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ArribaAbajoOración fúnebre

predicada en las solemnes exequias que al cabo de año se hicieron a la feliz memoria del Ilmo. Señor Doctor D. Juan Nieto Polo del Águila, Obispo de la ciudad de Quito en su Iglesia Catedral el día 17 de Marzo de 1760


por el R. P. Juan Bautista de Aguirre de la Compañía de Jesús, Catedrático que fue de Filosofía y actualmente de Teología en la Real Universidad de S. Gregorio Magno de Quito


Dalo a luz el Sr. Dr. Don Juan Gregorio Freire, secretario que fue en los dos Obispados de Sta. Marta y Quito del Ilustr. difunto y Canónigo de la Sta. Iglesia Catedral de esta Ciudad


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«Señor, tú sabes que miro con horror esta insignia de gloria que llevo en la cabeza» (Esth. c. 14, v. 16)

¿Qué asombro es el que os posee, humanísimos oyentes? Mejor diré, ¿qué asombro es el que os desposee tanto de vosotros mismos, que, divorciando la razón del alma, os deja con vida y sin sentido? Transformados en vivos simulacros del espanto, nada me habláis, y os digo mucho: porque ese vuestro enfático silencio se está explicando en una especie de idioma, que lo entienden los ojos y hace eco acá en el alma. Siccine? (grita en mudas cláusulas vuestra confusión). «¿Así, así separa la amarga muerte?» (Reg. 5, 32). ¿Es posible que el mejor sol de nuestra América, el segundo Elías de nuestros tiempos, el celador de la divina Ley, la gloria de las ínfulas, el honor del santuario, el Ilustrísimo y venerable Señor Doctor Don JUAN NIETO POLO del ÁGUILA se ha convertido finalmente en pavesas, en polvo, en humo, en nada? ¿Es posible que la muerte abatió la cerviz y despedazó las plumas de aquella mística Águila, que condujo por una gran parte de este nuevo mundo el carro de la gloria de Dios? ¿de aquella Águila, cuya cabeza pudo serlo de un oráculo, cuyas plumas pudieron servir de columnas en el templo de la sabiduría, cuyo pico de oro lo quisiera la fama para formar de él su más canoro y más fecundo clarín? Siccine, siccine? ¿Así, así se introduce la polilla de la muerte aun entre las púrpuras sagradas, con que se adorna la Esposa del Cordero? ¿Así apagan sus sombras, aun a las mayores lumbreras que brillan en el Sancta Sanctorum? ¿Así derriba su hoz a los cedros más sublimes que coronan la frente del sagrado Líbano? «Alza el grito, oh pino, porque cayó el cedro» (Zach. 11, 6). ¡Oh, cuánta luz comunican al alma las   -554-   sombras de ese féretro! ¿Esto habían sido la pompa y grandeza de este mundo? ¿luz efímera, que sólo resplandece aquel momento que basta para causarle humos al que ilustra? Siccine? ¿Esto habían sido las riquezas? ¿tierra o polvo brillante, que marchita todo su resplandor luego que llega a mezclarse con las cenizas del sepulcro? Siccine? ¿Esto habían sido los adornos y galas? ¿banderas de la vanidad, que sostenidas de una débil vara, las precipita a tierra el soplo de la muerte? Siccine? ¿Esto habían sido las dignidades y tronos? ¿máquinas fundadas sobre el aire, que un aliento las fabrica en la vida y un desaliento las arruina en la muerte? Siccine? siccine? Sí, sí, esto habían sido las cosas de este mundo; mas quizá nada de esto serían, porque ya nada son: «Han sido reducidas a la nada» (Job 16, 8). Los mantos y las púrpuras son relámpagos de luz, que luego se consumen; los báculos y cetros son írides de oro, que luego se deshacen; las mitras y coronas son estrellas errantes, que luego desaparecen; toda la majestad y grandeza es flor efímera, que al menor soplo de la Parca se marchita, al menor cierzo se deshoja, al menor impulso se despedaza. Siccine separat amara mors?

¿No son éstas, discretísimo auditorio, las verdades que os están sugiriendo esas venerables cenizas? ¿No son éstas las luces que está encendiendo en vuestra reflexión ese ilustrísimo polvo? Sí, sí. Dabo autem operam et frequenter habere vos post obitum meum, ut horum memoriam faciatis (II Ptr. 1, 15), decía el Apóstol San Pedro a los primeros fieles: «Yo procuraré, aun después de muerto, que tengáis siempre presentes estas importantes verdades», post obitum meum, ut horum memoriam faciatis. Y esto mismo es lo que practica hoy con nosotros nuestro celoso y amantísimo prelado: nos da en los ojos con sus mismas cenizas, para que veamos en ella nuestra nada; procura, aun después de muerto, traernos a la memoria aquella verdad que repetía Su Ilustrísima tantas veces cuando vivo: «Todo es vanidad y aflicción de espíritu» (Eccl. 1, 14) la grandeza y pompa de este mundo son un engaño colorido, todo espinas en el fondo, todo flores en perspectiva. ¡Oh, si todos, señores, oh, si todos   -555-   hubierais sido testigos de la fuerza y alma que infundía a estos desengaños su enérgica viveza!

Ello era cosa admirable, ver a nuestro Ilustre Prelado en lo mejor de su edad, navegando en el mar de este siglo, como en un golfo de leche, todos los vientos favorables a popa, todas las ondas en bonanza, todas las estrellas con aspecto risueño; mas él tan superior a su grandeza y a sí mismo, que temía como borrasca la serenidad y como escollos del sosiego las insignias de su fortuna. ¡Con qué esfuerzos no procuró sacudir de sus hombros la alta dignidad de Esposo tuyo, oh insigne Catedral de Quito! ¡qué súplicas no dirigió ya a Madrid, ya al Vaticano, sobre arrojar de su mano el cayado de oro con que os pastoreaba, oh nobilísima grey, suspirando siempre por cambiar el resplandor excelso de la mitra por la humilde obscuridad de un bonete!

Domine, tu scis (oíd los votos con que solicitaba las piedades de su Dios, cuando más altamente engolfado en el mar de sus dichas) Domine, tu scis quod abominer signum gloriae meae, quod est super caput meum, Oh Dios, a quien únicamente se le debe todo honor, toda gloria, bien sabes, gran Señor, con cuánto ardor deseo mirar debajo de mis pies esta gloriosa insignia que traigo sobre mi cabeza. Bien sabes y sé yo que los diamantes de esta mitra no ilustran como luces, sino bruman como piedras; que su círculo de oro parece laurel en la frente, y es dogal en el alma; parece iris por de fuera y es tempestad hacia adentro: «¿Qué es el poderío de la cumbre sino tempestad en la mente?» (Greg. Pastor. c. 9). ¡Y ojalá supieran todos esto mismo! Utinam saperent! (Deuter. 32, 29). ¡Ojalá conocieran que las insignias más gloriosas de la grandeza humana son, sicut foenum tectorum (Ps. 128, 5), aristas de heno, arraigadas en el viento sobre paja y humo, que sin dar fruto alguno se marchitan; son ramos de palma pintados en la frente de los grandes, que sólo arrojan hacia el corazón espinas por raíces: Ante frontes picturae palmarum (Ezech. 40, 16). ¿Qué otra cosa fueron que sombras y pintura la fortuna de César, la felicidad de Polícrates, los   -556-   triunfos y gloria de Alejandro? ¿Qué fueron los ejércitos de Jerjes, las flotas de Salomón, los tesoros de Creso, los palacios de Ciro, los edificios de Démades, los aplausos de Tito, las galas de Átalo, los jardines de Alcínoo? «Todo aquello no fueron palmas, sino pinturas de palmas» (Greg. hom. 17, in Ezch.). Todo ello fue sombra o pintura de grandeza que desvanecida con el soplo de la muerte, quedó en nada. Pues todo es nada, ¡oh, si pudiera arrojar de mis sienes tan brillante nada que las oprime y que suele deslumbrar con su mentido esplendor de fantasía! Tu scis, quod abominer signum gloriae meae quod est super caput meum.

¿Habéis oído, señores, las verdades de que estaba íntimamente penetrada la grande alma de nuestro Ilustre Prelado, cuando vivo? ¿No son éstas mismas las que os está ahora prácticamente persuadiendo, cuando muerto? Sí, ellas son: Dabo operam post obitum meum, ut horum memoriam faciatis. Nada somos, os gritan esas cenizas venerables. Y yo, haciéndome intérprete de sus cláusulas, os persuadiera también en este rato, que las dignidades y grandezas de este mundo, son un resplandeciente engaño, una ilustrísima nada, si estuviera tan persuadido a esta verdad, como nuestro ilustrísimo difunto. Pero yo discurro algo diversamente. Convengo en que la grandeza de esta vida es nada para quien la aprecia mucho, convengo en que es vanidad para quien con vanidad la pretende; pero al mismo tiempo afirmo que es verdadera grandeza para quien, como nuestro Ilustrísimo, la rehúsa, la desdeña, la pisa. Con dos pasajes de la Escritura aclararé mi pensamiento.

Refiere el Evangelista San Marcos que los dos Apóstoles Santiago y San Juan, animados o de la confianza que les inspiraba el amor de su Maestro, o de las persuasiones que les sugería el ambicioso deseo de engrandecerse, pidieron a nuestro Redentor que les diese las dos primeras y más gloriosas sillas de su Reino: «Concédenos que nos sentemos en tu gloria, el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda» (Mc. 10, 37). Poco tiempo después, hallándose Su Majestad con todos sus apóstoles en el   -557-   Cenáculo, y animando con promesas llenas de dulzura su confianza, les decía: Amados hijos y discípulos míos, ¿qué cortedad es la vuestra? Hasta ahora no habéis pedido cosa alguna: pedid y estad ciertos de que a vuestros ruegos está vinculada la asecución de cuanto deseaseis: Usque modo non petistis quidquam; petite et accipietis (Io. 16, 14). Repara San Agustín, y habréis reparado todos, en la aparente antilogía de estos dos textos. ¿Cómo asegura la Verdad eterna que no habían pedido sus discípulos cosa alguna, siendo cierto que San Juan y Santiago le habían pedido, y pedido mucho? Da nobis. Los dos primeros tronos, las dos mayores dignidades del cristianismo a que aspiraban los pretensores ¿no son cosa? El pedir esto ¿es pedir nada? Sí, responde Cristo Nuestro Señor, sí: non petistis quidquam; porque las grandezas humanas nada son. Esto parece, señores, que es confirmar los dictámenes que os está sugiriendo el desengaño, y que tantas veces inculcaba nuestro ilustre difunto. Omnia vanitas. Pero pasemos adelante.

Habló Dios a Moisés en la zarza, y le mandó que pasase a la corte de Menfis con el carácter de enviado extraordinario a Faraón, y guía del pueblo de Israel: «Ven y te mandaré a Faraón, para que saques a mi pueblo, los hijos de Israel» (Ex. 3, 10). Rehusó Moisés humilde el empleo, y persistió repetidas veces en eximirse de él, representando su inhabilidad e insuficiencia. «¿Quién soy yo para ir? Soy de labios incircuncisos. Ruégote, Señor, manda a quien has de mandar» (Ex. 3, 11; 4, 30; 4, 13). Ningún efecto tuvieron sus propuestas; intimole Dios que obedeciese; confirmole la investidura de enviado, y le añadió que lo elevaba a ser dios de Faraón: Ecce constitui te deum Pharaonis (Ex. 7, 1). ¡Rara desigualdad entre las dignidades a que aspiraran los apóstoles y la que rehusó Moisés! ¿Por qué, señores, por qué los dos primeros tronos del Reino de Cristo han de ser nada para San Juan y Santiago - non petistis quidquam-, y el empleo de embajador a un rey gitano y de pastor de una nación cautiva ha de ser una como divinidad para Moisés -constitui te deum Pharaonis-? Mas ¿por qué había de ser? Los dos apóstoles aspiraron, pretendieron,   -558-   pidieron para sí aquellas dignidades -da nobis, da nobis-; por esto para ellos fueron nada -non petistis quidquam-; Moisés por el contrario desdeñó esta otra, aun cuando Dios se la ofrecía: quis ego sum ut vadam?; por esto fue para él una sólida, sublime y casi divina grandeza -ecce constitui te deum-. No hay que dudar, señores, esta es la naturaleza de las dignidades de este mundo: al que ambicioso las enamora, y las coloca sobre su cabeza, lo abaten; al que generoso las desprecia y las pone debajo de sus pies, lo elevan.

Empezad ya, oh nobilísimo rebaño, a medir por esta regla la grandeza de vuestro ilustre Pastor difunto. Apartad la vista de esas gloriosas cenizas que os llenan de lágrimas los ojos, y reflexionad sobre la celsitud de aquella alma verdaderamente heroica, muy superior siempre a las grandezas de esta vida, de aquella dichosísima alma, que ya, si no me engaña mi esperanza, «mira bajo sus pies, nuevo huésped del cielo, las nubes vagorosas y los lucientes astros del mundo».

Ya a lo menos, para suavizar de algún modo el dolor que os ha ocasionado la irreparable pérdida de tan grande príncipe, dirigiré mi oración a evidenciaros que él fue un Prelado máximo por lo mucho que hizo, pero que fue mayor porque lo hizo todo, pretendiendo ser nada. Empezamos pidiendo gracia a aquella bellísima Virgen que, desde un principio, estuvo llena de ella.- Ave María.

Aquella respiración venenosa: «seréis como dioses» (Gen. 3, 5), con que inficionó la serpiente el corazón del primer hombre, ha sido un aire pestilencial, «espíritu de vértigo» (Is. 19, 14), que mareando a todo el género humano, les trae en continuo trastorno las cabezas. Girad con la consideración todo el mundo y avisadme, señores, si se halla en él algún Olimpo tan elevado que con frente serena mire siempre hacia abajo las ráfagas de la ambición, «bajo los pies las nubes». Avisadme si se halla algún Elías que no quiera cambiar su manto de pieles con la púrpura de Acab, algún Moisés que no aspire a trocar la servidumbre de Israel por la dignidad de príncipe   -559-   de Egipto, algún Samuel que repugne dejar la escoba de la mano para tomar en ella el pastoral de Helí, algún tizón humoso de Isaías que no desee colocarse en los brillantes candeleros del Apocalipsis. Avisadme, mas ¿dónde lo hallaréis, si el aire de la ambición es, según San Bernardo, un torbellino impetuoso «que hace dar vueltas a todos», que sin respetar circunstancias ni tiempo, sexos ni edades, condiciones ni estados, acomete triunfante, no menos a las cumbres del Líbano que a las llanuras de Sennaar, no menos a los teatros que a las basílicas, a las chozas que a los pináculos, a los telonios que a los altares - omnes torquens-. Caen (¿quién no lo sabe?) caen precipitados al impulso de sus ráfagas los palacios de Babilonia, pero también se estremece el templo de Jerusalén; se arruinan los torreones excelsos de la Asiria, pero también tiemblan los collados de la Tierra Santa; se despedazan los sauces del Egipto, pero también se humillan las victoriosas palmas de Cades; fracasa náufrago el soberbio galeón de Tiro, pero también padece tormenta la misteriosa barca de Tiberíades -«La navecilla era sacudida, por serle contrario el viento» (Matth. 14, 21)-. Revolved, señores, revolved las historias ya sacras, ya profanas, ¿qué veréis? Veréis a este huracán furioso haciendo con igual ímpetu estremecer en las frentes de los grandes así mitras como coronas; arrancando de las manos de los príncipes así báculos como bastones; arrebatando el aire como despojos de sus violencias, no sólo bengalas y moriones, sino también ínfulas y tiaras -omnes torquens-. Veréis que acá, bajo los estandartes de César, de Alejandro, de Aníbal abanderiza medio mundo y suscita nublados horrorosos de guerras. Veréis que allá, a las órdenes de Mohemet, de un Barbarroja, de un Wernon, puebla de leños los mares y de volcanes las aguas. Veréis que en otra parte conmueve océanos turbulentos de sangre, ya por medio de un Oco, rey de Persia, que tiñó la púrpura de su imperio con la sangre de ochenta hermanos suyos, a quienes hizo degollar en solo un día; ya por medio de una Atalía madre de Ocozías; que por asegurar la corona de Judá en su cabeza, derribó de los hombros todas las de sus nietos; ya por medio de   -560-   un Adonibezec, monarca cananeo, que hizo cortar las manos a setenta reyes prisioneros, para con estas reales palmas coronar de triunfos su grandeza; ya por medio de un Selín Primero que los despedazados cadáveres de su padre, hermanos y sobrinos hizo escalones para ascender a la cumbre del trono; ya por medio de cincuenta emperadores romanos violentamente muertos, que... pero basta. No os detengáis más en considerar los estragos que ha causado este aire tempestuoso en Babilonia, pasad a ver también los que ha ocasionado en la Ciudad santa de Sión. ¡Oh, qué tragedias! ¡oh, qué escándalos! ¿Quién intentó primero dividir la túnica inconsútil del Dios Hombre, dando principio a treinta cismas que han estremecido a la Iglesia? La ambición de un Novaciano que aspirando a empuñar el timón de la Nave Apostólica, fracasó con todos sus secuaces en el escollo de la herejía. ¿Quién separó a Bizancio de Roma, a la Iglesia griega de la latina? La ambición de Juan Jerosolimitano, que negó la obediencia a las llaves de San Pedro, porque le cerraron la puerta al título de Patriarca Ecuménico a que aspiraba. ¿Quién con tan grave escándalo y división del rebaño de Cristo sostuvo al antipapa Pedro de León? La ambición de Gerardo, Obispo de Angulema, que, por no haber conseguido del Vice-Dios Inocencio II una ilustre ocupación que pretendía, quiso rasgar el velo del Santuario y colocar sobre el monte del Testamento la imagen del anticristo. Una púrpura cardenalicia negada a Marcos de Efeso fue la llama que encendió segunda vez, quizá para nunca apagarse, el cisma de los griegos. Unas mitras quitadas, un empleo lustroso negado a un Valentino, a un Marción, a un Montano, a un Arrio, a un Macedonio, a un Lutero, fueron las piedras de escándalo en que tropezaron estos heresiarcas y en que se despedazó la fe de medio mundo. ¡Oh ambición! ¡oh contagio poco menos común, y nada menos terrible, que el original entre los hombres! -Omnes, omnes torquens- ¡oh aire contagioso, que pareces aura vital de los mortales, pues apenas tienen respiración que no sea anhelo, ni anhelo que no se enderece hacia la cumb re! «Iré sublimándome a las alturas del mundo, subiré por el éter» (Séneca, Hércules furens).

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Mas ¡quién creyera, señores, que este infatigable empeño de casi todo el género humano en crecer, en subir, en elevarse, había de ser para abandonarse después a una total inacción y descuido, en arribando a las alturas! Os parecerá paradoja; pero sabed que ello es así. Éste es el carácter de la ambición: fatigarse por ascender a algún empleo sublime, y en llegando a la cumbre, olvidarse de las obligaciones del oficio, y ponerse muy de asiento a recibir el aire de la adulación y aplauso, que sopla siempre lisonjero los puestos eminentes. Oíd a Luzbel, jefe y patrono de todos los ambiciosos. «Subiré, decía, sobre las nubes, me elevaré más allá del empíreo, y exaltaré mi trono hasta colocarlo sobre los astros todos del Altísimo». Ascendam super altitudinem nubium; in caelum conscendam; super astra Dei exaltabo solium meum (Isai. 14, 13). Y ¿para qué tanto subir? ¿Para qué aspirar a tanta altura? Sedebo in monte testamenti (Ibid.). Para sentarse en el monte del Testamento y quedarse allí hecho lunar vergonzoso de su frente. Oíd también a los dos hijos de Zebedeo que llegaron a pedir a Cristo Nuestro Señor los dos primeros tronos de su Reino: Da nobis, da nobis. Y ¿a qué fin pretenden tan altas dignidades? Para estarse sentados, responden ellos mismos: «Danos que nos asentemos» (Mac. 10, 37). De modo, que así como es común a todos los hombres la ambición, así el ocio y descuido de las propias obligaciones es común a todos los ambiciosos. ¿Dónde pues, hallaremos un espíritu heroico, cuyo carácter sea enteramente contrario: un espíritu, digo, agitado siempre del celo de la gloria de Dios y de la santificación de las almas y que mire al mismo tiempo con desdén y aun con ceño toda dignidad, elevación y grandeza? ¿Dónde lo hallaremos? «¿Quién es éste y lo alabaremos?» (Eccli. 31, 9). ¡Oh, cuán fácil os fuera, señores, satisfacer a estas mis dudas si viviera nuestro ilustre difunto! Su Ilustrísima fue, sin duda, el héroe grande de la gracia, en quien brillaban, como el sol en el firmamento, estos dos rarísimos atributos: siempre afanado en promover la gloria de su Dios a lo más alto, y siempre cuidadoso de deprimir sus propios intereses y persona a lo más bajo. Ninguno de nosotros duda que   -562-   éste fue el carácter de nuestro difunto Príncipe; y esto mismo que ninguno duda, es lo que yo he de exponer en este rato. Atendedme.

Hallábase Su Ilustrísima Obispo de Santa Marta, cuya catedral por la escasez de sus rentas, cortedad de su grey y aspereza de sus países, puede, con razón, reputarse por el ángulo menos lustroso de la Iglesia americana, cuando nuestro invicto monarca Don Fernando VI, que Dios guarde, le mandó pasase a gobernar esta nobilísima y opulenta catedral de Quito. ¿Cómo os parece que recibiría este soberano precepto el Ilustrísimo Polo? ¿Se alegraría, como suelen alegrarse muchos, de ser enviado a cantar las alabanzas de Dios en una Iglesia magnífica y en medio de un pueblo ilustre, numeroso y grave: Confitebor tibi in ecclesia magna; in populo gravi laudabo te? (Ps. 34, 21). Nada menos: rehusó repetidas veces, como Moisés, la dignidad a que, sin pretensión alguna de su parte, lo elevaba la Providencia. «¿Quién soy yo para ir? Manda al que has de mandar» (Ex. 4, 13). Escribió al instante a la Majestad Católica de nuestro gran monarca, renunciando agradecido y humilde la lustrosa y elevada ocupación a que le destinaba; pero nuestra dicha fue que en el mismo Madrid interceptó los pliegos una piadosa mano, que deseaba no se privase a Quito de tan noble cabeza. Repitió segunda vez la renuncia, y estas cartas fueron también descaminadas por los corsarios ingleses, quienes no hubieran obrado esta ocasión como piratas, si finalmente no las remitieran a la corte, entre otras preciosas piezas que rescató de sus manos el dinero. Con tanto ceño miraba nuestro ilustre difunto sus ventajas con tantas veras procuraba huir su propia elevación y grandeza. -Mitte quem missurus es. Tu scis quod abominer signum gloriae meae, quod, est super caput meum.

Mas, al mismo tiempo ¿cuáles eran sus ocupaciones en Santa Marta, en Ocaña y demás lugares de su diócesis? ¡Oh! ¡quién pudiera ceñir a pocos instantes de narración inmensas y gloriosísimas Ilíadas de trabajos! ¡quién pudiera referir los medios de dulzura que practicó   -563-   su caridad y los rayos de indignación que fulminó su celo a fin de promover en todas partes la gloria de Dios; de desterrar los vicios, de pacificar las conciencias, de santificar las almas, de refrenar a los transgresores de la Ley, de mantener en su mayor lustre la jerarquía de los levitas, de adelantar siempre más y más el respeto y veneración al santuario! ¡Quién pudiera! Mas ¿quién podrá? Si su ingenioso fervor y animosidad cristiana se avanzaron aun más allá de lo que pueden alcanzar nuestras noticias. Sin que lo intimidasen o la barbarie de las gentes, o la fragosidad de los caminos, o la furia de los elementos, giraba continuamente por montes, por despoblados, por ciudades, arruinando en todas partes los vicios y erigiendo altares a la religión y a la justicia. ¿Hubo por ventura en toda su diócesis bosque alguno, aun de los más espesos; más incultos, que no penetrase su celo, para arrancar de él las espinas de la ignorancia y plantar la semilla del Evangelio? ¿Hubo arenales, hubo campos, aun de los más abrasados, más estériles, que no pisase para regarlos con su sudor y fecundarlos con su sangre? ¿Hubo países de idólatras, hubo monstruos, aun de aquellos que se enfurecían con la luz, que no visitase para alumbrarlos con los rayos de su predicación y doctrina? ¡Ah, cuántas veces peligró su importante vida en navegaciones por mares borrascosos, en viajes por senderos intransitables, en el encuentro con bárbaros infieles, en la diversidad y aspereza de lugares, de estaciones y de climas! ¡Ah, cuántas veces coronaron sus apostólicos pies la frente de altísimas montañas desde donde caía precipitada aun la vista envuelta aún en mucho horror y susto! ¡Ah cuántas veces entre el desreglado movimiento de las aguas, el furioso choque de los aires y el confuso desorden de los elementos, se vio casi náufrago su Ilustrísima, y casi verificando la fábula de que el sol encuentra en el mar su ocaso o tumba!

Salió de Ocaña y visitando todos los lugares situados al sureste, penetró la bárbara provincia de los Guagiros y en los confines del Maracaibo, cuyos habitantes sólo mantienen de hombres la figura: «Selva de fieras bramadoras» (S. León Serm. de SS. Apost.). ¡Qué medios no manejó   -564-   aquí su ingeniosa caridad en orden a convertir en ovejas de Cristo a estos lobos que se enfurecían sangrientos contra su rebaño! Ideó establecer entre ellos misioneros y pastores, que con el cayado y con el silbo los redujeron al aprisco de la Iglesia; comunicó este su proyecto a la corte, cuya respuesta, aunque favorable, se hizo inútil con la ausencia de su Ilustrísima. Dirigió después su rumbo hacia el este santificando con su presencia las erizadas regiones del Valle y Pueblo Nuevo, hasta acercarse a la asperísima Sierra Nevada, cuyas faldas, senos y ribazos habita la bárbara nación de los Chimilas. Estos idólatras, aunque incultos en el idioma, monstruosos en las costumbres, fieros en el genio, impíos en las leyes, ciegos en los dictámenes, en la religión y en los ritos, no quedaron exentos de su activísimo celo: «No hay quien se oculte a su calor» (Ps. 18, 7). Envioles un heraldo o mensajero que les previniese los ánimos con embajada de paz, y les convidase con su propia dicha; mas ellos irritándose contra la luz que les amanecía, pusieron en prisiones al enviado y armándose de ferocidad, de dardos, de flechas y de veneno, salieron a quitar la vida al que sólo suspiraba por librarlos de una eterna e infelicísima muerte. Con tal astucia y silencio dispusieron estos infieles su marcha, que en lo más áspero e inaccesible de la cordillera, cuyas eminencias dominaban, lograron tener indefenso, descuidado y a tiro de flecha al ilustre Príncipe, a quien con la punta de sus dardos hubieran, ciertamente, burilado la corona de mártir, a no impedirlos la acción uno de aquellos ocultísimos secretos de la Providencia que sólo se permiten a nuestra adoración, sin que tenga parte alguna en ellos el conocimiento. ¿Adónde más, señores, adónde más podía elevarse la caridad de este celosísimo Pastor, que a abandonar en manos de una sangrienta muerte su vida, por darla a sus ovejas? ¿Refieren acaso las historias ejemplos más heroicos de un Ambrosio, de un Crisóstomo, de un Cipriano? ¡Ah! parece que no: «Nadie tiene mayor amor que éste: dar la vida por sus amigos» (Io. 3, 15). Torciendo finalmente su derrota hacia el norte, por San Sebastián de la Sierra, se encaminó a su residencia de Ocaña, después de   -565-   haber girado más de doscientas leguas por senderos tajados, por peñas escarpadas, por altísimas cimas, por precipicios, por arenales, por bosques; entre fieles y bárbaros, entre ovejas y lobos, entre hombres y entre fieras; levantando en todas partes el estandarte de la Cruz y erigiendo trofeos a la religión y a la piedad. Así florecía, así obraba milagros el celo del Ilustrísimo Polo en aquel rincón del mundo y de la Iglesia, en aquel ángulo del Tabernáculo, al mismo tiempo que miraba con desprecio las mayores dignidades, y que no aspiraba a otro premio de sus heroicas fatigas, que la complacencia de su Dios. «Yo no busco mi gloria, sino que honro a mi Padre» (Io. 8, 15). Digno ciertamente por esto de anteponerse a otros milagrosos Prelados y de ser colocado, como la vara de Aarón en lo más adorable del Santuario.

Concurrieron a un mismo tiempo en el mundo la vara de Aarón y la vara de Moisés. Esta segunda se hizo sumamente famosa por la multitud y raridad de sus prodigios. No hubo ángulo en el Egipto, ni parte alguna en los elementos que no fuese testigo y teatro de sus maravillas. Tocaba una piedra y la liquidaba en aguas; hería el aire y lo inundaba de tinieblas; ya hacía llover ranas, ya moscos, ya maná, ya codornices; si se llegaba a los ríos los transformaba en sangre; si azotaba las soberbias espumas del Eritreo, dividía el mar en dos murallas de cristal, enjugando su seno las aguas y sembrando de perlas, «campo que germina en lo profundo» para dar paso franco y florido al fugitivo pueblo de Israel: milagro tal que aun las mismas ondas se encrespaban y corrían apresuradas a ponerse en lo más alto, para ser testigos de tan raro portento. Mas después de tantas maravillas, pregunto, señores, ¿en qué paró la vara de Moisés? ¿qué se hizo? ¿en dónde está? No sabemos de ella otra cosa, sino que se perdió y quedó sepultada en el olvido. Y la vara de Aarón ¿qué suerte tuvo? Fue colocada por orden del mismo Dios en el Arca del Testamento y puesta en lo íntimo del Santuario: «Trae la vara de Aarón al Tabernáculo del testimonio, para que se guarde allí» (Núm. 19, 10). ¡Qué diversidad tan notable en la fortuna o éxito de estas dos varas! ¿No ejecutó prodigios   -566-   más raros y más ruidosos la de Moisés, que la de Aarón? Sí. ¿Por qué, pues, aquélla se arroja al desprecio, y ésta se coloca en las aras; aquélla se entrega al olvido, y ésta se expone a la veneración? San Agustín insinúa la solución de esta dificultad en las siguientes palabras: «Creció la vara de Aarón sin haber echado raíz en plantío, sin haber cobrado vigor con la savia, sin haber sido fecundada en la almáciga» (Aug. Serm. in. Dom. Nativ.). La vara de Moisés obraba milagros cuando la traían en palmas y la elevaban. Si el legislador sagrado echaba mano de ella, si la levantaba, «Llevando la vara en la mano» (Exod. 4, 20), entonces desbarataba los escuadrones de los Amalecitas, llenaba de confusión a los enemigos de Israel, sumergía en el Mar Rojo a Faraón con su ejército y poblaba al orbe de maravillas. Mas si Moisés, la abatía, la humillaba, la arrojaba a tierra, al instante se enfurecía, se envenenaba, se convertía de milagrosa vara en portentosa sierpe, que elevando su soberbio cuello, preñado de tósigo y de rabia, infundía horror y susto al mismo legislador: «Tiróla y se convirtió en culebra, de modo que huyó Moisés» (Exod. 4, 3). No así la vara de Aarón. Sin esperar a que echasen mano de ella, a que la elevasen a lugar más ilustre, a teatro más famoso, non radicata plantatione, non animata succo, contenta sólo con la complacencia de su Dios, coram Domino, coram Domino «Ante el Señor» (Núm. 17, 17) en un rincón del altar, en un ángulo del Tabernáculo floreció, fructificó, ejecutó prodigios: «Halló que había germinado la vara de Aarón. Engrosándose las yemas habían brotado flores, que, entreabiertas las hojas, tomaron forma de almendras» (Núm. 17, 8). Éste, es, señores, un milagro máximo, que debe preferirse a todos los milagros de la vara de Moisés. Esta es una heroicidad digna de exponerse a nuestra veneración y de colocarse en urna de oro dentro del Sancta Sanctorum: «Donde estaban la vara de oro con el maná y la vara de Aarón que había florecido» (Hebr. 9, 4).

¡Oh ilustre difunto, Príncipe y Pastor nuestro! ¡oh espíritu magnánimo, excelso, venerable, que obraste tantos y tan raros prodigios en un desván del mundo, en un   -567-   ángulo de la Iglesia, sin deseo y aun con repugnancia a elevaciones y premios, contento sólo con el agrado de tu Dios! Coram Domino, coram Domino. Siempre vivirá tu memoria en nuestra veneración, como un fenómeno raro de generosidad y desinterés, superior incomparablemente a todas aquellas almas, a quienes lo máximo de su ambición hace grandes; que si ejecutan milagros en las basílicas, en los tribunales, en los palacios, en las asambleas, en los negociados, en las embajadas, es por solo el fin de que los legisladores supremos portent virgam in manu, los traigan en palmas y echen mano de ellos, elevándonos a empleos más lustrosos, a dignidades más excelsas. Mas quizá esos mismos, si se vieran sin esperanza de premio, abatidos, abandonados sobre el polvo, transformaran toda la actividad de su celo en activísima ponzoña -versa est in colubrum.

Vino finalmente nuestro ilustre difunto, obligado de un soberano precepto, a ser cabeza de uno de los mayores y más venerables cuerpos de nación, que abraza en su gremio la Iglesia americana; y apenas llegó a esta ciudad, se nos presentó a la vista aquel portentoso enigma de Ezequiel, que conducía a todas partes el carro de la gloria de Dios. «Miré, y he aquí que venía del aquilón» (Ezeq. 14). De hacia el Septentrión dirigió su vuelo a nosotros (vino Su Ilustrísima de Sta. Marta, que dista de Quito, más de doce grados hacia el Norte), dejándosenos ver con rostro de hombre, fortaleza de león, constancia de buey, generosidad de águila y realidades de milagro. «Uno solo tenía cuatro rostros: rostro de varón, rostro de león, rostro de buey y rostro de águila» (1, 6, 10). Y si todo el ser o esencia de los hombres consiste únicamente en el temor y amor de su Dios, según aquel infalible teorema de los cielos: «Teme a Dios y cumple sus mandamientos, que en eso está todo el hombre» (Ecl. 12, 13), ¿quién al reflexionar sobre la caridad, celo y virtudes del Ilustrísimo Polo, no reconocía en él un hombre, muy hombre a lo divino? Facies hominis. ¡Con qué prudencia, con qué humanidad, con qué dulzura determinó luego, al tiempo mismo de su llegada, echar por tierra las estatuas   -568-   de la ambición, de la soberbia y demás vicios, que tenían altares en los pechos de algunos ciudadanos, y eregir en cada corazón un animado templo a la virtud! Para esto quiso preceder a todos en el ejemplo, recogiéndose con su venerable Deán y Cabildo y toda la numerosísima clerecía de esta grande ciudad a hacer los Ejercicios espirituales de mi santísimo Patriarca S. Ignacio, cuyas meditaciones son aquella hoguera divina en que ardiéndose el corazón humano, reduce a cenizas sus pasiones, y avivando las llamas con el soplo de sus mismas plumas, consigue renacer fénix de la virtud. Aquí era, señores, aquí era en donde, arrojando hacia afuera este grande hombre el inmenso volcán que abrigaba en su pecho, respiraba llamas, hablaba llamas, brotaba por todas partes, llamas de amor divino. «Desde sus lomos hacia arriba y hacia abajo, (había) una figura de fuego esplendoroso en derredor» (Ezeq. 1, 27). Aquí era en donde conocíamos algo de aquel incendio celestial en que se abrasaba aquella animada Troya; pues aun el aire se ardía dentro del pecho y salía envuelta en llamas la respiración: «Fuego que lo rodeaba y esplendor en torno suyo» (Ibid.).

Acabados los Ejercicios, ordenó que por quince días consecutivos hiciesen misiones los RR. PP. Jesuitas en la Iglesia de la Compañía de Jesús y en todas las parroquias de los barrios, para que así pudiese el desengaño, por medio de estos evangélicos clarines, dar muchos y sonoros estampidos contra el pecado, los vicios y el infierno. El fruto que consiguió este milagroso hombre, promotor infatigable de la gloria de su Dios, con tan eficaces y oportunas disposiciones, bien lo sabéis vos, oh noble y felicísima ciudad de Quito; bien lo mostraron tantas confesiones generales, en que innumerables almas se arrojaban a los pies de un sacerdote a derramar sus culpas por las heridas que les había abierto con sus arpones el desengaño, o con sus flechas el amor divino; bien lo declararon tantas procesiones de sangre en que se dejaron ver por esta ciudad muchas estatuas vivas de la penitencia, que con el estruendo de cadenas, disciplinas y grillos despertaban nuestro escarmiento y hacían un triste   -569-   y pavoroso eco aun en las peñas; bien lo publicaron tantas lágrimas de arrepentimiento, derramadas por estas calles, de cuyas corrientes se formaba un mar amargo que elevándose hasta el cielo, hacía con el ruido de sus ondas una dulcísima música a los ángeles, y sobre cuyas esperanzas volaba mansamente el Espíritu Divino, como al principio del mundo sobre el abismo de las aguas; bien lo gritaron... Mas ¿dónde voy? ¿cómo pretendo bosquejar con sombras el nuevo y hermosísimo semblante que tomó la religión en estas partes con la venida de nuestro ilustre Príncipe? ¿cómo podré expresar la santificación de costumbres, que entonces introdujo, y después siempre promovió, con misiones continuas, con exhortaciones secretas, con prudentísimos consejos, con cartas pastorales, escritas más con la sangre que la exprimía del corazón su ternura, que con tinta? Las prostituciones públicas impedidas, las enemistades antiguas acabadas, los escándalos desterrados, los altares provistos, las iglesias enriquecidas, el evangelio promulgado, los sacramentos fructuosa y frecuentemente recibidos, la justificación de los Levitas promovida, la mendiguez remediada; los pobres socorridos, los pequeños desagraviados, los infelices atendidos, los licenciosos, prevaricadores y refractarios refrenados, la inocencia, el mérito y la inmunidad eclesiástica defendidas, ¿no fueron efecto de la prudencia, dulzura, y caridad de esta humanísima pía del carro de la gloria de Dios? Sí, sí: «Rostro de varón... Salió la Gloria del Señor...».

Volved a ver, si aún dudáis algo, señores, volved a ver a aquel enigmático hombre de Ezequiel: atendedle a las manos: «Manos de hombre debajo de las alas» (Ezeq. 1, 8) ¡Oh qué manos tan caritativas, tan piadosas, tan humanas! Y por eso manos de hombre -manus hominis-. Pero ¡oh, qué manos tan recatadas, tan escondidas, tan secretas! -Sub pennis, sub pennis-. ¿No son éstas las manos del Ilustrísimo Polo? Puede ser que alguno de vosotros lo dude, porque sus manos, aunque piadosísimas, fueron en igual grado recatadas: de modo que siguiendo el consejo evangélico, lo que su diestra hacía, lo ignoraba   -570-   la izquierda: «Cuando haces limosna no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha» (Matth. 6, 3). Pero, si vosotros lo dudaseis, lo publicaran tantas familias nobles que en su discretísima caridad tenían ocultamente vinculado el total y continuo alivio a sus miserias; tantas tiernas doncellas oportunamente remediadas; tantas inocentes vírgenes, que se libraron de las corrupciones del siglo, aseguradas por su piedad en un claustro; tantos caballeros, no menos ilustres que necesitados, a quienes con ocultos y abundantes socorros libertó de aquella durísima esclavitud en que constituyen a un noble la pobreza y las deudas. ¿No es verdad esto, ciudad amada, provincia ilustre de Quito? ¿no es verdad? Hablad vosotras, esposas del Cordero, hablad familias necesitadas, hablad caballeros socorridos, hablad comunidades religiosas, hablad monasterios de Quito, Cuenca, Loja, Riobamba, Villa y Pasto. Hablen vuestras casas y celdas, hablen vuestros templos y altares, ¿no es verdad? -Sí, sí, responden todos con la voz del agradecimiento. Esto mismo claman los confesores de toda la Provincia, los misioneros que lo acompañaban, los confidentes de quienes se valía para distribuir por medio suyo, mil pesos cada mes en secretas y piadosísimas limosnas. Esto testifican sus acreedores; pues excediendo la misericordia de nuestro liberalísimo Príncipe a sus cuantiosas rentas, se vio precisado a pedir a otros lo que había de dar a Dios en sus templos y pobres. Esto, esto depone con irrefragable testimonio la suma pobreza en que lo halló su muerte; pues, aun para que ardiesen algunas antorchas en su féretro, fue necesario que las encendiese con sus llamas el amor y agradecimiento ajeno: Manus hominis sub pennis, sub pennis. No ignoro yo, ni alguno ignora que, para ejemplo y edificación de sus ovejas, distribuía Su Ilustrísima gruesas cantidades en públicas limosnas, ya a multitud de mendigos en las calles, ya a centenares de pobres en su palacio, ya a muchos monasterios y casas de ejercicios; pero ¡oh, cuánto, oh cuánto mayores eran las sumas que expendía ocultamente su piedad en secretísimas obras de misericordia, consiguiendo de este modo su caridad ingeniosa arrancar del corazón de los prójimos las espinas de la necesidad, sin ensangrentarles el   -571-   rostro con el rubor de la vergüenza! No como aquellos que, según se explica el Evangelio, del mismo dinero que reparten en públicas limosnas, forman un clarín de plata con que vocean por todas partes la ajena desdicha y la propia liberalidad: «Cuando haces limosna, no toques la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas» (Matth. 6, 2).

Mas ¿quién creyera, señores, que este hombre tan piadoso, tan caritativo, tan humano, facies hominis, era el Ilustrísimo Sr. Dr. Don Juan Nieto Polo del Águila, aquel león que estremecía con su bramido esta Provincia, y que promovía la gloria del Altísimo con una fortaleza superior a todos los esfuerzos de la obstinación e iniquidad? Pues sabed que es el mismo: Quatuor facies uni. Ni jamás hubiera podido ser digno conductor del carro de la gloria divina, si al mismo tiempo que era hombre en la misericordia, no fuera león en la fortaleza. Facies hominis et facies leonis. Dios había de ser glorificado, las leyes observadas, los vicios perseguidos; y nadie lo haría cejar un punto en tan heroica empresa, aunque se conjurara el mundo, bramaran los licenciosos y se pusieran en arma las potestades del abismo. Expuesto a todo trance, a todo riesgo, «por la infamia y la buena fama» (II Cor. 6, 8), promovía siempre con intrepidez generosa los intereses del Altísimo y la indemnidad de las leyes, agradase o desagradase, oyera aclamaciones o injurias, conciliárase veneraciones o incurriera en menosprecios. Parecía tener (todos me sois testigos, señores), parecía tener en este asunto corazón de piedra, de pórfido, de bronce, de diamante. Ni los mayores empeños, ni las más autorizadas súplicas, ni las más tiernas lágrimas, ni los más eficaces ruegos eran bastantes a ladear hacia una condescendencia menos justa a su invencible constancia. El odio de los malos, la murmuración de los protervos, el peligro de ser infamado como inflexible, revoltoso, turbulento, perturbador de la común tranquilidad y paz, eran saetas que despedazaban sus puntas, sin penetrar jamás aquel magnánimo corazón, poseído enteramente del amor a la rectitud y a la justicia -Facies leonis, facies leonis-.   -572-   Con coraje apostólico, ¡ah, cuántas veces echó mano de los anatemas divinos para reducir a cenizas los públicos escándalos! Ya fulminaba censuras contra el maldito y pestilente desorden de los bailes obscenos, donde cada movimiento del cuerpo es un temblor de la conciencia y una ruina del alma; ya despedía gravísimos autos concretados con formidables sentencias de destierro a unos, de cárceles a otros, de suspensiones a éstos, de reclusiones a aquéllos, porque haciendo inútiles los medios suaves que les había manejado su piedad, iban pasando de escandalosos a rebeldes. Y esto igualmente a las cumbres que a los valles, a los pináculos que a los tugurios, a los de Israel que a los de Egipto. ¿No era éste el espíritu del mansísimo Moisés, quien por librar a sus hermanos de muerte quería ser borrado del libro de la vida? Pero cuando su ingrato pueblo se mezclaba en comercio prohibido con las mujeres de las naciones incircuncisas, cuando en el fuego del Santuario consagrado a la divinidad quemaba inciensos a falsas y forasteras deidades, entonces, transformado de cordero en león, empuñaba la espada, echaba mano de los rayos que le forjaba un irritado celo y hacía tan formidable estrago en los rebeldes, que aun sola su memoria causa espanto al universo. ¿No era éste el espíritu de un San Pablo, abrasado en amor de sus prójimos? «La caridad nos urge. Me hice todo a todos» (II Cor. 5, 14; I Cor. 9, 22). Pero cuando se interesaba la gloria de su Dios, intimaba guerra a las sinagogas de los Hebreos y a los areópagos de los Gentiles, confundía la prudencia de los atenienses y la política de los romanos, desafiaba a la muerte y a la vida, a los cielos y al abismo, a lo presente y a lo futuro; castigaba con prodigios la perfidia de sus acusadores, apelaba al César, solicitaba amigos, procuraba patronos, hacía milagros, barajaba el orden de la naturaleza, fulminaba anatemas contra los infieles y protervos a su Amor crucificado. «Si alguien no ama a nuestro Señor Jesucristo, que sea anatema» (I Cor. 16, 2). ¿No era éste el espíritu de un San León, de un San Ambrosio, de un San Juan Crisóstomo, de...? mas ¡ah! que no es muy crecido el número de los espíritus heroicos que se pueden alegar aquí por ejemplares. Yo sé que el mundo celebra una gran copia de almas   -573-   fuertes, resueltas, integérrimas, partidarias declaradas de la religión y la justicia; mas la rectitud y fortaleza de muchas de ellas, ¿cómo es? ¿con quiénes se practica? Responderé con dos sucesos que refiere la Escritura.

Promulgó Darío un decreto mandando que ninguno, so pena de ser entregado a los leones, adorase ni pidiese cosa alguna a otro dios, ni a otro hombre que a él, que se soñaba Dios-hombre. Publicó Asuero otro decreto imponiendo pena de muerte a cualquiera que, sin ser llamado por él, tuviese animosidad de introducirse al real gavinero y presentársele a la vista. Ambos decretos eran de monarcas persas, ambos irrevocables, ambos de tan inviolable eficacia, que aun al mismo rey no le era libre dispensar a su voluntad en la pena. «Es ley de los Medas y Persas que ningún decreto sancionado por el rey pueda ser mudado» (Dan. 6, 15). Contravino al primer decreto el inocente Daniel, y al instante, en fuerza de aquel «No puede, no puede ser atropellada» (Ibid. 6, 13), fue arrojado en medio de los leones. ¡Oh, qué integridad! ¡oh, qué justicia! Contravino al segundo la hermosísima Ester; y tan lejos estuvo el monarca persa de aplicarle la pena establecida por la ley, que antes la tomó en sus brazos, la consoló con dulcísimas palabras, y le aseguró que aquella ley se había instituido para todos, pero no para ella: Non enim pro te, sed pro omnibus haec lex constituta est (Esth. 15, 18). ¡Oh, qué desigualdad! ¡oh, qué condescendencia! ¿No eran ambas leyes igualmente severas, igualmente universales? ¿no las quebrantaron igualmente el santo Profeta y la hermosísima hebrea? ¿Por qué, pues, se practica tanta severidad con el uno y tanta indulgencia con la otra? La razón, señores, yo no la hallo, porque no puede hallarse para sinrazones. Sólo sé que ésta suele ser la conducta de muchos espíritus tenidos por fuertes e imparciales. Aplican con toda resolución las penas, las repulsas, el non licet a los Danieles; pero reservan al mismo tiempo las interpretaciones, las condescendencias, el non pro te, para las Esteres. ¡Oh ilustrísimo difunto, Príncipe y Pastor nuestro, cuán lejos vivió vuestra discretísima rectitud de esta vergonzosa discreción de personas! ¡cuán presente tenía vuestra integérrima   -574-   imparcialidad aquel precepto del Deuteremonio: «No habrá diferencia ninguna de unos a otros, ni tendréis con nadie acepción de persona» (Deut. 1, 17). Todos habían de glorificar a Dios; todos habían de sujetarse a las leyes; todos habían de oír los bramidos del león, cuando se interesaba la gloria del Crucificado -Facies leonis-. Esta gloria fue el solo norte hacia donde siempre batía las plumas su corazón amante; ella fue aquel espíritu de vida, spiritus vitae (Ezeq. 1, 20), que abrigado en su pecho le arrebataba ya suave, ya impetuosamente el alma a determinaciones o dulces de hombre, o terribles de león, según la necesidad, las circunstancias y el asunto: «Adonde los impulsaba el espíritu, allá se encaminaban» (Ezeq. 1, 12). Así lo testificó con asombro nuestro y edificación del mundo el mismo Ilustrísimo Príncipe a la hora de su muerte, delante de aquel sacramentado Dios, que poco después había de ser juez y entonces era su huésped y testigo.

Y a la verdad, señores, ¿cómo pudiera haber perseverado todo el tiempo de su gobierno con tan invencible constancia en el arduo asunto de adelantar siempre los intereses de su Dios, aun sobre las abatidas cervices de la relajación y rebeldía, si no le esforzara interiormente aquel divino Espíritu que a los conductores de su carro, si los hace leones en la fortaleza, los hace al mismo tiempo bueyes en la constancia? Quatuor facies uni... Facies leonis... Facies bovis. Éste es el carácter de las pías de la divina gloria, no desistir jamás en su empresa: «Iban y no volvían cuando caminaban» (Ibid. 1, 17). Y éste fue uno de los más brillantes atributos del Ilustrísimo Polo. Apenas pisó, el año de 49, los espesos bosques de Barbacoas, a la entrada de su diócesis, cuando bramó tan alto contra la impiedad y los vicios, que aterrados aun con solo el eco que hizo en esta Capital su rugido, repetían poseídos de un vivísimo terror los licenciosos: «Ruge el león, ¿quién no temerá?» (Amos 3, 1). Y después, todos los diez años de su gobierno, se mantuvo tan constantemente terrible contra los contumaces transgresores de la Ley, que me atrevo a asegurar que hay todavía en la provincia no pocos que al oír nombrar al Ilustrísimo Polo, se sienten súbitamente sorprendidos de un susto tan vehemente, que les desquicia y trastorna el corazón dentro del pecho, hasta que acude la memoria a disipar el temor con la recordación de su muerte.

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No sólo en la fortaleza con que celó la indemnidad de las leyes, sino también en todas las demás virtudes, que gloriosamente lo adornaron, perseveró siempre constante, siempre infatigable, siempre sin ninguna decadencia el mismo -Facies bovis-. ¿Quién no admira el sufrimiento y constancia con que giró, no una o dos, sino repetidas veces las ásperas y acaso intransitables regiones de su vastísima diócesis? Desde Tumaco a Túmbez, desde Barbacoas a Loja, desde Manta a los Baños, no dejó bosque aunque infestado de víboras, montaña aunque tajada de despeños, cumbre aunque hendida en precipicios, serranía aunque cubierta de nieves, valle aunque abrasado en ardores, río o brazo de mar aunque infame por sus borrascas y naufragios, que no penetrase su infatigable celo arrancando de todas partes perniciosos abusos, extirpando vicios, plantando virtudes y atrayendo al rebaño y obediencia del Mayoral supremo muchos centenares de ovejas que apenas conocían a su dueño divino por el nombre -Facies bovis-. Desencadenáranse en buena hora furiosos los elementos, desgajáranse en inundaciones las nubes, confundiérase con tempestades el aire, enredáranse en torbellinos los vientos, hundiérase en precipicios la tierra, inficionárase contagiado el ambiente, ¿qué importaba todo? Ibant et non revertebantur. Nada era bastante a detenerlo: despreciador generoso de los peligros, de la muerte y de sí mismo, continuaba intrépido su derrota, introduciendo a todas partes la gloria del Altísimo: Egressa est gloria Domini. En todos los lugares a que llegaba, había de principiar su visita con una fervorosa misión, para que a los gritos apostólicos despertasen del letargo de sus vicios los pecadores y abrieran los ojos a la luz de las verdades eternas. En todos los lugares se había de hacer una fervorosa procesión de penitencia para lavar con la sangre y lágrimas del arrepentimiento las manchas de las pasadas culpas. En todos los lugares había de recogerse el venerable gremio de los Levitas a hacer los Ejercicios espirituales del grande Ignacio,   -576-   para que, internados en el santuario de sus conciencias, escudriñasen con candelas a la Jerusalén del Señor y arrojasen los ídolos profanos en los altares consagrados al Dios vivo -Ibant et non revertebantur-. En todas partes y lugares había de solidar en la fe a centenares y aun a millares de almas por medio del sacramento de la Confirmación. En todas partes había de procurar erigir casas de Ejercicios, para que tuviesen las almas su Oreb sagrado, en donde, retiradas de la tumultuante confusión del siglo, escuchasen a solas las voces de su Dios; en todas, había de establecer prudentísimos decretos para la santificación de las conciencias; en todas, había de dar audiencia a los desvalidos, desagraviar a los injuriados, socorrer a los mendigos, reconciliar a los discordes, reprimir a los licenciosos, favorecer al mérito y dejar monumentos perennes de su celo, caridad y prudencia. Así empezó el año de 49 su gobierno, así prosiguió sin decadencia alguna, y así encontró la muerte, al tiempo mismo que emprendía otro nuevo y trabajoso viaje para visitar sus ovejas -Facies bovis. Ibant et non revertebantur.

Mas en medio, señores, de tanta heroicidad, de tan gloriosos trabajos, de tan apostólicas fatigas, ¿a qué premio aspiraba el Ilustrísimo Polo? ¡Ah, que ya llegamos a la más admirable prerrogativa de ese prodigioso Príncipe! «Yo no busco mi gloria, sino que honro a mi Padre» (Io. 8, 49). Sólo aspiraba a glorificar a su Dios. Tiraba el carro de la divina gloria con piedad y conmiseración de hombre; tiraba con coraje y fortaleza de león; tirábalo con constancia y sufrimiento de buey; pero al mismo tiempo (¡portento verdaderamente raro!) lo tiraba con desinterés y generosidad de águila. Desasido de la tierra y sus grandezas, elevado sobre el mundo y sus esperanzas, superior a todas las humanas dignidades, miraba siempre al cielo, al cielo encaminaba sus fatigas, al cielo dirigía sus pretensiones. «El rostro de águila a lo alto, a lo alto» (Ezeq. 1, 10). Su celo y entereza llenaban de edificación y pasmo aun a la envidia, y sus trabajos y méritos, avanzándose a lo sumo, le prometían más lustrosos empleos; pero su humildad generosa sólo aspiraba   -577-   a renunciarlo todo y a pasar a ser nada. Ésa fue la recompensa de sus fatigas que pidió repetidas veces a nuestro gran Monarca, haciendo tres consecutivas renuncias de la mitra de Quito, que ya esperaba gustoso sacudir de su frente. «Señor, tú sabes que miro con horror esta insignia de gloria que llevo en la cabeza» (Esth. 14, 16). A este mismo fin había dirigido sus súplicas al Vaticano, pidiendo licencia al Vicario de Cristo, para cambiar la cumbre por el valle, el Palacio de Príncipe por un aposento de religioso, la dignidad de Pastor por el empleo de misionero, la mitra de Obispo por el bonete de jesuita. A esto solo aspiraba, esto solo pretendía, y ¡oh con cuán santa paciencia esperaba la resulta de sus súplicas y la asecución de sus deseos! «¡Qué estrechura padezco hasta que se me cumpla!» (Luc. 12, 50). Apenas acertaba a discurrir sobre otro asunto con sus más confidentes. Testigos me son ellos, y testigo soy yo también de todo cuanto digo. Ya se imaginaba humilde hijo de Ignacio, vestido de una pobre sotana, atravesando las calles de esta populosa ciudad, o con una escoba en la mano para barrer los hospitales, o con una cesta de pan en el hombro para socorrer a los encarcelados. ¡Oh, cómo le bañaban estos discursos de regocijo el alma, y de sensible alegría su venerable rostro! ¡Oh, con cuánta dulzura se volvía a los circunstantes y les preguntaba risueño si le acompañarían gustosos en tan heroicos ministerios! Quomodo coarctor, usquedum perficiatur!

Éstas eran las pretensiones, que fomentaba entre las mayores alturas nuestro milagroso Príncipe, éste era el único premio de sus apostólicas tareas a que anhelaba esta misteriosa pía del carro de la gloria de Dios: águila en el desinterés, águila en la realidad, y águila (no sin misterio) aun en el nombre. Y esto puntualmente es lo que arrebata tras sí toda mi admiración: ¡Hallarse mal con las elevaciones, y suspirar por el abatimiento! ¡Aborrecer el resplandor de las más augustas dignidades, y galantear las sombras de una humilde fortuna! ¡Fatigarse en merecerlo todo, sólo con el fin de ser nada! Éste es un portento, que se singulariza con el carácter de peregrino, aun entre las mayores heroicidades del corazón   -578-   humano. Bien sé yo que entre doscientos y cuarenta y nueve sucesores de San Pedro hubo un San Gregario Magno, un Nicolao Primero, un Clemente Tercero y un Celestino Quinto que admiraron al mundo con semejantes ejemplos de magnanimidad; bien sé que practicaron esto mismo un Ambrosio, un Basilio, un Nacianceno, un Crisóstomo; pero también sé que por esto los veneramos como a prodigios de generosidad y héroes del Cristianismo. Admiren otros en buena hora al Ilustrísimo Polo tirando el carro de la gloria divina, como hombre, como león, o como buey, que yo siempre admiraré sobre todo, el que lo tirase como águila. En las otras prerrogativas fue superior a muchos, pero en ésta fue superior a sí mismo. -Facies aquilae desuper.

Ni extrañéis, señores, el que yo diga, que nuestra mística águila, en tirar con desinterés generoso el carro de la divina gloria, fue superior a sí misma; porque, aunque ello parezca repugnante, según la Lógica de los hombres, es teorema recibido en la academia de los ángeles: «Sentaráse solitario y callará, porque se ha levantado sobre sí mismo» (Thren. 1, 28). Reflexionad nuevamente sobre el misterio de Ezequiel, y acabamos con esta reflexión. Dice el Profeta que conducían el carro de la gloria de Dios un admirable enigma que figuraba en sí cuatro animales, o cuatro animales que componían entre sí aquel admirable enigma: «Una semejanza de cuatro animales... Cuatro rostros para el uno» (Ezeq. 1, 2). El primero era el hombre, el segundo el león, el tercero el buey, y el cuarto el águila; y añade que el águila estaba superior a todos cuatro -facies aquilae desuper ipsorum quator-. Veis aquí, discretísimos oyentes, canonizada por el Profeta la verdad de mi proposición. Si los animales con el águila eran cuatro, o si el águila era uno de los cuatro animales, ¿cómo podía estar ella superior a todos cuatro -Desuper ipsorum quator-? Mas, ¿cómo había de ser, sino estando superior a sí misma? Así son, señores, así son las águilas del carro de la divina gloria, superiores a otros, y a sí mismas, porque promueven los intereses de su Dios con el fervor que todos, y con el desinterés que ninguno -facies aquilae desuper-. Así son compuestas   -579-   de singularidades y prodigios, que muchos, porque no los entienden, los censuran -quaecunque ignorant, blasphemant- (Iud. 10). ¡Ah, señores, censores! ¡quién os pudiera persuadir que las lechuzas, cuando más, tienen permisión de la noche, para chupar el óleo de las lámparas, pero no para morder la luz de las antorchas! ¡Quién os pudiera persuadir! Mas ya no hay tiempo de hacer invectivas contra el humo, sino de fijar nuestra vista en las pavesas.

Volved, amantísimos oyentes, volved los ojos a ese féretro y escucharéis con la vista muchas lecciones de vida, que os está sugiriendo la muerte. Allí veréis, que todos, todos somos una perspectiva organizada, una apariencia de bulto, que a pocos momentos de duración desaparece: «Porque como en una figura pasó el hombre» (Ps. 38, 1). Allí veréis que nuestro cuerpo no es más que un poco de tierra discursiva, lodo racional, polvo viviente; y que nuestra alma es sólo un soplo de la boca de Dios, pero soplo, que empezó a ser aliento y acabó suspiro. Allí veréis que los teatros más magníficos de pompa y gloria se transforman en un instante en lúgubres panteones de esqueletos; que la risa se convierte en llanto; los adornos, en luto; el aplauso, en horror; y los más festivos epinicios, en tristes epicedios. Allí veréis, que las dignidades humanas son una luz de naturaleza tan rara, que, colocada sobre nuestras cabezas, deslumbra con sus humos, y, abatida debajo de nuestros pies, ilustra con sus rayos. ¡Ah, quiera el cielo, señores, que estas provechosas lecciones, que con voz igualmente persuasiva que muda, nos está dictando ese ilustrísimo polvo, hagan tan profundo eco en nuestras almas, que jamás dejemos de percibir su sonido! ¡Quiera el cielo que aprendamos de nuestro difunto Príncipe a encontrar nuestra mayor exaltación por la senda de las humillaciones; que aprendamos la ardua ciencia de ser mucho con sólo el estudio de ser nada; que aprendamos a comprar con el precio o desprecio de las glorias mundanas la eterna gloria! Dios lo tenga en ella. «Descanse en paz».

«Todo bajo la corrección de la Santa Madre Iglesia».





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