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ArribaAbajo- XI -

Sobre si el arte es largo


Cada época traiciona de una forma a los maestros antiguos: sólo así puede seguir respetándolos como clásicos. Está pronto dicho y parece poco dudoso que «la vida es corta, y el arte, largo». Pero ni uno solo de los elementos de la vieja sentencia, ni, desde luego, toda ella, ha dejado de recibir el homenaje de la refutación.

Se sorprendía Séneca de que la mayor parte de los mortales se quejara de la parvedad del tiempo que nos concede la Naturaleza. Que el vulgo necio se lamente -razonaba- puede entenderse, pero ¡qué lo hagan también Hipócrates y el mismísimo Aristóteles! De ahí, de ese error, «viene aquella sentenciosa exclamación del príncipe de los médicos: vitam brevem esse, longam artem». Porque error es pensar que la vida es breve. No: nosotros la abreviamos. «No es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho».

La Edad Media a menudo trivializó el célebre comienzo de los Aforismos, por ejemplo, en satánicos versículos para tirones: «Ars crescit, vita decrescit, sic labitur hora», «Ars est longa nimis: abdita causa latet», «Ars longa est nec non plurima, vita brevis»... Pero más llamativo es que negara el segundo miembro y llegara a proclamar que, sea la vida como fuere (de corta, claro), el arte es de una brevedad lamentable: «presto se acaba e non dura».

En el Secretum, Petrarca osó impugnar la totalidad. Dudaba allí si dedicar los años de su madurez a completar las grandes empresas de humanismo y literatura que había empezado de mozo o más bien abandonarlas y consagrarse a empeños de mayor enjundia moral; y San Agustín se le aparecía para aconsejarle la segunda vía y recordarle que muchos años atrás ya le advirtió que acabaría enfrentándose con esa perplejidad: «Te lo había dicho, y nada más ponerte a la tarea, al verte tomar la pluma, te avisé de que la vida es breve e incierta, largo y cierto el esfuerzo, grande el trabajo y mínimo el fruto...». Pero   —71→   Francesco ponía en cuarentena semejante paráfrasis de Hipócrates y, por lo menos en el momento, con un gesto que iba a tener muchos paralelos a lo largo del Renacimiento, se resolvía a perseverar en el Africa y en el De viris illustribus.

Cabe atribuirlo al "espíritu del barroco" o a la mala leche de Mateo Alemán, pero no debe olvidarse que la cita puntual del primero de los Aforismos («la vida es breve, el arte larga, la experiencia engañosa, el juicio difícil») se corrobora inmediatamente con el pasaje más amargo del amarguísimo Guzmán de Alfarache: «Es cuento largo tratar desto. Todo anda revuelto, todo apriesa, todo marañado. No hallarás hombre con hombre; todos vivimos en asechanza los unos de los otros, como el gato para el ratón o la araña para la culebra, que, hallándola descuidada, se deja colgar de un hilo y, asiéndola de la cerviz, la aprieta fuertemente, no apartándose della hasta que con su ponzoña la mata».

Todavía los románticos, como el tardío Antonio Machado, seguían dándole vueltas al dicho hipocrático, para desmentirlo a ratos


(Sabe esperar, aguarda que la marea fluya
-así en la costa un barco- sin que el partir te inquiete.
Todo el que espera sabe que la victoria es suya,
porque la vida es larga y el arte es un juguete)



y a ratos para confirmarlo


(Y si la vida es corta
y no llega la mar a tu galera,
aguarda sin partir y siempre espera,
que el arte es largo y, además, no importa).



Se ha negado, pues, que la vida sea breve y se ha rechazado que el arte pueda juzgarse largo; se ha rehusado la lección de Hipócrates o se la ha aceptado para cambiarla enteramente de sentido; se ha mariposeado entre todas las posibilidades... La gran traición al maestro de Cos, sin embargo, es la que más nos complace a los modernos: suponer que el "arte" mentado en los Aforismos es sencillamente nuestro 'arte'.

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Para nada. El 'arte' de que ahí se trata, la te/xnh de los griegos, el ars de los latinos, no es el fruto feliz del azar y la genialidad natural -como nosotros tendemos, aún, a pensar-, sino de la experiencia y el estudio. No es tanto la inspiración cuanto la tradición, y menos el 'arte' que el saber, la artesanía y el artificio. Vanguardistas y reaccionarios podríamos darnos con un canto en los dientes si el 'arte' de nuestro fin de siglo no olvidara la añosa te/xnh de Hipócrates.




ArribaAbajo- XII -

«Persicos odi...» a Octavio Paz



Las fiestas aparatosas,
persas, Octavio, recusas;
huyes las galas profusas
y no buscas raras rosas
para guirnaldas pomposas.
Que tú y yo nos contentamos
con arrayán, sin más ramos:
mirto del campo es lo nuestro
-aprendiz yo, tú maestro.
Vuelve: a la sombra bebamos.




ArribaAbajo- XIII -

¿Quién como él?


El cariño, la emoción, el dolor no se dejan resumir en datos. La admiración, sí, y bien a poca costa. Voici des détails (relativamente) exacts.

  —73→  

Hacia 1920, un joven poeta recién llegado de Cádiz mantenía con un coetáneo suyo, madrileño, interminables conversaciones sobre la lírica de última hora que uno y otro llevaban en la uña. Pero, además, salía de casa de su amigo llevándose siempre bajo el brazo algún viejo libro que él no había frecuentado: una edición de Gil Vicente, el Cancionero de Barbieri, los Romances de don Marcelino... En 1925, un jurado presidido por Menéndez Pidal, junto a Antonio Machado y Gabriel Miró, premiaba con el Nacional de Literatura la poderosa conjunción de ecos tradicionales y valentía más que moderna de un libro capital: Marinero en tierra.

Un año después, un excepcional conocedor de las literaturas de vanguardia, tan ducho en lenguas germánicas como en románicas, traducía en una prosa admirable, como no ha vuelto a visitarnos, la primicia más cuajada de la nueva novela europea. Él tituló esa versión Retrato del artista adolescente. Decía llamarse Alfonso Donado.

Otro Nacional de Literatura se fue al poco a un filólogo excepcional por la calidad de sus saberes, pero también por la capacidad de conjugarlos con la más fina comprensión de las exigencias estéticas del momento. Porque La lengua poética de Góngora no sólo ponía en limpio al creador más proverbialmente difícil del Siglo de Oro, sino que a la vez, sin forzar ni a don Luis ni a los contemporáneos, era fiel al maestro antiguo y a los fervores modernos.

Cuando el horizonte de los líricos españoles pocas veces iba más allá del caramelo de unos juegos florales, un libro de versos, Hijos de la ira, ponía patas arriba a todo el Café Gijón, entraba a saco en el jardín de los «celestiales» y abría una página nueva y distinta en la poesía española, incluso para quien no pasara de las primeras líneas:


Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas).



A vuelta de un par de años, a quienes les tocó la china fue a los romanistas. Frente al dogma positivista de que las letras europeas empezaban con los trovadores, un colega castellano,   —74→   que hasta entonces apenas había escrito sobre el particular, los sorprendía dejando claro y bien claro que la poesía en romance se abría ya en el siglo XI con unas «cancioncillas de amigo mozárabes» -las jarchas-, que enlazaban con la lírica latina popular y, ya a esa altura, anunciaban direcciones esenciales de la por venir.

Creadores y críticos de España e Hispanoamérica, cuando apuntaban los cincuenta, tenían sobre la mesa un breviario de Poesía española (Ensayo de métodos y límites estilísticos) y otro de Poetas españoles contemporáneos. Una parte fundamental de cuanto entonces se escribió sobre poesía y en poesía, muchas coordenadas que aún nos sirven para comprender a los grandes autores del momento, y hasta montones de versos de las plumas más dispares (de Blas de Otero a Gil de Biedma), nacen ni más ni menos que de esos dos libros.

La epopeya francesa, y con ella la épica románica medieval -así lo proclamaba la ortodoxia-, había surgido por elaboración letrada en el curso del siglo XII. De pronto, cuando a los romanistas no les había dado tiempo a respirar después del susto de las jarchas, un artículo aparecido en la Revista de Filología Española y consagrado a dilucidar las pocas palabras de una desconocida Nota Emilianense demostraba más allá de cualquier duda que para principios del siglo XII el Cantar de Roldán era ya casi una antigualla que llevaba decenios y decenios corriendo de juglar en juglar, de boca en boca.

La enumeración, el catálogo, la bibliografía podrían extenderse hasta el tedio. Pero esos pocos detalles bastan para dar una idea de lo mucho que hemos perdido. Pertenecía a una época y a una generación de gigantes, y enanos somos quienes hemos venido después; si no fuera por otras razones, porque hemos de medirnos por la talla que era suya. Podemos llorarle porque le queríamos, porque le debíamos más que se puede decir. Pero le lloraremos, en cualquier caso, por lo pobres que sin él nos descubrimos, por lo solos que sin su presencia lejana nos quedamos. ¿Quién como él podría hoy encauzar una riquísima promoción de poetas españoles, apuntar caminos inéditos a la novela, definir la estética de medio siglo de plenitud literaria, revolucionar la lírica, remontarse   —75→   a la Edad Media, al Renacimiento, el Barroco, y cambiar radicalmente las interpretaciones y los hechos que pasaban por más sólidamente establecidos? En verdad, ¿quién como él? ¿Quién como Dámaso Alonso?




ArribaAbajo- XIV -

La brevedad de los días


El Caballero de Olmedo, en primer lugar, es un prodigio de gracia y fluidez. La acción, amenísima, llevada a paso ligero, del enredo a la aventura y al lance emocionante, siempre a más, prende la atención de inmediato. El espectador no puede sino verse arrastrado por las peripecias de la trama, por las pasiones que los personajes sienten y comunican con una frescura y una naturalidad pegadizas, por el ingenio y la elegancia del diálogo. La alegría y el gozo de vivir reinan sobre las tablas.

Poco a poco, sin embargo, uno va percibiendo algo sombrío e inquietante en el trasfondo de esas escenas colmadas de humor y jovialidad, y en la chispeante intriga empieza a descifrar más bien la crónica de una muerte anunciada. La desazón crece por momentos: en el paisaje lleno de luz asoman nubes cada vez más negras, presagios cada vez más tristes. La comedia, sin dejar de serlo y parecerlo, se desliza hacia la tragedia: el río de la acción corre hacia el oscuro mar «que es el morir».

Cuando se estrenó la obra, hacia 1620, la sensación de inquietud debía ser todavía más honda, porque el público tenía muy presente la leyenda del Caballero, gracias a un baile (una mezcla de romance y pantomima) que la había llevado ya a los corrales y gracias a una seguidilla que andaba en boca de todos:


De noche le mataron,
al Caballero,
—76→
a la gala de Medina,
la flor de Olmedo.



Con esa copla en la cabeza, autor y espectador se hacían cómplices, compartían un secreto que los personajes sólo podían intuir, y la función, desde el arranque, se contemplaba necesariamente con la perspectiva del final desdichado. Cuando la alcahueta, por ejemplo, alababa a don Alonso llamándole «la gala de Medina», era inevitable recordar «que de noche le mataron», percibir intensamente el amargo contraste entre el presente aún feliz y el destino trágico que marcaba el horizonte de los protagonistas. Por ahí, la obra entera consiste en realidad en un único, prolongado flash-back: se inicia con la muerte del Caballero en la memoria del público y vuelve atrás para ir revelando paulatinamente las circunstancias y las sinrazones de esa muerte.

El drama está en que don Alonso Manrique, el Caballero de Olmedo, es un extraño en todas partes. Forastero en Medina, el mismo hecho de lograr allí el amor de doña Inés y hacerlo crecer con los triunfos que cosecha ante los ojos de toda la villa le atrae los odios que lo perderán. Obligado a recluirse en Olmedo y fiarse de terceros para evitar que a la dama la casen con otro, ¿qué puede hacer sino enredarse en una madeja de ilusiones y temores, alimentados antes por conjeturas que por certezas? La culminación del proceso ocurre cuando, en el desenlace, se encuentra con la Sombra de sí mismo, literalmente: intruso en Medina, a disgusto en Olmedo, relegado a los márgenes de la acción, perdido en ensoñaciones y barruntos, ha acabado por quedarse definitivamente solo con sus fantasmas.

El destino del Caballero es más cruel porque lo tiene maniatado, acorralado en una destructora imposibilidad de obrar. Lope subraya ese hado, esa dimensión fatal, alejándolo del escenario durante buena parte de la representación: no lo muestra tanto como lo cuenta. Así, lo mismo antes que después de la noche en que le mataron, don Alonso es una ausencia y una nostalgia: un perfil que pasa y se desvanece apenas entrevisto.

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Esa imagen de fugacidad, en manos de otro autor de la época, difícilmente habría dejado de servir para endilgarnos una lección de "desengaño". Pero Lope prefiere ceder la palabra a la alcahueta Fabia:


La fruta fresca, hijas mías,
es gran cosa, y no aguardar
a que la venga a arrugar
la brevedad de los días.



Con la conjunción de risas y desasosiegos que da forma a la obra, Lope dice que la comedia es tan verdadera como la tragedia y las tinieblas de unos días no impiden el resplandor de otros. Junto a la melancolía por la caducidad de la belleza y las grandes esperanzas, en El Caballero de Olmedo hay también una limpia celebración del amor y la vida.




ArribaAbajo- XV -

Un adiós a Gianfranco Contini


Después de casi medio siglo de magisterio en Friburgo, Florencia y Pisa, Gianfranco Contini, ya septuagenario, se retiró a los altos del Piamonte, en Domodossola, donde había nacido y se había criado y donde vivió la «esaltante» aventura de la república partisana. Allí, hace unos días, le ha llegado la muerte, cuando acababa de cumplir los 78 años.

Temo que el nombre de Contini no dirá demasiado a los lectores españoles. Si en verdad es así, será sólo una prueba de que el aldeanismo sigue siendo la mayor miseria intelectual del país. Sin embargo, cuando la literatura italiana está cerca de conocer un boom entre nosotros, no sobrará recordar, como mínimo, que tras la consagración universal de Gadda, tras el Premio Nobel a Montale, tras el temprano prestigio del Pasolini sperimentale, está y de manera decisiva, el ejercicio crítico de Gianfranco Contini.

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Contini no era sólo, ni siquiera en primer término, un crítico militante, el interlocutor por excelencia de ésos y otros grandes escritores de la Italia contemporánea. Romanista de pies a cabeza (es fama que hablaba todas las lenguas romances reconstruyéndolas paso a paso a partir de los paradigmas latinos), excepcional editor de textos (¡y qué textos, de los poetas del Doscientos al Fiore, que el restituyó a Dante!), medievalista convicto y confeso, era una suma pocas veces repetida de perspicacia literaria y dominio absoluto de las técnicas más refinadas de la filología. Lo que le hacía invulnerable era justamente la convergencia de pasión y rigor, la increíble capacidad de ser a un tiempo descriptivo y prescriptivo.

No tuvo quizá Contini una teoría ni un método distintivos, porque prefirió que en cada caso se los dieran los datos singulares del texto. La literatura le interesaba en especial como tensión, «nel suo fare», como «un quehacer perennemente móvil y no acabable, del que el poema histórico representa sólo una fase posible, de hecho gratuita, no necesariamente la última». Ponía una infinita atención en el detalle formal, pero no le parecía de valor si no iba más allá de la forma, si no resultaba significativo en el contexto próximo y remoto del autor, en el ánimo del lector y en el fluir de la historia que corre del uno al otro. Entender y apreciar una página era para él ver cómo casaban todas esas piezas.

Las etapas de semejante búsqueda las contaba en un estilo espléndido, ciertamente complejo, pero por ello mismo más revelador a la postre. No hay razón -pensaba- para que un estudioso escriba peor que un creador. Críticos y lingüistas tienden hoy a infligirnos un lenguaje ratonero, con la insufrible soberbia de suponer que sus lucubraciones valen tanto en sí mismas, que una cierta elegancia en el decir no podría sino debilitarlas. Con los escritores sobre quienes discurría, Contini tuvo siempre el respeto y la decencia de gastar una prosa no indigna de ellos.

En la familia del maestro había una vaga leyenda de descender de marranos españoles, unos hipotéticos «Contino» judíos escapados a Italia. En todo caso, Contini nunca dejó de mirar con amor y curiosidad a la otra Península: tanto, como para   —79→   ser pionero en la consideración estructural de la fonología española, publicar los versos castellanos del barcelonés Benet Garret (en Napóles, il Cariteo) o hacer sagaces acotaciones a Luis Buñuel. Sin sentar plaza de "hispanista" (Dios sea loado), no quiso perder de vista las cosas de España, y fue uno de los hombres de letras de su generación que más tenazmente llamaron a no olvidarlas en el riquísimo marco europeo que a él le era propio. Bastaría a probarlo el reproche apenas velado que dirigió al gran Roman Jakobson al comprobar que el español era la única «delle grandi lingue di cultura» ausente (mejor no inquiramos por qué) en Poetry of Grammar. Junto a las despedidas que «en este trago» se le dedican en tantos lugares, no debe faltarle un adiós desde España.




ArribaAbajo- XVI -

Un par de razones para la poesía


En la historia literaria de Europa, un poema es esencialmente un objeto verbal forjado para permanecer en la memoria y por ello construido como una red de vínculos capaces de lograr que la evocación de uno solo de sus componentes arrastre a la evocación simultánea de todos los restantes. El procedimiento fundamental para cumplir ese designio estriba en disponer los factores del poema en series gobernadas por el principio de reiteración (el gran Roman Jakobson lo sustanció en pocas líneas): los ingredientes del poema tienden a presentarse duplicados o multiplicados, repetidos por otros ingredientes paralelos. De tal manera, el poema imprime en el lenguaje un rasgo que normalmente le falta a éste y que, en cambio, caracteriza a la gran mayoría de los otros productos de la actividad humana: la simetría, la proporción y la correspondencia entre las partes y el todo.

Así, al recortar en el lenguaje unas unidades iguales o equiparables, los versos estructuran el poema como un discurso   —80→   presidido por la persistencia de un mismo diseño formal. La pauta de un verso repite la de los anteriores y propone la de los siguientes, en una invitación a enfilar el poema como serie, como conjunto cada uno de cuyos elementos constitutivos, aun si tiene una validez propia, remite forzosamente a todos los demás. La reaparición periódica de unas figuras acentuales refleja o predice la conformación de los contextos contiguos y, por ahí, los liga mutuamente. El poema suele mostrar una textura fonética tan peculiar como un hermoso rostro: los rasgos que lo dibujan no tienen por qué significar nada, pero lo hacen inconfundible. El recurso más común para alcanzar esa fisonomía distintiva es la insistencia en ciertas secuencias de sonidos por debajo del umbral de la palabra. La rima exige tener presentes elementos que han quedado atrás y relacionarlos con otros que van saliendo al paso, de suerte que reaviva continuamente la percepción simultánea de los múltiples integrantes del conjunto. En el símil, una realidad se compara con otra (tácita o expresa), mientras en la metáfora, una realidad se afirma idéntica a otra. En una imagen, pues, los términos en juego son siempre (cuando menos) dos, de manera que el uno repite al otro, iluminándose ambos recíprocamente, con un intercambio de datos y perspectivas, proyectando el uno sobre el otro, transitando del uno al otro, en un proceso resueltamente análogo, en cuanto al sentido, a las idas y venidas de unos a otros a que nos empujan los componentes formales. Es perfectamente legítimo -pongamos- definir la rima como una metáfora prosódica o bien observar que unos versos rebosan de ritmos gramaticales. El universo del poema está trabado por una profunda coherencia.

Según ello, el principio de reiteración que nutre las raíces de la poesía busca hacer del poema -decía- una red de vínculos o, si se prefiere, un juego de espejos que se reflejan mutuamente: cada factor remite a otros semejantes y todos se asemejan entre sí, en tanto todos responden al mismo fundamento de la repetición y el paralelismo para subrayar el contenido y, antes aun, la forma. Porque, gracias sobre todo a ese fundamento, la forma se vuelve perceptible, notoria. El lenguaje cotidiano se emplea y, cumplida su función, se desecha.   —81→   La poesía, en cambio, llama la atención sobre la forma, fuerza a cobrar conciencia de ella, a experimentarla en tanto tal forma.

En el habla corriente, no vemos el lenguaje que nos asoma a la realidad; en el poema, vemos al par el lenguaje y la realidad. A diferencia de la lengua familiar y en un grado superior a cualquier otra modalidad literaria, el poema tiende a perdurar en la memoria: no se agota en la enunciación o en la lectura, sino que puja por ser recordado como «mensaje literal» (la acuñación es de Fernando Lázaro), exactamente en la misma formulación con que ha nacido. (No hay medio de saber hasta qué punto ese prurito de perdurabilidad y los procedimientos que se ponen a su servicio son herencia de una época en que sólo la memoria podía asegurar la pervivencia de una creación lingüística. Pero tampoco hay duda de que tales procedimientos han ido perdiendo vigor según la poesía dejaba de ser predominantemente oral y se encerraba en el mundo de la escritura y el libro).

El principio de reiteración implica también que el desarrollo del poema obedece a una cierta motivación interna. La prosa y la lengua común progresan normalmente ateniéndose sólo a impulsos externos o al libre fluir del pensamiento. El poema quiere acotar un espacio en que se sienta la necesidad de unas palabras, nociones, texturas: ésas, y no otras (o si acaso, tanto da, esas otras que contrastan con las que se sentían como necesarias). La reiteración consigue que dentro del discurso mismo se nos indique anticipadamente el camino que falta por recorrer, de suerte que éste se nos aparezca como insoslayable (o si acaso, otra vez, que nos sorprenda desembocar en uno que no es el previsto), como si se tratara del único posible. La motivación interna que de tal modo se establece refuerza la singularidad del poema, la impresión de hallarnos ante un objeto en efecto único, distinto, frente a todos los otros poemas y frente al lenguaje de todos los días.

La reiteración conduce, pues, a asegurar la memorabilidad, la fluidez, la coherencia y la identidad del poema. Pero ¿posee en sí misma una dimensión estética? Por lo menos cabe afirmar que quizá ningún otro fenómeno se descubre con mayor frecuencia al fondo de tan variadas manifestaciones artísticas.   —82→   Porque decir reiteración es decir paralelismo, correspondencia, simetría. Los productos de la naturaleza se nos muestran a cada paso provistos de simetría bilateral (de hecho, menos perfecta de lo que captan los ojos), y nos basta levantar la vista para percibir incontables productos humanos dotados de una versión aun más regular de tal simetría: como el libro que el lector tiene ahora en las manos. Los niños se divierten con las figuras que aparecen al doblar y apretar el papel en que han echado unas gotas de tinta; los mayores se admiran ante El Escorial. Pero la fuente del placer que provocan esos borrones minúsculos y esas arquitecturas gigantescas es la misma en un aspecto esencial: unos y otras se sujetan a las leyes de la simetría. De la música a la pintura, es verdad, las artes han tenido siempre en la simetría (o, llegado el caso, en la ruptura consciente de la simetría) uno de sus más constantes fundamentos. La poesía no parece que haya escapado a la regla; y al someterse a ella, se la ha impuesto también a uno de los pocos reductos que normalmente se le resisten: el lenguaje.



Al final de su libro sobre La tranquilidad del ánimo, Séneca el filósofo concuerda tres citas y añade un comentario que tal vez sirvan para disculpar muchas de las menudencias que vengo deslizando. Séneca recuerda allí medio verso de Homero: «A veces también es agradable volverse loco»; y, fatalmente, lo casa con una sentencia de Platón: «En vano llama a las puertas de la poesía quien está en sus cabales». Para acabar de estropearlo, pide el auxilio de Aristóteles: «Jamás ha existido un gran genio sin ribetes de locura»; y, por su cuenta y riesgo, glosa al fin: «Sólo la mente fuera de sí puede decir algo grande y superior».

Los juicios de autoridades de tanta nota no quedan sepultados en los libros: siempre pervive una pizca de ellos y a lo largo de dos mil años, diluida en unas o en otras aguas, acaba por envenenar a gentes de buena fe. Porque si las autoridades de marras estaban en lo cierto, también tienen razón los aficionados a otros géneros literarios que, sin embargo, confiesan poco o ningún gusto por la poesía: si la poesía es cosa de locos, mejor mantenerla apartada.

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El error viene de antiguo y en parte se explica por la vecindad de poesía y religión en todas las sociedades primitivas. La vieja idea de la poesía como embriaguez divina, la confusión del proceso creativo con la experiencia sobrenatural, la tendencia de los poetas a hablar de su labor en los términos más altamente ponderativos -en los términos de la religión, por tanto- hacen inteligible que el poema arrastre todavía para algunos un tufillo a galimatías delirante. Cuando la poesía, entre otras funciones de menor calidad, forma parte del culto, no es de extrañar que las fronteras entre una y otro lleguen a resultar borrosas.

Con etapas como ésas en su trayectoria, de Platón para acá, hasta el romanticismo y las vanguardias, se entiende que la poesía siga sonándoles a muchos a fenómeno esotérico e impenetrable. Inútilmente pediremos razón a quien lo que quiere es no darla: más bien seremos nosotros quienes se la estaremos concediendo. Sucede, con todo, que tampoco un defensor de la razón dialéctica, Jean-Paul Sartre, duda en aseverar que «el poeta está fuera del lenguaje, ve las palabras del revés, como si no compartiera la condición humana y, viniendo hacia los hombres, tropezara primero con la palabra como una barrera». Etcétera.

Pero el poeta sí comparte la condición humana, y el poema sí está dentro del lenguaje, incluso cuando lo desborda. Un crítico inglés ha escrito que «las razones de que un verso proporcione determinado placer son como las razones de cualquier otra cosa: uno puede discurrir sobre ellas», aunque no siempre llegue a alcanzar conclusiones incontrovertibles. Lo óptimo es gustar de la poesía, pero, como cuando se aprende a nadar, lo más importante es perderle el miedo.

En las raíces de la poesía lo que hay son unos principios formales bien concretos y nada misteriosos, con una función y hasta con una lógica perfectamente comprensibles (amén de coincidentes, en aspectos sustanciales, con otras artes que no suscitan ningún tipo de recelos). Por supuesto, de la comprensión de tales principios no se sigue necesariamente una rendición incondicional a los posibles encantos de la poesía en general o de tal o cual poema en particular. «Proponerse como meta   —84→   -ha comentado T. S. Eliot- la capacidad de disfrutar de toda buena poesía en el orden objetivo de méritos más adecuado, es perseguir un fantasma, persecución que dejaremos a aquellos cuya ambición es la "cultura" y para quienes el arte es un artículo de lujo, y apreciarlo, una proeza. El desarrollo del gusto genuino, fundado en sentimientos genuinos, está inextricablemente ligado al desarrollo de la personalidad y el carácter. Un gusto genuino es siempre un gusto imperfecto; pero, de hecho, todos somos imperfectos; el hombre cuyo gusto en poesía no ostenta el sello de su particular personalidad -esto es, cuando se dan afinidades y diferencias entre lo que le gusta a él y lo que nos gusta a nosotros, así como diferencias en nuestro gusto por las mismas cosas- será un interlocutor muy poco interesante para una conversación sobre poesía».

La poesía no tiene "temas" propios, como no los tiene el lenguaje: versa, sencillamente, sobre cuanto puede pensarse, sentirse o decirse. Es verdad que determinados asuntos han recibido en poesía trato de favor y comúnmente se tildan de «poéticos», pero, a hablar con una mínima exactitud, no porque conlleven ninguna propiedad que sea "poética" de suyo, sino porque a partir de un cierto momento han sido objeto de recreaciones literariamente tan afortunadas, que han quedado como paradigmáticas, como más reales que la realidad, dignas de ser copiadas por la vida, y han estimulado a muchos a emularlas.

Hay poca duda de que la buena poesía realza, potencia multitud de elementos que en la prosa y en el lenguaje diario aparecen sólo accidentalmente, sin papel significativo ni expresivo, de suerte que el poeta logra hacer pertinentes todos los factores que maneja, dotándolos de la plenitud de fuerza y sentido de que en otros casos carecen. Por ahí, es lícito afirmar que la poesía de primer orden constituye el ejemplo supremo de la definición que Ezra Pound aplicó a toda la literatura: «es, pura y simplemente, el lenguaje cargado de sentido en el máximo grado posible». Podemos ir incluso más allá: la poesía tiende a ser el máximo lenguaje posible.

Ni en poesía ni en otra arte puede pretenderse la unanimidad de criterios y opiniones. Pero la aproximación a la poesía   —85→   desde una perspectiva formal quizá tenga la virtud de disipar suspicacias inveteradas y revelar indiscutibles rasgos comunes en textos de temas muy distintos, y éstos sí tan discutibles como cualquier otro enunciado del lenguaje. Un buen poema es como una buena casa: con alguna instrucción previa, todos podemos comprobar si los materiales son de calidad, si están acertadamente utilizados, si la distribución es cómoda; pero otra cosa es que nos guste la idea de vivir en ella.



La poesía es una institución cultural que cada edad ha construido a su manera, y los criterios de unos tiempos no siempre valen para los otros. A través de incontables metamorfosis, sin embargo, se ha mantenido curiosamente fiel a sus orígenes. Los gustos cambiantes, las divergencias de escuela, los horizontes nuevos, no empañan la transparente continuidad de la tradición literaria, ni nos impiden reconocer, bajo las más variopintas realizaciones, los viejos arquetipos del lenguaje poético.

La inmensa mayoría de los poemas modernos están destinados a la lectura solitaria y silenciosa, e idéntica estrella luce hoy fatalmente para las obras de otras épocas. Por el contrario, gran parte de la poesía medieval, como una porción no chica de la posterior, hasta el Seiscientos, nació para ser cantada, en público, y aun coralmente; y no sólo la música desempeñaba en ella un papel tanto o más decisivo que la letra, sino que en muchos casos se acompañaba, además, del baile o se prestaba a una representación a un paso de la teatral. (En rigor, los herederos de Martín Codax o Juan Ruiz son menos Celso Emilio Ferreiro o Pedro Salinas que Amancio Prada o Joaquín Sabina, a quienes nosotros, por mucho que los estimemos, inevitablemente situamos en otra esfera: vecina sin duda, pero también aparte). No obstante, la canción y el poema leído comparten rasgos básicos y coinciden en objetivos esenciales.

Es el caso que cuando la escritura primero y después la imprenta llegaron al ámbito de las lenguas vulgares, poniéndose al servicio de géneros que hasta entonces habían tenido una existencia exclusivamente oral, la poesía cambió de formas y contenidos, de modales y modos de vida, pero no perdió el   —86→   norte que antes la guiaba. Fijada y conservada por el códice, por el libro, incluso la lírica podía ser ahora menos sintéticamente impresionista y más discursiva, razonadora. Al codearse con el latín en el mismo vehículo de difusión, se dejó penetrar más fácilmente por la alta cultura y se prestó a exhibir con mayor largueza la erudición del autor. (A la vez, los progresos del alfabetismo y el empleo del papel hacían posible la aparición de nuevas modalidades que diseminaban entre el común de los mortales los saberes y los intereses de la intelligentsia). La cansó trovadoresca se había propagado fundamentalmente por composiciones sueltas, autónomas, con frecuencia reunidas en series sólo en el acto de la ejecución, de acuerdo con las preferencias del intérprete o del público que le escuchaba (como en el recital de cualquier cantante); pero cuando la variada producción de un poeta tenía que llevarse al manuscrito, al punto se planteaba la cuestión, incluso puramente material, de cómo ordenarla eficaz y significativamente, y así resurgió una especie olvidada desde la Antigüedad clásica: el libro de poemas, el canzoniere.

Uno de los aspectos mayores de la gigantesca revolución desatada por la escritura atañó a componentes formales que hasta el momento habían decidido la identidad misma de la poesía. Los extremos oscilaron y oscilan entre subrayar ciertos factores para compensar el descuido (o la carencia) de otros o bien sustituirlos resueltamente por convenciones no verbales. La ausencia ocasional o el abandono definitivo de la música, por ejemplo, se contrapesó a veces con una melodía articulada por alardes de ritmo o insistencias fonéticas, en el interior de los versos o en la rima que los encadena. Otras veces, en cambio, el relieve auditivo se reemplazó lisa y llanamente por el visual, por procedimientos gráficos o tipográficos. Entre ambos extremos, se han dado, por supuesto, todas las formas intermedias de atenuar los elementos propios de la oralidad en la misma medida en que se acusan los inherentes al texto escrito.

Los pioneros del verso libre aspiraban a descartar toda norma externa, dejando que el poema se hiciera de dentro hacia afuera, ajeno a cualquier constricción que no naciera de la actividad espiritual del autor. Pero tras la apariencia caprichosa de   —87→   incontables poemas no sólo hay que redescubrir a menudo la música de los metros tradicionales, sino que en infinidad de ocasiones la misma función antaño servida por ellos la instaura el verso libre con reiteraciones, paralelismos, recurrencias, que producen, por ejemplo, una especie de inercia de la dicción y engendran pautas de regularidad dentro de la irregularidad. Cierto que el verso libre tiende a rechazar la rima perfecta, que tendería a dar la impresión de que la habitual audacia de sus imágenes estaba determinada por las consonancias; pero también en él concordancias y armonías, duplicaciones de sílabas y, naturalmente, toda la infinita gama de las aliteraciones fuerzan a relacionar y vinculan prietamente entre sí los varios elementos que fluyen -pero no se pierden- en el lenguaje poético.

Podemos decir que se trata siempre de elaborar objetos lingüísticos extraordinariamente memorables, singulares, motivados, con una distintiva correspondencia entre las partes y el todo. O podemos decir que hasta el verso de apariencia más irreducible a cualquier norma siente la nostalgia de la canción.




ArribaAbajo- XVII -

La ciudad de las almas


En la narrativa de Soledad Puértolas, la historia nunca está enteramente contada, nunca se nos revela del todo, sino más bien se nos ofrece como se nos muestra la vida, con los mismos huecos y la misma azarosa variedad de perspectivas que hacen a la vida sorprendente y enigmática. A la vez, sin embargo, la realidad novelesca tiende ahí a trascenderse a sí misma, a ir más allá de la literalidad anecdótica y, sin convertirse de ningún modo en símbolo, a cargarse de una excepcional densidad de significación. Ocurre así en grado sobresaliente con la Burdeos de uno de sus textos más cuajados.

Cuando Burdeos estaba más que adelantada, la autora tuvo por fin ocasión de visitar Burdeos y, antes de nada, darse un   —88→   paseo por el «barrio tranquilo» en que había situado la casa de Pauline y el núcleo del primer tramo de la novela. De vuelta al hotel, mientras cruzaba el parque, «frente al Museo de Ciencias Naturales», se volvió hacia quien la acompañaba y, sacudiendo la barbilla afirmativamente, anunció en tono resuelto: «Tengo que quitarle color local». Se non è vero, vale para advertir al lector desprevenido de que Burdeos no es en absoluto "la novela de una ciudad", en el sentido de tantas que han querido captar "el latido colectivo de la urbe" o cosa por el estilo. De hecho, la Burdeos de la geografía no es objeto sino de unas pocas pinceladas descriptivas, tan rápidas como eficaces. ¿Por qué, entonces, su nombre se alza hasta el título? ¿Únicamente porque allí arranca la acción y allí nos devuelven muchos hilos de la trama? Sin duda que sí, pero sólo en parte, y ni siquiera la parte principal. Se buscará tan en vano la Burdeos del Garona en la Burdeos de Soledad Puértolas como la Roma de Du Bellais y Quevedo a orillas del Tíber.

En la superficie del relato, Burdeos es una capital de provincia, una ciudad próspera pero de segundo orden (puestos a traducirla al español, podríamos pensar, digamos, en Zaragoza o en Valladolid), sin el ajetreo de París, por más que a veces laberíntica para el forastero, y, en definitiva, de «vida plana, sumergida en la rutina», «arcaica y solemne», de «viejas costumbres»: una ciudad, pues, un poco al margen, tanto en el espacio como en el tiempo (la historia se desarrolla en un pasado cercano, unos decenios atrás). Pero esa Burdeos apenas entrevista, ese trasfondo urbano donde Pauline, René, Lilly se cruzan sin encontrarse, es también y por encima de todo un recinto inmaterial en que habitan las almas, estén donde estén los protagonistas: la cristalización como elemento de la fábula, el equivalente físico o el objective correlative de un paradigma fundamental en la vida de los hombres.

La 'Burdeos' profunda es la conciencia de los límites, el mundo como regularidad y recurrencia, un ámbito moral que no siempre se elige a gusto, pero que con frecuencia es preferible a dormir al raso. Es, por ejemplo, el sentimiento, común a todos los personajes, más o menos difusa, más o menos lúcidamente, de que existe un repertorio cerrado de funciones   —89→   o 'instituciones' espirituales y sociales, que poseen entidad propia y una manera de ineludibilidad, y que además lo salvan a uno de sí mismo, de los peligros de ser diferente, de modo que más vale apropiarse uno de esos papeles, quizá insatisfactorio, pero también inevitable, y procurar cumplirlo de buen grado. Pero 'Burdeos' es igualmente la idea de la vida que esos personajes han alcanzado por experiencia, educación y carácter, la única imagen que les parece natural, incluso cuando la rechazan, incluso cuando más les desazona. Es «la jerarquización que las normas imponen (...), las verdades generales (...) en la base de toda conducta». Es, en fin, la circularidad de los días, los ritmos obligados de la existencia, con la noción impalpable de un orden en el que inscribirse, un orden que muchas veces es restituido por el mismo azar y otras tantas se confunde con el destino.

'Burdeos', así, no está sólo en la sociedad ni se impone forzosamente desde fuera. Pauline «se había creído en posesión de otros pensamientos» más altos que atender a las trivialidades cotidianas; podía dolerse «de una vida a la que había renunciado», tras un desengaño amoroso, para caer en el ciclo monocorde de «las costumbres fijas, los pequeños cambios que introducía el paso de las estaciones». Pero cuando «la muerte de su padre la dejó a solas con ella (...), añoró (...) no haber sabido que aquella vida era, tal vez, la que hubiera escogido». En ese entorno a medias aceptado y a medias construido por uno mismo, con sus largas penumbras y sus chispas de hermosura, reside probablemente la única expectativa sensata de felicidad. Al regresar a casa, después de cumplir el extraño cometido que pasajeramente la ha sacado de la soledad y la ha hecho entrar en otras vidas, Pauline se asoma a la ventana: «El universo tenía las dimensiones de una tarde inacabable de verano en la ciudad. Una tarde llena del eco de voces, risas, de polvo y de calor, de zapatos blancos que se ensucian, de trajes ligeros que se arrugan, de toda la frágil belleza que rodea las ilusiones». Ésas, formuladas con tan delicada sobriedad, son también, de la limitación a la esperanza, las dimensiones de 'Burdeos'.

Toda la aventura de los protagonistas responde a planteamientos parejos. A René Dufour, y justamente porque acaba   —90→   de ver cómo pueden desmoronarse, el descubrimiento de esas ciudades interiores en que los hombres se cobijan se le presenta con lacerante inmediatez. Para René, cuando su madre se fue de casa, «el tiempo se detuvo y la vida hizo una espantosa, ilegible mueca ante sus ojos» («volverse a casar, ¿era eso posible?, ¿qué seguridad existía en el mundo?»), hasta que supo hallar pequeñas ventajas a la situación y entrarse en el cauce fácil de aceptarlas y olvidar otras pretensiones. «No podía ya sentirse feliz, ni siquiera lo intentaba, pero la corriente de aquel nuevo orden lo llevaba cómodamente, protegido y mimado por el mundo». Así, de una manera o de otra, debía ser en adelante: «Su norma era no pensar, sino vivir, guiándose por las reglas que lo amparaban y que le eran convenientes».

No puede decirse que René se satisfaga a poca costa ni carezca de vagas ambiciones. Pero cualquier intención de afirmarse, «de hacer algo distinto», naufraga en la distancia con que contempla cosas y personas. En tal situación, seguir las normas parece un buen camino. Casarse, por ejemplo. Casarse es, desde luego, la norma arquetípica (los compañeros de René «se burlaban del matrimonio (...) a sabiendas de que se casarían»; Lisa, cultivada y sagaz, llega al cinismo: «Todas las mujeres necesitamos un hombre, y te voy a decir una cosa..., cualquiera sirve»). Pero en el matrimonio René no ve tanto una norma social como individual, la oportunidad confortable de atemperar su singularidad acomodando «el ritmo de su vida a otra persona». Ni debe pensarse que no tiene deseos ni corre riesgos: desea a Bianca y se arriesga por contentarla, pero cuando obra contra las normas no puede evitar la sensación de estar «haciendo algo que no tuviera más remedio que hacer, algo que escogía voluntariamente para cumplir un destino». A la postre, no hay atajo que no le restituya a los límites, las reglas, las recurrencias de 'Burdeos'. Después de muchos días grises y sin norte, a la muerte del admirado Leonard Wastley, René gana «un nuevo gusto por la vida, por todos sus detalles»: y desde la Explanada, viendo surgir las estrellas sobre la ciudad, que cierra el ciclo de un día, recibe «el consuelo de saber que todo responde a un plan oculto y trascendente. Detrás de él, el Garona seguía su curso hacia el Atlántico».

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En ese horizonte, sin embargo, hay una manera de realidad más rara y preciosa. Porque, en efecto, por el corazón de Burdeos, partiéndolo y ciñéndolo, corre hacia el mar el Garona. Es la realidad que se sustenta en «esa extraña materia de donde nacen los sueños y deseos de absoluto» (a nadie se le escapará cómo crece y se precisa el verso célebre: «Such stuff / as dreams are made on»). Es la «inexplicable e intolerable conmoción de la vida» que René busca en Suzanne o quisiera de Florence, entre timideces e indecisiones en última instancia resueltas, fatalmente, «a favor de la normalidad». Es la «vida oculta, íntima, única razón de la felicidad» que Sheilla cifra en cierto «asunto con un hombre casado». Es la aspiración que mueve a Hélène, «llena de vida, de proyectos, de compasión», a pesar de cansancios y fracasos. Es la meta a que ningún personaje de Burdeos se acerca más que Lillian Skalnick en su largo itinerario por «las capitales del mundo».

A Lilly le sobra en buena parte la seguridad que a los demás les falta. «Ama a la vida y se pone en medio de la corriente, sabiendo que no será arrastrada»; disfruta de las cosas sin dejarse llevar por la avidez que podría estropearlas; de los amoríos ocasionales sale más entera y más firme. Decidida, inteligente, desprecia a las mujeres incapaces de trazarse su propia senda sentimental y profesional. Pero incluso a ella le llega el día de la duda, la necesidad de apoyos, el amor doloroso. Es entonces cuando aflora «una parte de sí misma, la más débil», hasta el momento escondida, y comienza a esperar menos de la vida y a valorar más lo que aleatoriamente le ofrece. El viaje por Europa le ha mostrado más bien el paisaje de su propia alma y le ha dado conciencia de los límites: ahora sabe que por mucho que se anden las capitales del viejo continente todos los caminos pasan por 'Burdeos'. Inútil el empeño de descifrar el mundo, en el intento de imponerse sobre él: sólo cabe aceptarlo «en sus vaivenes y reflujos» y gozar hondamente sus instantes de hermosura. Hay que encontrar «el lugar de uno mismo..., a través de aciertos, errores, batallas libradas y sin librar»; acompasarse íntimamente al «lento girar de los astros, la melancólica sucesión de las estaciones y de las vidas, la sabiduría de los gestos, las miradas, el tono de la voz»;   —92→   convencerse de que «la vida tiene valor en sí misma» y reconocerle los «signos de belleza y energía», descubriendo, como Pauline, que el mundo puede revelar «una faceta dulce, insospechada», y confiando, como René, en que obedece a algún designio con sentido. Ese proceso de conocimiento es también, todavía, 'Burdeos'.

Lilly ha venido a Europa a preparar un extenso reportaje. En Roma, dispone sobre la mesa los materiales que hasta la fecha ha reunido. «Pero sus más profundas impresiones no estaban anotadas ni reflejadas en ninguna parte. No podía penetrar en la realidad que observaba. Necesitaba un hilo que ligase las escenas que había recogido. Se sentía incapaz de comprender el último sentido de las escenas, las palabras que habían llegado hasta ella. La realidad la desbordaba; la hallaba indescifrable (...) No tenía en sus manos un reportaje; sólo datos inconexos y desalentadores. No obstante, algo en su interior le decía que de esos datos, de esas impresiones, surgiría una coherencia inesperada, porque era su propia visión la que acabaría imponiéndose. Existía un hilo conductor que la había llevado por las diferentes ciudades y países y ese hilo conductor era algo ajeno a las cosas, estaba dentro de sí misma. En realidad, era el hilo de su propia desilusión». El artista se retrata pintando el cuadro: el pasaje es una excelente descripción de Burdeos.

Cierto, la trama narrativa de la novela se vertebra en una medida importante gracias a la trama conceptual que he venido esbozando, siguiendo el hilo de esa serena «desilusión» que contempla cosas y personas con sympátheia pero también con distancia, sin exaltación. La trama conceptual no se nos presenta, obviamente, como un discurso con entidad propia, y mucho menos como una lección, sino se fía a la necesidad que el lector tendrá que sentir de recomponer las piezas sueltas.

A salvo unas pocas y sucintas glosas al paso, Soledad Puértolas cede la voz y el pensamiento a los personajes, e incluso es parca en relatar lo mucho que sin duda sabe sobre ellos. La fragmentación de Burdeos en tres capítulos con protagonistas independientes, si bien enlazados por personajes secundarios y por el punto de referencia bordelés, es análoga a la fragmentación   —93→   de cada uno de los episodios en vislumbres, estampas, viñetas, que en rigor no forman una historia seguida, sino más bien un muestrario hondamente sugestivo de la historia, de las historias posibles. Cada uno de esos retazos es tan rico en significación como el escenario que da título al libro: no por "representativo" ni "simbólico" (si acaso, sería "sintomático") , sino en tanto concentración de experiencias y emociones, como condensación de vida (lo ha dicho algún crítico), encrucijada en que se define o se decide toda una etapa, quizá toda una trayectoria. En una narradora de tan poderosa intuición, una difícil peripecia puede reducirse al alcance de un gesto, y una circunstancia especialmente agitada tal vez se plasma, como por antífrasis, en una plácida conversación: cien años de Soledad caben en el tiempo de un relámpago.

La fragmentariedad de la trama narrativa es eco de la fragmentariedad de la vida, sí, pero por otro lado, como vida escrita, postula más acuciantemente que en la vida la necesidad de interpretación. Las fotografías del ficticio Allan Rutherford «producían esa sensación de extrañeza que muchos llaman genialidad y que sitúa al objeto admirado en un lugar lejano, inasequible», de suerte que obliga a interrogarse sobre él; y el mismo Allan indica a Lilly que para «convertirse en arte» su trabajo «tenía que transmitir una visión personal». Es a todas luces el caso de Burdeos. Ahora bien: la evidencia de que la novela está elaborada como ensambladura de fragmentos y, a la vez, la densidad significativa de cada uno de los elementos que le dan forma empujan irremediablemente al lector a preguntarse por el sentido del conjunto y a caer en la cuenta de que es él quien debe decidirlo de acuerdo con «una visión personal». Por segura que sea la suya propia, Soledad Puértolas tiene el arte finísimo y la primorosa elegancia de ceder al lector la última palabra sobre el semblante «indescifrable» de la realidad.



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ArribaAbajo- XVIII -

Elogio de Juan Manuel Rozas



Eras en todo el mayor
y el primero de nosotros:
sabías más que los otros
y lo contabas mejor
-¡parlanchín de cuerpo entero!-,
con más arte y más ardor...
También te fuiste el primero,
para seguir enseñándonos.
Estarás allí esperándonos,
y hablaremos, compañero.