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ArribaAbajoEstudios biográficos y críticos sobre algunos poetas sudamericanos anteriores al siglo XIX69

por Juan María Gutiérrez


(Edición tirada a un corto número de ejemplares, Tomo I, Buenos Aires, 1865)

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Las escasas noticias que podemos comunicar acerca de la persona de este poeta ecuatoriano, las hemos deducido leyendo sus composiciones, que existían manuscritas, no hace muchos años, en poder de una persona curiosa avecindada en Guayaquil. El manuscrito, que tiene toda la apariencia de un autógrafo, por las variantes y correcciones que en él se notan y que no pueden provenir sino del autor mismo, forma un volumen in 4.º de 140 folios completos, con este título: Versos castellanos, obras juveniles, misceláneas. Hay en esta colección copias duplicadas de unos mismos versos, y composiciones a medio hacer, como por ejemplo un Poema heroico a San Ignacio de Loyola, en silva, que no quiso concluir el autor, según consta de una nota marginal, por «no tener gana ni tiempo». Ambas razones son poderosas y muy en armonía con el carácter franco y despreocupado que el P. Aguirre descubre en sus escritos ligeros.

No sabemos si se habla o no de este poeta en un Ensayo sobre la historia de la literatura ecuatoriana, que solo conocemos por el título, publicado en Quito por el Dr. D. Pablo Herrera, en el año 1860.

El autor de la Geografía del Ecuador, Dr. D. Manuel Villavicencio en una breve reseña que hace de los escritores antiguos y modernos de aquel país, califica de festivo al poeta que es objeto de la presente noticia.

El P. Juan Bautista Aguirre, nació en la ciudad de Guayaquil, cuna de Dávila, de Rocafuerte, de Olmedo y de otros hombres célebres por sus talentos y producciones literarias. Destinado desde niño a la carrera de las letras, enviole su familia a Quito, cuya universidad y colegios   -388-   se hallaban bajo la dirección exclusiva de la Compañía de Jesús. Durante los estudios que allí hizo tuvo por Rector al R. P. Pedro Tobar, según se infiere de una nota al pie de una de sus composiciones poéticas. Al término de sus tareas de estudiante, trocó la beca por el hábito, y sentó plaza para toda su vida en la activa milicia de San Ignacio. Parece que en ella desempeñó el empleo de maestro de filosofía, mostrándose en sus lecciones partidario de doctrinas en armonía con el siglo dieciocho en que vivía, en cuanto le era permitido como miembro de un cuerpo que no se señala como innovador en materia de principios filosóficos.

Una sola fecha nos suministra el libro manuscrito del P. Aguirre. Hallamos en él una elegía a la muerte de Felipe V, y otra motivada por el temblor de tierra que por entonces consternó a los habitantes de la Capital del Perú (año 1746). Veinte años más tarde, en 1767, el poeta ecuatoriano descendía las aguas del Guayas con muchos otros de sus compañeros, en cumplimiento de las órdenes que expulsaban, de todos los dominios de España, a los miembros de la Compañía de Jesús. El P. Aguirre, se asiló en Roma, como tantos otros jesuitas americanos, y allí buscó su subsistencia dando lecciones de las ciencias que le eran familiares. Aun hay quien crea que fue maestro del personaje conocido entre los Pontífices con el título de Pío VI, quien, reconocido a la memoria del profesor guayaquileño, dispensó gracias y recompensas a un sacerdote de la familia Aguirre que residía en Guayaquil y existió hasta por los años de 1826.

La inclinación a versificar debió ser poderosa y temprana en el P. Aguirre; y como se deduce del título mismo in extenso de su colección manuscrita, tan dóciles le fueron los endecasílabos castellanos, como los exámetros latinos. Es esta inclinación muy propia de la juventud, especialmente en aquella que se educa empapándose en las letras antiguas y en las humanidades. Pero en el P.   -389-   Aguirre pudo influir también el estímulo del ejemplo en su propia casa, pues debían llegarle a la mano con frecuencia, tentándole a la gloria por el camino del parnaso, las Flores Poéticas impresas en Madrid en 1767, cultivadas y reunidas por el maestro Jacinto de Evia. Su entonación es digna del libro por excelencia, de la Biblia, en cuyas páginas, bebe de preferencia, sus pensamientos e imágenes, ya cante «La Caída de Luzbel», ya se eche a soñar por las regiones del Apocalipsis, pintando a la reina de los ángeles, en un canto místico simbólico a la «Concepción de Nuestra Señora», con el ardiente pincel del inspirado de Patmos.

Es lástima que estas dos composiciones, valientemente delineadas, rayen con frecuencia en una especie de majestad enfática que las desluce. A veces la robustez de la dicción no anda a la par con la dignidad del pensamiento, y el verso desmaya en ocasiones en que debiera sonar tanto más lleno cuanto es más encumbrado el asunto, o más audaz la imagen. Disgusta también en estas composiciones el encontrar asociadas las figuras del antiguo testamento con los mitos del paganismo; confundidos en uno el infierno católico y el Báratro, Luzbel y Faetón. Pero estos defectos más son del tiempo en que escribía Aguirre que de su juicio propio: cedía al torrente de las usanzas de su época, y mientras en su conciencia y en su corazón no daba cabida sino al amor a un Dios único, acariciaba en su imaginación a todos los de la antigüedad, presentados con aspectos tan halagüeños por los poetas antiguos.

El título de la composición «La rebelión y caída de Luzbel y de sus secuaces» deja esperar un largo poema; pero el autor ha limitado tan vasto asunto a las dimensiones de un cuadro reducido, cuyas figuras, aparecen rápidamente para dar una lección de escarmiento a aquellos que, por orgullo, se condenan a aposentar durante toda la vida el infierno en sus corazones. Luzbel coronado   -390-   de estrellas, vestido de resplandores, perfecto en todo, esclarecido entre los querubines sus iguales, enorgulleciose al contemplarse en tanta altura, colmado de tantas perfecciones y dejose arrebatar de la ingratitud y la envidia. En las primeras estrofas, se promete ahogar al sol dentro de su misma cuna, trastornar el orden del universo, convertir los astros en pavesas, y continúa en las siguientes con la valentía de versificación que va a verse...



   Falsear haré con ira fulminante
Del alto cielo, en un vaivén ruidoso,
La azul muralla, y subiré triunfante
A ser señor del reino luminoso:
Si son estorbo a mi ímpetu arrogante
Aire, mar, tierra o firmamento hermoso,
Haré que sientan mi furor violento
El mar, la tierra, el aire, el firmamento.

   Igual a Dios seré, pues se dilata
Mi poder tanto, y sellaré mi huella
Donde el ártico polo en hielos ata
Al Aquilón, perezas de su estrella.
Dijo y al punto en iras se desata
de celestes Barzones tropa bella,
Que marchando con brava bizarría
Luz, por guerrero polvo, daba al día.

[...]

   Con rabia extraña, con coraje horrendo
De Lucifer los lúgubres pendones,
Seguían, de sombras su escuadrón vistiendo,
prófugos de la luz, ciegos dragones;
Con tal soberbia, confusión y estruendo
Marchaban estos hórridos campeones,
Que del antro al cenit el polo helado
Tembló confuso, palpitó turbado.

[...]
-391-

   Del testamento sobre el monte ardiente
Luzbel estaba respirando saña,
Dos hogueras por ojos, y por frente
Negra noche, que en sierpes enmaraña:
Altivo aturde al mundo fieramente,
Este bastardo horror de la montaña,
Pues trueno el silbo, el eco terremoto,
Confunde al orbe en hórrido alboroto.

   El divino Miguel espiritoso,
Que fiel se opone al ángel atrevido,
Las rubias hebras apremió garboso
Al yelmo de oro en soles guarnecido;
Y al encuentro primero pavoroso,
Al caos le arroja, donde el fementido,
De espirante tizón eterna llama,
Blasfemo truena y corajudo brama.

   No tan furioso nubes despedaza
el sulfúreo turbión, no tan violenta
Con ráfagas de luz montes arrasa
Del huracán la rápida tormenta,
Como arrojado de la eterna casa
Luzbel cayó con ira tan sangrienta
Que, en humo envuelto y en furor eterno,
de espíritus de luz ondeó un infierno.

[...]

   ¿Viste nocturna llama presurosa
Encendida ilusión, que en propio vuelo
Rasgo de luz, exhalación hermosa
con brillante destello argenta al cielo;
Y que al correr la esfera luminosa,
Desliz lucido, con fogoso anhelo,
Tan presto acaba luces y carrera
Que no mira lo que es sino lo que era?

   Así Luzbel, planeta rutilante,
Que a la madre de amor dio lucimiento,
-392-
Lucero hermoso entre ángeles brillante,
Del sol envidia, de beldad portento;
Fanal celeste que intentó arrogante
Establecer al aquilón su asiento,
Fue en el estado de su luz primera,
llama que pasa, exhalación ligera.



Esta composición de la cual hemos suprimido algunas octavas, no es inferior en nada a alguna de las que reimprimen aun los españoles, pertenecientes a sus poetas antiguos. El autor de la «Caída de Luzbel», no puede temer el paralelo con el Maestro José de Valdivieso, ni con D. Alfonso de Acevedo, recientemente rejuvenecidos por el distinguido literato D. Cayetano Rossel, en el tomo segundo de los Poemas épicos publicado en la colección de autores españoles del tipógrafo Rivadeneira. Ni por el asunto, ni por el lenguaje, ni por la nobleza de las ideas, ni siquiera por la fantasía (aparte la extensión) superan en nada «La Muerte del Patriarca San José» y «La Creación del Mundo», a la «Rebelión de Luzbel» del poeta sudamericano.

El capítulo XII del Apocalipsis le inspira un canto, en octavas también como el anterior, a «la Concepción de María». La madre coronada de estrellas, amenazada por el Dragón de siete fauces, a quien debelan los batallones de espíritus angélicos, es la tela sobre la cual la valiente imaginación de nuestro poeta ha bordado un cuadro cuajado de piedras preciosas que reflejan luz hasta ofuscar la vista. Pero en esta producción, a causa, probablemente, de lo levantado del asunto, ha incurrido el autor en los vicios de la ponderación, y de la oscuridad metafórica de la escuela que predominaba en sus días. El espíritu de «las Soledades» se ha apoderado de la ardiente imaginación del hijo del Ecuador, sin poderse desasir de él, y sin   -393-   que acierten a velarle las reminiscencias de mejores modelos. Vémosle solicitado, por decirlo así, por dos fuerzas: la una le lleva a la corriente del culteranismo, la otra tiende a retenerlo en la esfera racional y templada que le ofrecen los modelos de la antigüedad, representados dignamente, en el estilo y en las formas, por el creador de la Jerusalem libertada. En esta lucha no hay sino una victoria a medias, una especie de transacción en que se mezclan las calidades de ambas escuelas, como puede notarse por la siguiente invocación que nos parece digna de ser conocida:


   ¡Oh musa, oh tú, que en la canora fuente
Por desdenes frondosos del Parnaso,
En giros de zafir das a tu frente
Cerco de estrellas, si al coturno lazo:
Tú que calzas la luna, y al rugiente
Dragón oprimes al primero paso,
Inspírame, será mi dulce canto
Del Erebo terror, del cielo encanto!



Ahora vamos a ver como reúne el P. Aguirre en una misma composición, las galas poéticas y las lecciones de ética; la razón y el sentimiento; la originalidad de su propia inspiración y la seductora influencia de las formas de Calderón de la Barca. Los versos que vamos a leer trascienden en su idea fundamental a moral escolástica, aguda, ingeniosa, sutilísima. Pero envuelta en la amenidad de las flores de una rica y seria poesía, imprime con su ritmo una lección sana para el ánimo, que conforta y levanta. Así es como el arte ennoblece nuestro ser y le aconseja encantándole.

Carta a Lisardo persuadiéndole que todo lo nacido muere dos veces para acertar a morir una.



   ¡Ay, Lisardo querido!
Si feliz muerte conseguir esperas,
Es justo que advertido,
-394-
Pues naciste una vez, dos veces mueras.
Así las plantas, brutos y aves lo hacen,
dos veces mueren y una sola nacen.

   Entre catres de armiño
Tarde y mañana la azucena yace,
Si una vez al cariño
Del aura suave su verdor renace:
¡Ay flor marchita! ¡ay azucena triste!
Dos veces muerta si una vez naciste.

   Pálida a la mañana
Antes que el sol su bello nácar rompa,
Muere la rosa, vana
Estrella de carmín, fragante pompa,
Y a la noche otra vez: ¡dos veces muerta!
¡Oh, incierta vida en tanta muerte cierta!

   En poca agua muriendo
Nace el arroyo, y ya soberbio río
Corre al mar con estruendo,
En el cual pierde vida, nombre y brío:
¡Oh cristal triste, arroyo sin fortuna!
Muerto dos veces, porque vivas una.

   En sepulcro suave,
Que el nido forma con vistoso halago,
Nace difunta el ave
Que del plomo es después fatal estrago:
Vive una vez y muere dos. ¡Oh suerte!
Para una vida duplicada muerte!

   Pálida y sin colores
La fruta, de temor, difunta nace,
Temiendo los rigores
Del Noto que después vil la deshace:
¡Ay fruta hermosa, qué infeliz que eres!
Una vez naces y dos veces mueres.
-395-

   Muerto nace el valiente
Oso que vientos calza y sombras viste,
A quien despierta ardiente
La madre, y otra vez no se resiste
A morir; y entre muertes dos naciendo,
Vive una vez y dos se ve muriendo.

   Muerto en el monte el pino,
Sulca el Ponto con alas, bajel o ave,
Y la vela de lino
Con que vuela el batel altivo y grave
Es vela de morir: dos veces yace
Quien monte alado muere y pino nace.

   Así el pino, montaña
Con alas, que del mar al cielo sube;
El río que el mar baña;
El ave que es con plumas vital nube;
La que marchita nace flor del campo,
Púrpura vegetal, florido ampo:

   Todo clama ¡oh Lisardo!
Que quien nace una vez dos veces muera;
Y así joven gallardo,
En río, en flor, en ave, considera,
Que, dudando quizá de su fortuna,
Mueren dos veces porque acierten una.

   Y pues tan importante
Es acertar en la última partida,
Pues penden de este instante
Perpetua muerte o sempiterna vida,
Ahora, o Lizardo; que el peligro adviertes,
Muere dos veces porque alguna aciertes.



El P. Aguirre cantó también de amores profanos, como muchos otros sacerdotes, que no por esto han desmerecido en el concepto de honestos y religiosos. Es verdad   -396-   que tuvo la precaución de advertir en una nota, que si escribía versos eróticos, era por pura diversión y ejercicio, y que debían considerarse (añade con gracia) como requiebros inocentes de D. Quijote a la impalpable Dulcinea. No hay tampoco que fiar en los títulos de esas composiciones, porque quien llevado por ellos creyera encontrar pábulo a la pasión, podría muy bien sacar por única cosecha una amonestación o un desengaño. Tal acontece con unas hermosas y bien redondeadas octavas que tienen por objeto describir al «mar de Venus». Sus aguas no bañan las márgenes de aquella isla que los versos de Camoens pintan con tanta voluptuosidad, y que la Diosa hija de las espumas, dispuso y pobló con seductoras ninfas para solaz de los esforzados lusitanos que peregrinaban por un océano «nunca de antes navegalo». El mar de la Venus del jesuita ecuatoriano, es un lago de martirio en donde reman, atados a cadenas de espinosas flores, los esclavos de aquella deidad y de su traviesísimo hijo, diestro en ardides como en el manejo del arco.



   ¡Oh cuántos necios el mentido halago
De este mar enamora sin sosiego!
¡Y, mariposas de su mismo estrago,
La muerte beben en un dulce fuego!
¡Oh cuántas naves, de este obsceno lago
Despojos fueron al impulso ciego,
Revelando su ruina a las orillas,
Sangrientos trozos de deshechas quillas!

[...]

   En esta, pues, galera de Cupido
Se miran muchos del amor forzados,
Que en dulce llanto y apacible ruido
Gimen al remo, de una flecha atados;
Y del numen rapaz, terror de Gnido,
Siendo azote su cuerda, amenazados,
Con eco alterno, con clamor profundo,
Juran a Venus por deidad del mundo.

[...]
-397-

   A estos cautivos cada ninfa ingrata,
Circe hechicera, brinda dulcemente
En manos de cristal prisión de plata,
Y en labios de carmín ponzoña ardiente;
Cadena de oro con que amor los ata
Es el pelo, desdén de ofir luciente,
Que en las costas de amor de estas sirenas
Son causa hermosa de un Argel de penas.



Difícil era que un hijo de Guayaquil no cantara por sí, o como apoderado de algún amigo sensible, la hermosura de los ojos de sus celebradas compatriotas. Pero, la composición que consagra a este objeto, no participa del fuego de aquellas pupilas abiertas al resplandor del día de los trópicos. El ingenio del poeta se aviva y se aguza ante ellas; pero su corazón no se resiente de las impresiones que ha recibido su cabeza, la cual conserva entera libertad para juguetear, alegre y desembarazada, con los ojos de la mujer como con dos niños inocentes. Admira, comprende la gracia y el poder de esas estrellas, de esos ángeles, de esos espíritus réprobos, que son y no son como el fuego, como el agua, como la muerte, según sus propias expresiones; pero no se deja cautivar, ni seducir, ni atraer siquiera por el imán irresistible de la mirada de «los ojos hermosos». Para el poeta el alma no se asoma a ellos; ni son el reflejo de la sinceridad de los afectos escondidos; ni espejos fieles sobre cuya tersura se retrata el carácter. Aguirre no descubre en ese rasgo animado de la fisonomía femenina, más que el órgano de la vista, y el lazo en que caen, al poder de la astucia y la gracia, las aficiones puramente sensuales. El moralista, no se muestra con esto, ni filósofo ni poeta, ni tan generoso de espíritu como Luis de León, quien conformándose con el parecer de «los sabios», ha dicho «que son los ojos en donde más se descubre la belleza o torpeza del ánimo interior, y por donde, entre las personas, más se comunica y enciende la afición».

  -398-  

Sin embargo la composición a que aludimos es un fruto notable, desprendido en sazón del frondoso talento de quien la ha escrito, y una página que no palidece colocada al lado de otras muchas, análogas a ella, en que la escuela conceptuosa del parnaso español, reflejo del italiano, ha derramado a torrentes chispas de ingenio, que si no incendian, brillan al menos agradablemente,




A unos ojos hermosos


   Ojos cuyas niñas bellas
Esmaltan mil arreboles,
Muchos sois para ser soles
Pocos para ser estrellas.

   No sois sol aunque abrasáis
Al que por veros se encumbra,
Que el sol todo el mundo alumbra
Y vosotros le cegáis.

   No estrellas, aunque serena
Luz mostráis en tanta copia,
Que en vosotros hay luz propia
Y en las estrellas, ajena.

   No sois lunas a mi ver,
Que belleza tan sin par,
Ni es posible en sí menguar,
Ni de otras luces crecer.

   No sois ricos donde estáis,
Ni pobres donde yo os canto;
Pobres no, pues podéis tanto,
Ricos no, pues que robáis.

   No sois muerte, rigorosos,
Ni vida cuando alegráis;
-399-
Vida no, pues que matáis,
Muerte no, que sois hermosos.

   No sois fuego aunque os adula
La bella luz que gozáis,
Pues con rayos no abrasáis
A la nieve que os circula.

   No sois agua, ojos traidores
Que me robáis el sosiego,
Pues nunca apagáis mi fuego
Y me causáis siempre ardores.

   No sois cielos ojos raros,
Ni infierno de desconsuelos,
Pues sois negros para cielos,
Y para infierno sois claros.

   Y aunque ángeles parecéis,
No merecéis tales nombres,
Que ellos guardan a los hombres,
Y vosotros los perdéis.

   No sois dioses aunque os deben
Adoración mil dichosos,
Pues en nada sois piadosos,
Ni justos ruegos os mueven.

   Y en haceros de modo
Naturaleza echó el resto,
Que no siendo nada de eso
Parece que lo sois todo.



Del mismo género que los anteriores son los versos que copiamos a continuación. Vamos a ver en ellos cómo se le presentaba a nuestro poeta la mujer en todo el conjunto de sus atractivos. Allí retrataba solo los ojos, aquí   -400-   bosqueja un cuadro de cuerpo entero; pero siempre con la misma levedad de tintas y sin pasar de las formas externas, agraciadas con el barniz del talento.




A una dama imaginaria


   Esos tus hermosos ojos
Son en ti, divina ingrata,
Arpones cuando los flechas,
Puñales cuando los clavas.

   Esa tu boca traviesa
Brinda, entre coral y nácar,
Un veneno que da vida
Y una dulzura que mata.

   En ella las gracias viven;
Novedad privilegiada,
Que haya en tu baca hermosura
Sin que haya en ella desgracia.

   Primores y agrados hay
En tu talle y en tu cara,
Todo tu cuerpo es aliento,
Y todo tu aliento es alma.

   El licencioso cabello
Airosamente declara
Que hay en lo negro hermosura,
Y en lo desairado hay gala.

   Arco de amor son tus cejas,
De cuyas flechas tiranas,
Ni quien se defienda es cuerdo,
Ni dichoso quien se escapa.
-401-

   ¡Qué desdeñosa te burlas!
Y ¡qué traidora te ufanas,
A tantas fatigas firme,
Y a tantas finezas falsa!

   ¡Qué mal imitas al cielo,
Pródigo contigo en gracias,
Pues no sabes hacer una
Cuando sabes tener tantas!



Al P. Aguirre le ha cabido igual suerte que a muchos otros escritores de ingenio vivo y de talento robusto. La fama de su nombre, que se conserva tradicionalmente en el Ecuador, no está fundada en sus obras serias, en sus composiciones morales, generalmente escritas con entonación y maestría, sino en algunas composiciones ligeras y epigramáticas, de esas que más fácilmente se guardan en la memoria y halagan al paladar del mayor número. Para el pueblo de Guayaquil, el P. Aguirre es el poeta decidor, mordaz, chistoso por excelencia, y se recitan de él uno que otro juguete, uno que otro epigrama, sin sospechar que quien los produjo era un espíritu serio, y suficiente para honrar por sí solo la literatura de todo el Reino colonial de Quito.

Esta manera poco equitativa de estimar su mérito, no es un cargo contra su posteridad únicamente: ya sus contemporáneos caían en el mismo extravío a juzgar por la indignación con que dirigiéndose «a un Zoilo», prorrumpe en un apóstrofe cuya arrogancia puede servir para medir el tamaño del agravio que en su concepto se le infería, negándosele la capacidad de subir a las gradas más altas del templo de las Musas:


¿No sabes que ha sonado
Mi dulce voz en uno y otro polo,
Y que he sido envidiado
-402-
De los cisnes tal vez, tal vez de Apolo?
No sabes, Zoilo, que produce, en suma,
sublimes partos mi fecunda pluma?



Y efectivamente, si no nos equivocamos, el jesuita ecuatoriano, precursor de Olmedo, ha rayado a veces en lo sublime y ha acertado a producir en un estilo digno de los más arduos asuntos a que podía contraerse en su tiempo y en el seno de la sociedad en que vivía. En un certamen abierto en la Academia fundada en Quito con el nombre de Pichinchense, y al cual concurrió con unas Liras, mostró el P. Aguirre cuán atrevidas eran sus concepciones, pues pudiendo limitarse al trillado asunto propuesto, que era, el nacimiento del niño Jesús, él se presentó ante sus jueces cantando el arrepentimiento de la naturaleza humana, al sentirse caída por el delito de nuestro primer padre. El poeta personifica a esa entidad multiforme y sellada en cada uno de sus infinitos miembros con el sello de la sabiduría de donde emana, y la coloca, ruborosa y deshecha en llanto, a la sombra del árbol de la muerte. Su mal es infinito y sin embargo acrece cada día; su único alivio es el llanto, la única esperanza la resignación a las voluntades de la Providencia...



   Yo fui aquella dichosa,
Formada a esfuerzos de un milagro, aquella
Criatura venturosa,
Copia de Dios y copia la más bella;
Yo fui ¡ay, dolor! aquella peregrina
Centella hermosa de la luz divina.

   Yo fui la que al esmero
Del más sublime numen delineada,
En mi instante primero
De mil prodigios me miré formada.
Mas ¡ay! que si esto fui, todo ha pasado
Y sólo de mi ser sombra ha quedado.
-403-

   Mi antigua llamarada
Tan breve se apagó, con tal presteza,
Que convertida en nada,
Antes que llama se miró pavesa;
Pues sólo ardió mi luz aquel instante
Que a dar ser a mi nada fue bastante.

[...]

   Lloraré eternamente
La antigua dicha de que fui halagada,
Aun más que el mal presente;
Pues porque fui feliz soy desdichada.
Dijo y rendida al grave sentimiento,
En el dolor se destempló el acento.



Las perlas del libro manuscrito, cuya copia tenemos a la vista, son en nuestro concepto, los sonetos «A una Tórtola» y «A una Rosa». Esta flor es la imagen común de la fragilidad de la belleza humana; y el contraste entre el atractivo de su perfume y la repulsión de sus espinas, ha dado motivo para escribir mil moralejas poéticas, que «han vivido como las rosas -el espacio de una mañana». La afamada silva de Rioja termina con un concepto vacío, helado y sutil como neblina de una madrugada de invierno:


Tan cerca, tan unida
Está al morir tu vida,
Que dudo si en sus lágrimas la aurora
Mustia tu nacimiento o muerte llora.



Si uno que otro resabio de la enfermedad de su tiempo se nota en los sonetos indicados, hay en ellos, en cambio, novedad en la observación, como que el autor contempla el objeto que le inspira bajo la influencia de un   -404-   sol de fuego desconocido en las latitudes que habitan los poetas europeos. Los catorce pies se mueven armoniosos para llegar a un fin moral, es cierto. Pero los consejos del ecuatoriano no se derivan de la vida pasajera de la hija mimada de Flora, sino de la imprudencia con que el esplendor de esa misma vida se compromete. Él muestra el ejemplo de la rosa de la sabana, y dice que la mujer no debe aspirar anhelante a ostentar sus hechizos, a agotar en un día la fuente de donde mana su hermosura, si quiere que permanezca y sea durable. Así comprendemos la moral que se encierra en los tercetos de las dos composiciones que copiamos a continuación, escritas en presencia de las rosas que sedientas de una luz que comunica esplendores, se abren enteras a sus rayos y son devoradas en un relámpago.




I

   En cuna de esmeraldas nace altiva
La bella rosa, vanidad de Flora,
Y cuanto en perlas le bebió a la aurora
Cobra en rubís del sol la luz activa;

   De nacarado incendio es llama viva
Que al prado ilustra en fe de que la adora;
La luz la enciende, el sol sus hojas dora
Con bello nácar de que al fin la priva.

   Rosas, escarmentad: no presurosas
Anheléis a este ardor; que si autoriza,
Aniquila también el sol ¡oh rosas!

   Naced y lucid lentas; no en la prisa
Os consumáis, floridas mariposas,
Que es anhelar a arder, buscar ceniza.
-405-


II

   De púrpura vestida ha madrugado
Con presunción de sol la rosa bella,
Siendo sólo una luz, purpúrea huella
del matutino pie de astro nevado.

   Más y más se enrojece con cuidado
De brillar más que la encendió su estrella
Y esto la eclipsa, sin ser ya centella
La que golfo de luz inundó al prado.

   ¿No te bastaba ¡oh rosa! tu hermosura?
Pague eclipsada, pues, tu gentileza
El mendigarle al sol la llama pura;

   Y escarmiente la humana en tu belleza,
Que si el nativo resplandor se apura,
La que luz deslumbró para en pavesa.


III

   ¿Por qué, tórtola, en cítara doliente
Haces que el aire gima con tu canto?
Si alivios buscas en ajeno llanto,
Mi dolor te lo ofrece; aquí detente.

   Al verte sola de tu amante ausente
Publicas triste en ayes tu quebranto;
Yo también ¡ay dolor! suspiro tanto
Por no poder gozar mi bien presente.

   Pero cese ya ¡oh tórtola! el gemido,
Que aunque es inmenso tu infeliz desvelo,
Mayor sin duda mi tormento ha sido,
-406-

   Pues tú perdiste un terrenal consuelo
En tu consorte, pero yo he perdido
En mi adorado bien la luz del cielo.



Este soneto es de mano de maestro: puede rivalizar con los mejores de Lope y de Góngora, y acércase más que los de Garcilaso mismo al estilo y al sentimiento de Petrarca; a tal punto, que el último terceto, por el período y por la idea, pudiera considerarse como una traducción feliz de esos llantos de catorce lágrimas métricas que corrieron, con tanta abundancia como armonía, sobre la tumba de Laura. Este soneto nos da a conocer las fuentes en que estudiaba el P. Aguirre el arte de versificar en castellano. Y por cierto que las escogía con discernimiento, puesto que su maestro fue nada menos que el divino Herrera, en los comentarios que éste escribió con prodigiosa erudición, sobre las obras completas de Garcilaso. Compárense las condiciones que, según éste, exige «la más hermosa de las composiciones y la que requiere más artificio y gracia», y se verá que todas las ha satisfecho el P. Aguirre en éste y en los anteriores sonetos. Piensa Herrera que el soneto ocupa en los tiempos modernos el lugar de los epigramas y odas griegas y latinas, y que hasta cierto punto se acerca a las antiguas elegías, siendo capaz de todo argumento y de abrazar en sí «todas aquellas partes de la poesía». «El soneto -añade- requiere más que ninguna otra combinación de versos, pureza y esmero en la lengua, templanza y decoro: en él es grande culpa cualquier error pequeño, y no se permite licencia alguna ni cosa que ofenda los oídos; y la brevedad suya no sufre que sea ociosa o vana una palabra sola. Por esta razón su verdadero sujeto y materia debe ser principalmente alguna sentencia ingeniosa, aguda o grave, descripta de suerte que parezca propia y como nacida, en aquel lugar... Por esto afirmo ser dificilísimo el estilo del soneto».

  -407-  

En el molde de estas ideas están vaciados los tres sonetos que acaban de leerse: un pensamiento que comienza a desarrollarse desde el primer verso, camina enriqueciéndose con bellos accesorios, y a manera de una cadena artísticamente labrada que muestra adherida a su último eslabón la joya que más la da precio, aparece aquel pensamiento claro, inesperado, incisivo, impresionando el espíritu de su novedad y agudeza, en los tres versos finales. El mismo Herrera y en el mismo lugar, critica la costumbre monótona de «acabar la rima», es decir, de cerrar el sentido y la duración de la frase con cada endecasílabo, haciendo así que el estilo sea humilde y demasiado simple. Con lo cual aconseja se «procure desatar los versos para apartarlos de la vulgaridad». Hasta en este precepto le sigue el P. Aguirre, con sumo acierto de ejecución, como se nota en el terceto último del soneto a la tórtola, en el cual suena con tanta armonía y hasta sentimiento, aquella frase que comprende un endecasílabo entero y las cinco sílabas del siguiente:


   Pues tú perdiste un terrenal consuelo
En tu consorte; pero yo he perdido
En mi adorado bien la luz del cielo.



El ingenio de nuestro poeta es de una índole que interesa: hay en él un fondo moral sin estoicismo, un desdén sin enojo por todo lo que es vano, un espiritualismo no afeado por la vulgaridad de la mística, que le da una fisonomía respetable y simpática al mismo tiempo. Su ingenio ejerce un sacerdocio que inclina al bien, castigando los vicios sin irritación, sin voces de amenaza, y presentando los consejos y la doctrina entre flores llenas de atractivo. No siempre se mantiene a la altura de pensamiento y de estilo en que le hemos visto rayar hasta aquí. Ese ingenio es el de un hombre impresionable y de talento, amigo del trato de sus semejantes. Mezclado   -408-   con los intereses honestos de la sociedad, se siente, como es natural, movido por el viento mutable de las cosas del mundo, y tentado a reírse de las vanidades y defectos ridículos del orgullo humano. Así le vemos, so pretexto de cantar la inconstancia del mar, soberbio y amenazador como un monstruo, en un momento dado, y manso adulador, poco después, de las playas y de los peñascos que lame, mostrar cuán frágiles son las fábricas del orgulloso y cuán voltaria la fortuna en la rueda social en que pesamos los hombres nuestra existencia de fuego de artificio. Son muy discretas e ingeniosas las décimas que ha consagrado a este asunto el P. Aguirre: estaba de buen humor cuando brotaron de su pluma; pero poseído más que nunca de un profundo desdén hacia los poderosos que se ostentan altaneros, para arrastrarse en seguida, vencidos por obstáculos que a veces la más deleznable arena les opone.

Pero hagamos conocimiento cuanto antes con esas espinelas escritas en el corazón del Continente nuevo y en la latitud de cero grados. Todo vive y refleja luz en aquellos climas:




A la inconstancia del mar


(Habla un náufrago)


   Ayer en rocas de nieve
Dragón de plata te vi,
Tan soberbio que temí
Ser sorbo a su onda leve;
Y hoy tan humilde se mueve
Tu resaca que dudé,
A ese peñasco que ve
De tu soberbia la mengua,
Si lo llamas como lengua
Si lo adoras como pie.
-409-

   Bien tus engaños expresas,
Mar, que dividido en cascos,
Ayer bravo herías peñascos,
Y hoy humilde arenas besas:
A qué mudables empresas
Te expones, monstruo arrogante,
Hoy callado, ayer bramante,
Advirtiendo así al prudente
Que jamás hubo creciente
Que no parase en menguante.

   ¿Para qué fue amenazar
Con tantas furias ayer,
Si tu soberbio crecer
Ha sido para menguar?
Bien te pudiste acordar,
Cuando sierpe embravecida
Amenazabas mi vida,
De este cobarde reposo:
Pero ¿cuándo el poderoso
Se acuerda de su caída?

   Si no es que tu engaño intenta
Dar mentirosa esperanza,
Disimulando bonanza
Para crecer en tormenta,
Piadoso se representa
Tu golfo a aquel que lo mira,
Hasta verlo de tu ira
Un despojo lastimoso;
Que siempre es del ambicioso
Propio centro la mentira.

   Ea, pues, golfo inconstante,
Altivo mar impaciente
O volverte a tu creciente
O quedarte en tu menguante.
Cierre el paso al caminante
-410-
Tu cólera enardecida,
Mas no lo harás, que advertida
En tu condición variable,
Imagen de lo mudable
De las cosas de esta vida.

   Y nace esta conjetura
De la experiencia mayor,
Pues ayer vi tu furor,
Y hoy admiro tu blandura:
Aquella y esta pintura
Tan diversas en ornato,
Te hacen con diverso trato
Aunque no son en ti unas,
Un teatro de fortunas
Y de Fortuna un retrato.

   Qué me canso en persuadir,
¡Oh monstruo de vanidad!
Que en firme estabilidad
Mudes tu instable vivir;
Si aunque me puedes oír
El bien a que te provoco,
Está tu discurso poco
Sujeto a varia fortuna,
Pues quien anda con la luna
No puede ser sino loco.



No es dado sacar toda entera a la luz una composición de nuestro autor con la cual quedaría corrido, en chiste y en vigor, el peruano Caviedes. Es una invectiva contra un médico de quien se burla de la manera más cruel, y a quien condena, al menos dentro del territorio ecuatoriano, a una celebridad equivalente a un Sambenito constante y a una vergüenza eterna:

  -411-  


   Doctor Vidales, Doctor
Esqueleto o badulaque,
Doctor chisguete en latín,
Doctor guadaña en romance.

   Escúchame por tu vida
Que va la segunda parte,
Y hay para cebar tu ciencia
Harta materia en mis males.

   A consultártelos vengo,
Mas si verdad he de hablarte,
Por ser ellos muy de atrás
Los juzgo por incurables.



Los epigramas de que podemos dar muestra no están a la altura de las esperanzas que el P. Aguirre hace concebir en este género, en vista de las anteriores cuartetas y de la fama de festivo y satírico que conserva entre sus compatriotas. Los dos que van a continuación son dirigidos a un criticastro en quien la peor condición que moteja es la de respetar poco lo verbal.




A Zoilo



I

   Zoilo, ayer tarde por chiste
Un quidam te dijo ¡tonto!,
Y tú por vengarte pronto
¡Adulador! le dijiste.

   Y a la verdad que lo era
El que tonto te llamó,
-412-
Pues tú no eres tonto, no,
Sino la misma tontera.


II

   Tus mentideras estiras
Con progresos tan felices,
Que en dos palabras que dices
Dices Zoilo mil mentiras.

   Por eso admirados todos
Juzgan con razón por poca,
Que hablas sólo por la boca,
Y que mientes por los codos.



Entre las composiciones del P. Aguirre, sólo hallamos una que pueda llamarse descriptiva y es la que consagra a «diseñar» la ciudad de su nacimiento. En presencia de grandes montañas sobre cuyos picos se levantan columnas de humo y de fuego; hollando un suelo sacudido y trastornado mil veces por los terremotos, surcado por valles amenos y por corrientes de agua que alimentan una vegetación espléndida; nuestro poeta no se tienta a tomar el pincel para copiar paisajes tan hermosos y conmovedores. Sólo para su Guayaquil hay una excepción; bien es verdad que este vergel de la costa del Pacífico lo merece por sus atractivos naturales y por la amenidad del trato de sus habitantes. Situada en el fondo de un golfo, bañada alternativamente por las mareas del océano y por las aguas de un río que viene desde las tierras interiores formando redes de canales, parece una sirena que ha huido de su elemento para guarecerse a la sombra de los mangles y de los tamarindos, y vivir constantemente coronada de pasionarias de exquisito y desconocido perfume.

  -413-  

Un hijo de aquella antigua y galana ciudad debe amarla mucho, y llorarla amargamente, si, como en el caso del P. Aguirre, piensa en ella desde un lugar apartado.




Breve diseño de la ciudad de Guayaquil


(Fragmento)


   Guayaquil, ciudad hermosa,
De la América guirnalda,
De tierra bella esmeralda,
Y del mar perla preciosa,
Cuya costa poderosa,
Abriga tesoro tanto,
Que con suavísimo encanto
Entre nácares divisa
Conjelado en gracia y risa,
Cuanto el alba vierte en llanto.

   Ciudad que es por su esplendor,
Entre las que dora Febo,
La mejor del mundo nuevo,
Y aun del orbe la mejor;
Abunda en todo primor,
En toda riqueza abunda;
Pero es mucho más fecunda
En ingenios, de manera
Que siendo en todo primera,
Es en esto sin segunda.

   Tribútanle con desvelo
Entre singulares modos,
La tierra sus frutos todos,
Sus influencias el cielo;
Hasta el río que con anhelo
-414-
Soberbiamente levanta
Su cristalina garganta
Para tragarse esa perla,
Deteniendo su ira al verla
La besa humilde la planta.

   Los elementos de intento
La miran con tal agrado,
Que parece se ha formado
De todos un elemento;
Ni en ráfagas brama el viento,
Ni son fuego sus calores,
Ni en agua y tierra hay rigores,
Y así llega a dominar,
En tierra, fuego, aire y mar,
Peces, aves, luces, flores.

   Los rayos que al sol regazan
Allí sus ardores frustran,
Pues son luces que la ilustran
Y no incendios que la abrasan;
Las lluvias nunca propasan
De un rocío que de prisa
Al terreno fertiliza,
Y que equivale en su tanto
De la aurora al tierno llanto,
Del alba a la bella risa.

   Templados de esta manera
Calor y fresco entre sí,
Hacen que florezca allí
Una eterna primavera,
Por lo cual si la alta esfera
Fuera capaz de desvelos,
Sin duda tuviera celos
De ver que en blasón fecundo,
Abriga en su seno el mundo
Ese trozo de los cielos.
-415-

   Tanta hermosura hay en ella
Que dudo, al ver su primor,
Si acaso es del cielo flor,
Si acaso es del mundo estrella;
Es, en fin, ciudad tan bella,
Que parece en tal hechizo,
Que la omnipotencia quiso
Dar una señal patente
De que está en el Occidente
El terrenal paraíso.

   Esta ciudad primorosa,
Manantial de gente amable,
Cortés, discreta y afable
Advertida e ingeniosa,
Es mi patria venturosa,
Pero la siempre importuna
Crueldad de mi fortuna,
Rompiendo a mi dicha el lazo,
Me arrebató del regazo
De esta mi adorada cuna.



Nos cabe la suerte de haber presentado al público americano, las obras desconocidas del P. Aguirre. Podemos decir con propiedad del libro manuscrito que las contenía: habent sua fata liberalli, puesto que no es poco caprichoso el destino que le cabe, viniendo a ver la luz pública, a los ciento veinte (120) años (cuando menos) después de escrito, y en una de las ciudades americanas más apartadas de aquella en donde nació el autor y en donde éste ensayó el talento poético que ha rescatado su nombre del olvido70.



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