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Los dramaturgos en «El infierno del cine»

Juan Antonio Ríos Carratalá


Universidad de Alicante



Las relaciones entre el cine y el teatro tienen sus tópicos, unas ideas comunes transmitidas sin apenas fundamento y admitidas como si se tratara de dogmas. El caso español no es una excepción, ni mucho menos. Funcionan con un grado de eficacia tal que comprometen la labor de investigación, a menudo obligada a desmontar absurdas opiniones donde los prejuicios, el subjetivismo o la más absoluta ignorancia revelan su nefasta influencia. No es una situación peculiar de dichas relaciones ni del caso español. Pero, como es lógico, el limitado conocimiento que todavía tenemos del tema contribuye a que estos tópicos circulen con facilidad.

Así no nos debe extrañar que, sin ninguna comprobación, admitamos una larga lista de quejas por parte de los autores teatrales que a lo largo de diferentes períodos han mantenido una relación con el cine. Es difícil que un tópico se base en una falsedad absoluta y, si lo hace, tiene los días contados. Pero también sabemos que lo absoluto es una categoría contradictoria con la labor de investigación, destinada a desvelar lo relativo de tantas medias verdades, o medias mentiras. Frente a la caricatura de la realidad que siempre implica la difusión de un tópico, cabe apreciar los matices mucho más cercanos a una realidad compleja donde entran en juego numerosos factores. Si los apreciamos, dejaremos en la cuneta historias de buenos y malos, donde los dramaturgos suelen acabar siendo inmaculados héroes acechados por un cine grosero e incapaz de comprender sus obras.

No cabe duda de que el cine español ha hecho numerosos méritos para protagonizar este papel de malvado de la historia. Resulta innecesario enumerarlos, pues son tantos como las pruebas de su incapacidad -impuesta o voluntaria- para renovarse y aspirar a objetivos ajenos a la mera supervivencia. Pero esta abrumadora evidencia debería ser puesta en relación con una idea que se vende bien en determinados medios, incluido el académico: la maldad del poderoso. El problema es que la maldad es relativa y lo de poderoso... en el cine español es una quimera que sólo mantienen con cierta razón quienes habitan en la más paupérrima realidad, como es el caso de algunos dramaturgos. Pero ni siquiera estos últimos son ajenos a determinados prejuicios cuando manifiestan sus quejas por un cine que les menosprecia o ignora. Ellos y otros autores mejor situados cuentan con la predisposición favorable de quienes les escuchan, convencidos de que la titánica y desinteresada labor de los creadores topa con la indiferencia de una industria, sólo preocupada por los vulgares objetivos económicos. Se extiende así una línea de pensamiento en la que el componente ideológico, el deseo de denuncia, la necesidad de autojustificación y el simple consuelo actúan con una eficacia sorprendente. Tanta, que nadie parece preocupado por la necesidad de contrastar con la realidad unas manifestaciones que no suelen ir más allá de un tópico, tan consolador para el que lo extiende como sugestivo para el que lo escucha.

La realidad, sin embargo, es tozuda. A poco que nos olvidemos de las opiniones de los interesados y nos adentremos en los datos comprobaremos hasta qué punto lo admitido por todos no siempre se sostiene con argumentos. Un ejemplo lo tenemos en el tema de las relaciones entre los autores teatrales y el cine español durante el período franquista, al que he dedicado una larga investigación que pronto será editada por el Servicio de Publicaciones de la Universidad de Alicante1. La misma se centra en la actividad como guionistas cinematográficos de más de cuarenta autores teatrales, una sorprendente cifra que ya nos hace dudar de la pertinencia de ciertas quejas. Al margen de posibles tendencias masoquistas, es obvio que nos encontramos ante una presencia activa en este campo profesional y creativo que dista mucho de ser anecdótica o circunstancial. Desde 1939 hasta 1975 distintas promociones de autores se incorporan al cine como guionistas con desigual fortuna. Pero, en términos generales, es indudable que su presencia constituye un fenómeno cualitativa y cuantitativamente importante que ya había sido esbozado en el catálogo de Esteve Riambau y Casimiro Torreiro (1998).

Esa destacada presencia de los dramaturgos como guionistas, tanto de las adaptaciones de sus obras como de textos originales destinados al cine, tiene resultados muy desiguales. Tanto como las propias situaciones de los autores, que en ocasiones se dedican esporádicamente a una actividad que pronto abandonan y, en otras, llegan a ser guionistas profesionales que dejan en un segundo plano su trabajo en el teatro. Al margen de colectivos identificados en torno a unas características comunes, como es el caso del grupo generacional a veces denominado «La otra generación del 27» -Mihura, Jardiel, Neville, López Rubio, Tono...-, en el resto de las trayectorias esta actividad como guionistas debe ser estudiada individualmente y, lo que es peor para el historiador, sin apenas posibilidad de sacar conclusiones generales. Pero, sumados todos estos casos, nos encontramos ante la evidencia de que el cine español requirió el trabajo de numerosos autores teatrales como guionistas, confió en su capacidad profesional para realizar una labor tradicionalmente poco apreciada.

Dicha confianza no se tradujo, ni mucho menos, en una permeabilidad a la hora de incorporar la orientación creativa de unos autores que a menudo tuvieron que renunciar a sus pretensiones, por imposición de la censura o por la presión de una cinematografía poco o nada interesada en las líneas renovadoras del teatro español contemporáneo. Hay excepciones notables en ese proceso de renuncia o claudicación, según los casos. Son las de los autores llamados por el cine para escribir guiones de acuerdo con los parámetros de unas obras teatrales que contaban con el beneplácito del público. Dramaturgos como, por ejemplo, Adolfo Torrado, Alfonso Paso y Juan José Alonso Millán realizan una variopinta y hasta a veces sorprendente tarea como guionistas. Pero su paso al cine viene motivado por el interés de los productores a la hora de contar con la colaboración de quienes habían triunfado en los escenarios. Un paso, por otra parte, favorecido por la predisposición de unos autores que, incluso antes de triunfar, ya se habían acercado al ámbito cinematográfico, como es el caso tan significativo de Alfonso Paso.

No sucede nada similar con dramaturgos de los considerados de prestigio. Dejaremos para más adelante los de «La otra generación del 27», pero es indudable que el trabajo cinematográfico de autores como, por ejemplo, Alfonso Sastre dista a veces de ser coherente con su obra teatral. Pero no tanto, o al menos no en los términos dramáticos y hasta exagerados manifestados por un dramaturgo que tan duras palabras ha tenido a la hora de opinar del cine y sus protagonistas. El examen de las películas en las que intervino como guionista y el conocimiento de los proyectos frustrados por diversas circunstancias aporta argumentos para la lamentación; o la denuncia de unas circunstancias tan adversas, como obvias, para la libertad de expresión o la renovación temática en el cine español de aquellas fechas, finales de los años cincuenta e inicios de los sesenta. Pero en esas mismas películas encontramos elementos coherentes con la trayectoria teatral de Alfonso Sastre, aportaciones a veces interesantes y, debemos reconocerlo, ejemplos de sus limitaciones como guionista. De todo hay en una filmografía abruptamente interrumpida por un autor que optó por abandonar un cine en el que tuvo algunas oportunidades interesantes, al menos cuando trabajó con directores como José M.ª Forqué y Juan Antonio Bardem. Y esa imagen contradictoria de sus películas poco o nada tiene que ver con el radicalismo de sus manifestaciones posteriores o la creación de obras teatrales concebidas como un ajuste de cuentas, tan desmesurado como escasamente interesante desde un punto de vista dramático.

El estudio de otros casos también nos revela motivos para el enfado o la frustración de los autores, que veían sus obras alteradas o no reconocidas por quienes intervenían en un proceso colectivo de creación, como siempre acaba siendo el cine. Las anécdotas al respecto son numerosas y en mi libro recopilo una significativa muestra. Considero innecesario insistir en un tema bastante previsible a poco que conozcamos la historia del cine y el teatro durante el franquismo. En la actual etapa tampoco ha cambiado demasiado la situación en ese sentido2. Pero no sólo de historia debemos hablar en estos casos, pues mucho dependen de las individualidades de unos sujetos que a menudo actúan al margen de unas coordenadas más o menos comunes y previsibles.

Ahora bien, todo este amplio conjunto de imposiciones, restricciones, alteraciones, frustraciones, enfados... no me lleva a la conclusión de que el cine español de la época fuera especialmente refractario al trabajo de los dramaturgos como guionistas. A menudo, bajo la apariencia de estas circunstancias también observamos la realidad de un cine cuyos parámetros eran, por definición, distintos a los del teatro. Y algunos autores parecen no darse cuenta. Es cierto que nuestra cinematografía no fue sensible a las novedades que le podrían haber llegado del teatro contemporáneo, pero también considero que las mismas no fueron tantas y, sobre todo, que la evolución del cine más innovador durante el franquismo no estaba obligada a depender del teatro. De hecho la mayoría de los cineastas más significativos prescindieron del mismo y no creo que fuera por ignorancia. Simplemente, estaban en otra dinámica. Y no conozco ninguna razón objetiva que nos lleve a considerar como necesaria la inclusión del teatro en las fuentes de la renovación cinematográfica del cine del momento. Hay excepciones, intentos de incorporar obras y autores que estaban marcando la evolución del teatro renovador. Pero siempre son menos significativos que los procesos paralelos realizados, por ejemplo, con respecto a la novelística contemporánea. No digamos ya cuando la fuente la relacionamos con otros movimientos cinematográficos, como el neorrealismo3. En cualquier caso, considero que el trabajo como guionistas de los autores más renovadores o inconformistas estuvo limitado, sujeto a todo tipo de restricciones. No obstante, sus consecuencias creativas no distan mucho de las verdaderas posibilidades de influir en el devenir cinematográfico de un teatro donde no encuentro demasiadas razones para la lamentación, al menos en lo que respecta al tema que nos ocupa.

Por otra parte, resulta erróneo centrarse en la historia de lo que pudo ser pero no fue y dejar en el olvido a quienes, nos gusten o no, fueron. Hay razones para justificar la presencia casi exclusiva en los manuales de historia teatral de los autores que han tenido enormes dificultades para llevar sus obras a los escenarios. Suelen ser los más interesantes y merecen nuestra atención preferente. Pero no exclusiva, al menos si nos planteamos nuestra labor desde una perspectiva historicista. También debemos ocuparnos de los que cosecharon éxitos, un concepto que parece mal visto o desprestigiado en el ámbito académico. Si les prestamos la debida atención, observamos que autores como, por ejemplo, José M.ª Pemán fueron bien tratados por el cine. Es obvio que en este y otros casos hay razones al margen de lo cinematográfico, pero también es cierto que se contó con ellos de forma generosa, aunque fuera para disponer de un prestigio del que tanto estaba necesitado el cine de la época. Y la respuesta de estos autores fue a veces lamentable, por interesada y hasta cicatera. De la misma manera que encontramos productores insensibles y despóticos, directores incapaces de aceptar las propuestas de los dramaturgos convertidos en guionistas, también estos últimos mostraron un desdén o un desinterés hasta cierto punto sorprendente. Algunos, y no son pocos, veían el cine como una fuente de ingresos, exclusivamente. Otros jamás se plantearon su trabajo desde unos parámetros acordes con las necesidades del lenguaje cinematográfico. Y, en definitiva, correspondieron con su interés -en el sentido económico- y su desinterés, precisamente en aquellos aspectos donde más podrían haber aportado; al menos si hubieran conseguido superar determinados obstáculos, siendo ellos mismos el primero.

Miguel Mihura, al igual que Enrique Jardiel Poncela, nunca se distinguió por sus opiniones ecuánimes. Al margen del siempre lógico subjetivismo y de lo justificado de las mismas, sus manifestaciones son las propias de quienes muestran fobias y filias muy marcadas. Y no se recatan, pues forman parte del sentido del espectáculo que también se extendía a las entrevistas, prólogos... y otras expresiones de la creatividad de quienes siempre actuaron, en el sentido teatral del término. Esta voluntad les lleva a falsear sus propias trayectorias, a inventarse un pasado que no se puede cotejar con los datos conservados y a minusvalorar aquellas actividades o períodos poco acordes con la imagen de sí mismos que intentan transmitir. Dadas estas premisas, es lógico que seamos recelosos a la hora de apreciar sus opiniones sobre el cine y el trabajo que ellos mismos realizaron como guionistas.

El caso de Enrique Jardiel Poncela es casi una caricatura, un ejemplo de esa fobia hacia algo que forma parte de su pasado y con indudable brillantez. Esta actitud le lleva a una marginación más o menos voluntaria y a unos innecesarios ajustes de cuentas, donde sobre una base justificada observamos la carencia de lucidez y ecuanimidad de alguien demasiado satisfecho de haberse conocido. Miguel Mihura siempre fue más prudente y ponderado. Pero, cuando al final de su trayectoria ya era un autor teatral de éxito y había dejado atrás sus largos años dedicados casi exclusivamente a las tareas como guionista, manifiesta haber pasado por «el infierno del cine», expresión que da título a una magnífica monografía preparada por Fernando Lara y Eduardo Rodríguez (1990). Expresión que, desgajada de su contexto, también ha sido utilizada tanto por críticos como por autores a la hora de examinar las relaciones de estos últimos con el cine, sobre todo en el tema de las siempre polémicas adaptaciones cinematográficas de textos literarios. Es atractiva, impactante, reivindicativa y hasta adecuada para la denuncia de las restricciones de todo tipo que estuvieron presentes en el cine franquista, pero también puede ser falsa. Conviene, pues, utilizarla con precaución. Y, al margen de los argumentos que siempre se dan para justificarla, examinar si hay otros para comprender el porqué de su empleo por parte de Miguel Mihura y algunos de sus colegas, que tuvieron una relación con el cine polémica y hasta insatisfactoria, pero no creo que infernal.

En mi libro Dramaturgos en el cine español (1939-1975), he estudiado con detalle esa relación en lo que respecta a los autores del grupo generacional del 27. Todos los casos no son equiparables, e incluso nos encontramos a un Jardiel Poncela que durante el período franquista se alejó del cine, aunque sus obras fueron adaptadas. Contrasta este alejamiento, justificado por una actitud personal que dista de la marginación tópicamente señalada cuando se estudia el último tramo de la trayectoria de Jardiel Poncela4, con la plena actividad de Miguel Mihura, Edgar Neville y José López Rubio. El resultado de la misma es desigual y, como reconocen los propios autores, en pocas ocasiones pudieron hacer un cine acorde con sus pretensiones. También es cierto que cuando lo consiguieron toparon con la incomprensión del público, tan poco predispuesto como las instancias oficiales a una renovación del cine español. Se comprende, por lo tanto, la frustración de unos dramaturgos que habían confiado plenamente en un medio que en absoluto les resultaba ajeno. Ya desde el período republicano, incluyendo una participación en el Hollywood de los inicios del sonoro, y como nota común del grupo generacional, todos ellos habían compatibilizado la creación literaria con la cinematográfica (RÍOS CARRATALÁ, 1995). Lo siguieron haciendo una vez terminada la guerra y gracias a una privilegiada situación personal en relación con la dictadura. Tuvieron algunos encontronazos con una censura cuyas líneas de actuación todavía no estaban clarificadas, pero fueron menores en un contexto con el que se sentían identificados. Y frustrados, porque pronto descubrieron sus límites, incompatibles con las pretensiones de quienes se habían formado con unos criterios más abiertos y cosmopolitas que los de la España franquista.

No obstante, todos estos problemas distan mucho de constituir una situación infernal, al menos en su relación específica con estos autores. Es cierto que «el infierno» era el cine de la época, por sus terribles limitaciones en todos los ámbitos que contrastaban con las experiencias en Hollywood o incluso en la propia España republicana. Pero hablamos de una situación generalizada que no tuvo manifestaciones peculiares en relación con unos autores que, incluso, contaron con oportunidades que estaban vetadas a otros. Conviene, por lo tanto, hacer hincapié en esta diferenciación, pues la experiencia no fue infernal para los dramaturgos de este grupo en sus facetas de guionistas y directores, sino que estas últimas las tuvieron que desarrollar en un infierno por cuestiones tan diversas como las económicas y la censura.

Y, cuando hablan de ese «infierno», lo hacen desde una situación personal distinta y hasta privilegiada. El Miguel Mihura de finales de los cincuenta y principios de los sesenta es un autor teatral de éxito, que arrasa con varias comedias cuyos resultados de taquilla tanto contrastan con la frustración de quien tuvo que esperar veinte años para estrenar Tres sombreros de copa. Esa situación privilegiada no era sólo económica, siendo esta circunstancia muy significativa para un autor que, como el resto de sus colegas de grupo, no ocultó sus pretensiones al respecto. También lo era porque podía desarrollar una creación donde él disfrutaba de un protagonismo absoluto, algo que siempre preocupó a un Miguel Mihura poco predispuesto a confiar sus obras a directores tanto teatrales como cinematográficos. Esta satisfactoria situación, tras años de trabajar en condiciones difíciles, compartiendo tareas con su hermano Jerónimo y otros colegas en unas producciones propias de las penurias del cine de la época, le lleva a una mirada retrospectiva tan marcada por la perspectiva personal. Se comprende así lo duro de sus palabras, incluso se puede justificar, pero no cabe extrapolarlas a una situación de marginación relacionada con Miguel Mihura y sus colegas de grupo generacional.

Miguel Mihura gozó de unas buenas condiciones económicas dentro de los parámetros de lo que ganaban los guionistas de la época, tuvo bastante continuidad en su tarea y la misma, a menudo, fue más allá de la escritura y contempló aspectos como la dirección de actores, tal y como hacía en el teatro. José López Rubio fue un director con una obra, desde el punto de vista cuantitativo, importante durante los primeros años del franquismo y contó con el apoyo oficial en varias películas muy del gusto del nuevo régimen. Edgar Neville realizó un cine mucho más personal y hasta al margen de unas directrices que no compartió ni en la teoría ni en la práctica. Pero, con no pocos problemas, sacó adelante un importante número de producciones, algo que estaba fuera de las posibilidades de la mayoría de sus colegas. Más difícil lo tuvo Antonio de Lara, Tono, pero también disfrutó de varias oportunidades y nunca debemos olvidar su papel secundario en el seno de este selecto grupo de creadores.

No obstante, todos ellos tuvieron duras palabras contra un cine en el que habían confiado desde su juventud, que había sido un factor de identificación para un grupo de dramaturgos que no dudó a la hora de dejar los escenarios por los platós. Pero volvieron al teatro, triunfaron arrolladoramente en ocasiones y, desde esa perspectiva, lanzaron invectivas contra un cine como el español que habían conocido y sufrido. No se trata de un alejamiento de un medio que les seguía interesando, sino un rechazo de las condiciones particulares en las que se desenvolvía. Madrugones, incomodidades, improvisaciones, largas esperas... eran circunstancias molestas para unos dramaturgos que, como tales, disfrutaban de una situación mucho más cómoda en el teatro, donde por otra parte podían imponer sus criterios, algo a menudo imposible en el medio cinematográfico. De ahí surge esa imagen del «infierno», un lugar incómodo donde ellos apenas podían desarrollar una labor creativa acorde con sus intenciones y no controlaban la totalidad del proceso.

Esta justificada frustración se da en unos autores que tenían un concepto propio de lo que era el cine, más allá de sus específicas labores como guionistas o directores. Un concepto que se vislumbra en algunas de sus películas y en otras se convierte en una realidad a pesar de las dificultades. Se trata de un cine que bebe de su formación en un período y unas circunstancias distantes de las de la España franquista con la que, no lo olvidemos, se sentían sustancialmente identificados. Se produce así una cierta contradicción que nunca exteriorizaron y ante la que encontraron una solución en el teatro, donde disfrutaron de un marco un tanto más libre y adecuado para sus intenciones.

No creo que esta situación se repita en otros dramaturgos que, tras pasar por la experiencia de guionistas, han hablado del «infierno» o algo similar. La mayoría de ellos concibieron este trabajo de una manera artesanal, para la que se sentían bien preparados gracias a su labor creativa como autores teatrales. No se percibe en sus trayectorias una peculiar concepción del cine o unos objetivos específicos, salvo los de trasladar a la pantalla géneros y tendencias que habían triunfado en los escenarios. De ahí que, al margen del silencio de la mayoría o la falta de documentos que recopilen sus opiniones, no quepa pensar en una frustración como la de los autores del 27.

Esta labor artesanal en ocasiones es compatible con indudables y hasta sorprendentes aciertos, como sucede en alguna película de Adolfo Torrado. No creo que, entre los numerosos males del cine del período franquista, el de la falta de calidad de los guiones ocupe un lugar destacado. Una prueba la encontramos en este grupo de dramaturgos, que a veces se limitaron a presentar un argumento finalmente convertido en guión por algún colaborador, pero que en otras ocasiones, las menos, tenían capacidad suficiente para culminar la tarea con sentido y acierto cinematográficos.

A lo largo de mi libro he examinado varias docenas de películas en las que se dan las más variopintas circunstancias. Desde autores que se limitaban a prestar, previo sustancioso pago, su nombre con el fin de prestigar una película en busca de ayudas oficiales (José M.ª Pemán) hasta algunos que trabajaban como «negros» de las productoras para corregir guiones ajenos (Alfonso Paso), desde aquellos que intentaban hacer una obra más personal asumiendo las tareas de guionista y director (Edgar Neville) hasta los que se limitaban a cumplir los más insólitos encargos al margen de su obra (Santiago Moncada), pasando por los que tuvieron una relación anecdótica motivada por relaciones personales con directores o productores (Jaime Salom) frente a los que trabajaron profesionalmente en estas tareas durante un período prolongado (Miguel Mihura). Es difícil, por lo tanto, sacar conclusiones generales a partir de tan distintas circunstancias. He optado por clasificarlas en unos cuantos grupos y, aun así, todavía es necesario hacer excepciones en cada uno de ellos.

Sin embargo, ninguno de los autores estudiados manifiesta su satisfacción por haber trabajado en el cine, son muchos los que olvidan esta faceta y, por supuesto, ninguno la reivindica como una actividad complementaria para el dramaturgo. Sorprende, a primera vista, esta reacción en un colectivo que se acercó con tanta asiduidad al cine. Pero esa sorpresa es relativa si pensamos en la noción de prestigio, tan presente en las por otra parte escasas manifestaciones públicas de estos autores, a menudo sumidos en el anonimato propio de los guionistas de la época y de quienes, además, no eran dramaturgos especialmente reconocidos o populares.

En pocas palabras, durante la etapa franquista colaborar en el cine como guionista no daba prestigio a un autor teatral. Por el contrario, manifestar un despego con respecto al mismo se encontraba dentro de lo culturalmente correcto, de lo previsible en unos autores que todavía disfrutaban de una situación de relativo privilegio en tanto que dramaturgos con posibilidades de estrenar sus obras en los mejores teatros. Esta circunstancia no implica falsedad en quienes así se manifiestan, pero relativiza el alcance de unas opiniones tan previsibles y tópicas. Lo verdaderamente significativo, y hasta insólito, habría sido encontrar un dramaturgo que, aparte de triunfar en el cine, reivindicara esta faceta y la situara al mismo nivel que la teatral. Lo podían hacer, pero nunca reconocerlo en público. Y, por otra parte, también es cierto que ese público poco o nada estaba interesado en tales cuestiones. A diferencia de lo que sucede en la actualidad, la labor del guionista era anónima para los espectadores e incluso para buena parte de los profesionales relacionados con el cine. Esta falta de apreciación se traduce en un desinterés de los medios de comunicación de la época y sólo en los contados casos de destacados autores hemos encontrado algunas manifestaciones al respecto, todas ellas en el sentido arriba indicado. No podía ser de otra manera y nos queda la frustración de no haber podido consultar a otros autores que realizaron una labor en el cine no menos interesante, pero que por su escaso relieve como dramaturgos no tuvieron la oportunidad de dar cuenta de su experiencia.

Por lo tanto, la referencia al «infierno» casi era obligatoria, por previsible y tópica, para los autores que por haber triunfado en el teatro disfrutaban del privilegio de manifestarse públicamente. Otros no triunfaron en ese sentido (Alfonso Sastre, Ricardo López Aranda, Alfredo Mañas...), pero cuentan con un prestigio y una obra escrita que les permite dar a conocer sus opiniones al respecto, coincidentes aunque por otros motivos con las del anterior grupo. Lo importante es no exagerar, no interpretar estos textos de forma literal, evitar el socorrido recurso a la marginación del autor teatral a manos de un supuestamente poderoso cine y, sobre todo, entender la dinámica interrelación entre dos medios tan cercanos y alejados al mismo tiempo. Dentro de la misma se da esta asidua y nada anecdótica participación de los dramaturgos como guionistas, que nos permite adentrarnos en unas relaciones cuyo análisis debe superar prejuicios tan habituales todavía en el ámbito académico. Escuchemos, pues, a los autores, pero seamos cautos a la hora de valorar unas palabras preñadas de legítimos intereses personales, prejuicios y hasta tópicos que pudieron ser consoladores para ellos mismos. No mintieron, incluso tenían muchos motivos para hablar del «infierno», pero pensemos que lo hicieron desde una perspectiva personal y profesional que nunca debemos olvidar.






Referencias bibliográficas

FERNÁNDEZ FERNÁNDEZ, L. M. (1992). El neorrealismo en la narración española de los años cincuenta. Santiago de Compostela, Servicio de Publicaciones de la Universidad.

LARA, F. y RODRÍGUEZ, E. (1990). Miguel Mihura, en el infierno del cine. Valladolid, Seminci.

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RÍOS CARRATALÁ, J. A. (1995). A la sombra de Lorca y Buñuel: Eduardo Ugarte. Alicante, Servicio de Publicaciones de la Universidad. 2.ª ed.: 2000.

—— (2000). El teatro en el cine español. Alicante, Servicio de Publicaciones de la Universidad.

—— (2003). Dramaturgos en el cine español, 1939-1975. Alicante, Servicio de Publicaciones de la Universidad.



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