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1

Por si alguien los echara en falta, señalaré que reservo para otro libro «"Por Hepila famosa", o cómo no editar el Quijote», y «"Deste artife", o cómo no editar el Lazarillo», salidos ambos en El País (Babelia), respectivamente de 14 de septiembre de 1996 y 23 de septiembre del 2000.

 

2

Martín de Riquer, Los trovadores, Barcelona, Ariel, 19832, tres vols.

 

3

Al llegar aquí, no sé pasar en silencio que cuando don Jorge se instaló en Málaga, ya para siempre, no hubo medio de conseguirle la jubilación española que parecía de estricta justicia. Toda la ciencia administrativista de un Alejandro Nieto no pudo sacar adelante la iniciativa, por quién sabe qué misterios de las covachuelas.

 

4

Barcelona, Plaza y Janés, 1981.

 

5

El texto recoge fragmentos de una conversación y de una carta de Dámaso Alonso, y apareció firmado por D. A. y F. R.

 

6

En Moralidades (1966), se leía «gente en las aceras»; desde Colección particular (1969), «gentes en la acera», que sugiere mejor la topografía de la zona (el «primer semáforo» estaría en la calle de Cartagena, si no en María de Molina) y da mayor impresión de apiñamiento.

 

7

Pregunta. -¿En qué se diferencian la intertextualidad y el plagio? Respuesta. -La intertextualidad (o, con palabras menos malsonantes, el común denominador de la alusión, la cita, la recreación, la parodia...) se produce para ser reconocida y gustada; el plagio se propone pasar inadvertido. La literatura es necesariamente intertextual, porque no existe sino en el marco de la tradición, de unas convenciones previas. Nadie se levanta un día y escribe por las buenas un soneto: empieza por imitar el arquetipo "soneto". El plagiario reproduce «¿Empañé tu memoria? ¡Cuántas veces!» para presentarlo a unos juegos florales. (De una encuesta de El cultural, mayo del 2001).

 

8

Si se me permite dejar en libertad al negro medievalista que llevo dentro (y porque sin alguna nota al pie se diría que uno no escribe en serio), lo ilustraré con la autoridad de un buen especialista. Norman J. G. Pounds (La vida cotidiana: historia de la cultura material, Barcelona, Crítica, 1992).

La casa de Pascual es fundamentalmente la cocina: el resto, declara él mismo, «no merece la pena ni describirlo». En efecto, la cocina, a la entrada de la vivienda, fue siempre la pieza principal, «el centro de la vida de la casa -escribe Pounds- y, en gran parte de Europa, hasta época reciente, la única habitación donde había fuego. La familia, o, por lo menos, muchos de sus miembros», como la hermana o los chiquillos de Pascual, dormían allí, «bien sobre pajas, bien sobre mantas que se ponían cada noche en el suelo». Aun siendo el cuarto mejor amueblado, «carecía de toda comodidad, salvo el calor del hogar. Había bancos o banquetas en los que se sentaba la gente a la mesa, una o dos sillas rústicas y tal vez un arcón y un armario. De los clavos que había en las paredes colgaban las ropas sin usar, los cacharros de cocina y otros recipientes» (pág. 263).

Pascual está visiblemente satisfecho del suelo de tierra bien pisado, con dibujos de guijarrillos, y nos comunica un cierto escepticismo sobre las virtudes del porlan supuestamente «moderno». A él, cierto, sigue pareciéndole perfectamente aceptable el uso mantenido durante siglos y siglos. «Los romanos habían construido pavimentos de ladrillo, incluso de mosaico hecho de pequeñas teselas unidas con cemento, pero ese refinamiento no tuvo eco entre las clases inferiores del Imperio, cuyos suelos eran de tierra apisonada o de arcilla, con arena, paja o serrín esparcidos por encima esporádicamente. (...) No fue hasta el siglo XIX e incluso hasta el XX cuando en algunas regiones de Europa empezaron a emplearse piedra o madera para pavimentar las viviendas de los pobres» (pág. 171).

 

9

Nota del 2002. El acierto más seguro de Ernst Robert Curtius en Literatura europea y Edad Media latina (1948), donde medias verdades y medias mentiras se aparean con igual provecho, es la invitación a volver los ojos a la admirable variedad y riqueza de la latinidad medieval. Espléndidamente traducido ya en 1955 (mientras en italiano, por ejemplo, hubo de esperar a 1992), el gran libro de Curtius ha tenido en español una fortuna más temprana y más amplia que en cualquier otra lengua romance, y sin embargo menos que satisfactoria. Porque, usado como paño de lágrimas para un par de cuestiones (la tópica, el paisaje ideal), ha sido desatendido por entero para casi todas las demás. Conviene celebrar, pues, que los departamentos de filología clásica de nuestras universidades se hayan resuelto en los últimos años a salir de las doradas rejas de la Antigüedad y adentrarse con gusto y solvencia en la floresta tan justamente encarecida por Curtius. La colección de «Clásicos latinos medievales» que Enrique Montero Cartelle dirige para Akal es un óptimo fruto de la nueva orientación. Hay ahí manuales y libros escolares, como los fabularios o el Doctrinal de Villadei (el «bárbaro» de Nebrija por excelencia), que todos los europeos letrados se sabían de memoria y que ningún medievalista puede permitirse el suicidio de ignorar. No faltan las narraciones que el aficionado a la novela de aventuras devorará hoy con la misma pasión que los lectores de antaño: la animadísima Alejandreida de Gautier de Châtillon, que en vano quería Petrarca superar, o la Historia de la destrucción de Troya, de Guido delle Colone, modelo saqueado por toda la ficción caballeresca posterior, incluido el Tirant. Junto a una crónica (entre otras) del excepcional vigor e interés de la Historia compostelana, la serie contiene también adecuadas antologías del teatro y de la poesía de los siglos XII y XIII (y sólo para la lírica se echan en falta los textos originales). Poca literatura más europea (y más viva) que esa excelente muestra de la Edad Media latina.

 

10

Tomo esos juicios, que comparto, del volumen noveno de Historia y crítica de la literatura española, Barcelona, Crítica, 1992: Los nuevos nombres, al cuidado de Darío Villanueva.