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Ya embocaban a la cabecera del puente de Toledo cuando un desgarrón de las nubes, que cubrían casi totalmente el cielo, dejó ver un cuarto de luna, con desmayada luz —159→ entre cendales, corriendo hacia los bordes grises que habrían de ocultarla de nuevo... «Lucila, mira, mira la luna -dijo Ezequiel creyendo que podría distraer de su pena a la pobre joven, comunicándole su admiración candorosa. Pero ni lunas ni soles podían iluminar la noche obscura que en su alma llevaba la hija de Ansúrez, y siguió en silencio. Marcha sostenida y regular llevaban: con el aire que al paso de los dos imprimió Cigüela en la bajada de Gilimón, se aproximaron a la entrada de Carabanchel Bajo. Pero aquí el potente impulso de ella empezó a flaquear; se detuvo un momento mirando las primeras casas, y preguntó a su acompañante si estaban ya en Leganés.

-¡Ay! no... Esto es Carabanchel Bajo... Si quieres, descansaremos un poquito.

-No... Entre casas y donde haya gente, no nos detengamos -dijo Lucila-. Sigamos, y a la salida nos sentaremos».

Atravesaron el pueblo, esquivando el encuentro con los escasos grupos de personas que al paso veían, y al salir de nuevo al campo, Lucila hubo de aquietar un poco su marcha. «Nos cansamos sin necesidad -observó Ezequiel-, pues ¿qué adelantas con llegar a Leganés a media noche? Andemos despacio, y si a mi brazo quieres agarrarte hazlo con confianza, que yo no me canso. Por este camino venimos Tomás y yo de paseo algún domingo, y todo este campo me lo sé de memoria». Con lento andar llegaron a Carabanchel Alto; acelerando un poco pasaron el —160→ pueblo, y al rebasar de las últimas casas, Lucila, sin aliento, echando en un suspiro toda esta frase: «no puedo más, Zequiel... aquí me siento», cayó al pie de un árbol. El cerero acudió a levantarla, cariñoso, diciéndole que un poco más arriba encontrarían mejor y más cómodo asiento, y puesta ella en pie, bien asida la mano del mancebo, siguieron despacio, él sosteniéndola, ella dejándose llevar, hasta que les brindaron descanso unos troncos de negrillo apilados en el suelo y protegidos de una maciza pared en ruinas.

-Estoy muerta de cansancio -dijo la moza después de recobrado el aliento.

-Pues tómate el tiempo que quieras para recobrar fuerzas, porque aún hay algunas horitas de aquí al amanecer... Y si te entra sueño y quieres dormir, no tengas miedo a nada; yo velo y estoy al cuidado.

-Mira, Zequiel, mira aquella lucecita que allá lejos se ve... por esta parte... por donde te señala mi dedo... ¿Será aquello Leganés?

-Por esa parte cae el pueblo; pero el cuartel está más arriba. Entre el cuartel y el pueblo hay unas casas muy grandes del Duque de Medinaceli donde van a poner Hospital de locos.

-Casa de locos... -dijo Lucila-. Pues que sea grandecita, pues bien de gente hay que la ocupe...».

Dicho esto, permanecieron silenciosos, Ezequiel a la izquierda de su amiga, mirando —161→ a las lejanías obscuras donde se divisaban, no ya una sola luz, sino tres o cuatro formando como una constelación. Requirió Lucila los bordes de su pañuelo de manta para abrigarse, y como expresara su desconsuelo de ver al muchacho sin capa ni ningún abrigo, dijo él: «Yo nunca tengo frío ni calor. No te ocupes de mí y abrígate bien, que tú eres más delicada». Así lo hizo Lucila, y a la media hora de estar allí, el abrigo, el descanso, la soledad, rindieron su fatigada naturaleza, llevándola sin sentirlo a una sedación intensísima... Su pena se recogió en el fondo del alma, ahuyentada momentáneamente por la reparación física; la inercia impuso un paréntesis de la vida para seguir viviendo... Dio dos o tres cabezadas. «Lucila -le dijo el cerero, inmóvil-, si quieres descansar tu cabeza sobre mi hombro, aquí lo tienes... A mí no me incomodas... descarga tu cabeza y duerme un poquitín...». La moza no respondió... Por instintivo abandono, vencida de un sopor más fuerte que su propósito de estar desvelada, dejó caer la cabeza sobre el hombro del mancebo y quedose dormida. Desde que sintió el dulce peso, Ezequiel fue un poste, más bien almohadón en figura de persona: respiraba con pausa y ritmo, para que ni el menor movimiento turbase el reposo breve de su infeliz amiga. La inocencia del muchacho despierto no era menos bella que la de la mujer dormida.

El sueño de Lucila, que en realidad fue como una embriaguez de cansancio, duró —162→ apenas un cuarto de hora. Despertó sobresaltada, creyéndolo de larga duración. «¡Si apenas has dormido el espacio de tres credos! -le dijo Ezequiel-. Duerme más y descansa, que yo velo: yo velo por los dos... y estoy al cuidado... Como si quieres echarte bien envueltita en tu pañuelo, y apoyando la cabeza en mis rodillas...

-No, no, Zequiel... Yo no tengo sueño. Fue un momento no más, como si de la fuerza de mis pesares perdiera el sentido. Se moriría una si alguna vez, por un ratito, no se borrara de nuestro pensamiento el mal que sufrimos, y no se escondiera el dolor... Zequiel, duerme tú ahora si quieres, que yo velaré.

-No: rezo y velo yo, que debo estar al cuidado».

Hablando a ratitos, o entregándose cada uno por su cuenta a la contemplación del cielo y de la noche, escapados hacia el infinito exterior para recaer luego en el interno infinito que cada cual en sí mismo llevaba, pasaron horas no contadas ni medidas, porque ni ellos tenían reloj, ni campanadas lejanas venían a marcarles los pasos del tiempo. Tampoco sabían leer la hora en los astros, y estos... malditas ganas tenían aquella noche de ser leídos.

Engañada por su deseo de acelerar el tiempo, creyó ver Lucila un viso de aurora en el horizonte, y dispuso continuar la marcha. «Ya viene el día, Zequiel... Sigamos. No nos será difícil averiguar si está Tomín en el —163→ Depósito. Y si está, tenemos que volver corriendo a Madrid para dar los pasos y ver de sacarle...

-Con alma y vida mirará Domiciana por él -dijo el cerero gozoso, ingenuo-. ¡Pues no le quiere poco en gracia de Dios!... Y eso que nunca le ha tratado... Verdad que le conoce como si le hubiera visto mil veces, y sabe cómo tiene los ojos, y lo arrogante que es... Tanto le has hablado tú de Tomín, que sin verle le ha visto. Domiciana es muy buena: a ti te quiere muchísimo, y todo su empeño es proporcionarte un buen matrimonio. Al Capitán le quiere porque le quieres tú. Yo le dije un día que fuese conmigo a ver a Tomín, y ella me dijo, dice: 'no voy, porque Lucila es muy celosa y podría metérsele en la cabeza cualquier disparate'. Yo le contesté que tú no pensabas nada malo de ella, pues harto sabes que es monja, y que no tiene licencia del Padre Eterno para enamorarse de un hombre...».

Lucila, que aún permanecía sentada, pensó que llevaba de compañero a un ángel del Cielo.

-Si quieres -dijo el muchacho-, sigamos nuestro camino. Despacito, podremos llegar, creo yo, cuando esté amaneciendo... Pues Domiciana me dijo eso: 'No quiero que Lucila padezca celos por mí... Podría suceder que el Capitán, al verme, fuera conmigo rendido y galante, como corresponde a un caballero. No dejaría de apreciar mi señorío y buena educación, no dejaría de ver que si —164→ no soy hermosa, tampoco espanto por fea... Los hombres de gusto aprecian mucho, en nosotras, los modales y el hablar finos... Por esto quiero estar apartada de Bartolomé... para que esa pobrecilla Luci no se arrebate'. Esto me dijo, y en ello verás lo mucho que te estima.

-Sí que lo veo, y lo agradezco de veras -indicó Lucila poniéndose en marcha-. Tu hermana, desde que anda en tratos con gente de Palacio, se compone y acicala. Con su buen ver, y con la gracia de su conversación, haría conquistas si quisiera.

-Pero no le hables a ella de conquistas de hombres -dijo Ezequiel ajustando su paso al de Lucila-, que eso no le cuadra, ni mi hermana es mujer que falte a sus votos por nada de este mundo. En ella no verás el coquetismo de otras que se emperifollan al cuento de gustar a los caballeros. Lo que hace mi hermana es adecentarse, porque tiene que andar entre personas de la aristocracia fina... Ella para sí tiene el gusto del aseo, que ya es como una tema; tanto, que algunos días no se pueden contar las cubas que el aguador sube a casa para sus lavoteos...».

Algo más habló el ángel en el caminar lento por la carretera polvorosa, y momentos hubo en que molestó grandemente a Lucila el batir de las blancas alas de su compañero: en un tris estuvo que de un manotazo le arrancase las plumas... Callaba la moza para que él moderase sus expansivas —165→ manifestaciones, y andando, andando, vieron casas, mulos, personas. Como Ezequiel anunció, llegaban al término de su viaje a punto de amanecer. Guió el mancebo hacia un edificio grande y aislado que a derecha mano se parecía, y cerca de él vieron grupos de mujeres que volvían hacia el pueblo. Hallándose a corta distancia del grande edificio, con trazas de convento, oyeron toque de cornetas y tambores. A Lucila le saltó el corazón. Hablaba el Ejército, que para ella era como si Tomín hablase; y estando en esto, parados los dos en espera de algo que determinara sus resoluciones, creyó Cigüela oír su nombre. Volviose, y entre los bultos de personas que pasaban vio que se destacaba una mujer, toda envuelta en cosa negra como una fantasma. Por segunda vez sonó la voz, agregando otras palabras al nombre: «Lucila, Lucila, ¿no me conoce? Soy Rosenda».

Ya... Era la Capitana, amiga del Teniente Castillejo, compinche de Bartolomé Gracián en políticas trapisondas. Al reconocerla y contestar al saludo, advirtió Lucila que tenía el rostro bañado en lágrimas, y que revelaba en sus facciones y en su fúnebre actitud una gran tribulación.

-Vengo, ya usted supondrá -murmuró Lucila, que al punto se contagió del lagrimeo-, vengo porque... Pasado mañana... digo, mañana, sale la cuerda.

-Hija, no -replicó la Capitana ahogándose-: la cuerda salió ya.

—166→

-¿Cuándo?

-Hoy... hará un cuarto de hora. ¡Mala centella para el Gobierno! -exclamó Rosenda, que era en su lenguaje un poquito amanolada-. En los hombres no hay ya vergüenza... Las mujeres tendremos que hacer alguna muy sonada... pasear por las calles en un palo mondongos de Ministros... ¿De veras no cree usted que haya salido la cuerda? Por allí va... ¿Ve usted aquella nube de polvo, como las que se levantan cuando pasa un ganado? Pues allí van...».

Miró Lucila hacia el punto lejano que Rosenda le señalaba, y vio en efecto, la columna de polvo, como una cabellera desgreñada en sus extremos. Iluminada por el resplandor de la aurora, que a cada instante era más vivo, la nube blanquecina andaba lentamente. No se veían los hombres conducidos al destierro: se veía sólo una cresta de polvo que en su camino les acompañaba. Lanzó Cigüela un rugido, y antes de que en otra forma expresara su inmenso dolor, Rosenda le dijo: «¿Por qué ha venido usted, si Bartolomé no va en la cuerda?

-¡Que no va! ¿Está usted bien segura?...

-Les he visto a todos uno por uno, anoche y esta madrugada, en el mismísimo Depósito... Infierno lo llamo. Las cosas que he tenido que hacer para que el Comandante me dejara entrar no puedo decirlas ahora... Pues verá usted: militares van seis... Mi pobre Castillejo, Zamorano, Socías... ¿se acuerda usted de Socías? Angulo, el de Provinciales —167→ de Cuenca, y dos que trajeron ayer de Guadalajara. Los demás son gente de pluma: van en la cuerda porque llamaron ladrones a los Ministros, o porque repartieron papelitos en los cuarteles. Van también dos extranjeros que parecen gringos, y un franchute. ¡Ay, qué infame tropelía! ¡Llevar a hombres cristianos en traílla, como a perros con rabia para echarlos al agua! ¡Lástima que todas las mujeres de corazón no nos volviéramos perras rabiosas!... ¡No eran mordidas, Señor, no eran mordidas las que habíamos de pegar!... ¡Ay, mi Castillejo! ¡Pobrecito de mi alma!». Decía esto mirando la cabellera de polvo, que alejándose se achicaba ya, y removida del vientecillo de la mañana desparramaba en el aire sus guedejas.

-Con lo que dice esta señora -indicó Ezequiel a su amiga, satisfecho-, ya puedes estar tranquila. Demos gracias a Dios. Tomín no va en la cuerda.

Sintiendo su alma casi libre del horrendo peso que había traído consigo desde Madrid, Cigüela no podía llegar a un estado de completa tranquilidad y menos de alegría. Porque aun descartado el hecho tristísimo de la deportación de Gracián, el problema seguía ofreciendo a la pobre mujer aspectos pavorosos. —168→ ¿Dónde estaba el hombre? El cúmulo de probabilidades, todas muy negras, que esta interrogación ponía frente a Lucila, incitándola a escoger la más lógica, era motivo suficiente para que la paz no reinara en su alma. De que Tolomín no había ido en la cuerda se convenció escuchando de nuevo el informe de la Capitana, autorizado por un Teniente de servicio en el Depósito, hombre compasivo y amable que las acompañó cuando se retiraban al pueblo... Vio, pues, Lucila claramente que su afán continuaba en Madrid, y allí habría de padecerlo hasta que Dios la curara o la matara.

Cuando se desvaneció en el horizonte la nube de polvo, señal de que los presos iban ya cerca de Getafe, las dos mujeres, desconsoladas por la desaparición de sus hombres, echaron suspiros, la una en dirección de la cuerda, la otra hacia los mismos Madriles, y al punto se percataron de que nada tenían que hacer en aquel sitio. «Vámonos al pueblo -dijo la Capitana, bostezando de sueño y hambre-; yo estoy con lo poco que comí ayer al mediodía». Demostraciones de desfallecimiento hizo también Lucila, secundada por Ezequiel; y el Teniente, que en aquel caso estaba obligado a ser galante, las invitó a matar el gusanillo en una venta próxima. Aceptaron las mujeres, y poco después sus pobres cuerpos se reparaban del grande ajetreo de la noche, ya que del vivo dolor no podían sus almas repararse. Durante el desayuno, que el Teniente proveyó —169→ con liberalidad, se desató la Capitana en denuestos contra el ladronazo de Bravo Murillo, que quería ser más crúo que Narváez... Esto no podía permitirse a un facha, a un Don Levosa, personaje de poco acá; y los de Tropa debían volverse todos contra él, negando el derecho del paisanaje a mandar a los españoles. Cigüela, interrogada después por su amiga, tuvo que relatar el cómo y cuándo de la extraña desaparición de Gracián. El Teniente le conocía desde la campaña de Cataluña, en que sirvieron juntos, y a un tiempo encomiaba su bravura en la guerra y su temeridad en las intentonas políticas.

Repuestas de su quebranto físico, las mujeres hablaron de volverse a Madrid. Rosenda propuso que, si no se encontraba calesa, se buscara un carro en que podrían ir tumbadas, como sacos de patatas o seretas de carbón. Mientras iba Ezequiel a esta diligencia, la curiosa Capitana pidió a Lucila noticias de aquel joven tan modosito y guapín que la acompañaba, y satisfecha su curiosidad, dijo: «¿Con que cerero? Ya pensé yo para entre mí que ese descosío tenía que ser de iglesia. Bien pensado está eso de arrimarse a lo eclesiástico, que en estos tiempos no hay otro camino... ¡Ay, bien se lo dije a mi Castillejo! Él no me hacía caso... Ocasiones tuvo de ampararse de la clerecía. Yo le abrí camino, por un señor cura, mi amigo, que está en el Vicariato General Castrense; pero Castillejo no quería... Por poco reñimos... Y —170→ ya ve las resultas de ser tan arrimado a la libertad de religión, de los cultos ateístas, o como se llame... ¡A Filipinas! ¿Y hasta cuándo, Señor?... ¿Sabe usted lo que digo? Que maldita sea esta Nación».

Encontrado el carro, y despedidas del Oficial las tristes mujeres, emprendieron su regreso a Madrid. «Acuéstense en estas sacas -les dijo Ezequiel-, y duerman tranquilas; que yo velo y estaré al cuidado». Tumbáronse a su comodidad; pero sólo en esto se cumplieron las indicaciones del mancebo, pues él fue quien, rendido de la mala noche, se durmió como un cesto, y ellas, velando, hablaban de sus cosas. Referidos por Cigüela ciertos antecedentes de la desaparición de Tomín, dijo con agudeza la Capitana: «Este es un caso, amiga mía, en que yo tengo que preguntar: ¿quién es ella? Me da en la nariz olor de mujerío... Gracián es un real mozo... Sé por Castillejo que a muchas enloqueció sólo con mirarlas. En Madrid, hija, pasan cosas que si se cuentan nadie las cree... Va usted a oír un sucedido que pasó en Lorca, mi tierra. Érase un oficial muy simpático que estaba preso por mor de un desafío. Entre dos mujeres, que al parecer no le conocían, la una muy rica, le sacaron de la cárcel, sobornando a los guardias, y se le llevaron a un campo lejos, lejos... La rica, que era viuda y fea, apareció al año en Murcia con un niñito de pecho; poco después llegó el oficial con el canuto de la absoluta, y se casaron... Ate usted este cabito y aprenda... —171→ No dude usted que si hay robos de mujeres por hombres, y testigo soy yo, pues mi marido siendo alférez me robó a mí lindamente de la casa de mis padres, como quien coge del árbol una pera o melocotón; si hay, digo, casos mil de muchachas robadas por varones, casos se han visto, aunque son menos, de caballeros arrebatados por señoras... Indague usted, Lucila, y haga por descubrir la verdad... ¡Ay, si eso a mí me pasara, y supiera yo dónde está la ladrona!... ¡No eran bofetadas, no eran azotes en semejante parte, no eran estrujones hasta quedarme con el moño en la mano, y no era zapateado sobre sus costillas hasta dejarla como una pasa!»

-¡Robado por una mujer!... ¡Imposible! -exclamó Lucila, que aunque bregaba en su magín con un pensamiento semejante, no lo tuvo por absurdo hasta que lo oyó expresado por extraña boca. Le sonaron las historias y comentarios de Rosenda a cosa trágica, compuesta para causar lástima y terror a las gentes, como lances de teatro inventados por los poetas... Y le pareció aún más extraño que tales cosas le pasaran a ella, criatura insignificante y pacífica, pues las tragedias eran siempre entre reyes o personas de elevada alcurnia... Recordó entonces lo que su padre le refería de los dramas cantados, y de las bellezas grandilocuentes de la ópera... Su inmensa desdicha, con las nuevas formas que tomaba, se le iba volviendo cosa de canto, o por lo menos de verso, que viene a ser la música parlada.

—172→

Nada más, digno de ser contado, ocurrió en el viaje, que tuvo su fin después de mediodía. Dejolas el vehículo junto a la Puerta de Toledo, y a pie hicieron su entrada en la Corte, despidiéndose la Capitana en la esquina de la calle de la Ventosa, para seguir hasta la Cava de San Miguel, donde moraba una tía suya... Al entrar la buena moza en su casa, grande ansiedad, negra con tornasoles de esperanza, embargaba su espíritu. ¡Estaría bueno que hubiera parecido Tomín, que le encontrara sano y salvo, creyendo que ella era la extraviada y no él!... Pero esta ilusión tardía, triste como flor de cementerio, se desvaneció al entrar en el corral y ver la cara de Eulogia, que no dijo nada lisonjero. Rápidas preguntas cambiaron una y otra. «¿Ha ocurrido algo; ha venido alguien?»... «Nadie ha venido: no sé nada. ¿Dices que no ha ido en la cuerda?»... «No va en la cuerda. ¿Ha venido alguien?»... «Nadie, mujer...».

Toda la tarde estuvo Cigüela muy abatida y lacrimosa... Por la noche se salió de la casa sin que Eulogia la viese, y dejándose llevar de una atracción irresistible bajó a la Ronda: su memoria, eficaz auxilio de su locura, le reprodujo la relación que la noche anterior hizo Fabián de los lugares donde había visto a Tolomín, conducido por dos hombres, y se lanzó por solares y callejuelas entre tapias, recorriendo o pensando recorrer los mismos sitios por donde aquel fue, perdiéndose al fin de toda vista humana. Era una conmemoración, un viacrucis por —173→ estaciones que ignoraba si conducían a la casa de Pilatos, al Gólgota, o a otro nefando lugar, peor que todos los Calvarios... Llegó a verse entre tapias, que eran guardianas de árboles raquíticos y de unos caseretones destartalados, siniestros: en alguno de estos vio luces... Pasó junto a un lavadero; vio un altozano que más bien parecía montón de escorias, las cuales bajo los pies sonaban como huesos, y al subirse a él distinguió más caseretones de formas absurdas, más árboles escuetos, y vapores lejanos, como humos de caleras o resuello de hornos. En lo más alto de aquel montículo, sintió imperioso anhelo de llamar al perdido Capitán, con la crédula ilusión de que este le respondería, y soltando toda la voz, se puso a gritar ¡Tolomín!... Entre grito y grito dejaba un espacio... Aguzaba el oído, creyendo que de la inmensidad distante vendría un ¿qué?... Pero no venía nada... Los pulmones fatigados y la garganta enronquecida, ya no podían más. Bajó Lucila del montículo, y arrimada a una tapia, la voz, no ya vigorosa y tonante, sino plañidera, con angustioso timbre, dijo: «¡Min!...». Recorrió como unas treinta varas clamando Min, en son parecido al balar del cabritillo... cada vez más tenue hasta que se extinguió en un Min casi imperceptible, como si a sí misma se lo dijera... Cuando volvió a su casa, cerca de media noche, Eulogia creyó que su pobre huéspeda se había dejado en el paseo la razón.

Si no volvía loca, enferma sí que estaba: en —174→ la cama hubieron de meterla contra su voluntad, acudiendo a calmar con mantas y botellas de agua caliente el intenso frío precursor de horrible calentura. Por no ser fácil encontrar médico en la vecindad a tal hora, llamose a un veterinario, habitante en la misma casa, el cual, viendo muy arrebatado el rostro de Lucila y que de su cabeza echaba fuego, ordenó una sangría. No creyó prudente Eulogia administrársela. A la mañana siguiente fue un físico de tropa, muy entendido, y aprobado lo que había hecho la casera, diagnosticó el caso como grave, de lenta resolución... En efecto: bien malita y casi a dos dedos de la muerte estuvo Cigüela, delirando furiosamente por las noches, y de día como alelada, diciendo mil desatinos y sin conocer a nadie: en los ratos de alivio, su entendimiento no daba de sí más que estas preguntas: «¿Quién ha venido?... ¿Qué se sabe?... ¿Domiciana...?». Eulogia le contestaba: «Sí, sí: ha venido la señora cerera... La primera vez no quiso pasar: no venía más que a enterarse. La segunda vez le dije que estabas sin conocimiento... llegó a esa puerta y miró... No quiso entrar... parecía medrosa, muy medrosa... Te miraba desde la puerta, y dijo... 'Cuidarla mucho. Si muere, avísenme...'. También ha venido tu padre... muy triste de verte enferma, alegre porque ya le han colocado... Está muy agradecido a Doña Domiciana... No bien abrió la boca, la señora se puso la mantilla y salió a la calle en busca del —175→ remedio. Al día siguiente ¡pumba! el destino. Esto es servir con prontitud y equidad.»

-Domiciana tiene influencia; digo, se la prestan. Es una culebra que lleva de aquí para allá los recados de las águilas... Otra cosa: ¿en qué oficina está mi padre ahora?

-No le han metido en ninguna cosa del Gobierno, oficina ni viceversa teatro, sino en una casa particular, y por ello está tu padre más contento. Ha entrado a servir a ese que regenta toda la policía, el D. Francisco Chico, que prende criminales y espanta masones...

-Entonces, mi padre estará al cuidado de las horcas.

-No, que el destino que tiene no es más que limpiar el polvo a los cuadros, cornucopias, urnas y tapices que el D. Francisco tiene en una gran casa de la Plaza de los Mostenses... Y por quitar el polvo y cuidar de aquellos almacenes, le dan a tu padre ocho reales y casa. Dice que no hay en Madrid destino de más descanso. Si satisfecho estaba el hombre en el Teatro Real, gozando de tanta música y baile, ahora salta de gozo porque come y vive con poco trabajo, entre tantas cosas lindas y nobles... ¿Qué te parece, mujer, de la colocación de tu padre?».

Lucila no respondió más que con un áspero rechinar de dientes.

—176→

Hallándose mejorada, recibió Lucila las visitas de su hermano y de su padre, el cual reiteró su contento por el buen acomodo que tenía en la casa del jefe de los guindillas; pero no habló nada de Domiciana. Esta preterición de la protectora le pareció a Cigüela un delicado tributo de Ansúrez al dolor de su amada hija. Sin duda el fiero castillano comprendía o sabía que las que fueron amigas hallábanse ya a un lado y otro de un espantoso abismo. No quería él meterse a medir la sombría cavidad, y callaba. Con interés real o fingido escuchó después Lucila las descripciones que hizo su padre de los primores cuya limpieza le estaba encomendada, y tomando pie de esto se procuró personales informes del Sr. Chico: si en su casa tenía el mal genio que desplegaba en la persecución de gente mala; si recibía con buenas palabras o con bufidos a las personas que iban a verle. Las opiniones de Ansúrez sobre estos particulares eran vagas. Desconocía completamente a su amo en las funciones policiacas. Sólo de pensar que ante él se veía como delincuente, como sospechoso, siquiera como testigo, le entraban temblores y se le descomponía todo el cuerpo. Terminó recomendando a su querida hija que no pensara en tal sujeto, al cuento de —177→ averiguar por él cosas que valía más dejar en el estado que tenían, cuidándose menos de descubrirlas que de olvidarlas. Esto fue, en substancia, lo que el innato filósofo celtíbero dijo a su amada Lucila.

La Capitana Rosenda, que también a la guapa moza visitaba muy a menudo, no le habló nunca con tan filosófico tino como el viejo castellano. Divagaba locamente en su charlar, a las veces gracioso. Deportado Castillejo, se había ido a vivir con una tía suya, en la Cava de San Miguel, señora de circunstancias, que tenían dos loros, una cotorra y cuatro jilgueros... En la misma casa, piso principal bajando del cielo, vivía el desesperado cesante D. Mariano Centurión, cuya familia se comunicaba con la de la tía de Rosenda por ser esta y la Centuriona del mismo pueblo. Los niños bajaban; la señora pajarera subía, y D. Mariano, cuando no tenía con quién desfogar, le contaba sus desventuras a la Capitana. Por él supo que la cerera se empingorotaba cada día más. En coche salía por Madrid, y en coche llegaban personajas a platicar con ella. Vestía muy elegante, los morros le habían crecido, y con ellos y con su entrecejo, cuando iba por la calle, parecía decir: «quítense, quítense, que paso yo». Rosenda la había visto salir una mañana de la Vicaría. Llevaba una falda con volantes, y tan ahuecada, que no cabía por la calle de la Pasa. Una manola que tuvo que meterse en un portal para darle paso, le dijo con desgarro insolente: «Madama, cuando —178→ paran los faldones guárdenos usté la cría...». Y otra vez: «Está tan echada a perder la cerera, que el mejor día la vemos de Ministra. ¿Pero no sabe usted lo que dicen? Pues que ha pedido a Roma dispensa de votos para casarse... Con influencias todo se consigue en la Curia Romana, y ella cuenta con el Embajador Castillo y Ayensa, con el Nuncio de acá, con las Madres, los Padres y el Rey Marido. Y se saldrá con la suya, que esta gente tiene la Santísima Trinidad en el bolsillo... ¿Qué... usted no lo cree?». Y el mismo día: «Si le dicen a usted, Lucila, que el desaparecerse Bartolomé es cosa de sus padres, y que estos, por medio de la policía, le cogieron para llevársele a Medellín y esconderle allá, no haga caso. El padre de Bartolomé, D. Manuel Gracián, no se ha movido de Medellín, y tiene a su hijo por cosa perdida. Lo sé por un sobrino de D. Manuel, tratante en ganado de cerda, con perdón. A Madrid llegó la semana pasada; le conocí cuando estuvimos de guarnición en Don Benito...». Y al día siguiente: «No esté usted tan alicaída, ni tome estas cosas con demasiada calentura... Ya parecerá el buen mozo cuando menos se piense. Calma, y ojo a la cerera, pues por los pasos de la gallina se ha de llegar a la nidada... Como esta es luz del sol, el Capitán está en la misma situación que estaba: sólo que ahora el encierro es más riguroso, y no faltarán guardianes y centinelas...»

-Rosenda, por los clavos y las espinas de —179→ Nuestro Señor Jesucristo -dijo Lucila ronca de ira-, no me diga usted eso; no me encienda la sangre más de lo que la tengo... Mire que del corazón a la cabeza me suben llamas, y que le pido a Dios que me mate de enfermedad, no de ira. Rosenda, lo que usted dice no tiene sentido...».

Esto dijo y esto pensaba, aunque en el caos de su mente y en el delirio a que la conducía la tremenda desgarradura de su corazón, pensaba también otras cosas, de peregrina originalidad, algunas muy semejantes a lo que había expresado la Capitana. Todo su afán era examinar una tras otra las probables versiones del suceso, y escoger la más lógica después de bien pasadas por el tamiz dialéctico. Dígase en mengua del entender suyo, que a veces designaba por más lógica la más absurda.

Y tres días después, volvía con nuevos datos la tremenda cronista: «¿No le dice a usted nada el que la cerera no parece por aquí, y cumple mandando al avefría de su hermano con un recado y unas pesetillas envueltas en un papel? ¡Tan amigas antes, y ahora no viene a verla! Es el miedo... es la conciencia. Tan valentona para todo, y ahora se asusta de un cordero... Pues conmigo no le valía el esconderse... Bendito sea Dios, que soy de caballería, y si el que me la hace huye de mí, ya sé yo ir a buscarlo y ajustarle la cuenta. Mujeres como su amiga son poco para mí, y de esas necesito yo cuatro lo menos para enjuagarme la boca. No es —180→ mal trote el que yo le daría por encima de todos sus huesos... Le quitaría yo todo el pelo artificial, y si las muelas son naturales, pronto tendría que llevarlas postizas... ¡Ay! me figuro al pobrecito Bartolomé en la esclavitud de esa tarasca... Ya estará el hombre asqueado de aquellos morros como los de una vaca, y hará cualquier brutalidad por libertarse... Cogidito le tiene, y bien sujeto, con la amenaza constante de la espada que llaman de Demonocles, que es la sentencia del Consejo de Guerra, colgada sobre su cabeza. Porque el indulto será con su cuenta y razón, y ella lo da o lo quita según cumpla o no cumpla el bendito Bartolo... Mucho se adelantaría si supiéramos dónde ha metido la gavilana el gallito que se llevó entre sus uñas puercas.»

-Pronto lo sabré yo -dijo Lucila con el aplomo que le daban sus inquebrantables resoluciones-. Ya estoy buena; Dios me ha hecho la gran merced de dejarme con vida después de este horrible padecer... y con la vida me va dando salud y fuerza, señal de que no quiere que yo me deje pisotear... Estos días saldré a la calle, iré a buscar trabajo, pues de algún modo he de vivir...

-¿Trabajo ha dicho, para una mujer pobre y sola? Diga que va en busca de miseria... ¡Afanes, vida de perros! ¿para qué? ¿para un mal comer y para que se rían de una? Siga usted el consejo de una desengañada, que ha visto lo que dan de sí trabajitos y honradeces de poca lacha. Lo que tiene —181→ usted que hacer es vestirse decentita y bien apañadita, y darse aire por ahí, para que su mérito sea como quien dice, público. En los tiempos que corren no le aconsejaré que se vaya por los paseos y sitios mundanos, sino que frecuente dos o tres iglesias y haga en ella sus devociones, a la mira de los señores buenos, de asiento y juicio, que no por pertenecer a cofradías y ser buenos rezadores se olvidan del culto de Santa Debilidad... pues el hombre siempre es hombre, aunque peque de beato... Si no tiene usted ropa decente, más claro, si no quiere ponerse la que le dio la cerera, yo le facilitaré cuanto necesite, y aunque soy de más carnes y corpulencia, usted, que es buena costurera arreglará mis vestidos a su talle... Aquí me tiene usted a mí, que escarmentada de andar con loquinarios, barricadistas y patrioteros, que cuando no están presos los andan buscando, me voy por las mañanas muy bien arregladita, como viuda consolable, a San Justo o la Almudena, y por las tardes a las Cuarenta Horas de San Sebastián o San Ginés, parroquias de feligresía muy buena, superior. De seguro que allí me ven y estiman caballeros viudos respetables, de cincuenta y pico, o de los sesenta largos, que desean hablar con mujer ya sentada... No le digo a usted más... Piénselo, y escoja sus caminitos. Como la quiero a usted, por cincuenta coros de arcángeles le pido, amiga mía, que no se meta en trabajillos de aguja, quemándose las pestañas por dos reales —182→ y medio al día, porque en ese trajín se morirá de hambre, y se perderá con un albañil o un zapatero, que es la peor perdición que puede salirle».

No expresó Lucila su conformidad con estas exhortaciones; pero tampoco las rechazó. Aceptado y agradecido el ofrecimiento de ropa, el mismo día le llevó la Capitana no pocas prendas, en cuyo arreglo se puso a trabajar para poder usarlas cuanto antes... Por fin se echó a la calle, y recorrió las que a su parecer frecuentaba Domiciana en su diario trotar de Palacio a la cerería o al Convento. No la encontró nunca. Acechando en la calle de Toledo, vio que la exclaustrada llegaba por la noche a casa en coche de dos caballos. El mismo coche iba en su busca al siguiente día y a variadas horas... Divagando topó Lucila una tarde con Centurión, que puso en su conocimiento pormenores de indudable interés. La señora Sarmiento de Silva estuvo en efecto malísima; algunas noches Domiciana dormía en Palacio; y tanto se había remontado en su orgullo la misteriosa hija de D. Gabino, que era preciso echarle memoriales para poder hablar con ella dos palabras. Últimamente, apiadada o aburrida, le había prometido colocarle en la Comisaría de Cruzada, ya que en Palacio no podía ser hasta mejor ocasión... Al despedirse del cesante, tomó Lucila el camino del Rastro, ávida de comprar algunas cosillas que le hacían mucha falta.

—183→

Una mañana fresca, luminosa y risueña, en que un sol artista iluminaba los alegres colorines de la calle de Toledo, y sobre la variedad infinita de gamas chillonas derramaba el oro y la plata, acechó Cigüela la cerería, desde la acera de enfrente, ocultándose entre la muchedumbre que sin cesar pasaba. Por una naranjera cuyo espionaje había comprado en días anteriores, supo que Domiciana estaba en casa. Llegó tempranito en carruaje de dos caballos. Sin duda pasó la última noche en la vela y guarda de Doña Victorina. Sabido esto, continuó la moza su vigilancia hasta que vio salir a D. Gabino y perderse calle arriba. Segura de que Ezequiel quedaba al cuidado de la tienda; contando con que Tomás estaría en el taller, entró decidida... «Dichosos los ojos -le dijo Ezequiel, encantado de verla-. Lucila, ¡qué soledad sin ti!». Fue la moza, en derechura, hacia la puerta que con la escalera comunicaba. El chico la contuvo expresando temor. «Aguarda. Ha dicho Domiciana que no suba nadie». Viéndole en actitud de interceptarle el paso, la mano puesta en la llave, Cigüela le desarmó con una frase cariñosa que al mismo recelo habría inspirado confianza. «Tontín, conmigo no va eso. Mi amiga es Domiciana, hoy como siempre. Vengo a pedirle un favor... ¿No sabes que estoy desamparada?». Vacilaba el mancebo. Para ganarle por entero, Lucila empleó una sonrisa pérfida; le pasó la mano por la cara, diciendo estas palabras de pura miel: «Déjame, rico».

—184→

Cedió Zequiel, y en aquel momento alguien que había entrado en la tienda daba golpes en el mostrador. «Vete a despachar, rico... -murmuró Lucila, y bonitamente quitó la llave, la puso por dentro, cerró con cuidado para no hacer ruido... Guardó la llave... con paso de gato se deslizó escalones arriba, diciendo: «No sale; no me ha sentido cerrar la puerta. Está dormida».

La cerera, que nunca se acostaba de día aunque hubiera hecho noche toledana, habíase despojado de sus ropas mayores, quedándose en las menores, que reforzó con un desabillé holgadísimo en forma de brial, de lana azul guarnecido de seda negra. Quitado el corsé para que los pechos descansaran en libertad, estirándose a su gusto, y sustituido el calzado duro por las blandas chilenas rojas, se acomodó en un sillón de su alcoba. Al poco rato, medio pensando en lo pasado, medio imaginando lo futuro, empezó a descabezar un sueñecillo... En él estaba cuando hirió sus oídos el ligero son rasgado de la cerradura de abajo... se estremeció; abrió los ojos, los volvió a entornar, diciéndose: «Es Ezequiel que cierra... Le mandé que cerrara».

Al oído de la señora adormilada no llegó ruido de pisadas gatunas en la escalera y pasillo. Más que por efectos de sonido, por efectos —185→ de luz se le sacudió aquel sopor. La menguada claridad solar, como de entresuelo, que alumbraba el gabinete, a la alcoba llegaba tan reducida, que si la interceptaba en la puerta un cuerpo de persona, era casi nula. La obscuridad que proyectó el bulto de Lucila fue para la cerera un brusco despertador que le dijo: «Despabílate, que hay moros en la costa».

Dudó por un instante la exclaustrada si era realidad o sueño lo que veía. Conoció a Cigüela, como a un espectro ya familiar; mas como era espectro nada le dijo; no hacía más que mirarlo, aterrada, esperando que se desvaneciera... que al fin los espectros, después de asustar un poco, acaban por desvanecerse. «¿Duermes, Domiciana? -dijo Lucila avanzando, y la voz de la guapa moza sonó con tan extraña alteración de su timbre ordinario, que la cerera la desconoció. La voz de esta sonaba también muy a hueco, al decir tras una breve pausa: «Lucila, ¿eres tú?»

-Yo soy. ¿Ya no me conoces? -murmuró Lucila con la misma voz de secreteo lúgubre-. ¿Creías que me había muerto?».

Ya no hubo duda para Domiciana. Lo que veía no era espectro, sino persona. La realidad de esta poníala en el duro caso de afrontar la situación para ver de sortearla. No había escape. Era Lucila, en su propio ser, y a juzgar por el tono y por la forma insidiosa de su entrada en la alcoba, seguramente venía de malas. Domiciana tuvo miedo... El miedo mismo le sugirió el empleo de frases —186→ de concordia, fingiendo naturalidad: «Mujer, qué cara te vendes... Siéntate... Pensaba ir a verte... Yo muy ocupada, hija.»

-Para que no te molestaras he venido yo -dijo aproximándose Lucila-. Necesitaba preguntarte una cosa... una cosa que se te ha olvidado decirme, ya supondrás... Acortemos conversación. Vengo a que me digas dónde está Tomín».

Había previsto Domiciana la tremenda reclamación de su amiga. Quiso hacer frente al conflicto por medio de fórmulas evasivas, de expresiones conciliadoras, de paliativos mezclados con promesas... El gran talento de la cerera se equivocó por aquella vez. «Ven aquí... hablaremos... ¡Pobrecilla...! Te contaré -le dijo levantándose, en actitud de llevarla al gabinete.» «No, de aquí no sales... aquí hablaremos todo lo que sea preciso -contestó Lucila deteniéndola con mano vigorosa. En aquel momento, viendo más cerca el inmenso peligro, la cerera evocó su sangre fría para sortearlo, ya que no pudiese acometerlo de frente. ¿Por qué no hemos de salir a la sala? Allí estaremos mejor... Bueno, pues si quieres... aquí... Verás... Me alegro de que hayas venido, porque así...».

Lucila, mirándola frente a frente, y poniéndole la mano en el pecho, le soltó con voz iracunda toda la hiel de su alma: «Mala mujer, dime al momento dónde está Tomín... Quiero saberlo... Vengo a saberlo... No me voy sin saberlo... Y como te niegues —187→ a decírmelo, Domiciana... te mato».

Creyó Domiciana que el te mato era un decir, pues arma no veía... «Mujer, no escandalices -le dijo-. No hay para qué tomar las cosas de esa manera. Yo te explicaré... Pero sosiégate... no escandalices».

Con sólo un ligero impulso de la mano que Lucila le había puesto en el pecho, Domiciana dio un paso atrás y cayó en el sillón. «Si no escandalizo... y aunque escandalizara, aunque tú chillaras, no te valdría. He cerrado con llave la puerta, y no vendrán a defenderte... Porque yo te mato, Domiciana; he venido a matarte... siempre y cuando no me contestes a lo que te pregunto: ¿Dónde está Tomín? Porque tu amiga, la que conociste cordera, es ahora leona. Días hace que toda la sangre se me ha subido a la cabeza... Yo era buena; tú me has hecho mala como los demonios... Al infierno voy; pero tú por delante...»

-¡Lucila, por Dios...!

-¡Traidora! Tú me has enseñado la maldad, y como traidora entro también en tu casa... Por mala que yo sea, no seré nunca tan mala como has sido tú conmigo, tú, que me has engañado con limosnas y con palabras de cariño para entontecerme y robarme lo que es mío... lo que nunca será tuyo... vieja ladrona.

-¡Lucila, Lucila...! -exclamó la cerera cruzando las manos, abrumada.

-Me has robado lo que no podías tener más que por el ladronicio... porque soy joven, —188→ soy hermosa, y vale más un cabello mío que toda la fisonomía de tu rostro sin gracia, y más sal echo yo de una mirada que tú de todo tu cuerpo y persona de animal en celo... Monja salida, hembra sin corazón, boticaria, intriganta, encomiéndate a Dios, sí no me contestas al instante».

Diciendo esto, de entre los pliegues de un manto de talle que llevaba cruzado sobre el pecho, sacó un largo cuchillo de afilada y espantable punta. Vio Domiciana la hoja que brillaba como un rayo, vio la vigorosa mano que empuñaba el mango, y se tuvo por perdida. Encomendó a Dios su alma... Mas en aquel instante, el poderoso talento de la cerera y el grande esfuerzo de voluntad que hizo concurrieron a darle una fuerza resistente ante la agresiva fuerza de su rival, ciega, disparada, fácil de desarmar con una palabra y un gesto que la hirieran en lo vivo.

Con un inspirado grito en que puso toda su alma, detuvo Domiciana el impulso trágico, y fue así: «Lucila, amiga y hermana, no mates a una inocente. Cálmate, y sabrás... lo que quieres saber del hombre que te adora». La vacilación de Lucila en el momento de oír esto fue la primera ventaja de la cerera, débil ventaja, pero que habría de ser más considerable si aprovecharla sabía. Para ello necesitaba Domiciana condensar en un punto toda su voluntad, dirigiéndola con el soberano talento que le había dado Dios. Por lo que hasta aquí se conoce de la —189→ vida de esta mujer singular, se habrá comprendido que eran extraordinarias su penetración y astucia. Poseía en alto grado el sentido de las circunstancias, el repentino idear y el rápido resolver ante un conflicto. Si estas cualidades bastaran para gobernar a los pueblos, habría sido Domiciana una gran mujer de Estado... Pues en aquel inminente peligro, la hoja desnuda en la mano de Cigüela, el alma de ésta embravecida, vio que entre la vida y la muerte había menos espacio que el grueso de un cabello, y menos tiempo que la duración de un relámpago. Relámpago fue este razonamiento: «Muerta soy si me achico... Sálveme mi entereza... Sálveme medio minuto de talento mío y de vacilación de ella». Prosiguió en alta voz:

-Déjame que hable, y mátame después si quieres. Yo no temo la muerte... Sé morir por la verdad... ¿Qué es eso de matar sin oír? Mis explicaciones han de ser largas.

-Pues abrévialas todo lo posible. ¿Dónde está Tomín?».

Repitió la pregunta con menos fiereza que la primera vez. Otra ventaja pequeñísima de la cerera; pero ventaja... Rápidamente la aprovechó, como perfecto estratégico. «¡Pobre Cigüela! veo que tu amor por Tomín no desmerece del que él te tiene a ti...». Lucila la miró perpleja sin mover la mano en que el arma tenía. Con genial inspiración, Domiciana hizo un quiebro repentino, caudillo que ordena un movimiento de —190→ sorpresa. «Oye una cosa, y espérate un poquito, si de veras es tu intención matar a tu amiga, que tanto te ama: ¿Verdad que todo tu furor es porque han pasado mucho días sin que yo te viera, sin que yo te llamara...? Dímelo, confiésalo... ¿Verdad que es por esto?»

-Huías de mí porque yo era tu conciencia, porque me tenías miedo, porque el mirarte había de ser para ti como si Dios te mirara, porque tienes el alma negra, y los malos como tú no quieren que les vean los buenos, los engañados, los burlados. Habla pronto, respóndeme a lo que te pregunto... Mira que estoy frenética, mira que no te dejo hasta que me digas lo que sabes, o me entregues tu sangre, toda tu sangre».

Desventaja de Domiciana, y no floja. Vio el punto culminante del peligro, la muerte, y acudió con un recurso heroico y de extrema agudeza. Necesitaba para emplearlo de un valor casi sobrehumano y de un fingimiento de serenidad que era el supremo histrionismo. Pero no había más remedio. Se trataba de no perecer. «Bestia -dijo abriendo los brazos y mostrando indefenso su pecho-, si quieres matarme, aquí estoy. Ni sé ni quiero defenderme... ¿Para qué sirve esta miserable vida humana? Para ver tanta infamia, tanta ingratitud... para que las personas que miramos como hermanos quieran asesinarnos...»

-Hermana te fingiste, pero no lo eras -dijo Cigüela con pérdida de energía.

—191→

-Y ahora resulta que soy mala -prosiguió Domiciana con avidez de aumentar la pulgada de terreno que la otra le diera-. ¡Mala yo, que a ti y a Gracián favorecí; mala yo, que a él le he salvado la vida, no tanto por él como por ti, sabiendo que te ama; mala yo, que no miro más que a conseguir que se case contigo...!».

Excediose un tanto en la maniobra lisonjera, y de este exceso tomó ventaja Lucila, que aunque muy crédula en situación normal, en aquella tiraba instintivamente a la desconfianza. «Domiciana -dijo apretando el mango del cuchillo-, si crees que ahora jugarás también conmigo, te equivocas... No vengo por dedadas de miel, sino por verdades. Las verdades te las sacaré de la boca, o te dejaré seca... Soy mala ya... y no perdono.

-Lucila -replicó la otra con rápido pensamiento-, ¿cómo he de decirte verdades si no quieres oírme? Para decirte las verdades necesito hablar, referirte muchas cosas. Te juro por lo más sagrado que nunca dejé de quererte, ni de interesarme por ti... ¿No lo crees? Peor para ti y para tu alma. Yo tengo mi conciencia tranquila; no temo la muerte; pero por mucha que sea mi serenidad, ¿cómo quieres que hable y me explique, en cosas tan delicadas, viendo delante de mí un puñal, y oyendo decir te mato, te mato? Una cosa es no temer la muerte, y otra es el asco de ver una derramada su propia sangre, y la dentera que dan esos cuchillos, y el ver a —192→ una persona tan querida poniéndose al nivel bajo de los matachines y rufianes, de la última gentuza del Avapiés... Mujer, si eres realmente mala, no lo parezcas mientras estés delante de mí.

-Si quieres que yo te crea, explícate pronto -dijo Lucila perdiendo a escape terreno-. Te da miedo el cuchillo. ¿Pues no me dijiste 'mátame'?

-Sí: yo acepto la muerte... Pero mi resignación al martirio no me quita la repugnancia de verte como una chulapona, como una maja torera de las más indecentes...».

Comprendiendo con segura perspicacia el efecto que hacía, apretó de firme en esta forma: «No me espanta el odio, no temo el extravío ni la locura de un enemigo; rechazo, sí, las malas formas, la grosería, la chabacanería, la estupidez bajuna. No puedo acostumbrarme a verte a ti, tan linda, tan señorita de tu natural, convertida en gitana asquerosa, en charrana mondonguera, tan diferente a ti misma... No puedes hacerte cargo, hija mía, de lo ridícula que estás, y de lo repulsiva y fea...»

-No te cuides tanto de como estoy, y contéstame, Domiciana -dijo la guapa moza apoyando en la cama la mano en que tenía el cuchillo-. A mí no me importa estar fea o bonita, pues sólo quiero ser justiciera.

-¡Justiciera, y empiezas por amenazar antes de oír!

-Amenazo; pero eso no quiere decir que no escuche. Si para explicarte con claridad —193→ es estorbo el cuchillo, aquí lo dejo... ya ves...

-Está bien -dijo Domiciana, que sin mirar la mano vio el arma muy distante de esta-. ¡Si para matarme tienes tiempo! Pero no lo harás, pobrecilla, porque con lo que voy a decirte quedarás convencida y te avergonzarás de haberme ofendido bárbaramente.

-Domiciana -dijo Lucila sin darse cuenta del progresivo enfriamiento de su furor homicida-, loca entré en tu casa, y tú vas a volverme más loca de lo que vine... Dices bien: tengo tiempo de matarte. Como yo vea que me burlas, de mí no escapas. Te lo juro, por Dios te lo juro, que si hay justicia en el cielo, también debe haberla en la tierra. Dejo el cuchillo y te escucho.

-No basta que lo dejes; es menester que arrojes lejos de ti lo que deshonra y mancha tu mano honrada -dijo Domiciana cogiendo el arma con rápido movimiento, y arrojándola por detrás de la cama, próxima a la pared. Sólo de esta la separaba el preciso espacio para que el cuchillo, lanzado con ojo certero, cayese al suelo en lugar donde Lucila no podía recobrarlo fácilmente, porque bajo el lecho hacían barricada infranqueable un cofre chato y dos cajas de ingredientes químicos.

—194→

Desarmada Lucila, Domiciana se vio salvada, y celebró mentalmente su triunfo sin dar a conocer su alegría. Menos cauta la otra y de escaso talento histriónico, dejó ver su desconsuelo por la distancia entre su mano y el arma. «Me ha cortado la acción: ya no me tiene miedo -dijo para sí clavando sus miradas en la cerera-. Pero no le vale... La mataré otro día si me engaña, para que no engañe a nadie más».

Recobró Domiciana el timbre neto de su voz, de la cual solía decir Centurión: «Es dulce y dura como el azúcar piedra». Con dureza dulce, dijo la exclaustrada: «Amiga querida, debiera yo ser un poco severa contigo, pues lo que has hecho, en verdad que no te recomienda; pero te quiero tanto, que sin sentirlo me voy al perdón... Ahora sabrás, ahora te contaré... verás quién es y cómo se porta esta tu amiga, esta mala mujer, a quien querías matar...». Dejó el sillón con ademán de vencer la pereza, y cogiendo del brazo a Lucila le dijo: «¿No te aburres de esta obscuridad?...». La guapa moza, sacudiéndose el brazo, siguió detrás de Domiciana, que al pasar al gabinete ampliaba la frase: «La obscuridad me entristece, y tú más... con tus tonterías. Ven acá. Sentémonos aquí, y despéjense nuestras cabezas...».

—195→

Los pocos pasos que había entre alcoba y gabinete llevaron a Domiciana desde el mundo del miedo al de la seguridad. La luz benéfica, el ruido de la calle, la confortaron, como conforta la realidad después de oprimente pesadilla. La idea del tremendo peligro pasado aún estremecía sus carnes; el recuerdo de cómo lo conjuró con un prodigioso rasgo de inteligencia la colmaba de vanagloria. «¡Qué lista soy! -se dijo-. He sabido engañar a la misma muerte, que ya me tenía cogida. Con la argolla al cuello, he convencido al verdugo... para que se estuviera quieto y no apretara... Si esto no es talento, que venga Dios y lo vea».

Al pasar de la penumbra del dormitorio a la luz del gabinete, tuvo Lucila clara conciencia de que Domiciana, con heroica maña más potente que la fuerza heroica, se había hecho dueña del campo de combate. Mas no por esto se acobardó la moza, que firme en su plan justiciero esperaba llevarlo adelante de una manera o de otra. ¿Y por qué había de ser la muerte el mejor instrumento de justicia? ¿No había instrumentos más eficaces que realizaran el fin de justicia sin manchar la mano del juez? Pensando en esto y antes que la exclaustrada rompiera el silencio, le dijo: «Si has tenido arte para desarmarme, no creas que te libras de mí. Por lo ocurrido en tu alcoba se ve bien claro que no soy mala, que me doy a razones, y que si entré a matarte fue por arrebato y furia de venganza... cosa natural... Una es mujer, es —196→ una joven... tiene corazón, sangre... Bueno: pues te digo con toda franqueza que si motivos tengo muchos para odiarte, también te debo gratitud, no por los socorros de aquellos días, que eran traicioneros como el beso de Judas, sino por lo de hoy... Tú, por tu defensa, me has quitado de la cabeza el matarte, que habría sido grande atrocidad, un bien para ti porque te ibas al descanso, al Purgatorio quizás, puede que al Cielo, y mal para mí, que ya estaba perdida, y la cárcel, quizás el palo, no había quien me lo quitara...».

Con lástima la miraba ya la cerera. «¡Cuitadilla! -dijo para sí-. Ya no tiene más arma que estas teologías que ni pinchan ni cortan. Se deja coger como una pobre pulga, y si quiero la estrujo entre mis dedos».

Lucila prosiguió así: «Domiciana, más baja te veo despreciada que muerta.»

-Y yo te digo que lo mismo te quiero alucinada que con sentido -dijo la otra trasteándola con suprema habilidad.

-Pues si me devuelves el sentido, si con razones y explicaciones que vas a darme me convences de que eres buena y de que yo no he sabido comprenderte, la que quiso matarte te pedirá perdón... será capaz... si fuese menester... de dar la vida por ti...».

Y Domiciana, mirándola y moviendo la cabeza con acento de maternal tolerancia, se regaló a sí misma este mudo juicio acerca de su rival: «De esta simple haré yo lo que quiera. Alma de Dios, corazón inocente, toro —197→ que obedece al trapo... tú sola te amansas, tú sola te entregas... Consérveme Dios la inteligencia para con ella merendarme a estos corazones arrebatados...». Y luego, en alta voz: «Lucila, hermana mía, yo no te ofendí; yo no soy responsable de que se desapareciera Tomín. Sobre el poder que yo tenía y tengo, se levantó cuando menos lo pensábamos, un poder superior... Siéntate, ten calma; no te impacientes. Yo, de algunos días acá, estoy mal del pecho... no sé qué me pasa... Tengo que tomar aliento a cada cuatro sílabas... y si hablo mucho rato sin parar, me quedo como ahogada...».

Estas últimas indicaciones no tenían más objeto que ganar tiempo. Después del gran esfuerzo intelectual para esquivar el inmenso riesgo de morir asesinada, la cerera necesitaba de un colosal derroche de inteligencia para levantar el artificio de figurados hechos ante el cual se desplomaran los agravios de Lucila; érale preciso construir una historia y presentarla luego con tal riqueza de lógicos razonamientos y tal encanto narrativo, que a la misma verdad imitase y a la misma incredulidad convenciese. Esto, ni aun para tan hábil maestra del pensamiento y de la palabra era cosa fácil: necesitaba serenidad, algo de reflexión de filósofo, algo de inspiración de artista, y para estos algos hacían falta los del tiempo... Favorecida por el Cielo aquel día, cuando acabó de decir que la fatigaba el mucho hablar llamaron a la puerta de abajo. Esto fue muy de su gusto; —198→ contaba ya con que alguien de la familia echase de ver que la puerta estaba cerrada por dentro, y llamara con alarma impaciente. Así fue: arreciaron los golpes. Domiciana dijo: «Mira en qué ocasión vienen a interrumpirnos. Ahora caigo en que cerraste la puerta. Más vale que abras, pues si no, se asustarán, y con razón. Creerán lo que no es, y... hasta puede suceder que echen abajo la puerta». Vaciló Cigüela. ¿Pero qué hacer podía la infeliz más que abrir? A merced estaba de su enemiga.

Entraron y subieron D. Gabino y Ezequiel, inquietos, y anticipándose a sus manifestaciones, Domiciana les dijo: «Mandé a esta que cerrara porque teníamos que hablar, y me sabía muy mal que nos interrumpieran. ¿Quién ha venido?»

-Ha estado el amigo Centurión -dijo el cerero recobrando su tranquilidad-, pero se ha cansado de esperar...

-Y ahí tienes el coche; viene a buscarte -anunció el mancebo, que dirigía las locuciones a su hermana y las miradas a la hija de Ansúrez.

-Tengo que vestirme. Lucila, ¿has visto que vida llevo? Apenas descanso un ratito, ¡hala otra vez!

-Si comes tú en Palacio -dijo D. Gabino acaramelando la mirada-, Luci comerá con nosotros.

-Quería yo llevarla conmigo. Pero si ella prefiere quedarse... ¿Verdad que está Cigüela más guapa?

—199→

-En la guapeza de esta joven no cabe más ni menos. Es como la bondad de Dios -declaró D. Gabino, reblandeciendo la expresión de sus ojos, que eran manantiales de ternura, y alargando la boca, húmeda como el hocico de un becerro-. Si Cigüela come con nosotros, traeremos dos platos de casa de Botín, y de la pastelería huevos moles o huevo hilado, lo que a ella más le guste».

Encandilado, moviendo los brazos en forma de un batir de alas de ángel, Ezequiel aprobaba con mudo entusiasmo.

-Mucho se lo agradezco, Sr. D. Gabino -dijo Lucila-; pero... Otro día comeré con ustedes. Hoy no puede ser. ¿Verdad, Domiciana?

-Hija mía -dijo la cerera con admirable afectación de cariño-, tú dispones lo que gustes. Has reconocido hace poco que soy para ti como una hermana, como una madre... Después que hablemos otro ratito, quédate a comer. Estás en tu casa».

Oyendo esto, no sabía Cigüela si admirarla por su ingenio, o tronar indignada contra tan cruel ironía. Pensó que sería justicia y además un desahogo muy placentero, arrancarle el moño y chafarle los morros de una o más bofetadas. En un tris estuvo que lo intentara. Midió la acción y vio que cabía perfectamente dentro de sus facultades, pues le bastaban las manos para despachar a la cerera, reservando las extremidades inferiores para D. Gabino, a quien tiraría al suelo de una patada. A Ezequiel le derribaría sólo —200→ con el aire que hiciera en toda esta función. Mas para esto siempre había tiempo. Convenía esperar...

En aquel punto entró la asistenta que a la familia servía, mujer de gran talla, bigotuda, con todo el aire de un cabo de gastadores, y después de un breve saludo al ama, llevando consigo el cesto de la compra ya repleto, se fue a la cocina. Creyérase que Domiciana, viéndose asegurada por aquella guardia formidable, recobraba en absoluto su tranquilidad. Despidió a su padre y hermano, encargándoles que a nadie dejaran subir, y sintiéndose bien custodiada y defendida, pues el son del almirez le sonaba como los tambores de un ejército próximo, dedicose a su vestimenta con todo sosiego. Quedó la otra en el gabinete, mientras la cerera trasteaba en la alcoba, donde lo primero que hizo fue sacar el puñal del abismo en que había caído y esconderlo en lugar seguro. Lucila la vio salir risueña apretándose el corsé, y sin decir nada la ayudó en aquella operación. En este tiempo, pudo la exclaustrada levantar en su fecundo caletre el andamiaje de la soberbia historia que tenía que construir, y apenas encaró con su enemiga, echó en esta forma los que a su parecer eran sólidos cimientos:

-Tomín fue apresado por la policía y encerrado en Santo Tomás. Yo lo supe un día después... ya puedes figurarte mi disgusto... Naturalmente, acudí al instante. No me permitieron verle.

—201→

-¡Domiciana, por la salvación de tu alma -exclamó Lucila con solemne acento-, por las promesas de Nuestro Señor Jesucristo, en quien tú y yo creemos y esperamos, aunque seamos pecadoras, dime la verdad! ¿De veras no has visto a Tomín? Júramelo, júrame que no le has visto...

-Aguárdate, tonta, y no precipites mi relación. He dicho que no le vi en aquel momento; luego sí... Ten paciencia. Decía yo que acudí a salvarle. No conté contigo porque estabas enferma. ¿A qué aumentar tu desazón, tu desconsuelo?... Habría sido matarte... Pasaron dos días en mortal ansiedad. Supimos que se trataba de aplicar al pobre Capitán la pena terrible... ¿sabes? la sentencia del Consejo de Guerra. Tres señoras, tres, éramos a pedir misericordia por él. Doña Victorina y yo... y la de Socobio, que se nos agregó el segundo día... Eufrasia, hoy marquesa de Villares de Tajo: no la conocerás por este nombre.

-La Socobio -dijo prontamente Lucila-, conspiró hace dos años por los del Relámpago.

-Pues ahora conspira por Narváez; es el más firme apoyo del Espadón en la Camarilla de la Reina... Sigo contándote. Al tercer día, después de haber hablado con O'Donnell, que nos dio seguridades de que no sería fusilado el Capitán, fui a ver a este... Doña Victorina no podía ir; fui yo sola.

-¡Y le viste...!

-Le vi... y entre paréntesis, como me —202→ habías ponderado tanto su hermosura, y creía yo encontrarme con un Adonis, o con el dios Apolo, la verdad, no vi en él nada de particular... un hombre como otro cualquiera. Entré... Con él estaba la Socobio, que sin darme tiempo a exponer lo que me había dicho O'Donnell, saltó y dijo: «Ya no tiene usted que ocuparse de nada. Yo lo arreglo todo... Es cosa mía...»

-¿Y Tomín?

-En el corto rato que allí estuve, no habló más que de ti... En pocas palabras me dio las gracias por los favores que os hice, y luego: ¿qué es de Lucila, qué hace Lucila... está buena Lucila?... y vuelta con Lucila. Bien echaba por los ojos el amor que te tiene.

-¿Y después...?

-Volví al siguiente día... Dijéronme que el Capitán estaba libre... Había ido por él la Socobio, y se le había llevado en su coche... ¿A dónde? Esta es la hora que no he podido saberlo».

La historia contada por Domiciana con acento tan firme que parecía el de la propia Clío, produjo en el cerebro de Lucila efectos muy extraños, pues si tales hechos encontraban en él como una nube de incredulidad sistemática que los empañaba y obscurecía, de los mismos hechos brotaban rayos de verosimilitud —203→ que esclarecían lentamente los espacios de aquella nube. ¿Era mentira que parecía verdad, o una de esas verdades que se adornan con las galas del arte de la mentira verosímil?

-¿Y por qué -preguntó Lucila con viveza ruda-, por qué al saber que Tomín estaba libre, no fuiste a decírmelo?

-Porque me aterraba el tener que darte una mala noticia -dijo Domiciana parando el golpe con gran destreza-. Lo era la de aquella libertad, que tuve por una nueva esclavitud. Decirte que Tomín estaba en poder de la Socobio era como decirte: «despídete de él por mucho tiempo».

-Por algún tiempo, quieres decir.

-Claro: terminado el secuestro, Tomín volverá a ser tuyo.

-¿Has dicho que esa Eufrasia conspira por Narváez?

-Por Narváez y Sartorius. El Gobierno la teme; mas no puede nada con ella, porque se ha hecho uña y carne de la Reina, y es su confidente y amiga. Se trata de combatir y anular esta influencia, expulsando para siempre de la Cámara Real a la Socobio; en ello trabaja la persona que más influye en el ánimo de Isabel... ya puedes figurarte de quién hablo...

-¿Y qué importa que la Socobio sea o deje de ser amiga de la Reina?

-Esas amistades torcerán más el arbolito, que bastante torcido está ya.

-No será la Eufrasia peor que otras, peor —204→ que tú. Dijo la sartén al cazo... Palaciegas de este bando y del otro, damas santurronas, damas casquivanas, monjas aseñoradas, y señoras afrailadas, todas son unas, y todas tuercen el árbol, porque torciéndolo, se suben a él para coger fruta... ¡Valiente ganado estáis!... Pero en fin, dejando eso, que no me importa, ¿sostienes lo que has dicho?... ¿que la Socobio hizo escamoteo y se llevó a Tomín...? ¿No temes que yo hable con esa señora, y que ella me diga que la escamoteadora has sido tú?

-Si hablas con ella, no te dirá una palabra, y te mandará a paseo. Es gran diplomática. ¿Crees que una persona tan lista se franquea con el primero que llega? ¿Quieres probarlo? Nada más fácil: en Aranjuez la encontrarás. Ya sabes que allá se ha ido la Corte hace tres días. Ahora tienes ferrocarril. Por catorce reales puedes ir en segunda... Dos horas menos minutos.

-¿Y cómo es que estando la Corte de jornada, aquí se queda Doña Victorina, y tú con ella?

-Porque Doña Victorina sigue mal de salud, y no le convienen las humedades del Real Sitio... Y hay otra razón: mi amiga y yo somos un cuerpo de ejército destinado a ocupar esta plaza y a vigilar en ella los movimientos del enemigo. Tememos... para que veas si te confío cosas delicadas... tememos que los narvaístas nos ganen el corazón de la Madre... Lucila, ya sabes que estos secretos quedan entre nosotras.

—205→

-Si el poder de la Madre es tan grande, porque con su misticismo y sus llaguitas hace creer que es enviada del Cielo, ¿qué teméis de una disoluta como la Socobio, que ni tiene llagas, ni habla con el Espíritu Santo?

-Se la teme porque es otra especie de santa, o por lo menos sacerdotisa de un santo que no está en el Almanaque, de un santo que siempre tuvo, tiene y tendrá tantos devotos como personas hay en el mundo...

-El Amor. ¡A quién se lo cuentas!

-Y dentro de ese culto infame, gentil, la Socobio es al modo de gran teóloga o Santo Padre, al modo de profetisa, definidora y taumaturga... y también tiene sus llagas o cosa parecida para imponer veneración... Se entiende con el dios de esta baja idolatría, y trae recados de él para las criaturas...

-Domiciana -dijo Lucila gozosa de ver a su amiga en aquel terreno-, confiésame la verdad y todo te lo perdono. Confiésame que tú también eres un poco, o un mucho, sacerdotisa de ese dios de los gentiles, que tú también a la calladita adoras al ídolo... porque eres mujer...

-Yo no. Ya sabes que no siento en mí esa devoción -dijo la exclaustrada metiéndose en su concha-. Yo abomino de tales dioses gentílicos... He hablado de ello por explicarte la influencia de la Socobio sobre una mujer joven, linda, y por poderosa caprichosa, y por buena fácil a la maldad... O hemos de poder poco, o apartaremos a Eufrasia del Trono...

—206→

-Del Trono y el Altar: dilo como lo decís en los papeles públicos... Déjate de hipocresías, y ya que hablas de eso, habla con claridad. Tú y tu bando no miráis a que nuestra Reina sea buena, sino a que seáis vosotras las únicas que le suministren sus diversiones. Así la tenéis más cogida. Entre visiones celestiales por un lado y terrenales por otro, no se os puede escapar.

-Hija, no hables así de nosotras, que tiramos siempre a la virtud y la honradez... Pero equivocándote, lo que has dicho revela talento.

-Esto que llamas talento, no lo es, Domiciana. Lo que yo sé, el corazón me lo enseña... Pues te digo que me alegraré mucho de que con toda vuestra virtud seáis derrotadas por la Socobio, por esa gentil, por esa idólatra...

-¡Ah! no creas que estamos tranquilas -dijo Domiciana, tirando siempre a ganarse la voluntad de Lucila y a desarmarla con las confidencias verdaderas o falsas-. Esa maldita manchega es de la piel del diablo. Hace meses, y cuando más descuidados estábamos, nos dio una paliza tremenda... Llamamos paliza a la derrota que sufrimos en un asunto que creímos de los de clavo pasado; tan fácil nos parecía resolverlo a gusto de la Madre. Pues verás: Vacó la Comisaría General de Cruzada, que es plaza muy lucida, enorme golosina de clérigos; el Gobierno quería meter al poeta D. Juan Nicasio; la Madre hipaba por el Padre Batanero, —207→ que a sus muchos títulos unía el de haber sido carlistón. Los moderados presentaron a D. Manuel López Santaella, arcediano de Cuenca. De nada nos valió el tocar con tiempo todas las teclas, porque esa perra se nos anticipó a mover los títeres de Roma, donde su marido tiene relaciones y gran amaño por el negocio de Preces; y nada... que nos ganó la partida, y quedaron satisfechos Narváez y Sartorius, y nosotras burladas... Para que la Madre no chillara, le dieron dedada de miel presentando al Capuchino Fray Fermín de Alcaraz, el diablo de marras, para la mitra de Cuenca... Ahí tienes un triunfo del sacerdocio gentil sobre este otro sacerdocio de ley. Eufrasia se quedó riendo, y Santaella pescó la Comisaría. ¿Tienes noticia del famoso pasquín? Por cierto que cavilando en quién podría ser autor de aquella chuscada, di en sospechar de Centurión, y tanto hice y tanto le estreché que al fin me confesó que él puso al pie de la estatua de Isabel, en la plaza del mismo nombre, el letrerito de que tanto se habló en Madrid: Ni Santo él, ni Santa ella.

A este punto, ya Domiciana estaba vestida. Pero no quería partir sin ver a su cara enemiga en completo desarme físico y moral. Sus confidencias eran el plateado que a las píldoras ponía para que no amargasen, y en las píldoras se mezclaban substancia de verdad y la mentirosa substancia fina que usan los diplomáticos en las relaciones internacionales. Verídico era mucho de lo que dijo —208→ referente a Eufrasia, y sobre el sólido fundamento de estos hechos, asentó con gran maestría el artificio del rapto del Capitán por la Socobio. Quedose Lucila meditabunda, arrastrando sus miradas por el suelo y por las rayas de la estera frente a la silla baja en que se sentaba. Interrogada por la cerera sobre la causa de tan hondo meditar, dijo la guapa moza: «Me estoy devanando los sesos para recordar qué persona conozco yo, o debo conocer, que es muy íntima de esa señora Doña Eufrasia. Fue mi padre, cuando andábamos locos en busca del empleo, quien me nombró a tal persona, y dijo: 'no hay aldaba como esa, si se acordara de nosotros y quisiera servirnos...'»

-¿Persona de la intimidad de...? No puede ser otra que el Marqués de Beramendi.

-Ese... ese mismo señor. Yo le conocí en Atienza, cuando todavía no era Marqués... A mi padre encontró un día en la calle, en Madrid, no sé cuándo, meses ha, y le preguntó por mí. Yo... si le veo, no le conozco, no me acuerdo...

-Pues si has pensado que ese señor podría servirte para entrar en amistad con Eufrasia, no sabes lo que te pescas. No es hoy íntimo de ella: lo fue... Hace tiempo le atacaron unas melancolías que parecían principio de locura. Su mujer tomó la resolución de sacarle de Madrid, y a Italia se fueron él y ella con el niño que tienen. Sé todo esto por los suegros de Beramendi, los señores de Emparán, que a menudo visitan a Doña Victorina... —209→ Pues en Italia se estuvieron todo el año pasado y largos meses de este. No hace mucho que han vuelto, y no sé que el Marquesito haya pegado otra vez la hebra con la Socobio... Dices que tu padre le encontró y habló con él... Fue sin duda antes del viaje a Italia, si no fue el mes pasado.

-No, no: debió de ser antes del viaje... Por lo que mi padre me dijo, el nombre de ese caballero se relaciona en mi cabeza con el de Doña Eufrasia, que hoy es Marquesa.

-De Villares de Tajo... Si dudas de mí, vete a ver a esa señora. Puede que se confiese contigo; yo lo dudo mucho... pero quién sabe. Esa lagarta no entrega sus secretos al primero que llega.

-Naturalmente -dijo Lucila, que en aquel instante recobró todo su candor-, si sabe que Tomín me quiere, y tiene que saberlo, porque él mismo se lo habrá dicho, me recibirá con una piedra en cada mano».

Aprovechando aquel estado de inocencia, soltó Domiciana la mentira final, la que había de ser cúspide y remate del gallardo artificio que había levantado. No creyó prudente emplear la última pieza de su grande obra hasta que llegase el oportuno momento. Este llegó. Dijo la señora: «Para concluir, Lucila, para que te convenzas de que debes dar por concluso ese negocio, sabrás que la Socobio no ha hecho lo que ha hecho por adorar al Capitán en sus propios altares, sino que lo ha llevado como en holocausto, fíjate bien, a otro altar de más altura, donde —210→ oficia el Supremo Sacerdocio de esos dioses gentílicos... ¿No lo entiendes? ¿Quieres que te lo diga más claro?»

-Sí lo entiendo. Mas para que yo crea eso, que parece cuento de brujas, dime dónde está Tomín, dónde le tienen guardado para esos holocaustos malditos...

-¡Vete a saber...! -rezongó la cerera un tanto desconcertada-. Guardado lo tendrán como lo tuviste tú.

-Según eso, sigue condenado a muerte.

-Claro. Boba, el indulto vendrá después, cuando ya la devoción gentil se acabe por cansancio, o por cualquier motivo, y entonces le verás restituido a su jerarquía, Comandante, pronto Coronel... y caminito de General. Hay casos, Lucila... ¿Pero aún dudas?

-Sí, siempre dudo... pero no te negaré que lo tengo por posible. Mi padre, hombre de pueblo, sin instrucción, que piensa muy al derecho y tiene un talento natural que ya lo quisieran más de cuatro, me ha dicho muchas veces: 'No hay cosa, por desatinada que sea, que no pueda ser verdad en este país, mayormente si es cosa contra la justicia y contra la paz de los hombres... Aquí puede pasar todo, y la palabra increíble debe ser borrada del libro ese muy grande donde están todas las palabras, porque en España nada hay que sea mismamente increíble, nada que sea mismamente...' ¿cómo se dice?

-Absurdo. Tu padre tiene razón. Los españoles, hija... de varones hablo... son la —211→ peor gente del mundo, y no hay cristiano que los entienda ni los baraje. Se les da lo bueno, y lo tiran; les hablas con juicio, y dicen que estás loca. Progreso aquí significa andar para atrás como los cangrejos, Libertad correr tras de un trapo colorado, Orden pegar sin ton ni son, y decir Gobierno es como decir: 'no hay quien me tosa'. Mucho ganaría esta Nación si se dejara gobernar por mujeres listas, que las hay... A esos hombrachos que no sirven para nada y reniegan de que una monja se meta en cosas de Gobierno, les diría yo: callaos, imbéciles, y no echéis roncas contra la Madrecita, pues no merecéis otra cosa».

Sumergida Cigüela en profunda abstracción, nada decía. Sentada, el codo en la rodilla, la frente sostenida en tres dedos de la mano derecha, los ojos fijos en el halda de su vestido, dejaba caer su pensamiento al sondaje de profundos abismos. Domiciana, que vio en su enemiga señales de confusión, de batalla tortuosa entre afectos, todo ello contrario a la derechura de las resoluciones violentas, acabó de recobrar su aplomo. Había vencido; con soberano talento, con pases y quiebros de extraordinaria sutileza, había logrado encadenar a la fiera... Ya podía pasarle sin ningún riesgo la mano por el lomo. «Amiga querida -le dijo levantándose-, yo no puedo detenerme más. Si quieres venir conmigo, ven; si quieres quedarte, comerás con mi padre y con Ezequiel. Te repito que estás en tu casa».

—212→

Lucila, sin mirarla, sin cambiar de su postura más que la mano, que de la frente bajó a sostener la quijada, le dijo: «Gracias, Domiciana. Yo me voy también.»

-¿Y dudas aún que soy tu mejor amiga?

-Ya no dudo ni creo -dijo la guapa moza en pie, suspirando-: ya el dudar y el creer, como el temer y el desear, son para mí la misma cosa... En nadie ni en nada tengo fe... Estoy pensando que la vida y la muerte... todo es lo mismo... y que en este mundo y en el otro, hay la misma maldad, porque malo es todo lo que antes era nada y ahora es... lo que es... No me entiendo... Adiós, Domiciana...».

Suelta la mantilla, salió; tomando carrera al llegar al pasillo, precipitose por las escaleras abajo. La cerera vio en aquella salida fugaz, como ciertos mutis de la escena, una reproducción del arrebato con que Lucila se había presentado en la alcoba; pero como iba en retirada, no fue grande su inquietud. Con todo, rodando después de coche por calles y plazuelas, camino de sus obligaciones, apartar no podía de su pensamiento los horrendos pesares de la que fue su amiga, ni la tenacidad con que a ellos se aferraba, rebelde al consuelo. «Me equivoqué -se decía-, pensando que entre las heridas del alma y su reparación no ponía el tiempo tanto de sí... Cada día aprendemos algo... Me da lástima esta pobre, y me da miedo. Menester será curarla o amarrarla».

—213→

Como animal derrotado y herido, a la fuga se lanzó la hija de Ansúrez, sin reparar en las frases melosas que a su paso veloz por la tienda se le dijeron, y en la calle corrió, tropezando con transeúntes y vendedores, ignorando hacia dónde caminaba, pobre bestia huida. Creyérase que alejarse quería de sí propia, o que en la rapidez de la marcha veía como una forma o procedimiento de olvidar... Sin darse cuenta de su itinerario, pasó por Puerta Cerrada, calle del Nuncio, hizo un breve descanso en el Pretil de Santisteban, bajó a la calle de Segovia; metiose luego por la calle del Toro a la Plazuela del Alamillo; tiró hacia la Morería vieja, y en las Vistillas tomó resuello... Apoyada en la jamba de una de las enormes puertas del caserón del Infantado, echó mano con furia a su propio pescuezo, diciéndose: «Me ahogaría; lo merezco por tonta, por estúpida y cobarde. Debí matarla, fue gran burrada compadecerla, y darle tiempo a que con sus despotriques me enfriara la voluntad de hacer justicia... ¡Y se ha reído de mí... se ha quedado riendo, y yo sin cuchillo...! no sé ya cómo me quitó el cuchillo... Pero si fui con la idea de matarla, con toda la justicia de Dios dentro de mí, ¿por qué no la maté?... ¡Perra traidora!... ¡Y aún está viva, y gozando —214→ de su robo!... ¡Sabe Dios a dónde habrá ido en el coche!... Merezco su desprecio, merezco todo lo que me pasa. Me caigo de boba... Entré águila y he salido abubilla... Me ha engañado con mil embustes dichos como ella sabe... Abogada como ella y ministrila como ella, no han nacido, no. Engañará al demonio, a Dios mismo engañará... Lucila, eres digna de que esa ladrona, después de robarte las guindas y de comérselas, te arroje los huesos al rostro. Aguanta y límpiate, triste pava... escóndete donde nadie te vea».

En su delirio, tuvo la feliz idea de esconderse en su casa. Aquella noche, Antolín de Pablo, recién llegado de su excursión por los pueblos, le confortó el ánimo con hidalgas ofertas de hospitalidad. Si no quería recibir ya los socorros de la cerera, y gustaba de mantenerse honrada, allí tenía su casa, allí no le faltaría lecho en que dormir y un panecillo con que matar el hambre. Donde comen dos comen tres, y alabado el Señor que a él y a su buena Eulogia les daba medios de mirar por el prójimo. Este generoso proceder fue gran consuelo para Cigüela, tan infeliz como hermosa. Por la noche, dormida con pesado sopor, soñó que se ocupaba en la sabrosa faena de matar a Domiciana. Sobre el cuerpo yacente de la cerera descargaba golpes y más golpes con el fiero cuchillo, clavándoselo hasta el mango; pero no conseguía dar fin de ella, ni aquella vida se dejaba rematar. La víctima recibía sonriente las —215→ puñaladas, cual si su cuerpo fuera un saco relleno de paja o serrín, y de él no salía sangre... ¿Dónde demonios estaba la sangre de aquella mujer? ¿Habíasela sacado para hacer con ella un elixir de amor, un bebedizo con que emborrachar a Gracián y filtrar en su ser el olvido y la degradación?... Lucila se cansó de acuchillar a su enemiga, y el cuerpo de esta coleaba siempre, siempre...

Al día siguiente, recobrada del furor homicida, se apoderaron de su espíritu las historias contadas por Domiciana. Cierto que el odio a esta no se extinguía; pero las historias tomaban en la mente de la guapa moza cuerpo y aires de cosa real. Nada de aquello era inverosímil. Bien podía resultar que fuese verdadero. El efecto buscado por la exclaustrada no se había hecho esperar, y su ingenioso artificio formaba un estado anímico ya indestructible. Dentro de sí llevaba Cigüela razones y aparatos lógicos, hechos bien tramados, que unas veces lucían como verdades, otras se apagaban en dudas dejando siempre algún destello. Momentos había en que reconstruidas las famosas historias con elementos de realidad, las vio Lucila como novela verosímil; horas hubo, en los días siguientes, en que fueron para ella como el Evangelio.

Si con delicada piedad Eulogia la socorría, no gustaba de que estuviera ociosa. Mañanas o tardes la tenía lavando ropa en la artesa, y luego tendiéndola en las cuerdas del corral. En costura y plancha invertían las —216→ dos no poco tiempo, y por la noche, cuando estaba en Madrid Antolín de Pablo, solían jugar a la brisca o al burro. Entre San Antonio y San Juan, tuvieron que ir Antolín y su mujer a la boda de una sobrina carnal de él, en la Villa del Prado, y llevaron consigo a la huéspeda, que se reparó de sus quebrantos en veinte días de vida campestre. Allí le salieron amadores sin cuento; de los pueblos vecinos acudían a verla los mozos y a celebrar su hermosura. Con buen fin le hablaron muchos, y otros con fines equívocos, que se habrían trocado en buenos, si ella pusiera de su parte algo de amoroso melindre; pero ninguno de aquellos requerimientos venció la frialdad y desvíos de la guapa moza, que era como linda estatua en quien faltaba el fuego de los deseos y el estímulo de la ambición. Para que ninguno de los inflamados pretendientes se quejase, Lucila rechazó también, no sin gratitud, los obsequios y finas proposiciones de un labrador muy rico de aquellas tierras, viudo y entrado en años, que de ella se prendó con amor incendiario, y en una misma frase expuso su petición de afecto y su oferta de inmediato matrimonio. Contestó Lucila negativamente, con razones que al pobre señor dejaron tan confuso como lastimado.

A poco de este memorable suceso, regresó la joven a Madrid con sus patronos, y a medio camino, en el alto que hizo la tartana a la entrada de Navalcarnero, oyó Lucila de boca de Antolín este substancioso —217→ sermón: «Pues, hija, si apuestas a boba no hay quien te gane. ¡Hacerle fu al amigo Halconero, riquísimo por su casa, y más bueno que rico!... No sabes tú lo que te pierdes. ¿Qué pero le pones, alma de cántaro? ¿Que peina canas y va para Villavieja? Pues no podías soñar proporción más al auto de tus circunstancias. Cásate, simple, con Vicente Halconero, que es hombre sano, y ya verás como no tardas en tener familia, con lo que has de distraerte y apagar todo el rescoldo que te queda de tus pesadumbres. Y aún tendrás tiempo ¡cuerpo de San Casiano! de ser una viuda joven, que tu marido, en ley natural no debe vivir mucho. Ea, tontaina, yo le diré al amigo que aunque le has dicho que no, por el punto, que se dice, luego soltarás el sí...». Reforzó Eulogia esta homilía con argumentos aún más especiosos, y ya en Madrid, volviendo a la carga, se admiraban de que Lucila estuviese tan rebelde, no teniendo más que el día y la noche. Tanto le dijeron, y memoriales tan llorones envió desde el pueblo el bendito señor, que al fin la moza, sin abrir camino a las esperanzas, propuso y suplicó que le dieran para pensarlo todos los días que restaban hasta fin del año corriente. «Pero, chica -le dijo Antolín-, considera que el hombre no es niño, y que la esperanza es un pájaro que no gusta de anidar en las cabezas canas». No hubo manera de apear a Lucila de la transacción propuesta; en ello quedaron, y notificado al buen señor el emplazamiento, se —218→ puso tan alegre, según decían, que le faltó poco para echarse a llorar del gusto.

Al volver a la Villa y Corte, encontró Lucila en ella los ardores del verano, y mayor soledad y tristeza. Las aliviadas penas se recrudecieron en el paso del sosiego campestre al bullicio urbano. Agitada fue de nuevo por furores de venganza, y por el prurito loco de revolver el mundo en busca de la verdad. Con la verdad se contentaría, ya que el hombre no pareciese. Por la Capitana, que algún día la visitaba, supo que la cerera se había ido con Doña Victorina a San Ildefonso, donde estaba la Corte. La ausencia de su enemiga fue un motivo de sosiego para Lucila. ¡Qué descanso no verla más ni saber nada de ella! Así cayendo irían sobre su memoria esas capas de polvo que traen el lento olvidar, la renovación pausada de las ideas. De este modo se llega, por gradación suave, a ver y apreciar el reverso de las cosas.

En el curso de aquel verano, el estado de melancolía en que se fueron resolviendo las amarguras de Cigüela, llevaba su espíritu a las expansiones religiosas. No había consuelo más eficaz, ni mejor arrullo para dulcificar y adormecer los dolores del alma. Oía misa en la Orden Tercera o en San Andrés, y algunas mañanas corríase hasta San Justo, donde entraba con la confianza de no ver a la cerera. Confesó y comulgó más de una vez en San Pedro y en San Isidro. Su padre, el veterano Ansúrez, acompañarla solía en estas —219→ devociones elementales, de dulce encanto para las almas doloridas. Más de una vez se tropezó Lucila con Rosenda, que diferentes iglesias frecuentaba, y de su mal humor coligió que no había sido muy dichosa en sus cacerías, sin duda por el sacrilegio de intentarlas en lugar sagrado. En San Justo, ya muy avanzado Agosto, se encontró una tarde a Ezequiel, vestido de monago: palideció el muchacho al verla, y después, en el blanco cera de su rostro aparecieron rosas... «¡Qué guapa estás, Luci! -le dijo-. Nos contaron que te casabas con un señor muy rico, de ese pueblo de donde vienen las buenas uvas. ¿Es cierto?». Negó Lucila, y el cererillo le dio noticias que no la interesaban: que D. Gabino había tenido un ataque a la vista, quedándose medio ciego; que Domiciana seguía en La Granja, y que D. Mariano estaba colocado en la Comisaría de Cruzada, con ocho mil reales. Luego se acercó a ella D. Martín Merino, y la saludó secamente, recordando haberla visto con la cerera. «¿Es esta señora la amiga de Doña Domiciana Paredes?... Por muchos años... yo bueno... ¿y en casa?... ¡Qué calor!...». Esto dijo, retirándose con la fórmula vulgar: «Vaya: conservarse». Díjole después Ezequiel que D. Martín era un buen sacerdote que cumplía muy bien su obligación. Domiciana le prefería con mucho a los demás confesores que en San Justo había: últimamente, con D. Martín se confesaba, y él también, por recomendación expresa de su hermana. Trabajillo le costó acostumbrarse, —220→ porque el Sr. Merino era muy rígido, no ayudaba, no hacía preguntas, y el penitente tenía que ir desembuchando pecado tras pecado por orden de mandamientos, pasando muchas vergüenzas, hasta que no quedara nada en el buche, pues de otro modo no había absolución. Y ya es uno un poco hombre, Lucila -decía con inocente orgullo-, y cuesta, cuesta el rebañar bien la conciencia, sacando a pulso todo, todo, hasta los malos pensamientos, hasta las tentaciones que son y no son... Bueno. Pues hablando de otra cosa, te diré que mi padre, que ya no ve el pobre, pregunta por ti, y cuando le decimos que no sabemos nada, se le cae una lágrima... Vete a verle, mujer, que aunque él padezca un poquito por no poder verte el rostro, se consolará con oírte la voz...».

¡Fecunda creadora es la madre Fatalidad! La idea de que Domiciana tuvo por confesor a D. Martín arrastró hacia el austero sacerdote toda la atención de Lucila. Pensaba mucho en él; fue a San Justo movida del afán de observar su fisonomía; y viendo, no sin cierto terror, al depositario de aquella negra conciencia, al que había sido como espejo en que el alma de la traidora se mirara, dio en cavilar si no habría medio de hacer salir de nuevo a la superficie del cristal las imágenes que en él se habían reproducido. Pero esto era imposible. No hay confesor que revele los pecados que se le confían. «Este lo sabe todo -se decía la moza, oyéndole la —221→ misa-. Este conoce la historia infame, y cuando se vuelve para decirnos Dominus vobiscum, paréceme que veo a Domiciana en sus ojos negros de pájaro de rapiña, penetrantes». Un día que D. Martín, bajando del presbiterio, la miró de lejos con fijeza casi desvergonzada, Lucila, estremeciéndose, dijo esto dentro de su pensamiento: «Sí, D. Martín: yo soy, yo soy la víctima de aquel crimen, soy la pobre mujer engañada, robada. Esa ladrona, esa farisea, esa Judas, me quitó lo que yo amaba más que mi propia vida, mi único bien, mi único amor, y quitándomelo me ha dejado tan sola como si toda la humanidad se hubiera concluido... ¿Verdad que fue gran felonía, y una maldad de esas que no tienen perdón? ¿Verdad que era justicia matarla?... ¿Verdad que no debí flaquear cuando llegué a ella con el cuchillo, y que fuí muy necia en salir dejándola viva?». Y en su delirio, creyó Cigüela que el clérigo, al retirar de ella su mirada, le decía: «Sí, mujer: Domiciana merecía la muerte. ¿Y tú, zanguanga, por qué no la aseguraste bien?».

Desde su campestre residencia en la Villa del Prado, escribía D. Vicente Halconero cartas dulzonas a la que llamaba su prometida, y esta puntualmente les daba respuesta, —222→ poniendo en ella lo menos posible de ortografía, lo más de sinceridad y una fría expresión de gratitud y afecto. No quería engañarle con fingidos entusiasmos, y en todas sus cartas le abría, como si dijéramos, la puerta de aquel compromiso para que se retirase cuando fuera de su gusto. Pero el buen labriego no pensaba en abandonar un campo tan florido, y en cada epístola que enjaretaba se ponía más tierno y dulzacho, como si mojara la pluma en el arrope de aquella tierra.

Avanzaba Septiembre cuando el viejo Ansúrez manifestó a su hija que ya le aburría y descorazonaba el empleo en casa del señor Chico, no porque allí el trabajo le rindiera, ni por el adusto genio del amo, sino porque se veía mal mirado del pueblo y de toda la vecindad. El aborrecimiento de la gente de Madrid al cazador de ladrones y perdidos, recaía en los servidores que de ello no tenían ninguna culpa; a tanto llegaba la inquina ciudadana, que de él, Jerónimo Ansúrez, huían más de cuatro, y le miraban con miedo y repugnancia como si fuera criado del verdugo. Quería, pues, presentar la dimisión de su cargo, y habiendo conocido ya la vanidad y poca pringue de todos estos empleíllos, era su anhelo buscarse la vida con independiente trabajo, en un comercio de cosa que él entendiera. Proporción de establecerse se le ofrecía, que ni cogida por los cabellos. Se traspasaba la tienda de granos para simiente y de huevos, calle de las Maldonadas, —223→ y él podría quedarse con aquel tráfico sin más que aprontar cuatro mil reales que pedían por el traspaso. Cierto que ni él tenía tal suma ni su hija tampoco; pero bien podían pedirla prestada, y no había de faltar quien abriera la mano, por la seguridad de un buen interés o la participación en el negocio. Aunque su padre no lo dijo claramente, Lucila le caló la intención, la cual no era otra que tratar del préstamo con Antolín de Pablo. Resueltamente se desentendió la moza de semejante embajada, y por aquel día no se habló más del asunto. Conviene advertir que Lucila había cuidado de no poner en autos a su padre de las intenciones y fines del rico D. Vicente Halconero: temía que el celtíbero, de la fuerza del alegrón, se lanzase a explotar tempranamente la generosidad del opulento villano.

Continuaba Cigüela parroquiana de San Justo, prefiriendo a las demás esta iglesia por la singular atracción del clérigo, a quien suponía viviente archivo de aquella historia lamentable. «Aquí está quien sabe la verdad -se decía-. Me agrada el sentirme cerca de esta verdad, aun sabiendo que no ha de querer descubrirse. Siempre que me mira este maldito cura, feo y antipático, creo que le gustaría quitarse el velo. Es ilusión, locura mía». Una mañana la saludó al paso D. Martín: «Yo bien, gracias... Mucho calor... ¿Qué se sabe de Doña Domiciana? ¡Cuánto tiempo que no parece por aquí!... ¿Qué dice usted... que ya no son amigas? —224→ ¡Vaya por Dios! Las mujeres por cosa grande riñen, y por cualquier nadería hacen las paces... Hoy furiosas enemigas, mañana comiendo en un mismo plato... Ea, conservarse».

Otro día que se encontraba en San Justo, allí fue Ansúrez en su persecución, y viéndola saludada por D. Martín, le dijo: «Hija del alma, lo que menos sospechas tú es que estamos tan cerca de nuestro remedio. ¿Ves ese sacerdote tan áspero, y de tan mal cariz que a mí se me parece al verdugo que había en Zaragoza el año 43? ¿Lo ves? Pues es hombre de posibles, y coloca su dinero a interés, que no digo sea mismamente módico. Lo sé por quien le debe y no puede pagarle, de lo que resulta que está el buen cura furioso, y por eso tendrá esa cara de vinagre... Pues óyeme: Al ver que te saludaba con aire de estimación, pensé y dije que si vas y le pides para tu señor padre, que quiere poner un comercio, cuatro, o aunque sean seis mil reales, con la formalidad de pagaré en regla, y réditos consecuentes y puntuales, cierto es que veo el dinero en tus manos, que es como decir en las mías... Con que atrévete, y verás a tu padre en su tienda de las Maldonadas... ¿Qué? ¿Sientes cortedad?... Entendí que te confiesas con él.»

-No me confieso porque me da miedo... No es de los que la llaman a una por ese aquél de la bondad cristiana... Vamos, que no me gusta para confesor... Sabe historias que me tocan muy de cerca; las sabe por —225→ confesión de otras personas; me parece que si con él me confesara, se me trastornaría el sentido y le diría: 'no vengo a entregar mis pecados, sino a que usted me entregue los de otros...'. Esto es un disparate. Pero yo me conozco... y por eso no me acerco a su confesonario.

-Hija de mis entrañas, no seas simple. Arrímate a la reja, y haz una confesión neta y clara, que a él le maraville por tu tribulación, por tus ansias de enmienda y de no volver a pecar. Entre col y col, le dices que tienes un padre amantísimo que se ve en grandes aflicciones, sin explicar porque sí ni porque no... Te absuelve... Quedáis amigos; eres su hija de confesión... te considera, te tiene lástima por lo que le dijiste de lo atropellado que anda tu buen padre. Dejas pasar dos días, y luego le pedimos una entrevista en su casa, que es ahí en el pasadizo de la Plaza Mayor; nos vamos los dos allá, y verás como no salimos con las manos vacías».

Protestando de que es gran sacrilegio confesar con la idea de pedir dinero al confesor, Lucila opuso resistencia a los planes de su padre. Después dijo que se tomaría tiempo para pensarlo, y que, si se determinaba, había de ser sin previa confesión... Por nada del mundo mezclaría las cosas sagradas con las mundanas, ni la conciencia con los intereses.

-Bueno, hija muy adorada, perla de mi familia: te dije lo del confesonario, porque en todas las cosas nunca está de más abrir cualesquiera —226→ caminos para los fines que buscamos, y eso al alma no daña; ni el confesar que te propuse era con el fin único de los intereses, sino para que con la limpieza de tu conciencia prepararas al sacerdote a estimarte más. Total, que de un tiro matabas dos pájaros; con una sola acción sacabas dos provechos: tu alma purificada y mi bolsillo guarnecido. Ya ves...».

Parte de aquella noche pasó Lucila en cavilaciones sobre lo propuesto por su padre, y de cuanto pensó resultaba el propósito de avistarse con Merino. ¿Qué perdía en ello? Podría suceder que hablando los dos se espontaneara el hombre, en una distracción de la conciencia, o que aun callando, con pausa brusca o con instintivo gesto diese a conocer la verdad. Quería, pues, aproximarse a la esfinge, y contemplar sus labios de bronce, por si de ellos alguna revelación al descuido caía... Hablaría con el clérigo, pero sola: la presencia de su padre la estorbaba. Ante todo, érale preciso prevenir a D. Martín, pidiéndole hora para la audiencia, y este trámite quedó cumplido a los tres días de la expresada conversación con Ansúrez. Tal era la impasibilidad del viejo cura, que no manifestó sorpresa ni disgusto de la visita que se le anunciaba: sin duda penetró el objeto aparente de ella, que era solicitud de préstamo. Contestó a Lucila que fuese cualquier mañana, o cualquier tarde antes de las siete, hora en que infaliblemente cenaba y se recogía.

—227→

Llegaron día y hora: una tarde, cuando se aproximaba el ocaso, fue Lucila a la Plaza Mayor con su padre; este se quedó dando vueltas alrededor del caballote de Felipe III, y la moza penetró en el siniestro pasadizo, que oficialmente se llamaba Arco de Triunfo, y por mote popular Callejón del Infierno. Entrando por la única puerta numerada que allí se veía, subió hasta el segundo piso poco menos que a tientas, pues ni había luz en la escalera, ni a esta llegaba la claridad del día declinante. Tiró de un cordón mugriento... abrió la puerta una doméstica joven, fea y sucia... y apenas nombró la visitante al Sr. D. Martín, vio que este surgía de las sombras de la casa, y le oyó decir: «Pase, joven, pase. Dominga, traerás luz».

Tras D. Martín entró Lucila en una estancia chica, con ventana que daba al callejón. Había en ella un derrengado sofá de paja, una mesa camilla con cubierta de hule negro y raído, y faldón de bayeta verde; en el rincón próximo una papelera con libros apilados en la parte superior; entre la mesa y la pared una silla, enfrente otra. El esterado era de empleita con rozaduras; en las paredes no había ninguna estampa ni cuadro; sobre la mesa, al lado izquierdo de D. Martín, papeles manuscritos sujetos con un pedazo de mármol que debió de ser peana de una figura, tintero de loza con dos plumas clavadas en los agujeros laterales, polvorera de cobre y un pedazo de paño negro; el breviario, arrimado al lado derecho, —228→ encima de otro libro de cubierta roja; un almanaque con las hojas muy sobadas, un bote de hojalata con tabaco, librillo de papel de fumar. Todo allí revelaba pobreza y avaricia.

A una indicación de Merino se sentó Lucila en la silla del lado exterior de la mesa, y sentado él entre la mesa y la pared, quedaron frente a frente. La sotana verdinegra que el clérigo usaba dentro de casa era prenda antediluviana que le envejecía más. Lucila le vio más feo que en la iglesia, más sucio, abandonado y desapacible. Abrió el cura la conversación con estas palabras: «Hoy me ha dicho el chico de la cerería que su hermana está para llegar». Lucila no dijo nada: se alegraba de que D. Martín relacionara siempre la persona de la criminal con la de la víctima, pues ni una sola vez, al hablar a esta dejaba de nombrar a la cerera maldita. ¿No podría esperarse que de la tangencia de personas en el cerebro del cura resultara un abandono del secreto?... «Y a propósito de Doña Domiciana -prosiguió Merino-, voy a enseñarle a usted los tres regalitos que me hizo antes de irse a La Granja». De un cajón de la papelera próxima fue sacando y mencionando los objetos que mostró a Lucila. «Vea usted: una caja con bolitas de jabón, alumbre y trementina, para quitar manchas de la ropa negra, y remediar el lustre que llamamos de ala de mosca... Vea usted: un rollo de cerillo fino para alumbrarse en la escalera cuando uno —229→ entra de noche... Y por último, este cuchillo...». Lo desenvainó para mostrarlo a Lucila, que en todo su cuerpo sintió repentina frialdad al reconocerlo. «Es precioso -dijo D. Martín, satisfecho de poseer aquella joya-. Vea usted qué punta más afilada... Es fino de Albacete, con grabados árabes en las costeras; el mango muy bonito... Era una lástima que esta magnífica hoja no tuviese su vaina correspondiente. En busca de ella me fui al Rastro algunas tardes, y al fin, mirando en este puesto y en el otro, me encontré esta que le viene tan bien como si con ella hubiera nacido... Y no me costó más que dos reales... Vea usted... Lo he limpiado... Siempre es bueno tener uno alguna defensa, por lo que pudiera ocurrir».

La idea que a Lucila embargaba le sugirió con celeridad eléctrica esta pregunta: «D. Martín, ¿no le dijo Domiciana de dónde sacó este puñal, o cómo fue a sus manos?»

-Es un arma muy buena, la hoja de temple fino, el mango muy bien labrado -dijo el clérigo guardando el cuchillo y sin parar mientes en la pregunta de la joven. Esta la repitió con más énfasis.

-Si me dijo algo, ya no me acuerdo -contestó Merino con indiferencia real o fingida-. Se lo encontró probablemente...

-Pero usted sabe que Domiciana es muy mala... Ese cuchillo, lo mismo pudo ser suyo para matar, que de alguien que quiso matarla».

En aquel momento entró la doméstica con —230→ un candil que apestaba. Iluminando de frente el rostro amarillo y huesudo del presbítero, sus ojuelos brillaron, fijos en la moza, y con su más bronco acento le dijo: «Señora, ¿en qué puedo servirla?». Desconcertada por esta invitación a seguir la derecha vía, el pensamiento y la palabra de la guapa moza se lanzaron por un despeñadero. «Pues verá usted, D. Martín: como Domiciana es tan mala, yo... digo, mi padre... Es que quiere establecerse, tomar una tienda de granos y huevos... y... el cuento es que no tiene posibles... Si no fuera Domiciana lo que es, una mujer infame y traidora, yo estaría en buenas relaciones con ella... y siendo amigas ella y yo, no había por qué molestarle a usted...»

-Acaba, hija, acaba -dijo Merino impaciente, tuteándola, con lo cual expresaba lo que la linda joven había desmerecido a sus ojos en el momento de declararse necesitada de dinero-. ¿Y cómo se te ha ocurrido venir a mí para esa necesidad? ¡Anda! creen que tengo yo el oro y el moro... No, hija: si en algún día dispuse de fondos, entre tramposos y estafadores me han limpiado, cree que me han dejado como una patena. ¿Qué dinero ha de tener nadie en un país donde no hay justicia, donde no se castiga a los bribones, donde los más altos dan el ejemplo de la inmoralidad y el ladronicio?

-¡Oh! sí, D. Martín, los más altos son los peores -dijo Lucila con arranque-. ¡Quién había de creer que Domiciana... que todavía —231→ no ha dejado de ser esposa de Cristo... porque esos votos no los rompe nadie, ¿verdad?... quién había de creerla capaz de una tan villana acción!... No se queje usted de que le hayan robado algún dinero, porque eso, el vil metal, ¿qué supone?...

-¡Que no supone! -exclamó el clérigo con extraordinario brillo en su mirada-. Los ahorros de toda mi vida, los cinco mil duros que a la Lotería gané, lo que me daba la Capellanía de San Sebastián, todo me lo han ido quitando con engaños y malos procederes.

-Quiero decir que esas pérdidas, aunque sean muy grandes, no se pueden comparar con otras... con que le quiten a una el corazón... el corazón y el alma, Sr. D. Martín... Por eso dije que el dinero no supone nada... El dinero no es más que una basura. Todo el que hay en el mundo, si fuera mío, lo daría yo por que me devolvieran lo que me ha quitado Domiciana... ¿Y a quién reclamo yo? ¿Quién me hará justicia?

-La justicia está en manos de los fuertes, y los fuertes no la usan más que en provecho propio, y en vituperio y perjuicio del humilde, del pobre, del limpio de corazón. Pero los fuertes caerán algún día... vaya si caerán... No hay ídolo de barro que resista a un buen empujón... Muchos que nos espantan por poderosos, nos harían reír si de un golpe los tiráramos al suelo y viéramos que son armadura de caña forrada de papeles; y más nos reiríamos si al hacerlos rodar —232→ de una patada, viéramos que ya por dentro, por dentro... se los van comiendo los ratones... ¿Usted me entiende?».

Decía esto el maldito viejo iluminando con la luz siniestra de sus ojos el rostro impasible, amarillo, de una rigidez estatuaria de talla vieja despintada y cuarteada. Lucila le miró, observando el marcado resalte de los pómulos que a la luz brillaban, redondos, con un deslucido barniz de santo viejo; observó también las dos grandes arrugas que descendían de la nariz chata hasta unirse con las comisuras de los delgados labios, y la extensa curva que estos formaban cayendo por sus extremidades... No entendía bien Lucila el lenguaje gráfico de aquel rostro, en el cual algo había de momia con vida, y lo que más claramente pudo descifrar en él, a fuerza de deletrearlo, era un inmenso desdén de todo el Universo.

Y no fue poca sorpresa de Lucila el oírle pasar, casi sin transición, de las lúgubres consideraciones antedichas a esta vulgar pregunta: «¿Y ese hombre, ese padre de usted, qué cantidad necesita?». Respondió la moza que de cuatro a seis mil reales... y añadió que el negocio de la tienda de huevos y semillas era de seguro rendimiento... «Es mucho, mucho dinero -murmuró Merino —233→ sacando el labio inferior y arqueando más la boca-. ¡Seis mil realazos!... digo, digo... eche usted reales... y en estos tiempos en que el dinero anda escondido para que no lo cojan las uñas moderadas... El poquito que ha escapado de esas uñas, tiénelo la soldadesca. Entre abogados y militronches, están dejando en los huesos a esta Nación... Pues no puedo, no puedo servirles...»

-Mi padre cumplirá bien; por eso no lo haga -dijo Lucila creyendo que no aflojaba la mosca sin hacerse de rogar-. Y dispénseme que no empezara por hablarle de mi padre; pero desde que Domiciana me hizo aquella trastada, he perdido el tino, y hablo todo al revés. A usted le consta lo mala que es la cerera, ¿verdad, D. Martín? ¿Quién lo sabe como usted?

-Me hablabas de tu padre...

-Decía que mi padre es hombre formal. Mi padre cumple.

-¿Y por qué no ha venido contigo, o no viene él solo? Si yo le hago el préstamo, él será quien me garantice, no tú; a él podré confiarle mi dinero, no a ti, que lo gastarás alegremente con tenientes o capitanes... ¡Ah! vosotras las enamoradas trastornáis a los hombres y les apartáis de su obligación; por vosotras, por vuestros perifollos, y el lujo... asiático que gastáis, están ahora los hombres públicos tan corrompidos; vosotras tenéis la culpa de todo este ladronicio... y luego os quejáis cuando os quitan algo.

—234→

-Yo no he trastornado a nadie; yo no he gastado lujo; yo no quiero más que paz, y el amor de un hombre...

-No sueñes con amor de hombre, ni con paz, ni con ningún bien, mientras no haya justicia y se dé a cada cual lo suyo... Espérate a que el mundo se arregle como es debido, y a que caigan todas las farsas y rueden los ídolos... Mientras eso no llegue, ¿qué hablas ahí de amor de hombre, si ahora, según estamos, nada es de nadie, y no se sabe a quién pertenece el hombre, ni la mujer tampoco? Donde no hay justicia, donde todo es iniquidad, ¿qué sacas de lamentarte? Escribes tus chillidos en el viento para que jueguen con ellos los pájaros... Todo es aquí tiranía, todo es dominio de los malos sobre los buenos, opresión del pobre por el rico, y del débil por el fuerte... ¿Dónde está el tuyo y el mío y el de cada cual? Los mandones le quitan a uno la camisa, y encima hay que darles las gracias porque no nos han quitado los calzones. Deja tú que todo se estremezca, y el día del derrumbamiento recobrarás lo tuyo, yo lo que me pertenece... eso es». Sin transición, saltó con esto: «Vaya, joven, ¿no te parece que hemos hablado bastante? Dile a tu padre que venga cualquier día... esta es buena hora: hablaremos, y... ya se verá...».

Lucila, que ya sentía un si es no es de temor, viendo el acento rencoroso que ponía en sus divagaciones, se despidió con las fórmulas corrientes, sin meterse en más dimes y diretes con la esfinge. Salió Dominga —235→ con el candilón, pues la escalera era como boca de lobo, y al llegar al pasadizo del Infierno, Cigüela se dijo, resumiendo la visita: «Bien se ve que conoce toda la historia y los enredos de Domiciana... Puede que también sepa dónde y cómo le tienen escondido... Pero no lo dirá... Estas cosas de amores y de hombres robados le interesan poco, nada... y las mira como cosa de juego... No piensa más que en el aquel de lo malo que está todo, y en el latrocinio del Gobierno, y en que moderados y militares no son más que sanguijuelas que le chupan a España toda la sangre...».

Reunida con Ansúrez en la Plaza, le refirió la visita y las impresiones que en ella recibiera, que no eran malas en lo tocante al préstamo. Pensaba Cigüela que el clerizonte soltaría los cuartos; mas era preciso regatearle, que el hombre, en su tacañería y desconfianza, se fingía escaso de recursos para obtener mayor ventaja en el negocio. El viejo celtíbero acompañó a Lucila hasta su casa, y al retirarse se las prometía muy felices. Pero en los días siguientes, resultó que de tan buenas esperanzas había que quitar la mitad de la mitad. Para efectuar el préstamo había que esperar a que pagara un cliente moroso, que ya tenía fuera de tino al Sr. D. Martín, pues ni devolvía el principal, ni aflojaba los réditos de un año vencido. Todo se volvía prometer y dar largas, sin que le valieran al clérigo amenazas de demanda judicial. El deudor se reía. Por fin, hubo esperanzas fundadas —236→ de arreglo, pagando por el tal una señora, tía suya, y rebajando intereses. Si en efecto se cobraba, se realizaría el nuevo préstamo, obligándose Ansúrez a responder con todos sus bienes, y a más con la tienda que habían de traspasarle.

Entretanto que estas cosas del orden económico iban pasando, observaba Lucila que el grande afán suyo inextinguible por la pérdida de Tomín, ocupaba y desocupaba las regiones más grandes de su alma con cierto flujo y reflujo, como el del Océano que llena y vacía con el lento ritmo de las mareas. Tan pronto la pena honda se aliviaba, y la dolorida mujer entreveía reparación probable; tan pronto la pena tomaba mayor fuerza, colmando el alma hasta rebosar; y cuando subía de este modo la hinchada marea de su aflicción, Lucila deseaba la muerte, y aun acariciaba la idea de procurársela por su propia mano. Sólo la muerte era verdadero y eficaz descanso. Sólo el sueño eterno le daría paz, ya que no le diera el ver a Tomín en la región de allá, donde dormidos vivimos de nuevo... Lo más extraño era que este recrudecimiento del dolor recaía sobre la hija de Ansúrez cuando la Providencia enviaba sobre ella sus bendiciones.

Los obsequios cada día más valiosos de D. Vicente Halconero no llevaban ciertamente a Lucila por el camino del alivio. Eulogia no se cansaba de amonestarla con severidad o con burlas. «No sé qué más podrías desear. Viene Dios a verte y le pones —237→ cara de alcuza. ¡Vaya un orgullo! Te llueven tortas y torreznos, y en vez de ponerte a bailar, lloriqueas... Yo pienso en la vida que te esperaba con ese maldito Capitán si no te lo quitan de en medio... Y aun con indulto y todo, valiente pelo habrías echado de militara...». Sin negar que Eulogia tuviera razón, Cigüela también la tenía, que razones hay siempre para todo... Claro que no desconocía la inmensa gratitud que al Sr. Halconero debía, y se declaraba indigna de tanta bondad. ¡Vaya con el rico albillo que mandó D. Vicente en aquel Agosto y en aquel Septiembre, escogidos por él los racimos más hermosos, los más dorados, de uvas transparentes, finas, dulces! Al albillo acompañaba el arrope superior, hecho en casa del rico hacendado con todo esmero, y pollos y capones que en aquellos amplios corrales se criaban. Para el próximo Noviembre anunciábase ya el esquilmo suculento de la matanza, y para Diciembre irían los corderos lechales, amén de la muchedumbre de caza, y castañas y nueces.

Pero estas ricas ofrendas valían menos que otras del magnánimo señor. Había ordenado a Eulogia y Antolín que por cuenta de él fuera provista la guapa moza de todo lo correspondiente a una señorita de clase acomodada; que se encargasen a una buena costurera vestidos honestos y al gusto de Lucila, agregando cuanto de ropa interior decente necesitase para completar su atavío, todo esto sin lujo, mirando sólo a la buena —238→ calidad y finura de las telas, y al esmero de las hechuras. Un día se encontró la joven en su cuarto un tocador de caoba modestito y elegante, con todos los accesorios de porcelana y adminículos para su arreglo y limpieza, y a la semana siguiente apareció como por magia un corpulento armario para ropa con un gran espejo en la puerta, mueble precioso que fue el pasmo de toda la vecindad. Dígase que todo esto agradó mucho a Lucila, y elevó hasta lo increíble su gratitud.

Pero aún faltaba lo más hermoso de la generosidad del D. Vicente, la cual ya tocaba en los linderos de lo sublime, y fue que dispuso en carta muy extensa lo que se copia para mejor conocimiento: «Quiero que sin dilación se le ponga un maestro pendolista, que le enseñe el trazo de buena letra, y todo lo tocante a la ortografía y al uso de puntos y comas como es debido. No sea ese maestro un mequetrefe, sino hombre que sepa el oficio, maduro, y de bien probada honestidad, y la letra que le enseñe sea por Torío, no por Iturzaeta, y nada de esto que llaman bastardilla y rasgos a la inglesa. Póngasele también preceptor que le enseñe la Geografía, y la Aritmética hasta la regla de tres no más; y de Gramática nada, que eso es estudio baldío. Désele de añadidura algún conocimiento de Historia Sagrada y profana, pero no mucho, nada más lo preciso; y el Catecismo, por de contado, con las obligaciones del buen cristiano. Escójanse —239→ pasantes graves y circunspectos, sin reparar el coste... y que no sean del estado eclesiástico. De otra clase de enseñanza, tal como baile y música, nada; que todo este recreo de mozuelas se deja fuera de la puerta del santo matrimonio».

De cuanto regalaba y disponía el buen Halconero, estas órdenes, reveladoras de un interés profundo y de un cariño intenso, fueron las que más hondamente penetraron en el alma de Lucila. Eulogia le dijo: «Dios viene a ti; Dios ha hecho de la más desamparada la más amparada; y a la más pobre la rodea de bienes, y a la más triste le pone corona de felicidades. Dale las gracias, y dile: 'Señor, hágase tu voluntad...'».

Voluntad de Dios era sin duda, y manifiesta con tales signos, no había medio de rebelarse contra ella. En la red de estos beneficios tan hermosos como delicados, se veía cogida, sin evasión posible. Ya su compromiso no podía ser condicional, ni estar sujeto a definitiva resolución en un marcado plazo, ya debía darse por prometida y aún más por otorgada... En todo Enero del año siguiente, según se decretó en la Villa del Prado, sería Lucila la señora de Halconero.

El cual anunció su viaje a Madrid para Noviembre. Dos veces había estado en Madrid durante el verano, y Lucila le miraba como uno de tantos pretendientes, del cual más distante estaba cuando más cerca le tenía. Pero cuando vino Halconero en Noviembre, ya era otra cosa. Aplicando al caso —240→ toda su buena voluntad, vio en el que ya era su presunto marido menos fealdad y desagrado que en otras ocasiones viera; vio en extraordinaria magnitud su bondad, reflejada no sólo en sus nobles actos y dichos oportunos, sino hasta en su figura... Esta no le pareció a Lucila tan rechoncha y maciza como cuando en el pueblo se ofreció por primera vez a su atención, y los cuajados ojos de D. Vicente, redondos, claros y casi siempre húmedos, revelando parentesco con ojos de peces sacados de las aguas, ya tenían cierto brillo y aun vislumbres de gracia, efecto sin duda del amor, que en el alma escondida tras ellos había hecho su nido. En suma, que aunque el noble espíritu de D. Vicente se hallaba prisionero dentro de una gordura que iba en camino de la obesidad, Lucila no le encontraba absolutamente despojado de gallardía. Cierto que era una gallardía muy relativa, y casi casi puramente convencional. Halconero tenía la cabeza blanca, el rostro encendido, redondo, afeitado, la dentadura sana, los labios sensuales, la nariz aguileña, la frente despejada, y el ánimo, en fin, pacífico, amoroso, propenso a los arrebatos de ternura, así como el entendimiento claro, aunque tirando a lo imaginativo. Lucila vio en él un marido del tipo paternal, y creyó firmemente que reinaría en su corazón por la bondad y el tutelar cariño.

—241→

Halconero había venido a la Corte de paso para tierras de Guadalajara, en donde pensaba arrendar pastos para la trashumación de sus merinas. Detúvose en Madrid sólo cuatro días, con ánimo de permanecer más tiempo a la vuelta, y por estar más cerca de su presunta felicidad se aposentó en la posada de San Pedro, en la Cava Baja. Bien aprovechadas fueron las cuatro noches: en ninguna de ellas dejó de llevar al teatro a Eulogia y Lucila, armonizando el gusto de ellas con el suyo, pues los lances de la escena le divertían e impresionaban grandemente. Vieron y gozaron en El Drama (Basilios) La Escuela de los maridos; en Variedades, García del Castañar, y en El Circo, la preciosísima zarzuela Jugar con fuego. Aunque por no contrariarle, Cigüela no decía nada, le causaba cierta inquietud el frecuentar sitios públicos, temerosa de encontrar en ellos personas que con sus dichos o sólo con su presencia la trastornasen. Ya por aquellos días estaba la joven muy metida en el tráfago de sus estudios, los cuales, por el múltiple beneficio que le causaban, eran entretenimiento saludable y bálsamo instructivo.

Partió D. Vicente para sus diligencias de ganadero y labrador, y quedó Lucila compartiendo su tiempo entre las lecciones y el —242→ corte y hechuras de su nueva provisión de ropa. Con Eulogia iba alguna vez de tiendas; acompañábala también Ansúrez, que, harto ya de verse mal señalado por servir al impopular Chico, se había despedido, y no tenía más ocupación que vagar por calles, visitando amigos, o arrimándose a los corrillos de este y el otro mentidero. Atendido por Lucila en su primera necesidad, que era el comer, no se apuraba gran cosa por la cesantía. Sabedor ya de que le tendría por suegro el rico labrador de la Villa del Prado, casi bailaba de contento por la feliz y casi milagrosa colocación de su querida hija; pero a él no le petaba el vivir a lo parásito, yedra pegada al tronco de un yerno; gustaba de la independencia, y no había de parar hasta establecerse. A ello le animaba el buen cariz de sus negociaciones con Merino, para el consabido préstamo. Si en la quincena que siguió a la visita de Cigüela, el adusto clérigo le había mareado y aburrido con largas y promesas, que hoy, que mañana, ya parecía que iban las cosas por mejor camino. No se descuidaba el buen celtíbero en tener siempre bajo la mano al sacerdote prestamista; y si no le divertía visitarle en su triste y lóbrega casa, gustaba de acompañarle algunas tardes en su paseo, que era infaliblemente por la Cuesta de la Vega, saliendo alguna vez por el Portillo, y metiéndose en el polvoroso plantío que llaman La Tela. Hablaban del mal Gobierno y de lo perdido que está el país. «Es Don Martín tan filosófico —243→ -decía Jerónimo-, que se queda uno con la boca abierta oyéndole. Gran meollo tiene todo lo que dice... sólo que cuando uno está en el punto de cogerle la idea, el hombre se arranca por latines, y... a obscuras me quedo».

En un comercio de telas de la Concepción Jerónima se encontraron una mañana Lucila y Rosenda, esta trajeada tan a la moda, que sólo con ello declaraba el reciente hallazgo de su remedio. A las preguntas de Lucila contestó que en efecto tenía el mejor arrimo que ambicionar pudiera, en circunstancias y condiciones inmejorables. «¿Quién...?» -preguntó Lucila. «No puedo decirlo -replicó la Capitana-. Hice juramento de no revelarlo a nadie, ni a las personas más íntimas. Y antes reventará que faltar a lo jurado, porque en ello me va el ajuste, que es superior. Valiente necia sería yo, si por boquear más de la cuenta perdiera esta ganga». Celebrando Lucila lo que su amiga le contaba, limitó su indiscreción a preguntar si la pesquería había sido en la iglesia, conforme a los planes de marras... «En la novena del Rosario -contestó Rosenda-, eché mis primeros anzuelos... Picó en la novena de Santa Teresa, y saqué el pez en las mismísimas Ánimas... y no me pregunte usted más». Hablaron inmediatamente de trapos para la estación, y de las nuevas evoluciones de la moda. «Esa tela marrón con rayas le irá muy bien para traje de señora rica de pueblo. Hágaselo usted con faldetas, el cuerpo —244→ muy abierto por delante, con camisolín bordado, alto, honestito. Aquí encontrará usted un organdí precioso, o si no, barege. La manteleta es de rigor». Enterada ya Rosenda del proyectado casamiento de su amiga con un ricacho viejo, siempre que la veía se extremaba en felicitarla. Dios había trocado todas sus desgracias en beneficios, su pobreza en abundancia, y su esclavitud en la más preciosa de las libertades.»

Dos días después de esta entrevista, volvieron a verse en el mismo comercio, no ciertamente de un modo casual, sino porque Rosenda, advertida de los tenderos que esperaban a Lucila para cambiar un retal por otro, allí la cogió descuidada, sorprendiéndola con este jicarazo: «Despache usted a su padre con cualquier pretexto, para que podamos irnos solitas a dar una vuelta por la calle. Tengo que decirle cosas de remuchísima enjundia». Tembló Cigüela como el pájaro herido; y atontada despidió al viejo y aceleró sus quehaceres en la tienda. En la calle las dos, Rosenda le dijo: «No se encampane usted con lo que voy a notificarle, ni pierda su serenidad. Prométame por cien mil coros de serafines que ha de ser juiciosa. ¿Lo promete?... Pues allá va. Una persona, que no necesito nombrar, ha visto a Bartolomé Gracián».

La impresión de Lucila fue de intenso frío. Dando diente con diente, pudo balbucir estas cortadas expresiones: «No me engañe... ¿Está segura? ¿Y esa persona le conoce —245→ bien?... ¿Sería él de verdad?... ¡Oh! siento una pena horrible... una alegría loca... ¿Con que vive? ¿No le han matado?... Pero no es alegría lo que siento; es pena, y pienso que ha de matarme.»

-No dudes que es él... La persona que le ha visto le conoce como nos conocemos tú y yo -dijo la Capitana, que, para inspirar mayor confianza y explicarse con desahogo, inició el tratamiento de , necesario ya entre dos amigas-. ¿Pero qué... te pones mala? No, borrica: tómalo con calma, y que este notición no te saque de tus casillas...

-Rosenda, no me mandes que tenga calma -dijo Lucila aceptando el tratamiento familiar sin darse cuenta de ello-. Me has removido toda el alma, sacando arriba lo que ya estaba debajo de todo, y parecía que se iba ahogando... ¿Le ha visto ese señor?... ¿dónde... dónde?

-Serénate. Si te pones muy nerviosa y empiezas a soltar chispas, me callo.

-No, no: háblame... di... Ya me veo corriendo por un precipicio, y aunque quiera volver atrás no puedo. Puede más la pendiente que yo. ¿Dónde?...

-Por hoy punto en boca... Tu padre no puede tardar con los paquetes de horquillas y el tarro de pomada. Además, como te excitas tanto, estamos llamando la atención en medio de la calle. Arrimémonos a esta rinconada... Sólo puedo decirte hoy que el pobre Gracián no debe de andar bien de salud. Parece que está enfermo, aburrido...

—246→

-¡Ay, qué dolor! ¿Y se sabe... esto sí podrás decírmelo... se sabe si sigue debajo del poder de la boticaria?

-Eso no lo sé hoy, pero es seguro que lo sabré esta noche. Oye lo que te digo. Vete mañana a mi casa. Vivo calle del Factor, número 6, piso segundo. Apúntalo bien en tu memoria. Toda la mañana estoy solita... ¿No sabes dónde está mi calle? ¿Sabes la parroquia de San Nicolás?... Pues por allí. No tiene pérdida. Vas mañana... me encuentras sola, y hablamos... Verás qué casa tan linda tengo, y qué mueblaje... todo nuevecito, acabado de comprar... Y ahora, chitón, que aquí viene ya papá Jerónimo. Te espero. Con él irás, y allí nos le sacudiremos mandándole a casa de mi modista, que vive donde Cristo dio las tres voces...».

Nada más hablaron. Lucila volvió a su casa sin saber por dónde iba, ni enterarse de lo que por el camino le contaba el buen Ansúrez, cosas políticas de interés, que la inatención de la guapa moza convirtió en insignificantes. Todo el alivio ganado perdíase súbitamente, y la honda enfermedad del ánimo, sentimientos despedazados, dignidad ofendida, ideas fuera de quicio, razón deshecha en locura, recobraba de golpe su aterrador imperio. Por la noche, el insomnio renovó en ella los suplicios de los días más tristes de su existencia, y el sueño la sumió en las tenebrosas cavidades de la idea trágica. Cuchillo en mano, daba muerte a la boticaria una y cien veces, sin acabar nunca —247→ de matarla... Por la mañana, fatigada del insomnio y del sueño, que tan vivamente reproducían su amor como sus odios, trató Lucila de confortar su alma ideando alguna contingencia placentera, que bien podía resurgir en los acontecimientos que se avecinaban. «Si encuentro a Tomín -se dijo-, y me propone que huyamos sin pérdida de un instante, me iré con lo puesto... a donde él quiera. Si fuese menester que volviéramos al mechinal indecente de la calle de Rodas, iría sin vacilar, apechugando con toda la miseria que Dios quisiera mandarnos... y si hubiéramos de ir lejos, a un monte cerrado, a una cueva separada de todo el mundo, también iría con él... como si me llevara a un desierto, de esos en que hay tigres y leones... No me importa que haya leones y panteras, con tal que no haya Domicianas».

Arregló las cosas y dispuso sus diligencias de aquel día en forma que su salida y tardanza no inquietaran a Eulogia, y a hora conveniente, salió con su padre en dirección de la parroquia de San Nicolás, en cuyas cercanías vivía la endiablada Rosenda. Ávida de llegar pronto, aceleró su marcha, y como Ansúrez, sofocado, la incitase a moderar la andadura, díjole que urgía el arreglo de cierto vestido en el término de la mañana, y que se preparara a llevar recados a puntos distantes... Entre los innúmeros desatinos, engendro de su loca pasión, que pasaban vertiginosos por la mente de Lucila, prevalecía el que formuló de este modo: —248→ «¡Estaría bueno que ahora se me presentara Tomín en casa de Rosenda; que Rosenda le hubiera encontrado y allí le tuviera escondidito para darme la gran sorpresa! Ello no será; pero bien podría ser... cosas más raras se han visto».

Entró en la casa con sobresalto semejante al de las personas muy nerviosas cuando saben que sonarán tiros, y por segundos esperan la detonación y fogonazo. Apenas se fijó en la limpia vivienda de su amiga, mujer arreglada y de gusto, que había tenido el arte de dar aspecto risueño a una casa viejísima. Los muebles eran flamantes, de clase barata con apariencia; las esteras de lo más fino, y la alfombra de la sala y gabinete, del tipo industrial, a la moda, colores vivos que durarían muy poco. Preparado había Rosenda la copa de aljófar con cisco bien pasado, y a ella se arrimó Lucila para calentar sus manos ateridas, con mitones. Aunque ya usaba manguito, no podía acostumbrarse a llevar las manos metidas siempre en él... Le costaba entrar por los hábitos del señorío. Despachado Ansúrez a los recados distantes, quedaron solas. Ponderaba Rosenda su casa y sus muebles, y aun quiso llevar a su amiga a que viera la cocina, despensa y otras piezas. Pero la guapa moza, impaciente y con su imaginación en esferas muy distantes, lo dio todo por visto y admirado, diciéndole: «Luego lo veré. Ya supondrás que vengo muerta de curiosidad, que he pasado una noche terrible, que no viviré hasta saber...»

—249→

-Pues aquí tienes a tu amiga -dijo Rosenda sentándose a su lado-, con ganas de traerte al buen entender, y de apartarte de los malos caminos. ¡Ay, hija! ayer tarde, cuando vine a casa, me pesaba, créelo, haberte dicho lo que te dije... Mejor habría sido reservarlo para después, y echar por delante el consejo que ahora te doy tocante al orden de las cosas. Por cien mil coros de arcángeles te pido que te fijes, que me hagas caso, y te percates bien... Allá voy... Lo primero que tienes que hacer es acelerar tu casamiento por los medios que puedas... Todo el tiempo que ganes en rematar la suerte con Halconero, es tiempo ganado en tu bienestar y en tu independencia... Y ahora viene la segunda parte: en cuanto te cases, y tengas a ese magnífico buey bien cuadrado, empiezas con él una brega superior, muleta por aquí, muleta por allá, para que el hombre abandone la vida del campo y venga a establecerse contigo en Madrid... Bien sé que por de pronto ha de cerdear. Es un viejo gañán, que no podrá vivir lejos de los montones de estiércol... pero una mujer... es una mujer... y en luna de miel lo puede todo... Te aburre el campo, te entristece; las aguas gordas de aquella tierra te revuelven los humores... te pones malísima, pierdes la salud, y hasta podría ser que se te malograra el fruto... Figúrate cuántas razones puedes emplear para convencer a tu marido, cuántos mimos echarle y cuántas banderillas ponerle...».

—250→

Absolutamente contrarias a estas ideas eran las de Lucila. Le gustaba el campo, y en su soledad y augusto sosiego, esclavizando la atención con amenos quehaceres, pensaba llevar su alma mansamente a un bienestar tranquilo. Pero como Rosenda no quería satisfacer su curiosidad, si antes no prometía someterse y adaptarse a las sabias reglas de la filosofía del vivir, la guapa moza, como el sediento que entrega toda su voluntad por un vaso de agua, le dijo: «Haré todo lo que me aconsejas, Rosenda... Y ahora, sepa yo pronto: ¿Han vuelto a verle? ¿Dónde le han visto?... ¿Qué ha pasado, qué más pasará?»

-Pues empiezo -dijo Rosenda poniéndose todo lo grave que podía-, por darte una noticia que no sé si será buena o mala para ti... El amigo Bartolomé está en poder de la Socobio. Domiciana, que ha sufrido varias derrotas, saliendo como Doña Victorina con las manos en la cabeza, se ha quedado compuesta y sin novio... No pudo dar al galán lo prometido, que era el indulto, la rehabilitación y un ascenso, dos con pase a Cuba...

-¿Pero dónde está... dónde? Quiero verle y que me vea.

-No pienses en eso... Yo miro por ti más de lo que tú crees. Te contaré una escena, mejor dicho una conversación que ayer hubo —251→ en Palacio. La sé como si la hubiera oído yo misma. Eufrasia, que ahora no se separa de la Reina... ya sabes que Su Majestad ha entrado en meses mayores: se espera su alumbramiento para Navidad... Eufrasia, digo, en una sala que está junto a la galería, entre el despacho de Su Majestad y la oficina donde trabajan los de Secretaría particular, se enchiqueró con un General joven, muy nombrado, D. Juan Prim. ¿Le conoces? Da que hablar porque es de mucho sentido, y marrajo, de los que dejan el trapo y van al bulto... Hace días echó en las Cortes un discurso tan fuerte que tembló todo el Ministerio, y a D. Juan Bravo se le indigestaron los chorizos. Pues entre otras cosas, dijo el hombre que hemos vuelto a los tiempos de Carlos II el embrujado, que nos están llenando la nación de frailes y monjas, que no hay libertad, y que este moderantismo es una farsa para que se redondeen cuatro mamalones... No lo dijo así... En fin... pidió mil gollerías, y declaró que él es partidario del naufragio universal, de la libertad disoluta de la imprenta, del ateísmo libre, y del ciudadano libre, o del respeto al individuo suelto del derecho particular... vamos, que no sé decirlo... Pues por este discurso y por lo mucho que se merece el señor de Prim, Conde de Reus, se le tiene miedo, y se determinó mandarle a Puerto Rico... Como te digo, trató de ver a la Reina; no pudo ser, por causa del estado... Hizo por Eufrasia, que le recibió en aquella salita, y allí le estuvo poniendo —252→ varas, y él tomándolas... que si ella es lista, él se hace el blando para pegar más fuerte. Estas varas de que te hablo no son cosa de amores, no vayas a creer, sino de política. Prim, asegurando que dará la vida por la Reina, amenazaba con tramar una revolución, si no se entra por el camino libre, y no se da carpetazo a ese proyecto... tú lo sabrás, eso que llaman golpe de Estado... que es dar un bajonazo a la Constitución, y arrastrarla con las mulillas... Eufrasia, diciéndole que eso del golpe de Estado no es más que conversación de Puerta de Tierra, trató de traerle al bando Narvaísta... Prim hacía fu... decía que esto de mandarle segunda vez a Puerto Rico es una partida serrana; pero que irá para que no se diga. Entonces la Socobio le echó mucho incienso al Conde: le dijo que la Reina estima su valor y su lealtad, y que cuenta con él para una combinación progresista en cuanto tenga tiempo y ocasión de desentenderse del moderantismo, polaquería, o como se llame. Y luego de pasarle todas estas lindezas por los morros, le pidió al General un favor... y aquí entra lo que a ti te interesa... el favor consistió en que pidiese al Ministro de la Guerra el pase a Puerto Rico del Capitán Gracián, no sé si como ayudante o como agregado al Cuartel General. Prim dijo que con mil amores lo haría, y despidiéndose, tomó soleta.

-¡A Puerto Rico! -exclamó Lucila levantándose de un brinco, y despidiendo lumbre —253→ de sus lindos ojos-. Yo con él... Me llevará... Quiero verle, Rosenda, quiero verle... Haremos las paces... se olvidará todo; le perdonaré...

-Eh... ¿qué es eso? Yo no he de permitir que hagas ningún disparate, ni que se te malogre el matrimonio, que ha de hacerte feliz, libre. ¡Cigüela, chiquilla mal criada y sin juicio!, si una amiga pérfida te metió en tantas amarguras, de ellas te sacará otra amiga que no es pérfida, sino leal, y sabe mucho... Siéntate, y no hables de irte a Puerto Rico, pues para ti no hay más Puerto Rico que la Villa del Prado...

-Déjame que disparate, y que me ciegue y me trastorne. ¿Quién te asegura que la vida feliz viene por el lado juicioso? -dijo Lucila, en pie, desconcertada-. Debemos obedecer al corazón... que nunca nos engaña.

-¿Y si te dijera yo que nos engaña casi siempre? Toma ejemplo de mí, que he sabido dar de lado a los loquinarios y cabezas de motín, haciendo por los hombres de peso... ¡Y tú que vas a casarte con un viejo rico, tú que te has sacado el premio gordo de la Lotería, hablas ahora de tirarlo por la ventana, porque te lo manda el corazoncito!

-Pues si no me dejas hacer el disparate gordo, déjame que hable con esa señora de Socobio, y le diga...

-¿Qué has de decirle tú, bobalicona?... No te haría maldito caso... Para hablar con ella tendrías que ir a Palacio, donde está casi siempre.

—254→

-A su casa iría yo... A Palacio no voy por nada de este mundo.

-¿Ni por Tomín?

-Por Tomín quizás.

-¿Y por qué tienes ese horror a Palacio si no lo conoces?

-¿Que no lo conozco? -dijo Lucila sentándose de nuevo junto a la copa-. Como tú tu propia casa... ¡Ay, Rosenda! tú no has vivido en la Casa Grande, yo sí. Con los ojos cerrados subo y bajo yo por todas sus escaleras, y me meto por todos sus pasillos, y voy de sala en sala, como no sean las que habitan los Reyes. Conversaciones como esas que me has contado entre la Eufrasia y el General Prim, he oído yo muchas, porque también yo, aquí donde me ves, he sido un poco duende... a mí me han puesto escondidita entre cortinas para que oiga las conversaciones, y he llevado y traído recados con cifra... Y para que acabes de convencerte de que he sido algo duende, y de que lo soy todavía... ¿quieres que te adivine una cosa?

-¿Qué...? -murmuró Rosenda entre risueña y asustada-. Adivina lo que quieras.

-Pues te digo que hoy, aquí, hablando contigo he descubierto quién es la persona que te favorece... Tú me has dicho que el nombre de esa persona es un secreto... Yo me lo guardaré; yo te aseguro que por mí no se sabrá. Te diré tan sólo cómo lo he adivinado. He visto aquí una sombra de ese sujeto, una sombra no más.

-¡Qué dices, mujer! -exclamó asustada —255→ la Capitana, mirando a las paredes, creyendo que había, por descuido, algún indicio personal, retrato tal vez.

-No te asustes, Rosenda -dijo Lucila risueña-: la sombra la he visto en ti, en tu voz... ¿Por qué empleas ahora una porción de términos de toros, que antes no te oí nunca?... Es que ahora tienes cerca de ti, oyéndola sin cesar, a persona que habla con esos terminachos, y a esa persona la conozco yo. Pero mi adivinanza no es completa... Son dos hermanos que se parecen en la figura, y más en el modo de hablar. Uno de los dos tiene que ser. Con que... ¿he acertado?

-Acabaras -dijo la Capitana soltando también la risa-... Tienes razón... se me ha pegado... Vaya, pues sí... es uno de los dos hermanos. Aciértame ahora cuál.

-Ayúdame tú un poquito. Los dos son cazurros, beatos, rezadores, esquinados, y muy amigos de meterse en lo que no les importa. De cara ninguno de los dos es bonito; de cuerpo allá se van. Sólo se diferencian en que el uno bizca un poco de los ojos y el otro un mucho de los pies... quiero decir, que anda como los loros...».

Rompió a reír la maliciosa Rosenda con toda su alma, y entre las risas pudo decir a borbotones: «Ese... ese... el que pisa como las cotorras... con los pies así... para dentro... ¡Ay qué gracia me ha hecho!»

-Acerté: D. Francisco Tajón. Luego te daré señas que... no son mortales, pero pudieron serlo.

—256→

-Cuidado, chica, que no quiere que se sepa...

-Descuida. Pues ese señor me conoce, lo mismo que su hermano. Háblale de mí, y te dirá si sé yo andar por Palacio... si conozco los enredos y el laberinto de aquella casa. Déjame que te cuente: de esto hace tres años, y fue en una de las épocas de mi vida que recuerdo con más disgusto. Llegué a Madrid con mi padre y mis hermanos pequeños, muertos todos de miseria y en el mayor desamparo, sin más esperanza que una carta de recomendación para la monja Sor Catalina de los Desposorios. La carta era de un caballero muy cumplido a quien conocimos en Atienza. Pues la monjita fue nuestra salvación: por ella colocaron a mi padre en la mayordomía de los Lavaderos del Príncipe Pío.

-Sí, sí, que eran del Sr. Infante D. Francisco... Administrador, D. Enrique Tajón, el hermano mayor: son tres hermanos.

-Tres. El D. Enrique se parece poco a los otros dos... Pues sigo: mes y medio estuvimos allí. Luego llevaron a mi padre al servicio de los Escolapios de Getafe, y a mí a Palacio, al servicio del Sr. D. José Tajón.

-El que bizca de los ojos.

-Casado él, empleado en la Etiqueta. Con su esposa y dos hijos, de los que yo era niñera, vivía en el piso segundo, subiendo por la escalera de Cáceres, primer cuarto a mano derecha. Todo lo que diga de lo buena que era la señora, es poco; todo lo que diga de lo —257→ falso, enredador y embustero que era él, sería no decir nada. ¿Te incomoda que hable de estos señores con tanta libertad?

-A mí no. Despáchate a tu gusto.

-Respetaré a tu D. Francisco, que también es de encargo, loco por los toros, loquito por las hembras, en privado, que en público no hay mojigato que le gane en hacer zalemas delante de un altar...

-No me hagas reír, mujer -dijo Rosenda, más movida a regocijarse que a incomodarse-. Estoy en que exageras un poquito. Tu tirria contra los Tajones es señal de que te hicieron algún daño.

-Quisieron hacérmelo, sí... Les aborrezco porque no tenían miramiento para una muchacha sola y sin defensa de padre ni hermanos. Los dos quisieron abusar de mí: fácilmente podía yo defenderme de D. José, amparándome de la señora y de los niños; pero el D. Francisco, que, como sabes, está separado de su mujer, me dio más guerra y cuidado mayor, porque me llevaba con engaños a este o el otro lugar apartado, de los muchos que hay en aquella casona. Una tarde me vi tan a punto de perdición, que para salvarme no tuve más remedio que agarrar un candelero de bronce que a la mano encontré, y darle con él en semejante parte de la frente. Le pegué con tanta gana, que el hombre perdió el conocimiento, y marcado quedó para toda su vida...

-¡Ay! no me hagas reír... Sí, sí: la señal del candelero tiene en la frente, aquí... en el —258→ sitio del asta derecha... ¡Qué risa! Me dijo que aquel golpe fue de una caída que dio en la sacristía de la Encarnación, estando subido a una escalera para ponerle a San José vara con azucenas naturales... No es mala puya la que tú le pusiste...

-Yo también me río... Bueno es que una se divierta un poco después de tantas pesadumbres... El pobre señor quedó escarmentado, y luego decía: '¡Vaya unos derrotes que me gasta esta novilla!'.

-Saladísimo... Adelante.

-Por haberme hecho Dios bien parecida, cuantos hombres había en Palacio se propasaban, créelo. Todos me adoraban, todos me hacían mil embelecos, todos me largaban declaraciones, todos por de pronto querían fiesta... En fin, que yo era buena, y muchos me tenían por mala... Si supiera yo distinguir bien los uniformes, te diría todas las clases de hombres, desde señores a criados, que se emperraban en hablar conmigo. Pero nunca llegué a conocer por los cintajos y colorines los cargos de tanto farfantón. Jefes de oficio me escribieron cartitas, y también Ujieres de Cámara y de Saleta; Llaveros y Porteros de banda me tiraban besos al aire; un Tronquista me aseguró que se mataba si no le daba el ; un Portero de vidrieras y un Delantero de Persona hicieron lo mismo, y de rodillas se me puso delante un día uno a quien yo creí Carrerista vestido de paisano, y luego resultó que era Sangrador de Cámara.

—259→

-Pues, hija, no estarías poco orgullosa.

-Di que me tenían mareada y aburrida. Sigo mi cuento. Pues verás: mi amo el señor Tajón, D. José, andaba en aquel estúpido enredo, que luego se llamó del Relámpago, y a mi padre y a mí nos traía de correveidiles, cursando las órdenes. Dentro de Palacio fuí yo cartero, espía, soplona; me mandaban a charlar con las azafatas, en sus ratos de descanso, para saber quién entraba en las habitaciones reales a las horas que no son de entrada, y quién salía cuando no se debe salir; me obligaban a esconderme detrás de un tapiz o entre roperos para escuchar conversaciones... Y luego encomiendas y recados en la calle, por ser yo quien con mayor disimulo podía llevarlos. ¡Hala! a la Escuela Pía de San Antón, a San Ginés, con cartas para el coadjutor, a una casona de la calle de Fuencarral, a la zeca 3 y a la meca, vestidita de moza de rumbo, y con dinero para alquilar una calesa si me cansaba... También iba al Convento de Jesús, y de allí traía entre dulces alguna carta bien disimulada... Un día, fíjate en esto, que es lo más gordo, y la más fea acción que por mandato de aquella gente tengo sobre mi conciencia... habían enviado las monjas carne de membrillo dentro de una tarterita de plata. Al disponer la tartera para devolverla, me llamaron los hermanos Tajón y una camarista, nombrada, si no recuerdo mal, Doña Candelaria, y llevándome a un cuarto que está en la galería principal, como se entra al comedor de ordinario, —260→ me dijeron que llevase al Convento la tartera... Envuelta la vi en un paño de damasco, como solía venir. La descubrieron y destaparon para que yo viese que estaba vacía... Luego, el Sr. Tajón, D. José, sacó del bolsillo un paquetito forrado en papel y cruzado con cintas verdes. Abultaba como un libro pequeño. Díjome que me guardara en el seno el paquetito. La camarista, que como mujer podía meter la mano donde meterla no pueden los hombres, me desabrochó y colocó el paquetito muy bien acomodado entre mis pechos, de tal modo, que luego de abrochada no se me conocía el contrabando. Hecho esto me leyeron bien la cartilla. Yo tenía que ir al Convento a llevar la tartera, y al entregarla en el torno pediría ver a Sor Catalina de los Desposorios. Se me abriría la puerta, y una vez en presencia de la Madre, en manos de esta pondría lo que yo en mi sagrario llevaba. La Madre me daría otra vez la tartera con algo dentro, que era como señal o recibo de la llegada feliz del embuchado. Volví a Palacio con la tartera llena de tocino del cielo, y los Tajones, que me aguardaban con el alma en un hilo, me felicitaron y diéronme cinco duros.

—261→

-Duendecillo, ¿querrás hacerme creer que no supiste lo que llevabas?

-No lo supe. Verás: al caer de aquella tarde, cuando no hacía una hora que yo había vuelto con la tartera llena de tocino del cielo, el Sr. Tajón me mandó a Getafe para que allí estuviese con mi padre hasta que se me ordenara venir. Mucho me dio que cavilar tal determinación. ¿Será por esto? ¿será por lo otro? Yo sospechaba... algo veía yo; pero nada con claridad. Pues señor: viene de repente el gran tronicio de aquella mojiganga que llamaron del Relámpago... Empiezan a prender gente, y los primeritos que caen son mis señores y el tuyo, y me los mandan desterrados qué sé yo dónde. Mi padre y yo nos vimos perdidos, porque a los Escolapios de Getafe no les llegaba la camisa al cuerpo, temiendo que allá podría llegar la quema... A Madrid nos vinimos. Mi padre se escondió en casa de unos boteros amigos suyos de la calle de Segovia; yo, no sabiendo qué hacerme, pues a Palacio no había de volver ni atada, pensé que no hallaría refugio mejor que el Convento, y allí me metí... Ya te contaré otro día mi vida en Jesús, donde la mayor desdicha fue hacer mi primer conocimiento con esa perra boticaria... Hoy, por completar esta historia —262→ mía palaciega, bien triste, te diré que en el Convento, andando días, supe que la noche del tocino del cielo... así marco yo aquella fecha condenada... hubo en Palacio rebullicio y mucho miedo, del cual nada me tocó, gracias a Dios, por estar yo en Getafe... Por orden del señor Mayordomo Mayor se registraron muchas viviendas del piso segundo... Porteros y azafatas, y hasta damas fueron registradas, obligándolas a enseñar el pecho y a levantarse las enaguas, mismamente como registran a las cigarreras al salir de la fábrica, por si se llevan tabaco escondido...

-Ya era tarde para esos registros... ¡ay qué risa! Hija, para contrabandista no tienes precio.

-Te lo aseguro, Rosenda: no supe lo que llevaba... pienso que no sería cosa buena. Déjame que suspire un poco. El recordar mi vida de Palacio me pone aquí un peso, una opresión...! Nunca he sido más inútil que en aquel tiempo; nunca me he sentido más sola; nunca me han aburrido tanto las máscaras, pues máscaras me parecían cuantas personas traté en aquella casa... Tanto me amarga este recuerdo, que no he contado los lances de aquella mi vida boba más que a dos personas: a Tomín, a poco de conocerle, y hoy a ti. A la boticaria, nada o muy poco de esto le conté, porque con esa maldita nunca tuve yo verdadera confianza... siempre la temía, siempre de ella desconfiaba... No sirvo yo para esa vida de los palacios grandes, grandes... Las personas me parecen figuras —263→ que han salido de los tapices, y que hablando y moviéndose siguen siendo de trapo... En todo no ves más que vanidad, mentira, y todo se te confunde y se te vuelve del revés; llegas a no saber si los criados parecen señorones o los señorones parecen criados.

-¡Quita allá, tonta...! -dijo la Capitana con franco regocijo-. Cada una debe mirar por su adelanto... Pues a mí me gustaría meterme en esa vida. Para eso he nacido yo, para vivir con suposición entre personas encumbradas, para pasar el rato curioseando, viendo lo que se traen estos y los otros, y poniendo mis manos en cualquier enredillo... Verían en mí un capeo superior... Pronto me buscarían para las suertes de más cuidado.

-No te compongas, Rosenda. Tu Don Paco no te llevará a la Casa Grande, si antes no enviuda y se casa contigo.

-Es de la Cofradía del Qué Dirán y de la santísima Opinión.

-¡Quién les había de decir a los Tajones, cuando los desterraron, que pronto habían de volver a sus puestos y a sus intrigas! -dijo Cigüela cavilosa-. Esto prueba que en esa casa no hay idea de justicia, ni formalidad para nada. Sólo una persona sería justa si la dejaran, y es la Reina; pero no la dejan: la tienen metida en un fanal pintado de mentiras para que no vea la justicia ni la verdad. Así anda todo...».

Cayó en tristes meditaciones, de las que con trabajo la sacó su amiga. «Ya ves tú si —264→ soy desgraciada -dijo la pobre mujer suspirando-. Ni en Palacio hay justicia, ni yo me veo con fuerza para entrar en busca de ella. ¡Valiente caso me harían!... No hay salvación para mí.»

-Todo es posible, querida mía -le dijo Rosenda-, si sigues por el caminito que yo te señalo. Lo primero, casarte, antes hoy que mañana... después estableceros en Madrid; después libertad...

-¡No, Rosenda, no hay libertad que valga, ni casorio, ni nada de eso! -exclamó Lucila en una erupción repentina de su pena latente-. Yo no me caso... No puedo, no quiero engañar a ese buen hombre... Prefiero la miseria, y todos los males que pudieran venir sobre mí». Se levantó, y con las manos en la cabeza recorrió la estancia con incierto paso, diciendo: «Que no me caso, que no, que no... Pues Tomín está vivo, tengo que consagrarme a buscarle... Has de decirme pronto si es D. Francisco Tajón quien le ha visto, y dónde, y has de decirme cuándo saldrá Tomín para Puerto Rico... Tú sabes más, más de lo que me has dicho, Rosenda; te lo conozco en la cara, te lo leo en los ojos...»

-Si quieres que yo sea tu amiga -dijo la otra, que para sosegarla fue tras ella, y la enlazó del brazo-, no me pidas cosa ninguna contraria a lo que creo tu bien. Y no vuelvas a decir disparate como ese de 'no me caso', porque... Ya sabes que gracias a Dios soy de caballería; y que las gasto —265→ pesadas... Con que... ándate con tiento.

-Dime dónde está Tomín; dímelo pronto -exclamó Lucila, con todo el brío de voluntad que su renovada pena le daba-. Mira, Rosenda, que yo, gracias a Dios, soy de artillería; mira que no veo, que no puedo ver nada por encima de lo que es mi pasión, mi ser, mi vida... Dímelo pronto.

-No quiero; no sé nada... A ver quién puede más.

-Rosenda, no eres amiga -gritó Lucila alzando la voz con tonos iracundos-, o lo eres también falsa y traidora, como la boticaria... Si no me contestas a lo que te pregunto, hablaré con el Sr. Tajón.

-¿Sí...? Me parece bien -replicó Rosenda, que ideó desarmarla con un chiste-. Pero ven prevenida: tráete un candelero de bronce... para igualarle el testuz, marcándole el sitio del pitorro izquierdo...».

No producía Rosenda con su humorismo todo el efecto que buscaba; pero algo se amansó Lucila oyendo aquellos disparates. «No bromees -le dijo-, que esto es muy serio». Insistió la moza, con la terquedad de los enamorados, tan parecida a la de los locos. No pudiendo la otra calmar su ansiedad con negativas, se formó rápidamente un plan de respuesta que al propio tiempo satisficiera los anhelos de su amiga, y la desviara de la torcida senda. Mujer de cabeza ligera, o si se quiere ligerísima, desmoralizada y sin otra mira ya que ir derivando su frivolidad hacia el positivismo y el vivir regalado, —266→ no era mala persona en el fondo, y su viciada naturaleza ocultaba un corazón bueno. Viendo cuán fácilmente se levantaban en el alma de su amiga las llamadas del mal extinguido incendio, sintió pesar de haber atizado el fuego con la noticia referente a Tomín. La mejor enmienda de su error no era desmentir o retirar lo dicho, sino agregarle alguna caritativa falsedad que a la buena moza le quitara el gusto y la intención de arriesgadas aventuras. Como Domiciana, levantó un artificio lógico, pero con idea benévola y mirando al bien de la infortunada mujer. «Pues te empeñas en saberlo -dijo-, en Palacio está el hombre, con destino, que ahora no recuerdo; pero me informaré... Ya ves que allí es mayor locura que en parte alguna pretender cogerle, como se coge un perrito extraviado, y llevártele contigo. Piensa en los estorbos que allí te saldrán, en el sin fin de personas odiosas y antipáticas que encontrarías».

Calló Cigüela, vencida de estas razones, y su dolor, imposibilitado de manifestarse en actos, se condensó en lo íntimo... A los sollozos siguió un llorar ardiente, sin tregua. Rosenda la consolaba, ya con nuevas razones, ya con cuchufletas... «Si quieres, cambiamos: dame a D. Vicente con Tomín detrás de la cortina, y yo te doy a mi D. Paco con su pisar de loro...»

-¿Ves, ves lo desgraciada que soy? -decía Lucila cuando el llanto le permitió el uso de la palabra-. A donde quiera que voy, —267→ Dios me dice: 'alto; de aquí no se pasa...'. Dos caminos tengo: o matarme o casarme... No sé cuál es peor.

-Yo no vacilaría... Me casaría primero... y después a pensar en matarme... pero sin prisa, que estas cosas deben hacerse después de bien maduradas...

-Pero antes de casarme ¿no te parece que debo dar algunos pasos, a la calladita, por ver de ponerme al habla con Tomín?... ¡Le escribiré una carta!

-¡Escribirle! -contestole Rosenda con buena sombra-. No es mala idea; pero debes aguardar a que tu maestro te enseñe la letra bien clara y la perfecta ortografía...

-No te burles... ¿Y no será fácil cogerle cuando salga para Puerto Rico?... Todo está en averiguar la hora de salida, y... Pero nada de esto puedo hacer sin que me ayude alguien...».

Interrumpidas por Ansúrez, que bruscamente llegó, las dos mujeres callaron. Lucila limpió sus lágrimas, mientras Rosenda se enteraba de los recados que traía el buen celtíbero.

Despachó este en cuatro palabras, ávido de desembuchar las graves noticias que de la calle traía. «Prepárense -les dijo en el tono solemne que usaba-, para saber del grande suceso que a estas horas va retumbando por todo el mundo, de pueblo en pueblo. ¿Están preparadas? Pues oigan: El Sr. D. Luis Napoleón, que era, como se dice, Presidente de la República de los franceses, ha dado un —268→ puntapié a la Constitución de allá, y se quiere nombrar a sí mismo... aciértenlo... pues Emperador de la Francia... que es como ser sucesor del otro Napoleón, que fue Primero... y lo que yo no entiendo es que no habiendo tenido Segundo, tengan ahora Tercero».

Oyó Lucila con desprecio la noticia, pues maldito lo que le importaba que cayesen Repúblicas y se levantaran Imperios; pero Rosenda, a quien algo se le alcanzaba de tales cosas, dijo que si el Sr. Ansúrez no venía bebido, y era verdad la especie, ello era muy grave, y traería cola...

-¡Cola! -exclamó Ansúrez-. Tan grande será, que por mucho que arrastre, no le veremos el fin. En la Puerta del Sol, junto al Principal había tanta gente que aquello parecía el pregón de la Bula, y en los corrillos leían un parte escrito que ha venido de París por los signos de las torres, el cual dice que Emperador es ya el caballero, o lo será pronto, porque falta todavía el requisito de ser votado por toda la plebe de Francia... Según lo que por ahí corre, es ahora seguro que vuelve a mandarnos el de Loja, quiéranlo o no Palacio y las monjitas, porque el Napoleón, D. Luis, es gran amigote de Narváez... como que a comer y cenar le convidaba todos los días, y andaban siempre de bracete por los paseos y bolívares... Esto se dice, y si es verdad, yo me alegro, porque ya se va poniendo esto muy al son de la clerecía. Bueno es que se muden las tornas, y cambien —269→ las aguas, para que lo seco se moje y lo mojado se seque; bueno será que se limpien muchos comederos, y se llenen otros que ha tiempo están vacíos...

-¡Ay! no, amigo Ansúrez -dijo Rosenda con cierta inquietud-: deje usted los comederos como están... ¿Pero se dice por ahí que tendremos trastornos?

-Y tales serán que lo alto se suba más, y lo bajo se precipite hasta los profundos abismos; pues sabido es que cuando Francia estornuda, España dice Jesús, como que las dos naciones están tan unidas por fuera y por dentro como la nariz y la boca... En fin, señora, ya sabe lo que ocurre, y mi hija y yo nos vamos, que es hora ya de tocar a retirada».

Despidiose Lucila de su amiga y partió con su padre, abatida, silenciosa, llevando en sí algo para ella de más peso y magnitud que el nuevo Imperio que a punto estaba de levantarse. Recorrido habían ya largo trecho, cuando Lucila, parándose, dijo al celtíbero: «Padre, cuando yo estaba en el Convento, siempre que venían noticias de alguna trifulca en Francia, decían las Madres: 'esos demonios de franceses nos van a traer acá un cataclismo'. Usted, que con su talento natural ve tan claras todas las cosas, dígame: ¿cree que habrá en España cataclismo?»

-Hijita, deja que pueda hacerme cargo de lo que resulte en Francia de ese voto que ha de dar la plebe. El echar a rodar Napoleón —270→ el Trono de la República, para poner las gradas del Imperio, quiere decir que no se quieren las pasteleras libertades... ¿Pues qué hará en vista de esto el Progreso...? Sacará clavos con los dientes antes que humillarse... Veremos, y vengan días, de donde podamos sacar el juicio de las cosas.

-Porque yo quiero que haya cataclismo, padre, mucho cataclismo; que los injustos caigan y sean pisoteados por los sedientos de justicia; que los que cometieron tropelías sean hechos polvo, y que los buenos se alegren. Justicia quiero, y habiendo justicia, habrá paz. ¿Esto cómo se llama? ¿Se llama República; se llama Imperio?».

El efecto que causó en el alma de Lucila la noticia, dada por Antolín de Pablo, de que Halconero llegaba, lo más tarde, al cabo de dos días, fue de verdadera consternación. ¿Por qué volvía? ¿No era mejor que se quedase por allá?... La prometida esposa se conturbaba con la idea de verle, y metiendo su exploradora mano en el corazón, tocaba frialdad, aborrecimiento. Del anunciado regreso de D. Vicente la consolaba la idea y presunción de que a su llegada hubiese un poco de cataclismo.

A su padre, que a verla iba diariamente, le dio un interesantísimo encargo: «¿No tiene —271→ usted conocimientos en el Ministerio de la Guerra? ¿No conoce a un cabo que está en las oficinas?... ¿Sí? Pues averígüeme... ello es muy fácil, padre, y hasta los gatos del Ministerio deben saberlo... averígüeme cuándo sale el General Prim para Puerto Rico.»

-Va de Capitán General; le embarcan porque se pasa de valiente... Es, según se dice, hombre de mucha idea...

-Y eso es lo que estorba.

-No sé por qué. Yo tengo mucha idea, y no me mandan a ninguna parte.

-Porque no temen a los humildes. El reino de los humildes está muy lejos.

-¡Y tan lejos...! Ni aunque uno se suba encima de los encumbrados puede alcanzar a ver dónde está ese reino».

Llegó Halconero: viéndole y tratándole, se calmó la fiebre de Lucila, y las aberraciones disparatadas de sus sentimientos. No le aborrecía, ¡pobre señor! ¿Cómo aborrecer a quien le había hecho tantos beneficios, y aun mayores e inapreciables se los prometía? Gustoso de aprovechar el tiempo en la Villa y Corte, Halconero fue a visitar el nuevo Congreso, llevando por delante, naturalmente, a Lucila y Eulogia, bien apañaditas. Habíale dado las papeletas el Sr. D. Matías Angulo, diputado por Navalcarnero, como él propietario rico y persona sencilla y de las mejores intenciones, así en política como en todo. En la admiración de aquel lujoso monumento elevado a la Soberanía Popular, pasaron los tres una mañana, y desde los salones —272→ de Sesiones y de Conferencias hasta la Biblioteca, salas para Secciones, taquígrafos, etcétera, nada se les quedó por examinar. Admiraba Eulogia con preferencia las ricas alfombras, Lucila los altos techos con pinturas, y D. Vicente perdía el tino ante la profusión de terciopelo encarnado... Visitaron asimismo el Museo de Artillería y la Historia Natural, y no continuaron por otros barrios de Madrid su instructivo zarandeo, porque Lucila se resistió, sin dar de su negativa razones claras, a visitar las Reales Caballerizas y la Armería Real... Se fatigaba, se le iba la cabeza, según dijo... Pensando que el teatro la distraería más que los Museos, propuso D. Vicente ir a ver la Adriana, obra muy hermosa de la que se hacían lenguas cuantos la habían visto. Representábase en los Basilios, y era el éxito mayor de la temporada corriente. En efecto: allá fueron una noche, y no puede describirse la emoción de los tres ante el interesante drama; con el río de lágrimas que derramaron las mujeres, competían los pucheros del hombre, queriendo echárselas de valiente. A Lucila le llegó al alma el caso de la pobre cómica, tan bien representada por la Teodora, a quien envenena una princesa su enemiga (que también era un poco boticaria), con el simple olor de un ramillete. Le pareció la comedia cosa real, y la emoción duró en su alma muchos días.

Siguió a esto un período de compras, en las cuales nada se hacía sin que Lucila diera —273→ su exequatur, previo examen de las cosas. De tienda en tienda iban los tres; mirando y escogiendo lo que se diputaba mejor dentro de la modestia, adquirió Halconero cama de matrimonio, de bronce dorado, según los mejores modelos de una industria moderna, y colchón de muelles elásticos, que eran última novedad. Tras este tan necesario y útil mueble, se compró un espejo grandecito, un juego de reloj y floreros, un veladorcito maqueado, vajilla de porcelana, y juego de café, con maquinilla de reciente invención para hacerlo en la misma mesa. Con estos goces inocentes de preparativo nupcial estaba el buen señor en sus glorias. Antes de Navidad partió para su pueblo, dejando determinado que volvería después de Reyes, ya para casarse. La boda sería entre San Antón y la Candelaria.

Ansiosa de sostenerse inexpugnable ante los arrebatos de su propio corazón enamorado, Cigüela 4 no salía más que para oír misa, en San Andrés, y se propuso no volver a poner los pies en casa de Rosenda. No aviniéndose esta con el desvío de su amiga, fue a verla, mostrándose en la visita como la misma discreción y la prudencia en persona. A pesar de no encontrarse presente Eulogia, la Capitana no nombró a Tomín, ni dijo cosa alguna que con el perdido caballero tuviese relación. No se atrevió Lucila a preguntarle; pero leyendo en los ojos de Rosenda, entendió que algo sabía esta, y no quería decírselo por no perturbar el ánimo de su amiga... —274→ Lo agradecía, y al propio tiempo lo deploraba. Temía saber, saber ansiaba. ¿Cómo armonizar deseos tan contrarios? Cuando partió la maliciosa Capitana, la presunta esposa de Halconero se decía: «Me ha dado olor a sepulcros... En los ojos de Rosenda he visto una cosa que se parece al último renglón de un libro triste... Ya veo claro. Tomín ha salido para Puerto Rico... ¿Y dónde está ese condenado Puerto Rico? De aquí allá ¡cuántas llanuras y montañas de agua!».

Esta idea embargó su ánimo por muchos días, idea de duelo, seguida de efusiones dolorosas de un cariño inextinguible, que derivaba hacia las esferas de Ultratumba; porque en verdad, ¿qué cosa más parecida a la muerte que un viaje a Puerto Rico? Y la cantidad de agua que entre Tomín y su amada se extendía, era la expresión más sensible del infinito de la ausencia. Lloraba Lucila sobre aquellas turbias aguas, que se movían con ritmo y balanceo semejantes al navegar de las almas de este mundo al otro... En tal situación de espíritu, consolándose con el desconsuelo, y meciéndose en lo infinito, sorprendieron a la infeliz mujer sucesos de interés general, y otros de su particular incumbencia. El feliz parto de la Reina, con público regocijo, fiestas, iluminaciones, no fijó tanto su atención como las cuatro palabras que le dijo el buen Ansúrez una tarde: «Querida hija, por fin te traigo despachado el encargo que me diste, y es que... tocante a la fecha de salir para Puerto Rico —275→ el señor General Prim, no hay fecha ninguna, porque el señor General ya no va a Puerto Rico».

Palideció Lucila. Por las inmensas aguas no iba Tomín. ¿Pero quién aseguraba que no fuera más tarde, con otro General, solo tal vez?... Examinando probabilidades, en sombría cavilación, vino a parar en que todo era posible y todo imposible. No prestó atención a las lamentaciones de su padre contra el clérigo Merino, que no acababa de arrancarse al ofrecido préstamo, bien porque no hubiera realizado la cobranza del crédito antiguo, bien por marrullería y ganas de fastidiar. Esta última versión le parecía razonable, pues de sus conversaciones con él, en los solitarios Paseos por la Tela, había sacado la presunción de que era D. Martín hombre cerrado a la benevolencia y malo de por sí, amigo de martirizar: el único deleite de sus ojos era ver el ajeno sufrir, y ninguna música le gustaba como el rechinar de dientes del hombre desesperado... Sin llegar a la desesperación, Ansúrez deploraba que estando tan cerca el matrimonio de su hija, no pudiera él festejarlo con tienda abierta, para que se dijese que el padre de la novia era un comerciante establecido en la calle de las Maldonadas. ¡Y que no haría poco servicio al Sr. Halconero anunciando la venta en comisión, y al por mayor, del fruto de sus feraces tierras!... Encomiando el rico género, todo Madrid diría: «¡Cebada de Halconero, huevos de Halconero, uvas de Halconero!...».

—276→

En Navidad y en Reyes vio Lucila a Rosenda, y en los ojos de ella, así como en su acento y actitudes, observaba la misteriosa reserva que traducida con buena voluntad al lenguaje corriente, quería decir: «Sé muchas cosas, pero las callo; mi deber es callarlas». Por la delicadeza y corrección que le imponía la proximidad de su boda, no se determinó a preguntarle. Nada podía sacar del reservado escondrijo que llevaba en su mente la Capitana, urraca codiciosa que escondía las ideas y noticias que a Tajón robaba... Pasó Cigüela en melancólicas dudas algunos días, y razonaba su estado anímico en esta forma: «No quiero más que saber, saber... ¿Se habrá muerto Min? ¡El silencio de Rosenda dice tantas cosas! Dice muerte, dice vida y nuevas traiciones... Ya doy en creer que el traidor es él, y para perdonarle, necesito saber la verdad... ¿Cómo he de perdonarle, si no sé...?». Hervían estas ideas en su mente, cuando se encontró de manos a boca con Ezequiel: ella salía de San Andrés, donde había oído misa, y él entraba con un gran manojo de velas... Requerida por el mancebo, retrocedió la moza, y sentada en un banco próximo a la puerta, esperó a que se desocupara de su carga para hablar con él.

-¿Qué querías decirme...? Cuéntame...

-¿No te has enterado de que Domiciana se ha ido a vivir a Palacio?... Allí la tienes de camarista suplente, con un sueldazo... Le han dado una habitación muy grande, —277→ subiendo por la escalera de Cáceres, el primer cuarto a mano derecha...

-Lo conozco, conozco ese cuarto. He vivido en él... ¿Y qué más?... No me tengas en ascuas... acaba pronto.

-Pues mi padre está cada vez peor de la vista.

-¡Pobrecito! Eso no me importa. ¿Se ha llevado tu hermana los muebles de tu casa?

-Algunos... Parece que le dan el cuarto amueblado. Se llevó, eso sí, manojos de hierbas, y los morteros, los filtros...

-Ya... en Palacio practicará la botiquería... ¿Y qué tal... tiene la casa bien puesta?

-No la he visto; lo primero que nos encargó fue que no pareciéramos por allá.

-¿Qué me dices, Ezequiel?

-¿Verdad que es una ingratitud...? Mi padre está muy triste, pero muy triste. Gracias que algunas tardes, en coche, viene Domiciana a verle, y con esto se consuela el pobre.

-¿Ha llevado tu hermana a su servicio la criada que teníais?

-¿La Patricia? Allá se la mandamos; pero la despidió más pronto que la vista... No quiere a nadie de nuestra casa. ¿Ves qué esquiva y qué testaruda? Ni que tuviéramos la peste...

-No conoces tú a tu hermana, Zequiel. Si os mantiene lejos de su nueva casa, y no quiere que vayáis a visitarla, será que allí esconde algo, algo que no debéis ver vosotros, ni nadie...

—278→

-Puede que tengas razón. De algún tiempo acá, todo lo que hace mi hermana es muy raro... Mi padre suele decir como rezongando: 'Dios la perdone'.

-No la perdonará -exclamó Lucila con acento de ira, olvidándose de que estaba en la iglesia-. Zequiel, si me averiguas lo que Domiciana oculta en su casa de Palacio, te doy... no sé qué te daría. Pídeme lo que quieras...

-Lucila, sabes que te quiero mucho. ¿Qué no haría yo por ti? Sueño contigo, y pienso que mi mayor felicidad sería tenerte siempre a mi lado. El otro día, hablando de ti con mi padre, le dije que si ibas tú por allí, te dijese, como cosa suya, lo mucho que te quiero... Mi padre se echó a reír y me contestó con una frase que me lastimó mucho. Dijo, dice: 'tú eres poco hombre para Lucila'. Eso es faltarle a uno. Yo no seré todavía bastante hombre; pero voy siéndolo cada día más... Pues dime ahora qué tengo que hacer para averiguarte lo que deseas.

-Ir a la casa que habita tu hermana, en Palacio; entrar en ella atropellando por todo, registrar bien las habitaciones, ver, observar...

-Sí que lo haré, y a todo el que quiera estorbarme el paso, le daré un empujón... Pues déjame ahora que te diga lo que tienes que darme en pago de ese favor... El caso es que aquí no puedo decírtelo, porque estamos en la iglesia, y me da reparo... Salgamos a la calle, vámonos por la Costanilla, y te lo —279→ diré... Aquí siento más vergüenza que en la calle».

Salieron. Lucila era una máquina que funcionaba inconsciente y con la mayor rapidez en todo lo que condujera a la satisfacción de su curiosidad. Al llegar al extremo de la Costanilla, entrando en la plazoleta de San Pedro, Ezequiel, que iba silencioso junto a su amiga, se paró, y más pálido que la cera de su taller le dijo: «Luci, yo pensaba pedirte... y perdóname si es desacato... pensaba pedirte por este favor... que me dieras un beso; pero ahora veo que es muy poco, Luci, es muy poco un beso: debes darme lo menos tres... o cinco...»

-Y más, muchos más -dijo Lucila ardiendo en curiosidad, y movida también a lástima intensa del pobre muchacho candoroso-. Si me traes la verdad que busco, te daré tantos besos como palabras necesites para contármelos, tantos como pasos has de dar de aquí a Palacio y de Palacio aquí.

-¡Ay, qué buena eres, y qué agradecido quedaré, Luci! -dijo el pobre chico casi llorando-. Iré corriendo. Pero... para que yo vaya con más ánimos, ¿por qué no me das uno a cuenta? Por ser el primero, ha de saberme... como el cuerpo de Nuestro Redentor, cuando uno comulga.

-Sí que te lo doy. Toma uno, toma dos, toma más... -dijo Lucila besándole, como besan las madres a los chicos para convencerles de que deben ir a la escuela.

-No más -dijo al fin Ezequiel embebecido —280→ y asustado-. Pasa gente... pueden fijarse, y si lo sabe el que va a ser tu marido... ¡Jesús!

-Pues ve pronto... yo te acompaño hasta la calle de Segovia... y en la subida de la Ventanilla, ¿sabes?... allí te espero... No, no... para que me encuentres más fácilmente, y no haya equivocación, te espero en las Monjas del Sacramento.

-Allí... Vamos, Luci».

Hízose todo conforme a programa. Media hora llevaba la moza de invocar al Santísimo, a la Virgen y a todos los Santos, con fervoroso rezo, para que en aquella terrible incertidumbre le concedieran el consuelo de la verdad, cuando vio entrar a Ezequiel. Venía muy abatido, la consternación y el miedo pintados en su angelical rostro. Con ansioso mirar le devoró Lucila, y como notara en él cierta dificultad para la articulación de la palabra, le sacudió el brazo, diciéndole: «Habla pronto, tontaina... ¿qué has visto?»

-Nada -balbució el cererillo-. Siento no traerte... no poder decirte... Lucila, no me quieras mal porque no haya sabido... No pude, Lucila... Tú sabes qué genio gasta Domiciana... Llegué, llamé... Déjame que tome resuello. Del disgusto no puedo respirar... Pues...

—281→

-En fin -dijo Lucila a punto de estallar en cólera-, que no has hecho nada... que has sido un ganso, un idiota, un avefría...

-Déjame que te cuente... Abriéronme la puerta, y cuando yo estaba diciéndole a la criada que me abrió si podía ver a mi hermana, salió... ¿quién creerás que salió?

-¿Quién, quién, pavo del Paraíso?... Acaba pronto.

-Domiciana; y apenas había yo abierto la boca para decirle... lo que tenía que decirle, me la tapó con estas palabras que me dejaron yerto: «¿No te he dicho que aquí no tienes que venir para nada? ¿Harás alguna vez lo que yo te mando? ¿No comprendes que si te digo: 'Ezequiel, haz esto', tu deber es callar y obedecerme?». Y diciéndolo, me cogía por un brazo y me ponía de la puerta afuera... Yo no sabía lo que me pasaba.

-Vámonos de aquí -dijo Lucila, que se sintió leona, y temía que su furor estallara en el recinto sagrado. Agarró al mancebo por un brazo, y tirando de él, más bien arrastrado que cogido, le sacó a la calle. Torciendo hacia el Sacramento, Ezequiel proseguía: «Me despidió con un tira y afloja de palabras tiernas y de amenazas. 'Hermanito mío, ¿qué más quisiera yo que tenerte siempre a mi lado? Algún día será, y ese día no está lejos... Esta casa no es mía, y no siendo mía, menos puede ser tuya... Vete corriendo por donde has venido, y que no te vea yo por aquí, mientras no se te llame... Adiós, y a casa... Anda, hijo, anda'. Esto —282→ me dijo, y yo... Lucila, perdóname por no haber podido hacer tu encargo... Yo no sirvo, yo no sirvo para esto... No he cumplido, y debo devolverte los besos que me diste».

Llegaban ya a la Plazuela del Cordón. Despechada Lucila y fuera de sí, viendo que el cererillo aproximaba su rostro al de ella en ademán de besarla, le rechazó con vigoroso empujón, diciéndole: «Sinvergüenza, vete de ahí... Déjame, pavo de agua... ¡Vaya que atreverse...! ¡Si te ve mi marido...! ¡no era puntapié...!».

El pobre chico permanecía frente a ella, suspenso, afligido... Mirándola con inmenso desconsuelo, sus labios se plegaron, se llevó los cerrados puños a los ojos. «Echa a correr para tu casa, mostrenco -dijo la moza amenazándole con la mirada fulgorosa y con el gesto-. Vete, vete, si no quieres que te lleve yo por delante, sacudiéndote el polvo de las costillas...». Apenas dijo esto, y viendo la humildad y amargura del pobre muchacho, aquel noble corazón que fácilmente pasaba del arrebato fogoso a la piedad entrañable marcó un movimiento de compasiva aproximación al pobre cerero. «Hijo mío, perdóname -le dijo-. Como estoy tan rabiosa, he descargado contigo, que no tienes culpa... Vaya, no llores... Ya me pagarás los besitos otro día... Aquí no puede ser... Ya ves que pasa gente. Mira: dos señores sacerdotes. ¡Qué dirían...! Ea, a tu casa, y yo a la mía». Sin esperar a más razones ni cuidarse de si Ezequiel partía, se precipitó velozmente —283→ por la bajada del Cordón. Ciega y disparada, fue al taller de boteros donde trabajaba su hermano y vivía su padre, dejando a éste recado urgente de que se avistara con ella en su casa lo más pronto posible. Llamábale con premura sin saber claramente para qué. Su pensamiento desbocado saltaba de las resoluciones más lógicas a las más absurdas; y al propio tiempo, de su mente no se apartaban hechos y personas de grande valor en la vida de la infeliz mujer. La boda estaba próxima, pues corrían los últimos días de Enero, y aquel dichoso acontecimiento se había fijado para el 3 de Febrero, día de San Blas. Como el 3 caía en martes, y en ello no había reparado D. Vicente ni Eulogia, seguramente trasladarían el casorio al miércoles 4. Todo esto pensaba Lucila camino de su casa, haciendo un tremendo revoltijo de las cosas positivas y las imaginarias. «Tengo que componer mi carátula -se decía-, para no entrar en casa tan sofocada. Debo de ir como un cangrejo; mis ojos serán lumbre... Subiré despacio esta cuesta, y luego, al llegar a Puerta Cerrada, compraré los clavitos dorados para colgar láminas que me encargó Vicente, y compraré la cinta de seda y la cinta de algodón... ¡Buena se pondrá Eulogia si no llevo todo eso!... ¡Sabe Dios, sabe Dios si llegaré a casarme! Lo que puede suceder, en la mente de Dios está. Dios me depara mi venganza...».

Al entrar en su casa, disimulando lo mejor que pudo su turbación, encontró a Don —284→ Vicente con un sacerdote, su amigo y algo pariente, a quien había llevado con propósito de presentarle a su futura. Era D. Francisco Pradel, párroco de San Justo, que se mostró con ella muy amable y le dio mil parabienes. Ya la conocía de verla en su parroquia. Al despedirse aseguró que sería para él muy satisfactorio imponerles el santo yugo... Poco después, de las hidalgas manos del novio recibió Cigüela un alfiler de pecho con cuatro brillantitos y en medio un buen rubí, una pulsera, pendientes con perlitas, y otras joyas lindas y modestas. La gratitud y un temor que de lo hondo le salía inundaron de lágrimas sus ojos. Halconero estuvo a punto de llorar también. Lo que espantaba a Lucila era el miedo de ser ingrata... «Voy creyendo que soy un monstruo -se decía-, y yo no quiero ser monstruo: Señor, justiciera sí, monstruo no».

Con pretexto, ciertamente bien motivado, de probar un cuerpo en casa de la modista, salió al siguiente día con su padre, a primera hora de la tarde del sábado 31 de Enero. Llegando a la calle Mayor, junto a la Almudena, preguntó Ansúrez a su hija si no sería conveniente, ya que de pasear se trataba, bajar a la Tela, donde estaría de fijo tomando el sol el amigo D. Martín. Entre los dos le darían el último tiento. Contestó Lucila que había salido con el propósito de ir a Palacio. Subirían al segundo piso, donde habitaban personas a quienes ella tenía que visitar.

—285→

-¿Y tardaremos mucho? -preguntó Ansúrez un tanto receloso.

-Eso sí que no lo sé -replicó ella-. Podremos despachar en un santiamén, o tardar mucho, según...».

Entraron en la Plaza de Armas, por el gran arco de la Armería: con paso no muy vivo, porque Ansúrez iba sin gusto y como si le arrastraran, recorrieron la línea entre el arco y la puerta lateral de Palacio. Vacilaba el celtíbero; su hija le cogió del brazo, y en esto, vieron a un señor que de la Casa Grande salía. Si ellos se quedaron como alelados mirándole, el señor plantado en la puerta, les echó la vista encima con esa curiosidad arrogante y descortés de quien tiene por oficio atisbar las caras para descubrir las intenciones. Era D. Francisco Chico, que por la estatura no merecía tal nombre, viejo, seco y estirado, con patillas bordando la quijada dura, el pelo entrecano, la actitud como de perro que olfatea. Lo más característico de su rostro, lo que le hacía inolvidable para cuantos una sola vez le veían, era la chafadura de su nariz en el arranque de ella, señal indeleble de una tremenda pedrada que le dieron en Miguelturra, su pueblo, por querellas locales de pandilla. Perteneció D. Francisco al bando de los llamados Valerosos, y cumplía como campeón terrible: alguna vez, si a muchos pegó de firme, también hubo de tocarle la china. Del bandolerismo villanesco pasó a las gestas del contrabando, en tierra firme y —286→ mar salada, y ya mocetón le metieron en la policía de Madrid, donde llegó por su astucia y su valor indomable al puesto de jefe, que desempeñó más de cuarenta años. Era hombre terrible, de sagaz inteligencia para tan ingrato servicio, y a los poderosos inspiraba confianza, como a los débiles espanto. Llegó a ser al modo de institución, personificando los arrestos insolentes de la Seguridad Pública, y el odio con que el pueblo pagaba las vejaciones justas o arbitrarias que sin cesar sufría.

Quedaron, como se ha dicho, suspensos Lucila y su padre, sin atreverse a dar un paso más, invadidos del terror que Chico infundía: avanzó este hacia ellos con firme paso, y en la forma destemplada que era en él habitual interpeló al celtíbero: «Hola, Jerónimo... ¿se puede saber qué buscas tú por aquí?». Volviole Cigüela la espalda, y se llevó las uñas a la boca para mordérselas. Trémulo, descubriéndose, Ansúrez contestó: «Señor, veníamos paseando, y como uno está tan orgulloso de que nuestros queridos Reyes se alberguen en palacio tan magnífico... nos llegamos a ver y admirar ese gran patio... Y como españoles que adoramos a nuestra Reina, veníamos a visitarla y a echarle nuestros homenajes. Triste pueblo somos, y nuestros homenajes y visitas no pueden ser otros que mirar desde la calle las ventanas del cuarto donde mora la perla de las Reinas.»

-Anda, que pareces la cabeza parlante —287→ -dijo Chico, requiriéndole, con el movimiento marcado por su bastón, a que siguiera su paseo por lugar distinto del patio-. Otro que mejor hile las palabras no conozco... ¿Y esta joven es tu hija?». Volviose Lucila hasta darle de cara, pero sin mirarle. «¡Pues no es la niña poco vergonzosa! Anda, ¿qué te han hecho las uñas para que así las maltrates y te las comas?... Bonita eres; pero no hagas mañas, que se te va toda la gracia. Paseen por la Tela, o por la Virgen del Puerto, que aquí no se les ha perdido nada... Jerónimo, mucho cuidado conmigo; y tú, pimpollo, no andes en malos pasos, que voy y se lo cuento al amigo Halconero... ¡Largo!».

Con una mirada, que en Ansúrez infundía más ganas de correr que una carga de caballería, les echó hacia el arco grande. Al paso que tomó Jerónimo hubo de ajustarse Lucila. Miraron hacia atrás, y vieron al temido polizonte plantado en el propio sitio, atento al camino que seguían. «Es mi D. Francisco un águila para las intenciones -dijo Ansúrez medroso-. ¿Qué se habrá creído ese prepotente?... Pueblo somos, pero pueblo honrado, y nada de más haría la Serenísima Señora Reina en permitir que nos llegáramos a su trono para besarle la Real mano». Abrumada bajo la fatalidad, que cruel, o piadosamente, quién lo sabe, atajaba sus propósitos, Lucila no decía nada, y siguió a su padre hasta donde quiso llevarla; llegaron al Cubo de la Almudena, y andando, andando cuesta abajo, por un portillo derrengado pasaron a —288→ una especie de alameda, cuyos árboles raquíticos, enanos y sedientos parecían increpar al sol con el gesto rígido de sus ramas desnudas. El suelo blanqueaba de puro polvo. A un lado y otro, en trozos de sillería que hacían oficio de bancos, se veían parejas de soldado y criada, o solitarios y melancólicos paseantes. El sitio era desapacible, sin otros encantos que el espléndido sol, y el despejado horizonte que mirando hacia la parte del río, Casa de Campo y Sierra, se veía. Un cielo claro, limpio, desesperante de extensión azul sin accidente de nubes, coronaba la tristeza luminosa de aquel gran paisaje, del más puro Madrid.

-Mira, mira -dijo Ansúrez a su hija señalándole un bulto negro que subía, figura tan escueta como los enfilados árboles-: aquí tenemos al D. Martín de mis pecados.

-¿Y me trae usted aquí para ver a ese viejo loco...? -dijo Lucila desolada, colérica-. Yo me voy, padre... ¿Por dónde salgo de este páramo indecente, de este Infierno de polvo?

-Aguarda, hija... Ya el Sr. Merino nos ha visto. Viene hacia nosotros».

Acercábase el clérigo despacio, impasible, y su rostro adusto, pomuloso, no expresaba más que el desdén de toda criatura. Su enorme sombrero de teja, chafado y mugriento, obscurecía sus facciones, dándoles un tinte terroso, de adobes viejos caldeados por el sol de cien años. Iba levantando polvo, que le blanqueaba los zapatos y los bajos —289→ de la sotana. Recogía el manteo en el brazo izquierdo, y con el derecho hacía un pausado movimiento de sembrador. -Buenas tardes -dijo al ponerse al habla-. Yo bien... ¿y en casa?... ¿Viene la moza de paseo?... Bueno. ¿Con que nos casamos, eh? Y con un hombre rico... No es mala suerte... Aprovecharse, que todo se acaba, y hombres ricos van quedando pocos». Contestó la joven con las palabras precisas para no ser descortés, y se sentó en un pedazo de sillería. Había muchos por allí de forma curva, como pedazos del brocal o pilón de una destruida fuente.

No tenía Lucila gana de conversación, y hasta le enfadaba oír lo que los demás hablasen. No lejos de ella, en otro sillar, se sentó D. Martín; Ansúrez permaneció en pie; y creyendo ver en el clérigo disposiciones a la benevolencia, le instó a que de una vez se clareara, tocante al préstamo, para saber a qué atenerse. «A eso voy, a eso iba -replicó el cura extravagante-; pero antes os diré otra cosa. Ya sabéis... y con los dos hablo, hija y padre... ya sabéis que estamos abocados al cataclismo. Oiréis por ahí que vuelve Narváez. No lo creáis... Narváez no volverá más... El maldito moderantismo es cosa concluida. ¿Quién vendrá? Vendrán todos y no vendrá nadie. ¿Quién mandará, quién obedecerá? Nadie y todos...»

—290→

-Si lo que anuncia D. Martín -declaró Ansúrez-, quiere decir que veremos el fin de las rapiñas, bendígale Dios la boca. Pero a mí me dice mi razón natural que la barredera de bolsillos no se acabará mientras vengan tantos inventos nuevos de comodidades y regalo del vivir, porque ellos traen las tentaciones, y los hombres de acá, que han visto cómo triunfan y gastan los extranjeros ricos, quieren ser como ellos. La tierra no lo da, que si la tierra lo diera, todos nadaríamos en la bienandanza; y estando secos los pechos de la gran madre, el hombre fino y agudo, que apetece buena vida porque el cuerpo y hasta la mesma ilustración se lo piden, por ley natural deja crecer sus uñas todo lo que se le merma la voluntad de trabajar. Loco es en España el que fíe del trabajo para vivir a gusto, que de su sudor no ha de sacar más que afanes, y ser el hazme reír de los que manipulan con lo trabajado. Tres oficios no más hay en España que labren riqueza, y son estos: bandido, usurero y tratante en negros para las Indias. Yo de mí sé decir que habiéndome pasado la vida sobre la tierra, echando los bofes, sin fruto, ahora no miro más que a reunir comerciando un capitalejo de mil duros: me basta. Prestando dinero al interés de ciento por —291→ ciento, que hay quien lo tome y quien lo pague, hágome con una renta igual a mi principal, que será el mejor alivio de una vejez honrada.

-Alto ahí -dijo D. Martín, saliendo por un instante de su impasibilidad-, que a interés mucho más módico que el ciento, he colocado yo mis ahorros, y todo me lo han quitado los malos pagadores, amparados por la curia maldita... El usurero se cae también a los profundos abismos, como caerán el militar insolente que oprime a la Nación, el contratista que le chupa la sangre, el ministro que ampara tantas contumelias; caerán la hipocresía y la falsedad que han corrompido la honradez y buena fe de la Nación española... y debajo de todos, porque caerá el primero, veréis a Narváez, con toda su infernal caterva de generales... ¿Habéis oído contar las comilonas y orgías de Palacio, y las que el sátrapa daba en su casona de la calle de la Inquisición con el dinero que a manos llenas le regaló Isabel para sus lujos? Pues mientras los cortesanos se hartan en banquetes, el pueblo cena pan seco, y por no tener para carbón, que vale, como sabéis, a catorce reales, no puede ni calentar agua para hacer unas tristes sopas... Desde que tomó Narváez las riendas, España no es más que un laberinto de todos los males, y ahí tenéis al empleado que se merienda al contribuyente, al policía que nos encarcela al menor descuido, y al militar que por un triquitraque saca el chafarote y acuchilla —292→ a los ciudadanos. Habéis visto que somos víctimas de tantos vejámenes, atropellos y contumelias; que el robo es la suprema ley, pues no sólo se roban riquezas, sino personas. Los hombres roban la mujer que les agrada, y las mujeres al hombre que les peta. Y la Justicia para castigar estos crímenes ¿dónde está?

-No se ve la Justicia, no se ve la ley -dijo Lucila, que gradualmente se interesaba en la conversación-. Pero la Justicia ha de estar en alguna parte, Sr. D. Martín.

-A eso iba, a eso voy... Coged todos los candiles que hay en el mundo, encendedlos, recorred con ellos el suelo de España buscando la Justicia, y no la encontraréis. Ella y la Verdad se han escondido... y para encontrarlas, más que candiles hace falta otra cosa.

-La Verdad y la Justicia -dijo Ansúrez-, están en el corazón de los poderosos; pero muy escondidas adentro, debajo de pasiones y de mil cosas malas...

-El corazón de los poderosos -agregó Merino agarrándose a la idea del celtíbero-, tiene dentro la Justicia y la Verdad; pero como está tan empedernido, no hay modo de llegar a él para sacar las virtudes. Claro que tienen que salir, porque si no, se acabaría el mundo...

-Peor que acabarse, porque sería el Infierno -dijo Lucila-, y siendo el mundo Infierno, nos condenamos antes de morirnos.

-Condenados los que no delinquimos.

—293→

-Condenados malos y buenos: esto no puede ser.

-La Justicia y la Verdad tienen que salir -dijo Ansúrez-; pero ya verán ustedes cómo no salen. Cuando más, asomará una puntita de ellas... A menos que venga un hombre tan grande y tan sabio que sea como redentor que nos manden del otro mundo...».

Sin perder su impasibilidad más que por segundos, D. Martín expresó esta idea: «El hombre que por la Providencia venga destinado a desatar este nudo, ha de reunir en sí solo el mérito que tuvieron Moisés, Numa y Augusto... y aún es poco. Hay que agregar el mérito de Ciro, Semíramis y Alejandro... No sabrán ustedes quién fue Numa, ni quién Ciro y la gran Semíramis; pero poco importa que no lo sepan...».

Ansúrez y Lucila le oían con la boca abierta. «Pienso -dijo el celtíbero-, que al hombre, remediador de los males de España, o sea médico de esta enferma Nación, no podemos imaginarlo reuniendo en un sujeto a todos los talentos del mundo, pues aún sería poco material para formar el gran seso que aquí necesitamos. Imaginarlo debemos como dotado de santidad, de un fuego divino, que no puede encender más que el Espíritu Santo, según reza la Sacra Teología.»

-La Teología -dijo Merino con marcado desdén-, será dentro de mil años no más que lo que es hoy la Mitología para nosotros... ¿Sabéis lo que es la Mitología? Dioses, semidioses y héroes, todos movidos de las pasiones —294→ del hombre. Pues en eso concluirá la Teología... El que a España regenere necesitará, más que talento y más que el brillo de la llamada santidad, de un inmenso valor... desprecio de la vida propia así como de las ajenas... Ea, yo me voy...». Dio dos pasos y se paró para completar su pensamiento: «Ese valiente que necesitamos, bien merecerá el nombre de Mesías. Él traerá la Justicia y la Paz. ¿Cómo? Dichoso el que lo vea, y puede que vosotros lo veáis... ¡Paz y Justicia!, amigas siempre inseparables, porque donde no hay justicia no hay paz... y si lo dudáis, preguntádselo a Moisés, el cual, para hablar de estas cosas, empezaba por invocar a los cielos y la tierra: Audite caeli quae loquor, audeat terra eloquia oris mei... Si no sabéis latín, es lo mismo. Quiere decir: Oiga el Cielo, óigame la tierra

-Oigamos lo que se le ha traspapelado en la memoria -díjole Ansúrez cogiéndole del manteo, cuando ya iba en retirada-. Se olvida del negocio de los dineros que ha de prestarme. ¿Es hecho o no es hecho?». Se embozó Merino en el manteo; y dando la media vuelta casi sin mirar al celtíbero, o mirándole de soslayo, le dijo: «Anda y que te dé los cuartos tu yerno, que es bastante rico...». Sin añadir palabra, mirada ni gesto, siguió su pausada marcha hacia el Portillo.

-¿Sabes lo que se me está pasando por la intención? -dijo Ansúrez a su hija, mirando los dos al clérigo que se alejaba-. Pues coger una piedra... recordar mis tiempos de —295→ muchacho... y ¡ran! darle en la misma corona... ahora que se quita el sombrero...

-Déjele, déjele... que bien se ve lo perverso que es -replicó Lucila-, y la poca o ninguna substancia que de él puede sacarse... Habla de traer la Verdad, y él que la tiene en el cuerpo ¿por qué no la echa fuera?... Vámonos de aquí... Yo estoy mala... no sé lo que tengo... Miedo, repugnancia... ¿Por dónde vamos a casa? ¿Está muy lejos?

-Menos de lo que tú crees. Metámonos por el Portillo de las Vistillas, que está dos pasos de aquí, y en un periquete subiremos hasta San Francisco».

Así lo hicieron. Lucila respiró con desahogo del alma al entrar en su casa. «En este rincón humilde -se decía-, nunca, nunca, después que se fue Tomín, me ha pasado nada desagradable. Personas y cosas, todo aquí es bueno, y todo se sonríe al verme. Hasta los animales del corral, que en aquellos días tristes me enfadaban, ahora son mis amigos: los quiero». Resultado de esta meditación fue el propósito de asentir a cuanto resolviesen los que llamaba suyos, Eulogia y Antolín, y más suyo que nadie el bonísimo D. Vicente... Por la noche, fue Jerónimo convidado por Antolín a cenar, y de sobremesa le dijo Halconero que abandonara todo proyecto de poner tienda; que llevara su vejez a un trabajo sosegado, mirando a la salud más que a las riquezas; y pues era hombre práctico en labranza, viniérase con su hija al pueblo, y allí se le daría plaza —296→ descansada de mayoral o mayordomo, según la ocupación que más le cuadrase. Conmovido Ansúrez, echó por aquella boca las retahílas de su gratitud, y Lucila una lagrimita, de las dulces, ¡ay! que no habían de ser amargas todas las que derramaba... Tratando de la boda, se puso a discusión el punto de si, descartado el martes, como día nefasto, convenía retrasar al miércoles, o anticipar al lunes. «Que lo decida la novia» -propuso Halconero; y ella, prontamente, sin vacilar, decidió: «Mejor antes que después». Tal idea vista por dentro en su fatigada mente, era de este modo: «Si ello ha de ser, mientras más pronto, mejor. Tengo miedo a estar libre».

Pasaron el domingo en familia todos reunidos. Determinó Halconero que el casorio se celebraría tempranito en San Justo, eligiendo esta iglesia para complacer a su amigo, paisano y algo pariente, D. Francisco Pradel; y aunque Lucila no veía con buenos ojos semejante elección de templo, porque el recinto de San Justo estaba para ella plagado de tristezas, y allí encontraría ideas suyas que deseaba perder de vista, no se atrevió a votar en contra por no serle posible explicar las razones de su repugnancia. Ampliando el programa, se acordó que después de la ceremonia religiosa, y de oír misa y asistir a la función de las Candelas, irían de gran almuerzo a casa de Botín, y de allí a Palacio a ver la función de Corte en la Capilla Real. Esta parte del programa sí fue rechazado —297→ por la novia en términos tan vivos que nadie se atrevió a insistir en ello. Por nada del mundo se metería en las apreturas de Palacio. «Total, ¿para qué? Para no ver nada». Y pues la Reina con toda su Corte habría de ir después a la iglesia de Atocha para la presentación de la Princesita, mejor sería que desde la calle, en sitio seguro o en un balcón, vieran el paso de la comitiva. Aceptada fue por D. Vicente esta sensata proposición: también a él, por causa de no estar nada flaco, le enfadaban las apreturas.

Las primeras luces del 2 de Febrero de 1852, día que había de ser memorable por diferentes motivos, encontraron a Lucila despierta, arreglándose: no le daba poca prisa Eulogia, que en madrugar dejaba por perezoso al mismo sol. Las siete y media serían cuando vestida estaba ya la novia; a las ocho le puso Eulogia la mantilla... Celebrada fue por cuantos en tal ocasión la vieron, la soberana hermosura de Lucihuela Ansúrez. Con su trajecito negro, y en derredor del rostro pálido las sombras del cabello fundiéndose con el nimbo obscuro de la mantilla, era realmente una diosa del Olimpo con disfraz de española y madrileña... A las ocho y diez salieron... A las ocho y media, ya estaban en la sacristía de San Justo, y a las nueve menos minutos, la diosa y mártir era ya, ante Dios y los hombres...

—298→

- XXXIII -

...esposa de Vicente Halconero, rico labrador de la Villa del Prado, ¡oh suerte, oh dicha, y admirable dictamen de la Providencia!

En la capilla de los Dolores oyeron los esposos misa rezada, que dijo D. Martín Merino, y en verdad que necesitó Lucila de toda su voluntad para oírla con devoción, porque entre su pensamiento y el oficiante, que al mismo Cristo representaba, se interponían recuerdos, imágenes e ideas que ella quería expulsar de sí para el resto de sus días. Siempre que el adusto sacerdote al pueblo se volvía para decirnos que el Señor está con todos, con el pueblo en fin, la recién casada bajaba los ojos... En una de estas, no los bajó tan a tiempo que dejara de ver la brillante mirada del clérigo riojano que le decía: «Sé la historia... ¿Quieres que te la cuente?...». Cuando le vio partir para la sacristía, Lucila daba vueltas en su cerebro a esta idea: «¡Vaya con mis locuras! En todo pensará este pobre señor menos en mí y en Domiciana». Empezó luego la función de las Candelas, en la que vieron también a Don Martín de asistente al culto, con sobrepelliz. Creyó Lucila que desde el presbiterio la miraba el maldito cura... mas no era para decirle que sabía la historia, sino para repetir —299→ la terrible frase de otro día: «Domiciana merecía la muerte. Zanguanga, ¿por qué no la aseguraste bien?».

Terminada la función, vieron salir a Don Martín llevándose, como es costumbre en tal día, la vela que había ostentado en la función. Pasó junto al matrimonio sin saludar a Lucila ni a nadie, seco, ceñudo, con una cara y gesto propiamente aterradores. Ansúrez se fue a él y le dijo: «D. Martín, salude a los amigos, que por el maldito dinero no hemos de indisponernos los que bien nos estimamos». Y Merino: «¿Estáis de bodorrio? Ahora iréis de comistraje». Y Ansúrez: «Si quiere participar, tendrá la presidencia». Y Merino, en la cuerda más baja de la sequedad amarga y del satánico desdén: «Que les aproveche... Yo me voy a mi casa... Cada cual a lo suyo».

Superior almuerzo les dio el amigo Botín. Ansúrez, que en aquel caso venturoso veía la mejor ocasión y estímulo para su hablar bien hilado y nutrido de ideas graves, les divirtió con amenos discursos. Contenta estaba Lucila, viéndose rodeada de tanto cariño y respeto, y sintiéndose a tan considerable altura en la escala social, que desde allí volvía los ojos hacia su antiguo ser y apenas lo vislumbraba. Un trozo de su existencia se iba quedando atrás, como siglo que muere para dejar a otro siglo el puesto del tiempo. En la poquita Historia que le había enseñado su maestro (que también con buenas tragaderas al banquete asistía), los siglos —300→ eran diferentes unos de otros, y cada cual tenía su cariz, carácter y mote singulares. Se heredaban y se sucedían, como cuando muere el Rey y se corona Rey nuevo. Pues de este modo entendía Cigüela que se le iba un pasado triste, y se le entronizaba un porvenir risueño... Consta en las crónicas de estos acontecimientos que después de una larga sobremesa en que los plácemes en prosa y verso halagaron los oídos y el alma de la hija de Ansúrez, vieron todos que la ocasión llegaba de tomar sitio en la calle Mayor para ver el Cortejo Real; y abandonados los manteles, llenos de migas de pan, de huesos de aceitunas y de manchas de vino, el profesor de Lucila, hombre de luces y un poquito pedante, tomó la delantera diciendo: «Vamos a ver pasar la Historia de España».

Buscando sitio donde pudieran ver bien, con retirada segura, se fueron a la Plazuela de San Miguel, y aunque allí había ya gran muchedumbre de mirones formando apretadas filas detrás del cordón de tropa, hicieron cuña, metiéndose entre la masa, hasta llegar a donde tocar podían las mochilas de los soldados... Pasó tiempo, más tiempo del que en el popular programa ponía límites a la paciencia, y la Historia de España no pasaba. La hoja del inmenso libro no quería volverse. El pueblo, no pudiendo ver la página nueva, se divertía inventándola... Por toda la masa corría un rumor de inquietud, de fastidio, rumor también de conjeturas...

—301→

Dadas y bien dadas las dos, y transcurridos después de la hora larga serie de fugaces minutos, la impaciencia llegó a su colmo, y las conjeturas tomaban giros disparatados. De improviso, a todo lo largo de la carrera pasó una ráfaga... Venía de la Plaza de Oriente, doblaba la esquina de la Almudena y hacia la Puerta del Sol seguía, moviendo todos los ánimos... Las cabezas se volvían de un lado para otro, se agrietaba la masa, se descomponían grupos para formar grupos nuevos, y hasta la disciplinada fila de tropa osciló y se quebró en algunas partes. ¿Qué ocurría? La ráfaga pasó silbando, y en cada trinca de personas dejaba suposiciones absurdas. Se movió un gran oleaje, en preguntas: «¿Qué pasa?... ¿Qué ha pasado?... ¿Verdad que pasa algo?». Y con este oleaje chocaba otro de indecisas y turbadas respuestas: «Nada: que al Rey le ha dado un síncope... Nada: que la Reina se ha puesto mala... Nada: que ya no bajan a Atocha...».

Nueva ráfaga, más vibrante, con sordo ruido de tormentas, de estremecimientos del aire. El pueblo echaba chispas... La masa se resquebrajaba, buscando espacio para disolverse y correr; con su tremenda expansión rompía el enfilado rigor de la carrera, como el agua hinchada rompe sus cauces. En segundos corría la ráfaga enormes distancias, y a su paso los miles de almas se daban y quitaban su estupor, para transmitirlo con inaudita velocidad... La afirmación, la duda, la negación, el Dicen, el ¿Qué?, el —302→ No puede ser, corrían como el restallar de un temporal de granizo.

-¡Que han matado... a... la Reina! -exclamó Halconero volviéndose asmático del estupor, de la pena, de la indignación-... Imposible... No lo creo.

En aquel punto, un hombre, que parecía de policía, soltaba tembloroso una breve arenga en el círculo de gente que le rodeaba: «Señores, calma... no ha sido nada. Matarla no; no han matado a Su Majestad... Ha sido intento, como decimos, conato... Herida leve de Su Majestad...».

Y un teniente, no lejos de allí, también arengaba: «Señores, orden... ha sido un sacerdote loco, un infame cura... Orden...»

-Ha sido un cura, un cura... -dijo la voz de la Historia corriendo por toda la masa y encarnándose en ella-. Con un cuchillo... ha sido un cura, un cura...

-¡D. Martín! -exclamó Lucila horrorizada llevándose las manos a la cabeza; y el agudo celtíbero repitió con firme acento: «¡D. Martín!».

En medio de la llamarada de ardientes comentarios que la noticia levantó en el grupo de su familia y amigos, echó Lucila con satisfactorio convencimiento este combustible: «Aún no se sabe la verdad... Esperemos... El cuchillo no iba contra la Reina, sino contra Domiciana... ¡A saber...! ¡Muerta Domiciana! ¡Justicia al fin!».

Descuajada la muchedumbre, se desmenuzó en puñados de gente que querían correr —303→ hacia Palacio. Era la gente mucha, estrechos los caminos. Al rugido del pueblo se mezclaba el son de tambores y cornetas de la tropa deshaciendo la formación. El ¡Viva la Reina! era un bramido continuo, que prolongándose en las bocas, hacía vibrar el aire y retemblar el suelo... Y en tanto, el profesor de Lucila, hombre agudo y un poco zahorí, aplacaba la curiosidad de su discípula y del buen Halconero, asegurándoles que la narración del atentado y los pormenores del castigo del infame cura se verían en las Memorias, felizmente ahora continuadas, del simpático Fajardo-Beramendi.

FIN DE LOS DUENDES DE LA CAMARILLA

Madrid, Febrero-Marzo de 1903.