En vez de la posesión, se canta ahora el anhelo insatisfecho» (A. W. Schlegel), la célebre Sehnsucht. La exaltación del individuo como medida de todas las cosas, la insistencia en la singularidad, la entrega a la imaginación, el imperio de la lírica, son modos de entronizar la ausencia de teoría y maneras de hurtar el cuerpo ante la posible demanda de otras explicaciones. El primado de la expresión sobre la imitación, así, desarma cualquier apelación al mundo objetivo. La verdad es el artista. «Poesía eres tú».

El romanticismo legó un solar en ruinas. Como no había podido construir en él, se lo dejó casi llano a los arquitectos del día siguiente. Las normas que no había podido propugnar, las propugnaron con superabundancia quienes le venían a la zaga. Era inevitable edificar sobre la tierra apetitosamente yerma. Bastaba tomar pedazos de las intuiciones románticas e idear una preceptiva en cada caso. Las posteriores direcciones de la literatura han sido retazos del romanticismo, con reglas. Nunca antes, en verdad, había habido tantas prescripciones, consignas tan apremiantes, maestros de tamaña tiranía. Los hijos de los románticos -del realismo al superrealismo, del Parnaso al compromiso- legislaron con tal rigor, impusieron requisitos tan severos, que de entonces para acá apenas ha sido posible leer un texto sin verle en transparencia la etiqueta de fábrica, la garantía certificada por minuciosos controles.

No sorprende que la herencia romántica haya pasado por tantas manos, porque las dictaduras no se aceptan por mucho tiempo. Ni sorprende que todas las testamentarías hayan terminado en liquidación a bajo precio: los principales resultados de su gestión siguen admitiéndose -a beneficio de inventario, naturalmente-, pero la intransigencia de sus criterios resulta ya insoportable. Sin embargo, ¿cómo desfilar sin banderas? Una de las formas de sustituir a las vanguardias y otros despotismos han sido los revivals, la adivinación de posibles afinidades en una Edad Media, un renacimiento o un barroco a la   —38→   vaga hechura del gusto. Y el revival romántico, en semejantes circunstancias, no sólo era forzoso, sino que mostraba -muestra- una lógica peculiar.

La literatura posmoderna, en efecto, concuerda decisivamente con la romántica en el hastío de un siglo largo de reglas y recetas para la creación. Pero a la vez, también como el romanticismo, no tiene nada firme con qué reemplazarlas; y, falta de las certezas de un ars dictandi, ha de quedarse en inconcretas declaraciones de intención, en buenos deseos, en Sehnsucht. En las inacabables vísperas de un mañana ahora contemplado sin la esperanza romántica. Es sobre todo en esa negatividad y en esa penuria de teoría donde los desnortados del año 2000 se encuentran con los apóstoles del 1800. La diferencia mayor es la que distingue un comienzo y un fin de siglo. Romanticismos.




ArribaAbajo- VIII -

Discurso contra el método.
Entrevista con Daniel Fernández


-Está usted de moda...

-Es un error.

-...

-Es un error, porque, en el supuesto de que lo esté, nadie sabe por qué estoy de moda, o bien se piensa que estoy de moda por razones que no tienen nada que ver con lo que yo soy y hago. Yo soy un historiador; con un interés particular, desde luego, por la literatura, y, en concreto, por la Edad Media y el Renacimiento. Quienes piensan que estoy de moda o me ponen de moda suponen que soy una mezcla de crítico literario (¡horror!), semiólogo, gramático y cronista de los salones de la cultura.

Los culpables de que pueda parecer que estoy de moda son quienes me piden que hable y escriba sobre todas las cuestiones   —39→   a propósito de las cuales mi conocimiento no es superior al de cualquier otro aficionado. Como decía mi amigo Domingo Ynduráin: «Cuando en El País deciden hacer un suplemento sobre Jorge Guillén, te encargan a ti un artículo; sin embargo, cuando se lo dedican a Alfonso el Sabio, ni se les ocurre pedirte una colaboración». Yo me esfuerzo por deshacer ese equívoco radical que creo que hay respecto a mí, pero en buena medida es un esfuerzo inútil. Por ejemplo, hay veces en que me llaman para que hable (me convencen sobre todo para eso, para hablar) de cuestiones que sí conozco, pero en contextos como, digamos, una mesa redonda sobre «Lenguaje y literatura», tema elegido pensando fundamentalmente en la literatura contemporánea. Yo, en efecto, intervengo y procuro dar una cierta perspectiva histórica al coloquio, explicando, en los términos más claros que puedo, cuál es la idea del lenguaje en el De vulgari eloquentia de Dante (por cierto que pocos temas más fascinantes que el de la estética de Dante) o ilustrando un poco esa singular manera gongorina de hacer poesía reconstruyendo en un peculiar castellano las relaciones sintácticas del latín... Y todo el mundo entiende, y así lo publica luego la prensa, que yo he hablado de La Divina Comedia como de una «reflexión sobre el lenguaje», y de la poesía en general como de «un lenguaje que se dice a sí mismo». Es decir, lo que yo hubiera querido que fuera una sugerencia interesante y nueva se ha traducido a las muletillas y a los tópicos del día que no necesitan ser entendidos, que simplemente están ahí y que se repiten y se celebran sin alcanzar su sentido.

-Vamos a cambiar de tercio. Para respetar el tópico, me gustaría hablar de sus orígenes, de sus primeras vocaciones. ¿Por qué la historia de la literatura y no la crítica o la mismísima creación?

-En el caso de quien siente un interés general por la literatura, pienso que en un primer momento están inevitablemente revueltos, y éste es mi caso, tales dominios. Es decir, la literatura como creación; la crítica, o la literatura como reflexión, y también como preceptiva, como propuesta teórica; y, por último, la historia como comprensión de una u otra   —40→   actividad en el tiempo, con una cierta suspensión de juicios estéticos. En primer lugar, uno se enfrenta con esas tres direcciones posibles como con un magma informe, y todo le parece una misma cosa, formas de pragmática de la literatura. Y poco a poco, y es mi caso, uno se siente instalado en una de esas posibilidades y la hace suya sin necesidad de planteárselo explícitamente. En mi circunstancia concreta, yo había escrito a los dieciséis o diecisiete años los inevitables poemas y leía todo lo que caía en mis manos o podía conseguir sobre literatura, sin distinguir de qué se trataba. Eliseo Bayo me prestó Poesía española, de Dámaso Alonso, que fue el primer libro crítico que yo leí. También compraba los tomos de Menéndez Pidal en la colección Austral, y, para mí, esas lecturas formaban parte del mismo mundo que la poesía de Vicente Aleixandre o las novelas de Pavese que también por entonces empezaba a leer. Y como la actividad propia siempre parte de una imitación, entonces sucedió que lo que en aquel momento a mí me apetecía imitar eran los estudios de Menéndez Pidal y no, pongo por caso, los cuentos de Aldecoa.

-La filología parece, desde luego, el paso obligado para seguir las huellas de don Ramón. ¿Siempre supo lo que debía hacer, lo que quería ser?

-Yo no estaba muy seguro de qué debía estudiar. Pensé en estudiar Derecho, pensé estudiar Periodismo -y de hecho lo estudié, aunque con mínima dedicación e interés- y fui oyendo a los profesores que entonces estaban de moda. Pero cuando estudiaba preuniversitario oí una clase de José Manuel Blecua, entonces recién llegado a la Universidad de Barcelona, y allí fue cuando me di cuenta de que aquello era lo que quería estudiar y lo que me interesaba. La verdad es que ni siquiera tuve que planteármelo ni que reflexionar acerca del asunto. Luego, durante los años de mi formación, tuve la suerte de tener unos maestros espléndidos. Ya he mencionado a Blecua, pero junto a Blecua estuvo siempre Martín de Riquer, que me dio una amplia perspectiva de medievalista y sobre todo me instaló en el mundo de la Edad Media y del Renacimiento no con una perspectiva española, sino con una perspectiva europea general. Estuve también muy próximo a   —41→   José María Valverde, de cuyo buen juicio y de cuya vertiente creadora me aproveché mucho, y anduve y mantuve muchas amistades en el mundo literario. Yo he llegado a conocer no sólo al Blas de Otero de 1958, sino incluso, creo, pero no estoy seguro, a la Tachia de sus versos, o a mantener de jovencísimo una grande y entrañable amistad con Ana María Matute, o a curiosear por el círculo de la so called escuela de Barcelona: Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, ya sabe. Y esa dualidad la he mantenido siempre, esa vinculación a los dos mundos, al de la creación y al de los estudios literarios. De ahí también el equívoco de que hablábamos. Se me ha visto mucho entre escritores, desde Luis Goytisolo, que fue uno de mis primeros amigos, hasta Eduardo Mendoza, pasando por Juan Benet o por Carmen Martín Gaite. Y se ha pensado que yo era compañero de ellos y que mi actividad universitaria e intelectual estaba más relacionada con la literatura contemporánea de lo que de hecho está. Y no, yo soy un lector casi de a pie que con sus amigos del mundo literario lo que ha hecho ha sido jugar al billar o hablar mal de los otros amigos.

-Entre las personas que influyeron en su formación ha citado ya a los, digamos, maestros más cercanos. Pero sin duda ha habido otros.

-Efectivamente, existen los maestros próximos y los maestros lejanos. En mi formación hubo dos o tres influencias fundamentales. En primer término, antes que nadie, María Rosa Lida, que me fascinaba, más que con sus trabajos, con el tipo de temas y el tipo de saberes que practicaba. Marcel Bataillon, que escribió el mejor libro de la historia del hispanismo, y que sin embargo es un libro, no tanto equivocado, en absoluto equivocado, como provocador de equívocos, de confusiones. Fernando Lázaro, entonces todavía para mí un desconocido, sin duda el más seguro e importante filólogo después de las generaciones de Américo Castro y Dámaso Alonso. Eugenio Asensio, cuya talla es de verdadero gigante y sigue sin ser debidamente conocido. Y por no hablar sólo del mundo del hispanismo, Ernst Robert Curtius, de quien me siento muy afín; Giuseppe Billanovich, que es capaz de descubrir toda una civilización detrás del mero rasgueo de un códice, o el gran Gianfranco   —42→   Contini, que posee una capacidad infinita de ser al mismo tiempo exacto y preciso y prescriptivo hablando de literatura, y unos cuantos nombres mas, de Roman Jakobson a Harry Levin.

-Le hemos oído en alguna ocasión que la influencia de Bataillon o de Castro fue tan beneficiosa cuanto nociva para el estudio de la literatura española. En el caso concreto de Bataillon, y ya que es usted un gran conocedor del Renacimiento, dígame qué opinión le merece el Erasmo y España.

-Erasmo y España es sin duda la obra maestra del hispanismo de todos los tiempos. Es un libro que está en deuda con la tradición del Menéndez Pelayo de los Heterodoxos y que participa de ese interés, del que yo carezco, por la espiritualidad y las dimensiones religiosas de la cultura española (o las dimensiones culturales de la religión española, que no lo sé muy bien). Y es ahí donde acota un campo, fundamental sin duda, al precisar la influencia de Erasmo sobre ciertas actitudes espirituales de la época, y como es su obligación, y atendiendo a lo que casi exige el tema, conjetura sobre la posibilidad de la influencia erasmiana incluso en autores donde esa influencia es dudosa. Ahora bien, como el libro es tan bueno y cubre en apariencia todo el siglo XVI, aunque de hecho se limita a un período reducido de la primera mitad, Erasmo y España ha dado la impresión de que el Renacimiento en la Península era eso, la influencia de Erasmo. Y eso, sencillamente, no es cierto. Es más, ni siquiera es un factor fundamental del Renacimiento español. Es un episodio en la historia del Renacimiento español, sin más.

Bataillon y yo habíamos hablado de este asunto y él estaba fundamentalmente de acuerdo conmigo. El peligro de Erasmo y España es que ha sido usado como biblia y vademécum para ilustrar todo lo que se encuentra en el período. Por otra parte, en quienes han venido tras Bataillon con frecuencia ha sido norma el reunir en un solo bloque todos los rasgos de Erasmo y de los erasmistas que Bataillon señala, de suerte que cualquier autor español que muestre uno solo de esos rasgos ya es anexionado inmediatamente al bloque ideal del erasmismo y se le hace participar de todos esos rasgos que nadie, ni el   —43→   propio Erasmo, ha tenido nunca. Ése ha sido, no el reproche que hacer a Bataillon, que no es merecedor de él en absoluto, pero sí el daño o la distorsión que han introducido los que, menos dotados que el autor, han utilizado el Erasmo y España.

-Usted ha publicado numerosos estudios y monografías sobre el Renacimiento, pero aún no ha dado a la imprenta su libro sobre el tema, libro que buena parte del público estudioso hace ya unos años que espera.

-Hace años que tengo hecho el trabajo preliminar, y en cualquier momento me voy a poner a escribir, de un libro que con el título de La invención del Renacimiento en España (y del que ya he adelantado hasta capítulos enteros publicados en forma de artículo) intenta explicar cómo se da la transición de la literatura española de la última Edad Media a la del Siglo de Oro. Cuento en qué consiste el humanismo que llega a España y en qué términos es una pedagogía de base, una educación general básica, que transforma por completo la visión del mundo y la visión de la literatura.

-Es casi obligado preguntarle si tarda usted tanto en escribir todas sus obras o si es que La invención del Renacimiento en España es caso aparte.

-A mí me cuesta mucho escribir un estudio. Por razones de estilo, porque tengo ciertas manías estilísticas que a veces me atormentan: evitar ciertas repeticiones, evitar ciertas palabras que me son desagradables, incluso hay letras que me molestan al principio de una frase... Y nunca me ha gustado exponer o superponer hechos sino que he intentado siempre que de los datos se desprendan las interpretaciones en un proceso razonado y perfectamente trabado. Me importa mucho la perfecta conexión de los factores. Los materiales para un trabajo mío los obtengo con gran facilidad y tengo ahora muchos más materiales que posibilidades de escribir sobre ellos en todo lo que me quede de vida. Lo que hace que yo me prolongue en un tema no son los datos ni tampoco las conclusiones, sino la forma de articular unos y otras. Yo soy incapaz de dar un juicio sin razonarlo. No me satisface decir, aunque puede hacerse perfectamente, que el Lazarillo inventa la ficción realista, que por cierto es el tema de mi discurso de ingreso en la Real Academia,   —44→   sino que tengo que mostrarlo de forma que lo que digo se imponga, si no necesaria, convincentemente. Yo me niego a que mis conclusiones sean una información o una revelación; ha de ser algo que aparezca de forma que casi no necesiten exponerse, algo surgido del desmenuzamiento del tema.

-No parece que esos escrúpulos previos a la publicación de un estudio sean, ni mucho menos, moneda corriente.

-Debo decir que hoy no sólo en la crítica, donde eso es perfectamente justificable, porque, en efecto, un creador o un crítico militante puede decir lo que le parezca sobre lo que le parezca, porque para algo está diciendo: «esto es lo que yo quiero hacer», si es un creador, o «esto es lo que debería hacerse», si es un crítico. Y ello es perfectamente lícito. Ahora bien, el modo de hacer de críticos y creadores se ha extendido a los estudiosos y a los historiadores, que han entronizado una forma de obrar que, como Lope decía de fray Antonio de Guevara, consiste en ser «gran decidor de todo lo que le parecía». Es decir, se escribe o se comunica la primera opinión que pasa por las mientes. El mismo Batjin, por ejemplo (y aclaro que lo admiro y lo aprecio desde mucho antes que fuese tan conocido), afirma que la novela es un género polifónico y que es el género de la plurivocidad. Es una observación interesante que, en efecto, se puede aplicar a veces, aunque quizá su mejor uso sea apuntar en qué medida otras tradiciones enriquecen la de la novela. Y es una afirmación que no es ni un principio histórico (¿cabe pensar, acaso, en una novela más importante en la historia de la novela y menos polifónica que Robinson Crusoe?) ni un principio estético, porque de la polifonía no se sigue necesariamente la calidad. Y sin embargo algunos estudiosos aplican indiscriminadamente ese principio, lo resuelven con una supuesta "alegría de contar" en el Renacimiento y con veinte céntimos de Marsilio Ficino en traducción, y en eso consiste su explicación de un hecho histórico-literario. Es la entronización del capricho y de la palabrería.

-En sus años de formación estaban en boga el estructuralismo y el formalismo, teorías críticas que en buena medida aún pesan en el quehacer crítico y erudito. Sin duda también influirían en usted tanto para bien como para mal.

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-Yo me formé en la época en la que la novedad era el estructuralismo. Un estructuralismo que todavía no era el francés ni la versión luego tan popularizada que acabó por cuajar en los Estados Unidos. Piense, por ejemplo, que yo estudiaba la gramática y los libros de Hjelmslev en la universidad en los tiempos en los que ni Barthes ni Greimas habían leído a Hjelmslev; ni siquiera sabían quién era. Y sin embargo, Hjelmslev estaba en la universidad como libro de texto, porque Emilio Alarcos lo había introducido en España, y por entonces era el pan nuestro de cada día (y lo fue durante muchos años: hasta Felipe González acabó sabiéndoselo, a fuerza de oírselo repetir a Carmen, su mujer, cuando ella preparaba las oposiciones). Pero yo le hablo del año sesenta cuando, insisto, ni Barthes ni Greimas habían leído a Hjelmslev.

-No me ha respondido a si le han quedado o no rastros de aquel tiempo y de tales teorías, o si conserva alguna convicción crítica heredada de entonces.

-Creo aún en la estructura -sistema- o en la desautomatización. Pero no reflejan esas teorías la experiencia real de la literatura (ni crearla ni leerla). Hoy acentúo que hasta la forma se reconoce gracias a la historia. Por eso unas épocas están ciegas para unos valores: realismo, métrica... Por eso yerran (y aciertan entre sí) los hispanistas.

-Hemos descuidado a Jakobson. Sé que usted llegó a conocerlo más tarde y a entablar con él una cierta amistad. Lo que ignoro es si también lo empezó a leer en aquellos primeros años de aprendizaje.

-Para mí Jakobson era, a los diecisiete años, un nombre familiar como creador de la fonología, y era también quien, sin que se supiera muy bien cómo (o sí se sabía, pero no se le daban las implicaciones que luego tendría), llamaba la atención sobre la forma en el estudio de los fenómenos literarios. Yo debo confesar que de esa época me ha quedado una confianza última en la forma. Un estudioso inglés puede escribir un libro entero sobre Cervantes o sobre Calderón sin necesidad de citar un solo texto en la versión original, porque opera con los conceptos, con las ideas, con los valores morales. Yo soy incapaz de dar una explicación de historia literaria que   —46→   no abarque la forma concreta y específica de un texto y, simultáneamente, su sentido, su dimensión estética e histórica, su alcance intelectual... La explicación tiene que abarcar lo uno y lo otro. También es cierto que no creo ni he creído nunca que sea la forma lo que define la literatura. Pienso que sí, que en los orígenes de las formas literarias hay unos rasgos muy marcados (por ejemplo, la poesía, para ser recordada, necesita, en sus orígenes, trabar sus factores de forma particularmente notoria, particularmente poderosa, vinculándolos muy estrechamente por procedimientos formales), pero luego la historia puede más y esos rasgos acaban disolviéndose y acaban por ser triviales. De hecho, entre la canción de los orígenes y el verso libre de nuestros días puede no haber ningún elemento común que permita definir a una y otra forma como integrantes de la misma variedad expresiva que llamamos poesía. La literatura, contra lo que fue dogma de formalistas y estructuralistas, no es una propiedad del lenguaje, no está en el lenguaje: está en la historia, está en la convención que la determina, en la contraseña de literatura, de poesía, de novela (para hablar ya de géneros) con que en cada caso se marca. Por consiguiente, la literatura no puede ser definida en su esencia porque no la tiene. La literatura es la historia de la literatura, como pasa con tantas otras actividades humanas que no tienen naturaleza, sino historia.

-Constantemente estamos dando vueltas a las raíces, y constantemente aparecen historia y literatura confundidas, mezcladas. De literatura ya hemos hablado, pero me parece que aún no hemos dado una visión exacta de lo que para usted es la historia.

-La historia desde luego no es una ciencia, es un arte que juega con los elementos con los que juegan las artes realistas, con el sentido común, la experiencia y la probabilidad. Y como no es una ciencia ni debe serlo, el enfoque personal no sólo es lícito, sino conveniente. La pose científica es lo realmente distorsionador. La actitud personal, sin embargo, relativiza lo que se diga y, al mismo tiempo, ayuda a valorarlo. Nunca hay que olvidar, creo, que se es un historiador en particular enfrentado a un problema en concreto. Y no hay por qué ocultarlo...

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-Así, pues, también la historia, como la literatura, es una cuestión de estilo.

-Sí, la historia es una cuestión de estilo. En el sentido de que no puede aspirar a demostraciones lógicas como las de algunas ciencias, pocas. Lo que tiene que hacer la historia es construir instrumentos persuasivos, auxiliada por las artes de la retórica. Y se trata de dar explicaciones verosímiles y coherentes sin creerse que uno ha llegado al fin de un estudio, sino recordando siempre que puede haber otra explicación que abarque o niegue la nuestra y que sea igualmente cabal e interesante.

-No cabe duda que tiene usted una visión muy particular de la historia, si bien no le niego que me parece exacta. Tampoco dudo que rechaza usted pertenecer a cualquier escuela historiográfica.

-Convendría distinguir entre lo que la historia pueda ser y lo que a mí me divierte ver en la historia. Ha habido muchas tendencias historiográficas de carácter prescriptivo y determinista que están convencidas de que existe un núcleo privilegiado que define el panorama de una civilización, un núcleo que para Hegel sería el espíritu y para los marxistas el modo de producción. Frente a ese planteamiento monista, simplificador, yo estoy convencido de que, y alguna vez ya lo he dicho, ninguna cultura puede comprenderse en toda su integridad, cabalmente, pero, por otro lado, ninguno de sus elementos se deja entender aislado. Es decir, cualquier hecho de cultura forma parte de una trama más amplia, no sólo cultural, porque está vinculado a otras realidades no culturales, pero no necesariamente debe depender de ellas. Que haya trabazón no quiere decir que haya relación de dependencia. A mí, particularmente, lo que me interesa es establecer el mayor número de conexiones de un fenómeno cultural, en concreto, de un texto literario, con fenómenos de su misma serie, o de otras series, como dicen los semiólogos rusos. Si, por ejemplo, Garcilaso y los petrarquistas de las siguientes generaciones prescinden del verso agudo (no hay versos que acaben en palabras agudas en la poesía italiana), ése es un fenómeno estrictamente formal que tiene unas razones y un alcance estrictamente formales, pero a su vez tiene también razones no intrínsecamente literarias,   —48→   relacionadas con el papel que desempeñaba la poesía en el panorama intelectual de la época, y tiene también lo que vamos a llamar razones convencionales, razones que responden a la propia dinámica interna de la tradición. Y así se llega a entender que las palabras agudas se sentían como palabras bárbaras porque en latín no existen agudos, se veía en ellas rastros de la barbarie gótica y, por consiguiente, era lógico que quedasen al margen de las previsiones estilísticas del petrarquismo maduro. Las palabras agudas estaban, además, marcadas por el uso excesivo que de ellas había hecho la poesía cancioneril castellana. Y ahí se pueden encontrar, y en un estudio mío creo haberlo demostrado, los elementos que, sin ser estrictamente formales, forman parte de ese fenómeno literario que es la postergación del verso agudo.

-Sus obras son, por lo que hasta ahora me ha dicho, fruto de un extraño maridaje entre el sentido común y el apasionamiento. Da la impresión de que quiere usted preservar su capacidad de lector o que, al menos, pretende mantener una actitud de "aficionado".

-La verdad es que no soporto a los profesionales. El profesional es precisamente un individuo que tiene un método, que tiene un truco, un modo de hacer, y lo aplica casi diría que fríamente. Es un señor que trabaja en una oficina, al menos idealmente, que tiene unas horas y unos modos de trabajo, que a lo mejor no le interesan nada, pero que aplica correcta y funcionalmente y obtiene los resultados que ya estaban previstos. A mí eso no me interesa nada. Yo me siento un aficionado, como juzgo que lo es mi maestro Riquer, y no creo que nadie haya hecho nada de valor sin ser un aficionado, es decir, con pasión, por gusto o por capricho, por diversión, dejándose llevar por el tema o por el interés que uno le pone, libremente. Si alguien me quiere molestar de verdad me puede llamar crítico y profesional de la literatura, y me entran ganas de desaparecer del mundo.

-Acaba usted de arremeter contra el método, abundando en su idea de rechazo de la pose científica. Pero, como en el caso de los ídolos del foro, hay quienes encuentran gran utilidad en los métodos, en la receta.

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-No creo en el método. Los estudiantes, y quienes no son estudiantes, son muy partidarios de aprender no contenidos, no datos ni problemas, sino métodos. El método es la panacea, es el sistema que permite saberlo todo sin conocer nada. Para empezar, el método lo debe dar el objeto. Partiendo de un método, no puede llegarse más que a las conclusiones que el método ha previsto. No es un buen instrumento para enfrentarse con la vida, con la historia, y mucho menos con la literatura. El método, cierto, es democrático. Si se da a un idiota un método, con él puede obtener no conclusiones, pero sí inventariar, documentar, catalogar un cierto número de datos. No necesita saber nada, necesita tan sólo aplicarlo ciegamente. Es una excusa para perezosos. Frente al método, lo esencial es respetar la singularidad de los hechos, aplicando a cada uno de ellos un enfoque singular, un enfoque distinto.

-Este radical rechazo del método tal vez ayudaría a explicar por qué su obra es hasta cierto punto dispersa o, al menos, por qué parece, y soy consciente de que esto es un elogio, que en cada caso, en cada libro, ha seguido su propia teoría crítica y literaria, aquella que en parte se halla en el Tratado general de literatura.

-Como no he seguido un método, tampoco he tenido una teoría crítica. En cada caso (y puesto que tengo un cierto conocimiento del particular) he echado mano de la razón o de la opinión crítica que me ha parecido más provechosa. No sé si decir que he sido tendencioso obrando así o todo lo contrario. Tendencioso es el crítico, aquel que redescubre una misma teoría en todos los textos. Yo he sido ecléctico y, si acaso, estratégico, al utilizar en cada caso las afirmaciones sobre la literatura que en un momento dado me han parecido más pertinentes para reforzar el sentido de una obra, de un autor o de una época.

Por ejemplo, yo escribí un libro que ha sido bastante apreciado, casi diría que sorprendentemente apreciado, sobre La novela picaresca y el punto de vista, así se titulaba. Yo no partía de ninguna definición previa, de ninguna taxonomía del punto de vista, no tenía ningún interés por estudiar la técnica del punto de vista en abstracto, como categoría de una intemporal   —50→   retórica de la ficción, para rastrearla luego en el corpus de la novela picaresca española. Desde luego, no ignoraba la bibliografía pertinente, pero a menudo me desazonaba su obsesión clasificatoria y su absoluto desprecio de la cronología. De forma que cuando yo hablaba del punto de vista no me estaba refiriendo a una categoría crítica previa. Los conceptos, la noción de punto de vista que aplicaba en mi libro eran los que había deducido del análisis del Lazarillo y del Guzmán. Y resultaba que esa teoría del punto de vista que yo encontraba en los textos fundacionales ayudaba a explicar toda la trayectoria posterior de la novela picaresca, la construcción, con sus méritos y sus deméritos, de los libros que venían después del Lazarillo y del Guzmán, y además posibilitaba una lectura pertinente, y creo que todavía válida hoy, de los textos. La doctrina del punto de vista que yo aplico ahí no es ninguna teoría crítica, sino un conjunto de datos históricos, unos hechos, unas categorías, unas realidades históricas que se convierten a su vez en gozne en torno al cual gira la lectura de otros textos, de otros datos, como de hecho ocurre en la historia.

-Sin duda La novela picaresca y el punto de vista ha sido uno de sus libros más apreciados y celebrados. Pero no estoy seguro de si ha sido uno de sus libros mejor entendidos. Creo que, pese a lo que ya ha dicho sobre el tema, el libro ha sido leído como la obra de un "estructuralista".

-Tal vez sí, aunque no lo sé. Es verdad que ha sido un libro de éxito, pero yo también creo que no se han apreciado demasiado las contribuciones que a mí me parecían más significativas. Por ejemplo, hablando del Lazarillo en el ensayo inicial, lo que a mí me parecía interesante de mi explicación, que además creo que responde a los hechos, es que todos los elementos están ahí, dentro del Lazarillo, coordinados, unos en función de los otros, todos como reflejo de una misma estructura esencial. Cuando Lázaro, por ejemplo, habla del «dulce y amargo jarro» («dulce» porque ha bebido de él gustosamente, «amargo» porque con él lo han descalabrado), no está haciendo un simple juego de palabras, está cristalizando en estilo el mismo principio que le hace organizar la narración de forma que primero se advierte el punto de vista del espectador   —51→   (por ejemplo, cuando se explica el episodio del buldero y el público acepta el milagro) y luego, más adelante, se descubre el punto de vista del protagonista (cuando advertimos que el milagro del buldero era un timo, una superchería). Y esas dualidades son a su vez homólogas al relativismo esencial de la novela con respecto a la valoración de las cosas, de las personas y del propio protagonista. De suerte que el estilo lingüístico, la técnica narrativa, la estructura, todos esos elementos resultan ser uno solo, una forma de resolver la realidad en puntos de vista, lo cual supone una epistemología, una teoría del conocimiento, y una axiología, una teoría de los valores. Pues bien, este punto, que a mí me parece esencial en el Lazarillo, nunca ha sido realmente discutido. Y sin embargo, otros aspectos que yo considero marginales de mi libro han sido ampliamente comentados, leídos y releídos y han dado origen a una amplia bibliografía.

-Tiene usted también fama de petrarquista eximio. Imagino que esto no será un error, como el inicial «estar de moda», aunque me consta que también hay un equívoco radical en la impresión general que se tiene de sus estudios sobre Petrarca.

-El caso de Petrarca se repite con Nebrija, sobre quien también he publicado un libro y que es un poco el protagonista de La invención del Renacimiento en España, y que no es el Nebrija que todos recuerdan, el de la Gramática sobre la lengua castellana, que es un libro menor de Nebrija, que él mismo olvidó. El Nebrija que a mí me interesa es el realmente importante, el autor de las Institutiones latinae, que se reeditaban año a año no sólo en España, sino en Francia o en Italia. De ahí nace todo el Renacimiento español. Es el libro que plantea unas bases de método y unos ideales de civilización. Las primeras consisten en un conocimiento pleno de la lengua, de la lengua latina claro, y los segundos consisten en intentar rehacer todos los saberes. Y en buena medida lo consigue, al menos entre la minoría influyente desde el punto de vista literario. Ése es, pues, el Nebrija que de verdad cuenta o interesa, aquel que provoca un cambio de la episteme, que ayuda a descubrir un nuevo mundo literario.

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Y algo similar me ocurre con Petrarca. A mí no me interesa excesivamente el Petrarca en lengua vulgar, aunque también he escrito sobre él. Me interesa más el Petrarca latino, el Petrarca que nadie lee y que, sin embargo, es infinitamente más importante que el que todos conocen. Porque Petrarca no sólo es el creador de una nueva manera de hacer poesía lírica que marca la literatura europea durante tres siglos. Es también, y es más importante, quien descubre los textos de los geógrafos latinos menores y los pone en circulación, y con ello prepara el terreno para el descubrimiento de América; es el Petrarca que pone en circulación a Vitruvio y sienta así las bases de la arquitectura renacentista. Sin necesidad de escribir nada sobre ello, simplemente descubriendo códices y divulgándolos. Ése es el Petrarca realmente importante, el que nos lega el corpus de la literatura latina que sigue siendo el que fundamentalmente conocemos. Y este Petrarca es un desconocido, un mundo por desenterrar, que es lo que yo intento en mis estudios petrarquescos.

-Para seguir un cierto recorrido bibliográfico, vamos a hablar de otros libros suyos. Uno de los más elogiados, pese a su innegable dificultad, es El pequeño mundo del hombre, que recientemente ha reimpreso y ampliado en más de un centenar de páginas. Éste es un libro atípico, especialmente en el panorama de la filología española. Parece una suerte de excursión por la historia de las mentalidades, impresión que no sé si es errónea.

-El pequeño mundo del hombre nació de un par de notas que tomé en la primera lectura del gran libro de Curtius Literatura europea y Edad Media latina, donde me llamó la atención la presencia de la idea del hombre como un microcosmos, un mundo en pequeño. Durante varios años, cuatro o cinco, cada vez que encontraba en algún otro sitio una referencia al tema, la anotaba. Y así me encontré con los materiales que fundamentalmente aparecen en el libro. A mí me interesó el tema por lo que tenía de comprensivo, de vasto. Esa metáfora del hombre como un pequeño mundo se extendía desde la literatura griega hasta la poesía simbolista y más allá. Y es lógico, pues la metáfora al fin y al cabo casi siempre pone en relación   —53→   los elementos del mundo, por un lado, y los elementos del hombre por el otro. Pero no sólo era una metáfora literaria, sino que se había extendido por todos los dominios de la cultura occidental. La analogía microcósmica ayuda a explicar desde la teoría médica de los humores hasta la democracia orgánica. Por todo ello me interesó el tema, no porque desease practicar la historia de las ideas al modo de Lovejoy, que no era desde luego mi intención. Y también porque seguía vivo incluso en nuestro tiempo, como, por cierto, luego se encargó de demostrar Octavio Paz en un excelente libro, Los hijos del limo.

-Hablemos ahora de sus libros más populares y polémicos. Uno es casi un fenómeno social, la Historia y crítica de la literatura española, el otro pasó de ser una broma privada a ser un libro muy reseñado que causó un enorme revuelo. Hablemos primero de éste. ¿Qué tiene de tan especial la Primera cuarentena?

-La Primera cuarentena tiene como elemento más interesante, quizá, el de una gran concisión unida a una cierta elegancia. Algunas veces respondo al reto que me había propuesto al iniciar el libro de comprimir en muy pocas líneas (en alguna ocasión en cuatro o cinco palabras) lo que podía ser objeto de una monografía extensa o de un libro. Otras veces no, otras veces el tema da de sí exactamente el breve espacio que se le dedica.

Y en el libro también había una cierta actitud de querer hacer algo distinto a lo que se hace normalmente, contrario a la palabrería crítica gratuita, enfrentado al método único y unilateral y a la trivialidad con la que se dedican largos artículos a cuestiones en realidad baladíes y fruto de la incomprensión... Lo interesante de mi libro, creo, no era lo que en él estaba, sino lo que no se daba, es decir, lo que implícitamente se negaba. Por eso era un libro de capricho y de aficionado, porque estaba hecho contra los profesionales, especialmente contra los profesionales del hispanismo.

-Y, sin embargo, la Historia y crítica... parece precisamente hecha para los profesionales del hispanismo (aunque no sólo para ellos).

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-La Historia y crítica de la literatura española fue fruto, como otras cosas, de un compromiso, si se quiere, de un encargo. Ahora bien, estoy convencido -y, en apariencia, los lectores comparten mi convicción- de que el libro es útil. Piense que los trabajos sobre literatura española han crecido en los últimos años de una forma asombrosa (otro cantar es que la calidad haya crecido de forma pareja). La fórmula de HCLE es seleccionar lo más valioso de esa ingente producción reproduciendo los textos más importantes, valorando los restantes y organizando todos los materiales en una secuencia que muestre verdaderamente lo que hoy se sabe o se opina sobre los aspectos fundamentales de determinada época o período. Ello permite, además, dar una imagen abierta y cambiante de la misma literatura española.

-Eso supone que además de la información rigurosamente al día que se dé deberán aparecer ediciones continuamente revisadas y actualizadas...

-Sí, y eso era un problema, claro. Finalmente he elegido la fórmula de suplementos de unas doscientas páginas, dedicado cada uno de ellos a un volumen de los ocho ya existentes y publicándolos con una periodicidad de unos cinco años. Los primeros de estos suplementos, ya a punto de imprenta, son el dedicado a la Edad Media y el que prolongará el actual tomo ocho (1939-1975) y abarcará el período de 1975 a 1987. Además, está prevista la revisión completa de la obra para cuando hayan aparecido dos o tres suplementos a cada volumen.

-Aún no hemos llegado a hablar de la Universidad. Con todo lo dicho hasta ahora no es difícil adivinar que debe ser usted un profesor muy especial. Me consta que sus alumnos suelen apreciarlo mayoritariamente, aunque también sea verdad que a menudo los desconcierta, probablemente por aquella renuncia al método de la que ya hemos hablado. Y con esos antecedentes, casi me sonroja proponerle como tema el de la enseñanza de la literatura.

-Me parece que también en esto los humanistas estaban más acertados que nosotros. En clase, practicaban la literatura antes que teorizar sobre ella. Yo soy un gran enemigo de   —55→   que la literatura contemporánea se enseñe en la Universidad, me parece un contrasentido. Yo, por mi parte, organizo desde hace muchos años unas tertulias literarias en la Universidad Autónoma de Barcelona. Allí llevo un escritor amigo mío que, obviamente, va por la cara, sin ver ni una peseta. Ya debemos ir por los treinta autores, y por la tertulia han pasado desde Gonzalo Torrente Ballester hasta Jaime Gil de Biedma, Juan Goytisolo o Mario Vargas Llosa... En fin, lo que hacemos es sentarnos, leer alguna cosilla del invitado y charlar. Me parece una forma adecuada de protestar por la enseñanza de la literatura contemporánea. Porque es que en mi difunta facultad se han llegado a dar cursos sobre «Literatura de la Postguerra: Teatro»... La literatura contemporánea debe hacerse, vivirse, no enseñarse. En general, la Universidad es un lugar en el que sobran clases y falta conversación.

-Así pues, propone usted la charla de café como forma superior de enseñanza de la literatura...

-Uno no se hace físico o cirujano porque sepa nada serio ni le interese seriamente la constitución del átomo o la histología del sistema nervioso. Uno se hace físico o cirujano porque le apetece verse a sí mismo en una central nuclear o en un quirófano. Uno imita el papel, y luego resulta que también le es grato el contenido, pero uno se siente atraído en primer lugar por las formas, eso es inevitable. No hay otra posibilidad de elección. Por eso, yo creo muy poco en lo que se enseña en clase, en las técnicas o los conocimientos precisos que un profesor pueda transmitir en clase. Yo creo en la posibilidad de proponer al alumno un modo de vida atractivo, y de hecho tengo la experiencia de que la mayor parte de mis alumnos (o, al menos, la parte que ha trabajado) ha partido más de un deseo de imitar un modo de vida, un modo de hacer y de estar, incluso en sociedad, que de un conocimiento o un interés real -que acaban, sin embargo, adquiriendo- por lo que es el contenido propio de la filología o de la historia literaria. (...)



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ArribaAbajo- IX -

Herrumbrosas lanzas



ArribaAbajoEl destino y el estilo

Los capitanes deliberan en consejo -a menudo, a propósito de una carta recién llegada- y despachan mensajeros acá o allá; el poeta establece el catálogo de las huestes y se recrea en el retrato de ciertos héroes; antes de trabarse una batalla, la mirada se vuelve a los agravios que han desembocado en las guerras en curso... Son ésas pautas tradicionales en el arranque de una epopeya, de la Ilíada a la Chanson de Roland; y bastaría verla abrirse precisamente según esas pautas, para no dudar de que Herrumbrosas lanzas nace bajo el signo soberano e imperioso de la épica.

«Por una anomalía cronológica, muy comprensible, la reunión del 8 de febrero de 1938 se vio dominada, en el espíritu de los combatientes regionatos, más por el recuerdo y los precedentes de la campaña de 1936 que por los combates que se sucedieron a lo largo de 1937» (libro V). Por un procedimiento constructivo tan viejo e ilustre como las gestas de Homero, el primer volumen de Herrumbrosas lanzas (libros I-VI) parte de esa reunión del Comité de Defensa de Región, el martes de marras, y se demora especialmente en tal «recuerdo» y en la evocación de las dramatis personae; la segunda entrega (libro VII) inserta las doscientas páginas sobre la viuda y los hijos de Ricardo Mazón -cuando la primera República y la tercera carlistada- en medio de la treintena dedicada al intento de un descendiente suyo, el último Eugenio, por abrirse paso en la Sierra, en la ofensiva sobre Macerta que el tomo tercero (libros VIII-XII) lleva hasta las puertas de la ciudad -en el bando nacional- y hasta el 23 de abril de 1938, tras treinta y un días de lucha.

Importa subrayar que el diseño épico se hace presente desde los párrafos iniciales de Herrumbrosas lanzas. En efecto, los tres volúmenes publicados hasta la fecha se nos presentan   —57→   ya como una exhaustiva summa o enciclopedia benetiana. El autor se ha complacido en dar vuelta y sacar punta a multitud de géneros, subgéneros y modalidades de escritura. Por no enumerar otras artimañas, en nuestra novela se evocan el "episodio nacional" y el folletín proletario, el drama rural y el diario de campaña, la farsa surrealista y la contundencia de la historiografía clásica, el formulario administrativo, la delicuescencia de cierta lírica y hasta las mismísimas crónicas de la guerra de España... Pero si fuera necesario reducir tan ricos elementos a un patrón unitario, probablemente habría que buscarlo en el común denominador de una inspiración épica.

He aludido a las primeras páginas de la obra. No menos revelador, en el mismo sentido, es el desenlace del volumen tercero. La brigada de Eugenio Mazón ha llegado hasta los arrabales de Macerta «con el apoyo de la fortuna»; desde esa hora, a los soldados «no les quedó expedita otra salida que la desbandada»: «la aventura común había de conocer su fin para prolongarse en la peripecia personal de cada cual que -despojado de un destino compartido- con sus propios medios buscaría el sendero opuesto al de la guerra, la vuelta a casa o la capitulación» (XII).

En verdad, ningún motivo más propio de la epopeya que los desmanes de la «fortuna» y la tiranía del «destino». La página por ahora última de Herrumbrosas lanzas los invoca con singular viveza, en tanto imagina, siempre con maneras épicas, el «vuelo migratorio» de «la alada, veleidosa y mercenaria victoria». Pero en todas partes se hace sentir la presencia omnipotente del destino, que con la estricta lógica del azar lleva a una derrota que los guerreros de Región quieren indeclinablemente suya.

El planteamiento se fija desde el mismo íncipit: con independencia de las intenciones de los contendientes, «aquel destino quería que la guerra se prolongara, aunque fuera innecesaria; que se prolongara incluso más allá de sí misma, a lo largo de una rencorosa, sórdida y vengativa paz; y quería que hasta donde alcanzasen las vidas de los combatientes -y acaso las de sus hijos- se desarrollasen en un país diezmado y quimérico, en el que ni germinarían las semillas de las ideas nuevas y   —58→   modernas ni volverían a cultivarse los antiguos jardines. Se trataba de un destino con la vista puesta en un limbo de himnos y colgaduras -un limbo de vocablos- donde hasta las rosas habían de florecer para tomar partido» (I). El éxplicit del tomo primero recoge, perfila y traduce en conducta esa proclamación de principio: «quién sabe si aquel malhadado y afortunado asunto les sirvió para aceptar con fuste tamaño destino, para engolfarse en la lucha sin volver a pensar en su prevenido resultado, para encararla sin ninguna clase de derrotismo, para adoptar y dar el nombre propio a la criatura que otros habían dejado huérfana y para, puesto que estaban empeñados en un juego que no mostraba más que una salida y un solo ganador señalado de antemano, aprovecharlo en cada envite para exhibir sus aptitudes para él y, de paso y si a mano venía, extraer de su desarrollo alguna que otra satisfacción personal» (VI).

De hecho, el mismo título -una frase poco menos que tradicional en la literatura española- nos remite a las múltiples versiones del destino. Una de ellas se descifra en Volverás a Región, y ni debe importarnos que la clave se dé en otra novela, ni viene al caso utilizarla para insistir en las coincidencias y divergencias de Herrumbrosas lanzas con los demás textos «de discutible valor» (I) que «un cierto autor» (III) ha urdido en torno a ese «punto de la geografía que sólo en los mapas de la época llama la atención». Como sea, en Volverás a Región, adentrándonos por el valle del Tarrentino, contemplamos los restos y huellas que una partida carlista en retirada dejó en las faldas del Monje, el pico más alto de la Sierra (2.415 m sobre el MBVE en Alicante): y «entre las atormentadas raíces de una encina o en el centro de un macizo de espinos surge de pronto la cabeza herrumbrada de una lanza que se yergue todavía hacia el cielo sosteniendo el raso descolorido y desflecado del distintivo regimental».

Las lanzas de la discordia, sí, llevan tanto tiempo en Región, que no pueden sino haber criado moho venenoso. Las mismas lanzas -propone Juan Benet- han quedado en alto, por un tiempo, para blandirse al poco, rencorosas, no ya desde las correrías carlistas, sino desde que los moros vencieron a aquel   —59→   Rey que peleaba junto a los Mazón y que no pestañeaba para descubrírsenos como «un símbolo de la Historia» y añadir: «Annual, el Salado, el motín de Esquilache, el Memorial Ajustado del Expediente Consultivo, todo lo llevo en la sangre y me sirve de bien poco» (La otra casa de Mazón).

El citado pasaje de Volverás a Región, por otro lado, se reescribe en cierta medida en el párrafo final del volumen III: «Hasta el botín adquirido durante el avance se fragmenta y desvanece en el aire para sumarse al polvo del combate, arrumbado en cunetas y encrucijadas, mucho más presente y reiterativo en la hora de su muerte que en los móviles instantes de su actividad: los elegantes SPA caídos de costado y afectados de bizquera; el cañón falto de una rueda o con el alma apuntada hacia el suelo; el caballo tumbado con las patas tiesas hacia arriba, como si se tratara de un hipertrofiado juguete de cartón, que aun después de muerto conserva un exangüe destello concentrado en sus ojos para tratar de comprender lo que en vida a fuerza de obedecer le había resultado tan enigmático» (XII). Esas lanzas vueltas «hacia el cielo», esos ingenios bélicos arrumbados, ese caballo «con las patas tiesas hacia arriba» son versiones de una misma pregunta por los enigmas del destino.

En Herrumbrosas lanzas, el destino se dice de muchas maneras: expresa o tácitamente, en la traza general y en los episodios, en los símiles y en las minucias de la disposición. El narrador puede subrayar con trazo grueso el «veredicto histórico que el hombre de aquel país había recibido como herencia inajenable y de cuya confirmación, por sus propias culpas y no por las de sus abuelos o antepasados, deseaba ser merecedor» (VIII). O en el paso de una cuadrilla puede identificar «una imagen de anteayer que venía a demostrar que ni la guerra ni la paz habían cambiado no ya en decenios, sino en siglos» (VII). Pero la mano férrea del destino, la conciencia de que hombres y hechos son antes que otra cosa el cumplimiento de una ancestral sentencia de desamor y derrota, se reconoce sin necesidad de hallarla ponderada en términos tan directos.

De hecho, es más eficaz artísticamente advertir, por ejemplo, que el descubrimiento del traidor incógnito termina por   —60→   permitir a los regionatos «usar a su antojo (y tanto más cuanto que la oposición a ella procedió de [aquél]) toda la caballería que pudieran reunir» (VI): vale decir, contra «quienes habrían deseado canalizar [la lucha] a través de las normas de la guerra moderna y despojarla así de todo sabor local», les permite allanar la vía del destino, elegir el arma con que ganarse la derrota y perderse, retrospectivamente, en un «horizonte lejano y romancesco» (VIII), al amparo de la profecía de don Tertuliano: «Lástima de música; se acabó el papel de la caballería» (III).

Los dos centenares de páginas a cuenta de Ricardo Mazón, Laura Albanesi y su prole (VII) declaran con insistencia el señorío del destino: no porque en las rencillas de los abuelos se prefiguren anecdóticamente las desavenencias de los nietos, sino porque unos y otros se nos revelan, con idénticos títulos, como personajes de un solo drama, escrito desde siempre en un espíritu irónico e inmisericorde. Pero los dictados de anacronía y fracaso que pesan sobre Región no precisan doscientas páginas para hacerse palpables, sino que pueden cifrarse epigramáticamente en el par de líneas de una apostilla sobre «un pastor que aún merodeaba por allí», por el monte, y de quien basta anotar: «Llamado Ausencio Maroto, hijo y nieto de Ausencio Maroto, padre de Ausencio Maroto...» (IV). Al igual que se dejan apreciar en una trivial vacilación ante una fecha: «Eugenio calló, con la medalla entre las manos. Tal vez lo que había tomado como 1908 podía ser -bien mirado- 1868, a causa de unos guarismos semiborrados, quién sabe si intencionadamente» (IX). O del mismo modo que se remachan una y otra vez en las notas al pie, que ponen epitafio a la multitud de comparsas de quienes poco más refiere la crónica: «... donde falleció en 1946», «fue detenido y conducido a Valladolid...», «juzgado por sedición...», «caído...», «prisionero...», «desaparecido...», etc., etc.

La suprema crueldad de ese destino regionato es reservarse para sí toda grandeza épica y abandonar a quienes lo sufren a una pequeñez sin paliativos. A más de uno no se le concede ni la dignidad del conocimiento, según ocurre con el par de lugareños que los falangistas toman como rehenes en El Salvador:   —61→   «Hasta el último instante no supieron o no comprendieron que iban a ser fusilados. No sabían lo que era eso» (II). Con escasas excepciones, cuantos tienen que ver con la última guerra de Región apenas esperan otra cosa que sacarle -leíamos- alguna pasajera y minúscula «satisfacción personal» (VI) o, si acaso, «un aval en el campo de los vencedores» (II). Entendemos la razón de tan universal mezquindad o insignificancia: el destino verdaderamente despiadado, la más grave condena que aguarda a Región, no es la guerra, sino la posguerra, «la paz canalla que vendrá a continuación» (XI); y los auténticos horrores de la guerra están en empezar a medir por los raseros de miseria e ignorancia triunfadores en la posguerra.

Va siendo hora de precisar que el destino de cuya prepotencia en Herrumbrosas lanzas he anotado unas pocas muestras me interesa menos como tema que como técnica o tenor de estilo. Más allá de alguna duda ocasional y presumiblemente burlona (verbigracia, en VII: «Cabe conjeturar...»), el narrador goza de una omnisciencia sin resquicios, y la aplica muy particularmente a resumir en cuatro palabras el porvenir de los figurantes que cruzan un momento por el relato: «El mismo muchacho del marlo, un poco más hecho y con una camisa azul, fue uno de los primeros en entrar en Región» (II), etc., etc. Y se entiende, porque su voz es ni más ni menos la del destino. El narrador no es un oráculo, sino el destino mismo, que dice y crea una realidad absoluta: unas figuras y un ámbito -el famoso «espacio mítico» de Región- con larga analogía con la España de ayer, pero que sólo importan como enunciado, como discurso. No podría predicarse otro tanto, creo, de la mayoría de las novelas centradas en la guerra civil española, disculpablemente presididas por el impulso mimético, duplicatorio. Por el contrario, con semejante punto de referencia argumental, no conozco ninguna otra en que el empuje propiamente creador sea más decidido que en Herrumbrosas lanzas.

Herrumbrosas lanzas es un sostenido acto de dominio: menos una novela de la guerra que la autoridad de la voz que cuenta una guerra. No se trata de conseguir la impresión de verdad, l'illusion comique habitual: se trata de obtener el asentimiento del lector a la instauración de un universo de lenguaje. El   —62→   narrador pone sobre la mesa unas condiciones perentorias: el lector puede aceptarlas o rechazarlas, pero no discutirlas, y en cualquier caso, el narrador no cesa de recordarle página tras página quién manda allí.

Así, por ejemplo, Herrumbrosas lanzas exhibe un copioso repertorio de dos de los rasgos de estilo que nunca dejan de señalarse como característicos de Benet: la escasez -casi inexistencia- de diálogo directo y la abundancia de extensos períodos en que paréntesis e incisos se encastran unos en otros y donde toda interpolación tiene asiento. Los críticos parecen unánimes al elucidar el segundo de tales procedimientos: indica -afirman- la complejidad de la vida, la confusión o la ambigüedad de cosas y personas, la inefabilidad de la experiencia... Sin negarlas rotundamente, confieso que esas interpretaciones se me antojan un tanto mecánicas y no llegan a satisfacerme. No veo que los párrafos en cuestión tiendan a enfrentarnos con nociones complejas, confusas o inefables: bien al revés, yo diría que generalmente se cuentan entre aquellos que nos ofrecen juicios e imágenes más nítidos, mejor deslindados, aun si de lectura discretamente laboriosa.

Benet es maestro en sugerir dimensiones enigmáticas, apuntar a las zonas de sombra, entronizar incertidumbres. No creo, sin embargo, que ese arte lo ejerza en forma especial mediante el recurso a la peculiaridad sintáctica tan celebrada (o deplorada); y, desde luego, no pienso que en ella deba apreciarse ninguna "dificultad", entendiéndola como 'obstáculo a la captación del referente' (referent). Porque, si se diera en los párrafos en debate, lo que habría que captar sería la "dificultad", el "obstáculo", y porque Benet excluye todo "referente" ajeno al discurso en sí mismo.

Los meandros de la sintaxis benetiana, deliberada y obviamente artificiosos, realzan justamente ese último dato: el narrador nos obliga a plegarnos a sus propias exigencias, para que no descuidemos que no hay más realidad ni más valor que la voz que cuenta. (Claro está, dicho sea de paso, que la renuncia a seguir una línea argumental sin quiebros o "digresiones" y, en concreto, la prolongada incursión en el siglo XIX que nutre el libro séptimo de Herrumbrosas lanzas, en buena medida no   —63→   son sino otra versión, a distinta escala, de la misma técnica). Pero no dispar, y más inmediatamente perceptible, es la función del otro rasgo discantado por la crítica: pues la escasez del diálogo es uno de los modos más tajantes de promulgar el principado del narrador, el imperio del estilo sobre todas las cosas. La singularidad estilística de la voz que cuenta se impone tan ineludiblemente al lector como el destino se impone a los personajes. El estilo es el destino.




ArribaAbajoLa guerra de Juan Benet

En julio de 1936, los mandos del Regimiento de Ingenieros acantonado en Macerta, al Este de Región, abrazaron sin dudarlo la causa de los rebeldes a la República. La excepción fueron un comandante y un par de capitanes, a quienes sus compañeros decidieron encerrar en sus respectivos despachos, cada uno con la pistola reglamentaria y una sola bala que debía ahorrarles a ellos la vergüenza de la «traición» y a sus camaradas la repugnancia de derramar sangre amiga. Los disparos de los dos oficiales sonaron en seguida, pero el jefe se hacía esperar. Un brigada de O. M., impaciente por el mucho trabajo que el retraso ponía en peligro, se resolvió a darle prisa, con el debido respeto y subordinación: «Mi comandante -dijo con la oreja arrimada a la hoja de la puerta y metiendo la voz por el ojo de la cerradura-, que es para hoy». Al otro lado, le respondió una voz apagada, pero firme: «No pretenderéis que me vaya de este mundo si haber concluido mis oraciones».

Como el disparo seguía sin dejarse oír, al rato el brigada volvió a la carga: «Mi comandante, ¿a qué clase de oraciones está usted aplicado?». «Un rosario que le tenía prometido a Santo Domingo desde el día que senté la plaza actual y una salve a Santa Áurea, cuya festividad celebramos hoy». «¿Le falta mucho, mi comandante?». «Un par de misterios nada más, hijo mío, y la salve».

Pocos minutos después, en efecto, los numerosos miembros del Regimiento que habían ido congregándose para asistir al desenlace pudieron por fin escuchar un sonoro «Amén» y, al   —64→   poco, el moroso disparo. El espectáculo que les aguardaba al irrumpir atropelladamente en el despacho fue tema de conversación, por lo bajo, durante toda la guerra. «La mesa había sido arrimada a la pared y despojada de todo papel y utensilio, como un altar; tan sólo en su centro un crucifijo dominaba todo el ámbito; el archivador y la silla habían caído bajo la ventana, y la pistola yacía en el centro del suelo de baldosín, rodeada de unas desiguales gotas oscuras, pero sin charco de sangre. La ventana estaba cerrada». Pero el cadáver del comandante no apareció nunca, por ningún lado, ni dentro ni fuera del despacho.

La solución al enigma puede hallarla el lector en el capítulo segundo de Herrumbrosas lanzas, en el caso de que no la haya encontrado ya con las pistas contenidas en el resumen que acabo de dar (y donde figuran todos los datos necesarios para proponer la única hipótesis adecuada). Por mi parte, pienso que el suicidio del devoto comandante puede darle al lector una buena idea de cuál y cómo es la guerra civil que cuenta Juan Benet en la última y quizá más apasionante de sus novelas.

Porque, como en esta historia, la pugna fratricida que narra Herrumbrosas lanzas retiene siempre los rasgos fundamentales de la guerra de España, pero los enriquece con trazos singularmente sugestivos y reveladores que sólo son perceptibles en el mundo de Región, el escenario creado a punta de imaginación en que Benet sitúa las más de sus obras y del que ahora nos ofrece incluso una detallada representación cartográfica (a escala de 1:150.000) cuyo mero examen es una auténtica delicia. En verdad, sólo en Región la guerra civil muestra a la vez y en cada uno de sus episodios todas las dimensiones que la hacen globalmente significativa en otros marcos: los elementos dramáticos conviven ahí necesariamente con los grotescos, y el conjunto de unos y otros cobra una categoría de misterio -como en el suicidio del comandante leal- y adquiere unos perfiles de irrealidad, o irracionalidad, que iluminan el más hondo sentido de la contienda.

Por Herrumbrosas lanzas desfila, por ejemplo, una estupenda caravana de personajes a cual más estrambótico y original. Es   —65→   difícil de olvidar el portero de los Escolapios, que consume las sesiones del Comité de Defensa de Región exponiendo sus planes para incendiar sistemática, científicamente, primero el colegio, luego la ciudad entera, barrio a barrio (empezando por el más alto), y al cabo pegar fuego «a los huertos, los molinos y hasta los caballos». Ni se nos despinta el antiguo guarda jurado Feliciano Fidalgo quien, al convertirse en jefe de la brigada regionata, traslada al cuartel la cátedra de historia universal que ocupaba por libre en la cantina y entorpece todo el quehacer de la guarnición con incansables disertaciones lo mismo a cuenta «de Viriato que de la capa de armiño del Rey de Francia». Ni menos el atacado de melancolía que se interesa por la posibilidad de tocar el piano eligiendo unas cuantas teclas y despreciando las demás y que, al quejársele alguien de que ni siquiera en la cama alcanza reposo, le recomienda: «Pruebe debajo»...

Sería erróneo suponer que esos tipos extravagantes tienen un alcance simbólico. De hecho, no hay en ellos más simbolismo -digamos- que en el relato de las operaciones militares, que Benet presenta con una precisión, una viveza y una densidad de matices dignas de cualquiera de los grandes historiadores clásicos. Pero del mismo modo que cada una de las acciones bélicas ilustra aspectos generales de la campaña toda, sin por eso volverse simbólica ni perder su entidad propia, cada uno de los pintorescos comparsas de Herrumbrosas lanzas echa una luz peculiar sobre la trama de razones y sinrazones de la guerra de España y, sin difuminar su atrabiliaria individualidad, aporta una pincelada imprescindible en el cuadro total.

Pocas veces en la novela española de nuestros días una intriga central de tanta fuerza se ha conjugado mejor con escenas o situaciones que podrían constituir por sí solas textos autosuficientes. Así, la pasajera ocupación de El Salvador por una partida de falangistas se dejaría leer sin problemas fragmentada en media docena de magistrales estampas sueltas. Entre ellas se cuentan miniaturas con apariencia de farsa tan regocijada como la detención del lugareño que, preguntando si votó al Frente Popular, asegura que sí, que eso, que el Frente Popular, mientras su mujer, no para defenderlo, sino para   —66→   aclarar ante desconocidos «la clase de estimación que le merecía en cuanto hombre público», no cesa de refunfuñar: «Ése qué va a saber, ése no sabe ni dónde tiene la mano derecha». El reverso de la medalla está en el momento de la retirada, cuando los falangistas, tras grabar las iniciales FE en los muros de la iglesia, deciden ejecutar a los dos infelices «rehenes» que han tomado: «Hasta el último instante no supieron o no comprendieron que iban a ser fusilados. No sabían lo que era eso». Pero ni que decirse tiene que esas células de posible consistencia independiente se traban entre sí con la solidez de un impecable arte de narrador.

Juan Benet tiene fama de escritor difícil. Es cierto que en obras como Un viaje de invierno o Saúl ante Samuel se encuentran algunas de las páginas más complejas y más ricas de la prosa contemporánea. Pero ni siquiera ahí la dificultad, cuando parece producirse, es un vano alarde de lenguaje, ni menos un objetivo en sí misma, sino un dato esencial del contenido, y con frecuencia busca precisamente articularse con pasajes de muy otro calibre, en un claroscuro que confirma la multiplicidad del genio estilístico benetiano. En cualquier caso, en Herrumbrosas lanzas ese genio elige como vehículo expresivo preferido una prosa admirablemente ágil, y diáfana, donde más de una vez destellan las imágenes dotadas de una extraordinaria capacidad de explicación. Bastaría citar las líneas en que el autor pasa revista a los pillajes de los milicianos, cuyos expolios no perdonan ni las más modestas relojerías, pues «hasta las de portal -acota- parecen de manera muy especial despertar el instinto predatorio de la masa alborotada, ansiosa de saldar con relojes la larga deuda de tiempo perdido en la miseria».

Los extractos anteriores no pueden dar sino una pobre idea de Herrumbrosas lanzas. Con instinto siempre certero, recta o irónicamente, Benet rescata un vasto repertorio de maneras de escritura narrativa, desde los Anales de Tácito hasta la crónica de sucesos, y toda la gama de la ficción. No es sencillo decidirse por uno o por otro aspecto, a la hora de dar noticia breve de una obra tan madura y fascinante. Pero a muchos sí se nos impone un juicio en síntesis: la guerra de   —67→   Juan Benet, la guerra de Región historiada en Herrumbrosas lanzas, es la más alta recreación novelesca de la mayor tragedia española.






ArribaAbajo- X -

La literatura de las naciones



I

Los grandes clásicos castellanos se contemplan a menudo como un desfile de la historia de España. Junto al Cid Campeador de las gestas, los héroes del romancero: el rey Rodrigo, los siete Infantes de Lara, Bernardo del Carpio... El intachable caballero de la ficción pura, Amadís de Gaula, a unos pasos del conquistador de la áspera verdad americana, Bernal Díaz del Castillo. El Lazarillo de Tormes y el Buscón, flor de la picardía, con Teresa de Jesús y con Segismundo: «Soñemos, alma, soñemos otra vez». Todo el repertorio del amor: Don Juan Tenorio y el trágico Caballero de Olmedo; Calisto en las nubes, Melibea a ras de tierra, y Celestina donde la llamen. Y por encima de todos, antes que nadie, Don Quijote.

Pero nos engañamos al imaginar que esos personajes, ciertamente imborrables, son un reflejo de la historia de España. Ocurre exactamente al revés: la historia de España la imaginamos como un reflejo de esos personajes. Cuando decimos que alguien es un pícaro o demasiado quijotesco o todo un don Juan, estamos confesando que la vida imita a los clásicos.




II

-És possible avui una història de la literatura nacional, tant si l'eix d'unió n'és la llengua com si l'element determinant n'és la política (fronteres, estats, etcètera), vist el pluralisme intrínsec de la major part   —68→   de les cultures europees i, en concret, de la catalana, pregonament plurilingüe, d'antuvi, catalano-provençal-castellano-llatina i, més tard (d'ençà del segle XV), sobretot catalano-castellana, i les identitats lingüístiques de països políticament separats, com ho són França i una part de Bèlgica o les dues Alemanyes, Àustria i la Suïssa alemanya?

-És més aviat a l'inrevés: no es possible, avui, una història nacional que no sigui literatura.

Una "nació" no és una realitat histórica de longue durée (Espanya, per exemple, no existia ni al 1492, ni al 1808, ni tan sols un segle enrere: la vida espanyola de 1990 té un deute incomparablement més gran amb els EUA que amb l'Espanya de 1898). Els nacionalismes, per tant, responen a desigs i il·lusions datats en un present prou breu però que pretenen convertir-se en claus del passat per impulsar un futur igualment anacrònic. Aquesta deformació és particularment fàcil en el terreny de la literatura, perquè l'elecció d'una determinada llengua com a aglutinant d'una «literatura "nacional"» té una certa justificació literària, i no pas, com és obvi, nacional. Tret que, és clar, hom prengui el primer pel segon. Aquest és justament el cas: posat que la "nació" com la pensen els nacionalismes no té entitat real, posat que primer cal definir-la i després construir-la retrospectivament, basar-la en la literatura és una operació fins i tot més acceptable que no altres. És la idea de "nació" d'avui la que decideix quina és la "literatura" d'ahir, i és la literatura així seleccionada, i entesa en conseqüència, la que encoratja el nacionalisme.




III

Signor Presidente,

Carlo Dionisotti scrisse mezzo secolo fa che per molto tempo l'unico libro nel quale la maggioranza degli italiani poté trovare un'immagine unitaria della sua storia era la Letteratura italiana del De Sanctis.

Dell'Europa non potrebbe affermarsi esattamente lo stesso, però, in ogni modo, è vero che i libri nei quali tutti abbiamo   —69→   potuto scoprire una storia dell'Europa più significativamente unitaria, una storia nella quale i vincoli e le dipendenze mutue superavano le divisioni e le guerre, sono state le storie della letteratura, a partire dalle grandi somme del Settecento, come l'Origine, progressi e stato attuale di tutta la letteratura, del Padre Andrés, e, in modo particolare, con le interpretazioni globali così care ai romantici, cominciando dai quattro volumi di Sismonde de Sismondi De la littérature du Midi de l'Europe.

L'evidenza che le cose stanno così mi ha portato qualche volta a pensare che sia l'Europa che soprattutto l'Italia potevano comprendersi come un genere letterario o, almeno, come un'opera d'arte della parola. In ogni modo, l'osservazione mi risulta meno interessante rivolta al passato che riferita al futuro.

La costruzione "materiale" di un'Europa unita sta facendo, mi sembra, i suoi primi passi fortunati, e tutti ce ne congratuliamo. Ma è anche vero che tutti siamo d'accordo sul fatto che quest'unità politica, sociale, non potrà raggiungere la sua maturità se non è accompagnata da un'intensificazione di un'unità culturale che non si limiti a condividere qualche best-seller. Ancora una volta si direbbe dunque che conviene pensare all'Italia e all'Europa, per dirlo in maniera epigrammatica, come se fossero generi letterari e opere d'arte della parola. Magari.

Questo convegno internazionale convocato dall'Accademia dei Lincei per prendere in esame alcuni aspetti essenziali de «La cultura letteraria italiana e l'identità europea» è un valido contributo in questa direzione, e il fatto che il Presidente della Repubblica abbia voluto accogliere sotto il suo patrocinio l'iniziativa dell'Accademia ci rivela che fra i responsabili della nuova Europa esiste un'efficace sensibilità nello stesso senso e ci regala, quindi, una deliziosa speranza.

Grazie, signor Presidente.





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