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Los exilios de Juan José Hernández

Daniel Moyano





Juan José Hernández pertenece a ese conjunto de escritores del interior, a los que Roa Bastos, en 1966, definía así: «Por caminos técnicos, estéticos y aun ideológicos diferentes, estos escritores entre los veinte y los cuarenta años, sin formar grupos ni escuelas, han coincidido en la preocupación común de superar las limitaciones del regionalismo, en sus formas más epidérmicas y tópicas. Bajo el signo de una conciencia crítica y artística muy aguda, se empeñan en ahondar en los valores de su singularidad y trascenderlos a una dimensión más universal; en lograr, en suma, una imagen del individuo y de la colectividad frente a sus propias circunstancias, lo más completa y comprometida posible con la totalidad de la experiencia vital y espiritual del hombre de nuestro tiempo».

Veamos ahora cómo vivían y escribían esos escritores del interior, entre los que me incluyo. En nuestras provincias teníamos dos horizontes visibles: por un lado, casi encima de nosotros, un folklorismo mentiroso que no compartíamos, apoyado más en el paisaje que en el hombre; por otro, una cultura ciudadana que venía de Buenos Aires, vía radial, a la que, lo sabíamos muy bien, no pertenecíamos. Bastaba, para saberlo, oírnos pronunciar las erres o aspirar las eses. Lo gauchesco inmediato -y falso-, al menos a mí me desesperaba. Palabritas como velay, ahijuna, güeso. Como si uno fuera Patoruzú. Cuando éramos chicos, la literatura regional estaba llena de eso. Entre esos dos polos sonoros, era como si no tuviéramos referencias orales para escribir. Los locutores de radio tucumanos, riojanos o cordobeses, no se hacían ningún problema. Directamente hablaban como los porteños. Y mal, claro; siempre había una tonadita que se escapaba por ahí. En La Rioja, oyendo al locutor sin conocerlo, uno se lo imaginaba rubio y poderoso, con una perfecta dentadura tipo Kolynos, seguro, enorme y triunfador. Casi un yanqui, digamos. Después uno se lo encontraba en el bar de la esquina, con su pinta de negrito recién venido del monte, y daban ganas de llorar. La radio era una cosa demasiado seria para permitir que se hablase con la tonadita local y subdesarrollada. Y los locutores de provincias tenían que hacer malabarismos para poder imitar a los de la Capital Federal. Trabajo insalubre si se quiere, porque después, con los años, los locutores terminaban hablando en sus casas y en la calle un híbrido del que todo el mundo se reía y que no permitía expresar con claridad los pensamientos. Y a los escritores nos pasaba más o menos lo mismo. ¿Cómo hacer para meter nuestra propia voz en la literatura nacional sin parecemos a nadie y fieles a nuestras circunstancias?

Nacimos alrededor del treinta, cuando se iba acabando la Argentina apacible de los ganados y las mieses cantados por Lugones. Para seguir los ejemplos del poeta cordobés, nacimos justamente en la hora de la espada, cuando el péndulo democracia-inestabilidad, que lleva medio siglo, empezaba a moverse. Nosotros vivíamos en Belgrano. Se lo llevaban a Yrigoyen. Quince años después, mi padre me contó: «Casi naciste el 6 de septiembre; de un susto. Tuvimos que internar a tu madre, que era extranjera y no entendía bien lo que pasaba. La cosa se arregló y naciste en término, justo un mes después. Al poco tiempo las cosas se pusieron duras, la crisis mundial y todo eso, y resolvimos volver a las sierras de Córdoba». La realidad nacional y mundial que habitábamos pasaba lejos de nosotros, sin rozarnos. La escuchábamos por radio. No teníamos edad para darnos cuenta de lo que significaban los titulares de los diarios. La pinza aliada se cierra sobre el Báltico. Bomba atómica en Hiroshima. Acuerdo en Yalta. Y Perón asomado al balcón. Por ese entonces andábamos hondeando pajaritos en el monte, o buscando miel de avispa, para no aburrirnos en las interminables siestas provincianas, en los interminables veranos del norte postergado, chagásico y folklórico. La concentración de la riqueza y la cultura en Buenos Aires y la acumulación reiterativa de la pobreza y las enfermedades endémicas en el interior, obligaron a la gente a bajar hacia la reina del Plata en forma de aluvión zoológico. Lo que en términos llanos se llama exilio. Juanjo lo cuenta muy bien en La ciudad de los sueños. Porque él también se fue a Buenos Aires, siguiendo el éxodo tucumano.

Creo que esas circunstancias de desarraigo nos ayudaron a saber que no éramos ni la Buenos Aires cosmópolis intuida por Rubén Darío, ni el rico estanciero Patoruzú diciendo ahijuna, ni norteños aislados en tonaditas mal disimuladas por los locutores radiales de provincias. Todo eso nos enseñó que si éramos algo, ese algo era América Latina. Ayuda milagrosa: la voz de Rulfo ya estaba en el aire. Entonces, cada locutor, salvo prejuicios o autoimposiciones, estaba en condiciones de usar sin avergonzarse su propia circunstancia oral. Las tonaditas, de un modo o de otro, pasan al lenguaje escrito. Son musicalizaciones que se sostienen por sus ritmos, por ciertas asociaciones, por una manera de encarar el lenguaje. Funcionan como las hierbas aromáticas en las comidas: un toque de sabor, un ingrediente que se gusta pero que no se puede precisar. Hay también una mirada, o una manera de mirar, que ha pasado al lenguaje escrito. Y todo esto, aparte su perfección formal, es el encanto siempre sostenido de los cuentos de Juanjo.

En la historia de las migraciones, tan constantes en nuestros países, es normal que se abandone la aldea cuando ya es intolerable; normal que se la empiece a evocar o reconstruir como quien habla del infierno del que se ha salido; y también es normal que poco a poco, por imposiciones de la realidad que se va nombrando, ese infierno aparente y lejano se transforme en un paraíso. La obra de Juan José, como la de Poe, es la búsqueda de un paraíso. Y no me estoy refiriendo ni a Tucumán ni a ningún paisaje físico. Su tema central, tanto en la poesía como en la prosa, es el exilio. Subrayo la palabra intentando quitarle su significado circunstancial. Me refiero al exilio de una totalidad, de un fundamento, de una posible perfección, donde «la vida es una costumbre parecida a la dicha», pero no la dicha, donde la vida es una mezcla de inmolación, sueño y ternura, regida por una crueldad que parece eterna. Por esta eternidad de la crueldad, Juanjo no intenta crearse un condado faulkneriano donde ubicar provisionalmente sus criaturas; se limita a remover los escombros tratando de darles un aspecto decoroso, mientras dure la búsqueda. Más que búsqueda, sentimiento o percepción del paraíso. Y más que percepción de un paraíso, encuentro con evidencias que surgen simultáneas con el hallazgo del uso natural de la tonada entre las dudas del locutor provinciano. El desencanto político, la historia escamoteando lo real, y la circunstancia personal, hacen que la única patria posible a recuperar sea la infancia. El recuerdo, entonces, se convierte en categoría real, y funciona como conciencia del destierro.

Removiendo los escombros, Juanjo arma cuidadosamente su mundo. Un mundo cruel regido por mujeres dulces y melodiosas que actúan como principio constructivo-destructivo. Esas mujeres que aparecen en los balcones, en las siestas provincianas, soltándose el pelo retinto, sabedoras de los baúles donde están los vestidos de las novias enterradas, y de los patios donde revientan flores lechosas y carnales, son la tierra; la madre tierra de la que surgen los inocentes que, cada vez que intenten una salida de ese orden maternal y secreto, se convertirán en víctimas. Da lo mismo que estas víctimas sean personas o animales: para la mítica abuela tucumana que contempla el mundo desde su balcón intocado, con sabiduría biológica, esa diferencia no altera la mecánica. Mujeres que generan dulzura, saciedad, olvido, pero también futuros gusanos, con crueldad eterna. J. J. Hernández busca su paraíso transitando escrupulosamente los caminos del infierno, donde sus personajes van perdiendo la inocencia, el país, la identidad. Ellos no quieren prostituirse por una felicidad efímera, porque después de todo aman la vida, «aunque sea una enfermedad».

Los cuentos de las dos colecciones publicadas hasta ahora son variaciones de un mismo tema. En este juego que solo parece conocer bien esa abuela del balcón, se entrelazan los diversos «temas» del narrador: la pubertad como castigo a la inocencia, los ritos vinculados a su pérdida; el calor y los insectos generando vida y destrucción; la relación entre el bienestar y la corrupción; lo social como simple escenario de la tragedia, basurero o degolladero; lo femenino cruel; el placer generando miseria; la farsa de vivir; la madre fuerte y eterna. Visiones que resultan de mirar el mundo desde una posición difícil, franca y comprometida con una totalidad diversa y contradictoria. No hay crueldad ni piedad en esta óptica; hay lucidez dolorosa, pintando no el mundo que se desea sino el que es. El que el autor desea está detrás del texto, y es un residuo moral. Para llegar al paraíso no queda otro remedio que cruzar el infierno.

Juan José Hernández no es cruel como se ha dicho alguna vez. Es fiel a la circunstancia. Le pide algo más a la realidad, que es lo que han hecho siempre los grandes escritores. Desde su exilio le habla a la tierra, a la madre, a la abuela misteriosa pidiéndoles lo que no han podido darle. O lo que le ocultaron, como al personaje de Así es mamá, aislándolo en un altillo separado del resto de la casa por una escalera de madera que retiran por las noches para que el niño no se entere de la prostitución de su madre, cuya blancura se mezcla y se confunde con el bien supremo. Mujeres blancas y bellas, identificadas con un poder abstracto, poderosas y ultrajadas a la vez, pero capaces de acabar con todo, incluso con el poder histórico, cuando la belleza comprada por los dueños de la riqueza se rebela contra ellos hasta destruirlos, y ellos, con los gusanos de sus cuerpos, tratan de imitar el estremecimiento del placer total y destructivo.

Juanjo, un exiliado en el aluvión zoológico, buscó entre los escombros de la infancia una patria verdadera, y logró nombrarla sin impostaciones, con fidelidad, en su tonada natal, precisa y perfecta, incorporando a la geografía cultural del país un área postergada, en un idioma con olor a yuyos del monte y del mundo. Con ese sabor idiomático donde se apoya la belleza de sus visiones, ha acercado un poquito más una realidad futura de la que sus cuentos y poemas son una anticipación. Realidad a salvo de la historia, por el camino de una escrupulosa reconstrucción espiritual.





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