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Estudios biográficos y críticos sobre algunos poetas sudamericanos anteriores al siglo XIX69
(Edición tirada a un corto número de ejemplares, Tomo I, Buenos Aires, 1865)
-[386]- -387-Las escasas noticias que podemos comunicar acerca de la persona de este poeta ecuatoriano, las hemos deducido leyendo sus composiciones, que existían manuscritas, no hace muchos años, en poder de una persona curiosa avecindada en Guayaquil. El manuscrito, que tiene toda la apariencia de un autógrafo, por las variantes y correcciones que en él se notan y que no pueden provenir sino del autor mismo, forma un volumen in 4.º de 140 folios completos, con este título: Versos castellanos, obras juveniles, misceláneas. Hay en esta colección copias duplicadas de unos mismos versos, y composiciones a medio hacer, como por ejemplo un Poema heroico a San Ignacio de Loyola, en silva, que no quiso concluir el autor, según consta de una nota marginal, por «no tener gana ni tiempo». Ambas razones son poderosas y muy en armonía con el carácter franco y despreocupado que el P. Aguirre descubre en sus escritos ligeros.
No sabemos si se habla o no de este poeta en un Ensayo sobre la historia de la literatura ecuatoriana, que solo conocemos por el título, publicado en Quito por el Dr. D. Pablo Herrera, en el año 1860.
El autor de la Geografía del Ecuador, Dr. D. Manuel Villavicencio en una breve reseña que hace de los escritores antiguos y modernos de aquel país, califica de festivo al poeta que es objeto de la presente noticia.
El P. Juan Bautista Aguirre, nació en la ciudad de Guayaquil, cuna de Dávila, de Rocafuerte, de Olmedo y de otros hombres célebres por sus talentos y producciones literarias. Destinado desde niño a la carrera de las letras, enviole su familia a Quito, cuya universidad y colegios -388- se hallaban bajo la dirección exclusiva de la Compañía de Jesús. Durante los estudios que allí hizo tuvo por Rector al R. P. Pedro Tobar, según se infiere de una nota al pie de una de sus composiciones poéticas. Al término de sus tareas de estudiante, trocó la beca por el hábito, y sentó plaza para toda su vida en la activa milicia de San Ignacio. Parece que en ella desempeñó el empleo de maestro de filosofía, mostrándose en sus lecciones partidario de doctrinas en armonía con el siglo dieciocho en que vivía, en cuanto le era permitido como miembro de un cuerpo que no se señala como innovador en materia de principios filosóficos.
Una sola fecha nos suministra el libro manuscrito del P. Aguirre. Hallamos en él una elegía a la muerte de Felipe V, y otra motivada por el temblor de tierra que por entonces consternó a los habitantes de la Capital del Perú (año 1746). Veinte años más tarde, en 1767, el poeta ecuatoriano descendía las aguas del Guayas con muchos otros de sus compañeros, en cumplimiento de las órdenes que expulsaban, de todos los dominios de España, a los miembros de la Compañía de Jesús. El P. Aguirre, se asiló en Roma, como tantos otros jesuitas americanos, y allí buscó su subsistencia dando lecciones de las ciencias que le eran familiares. Aun hay quien crea que fue maestro del personaje conocido entre los Pontífices con el título de Pío VI, quien, reconocido a la memoria del profesor guayaquileño, dispensó gracias y recompensas a un sacerdote de la familia Aguirre que residía en Guayaquil y existió hasta por los años de 1826.
La inclinación a versificar debió ser poderosa y temprana en el P. Aguirre; y como se deduce del título mismo in extenso de su colección manuscrita, tan dóciles le fueron los endecasílabos castellanos, como los exámetros latinos. Es esta inclinación muy propia de la juventud, especialmente en aquella que se educa empapándose en las letras antiguas y en las humanidades. Pero en el P. -389- Aguirre pudo influir también el estímulo del ejemplo en su propia casa, pues debían llegarle a la mano con frecuencia, tentándole a la gloria por el camino del parnaso, las Flores Poéticas impresas en Madrid en 1767, cultivadas y reunidas por el maestro Jacinto de Evia. Su entonación es digna del libro por excelencia, de la Biblia, en cuyas páginas, bebe de preferencia, sus pensamientos e imágenes, ya cante «La Caída de Luzbel», ya se eche a soñar por las regiones del Apocalipsis, pintando a la reina de los ángeles, en un canto místico simbólico a la «Concepción de Nuestra Señora», con el ardiente pincel del inspirado de Patmos.
Es lástima que estas dos composiciones, valientemente delineadas, rayen con frecuencia en una especie de majestad enfática que las desluce. A veces la robustez de la dicción no anda a la par con la dignidad del pensamiento, y el verso desmaya en ocasiones en que debiera sonar tanto más lleno cuanto es más encumbrado el asunto, o más audaz la imagen. Disgusta también en estas composiciones el encontrar asociadas las figuras del antiguo testamento con los mitos del paganismo; confundidos en uno el infierno católico y el Báratro, Luzbel y Faetón. Pero estos defectos más son del tiempo en que escribía Aguirre que de su juicio propio: cedía al torrente de las usanzas de su época, y mientras en su conciencia y en su corazón no daba cabida sino al amor a un Dios único, acariciaba en su imaginación a todos los de la antigüedad, presentados con aspectos tan halagüeños por los poetas antiguos.
El título de la composición «La rebelión y caída de Luzbel y de sus secuaces» deja esperar un largo poema; pero el autor ha limitado tan vasto asunto a las dimensiones de un cuadro reducido, cuyas figuras, aparecen rápidamente para dar una lección de escarmiento a aquellos que, por orgullo, se condenan a aposentar durante toda la vida el infierno en sus corazones. Luzbel coronado -390- de estrellas, vestido de resplandores, perfecto en todo, esclarecido entre los querubines sus iguales, enorgulleciose al contemplarse en tanta altura, colmado de tantas perfecciones y dejose arrebatar de la ingratitud y la envidia. En las primeras estrofas, se promete ahogar al sol dentro de su misma cuna, trastornar el orden del universo, convertir los astros en pavesas, y continúa en las siguientes con la valentía de versificación que va a verse...
Esta composición de la cual hemos suprimido algunas octavas, no es inferior en nada a alguna de las que reimprimen aun los españoles, pertenecientes a sus poetas antiguos. El autor de la «Caída de Luzbel», no puede temer el paralelo con el Maestro José de Valdivieso, ni con D. Alfonso de Acevedo, recientemente rejuvenecidos por el distinguido literato D. Cayetano Rossel, en el tomo segundo de los Poemas épicos publicado en la colección de autores españoles del tipógrafo Rivadeneira. Ni por el asunto, ni por el lenguaje, ni por la nobleza de las ideas, ni siquiera por la fantasía (aparte la extensión) superan en nada «La Muerte del Patriarca San José» y «La Creación del Mundo», a la «Rebelión de Luzbel» del poeta sudamericano.
El capítulo XII del Apocalipsis le inspira un canto, en octavas también como el anterior, a «la Concepción de María». La madre coronada de estrellas, amenazada por el Dragón de siete fauces, a quien debelan los batallones de espíritus angélicos, es la tela sobre la cual la valiente imaginación de nuestro poeta ha bordado un cuadro cuajado de piedras preciosas que reflejan luz hasta ofuscar la vista. Pero en esta producción, a causa, probablemente, de lo levantado del asunto, ha incurrido el autor en los vicios de la ponderación, y de la oscuridad metafórica de la escuela que predominaba en sus días. El espíritu de «las Soledades» se ha apoderado de la ardiente imaginación del hijo del Ecuador, sin poderse desasir de él, y sin -393- que acierten a velarle las reminiscencias de mejores modelos. Vémosle solicitado, por decirlo así, por dos fuerzas: la una le lleva a la corriente del culteranismo, la otra tiende a retenerlo en la esfera racional y templada que le ofrecen los modelos de la antigüedad, representados dignamente, en el estilo y en las formas, por el creador de la Jerusalem libertada. En esta lucha no hay sino una victoria a medias, una especie de transacción en que se mezclan las calidades de ambas escuelas, como puede notarse por la siguiente invocación que nos parece digna de ser conocida:
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Ahora vamos a ver como reúne el P. Aguirre en una misma composición, las galas poéticas y las lecciones de ética; la razón y el sentimiento; la originalidad de su propia inspiración y la seductora influencia de las formas de Calderón de la Barca. Los versos que vamos a leer trascienden en su idea fundamental a moral escolástica, aguda, ingeniosa, sutilísima. Pero envuelta en la amenidad de las flores de una rica y seria poesía, imprime con su ritmo una lección sana para el ánimo, que conforta y levanta. Así es como el arte ennoblece nuestro ser y le aconseja encantándole.
Carta a Lisardo persuadiéndole que todo lo nacido muere dos veces para acertar a morir una.
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El P. Aguirre cantó también de amores profanos, como muchos otros sacerdotes, que no por esto han desmerecido en el concepto de honestos y religiosos. Es verdad -396- que tuvo la precaución de advertir en una nota, que si escribía versos eróticos, era por pura diversión y ejercicio, y que debían considerarse (añade con gracia) como requiebros inocentes de D. Quijote a la impalpable Dulcinea. No hay tampoco que fiar en los títulos de esas composiciones, porque quien llevado por ellos creyera encontrar pábulo a la pasión, podría muy bien sacar por única cosecha una amonestación o un desengaño. Tal acontece con unas hermosas y bien redondeadas octavas que tienen por objeto describir al «mar de Venus». Sus aguas no bañan las márgenes de aquella isla que los versos de Camoens pintan con tanta voluptuosidad, y que la Diosa hija de las espumas, dispuso y pobló con seductoras ninfas para solaz de los esforzados lusitanos que peregrinaban por un océano «nunca de antes navegalo». El mar de la Venus del jesuita ecuatoriano, es un lago de martirio en donde reman, atados a cadenas de espinosas flores, los esclavos de aquella deidad y de su traviesísimo hijo, diestro en ardides como en el manejo del arco.
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Difícil era que un hijo de Guayaquil no cantara por sí, o como apoderado de algún amigo sensible, la hermosura de los ojos de sus celebradas compatriotas. Pero, la composición que consagra a este objeto, no participa del fuego de aquellas pupilas abiertas al resplandor del día de los trópicos. El ingenio del poeta se aviva y se aguza ante ellas; pero su corazón no se resiente de las impresiones que ha recibido su cabeza, la cual conserva entera libertad para juguetear, alegre y desembarazada, con los ojos de la mujer como con dos niños inocentes. Admira, comprende la gracia y el poder de esas estrellas, de esos ángeles, de esos espíritus réprobos, que son y no son como el fuego, como el agua, como la muerte, según sus propias expresiones; pero no se deja cautivar, ni seducir, ni atraer siquiera por el imán irresistible de la mirada de «los ojos hermosos». Para el poeta el alma no se asoma a ellos; ni son el reflejo de la sinceridad de los afectos escondidos; ni espejos fieles sobre cuya tersura se retrata el carácter. Aguirre no descubre en ese rasgo animado de la fisonomía femenina, más que el órgano de la vista, y el lazo en que caen, al poder de la astucia y la gracia, las aficiones puramente sensuales. El moralista, no se muestra con esto, ni filósofo ni poeta, ni tan generoso de espíritu como Luis de León, quien conformándose con el parecer de «los sabios», ha dicho «que son los ojos en donde más se descubre la belleza o torpeza del ánimo interior, y por donde, entre las personas, más se comunica y enciende la afición».
-398-Sin embargo la composición a que aludimos es un fruto notable, desprendido en sazón del frondoso talento de quien la ha escrito, y una página que no palidece colocada al lado de otras muchas, análogas a ella, en que la escuela conceptuosa del parnaso español, reflejo del italiano, ha derramado a torrentes chispas de ingenio, que si no incendian, brillan al menos agradablemente,
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Del mismo género que los anteriores son los versos que copiamos a continuación. Vamos a ver en ellos cómo se le presentaba a nuestro poeta la mujer en todo el conjunto de sus atractivos. Allí retrataba solo los ojos, aquí -400- bosqueja un cuadro de cuerpo entero; pero siempre con la misma levedad de tintas y sin pasar de las formas externas, agraciadas con el barniz del talento.
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Al P. Aguirre le ha cabido igual suerte que a muchos otros escritores de ingenio vivo y de talento robusto. La fama de su nombre, que se conserva tradicionalmente en el Ecuador, no está fundada en sus obras serias, en sus composiciones morales, generalmente escritas con entonación y maestría, sino en algunas composiciones ligeras y epigramáticas, de esas que más fácilmente se guardan en la memoria y halagan al paladar del mayor número. Para el pueblo de Guayaquil, el P. Aguirre es el poeta decidor, mordaz, chistoso por excelencia, y se recitan de él uno que otro juguete, uno que otro epigrama, sin sospechar que quien los produjo era un espíritu serio, y suficiente para honrar por sí solo la literatura de todo el Reino colonial de Quito.
Esta manera poco equitativa de estimar su mérito, no es un cargo contra su posteridad únicamente: ya sus contemporáneos caían en el mismo extravío a juzgar por la indignación con que dirigiéndose «a un Zoilo», prorrumpe en un apóstrofe cuya arrogancia puede servir para medir el tamaño del agravio que en su concepto se le infería, negándosele la capacidad de subir a las gradas más altas del templo de las Musas:
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Y efectivamente, si no nos equivocamos, el jesuita ecuatoriano, precursor de Olmedo, ha rayado a veces en lo sublime y ha acertado a producir en un estilo digno de los más arduos asuntos a que podía contraerse en su tiempo y en el seno de la sociedad en que vivía. En un certamen abierto en la Academia fundada en Quito con el nombre de Pichinchense, y al cual concurrió con unas Liras, mostró el P. Aguirre cuán atrevidas eran sus concepciones, pues pudiendo limitarse al trillado asunto propuesto, que era, el nacimiento del niño Jesús, él se presentó ante sus jueces cantando el arrepentimiento de la naturaleza humana, al sentirse caída por el delito de nuestro primer padre. El poeta personifica a esa entidad multiforme y sellada en cada uno de sus infinitos miembros con el sello de la sabiduría de donde emana, y la coloca, ruborosa y deshecha en llanto, a la sombra del árbol de la muerte. Su mal es infinito y sin embargo acrece cada día; su único alivio es el llanto, la única esperanza la resignación a las voluntades de la Providencia...
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Las perlas del libro manuscrito, cuya copia tenemos a la vista, son en nuestro concepto, los sonetos «A una Tórtola» y «A una Rosa». Esta flor es la imagen común de la fragilidad de la belleza humana; y el contraste entre el atractivo de su perfume y la repulsión de sus espinas, ha dado motivo para escribir mil moralejas poéticas, que «han vivido como las rosas -el espacio de una mañana». La afamada silva de Rioja termina con un concepto vacío, helado y sutil como neblina de una madrugada de invierno:
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Si uno que otro resabio de la enfermedad de su tiempo se nota en los sonetos indicados, hay en ellos, en cambio, novedad en la observación, como que el autor contempla el objeto que le inspira bajo la influencia de un -404- sol de fuego desconocido en las latitudes que habitan los poetas europeos. Los catorce pies se mueven armoniosos para llegar a un fin moral, es cierto. Pero los consejos del ecuatoriano no se derivan de la vida pasajera de la hija mimada de Flora, sino de la imprudencia con que el esplendor de esa misma vida se compromete. Él muestra el ejemplo de la rosa de la sabana, y dice que la mujer no debe aspirar anhelante a ostentar sus hechizos, a agotar en un día la fuente de donde mana su hermosura, si quiere que permanezca y sea durable. Así comprendemos la moral que se encierra en los tercetos de las dos composiciones que copiamos a continuación, escritas en presencia de las rosas que sedientas de una luz que comunica esplendores, se abren enteras a sus rayos y son devoradas en un relámpago.
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Este soneto es de mano de maestro: puede rivalizar con los mejores de Lope y de Góngora, y acércase más que los de Garcilaso mismo al estilo y al sentimiento de Petrarca; a tal punto, que el último terceto, por el período y por la idea, pudiera considerarse como una traducción feliz de esos llantos de catorce lágrimas métricas que corrieron, con tanta abundancia como armonía, sobre la tumba de Laura. Este soneto nos da a conocer las fuentes en que estudiaba el P. Aguirre el arte de versificar en castellano. Y por cierto que las escogía con discernimiento, puesto que su maestro fue nada menos que el divino Herrera, en los comentarios que éste escribió con prodigiosa erudición, sobre las obras completas de Garcilaso. Compárense las condiciones que, según éste, exige «la más hermosa de las composiciones y la que requiere más artificio y gracia», y se verá que todas las ha satisfecho el P. Aguirre en éste y en los anteriores sonetos. Piensa Herrera que el soneto ocupa en los tiempos modernos el lugar de los epigramas y odas griegas y latinas, y que hasta cierto punto se acerca a las antiguas elegías, siendo capaz de todo argumento y de abrazar en sí «todas aquellas partes de la poesía». «El soneto -añade- requiere más que ninguna otra combinación de versos, pureza y esmero en la lengua, templanza y decoro: en él es grande culpa cualquier error pequeño, y no se permite licencia alguna ni cosa que ofenda los oídos; y la brevedad suya no sufre que sea ociosa o vana una palabra sola. Por esta razón su verdadero sujeto y materia debe ser principalmente alguna sentencia ingeniosa, aguda o grave, descripta de suerte que parezca propia y como nacida, en aquel lugar... Por esto afirmo ser dificilísimo el estilo del soneto».
-407-En el molde de estas ideas están vaciados los tres sonetos que acaban de leerse: un pensamiento que comienza a desarrollarse desde el primer verso, camina enriqueciéndose con bellos accesorios, y a manera de una cadena artísticamente labrada que muestra adherida a su último eslabón la joya que más la da precio, aparece aquel pensamiento claro, inesperado, incisivo, impresionando el espíritu de su novedad y agudeza, en los tres versos finales. El mismo Herrera y en el mismo lugar, critica la costumbre monótona de «acabar la rima», es decir, de cerrar el sentido y la duración de la frase con cada endecasílabo, haciendo así que el estilo sea humilde y demasiado simple. Con lo cual aconseja se «procure desatar los versos para apartarlos de la vulgaridad». Hasta en este precepto le sigue el P. Aguirre, con sumo acierto de ejecución, como se nota en el terceto último del soneto a la tórtola, en el cual suena con tanta armonía y hasta sentimiento, aquella frase que comprende un endecasílabo entero y las cinco sílabas del siguiente:
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El ingenio de nuestro poeta es de una índole que interesa: hay en él un fondo moral sin estoicismo, un desdén sin enojo por todo lo que es vano, un espiritualismo no afeado por la vulgaridad de la mística, que le da una fisonomía respetable y simpática al mismo tiempo. Su ingenio ejerce un sacerdocio que inclina al bien, castigando los vicios sin irritación, sin voces de amenaza, y presentando los consejos y la doctrina entre flores llenas de atractivo. No siempre se mantiene a la altura de pensamiento y de estilo en que le hemos visto rayar hasta aquí. Ese ingenio es el de un hombre impresionable y de talento, amigo del trato de sus semejantes. Mezclado -408- con los intereses honestos de la sociedad, se siente, como es natural, movido por el viento mutable de las cosas del mundo, y tentado a reírse de las vanidades y defectos ridículos del orgullo humano. Así le vemos, so pretexto de cantar la inconstancia del mar, soberbio y amenazador como un monstruo, en un momento dado, y manso adulador, poco después, de las playas y de los peñascos que lame, mostrar cuán frágiles son las fábricas del orgulloso y cuán voltaria la fortuna en la rueda social en que pesamos los hombres nuestra existencia de fuego de artificio. Son muy discretas e ingeniosas las décimas que ha consagrado a este asunto el P. Aguirre: estaba de buen humor cuando brotaron de su pluma; pero poseído más que nunca de un profundo desdén hacia los poderosos que se ostentan altaneros, para arrastrarse en seguida, vencidos por obstáculos que a veces la más deleznable arena les opone.
Pero hagamos conocimiento cuanto antes con esas espinelas escritas en el corazón del Continente nuevo y en la latitud de cero grados. Todo vive y refleja luz en aquellos climas:
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No es dado sacar toda entera a la luz una composición de nuestro autor con la cual quedaría corrido, en chiste y en vigor, el peruano Caviedes. Es una invectiva contra un médico de quien se burla de la manera más cruel, y a quien condena, al menos dentro del territorio ecuatoriano, a una celebridad equivalente a un Sambenito constante y a una vergüenza eterna:
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Los epigramas de que podemos dar muestra no están a la altura de las esperanzas que el P. Aguirre hace concebir en este género, en vista de las anteriores cuartetas y de la fama de festivo y satírico que conserva entre sus compatriotas. Los dos que van a continuación son dirigidos a un criticastro en quien la peor condición que moteja es la de respetar poco lo verbal.
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Entre las composiciones del P. Aguirre, sólo hallamos una que pueda llamarse descriptiva y es la que consagra a «diseñar» la ciudad de su nacimiento. En presencia de grandes montañas sobre cuyos picos se levantan columnas de humo y de fuego; hollando un suelo sacudido y trastornado mil veces por los terremotos, surcado por valles amenos y por corrientes de agua que alimentan una vegetación espléndida; nuestro poeta no se tienta a tomar el pincel para copiar paisajes tan hermosos y conmovedores. Sólo para su Guayaquil hay una excepción; bien es verdad que este vergel de la costa del Pacífico lo merece por sus atractivos naturales y por la amenidad del trato de sus habitantes. Situada en el fondo de un golfo, bañada alternativamente por las mareas del océano y por las aguas de un río que viene desde las tierras interiores formando redes de canales, parece una sirena que ha huido de su elemento para guarecerse a la sombra de los mangles y de los tamarindos, y vivir constantemente coronada de pasionarias de exquisito y desconocido perfume.
-413-Un hijo de aquella antigua y galana ciudad debe amarla mucho, y llorarla amargamente, si, como en el caso del P. Aguirre, piensa en ella desde un lugar apartado.
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Nos cabe la suerte de haber presentado al público americano, las obras desconocidas del P. Aguirre. Podemos decir con propiedad del libro manuscrito que las contenía: habent sua fata liberalli, puesto que no es poco caprichoso el destino que le cabe, viniendo a ver la luz pública, a los ciento veinte (120) años (cuando menos) después de escrito, y en una de las ciudades americanas más apartadas de aquella en donde nació el autor y en donde éste ensayó el talento poético que ha rescatado su nombre del olvido70.