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Los dos mendozas


Gonzalo de Céspedes y Meneses


[Nota preliminar: edición digital a partir de Primera parte. Historias peregrinas y ejemplares. Con el origen, fundamentos y excelencias de España y ciudades adonde sucedieron, Zaragoza, Juan de Larumbe, 1623, y cotejada con la edición crítica de Yves-René Fonquerne, Madrid, Castalia, 1969, pp. 345-414, cuya consulta recomendamos.]




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Capítulo I

Dáse principio al cuento prometido, diciéndose quién fue don Alonso de Mendoza


Don Alonso González de Mendoza, caballero ilustrísimo como lo son todos los de este generoso apellido, fue natural de Madrid, lugar a quien, según ya queda escrito, han elegido por su grande excelencia los monarcas de España por asiento y morada de su corte. Aquí, pues, y en los antiguos solares de sus progenitores, nació y vivió largo tiempo, aunque lo más de su mocedad entre el rumor sangriento de las armas, sirviendo en sus inmortales hazañas y empresas grandes a la cesárea majestad de Carlos V, el cual, como tan buen apreciador del valor y experiencia militar, hizo particular estimación, los años que don Alonso siguió sus estandartes, de sus méritos y persona; y tanta, que si no fuera algo arrebatado y colérico (condición que en parte desdoraba sus generosas obras), es sin duda que hubiera ocupado un grandioso puesto.

Mas a esta causa, no siendo muy bien quisto y teniendo en el ejército algunas importantes inquietudes, le convino retirarse a su tierra, adonde no le faltaron otras muchas, porque apenas llegó a ella, cuando pagado sumamente del muy hermoso agrado de doña Catalina Ramírez, dama de admirables virtudes, la comenzó a servir con tan poco gusto de sus padres, que deseaban para su gallarda hija hombre menos brioso y no tan soldado, que a pocos lances, rompiendo con ellos y sus deudos, hubiera de granjear a lanzadas lo que suele adquirirse con blanduras, voluntad y terceros. Finalmente, porque deseo troncar estas particularidades, que son muy accesorias al hecho principal, don Alonso, bien granjeado el amor de su dama, que quisieron que no sus padres, la hizo su mujer, y aunque a costa de muchos gastos, pleitos y aun prisiones, ello se quedó hecho y sus suegros desenojados.

Mas como raras veces deja en la posesión de mitigarse el ardor de los deseos, poco a poco, morigerándose en su pecho aquella ardentísima afición, fue divirtiéndose y aun distrayéndose con alguna nota; si bien nunca ésta rompió de suerte que llegase a sentimientos de su esposa ni a faltar a las obligaciones precisas de su estado; porque corre gran riesgo la flaqueza mujerfi el día que la disolución del marido hace huérfanos el lecho casto y la mesa común; y así, el discreto honrado, aunque fuerce el alma y pierda en su gusto lances sin recompensa, no ha de perder horas tan bien gastadas, pena de llorarlas de veras. En fin, con nuevas aficiones don Alonso, restringiendo el amor de su esposa, vivió sin hijos seis o siete años, cosa que, aunque disimulada de la honesta señora, era de ella sentida y aun llorada con tiernas lágrimas.

Presumía, aunque dudosamente de la condición de su dueño, sus desvelos e inquietudes; mas no por eso acreditaba semejantes sospechas de suerte que él llegase a imaginarlas; que es gran cordura, para que no se pierda al pundonor, el decoro y respeto, fingir y aun ignorar las cosas, que en los que pueden no sirven de más que quitarles la máscara para ejecutarlas en público. Así disimulando padecía dobladas penas, en tanto que, desenfrenado en sus vicios, corría él temerario y ligero. Hasta que perdiendo el temor al cielo, y arriesgando su vida en terribles sucesos, vino a empeñarse en uno de manera que, sin gusto y por fuerza, le obligó a dejar la corte, como ahora sabréis.




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Capítulo II

Sabe su esposa la distracción de aqueste caballero, procura remediarla, y él, sospechoso, venga su injusta cólera en un criado de su casa


Había no lejos de sus barrios de don Alonso una hermosa doncella, de tan grandes partes, calidades y hacienda, que pudiera, a ser más recatada y menos libre, estimarse por casamiento de un muy gran caballero. Esta señora, pues, sin reparar en que don Alonso tenía estado que le imposibilitaba de remedio, llegó a prendarse de suerte en su afición, que casi hizo con él los oficios de un muy fino galán; y como aún más cortos envites eran bastantes a contrastar su gusto, en breves días, y con menores diligencias, ya el arrojado caballero era dueño absoluto de su prenda mejor; y no parando allí el efecto de semejante yerro, antes en lo que siempre suele, a dos meses de trato ya ella estaba preñada y entendida su falta. No tenía más que madre, pero tan varonil, que al mismo punto, sabiendo quién era el autor de su afrenta, con secreto inviolable la desapareció de sus ojos.

Este último exceso alcanzó a saber doña Catalina desde sus principios, porque el poco recato que en él hubo le hizo patente a una criada antigua de sus padres y de ella a sus oídos; mas como era tan discreta y prudente y el caso tan digno de temerse como de remediarse, antes de dar cuenta a quien pudo atajarlo la pareció, con dádivas y ruegos, saberlo con certeza de un criado de su marido, el cual, no sólo por sus buenos servicios era el archivo de su alma, mas toda su privanza y voluntad. Pero fue por demás y cansarse en balde; pues antes el fiel mozo procuró desmentirle tales sospechas y aun dio de ellas a su señor larga noticia, diligencia que después le costó la vida; porque no satisfecha con su absolución la celosa señora, tanto cayó en su intento que alcanzó la verdad, y mediante el favor de una dama de palacio, su deuda, el sosiego de su alma, pues al punto mandó Su Majestad, por medio del Consejo, que don Alonso se fuese a sus lugares, orden que sintiéndola impacientísimo y no atreviéndose a perder el respeto, a quien la había trazado, como su condición fuese terrible y desease de semejante pesar igual venganza, dio, sin poderse reprimir, en persuadirse que aquel criado, a quien él tanto amaba, vencido de las dádivas de su mujer le había descubierto. Y como a esta presunción engañada se juntase el ausencia impensada de su dama, que todo sucedió en un mismo tiempo, hubo de quebrar su cólera y enojo en el pobre inocente, destinado ya, por su contraria suerte, a morir sin culpa. Y así, sacándole una noche, como solía, consigo, hizo que dos valientes esclavos que tenía para tales empresas estuviesen en parte que, con comodidad y recato, lo ejecutasen, aunque no sin defensa del triste hombre; pues aunque se vio salteado de ellos y de su dueño, mostró bien cuanto hiciera a medirse igualmente. Al fin, en el mismo puesto que era algo desviado de las últimas casas, le enterraron desmintiendo la sangre y las señales; de suerte que, aunque echándole menos, a instancia de sus deudos, que los tenía en Madrid, se hicieron notables diligencias; y aunque la justicia, por algunos indicios, puso guardas a don Alonso y procedió en la causa, al cabo, sin saberse del muerto rastro alguno, fue absuelto de la instancia, y dado por libre; con lo cual, en cumplimiento del mandato que he dicho, con toda su familia se fue veinte leguas de la corte, adonde en un fresco lugar de su patrimonio y riberas del río Júcar vivió con más quietud y con menos distraimiento; y echóse bien de ver el provecho y gusto que acarreó a su casa, pues dentro de tres años ya tenía dos hijos en su esposa, y con ellos diferentes cuidados que los que hasta allí. Llamóse el primogénito don Diego y el menor don Fadrique, y uno y otro de admirables presencias; y, sobre todo, tan conformes hermanos y tan verdaderos amigos, que pudo su singularidad y excelencia, no sólo dar dos héroes a mi historia, sino fama a su nación, gloria a su patria y materia bastante a dejarlos eternizados en la estampa.




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Capítulo III

Desaviénense don Alonso y sus hijos, y auséntanse a la corte


Ya, en aquesta sazón y aun días antes que don Alonso se retirase, había Carlos V en Flandes, con aquella espantosa hazaña de la renunciación de su Estados, echado el sello a sus inmortales y famosas victorias, pues, alcanzándola de sí mismo, fue la mayor que en los pasados ni en los presentes siglos han mirado los hombres.

Gobernaba por él esta dilatada monarquía su prudentísimo hijo, el Salomón segundo, digno abuelo del potentísimo príncipe Felipe IV, que por dichosos y felices años hoy reina sobre sus innumerables señoríos y vasallos.

Y así, teniendo por la templanza de sus aires, serenidad de cielo y otras comodidades, particular inclinación a la asistencia de Madrid, con su continuación y real presencia, poco a poco se fue extendiendo y ampliando, hasta llegar casi a la grandeza y esplendor en que la vemos; con que todas sus cosas tomaron nuevo ser, porque los muy apartados campos de sus contornos se convirtieron en vistosas calles, los sembrados en grandes edificios, los humilladeros en parroquias, las ermitas en conventos, y los ejidos en plazas, lonjas y frecuentes mercados.

A todos o a los más de estos aumentos, don Alonso, alegre con sus prendas, vivía ausente y retirado de grandezas y máquinas; con lo cual, y los menores gastos, fue allegando suficiente suma y tal, según su rico mayorazgo, que pudo fundar otro en don Fadrique y no muy pequeño; si bien el cumplir este deseo ocasionó, por la escaseza con que trataba a la familia, tantas disensiones en ella, que, aunque, no obstante, salió con lo que quiso, fue a costa de dejarle los criados, olvidar sus obligaciones, morir de pena y otros muchos enfados su propia mujer, y, últimamente, de malquistarse con sus hijos que, no pudiendo sufrir tal carestía, siendo ya mancebos de gallardos alientos, con la conformidad de su voluntad, apenas el mayor dio a entender la suya, cuando ya don Fadrique trazaba el modo de ejecutarla. Era su intento de los dos obligarle en la corte a que los señalase alimentos, pues el dote de su madre y los dos mayorazgos de que eran sucesores los pedían muy grandes; pero dificultábaselo mucho la falta de dineros, porque aunque don Diego tenía, por último abrazo de su madre, guardadas en secreto sus más ricas y preciosas joyas, todo les parecía poco, respecto de saber cuán tercamente los había de defender su padre. Y así, resolviéndose los dos, acordaron de hacerse bien espaldas, y cargar en las suyas con la plata, jaeces y caballos; para lo cual, haciendo venir a algunos de los criados que andaban despedidos, con galante despejo, a la primera caza que salió don Alonso, la dieron ellos a lo mejor que había, y con gran diligencia se emboscaron en Madrid, hasta ver como lo tomaba, que no fue con mucho rigor, si no es que el mal remedio le hizo disimular.

No era de su naturaleza miserable ni corto, sino por accidente causado en el acrecentamiento de sus hijos, y así, forzosamente, como todo había de ser suyo, fácil sería consolarse en la pérdida. Con tal aviso, alegres los hermanos salieron en limpio, echaron libreas, pusieron casa y cuerdamente censuraron sus gastos y despensas; de suerte que veinte mil ducados que traían consigo, pudiesen lucirles y fomentar su intento.

Eran entrambos bizarrísimos mozos, lindos jinetes, diestros en todas armas, callados, comedidos y en extremo valientes; de forma que, sin tener necesidad del aplauso y abono de sus muchos deudos, en pocos días se hicieron los ojos de la corte y en menos de año y medio se hallaron con los alimentos que pretendían. Porque habiéndolos puesto en tela de justicia, aunque su padre los contradijo, y aunque intentó que, al menos, se les pusiese en cuenta lo que se habían tomado, como no hubo probanza, merced a la afición de sus criados que se hicieron mudos, sin mayor dilación aprobó el Consejo los que parecieron forzosos, causa para que, sin muchas escasezas, se alargasen sus galas y se aumentasen sus lucimientos; y así, aun antes de esto, pocas fiestas o regocijos públicos hubo en quien ellos no se señalasen ni en quien con suertes venturosas no granjeasen tierra. Valíanse y apadrinábanse, en semejantes ocasiones, tan a punto, y estaban en aquellos tan diestros y avisados, que ni para favorecerse había larga distancia, ni para su advertencia ocupación, recato ni interés que los descuadernase. A este propósito, no juzgo fuera dél escribir un lance peregrino que en la presencia de Felipe II les sucedió en las primeras fiestas que fue conocido su valor.




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Capítulo IV

Obras y lucimientos generosos de los dos hermanos, por cuyos méritos granjearon el aplauso del pueblo


Parece ser que no se concertaban, así por el gran número de pretensores como por otras circunstancias, los caballeros que habían de ser en un juego de cañas; y así, viendo ellos semejante desorden, como discretos y corteses, aunque entro sus naturales no había otros más dignos, desistieron del juego, pero no de alegrarle con capa y gorra y algunos rejonazos mientras se apercibían las cuadrillas. Cumplióse así su intento y, a tan fuerte sazón que pudo suceder un desmán, porque (por culpa o descuido del que los soltaba) cuando los hermanos entraron se hallaban en la plaza dos valientes toros, y no así juntos como acostumbran por natural instinto, sino como dos desatados leones, divididos, y cada uno haciendo por su parte lastimosa riza en el pobre peonaje.

Parece que la buena fortuna de estos mancebos, para que así mejor luciese y campease, había guiado el suceso de esta suerte, porque apenas viendo lo que pasaba, tomaron de sus lacayos sendos rejones y se apartaron hacia donde cada cual de los toros hacía anchuroso círculo, cuando casi a un mismo tiempo embistieron con ellos, mas con diferentes suertes; porque don Fadrique, el menor, rompió gallardamente el asta en piezas rehilando en la cerviz la resta con el hierro, mas don Diego, aunque quebró firmísimo, fue tanto lo que el toro se le entró por el lado, que llevándole de hilo las cinchas y correas, le dejó, por la falta de silla, en evidente riesgo de perderse; y pareció ello así, porque revolviendo sobre él con el sentimiento de la herida, al primer encuentro le arrojó con la silla a la otra parte, que cayendo de pies, mientras en un instante embarazado el toro con la silla le dio lugar, ya él, con la espada en la mano, pudo recibir el segundo golpe; pero tan en sí y animoso, que embistiéndole con la capa en los ojos, al bajar la cerviz le dejó sin ella, tendiéndole en el suelo con la más horrible y fiera cuchillada que desde entonces acá se ha visto en aquella plaza.

Todo esto sucedió tan a caso, tan en un pensamiento, que casi al mismo instante don Fadrique había hecho su suerte y don Diego esperaba caballo. Mas como a los alaridos que daban los presentes alabando el suceso fuese preciso el volver también el rostro a aquella parte, apenas don Fadrique lo hizo cuando miró a su hermano a pie y rodeado de infinita gente, y no parando aquí su turbación, al propio punto vio así mesmo al furioso animal que de su brazo había escapado, que con ligeros pasos, desembarazando la plaza, llegaba al puesto.

Tenía ya otro rejón en la mano, y así, conociendo el peligro, no despide su flecha el arco indiano tan veloz y presta como él arrancó en favor de su hermano, y tan a lindo tiempo que, habiéndole sus criados mismos desamparado pareció necesaria su ayuda; la cual fue tan airosa que, atravesándose en medio, hecho escudo del querido hermano, recibió la indomable bestia con tan gallardo pulso que, ayudado del cielo y de su buena suerte, apenas enderezó el rejón, cuando, partiéndole la nuca, con aclamaciones del pueblo y admiración y gusto de las damas, le dejó haciendo sombra al compañero muerto.

Subió con tanto en otro caballo don Diego y, mandando sacar, bien mal herido, al de su entrada, como si por ellos no hubieran sucedido dos tan notables casos, así gratos y humildes, paseando la plaza, correspondieron al aplauso y parabienes, hasta que entrando los del juego, haciendo acatamiento a los Reyes, la desocuparon. Díjose por muy cierto que aquel prudente príncipe había admirado el suceso y alabado de valientes y fieles amigos a los dos hermanos; con que quedó calificado su hecho y más acreditada su opinión, y realmente toda esta honra mereció con justicia su bizarría y despejo; porque no así tan sólo en aquesta ocasión, sino en otras sin cuento, mostrando su valor, fueron más dignos, como se irá advirtiendo en el discurso de la Historiaque tenemos entre manos.




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Capítulo V

Descúbrense émulos contra la virtud de aquestos caballeros, mientras ellos discurren en sus loables ejercicios


Nunca, como en las demás acciones humanas, faltan a semejantes accidentes envidias y emulaciones, como ni tampoco a los grandes sujetos, o ya por el ingenio, o ya por el valiente y alentado espíritu; y así, en alguna manera fuera caso de menos valer si a los nuestros faltara esta excelencia. Ser virtuosos, ser corteses, ser recatados, piadosos y discretos y, por el consiguiente, murmurados, téngolo a mucha dicha, como al contrario por afrenta e injuria de los hombres al que no lo es; porque este tal, a falta de virtudes y méritos, no es envidiado.

No así fuera de intento he escrito estas breves razones, antes, sí, con muy gran causa; pues es bien de notar que sin haberla estos caballeros dado por ningún camino, ni entrado en lances que como tan bizarros mancebos pudieran, fomentaron en su contra la voluntad de un gran señor tan mal afecto que en cualquiera ocasión procuraba disminuirlos; y esto con tan público extremo y descortesía, que ninguno en su presencia, ni aun a sus oídos, trataba de alabar o engrandecer sus cosas que no le hallase opuesto y disgustado. ¿Qué nombre, pues, daremos a semejante exceso? ¿Qué título a tan bajos envites o a qué parte atribuiremos su mala voluntad? Pienso que si no es llamarla vil envidia, que no tengo otro atributo a que acogerme, por lo menos, en muchos días no se entendió otra causa, ni los hermanos curaron de saberla; y no porque les tuviera a raya el ser este caballero marqués rico y brioso, que, para tanto estado ellos estaban tan emparentados y bien quistos que pudieran frisar con él y darle mucha mohína: sólo les enfrenaba su generosa y noble condición y desear conservarse con agrado mientras él no les empeñase al descubierto.

Tales y tan honrados propósitos fuerza era que se lograsen aumentando su crédito; y así, aunque en tan verdes años alcanzaron tan gran predicamento que no sólo los preciaban por generosos y bizarros, sino por prudentes, cuerdos y de maduro juicio. Cosas eran aquestas para que, llegando a noticia de su padre, mudara condición y se gozara mucho con tales hijos; y sucedió ello así, porque, deseando los dos volver a su gracia, cortas diligencias la granjearon, y de suerte que desde allí adelante su mayor cuidado de don Alonso, al fin padre, era el acrecentamiento y gusto de sus amados hijos. Criábales gallardos potros, entreteníase en bordarles jaeces, en remitirles nuevas galas, allegarles dinero y labrarles ricas y preciosas alhajas y, sobre todo, en darles estado y compañía digna de su valor y muchas virtudes; con lo cual los nobles mancebos andaban lucidísimos y pasaban loablemente su juventud sin haber hasta entonces abierto puerta a las nocivas llamas de amor, ni entrado en rifa de sus ardientes juegos.

Comenzaba en aquesta sazón la primavera, y don Fadrique, gozando la frescura de sus mañanas con más inclinación que don Diego, salía a ver en el campo de la Tela hacer mal a sus caballos, diestrarlos en los tornos y castigar siniestros y resabios. Gustaba notablemente de semejantes ejercicios, con lo cual pocos fueron los días de aquel alegre tiempo que, dejando en la cama a su hermano, no le viesen la Puente Segoviana y los cristales puros de su río; y uno de éstos, que al descubrir el sol bajaba al puesto, queriendo un poco antes apearse, apenas lo hubo hecho, cuando emparejando con él cuatro mujeres que querían atravesar la Puente, reparándose él algo a mirarlas, vio que con igual intento habían hecho lo mismo; con que, mas advertido en su curiosidad, las hizo un humilde acatamiento, porque no obstante que siempre en él había tales extremos, la estofa de la ropa juzgó por digna de mayor cortesía.




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Capítulo VI

Prosíguese el suceso de este día


La respuesta que tuvo el comedimiento cortés de don Fadrique fue de otra jerarquía; porque, haciéndole señas que se acercase, la una tapada hasta los pechos, adelantándose de la compañía algunos pasos, en baja voz le dijo con discreto donaire:

-Si os atrevéis, como a matar los toros en la plaza, a seguirnos ahora en este campo, no es pequeña aventura en la que os pondréis; pues habiendo de llegar a San Isidro, sólo porque el acero que se toma por vos (más que por otro achaque) no se vuelva contra nosotras, os remitiremos nuestra guarda; y, por lo menos, podréis venir seguro, que si hubiese caballeros andantes que lo impidan, todas nos habremos de ver a vuestro lado.

Aquí, no sin alguna risa callando ella, respondió don Fadrique:

-Conociéndome, como dais a entender, mal habéis hecho en mandarme con tan largas razones, pues sólo la presunción de que me hayáis menester basta a ponerme en peligros de veras, cuanto y más en cosas tan de gusto.

Y diciendo y haciendo, mandó a sus criados que le atendiesen; y poniéndose delante, comenzó a acompañarlas. Pasaron en alegre conversación la Puente, y con la misma, llegaron a la ermita; si bien, en toda esta distancia, quien sustentó la tela fue la misma que primero había habládole, mas por tan discretos ambajes y rodeos que se le conoció hablaba en nombre de otra, y que asimismo atendía a recatar de las demás el alma de su intento.

Reparáronse en aquel santuario un grande espacio. en quien la propia, tomando por la mano otras dos mujeres, y fingiendo irse a gozar de la milagrosa fuente, dejó a don Fadrique por guarda de la última, la cual, apenas se vio sola, cuando, alzando del rostro el sutil manto, descubrió de improviso un pedazo de cielo lleno de soles, arreboles y estrellas, que casi su belleza, y mayormente tan nueva admiración, le dejó suspendido.

Reconoció su turbación la dama; y aunque ella estaba en no mejores términos, con todo eso le ganó por la mano; y con alegres ojos y dulcísima voz le dijo:

-Al fin, señor don Fadrique, este buen día yo me lo he granjeado por mi lance, pues es cierto que, según andáis poco advertido con quien tanto desea vuestro gusto, ni el miraros desde el coche tan libre, ni el aplaudir a vuestros ojos esa dichosa suerte, ni aun menos recatadas diligencias y acciones, fueran bastantes nunca a granjear mejor correspondencia y a excusar mi cuidado de semejante atrevimiento y libertad. Pero, al fin, como vos no la tengáis por tal, y como yo quede en vuestra opinión en el predicamento que merezco, daré por perdonados tales descuidos y aun los disgustos y riesgos a que me he dispuesto, si esto imaginasen los míos, los cuales aún son mayores de lo que puedo encarecer. y solamente los que han tenido a raya mis afectos; porque ni tengo criado de quien fiarme, ni aun mujer en mi servicio a quien (fuera de la que os vino hablando) pueda descubrirme. Ella es buen testigo de lo mucho que me debéis; y no hubiera dilatado, según me quiere, el haceros cargo de tal deuda, si como yo, no estuviera en el mismo recato, en la misma guarda y clausura. Pero ya que los cielos han destinado por términos tan tristes mi contento, no ha de faltar alguna. buena estrella que nos ayude; siendo vuestro gusto verme y hablarme adonde viniendo a deshora, pienso que habrá lugar. Ese papel os dirá la parte; y en él conoceréis cuántos días he andado prevenida, y ahora, porque éste será el último día que he de salir al puesto en que veis, seguidme o haced saber mi casa; y, en tanto, el cielo os guarde y dé a mis pensamientos acogida en vuestro pecho.




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Capítulo VII

Escríbese el papel ¿le esta danza, y otro semejante accidente para los dos hermanos


Con lo que arriba dije, sin esperar respuesta, dejándose un papel en el suelo y a don Fadrique en éxtasis absorto, llamando a sus criadas, salió a la puerta la hermosa dama; y riñendo, con muestras de mohína, el dejarla sola, volvieron al camino, haciendo el asombrado caballero (guardando el papel dicho) el mismo oficio; no obstante que con menos descuido y aun sosiego que vino, y aun si dijese libertad, no sería engaño.

Tan impensado fue el suceso, tan peregrina el aventura y, sobre todo, portentoso e increíble que sujeto tan bello hubiese, con desigual despejo, mostrado a un hombre humano rendimiento incapaces de crédito, que no por menos los apreciaba don Fadrique, juzgándose por indigno de tanta gloria. Tales discursos entretuvieron su jornada hasta donde atendían sus criados, y adonde, despidiéndose de las damas, mandó seguirlas y que el más confidente tomase las señas de la casa; y prosiguiendo él a la suya, queriendo antes de descansar ver a su hermano, que aún se estaba en la cama, le halló leyendo un papel, y junto a él un paje que le había traído. Holgóse sumamente don Diego en viéndole, porque la respuesta del que tenía en la mano pedía la consulta de entrambos; y así, poniéndole en las suyas, aunque don Fadrique traía suficientes cuidados, no fueron menores en los que de nuevo se halló, leyéndole en la forma siguiente:

Papel para los dos hermanos

«Barajas hace mañana grandes fiestas, a quien de secreto asisten los Reyes y en público lo mejor de la Corte. Deseo sobre todas las cosas, y aun deseamos, que vos y don Fadrique aseguréis nuestro cuidado excusando el riesgo de más lanzadas ni peligrosas suertes. Pero no que faltéis en ellas, pues ausentes, antes nos causarán pesar que regocijo; y, en tanto, no curéis de apurar al portador porque lleva tan limitada licencia como tienen sus dueños que, respetando dificultades grandes y imposibles mayores, sólo pueden veros muy poco y desearos mucho.»



No era más largo el billete, y así, no hallando en él cosa que dificultase su expediente, algo risueño, volviéndose a su hermano, le dijo:

-Aquí, señor, no hay sino obedecer, dé donde diere; que por lo menos, si nos halláremos engañados, no nos podrán tener por descorteses, y aunque, como ahora sabréis, yo pudiera con razón excusarme, a trueque de no caer en mal término atropellaré mi voluntad.

-Alto, pues, replicó don Diego; pues ésta es la vuestra, no hay sino prevenirnos.

Y con esto, despidiendo al criado, le enviaron con el mismo parecer; y tornando a su plática, en ella don Fadrique dio a su hermano larga cuenta de su aventura, y juntamente del papel que aún no había leído. De que no poco admirado, abriéndole y juzgando por encanto lo de aquel día, leyó en él lo, siguientes renglones.

«Un año hizo el día de los Reyes que en las justas reales de Palacio, entre los muchos premios que a vuestro valor dieron los jueces, me llevásteis el mejor de mi alma, que aunque conoce (según pide su natural vergüenza) atrevimiento y libertad tan indigna de su noble ser, la fuerza que le han hecho mis sentidos, la resistencia loca de mi pecho, el dolor y tormento de mi corazón, al fin, al fin la han atropellado y vencido; y de tal manera, que sus rendimientos serán eternos, aunque mi desdicha y vuestra diversión sean perdurables. Pero si ya éste llegare por dichoso a vuestras manos, no permitáis que su dueño, por desdichado, quede sin el premio de veros, pues esto os será fácil advirtiendo la casa y demás señas que van en ese membrete.»



Era verdad como el papel decía, porque dentro de él, en otro más pequeño, prosiguiendo la orden, hallaron los hermanos señas tan claras y razones tan infalibles, que no se podía errar el intento. Y así, aunque con recato particular, habiendo de irse otro día a Barajas, tuvieron por preciso acudir al puesto que se le avisaba a don Fadrique, como en efecto lo cumplieron aquella noche, pues ya a las doce, que era el término señalado, el galán estaba donde el papel decía, que era cierta calle excusada, a quien salía una ventana baja, y don Diego haciéndole su escolta y no sin grande aviso, porque respecto de la grandeza y suntuosidad de la casa, juzgaba por necesario todo su recato y secreto.




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Capítulo VIII

Habla don Fadrique a su dama, y partiendo a Barajas él y don Diego, el siguiente día, tienen allí varios acaecimientos


Salió en esto la dama, incomparablemente hermosa, porque el contento de ver a don Fadrique tan puntual acrecentó aquel atributo que encareció el amante con todas veras, señal de que ya estaba para menores burlas; mas el ser bien pagado disculpó su breve vasallaje; prometióle éste eterno, y diciéndole su nombre la dama, que era Leonarda, se despidieron más alegres, basta volverse a ver.

Bien quisiera don Fadrique que su hermano disculpara su afición viendo su empleo; mas pareciéndole muy temprana licencia, la dilató a mejor ocasión-, y recogiéndose con él, parlando en diferentes cosas, hicieron hora de dormir; y otro día a las tres de la tarde, teniendo prevenidas ventanas, con ricos y preciosos vestidos y algunos amigos y criados, partieron a Barajas. Si bien cuando llegaron estaban ya las fiestas comenzadas y los andamios tan cerrados y llenos que para poder ir a su puesto hubieron de atravesar la plaza; y así desde adonde se les dejó pasar en tropa como estaban, no sin riesgo del toro y con alguna prisa, cruzaron hasta sus ventanas.

Bien pensó don Diego que don Fadrique iba en su compañía; mas engañóse en ello, porque embarazado en el camino, muy sin pensarlo, se quedó muy atrás; y echándole menos, al volver la cara, le vio que paso a paso, y como si no anduviera un demonio en el coso haciendo con los cuernos remolinos de gente, se acercaba a las ventanas sin ninguna pena. Mas no pudiendo sufrir el corazón mirarle en tal peligro, sin que las voces y aun los brazos de sus amigos fuesen bastantes, se arrojó por el coso hasta emparejar con su hermano. Pero estando muy cerca de salir con su bizarro intento, no sin admiración de los presentes, turbó, no su buen ánimo, más toda el alegría de la plaza, el embestir el toro a aquella parte.

Venía el feroz animal todo sangriento, bramando, y acosado con algunas garrochas; y no obstante, los dos buenos hermanos le atendieron, no juntos, como suelen en tales casos, mas antes apartándose algún tanto. Aquí no sé si temiendo la empresa, o abandonado del grande atrevimiento, cuatro o seis pasos de ellos reparó bravo toro, y así, mientras con furiosas pisadas arrancaba la menuda arena, no quedó dama en balcón, hombre en andamio, que no los diese gritos, que no os pidiese se retirasen. Mas fuera entonces ponerse en conocido riesgo, además que, sin mayor tardanza, los embistió tan ciego, que en un punto se halló con las dos capas en los ojos y cortadas las piernas. Mas aquí se vio ahora el rumor del vulgo, los alaridos y voces de la gente, aquí el alargar los cuerpos en las ventanas, aquí el empinarse unos sobre otros, y finalmente los mayores aplausos, las mayores alabanzas que oyeron hombres. Tomaron sus capas, y con las gorras destocadas, prosiguiendo a su puesto, de un balcón, al pasar, dos damas atapadas dejaron caer encima de ellos una banda pajiza y un bordado lenzuelo; mas con tanto descuido que sin ninguna nota se salieron con ello, porque todos y todas estaban empleados en mirar los valientes mancebos, los cuales, alzando sus dos prendas y haciendo a aquella parte cortesía, se subieron a sus ventanas, desde adonde, aunque curiosos procuraron atalayar la causa de su venida, que bien creyeron fuesen las de aquellos favores, se cansaron en balde; porque ni aun una seña, un volver de ojos, un mínimo cuidado, no llegó a su noticia.

Con que, sin más rastrearlo, acabaron de ver las fiestas; y no teniendo más que hacer allí, tomando algún refresco, en desabahando el vulgacho y aun el espeso polvo del camino, ya de noche, dieron la vuelta, engañando el corto viaje con gustosos motes y atendiendo a matracas de no menos donaire y regocijo; hasta que, llegando al nombrado arroyo de Brañigales, les cortó el hilo de ellas otra tropa de gente de a caballo, que, en llegando a juntarse, les preguntaron por los dos Mendozas, que apenas se oyeron nombrar, cuando, adelantándose un poco, dijeron que ellos eran; a que haciendo semejante ademán otros dos de la contraria parte, arrimándose a un lado, les respondieron:

-Pues si nos dan licencia vuestros companeros, os querríamos hablar.

-Como mejor mandáredes, replicó don Fadrique, y haced cuenta que la tenéis.

Y con tanto acercándose más él y su hermano, en llegando a postura, conocieron al mal intencionado marqués que dije arriba, y a otro gran caballero primo suyo que, tomando la mano, mientras ellos dispusieron las suyas para cualquier suceso, les comenzó a hablar de la suerte que oiréis en el capítulo siguiente.




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Capítulo IX

Desafío del marqués y su primo a los dos Mendozas y, el efecto que hubo


Aunque el puesto (dijo su primo del marqués) para definir ciertas dudas no era poco a propósito. todavía la mucha gente que traéis y la que a nosotros acompaña lo contradicen; y así, según aquesto, fuerza será que nos digáis en qué parte los dos a los dos solos os hallaremos en tocando a maitines, que allí seremos puntuales; y allí quedarán definidas de una manera o de otra nuestras cosas.

-Harto mejor os fuera (respondió don Diego), que pues tantas ganas teníades de hablarnos. lo hubiérades anticipado, o al menos advertido con más secreto, y no que ahora, viendo semejantes facciones (pues llano es que no han de presumir bien los que nos miran), alborotemos la corte y todo pare, al fin, en aire y en prisiones; pero, en efecto, el caso no tiene ya remedio, ni tampoco le tiene el señalaros lugar, hasta que a esta misma hora nos juntemos en la Puerta Cerrada, donde podremos elegirle mejor y más seguramente; y. en tanto, andad con Dios, que os quedo en cargo y deseoso de serviros, merced que ha muchos días tengo bien esperada.

-Pues quede así como ordenáis, replicó el marqués, que ya podría ser se diese a manos llenas toda satisfacción a vuestros deseos.

Con esto, fingiendo alegres rostros y con gallardo disimulo, prosiguieron los unos y los otros, o, por lo menos, así lo hicieron los dos Mendozas; los cuales, en llegando a su casa, habiendo muy gustosos cenado, despedidos de los amigos y haciendo recoger su gente, ellos solos se armaron y pusieron en forma, ciertos de que todo les había de ser forzoso y de que el marqués ni su primo habían de salir en camisa; y siendo ya la hora, en un instante previnieron el puesto, si bien no tardó mucho en verse juntos; con que concertándow en breve, sin hablar en el caso, guiaron a la Puente Segoviana a instancias del marqués; cosa en que los hermanos erraron largamente, pues de solo pedírsela el contrario, estaba sospechosa; pero por no mostrar descrédito, atropellaron por ello.

Sería la una cuando se hallaron en los primeros andenes, y así, reparándose allí, vuelto a los dos Mendozas, el marqués les dijo:

-Muchos días ha que, temiendo llegar a estos términos, lo he excusado, pareciéndome que como forasteros, ignorábades nuestra pretensión, o que corriendo el tiempo, llegando a vuestra noticia, excusaríades los continuos paseos de la calle y aun los cuidados y pensamientos de la señora Hipólita; mas yo he vivido engañado, y aun ella pienso que lo está para vuestro daño. De esta verdad estoy muy satisfecho, y así no pretendo ahora que tratéis de disculparos; porque si hasta aquí os pudiera admitir cualquiera excusa, ya tan graves ofensas, y a mis ojos, no piden sino obras. Aquí habemos salido, mi primo y yo, porque también a él le toca mucha parte, a que nos deis una banda y pañuelo que os arrojaron hoy de un balcón en Barajas. Ved, pues, si lo traéis con vosotros, o si no, quién ha de volver por ello, que, con darme de presente este gusto y para lo futuro palabra de alzar mano de estos locos intentos, podréis en paz volveros y granjear en mí un honrado amigo.

Cesó con esto, y no sé si presumiendo que bramaban los dos por responderle, o si por no decir más descortesías: y así, viendo don Fadrique a su hermano que arrebatado de ellas, según su condición, no había de replicar cosa a propósito, tomándole la mano, lo hizo él de esta suerte:

-Porque don Diego está con mucha prisa y sé que desea satisfaceros sin retóricas, acortaré yo con las mías, porque todavía conozco ser conveniente atender a esto, como después a lo que más importare; y así, señor marqués, ante todas cosas os juro que real y verdaderamente, no sólo ignoramos vuestras pretensiones, la calle de ellas y a la señora Hipólita, pero de la misma manera los demás adherentes de esta plática; a los cuales, por abreviar palabras y porque ellos y su disposición no admiten otro modo, satisfaré yo con deciros que, en cuanto a pensar que somos forasteros, estáis tan engañados como ignorantes en que somos más naturales de esta Villa que vos y vuestro primo lo sois de España; y en cuanto a bandas y favores, satisfacciones y enojos, obras o palabras y a las demás locuras que habéis dicho, en las unas afirmo que habéis andado necios y en las otras mentido por la barba.

Y dando un paso breve, diciendo y arrancando las espadas, en un instante, como dos torbellinos, les cargaron de tantas cuchilladas, heridas y golpes, que a no llegarles presto una celada (infame diligencia entre hombres nobles), ellos acompañaran hasta el día del juicio las losas de la Puente.

Estaban cuatro hombres en un sombrío barranco que allí cerca se hace y, acudiendo en un punto, no sólo los libraron de muerte, aunque no sin grandes heridas, sino que asimismo dieron fuerte apretón a los hermanos, que más animosos y alentados con semejante traición, los embistieron; y rebatiendo su ímpetu con destreza y fuerza monstruosa, a su pesar, dejándose dos compañeros muertos, los arrancaron hasta la misma puerta, adonde sacando algunas luces y acudiendo gente, así unos como otros, acabaron de dejar la pendencia, porque no menos ayuda el cielo a la razón y a la virtud, ni menos se castiga la soberbia y locura. No quedaron los Mendoza heridos, cosa que en parte confirmó su justicia, con que atribuyendo a Dios tan buena suerte, y avisando en su casa, se retiraron a un convento.




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Capítulo X

Discúrrese en la corte sobre el caso pasado, quedando los Mendozas en mayor crédito


Luego, al siguiente día, se extendió por la corte este suceso, y como siempre suele, dividida en corrillos, unos le contaban de una manera y otros de otra; si bien en todas partes, inclinados a los dos hermanos, favorecían su causa y afeaban la traición de los contrarios que, peligrosamente heridos, así amos como criados, tenían hecho un hospital el convento de Atocha. Y porque aún mejor se conozca el gran predicamento de los Mendozas, la voluntad del vulgo y su agradecimiento, diré la defensa y espaldas que, en este ínterin, tenía su opinión, y ésta aun en los templos del dios Baco, digo, en los tabernáculos de la gula y embriaguez.

Parece ser que en una de estas casas, gobernándose el mundo por algunos lacayos, entre los muchos triunfos de sus rentoyes, salió el de la reciente pendencia, en quien dos de aquellos ministros, no sólo se contentaban con dar por movedores y agresores de ella a los nobles hermanos, sino que juntamente con alharacas y juramento afirmaban ser ellos los que llevaban la celada, y los que engañosamente sacaron al marqués a su puesto. Con lo cual, y con otros oprobios, irritado el hermano tabernero, que era de los del hampa, y un espartero, que los contradecía, de una palabra en otra y de un brindis en otro, se encendieron de suerte que, desmintiéndose a lindas cuchilladas, cayó muerto un lacayo, y el otro escapó a Santa Cruz herido; mas acudiendo la justicia, el oficial de esparto se puso en cobro, y el tabernero, que era algo pesado, quedó por prenda de los agarradores.

Procedióse contra él, y cabalmente le condenaron a ahorcar, y pagara el escote si llegando a noticias de los dos caballeros semejante suceso no arrimaran los hombros, y aun el favor de sus grandes amigos, y le sacaran libre del aprieto, pagándole no sólo cuanto había gastado, mas aún, las pérdidas y ganancias que podía haber tenido en su oficio, y, últimamente, el perdón de la parte y una muy buena joya para memoria de su amistad. Y no paró en este ejemplar del vulgo el crédito granjeado y merecido, porque llegando de boca de Ruiz Gómez de Silva a noticia de S. M. la verdad del suceso referido, fue tan mal parecido que al punto mandó salir al marqués y a su primo de la corte, que lo cumplieron sin embargo de sus heridas; y asimismo que las justicias advirtiesen la de los dos hermanos con toda estimación y suavidad, dando a entender con esto la mucha que tan alto príncipe hacía de tales hombres, los cuales, en San Francisco recogidos y visitados de toda la corte, no hubo noche en quien a la ocasión de don Fadrique, no se hallasen con el sosiego que primero, y con tan grande gusto de los dos amantes, que a no tenerle a raya ciertas dudas gravísimas y el respeto debido a su decoro, hubiera don Fadrique tomado diferente título que el de pretendiente.

Pedíale Leonarda que se casase con ella, o que a lo menos la diese palabra o cédula en cambio de meterle en su casa. Y para esto esforzaba su gusto con el ser forzosa heredera de un rico mayorazgo; que junto con su gran hermosura era precioso dote si, como el caballero estaba satisfecho de esta verdad, lo estuviera de quien era su padre, punto sobre el cual se hacían en Madrid diferentes glosas.

Había criado a esta hermosa dama su misma abuela, mujer en cuyo poder estaba entonces, y señora de mucha calidad y aun prudencia varonil; de la cual se decía que habiendo tenido una sola hija, de peregrina y notable belleza, siendo doncella, engañada de un grande personaje, había dado mala cuenta de sí, y al mundo, en la gentil Leonarda, aquella muestra de su exceso y pecado, y juntamente, que la discreta madre, esperando con secreto su parto, la había con rigores forzado a entrarse en un convento, en quien, haciendo profesión, la tenía sepultada. Y como tales cosas eran tan delicadas y de honra, entendidas por don Diego, temiendo la pasión del hermano, no sólo se las hizo saber, sino que con todas sus fuerzas procuraba disuadir su voluntad. Mas como ésta, aunque en tan cortos términos, había abierto grandiosa batería, fuera desatino intentarlo, además que su ciega afición le ofrecía tan aparentes y discretas disculpas, que sin duda con ellas, una vez u otra, era muy de temer su arrojamiento.




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Capítulo XI

Nuevo y peregrino suceso en los dos hermanos


En semejantes lances se les pasaron a los dos hermanos algunos días de su retraimiento, en quien, uno de los que con menor cuidado estaban, porque don Diego o se preciase de tanta libertad, remaneció en su cuarto una mañana el paje del aviso de Barajas, con otro semejante billete, que abriéndole, admirados de que hubiesen aquellas damas duendes acordádose de ellos, vio que así decía:

Papel para los dos hermanos

«Ya el cielo, condolido de mi largo penar, parece que ha mostrado su arco de Iris, aplacando mis borrascas, de suerte que de las mismas vuestras haya nacido la paz que mi alma ha deseado. Sabréis aquesta enigma claramente si, fiándoos de mí y de que no serán horas mal gastadas las vuestras, tuviéredes por bien de llegaros adonde ese criado os guiare esta noche; que con la serenidad y quietud de que gozan mis umbrales (merced de vuestros brazos) y con el valiente hermano vuestro, deseado por acá no menos que vos, ni habrá enemigos que temer, ni recato en que reparar: fuera de que perdida la ocasión, podrá ser que, advertida algún día, mereciese vuestro arrepentimiento.»



En tocándoles a los dos hermanos en caso de enemigos, temores o seguridades, los llevaran por la misma razón hasta las infernales fraguas de Vulcano. Y así, no reparando en más consultas, regalando al paje, le enviaron contento y avisado en el punto y la hora, en quien, aforrados los pechos (que las armas no son para cobardes sino para quien sabe emplearlas y defenderlas), dejándose guiar, salieron en su compañía la vuelta de los Convalecientes a cuya anchurosa calle, dando una breve vuelta, en un rincón o esgonce que hacía encubierto la misma pared, tocaron un pequeño postigo que, abierto con las llaves que traía su guía, yendo ella adelante y volviendo a cerrar, se hallaron en un gracioso jardín, tan oloroso y bien trazado, que casi por su rastro, pudieran alcanzar el esplendor del dueño.

Hacía frontera en él un levantado cuarto, al parecer espaldas de unas gentiles casas que caían a la principal calle, y así, habiéndolo todo reconocido el paje y hallado que esperaban, los avisó llegasen a una de sus fuertes rejas, en quien a pocos pasos descubrieron una bizarra moza, que recibiéndolos con risueño semblante y más hermosos ojos, los dejó a entrambos en igual estimación de su mucha belleza; y mayormente cuando, oyéndola hablar con voz dulcísima, conocieron su discreción y gallardía.

Estaba adornada de riquísimas ropas; y así su compostura, divino olor, gracia y donaire, pudiera suspender cualquier cuidado. Díjoles luego que fuesen bien venidos y, prosiguiendo sin apartar la vista de don Fadrique, las siguientes razones:

-Si como habéis sido deseados de la señora, mi prima y de mí, hubieran en nosotras faltado, como hoy, los inconvenientes, estad muy ciertos que ni la ida a Barajas se hubiera imaginado, ni la banda y favor con que os servimos fuera ocasión de tales inquietudes, ni quizá el loco devaneo del marqués se hubiera puesto en términos de forzar voluntades de otro dueño; y, finalmente, no se viera hoy nuestra casa o, por mejor decir, la mejor prenda de ella, en tan grande desesperación y disgusto. (Y volviendo de nuevo el rostro a don Diego, con que pareció que a él sólo tocaba lo restante del cuento, discurrió con la misma gracia y dijo): El marqués, vuestro opuesto, desde Alcalá, adonde asiste herido, ha enviado a pedir a mi tío, el conde, a su hija Hipólita, y pienso que, sin duda, se efectuará su intento; porque como los padres reparan algo más en la comodidad del estado que en la conformidad del gusto, sin empeñarse en éste, no ven que matan a su hermosa hija y rompen en forzarla el báculo de su vejez y el más lucido espejo de sus ojos. No sé hasta ahora en lo que parará, ni menos si las lágrimas de Hipólita han de mudar la aprensión que, como buenos catalanes, han hecho en su primero parecer. Ella está sobre cena en aquestos discursos, y así, con vuestro gusto, será bien que le avise y que, en el ínterin, os recostéis en estos jazmines.




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Capítulo XII

Véese don Diego con la hermosa Hipólita, cuyos favores para siempre le dejan prendado y más agradecido.


Con tanto, habiendo los caballeros besado antes y después las manos a aquella dama, quedando en la mayor confusión que nunca tuvieron, repitiendo tan varias y notables cosas, decía don Diego a don Fadrique, no con pequeño gusto:

-Hermano, ¿qué Hipólita es aquesta? ¿Qué conde catalán, qué casamientos son estos en que estamos metidos, qué máquinas y ambajes nos rodean? Yo de mí sé deciros que aunque tan grandes cosas me han suspendido y aun alborotado, soy de tan buen contento que sin duda me hallara satisfecho con la dama que he visto, si bien me ha parecido que fuisteis el favorecido y aun el mejor mirado.

Rióse a esta razón notablemente don Fadrique, y respondió al hermano:

-Pues sois ya medio conde, o al menos, según veo, para entero os pretenden; y aun sin ser envidiado, ¿no estáis contento? Pues adviértoos que de quererlo todo caeréis de ojos en el común adagio y por el consiguiente, os veréis sin lo uno y lo otro.

-Y eso, querido hermano, replicó don Diego, ¿quién lo niega, o quién puede más temerlo, vos que, amando a Leonarda, queréis a ésta, o yo que, sin ninguna, estoy en términos de creer que es comedia este suceso?

-Que no pare en tragedia, replicó don Fadrique, habernos de estimar, pues ya el marqués ha hecho los principios.

-Serálo para él, prosiguió don Diego, porque, a decir verdad, saliendo cierto lo desta Hipólita, por hacerle pesar he de tomar su empresa, pues ya os acordaréis, que aquella noche así nombró a su dama.

-Bien me acuerdo, dijo el hermano, y aun ahora caigo en que el pasar nosotros tan continuadamente aquesta calle, a ver nuestro deudo don Fernando, dio ocasión a la sospecha del marqués y aun motivo al favor que hoy nos hacen, y al pasado de la banda y lenzuelo, con que no fue mucho yerro empenarse.

-Disculpad su locura y trato descortés, respondió don Diego y cese su castigo con lo hecho; y si os parece, vámonos.

-Ni tal he imaginado; antes (concluyendo la plática replicó don Fadrique), estoy de acuerdo que, aunque faltando a las cosas de mi gusto, no se deje este lance un solo punto.

Y en este mismo interrumpió sus razones el ver gente en la reja; y así, acudiendo a ella, demás de la dama que primero vieron, hallaron otra que, para encarecella sin hipérboles, no tengo que decir más sino que a don Fadrique se le antojó fea en su comparación su querida Leonarda, y a don Diego bosquejo y sombra oscura la que poco antes le había parecido una deidad.

Hiciéronse unos y otros cortesías; y anticipando don Diego su razón, encareció con ella sumamente el favor que le hacían, agradeció discreto la perseverancia de su fe, dio, en cambio, igual reconocimiento y mayor humildad, y finalmente, ofreciendo un inmortal amor, prometió morir o arrestar sus deudos, sus amigos y vidas porque ella no recibiese fuerza, aunque en todo no interesaste más que su servicio; y pasando adelante en el particular de sus billetes, favor de sus prendas y en el gusto con que las había defendido, al nombrar el marqués se suspendió su plática, porque la hermosísima Hipólita, que era la misma con quien él hablaba, entre tristes suspiros se la atajó diciendo:

-Cuatro años ha y más, buen don Diego, que ese hombre aborrecible me pretende, digo, ronda estas calles, estas puertas, guarda aqueste jardín, estas paredes, persigue a mis criados, molesta a mis amigas, es sombra de mis pasos y hoy, finalmente, mi última desdicha, sin haber animado con causa alguna, ni aun con mirarle sólo, su atrevimiento, o a la contraria suerte de mi ida, la cual durará poco si el cielo no reduce ante mis padres y vos no me amparáis con vuestro valor; seguro de que, haciéndolo, hacéis lo que a vos toca, y pagáis partes de lo que en muchos días me cuesta vuestro amor, y, últimamente, las opresiones que ha padecido el alma imposibilitada de descubrirle, y cuando pudo, el temor y vergüenza de ejecutarlo. Ya lo más está hecho; y yo soy y he de ser vuestra a pesar del mundo; el marqués me ha pedido y no lo he arrostrado, antes dilataré, el tiempo que a vos os pareciere, mi respuesta, hasta que se prevenga otro remedio y el consuelo que mediante esta vista y su continuación será más llevadero.

Con aquesto cesando y confiriendo cosas tan arduas. en el ínterin que don Fadrique metido entre dos aguas y con desiguales efectos o ya otras semejantes razones, don Diego, alegre, satisfizo de suerte a la gallarda Hipólita que ella quedó más firme y más pagada; y encargándole la correspondencia de su hermano para con su prima, exagerado su rico y grande empleo, unos y otros se despidieron hasta la siguiente noche; en la cual, y en otras muchas, teniendo ya don Diego la llave del jardín, fue fomentándose en él y en su dama tal voluntad y tan valiente amor, que primero los dividió la muerte que su fuego encendido se consumiese.




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Capítulo XIII

Sucédele a don Fadrique, yendo a ver a Leonarda, otro notable caso


Estando don Fadrique tan prendado como ya habéis oído, mal podía la hermosura de Laura (que así era el nombre de la misma) ser menos que engañada; y así con él, con su primero dueño, gastaba las más noches; y su hermano, fingiendo achaques, disculpaba y suplía sus faltas; con que por esta causa, a su pesar, les era fuerza el dividirse; pero por no alejarse tanto el uno del otro, mudaron casa, tomando, de las muchas que se iban labrando arriba de San Luis una de maravillosos edificios, cuartos y grandeza.

Ya en este tiempo, averiguada la verdad del caso y presentádose, andaban en fiado; mientras sus enemigos, desterrados y heridos, trataban de su convalecencia, y aun vivamente de su casamiento, no obstante que las dos primas lo contrastaban fuertemente. También Leonarda apretaba su amante, tanto porque su abuela, enferma y vieja, temiendo dejarla sin estado, trataba de dársele, cuanto por la fuerza que su amor la hacía; a que tampoco, no faltándole causas, nuevas excusas y dilaciones, don Fadrique, lleno de amargos pensamientos, suspendía el fin último. En este estado estaban los negocios, y los hermanos tan bien quistos y amados, que no había que temer sus enemigos; y así, con tal seguridad, cada cual tiraba a solas y como le parecía a sus cuidados.

Era el fin del invierno, tiempo lluvioso, noches largas y oscuras; y por la parte que don Fadrique andaba, lo antiguo de Madrid, y aquellos barrios de San Pedro, aun de día solos, y por el consiguiente, a deshora, temerosos y ocasionados. Una noche, pues, de éstas, en quien todo lo dicho parece que ayudaba, bien sin recelo alguno, siendo ya hora de verse con su dama, venía don Fadrique acercándose al puesto, para lo cual, primero, era preciso atravesar una angosta calleja; y así, yendo por ella, al revolver la esquina, de repente se le puso delante (y no menos que en la puerta de un caballero deudo y amigo suyo) un vestigio espantoso, tan alto y tan disforme que tomaba su espacio desde un alto balcón, adonde tenía arrimada la monstruosa cabeza, hasta el mismo suelo. El caso, por cierto, era para turbar a un escuadrón de gente, cuanto y más a un hombre; y así no sería mucho que en don Fadrique causase algún pavor tan impensado encuentro. Contaba el animoso caballero que al principio le tuvo, no sólo perdidísimo, sino que el mismo aire, que encalanado rimbombaba por aquellas angosturas, se le había antojado bramidos roncos de algún fiero volcán; y que sin poderse tener en los turbados pies, le convino sentarse en el primero umbral; y aun, sin duda alguna, se volviera si su vergüenza misma y otras consideraciones piadosas y cristianas no le hubieran animado.

Y fue así realmente; porque ya recobrado en parte y quieto el pecho, como si verdaderamente se le hubiera infundido un nuevo espíritu, se levantó dispuesto a morir o saber lo que aquella sombra buscaba; y aun, siéndole necesario su favor o ayuda, dársela fielmente. Parece que esta resolución nos da a entender que él sin duda presumió del suceso alguna aparición o alma en pena, y el efecto lo dice; porque besando la cruz de su espada, creyendo tal sospecha, comenzó a conjurarla y a pedirla nombre, causa y razón, como expediente del consejo; si bien, aunque en estas diligencias gastó algún rato, ni por eso despertó su silencio; lo cual visto, mudó de parecer; y dejando conjuros y preámbulos, como si embistiera a otro hombre (notable corazón), así arrancó el espada y le empezó a cargar de cuchilladas; y con tan gran rumor golpes y fuerza, que al herir de las piedras y retumbar de los encendidos pedernales despertó la vecindad; abrieron las mismas puertas, sacaron hachas y acudieron algunos criados y con un montante su propio deudo. Con lo cual, conocido don Fadrique y alborotado el barrio y todo puesto en confusión, el resplandor de tantas luces dio entera noticia de la horrible fantasma, que era no menos que un crecido venado, que desde pequeñuelo se había criado en casa, a quien émulos y contrarios secretos de su amigo, por darle aquel pesar o por otros intentos, que no es de mío escribirlos, cogiéndole de fuera aquella noche, le habían muerto y medio desollado; de suerte que, como le dejaron colgado por los fornidos cuernos de la reja y el pellejo colgando de las piernas, formaba tan desemejada y horrible muestra que, dejando aparte lo jocoso del caso, fue uno de los notables y temerosos que pudieron suceder a hombre, y en quien considerado, nadie puede negar el audaz y valentísimo ánimo de este caballero. El cual, retirándose con su deudo y amigo, y dejando por aquella noche a Leonarda, estuvo en punto de matarse, corrido de lo que otro pudiera preciarse con mucha estimación. Al fin, volviéndose a su casa, por más que se procuró encubrir, sonó el caso de suerte y con tan diferente rostro del que él juzgaba, que, apreciándose con general y común espanto, quedó su nombre sobre las estrellas.




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Capítulo XIV

Sospechan los desvelos de Hipólita sus padres, y indignados previenen la venganza


No pararon, no, en tan graves sucesos los de estos nobles mozos; antes parece que la fortuna, no como quiera acaso, sino con particular intento, se los enderezaba y disponía, ya al uno o ya al otro, deseando sustentarlos siempre en igual opinión; y así parece de los mismos progresos de esta historia, a quien volviendo y en ella a la gallarda Hipólita, que apretada de sus padres estaba en tales términos que, a no andar de por medio el consuelo y la vista de su amante, se hubiera muerto.

Y lo peor fue que de su resistencia y de los continuos paseos de los Mendozas, heridas del marqués, presunción del origen y algún descuido de ojos, como los de sus padres anduviesen tan recatados y sobre aviso, fácilmente dieron en la cierta sospecha y aun en la causa de sus inobediencias; porque andando sobre los estribos y hechos vigilantísimas espías, no pudo tanto su hija recatarse que, al fin, no la cogiesen con el hurto y viesen desde otra ventana que le caía encima los conciertos y amores de los cuatro. Pero no alborotándose ni enfureciéndose, cautamente callaron y asegurándolos algunos días, teniéndose por afrentados y ofendidos previnieron el castigo de lo que les tocaba de la puerta adentro y la venganza de los dos hermanos.

No son los contentos humanos menos quebradizos y frágiles, ni las felicidades de esta vida más perdurables; y así parece, que desde hoy por largos días, todas las cosas de aquestos caballeros en alguna manera mudaron forma; porque si a don Diego, ignorante de que estuviesen públicas, se le había ocasionado semejante desmán, a don Fadrique no lo iba mejor con su Leonarda que de esotro sujeto, como era cumplimiento y desenfado para la más fácil salida de la pretensión de su hermano, no hacía el caso que merecía la belleza y discreción de Laura.

En fin, la vieja abuela de su dama que, asegurando su cercano fin, deseaba, según dije, acomodar su estado, habiéndole con grandes conveniencias y secretas particularidades trazado y dispuesto, como en su cumplimiento faltase el sí de Leonarda y ella lo suspendiese y rehusase con claridad y veras, no así con suavidad la ansiosa abuela (cuya condición era terrible) persuadía a su voluntad, mas con rigores y violencias tan grandes que no sólo llegó a ponerla las manos, a quitarla las galas, a moderarle su regalo, sino que, como si realmente supiera el consuelo que estos trabajos tenían de noche con su amante, sin pensar el provecho que daba a sus intentos, se lo quitó encerrándola; con que, apretando imprudente el arco, se le hizo romper y atropellar por todo, acogiéndose como mejor pudo con unas deudas monjas a un convento.

Ya días antes don Fadrique había entendido de aquella doncella, primera exploradora de su afición, estos aprietos, y con iguales penas y sentimientos confería con su hermano el remedio; el cual, viéndole en tal estado, aunque sentía honrosa y cuerdamente (por los achaques que habéis oído) su remate y perdición, al fin, como le amase tanto, hubo de convenirse en que, ya que se hiciese, fuese con gusto de su padre, o, al menos, haciéndoselo saber, pues ya podría facilitarse, o disculparse el inconveniente secreto con el gran mayorazgo y hacienda libre que heredaba Leonarda, que todo junto era un dote tan rico y poderoso que bastaría a contrapesarle y escurecerle.

Este último acuerdo aceptó don Fadrique; si bien antes de ejecutarle, para alivio de su afligido dueño, quiso dársele a entender por el medio que he dicho, mas fue a tiempo que Leonarda la misma tarde había prevenido su fuga; y así, no obstante que por tan grave causa estaba la casa bien alborotada, él tuvo papel de ella y aviso cierto de su asistencia, porque de todo dejó bien apercibida a su secretaria. Con lo cual, creciendo en don Fadrique sus desvelos, nuevamente empeñado se volvió a su posada, adonde, habiendo de acompañar a su hermano aquella noche, hallándole que encima de su lecho reposaba hasta la más conveniente hora, él se fue a hacer lo mismo.




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Capítulo XV

Portentoso suceso de don Diego de Mendoza


Tenía, según he dicho, de verse con su dama don Diego; y como, hasta el efecto de su amor, conviniese tanto el no desengañar la prima, una vez que otra esperaba a su hermano para que sustentase la traza. Sería entonces más de media noche, hora en quien en silencio profundo reposaba su gente, y asimismo el cuidadoso don Fadrique; y con ser el tiempo que aguardaba don Diego, aún todavía dormía; hasta que en este mismo término de su pesado sueño le despertó una voz que, haciéndole todo estremecer, le llamó por su propio nombre.

Al principio, aunque el buen caballero se sintió alborotado (no obstante), lo quiso atribuir a fantasías del sueño; y así, tratando de volverse de otro lado, la, temerosa voz, tornándolo a llamar, le privó de reposo. Abrió los ojos, y miró por la cuadra; y aumentándose su admiración, esperó suspenso en lo que paraba, porque aun hasta entonces se presumía engañado de su propio desvelo; mas sacóle muy presto de esta duda el oír que más acercándose a su cuarto volvía a llamarle la afligida voz; con lo cual, intrépido y gallardo, tomando una rodela y una espada, se puso en pie, y abriendo otras dos puertas salió a un anchuroso corredor, en quien mirando a todas partes, en lo más sombrío y oscuro de él, vio un hombre, a su parecer embozado y vestido de negro, el cual, sacando la mano, lo hacía señas para que se acercase a él; si bien hubiera sido semejante diligencia excusada, pues de su animoso espíritu podemos confiar le embistiera, aunque le acompañaran otros cuatro, si al mismo punto que salió de su cuadra y llegó a mirarle no le hubiera asido de cada pie una rémora, y de la lengua y labios un candado, que impidió su respuesta; y así, no pudiendo moverse, ni aun arrancar la espada de la vaina, no obstante que por su remisión se le acercaba aquel hombre, quedó hecho una estatua.

De aquí se advertirá bien claramente cuán frágiles, cuán miserables y apocadas se muestran, en semejantes casos, las más robustas y varoniles fuerzas, y, por el consiguiente, cuán bárbara locura emprendieron los ciegos fundadores de la Torre de Babel, pues un breve resquicio, un asomo, una sombra permitida del cielo, rinde. atemoriza y encadena el valor y las monstruosas fuerzas de un mozo tan gallardo y valiente, como del progreso de esta historia queda visto. Al cual, habiéndose acercado el que le llamaba, tomándole sin poderlo estorbar por una mano, lo hizo andar fácilmente, mas con tan extraordinarios sentimientos, que apenas le tocó cuando se le antojó que le hubiesen metido en un lago de nieve frigidísima; tal fue aquel horrible tacto, y tan penetrante y sutil su frialdad espantosa. Esto le hizo tirar para sí el brazo, y como uno que se va desmayando, rociándole con agua se alienta y vuelve en sí, así a don Diego le pareció que desarraigada del corazón y el alma aquella su primera turbación había el postrado espíritu animándose; con que, advirtiendo mejor en su compañía, haciendo en ella una pequeña pausa, al cabo le preguntó quién era y qué buscaba, y juntamente mirando el temeroso rostro, triste, macilento y lleno de sangre, atendió a su respuesta, que fue decirle:

-No es este el lugar, noble don Diego, en quien se me permite daros esa razón; seguidme, que en vuestro ánimo hay fuerzas para todo; demás que ha largos días que está destinado mi remedio a vuestras manos.

-Pues en buen hora, replicó el caballero, Guiad donde ordenáredes, que siendo así, desde luego os ofrezco mi ayuda, y sed quien vos quisiéredes.

No replicó aquel hombre a tal resolución; sólo bajando la cabeza, agradeciéndola, comenzó a caminar hacia una espaciosa escalera que descendía al patio, en cuyo descanso estaban los aposentos de su hermano. Y así, habiendo hasta ellos abajado, al atravesar por delante los detuvo el ver que don Fadrique, a la luz de una vela con que le alumbraba un criado, salía abrochándose las cintas de una cota. Repararon en viéndose unos y otros, y diciendo don Fadrique que por juzgar que era hora iba ya a llamarle, sin responderle su hermano, se apartó con el hombre a un lado, y haciendo señas a los demás para que se retirasen, le dijo en voz baja:

-Ya veis aqueste inconveniente, y el caso que me espera lo es tan grave que si no es ordenando vos otra cosa me sería penosísimo el dejarle.

-Pues no vengo a afligiros (prosiguió aquel asombro), antes seré contento que mi negocio se quede ahora, no obstante que los minutos breves son y serán, para mi triste pena, eternos siglos; yo os veré en ocasión; id a la vuestra, si bien mucho os encargo miréis por vuestra vida y que advirtáis gravísimos peligros que os rodean.

Y diciendo aquesto, con un suspiro triste, abriéndose las losas de aquel suelo, se dejó entrar por ellas, quedando el buen don Diego tan absorto a las razones últimas, y al mirarle partirse, que si a su gran tardanza no saliera su hermano, hoy se estuviera en el mismo sitio. Mas como en el turbado rostro conoció otra mudanza, y en el hallarle tan de improviso solo algún recelo, no quiso dejar de preguntar la causa, si bien por entonces la dilató don Diego; y viendo que la hora de su concierto se pasaba, aunque el ejecutarle en tan turbada noche le tuvo algo dudoso, al fin, considerando que en ella se había de resolver el sacar a su dama (según lo tenían dispuesto), se acabó de determinar; y así, haciendo bajar de su aposento un fuerte jaco, en el ínterin que se le vestía mandó que se armasen también otros dos criados, novedad que en don Fadrique acrecentó su pasado deseo, y de quien, en saliendo a la calle, le sacó su animoso hermano, contándole el suceso y juntamente el apercibimiento de las últimas palabras con que se le había desaparecido aquella sombra.




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Capítulo XVI

Vénse los dos hermanos en un grave peligro


Como en los dos caballeros había tan grandes corazones, ni don Fadrique hizo más que admirarse al caso referido, ni don Diego otra cosa más de la concertada. Llegaron al dar las dos al postigo que he dicho, y habiendo reconocido seguridad bastante en el contorno, le dejaron abierto y en su guarda a los dos criados, que eran hombres de satisfacción, cual convenía, y, con tanto, acercándose a la reja, hallando a sus dos damas, dieron principio a su amorosa plática y al prevenir el modo que habían de tener en sus resoluciones.

Porque, aunque Hipólita deseaba excusar la fuerza de sus padres, y el temor que por otros indicios nuevamente tenía, quisiera que esto se guiara por medios tan suaves que ni su honra corriese detrimento, ni la vida de su amante peligro. Había hallado en su padre otra mudanza, menos buen rostro y aun recatarse de ella, tratando con secreto algunas cosas; y, así mesmo, que había hecho venir dos o tres deudos de Cataluña por la posta; y todo aquesto, causándola aflicción, la traía suspensa; como, por otra parte, a su hermosa prima las tibiezas de su fingido amante, sospecha que también ayudaba mucho a la indeterminación de Hipólita, y a que no se acabase de resolver en la orden que daba su galán, que era el hacer saber su notoria fuerza a quien la depositase en parte más segura, para que libremente eligiese su esposo.

En fin, dando y tomando pareceres, sin asentar ninguno, estuvieron gran rato, hasta que de improviso suspendió sus razones el ver que con gran ruido, abriéndose una puerta que del cuarto salía al jardín, se arrojaban por ella cuatro hombres que, en un punto, y casi no dándoles lugar a embrazar las rodelas, los embistieron rabiosamente, y con tanto silencio que, si no era el sordo estruendo de sus golpes y algunas voces de las hermosas damas (señal que también ellas tenían en su modo castigo), no se oía otro ruido. Bien juzgaron los dos buenos hermanos cuán grave inconveniente les sería concluir allí dentro la refriega; y así, para excusarle, con gallarda destreza se fueron retirando y sacando pies.

Era aquel accidente muy a pedir de boca para sus enemigos, porque ignorando la nueva prevención de los Mendozas y los dos criados, que tan fuera de su costumbre los guardaban, con aviso prudente (si les hubiera sucedido así) tenían tan bien dispuesta su salida con otros cuatro hombres, y librados en ellos la venganza y castigo de sus contrarios, que, como ya advertí, retirándose al postigo, aun antes de llegar a él, oyeron de la parte de afuera semejante rumor, y ello era así verdad, porque los cuatro habían a un tiempo embestido a sus dos criados; aunque, como ellos fuesen personas de honra, hacían, sin desamparar la puerta, notable resistencia.

Llegaron a este tiempo los dos hermanos al peligro mayor, que era salir sin dar a espalda por tan grande angostura; mas haciéndoles cara don Diego, y dando un recio encuentro con su hermano, su fuerza le sacó a la calle; y ejecutando él con gran tiento lo mismo, poniendo allí el resto de su valor y porque, siendo tantos y tales saliéndose tras de él, no fuese mayor su riesgo, a su pesar, con ánimo increíble, firmando fijo el pie, los tuvo a raya; y diciendo a don Fadrique ayudase a su gente (en el ínterin que obedeció gallardo), el buen don Diego defendió el postigo, y tan valientemente que sin duda les hallara allí el día que le saliera hombre. Mas en aqueste punto, en quien, ya con ayuda de sus criados y no sin gran trabajo, llevaba don Fadrique a los contrarios de vencida, y de suerte que, sacándoles de aquella calle, podía en la retirada temerse su desdicha, considerando los que quedaban en el huerto que, a mayor dilación acudiría gente que excusase su venganza, aunque hasta entonces, deseosos de encubrirla y ejecutarla a su salvo, no se habían valido de otras armas, visto que ya el secreto era imposible, abandonándose infamemente, dispararon en el valiente mozo dos cargadas pistolas; que aunque, permitiéndolo Dios, sólo la una le hirió en el brazo derecho, la bala de la otra le acertó en la fuerte rodela, con tan grande furor, que si bien sus aceros resistieron el golpe, él fue tan poderoso que, como si le hubieran tirado un morterete, así le echó a rodar por aquel suelo, en quien desembarazada la salida, rodeado de sus enemigos, es sin duda que primero muriera a sus manos que se levantara; si a tan triste sazón no se les opusiera impensadamente un hombre que le defendió con tan maravilloso esfuerzo que pudo a su pesar, aunque ya muy mal herido, recobrarse don Diego y darles una terrible carga. Al principio de tan buena ayuda, con el desatiento de la caída y el cuidado del peligro presente, presumió que su hermano era el que le favorecía; mas viéndole a este punto llegar con sus criados, salió de aquel engaño.




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Capítulo XVII

Cuéntase el fin de este fracaso y lo que más les avino


Dejaba don Fadrique, aunque a costa de algunas heridas, en declarada fuga a los que le tocaron; y no así se le fueran sin mayor estrago si el estampido de las dos pistolas no le hiciera volver, juzgando algún grave peligro en su querido hermano; que ahora con socorro tan bueno, de tal suerte embistió a los que tan alevosamente le habían herido, que en breve espacio los encerró en el jardín; si bien no tan lozanos como salieron, porque el primero cayó en dando cuatro pasos, y el último en el propio postigo quedó desmayado con una espantosa herida; y aún no se contentara con lo hecho (porque el verse tan herido le tenía rabioso), antes yendo a arrojarse en el jardín, sin duda diera fin de los demás, o sucediera el suyo, si trabándole aquel incógnito hombre por un brazo, no le dijera:

-¿Adónde vas, mancebo, tras de tu perdición y la mía? Tente y vuelve a tu casa, que no harás poca hazaña si, como estás, escapares la vida.

A estas razones que le turbaron los sentidos más que el presente riesgo, se retiró don Diego: y obedeciéndolas con obras, dio la vuelta a su casa. Mas apenas, saliendo a lo ancho de la calle, quiso darle las gracias, cuando ni lo vio ni lo oyó. Túvolo por portento milagroso, y así, dando gracias a Dios que le había escapado, en llegando a su lecho, trató de que con gran secreto le curasen. También don Fadrique traía dos heridas, y el un criado atravesado el brazo; con que todos hicieron cama, y todos estuvieron en Do poco peligro, aunque el de don Diego fue mayor.

No se entendió este caso en largos días, porque unos y otros procuraron encubrirlo tan inviolablemente que, aunque en casa de Hipólita quedó uno de la pendencia muerto, pasó en cosa juzgada y sin saberse. Todo lo cual entendió don Diego por medio de aquel paje, archivo del amor y billetes de su dama, el cual también le advirtió cómo el conde su padre, así a ella como a la hermosa Laura, les había sacado de la Corte, y que, aunque a los principios se creyó que a Cataluña, el volver su padre más en breve de lo que requería semejante jornada, había deshecho su presunción. Con tanto, aunque el sentimiento del caballero herido fue terrible, su generoso espíritu se le opuso de suerte que, no obstante el ver perdido este negocio, siempre se prometió esperanzas seguras de volverle a ganar.

Este breve y alentado consuelo causó en gran parte su mejor convalecencia, aunque fue más larga que la de don Fadrique; el cual, ya había días que andaba en pie, soldando tanto algunas glosas, que por su recogimiento se esparcían, cuanto las quiebras de su amor, si bien como él sabía el convento donde estaba Leonarda, la tenía ya satisfecha con su indisposición.

Había asimismo escrito largamente a su padre, don Alonso, el intentado empleo, sus requisitos y circunstancias, y por momentos esperaba su beneplácito y licencia; con que Leonarda, sin curar de las lágrimas y aun de las envueltas amenazas de su abuela, alegre sumamente, esperaba el fallo de esta resolución.

Don Diego en este tiempo, levantado por casa, también suspendía sus cuidados, y la pena del no saber dónde Hipólita estaba, ya con la conversación y visitas de sus amigos, y ya con entretenidos juegos y diversiones, sin curar de otra cosa, ni aun de traer siquiera a la memoria alguno de sus mayores acaecimientos, cuyo fin dependiente, aunque él olvidó tanto, muy presto se le hicieron acordar. Porque a la tercera noche de su más segura salud (que parece se había esperado a que totalmente la tuviese), estando aún antes de maitines don Diego en su cama despierto y vacilando con su imposible amor, con estar bien cerradas, de repente se abrieron las dos puertas de la cuadra, y entrándose por ellas aquel espantoso hombre que ya oisteís, poniéndole como otra vez en no pequeña turbación, sin alargarse en pláticas, le pidió que se vistiese; cosa que, pasado aquel sobresalto primero, hizo don Diego en un punto, y con mayor aliento que antes, porque aún los demonios tratados son menos temerosos, o a lo menos así lo han presumido muchas engañadas mujeres que ha castigado el Santo Oficio.

Digo esto, admirándome de ver tan despejado en caso tal a este mancebo; pues como si le llamaran para algunas bodas, así se puso en orden y así con sus acostumbradas armas, mano a mano, se salió de su cuarto con aquella sombra, a quien asimismo, como si comunicara con otro hombre de su suerte, le fue satisfaciendo así en el particular de sus heridas como en la remisión de su tardanza y descuido, a todo lo cual, no respondiéndosele palabra alguna, callando él juntamente, atravesaron los corredores, bajaron a la escalera, cruzaron el extendido patio y salieron a unos trascorrales, siguiendo con lindo ánimo esta derrota hasta que reparándose casi en la mitad de ellos, volviéndose a don Diego el afligido compañero, después de una breve intermisión que primero hizo, mirándole atentísimo, con trémula y triste voz le comenzó a decir semejantes razones.




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Capítulo XVIII

Prosíguese la historia y el valor generoso con que don Diego asiste a este horrendo espectáculo


Yo soy, dijo temblando aquel mísero espíritu, ¡oh ilustre mozo!, Ignacio Ortensio, cuyo nombre no ignoro le habréis oido diversas veces en vuestra casa propia; yo soy aquel criado a quien injustamente habrá treinta años que vuestro padre y dos esclavos suyos, sacándome a este sitio (campo bien solitario en aquel tiempo), me dieron muerte y sepultura entre estas hierbas carrizos. No quiero, no, alargarme en la causa, porque sé que muy presto la sabréis por diferente vía; sólo os vuelvo a decir que morí sin culpa; y así la Divina Providencia, a quien todas las cosas están subordinadas, ya que permitió la muerte de mi cuerpo, no así dio lugar a la de mi alma; si bien desde aquel punto otras particulares ofensas arrepentidas, lloradas, pero no satisfechas, justamente merecieron el purgatorio y penas increíbles en que estoy padeciendo, y de adonde si mereciere mi aflicción vuestra noble piedad, haciendo por mí los sacrificios y satisfacciones que yo os dijere, saldré al descanso perdurable. Ved ahora si según mi demanda gustaréis de admitirla, advirtiendo antes de responderme que aunque con más razón pudiera pedir esto a quien me redució a tan triste estado, no se me ha permitido; y así, pues, los secretos juicios del cielo me concedieron ser instrumento en vuestra ayuda, cuando entre los pies de vuestros enemigos no ha un mes que os visteis casi muerto, no hay duda sino que a vos también tiene su misericordia y piedad remitido mi último remedio.

Aquí, cesando, dio aquel cuerpo fantástico fin a su discurso temeroso, y don Diego, que con espanto y admiración le había escuchado, principio a su respuesta que fue tan cristiana, tan llena de piedad y generoso espíritu, que teniéndose de ella por satisfecho el difunto Ortensio, rindiéndole las gracias, finalmente le dio particular y estrecha cuenta de la satisfacción y demás cosas que por su amparo se habían de hacer; y pidiéndole, sobre todo, sagrada sepultura, y aceptádolo y prometídolo, al mismo punto se le quitó de delante, pareciéndole al noble caballero que había sumergídose en aquel propio sitio. Y así, con advertencia y ánimo que suspende, puso en él por señal algunas piedras, y dando la vuelta con más sosiego que hasta allí, de paso despertando a su hermano, le dio extensamente razón de todo y, recostándose en su lecho, apenas fue de día cuando comenzó a disponer su promesa, dando orden, no sólo en que se le dijesen buen número de misas y hiciesen otros sufragios, sino a otras satisfacciones de hacienda y honra, y lo más esencial, que fue un honrado entierro, porque nunca dudó de hallar el cuerpo. Y como para hacerlo pareciese forzosa la intervención de la justicia, callando el nombre y el homicida, fielmente declaró todo el suceso; con que, acudiendo a tales diligencias ministros y personas graves de la corte, dio un terrible estampido por toda ella, y mandando cavar en la parte advertida, a pocos lances pareció el cuerpo, digo sus descarnados huesos, y juntamente una espada y diversos pedazos de la capa y vestido; por donde se entendió que con todo ello le habían sepultado. Con lo cual, hiciéronlo ahora en su misma capilla, porque, de la misma manera que si fuera un pariente, quiso don Diego que sus deudos y amigos le honrasen.

Para las restantes satisfacciones, teniendo necesidad forzosa de comunicarlas con su padre, aunque en tan grandes dilaciones se consumía su fuerte corazón, respecto que por ellas se imposibilitaba el buscar a su dama, no quiso, anteponiéndolas, diferirlas ni alzar mano de ellas hasta su conclusión, estimando por acción más loable ésta que conseguir su gusto y aun perder un casamiento tan ilustre.

Mas como semejantes servicios nunca el cielo los deja sin recompensa, por do menos pensó halló este caballero el premio de ellos y de sus buenas obras; y así, en su prosecución, se puso en camino, encargando a su hermano la de otras cosas que dejaba empezadas.




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Capítulo XIX

Declárase quién era la darria de don Fadrique,su desengaño y aflición


No había aún dado la vuelta el mensajero que esperaba don Fadrique sobre su casamiento; y esta resolución le dejó en Madrid, y el ver que así mismo de coraje y pasión había rendídose a una cama su abuela de Leonarda. Y como su edad los pusiese en cuidado, deseando su consuelo, tuvo por acertado que ella lo dispusiese, satisfaciendo a su inobediencia, con declararla su voluntad, y las partes, personas y calidad de su empleo; pareciéndole, y no sin mucha razón, a don Fadrique que ganando y no perdiendo reputación con él, la afligida señora se quietaría y lo tendría por muy honroso. Pero lo que resultó de esta diligencia y consuelo fue que apenas leyó el papel y razones de la dama, y advirtió en ellas sus intentos y, sobre todo, el nombre del galán y de sus padres, cuando inmediatamente, con profundos suspiros y extremos espantosos, se quedó desmayada.

Esta absolución de sus deseos, como, en efecto, mala nueva, supieron brevemente los dos tiernos amantes y, porque no así parasen sus desgracias, pocas horas después la de su muerte; de adonde, sin pensar resultaron sus más crecidos y irremediables sentimientos; suceso bien digno de que se lea y advierta atentamente. Murió, pues, como dije, esta señora, apresurando su fin lo que en Leonarda se juzgó por su mayor remedio, y aun estuvo en términos de que, si puede haber mayor mal que la muerte, cayese sobre su indignación y sentimiento, que en parte la tuvo muda y sorda a los consejos saludables del confesor y padre de su alma, que, a no ser él tan docto y aun tan cuerdo, sin duda corriera detrimento; mas no permitiéndolo Dios, no sólo la sacó del camino errado, mas juntamente, abriéndola los ojos, la hizo disponer cristianamente de sus cosas, y que sin reparar en pundonores o respetos humanos declarase el secreto de verdades tan graves que, sólo el digerirlas bastara en cualquier tiempo a quitarla, como en aquél, la vida.

Pero esta diligencia, aunque de tan gran riesgo, pareció inexcusable, y tanto que, a quedar en silencio, se abriera puerta a una dilatada y horrible ofensa de Dios; pues fuera cierto que si la anciana abuela no dijera cómo la hermosa Leonarda era hija de don Alonso de Mendoza, y por el consiguiente, hermana de don Fadrique, apenas cerrara ella los ojos cuando los hermanos estuvieran casados o en términos peores; porque ya en este punto, sabiéndose el de su muerte, como heredera forzosa, Leonarda estaba en su casa y su amante disponiendo las bodas; mas esta impensada declaración suspendió sus deseos, aunque no su esperanza. Porque, si bien sus ansias, sus congojas y lágrimas fueron terribles, en medio de ellas, sin poder animarse a darla crédito, don Fadrique partió a mejor enterarse de su padre y en seguimiento de don Diego, su hermano; y su dama, resolviéndose en llanto, quedó esperándole.

De esta suerte caminó tan aprisa el ciego mozo que, antes de llegar al cristalino Júcar, alcanzó a su hermano, con quien, referido el suceso, llegó a los ojos de su padre, que no estando avisado los recibió, mezclando el gusto de su venida con el sobresalto de verla tan sin pensar, temiendo la hubiese ocasionado algún peligro. Mas enterado en ella, don Fadrique no sólo entendió la certeza de sus dudas, mas oyó de su boca los últimos amores que, si os acordáis, en el principio de esta historia, no sólo fueron el origen de su destierro y salida de la corte, pero de la injusta y lastimosa muerte que dio al pobre Ignacio Ortensio. Y así era la verdad, porque su madre de Leonarda era aquella hermosa doncella que dije haberse libremente enamorado de don Alonso; y la difunta vieja madre suya y abuela de Leonarda, quien, advertido su preñado y la imposibilidad de don Alonso para saldar su honra, excusando la publicidad de tal afrenta, la había encerrado en un convento, adonde profesa vivía entonces ejemplarmente.

Con tal satisfacción (que era la misma que tenía de llevar el mensajero) quedó don Fadrique desengañado y perdiendo el juicio, y su hermano don Diego admirado y confuso, y no lo quedó menos su padre cuando entendió la ocasión que a él le traía, y el memorable y temeroso acaecimiento del difunto criado; pues no sólo en oyéndolo se compungió su alma y entristeció su corazón piadosamente, sino que, sin poder reposar, ni aun alegrarse, desde aquel punto fue cavando en su pecho de suerte el temor del castigo y el deseo de satisfacer a Dios y al mundo, que ni el amor de sus queridos hijos, sus muchas lágrimas, ni el deseo de sus acrecentamientos, desamparo de sus criados y mayormente su larga edad y sujeto regalado, fueron parte a estorbarle meterse en un convento, adonde profesando santamente la observancia regular de San Francisco, después de algunos años, acabó sus días.




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Capítulo XX

Vuelven a Madrid los Mendoza, y juntaniente con su historia se da fin a esta primera parte


Quedaron, con tal resolución, los dos hermanos, aunque llorosos y desconsolados, riquísimos; y así, dentro de pocos días, como su cuerdo padre ejecutó este intento, repartiendo entre sí los criados que tenía y disponiendo las demás cosas, dieron vuelta a Madrid.

Era en esta sazón el rigor del invierno, y su; continuas aguas tenían anegados y peligrosos los campos y caminos; y con todo prosiguieron en su viaje, no obstante que a la primera jornada, llegando a un profundo arroyo, él venía de suerte embravecido que los tuvo dudosos el pasarle. Mas como la noche se les venía acercando, y con ella otros mayores inconvenientes, deseando excusarlos y salir del presente sin mayor suspensión, don Diego, que siempre en tales casos quería ser el primero, intrépido, apretando a un cuartago, le iba a arrojar al agua, y hiciéralo infaliblemente si llegando a esta sazón al mismo puesto un pobre labrador no lo impidiera y con tan eficaces razones, notando el gran peligro, que obrando en él particularmente, y en todos los demás con secreta fuerza, sin más porfiar tomaron otra vía, yendo aquel hombre siempre guiándolos, hasta que siendo anochecido los puso en una puente, por adonde pasando los compañeros, deteniendo por la rienda a don Diego, en voz baja le dijo:

-Ya con esta son dos, buen caballero, las veces que, mediante Dios, me debéis la vida; porque tened por cierto que pereciérades así en la pasada como en ésta; pero el cielo os conserva como a tan buen ejecutor de sus piadosas obras. Proseguid, pues, en hora muy dichosa, y aunque rodeéis algo, entrad en Alcalá mañana, y quedáos en paz, que ya vuestro cristiano celo y proceder me tienen en el lugar del descanso.

Y mostrándose a estas razones últimas más cándido y resplandeciente que las mismas estrellas, se le quitó de delante, dejándole como podréis considerar, aunque con diferente alegría que otras veces; porque conociendo ser la misma voz que ya tanto le había dado que hacer, en su incomparable resplandor, entendió el dichoso estado en que se hallaba. Y así, advertido en lo que le ordenó, mandó otro día se torciese el viaje, presumiendo que Ortensio tuviese en Alcalá necesidad de su persona, pues se lo había encargado así; adonde en llegando antes de medio día, apenas se apeó en una posada, cuando llegaron a ella (y una tras de otra) dos mujeres como mandaderas de monjas, a pedirle, así a él como a don Fadrique, se llegasen a un cierto monasterio por quien los dos poco antes pasaran: lo cual, poniendo por la obra curiosamente y creyendo que algunas monjas, habiéndolos visto atravesar desde las vistas, querían como con forasteros divertirse Sin más pensarlo se entraron en un locutorio, en quien, por abreviar, cuando entendieron verse en batalla campal con veinte discreteantes profesas, se hallaron sin pensar con la bizarra Hipólita y su hermosa prima. A las cuales, habiéndolas traído allí el conde, por más que a la abadesa, que era su hermana, dejó encargado su recato y custodia, y sobre todo, el escribir o hablar de aquella suerte, tuvo el remedio que veis. Porque no obstante que a los principios se guardó con ellas apretado rigor, y tanto, que ni avisar pudieron a los dos caballeros, ya en parte mitigándose y dándolas solaz en mirar a la calle, quiso su fortuna que fuese a tan buen tiempo, que al pasar por ella conociesen a sus dos amantes, y tuviese el hablarlos (mediante el favor de algunas monjas) el efecto que oís.

Dejo a la consideración del lector, por no dilatar más esta historia, así el gusto de aquellos caballeros (digo del buen don Diego) como las alegres lágrimas con que las dos señoras solemnizaron su deseada venida; y, finalmente, los amorosos conceptos, que por no ser sentidas, reducirían a una breve suma: de la cual el remate y carta cuenta que unos y otros se dieron fue concertar que las dos primas escribiesen al punto al Arzobispo la fuerza que para impedir su casamiento les hacía el conde; y que esto se propusiese con tan vivas razones que, mediante la diligencia de los dos hermanos, de sus deudos y amigos, pusiese aquel perlado su mano y jurisdicción en remediarlo. Con esta conclusión, despidiéndose alegres, entrando en la corte, se fomentó de su parte de suerte que, cuando menos sospechaban, los llamó el Arzobispo para ante todas cosas entender la verdad y voluntad de entrambos.

Estaba ya la de don Fadrique (supuestos los inconvenientos que he dicho), aunque mal consolado, reducida a la de su hermano, que siempre deseó el empleo de Laura y, por el consiguiente, la hermosa Leonarda, convencida con lo que sus hermanos hiciesen de ella; y así, desecha esta dificultad, se mandaron sacar del convento y traer a Madrid a la dos primas, adonde, aunque el conde sintió terriblemente que contra su gusto se le casasen tales prendas y procuró que el marqués y su primo, que ya andaban libres, para su dilación, saliesen a impedirlo, fue por demás; porque ellos, mirándolo mejor, se estuvieron quedos; y él, viendo estas esperanzas perdidas y que para que condescendiese le apretaban personajes gravísimos, hubo de tener por bien lo que si hasta allí contradecía era más por interés o tema que por deméritos de tales caballeros, los cuales eran tan ricos y tan nobles como él; y en conclusión, concertadas sus bodas con general aplauso de la Corte, gusto y descanso de sus corazones, las pusieron por obra, renovándose las muchas fiestas que se hicieron en ellas con las de su hermosa hermana, a quien dignamente dieron el estado que merecían sus partes, casándola, poco después, con un gran caballero. Con que dejando fama eterna de sus muchas virtudes, el venerable y antiguo tronco de su casa, sobre sus excelencias ilustres y entre tan altas ramas, adelantó estos generosos pimpollos que le adornaron y engrandecieron.




 
 
FIN
 
 





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