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Los fueguinos

R. P. Martín Gusinde




ArribaAbajoMartín Gusinde (1886-1969)

Sacerdote y etnólogo nacido en Breslau, Alemania, y muerto en Viena, Austria. Después de sus estudios secundarios ingresó a la Congregación del Verbo Divino y a la Universidad de Berlín donde obtuvo su título de doctor en ciencias naturales y en medicina.

Ejerció como médico en el Hospital de Viena. En 1912 llegó a Chile para cumplir tareas docentes y misioneras. No contento con ellas amplió sus actividades hacia las investigaciones antropológicas y etnológicas. Trabajó en el Museo de Historia Natural, que en aquellos años se llamaba Museo de Etnología y Antropología de Santiago a las órdenes del sabio arqueólogo Max Uhla. En 1918 centraliza sus investigaciones en el estudio de la vida y costumbres de los indios fueguinos, las que continúa con visitas frecuentes a la zona los años 1920, 1922 y 1923. Gracias a los estudios de Gusinde se echó por tierra el prejuicioso concepto de que los fueguinos constituían una raza inferior. En su monumental obra en tres todos Die Fcuerland-Indianer (Los indios de Tierra del Fuego), publicada en Viena en 1937 dice que uno de los pueblos fueguinos, los yaganes o yámanas, han desarrollado su cultura material hasta aquel grado que lo permite su ambiente y su cultura atestigua en forma elocuente sus facultades intelectuales. Opina, además, que muchos europeos al ser trasladados al ambiente fueguino no serían capaces de crear una cultura semejante. Insiste nuestro autor en que el fueguino se deja guiar en sus acciones, no por pasiones ciegas, sino por una larga y sólida reflexión. Actúa según un plan preconcebido, discute con sus compañeros los medios apropiados para llegar a su fin y observa con agudeza como avanzan sus iniciativas. El fueguino tiene profundo respeto por las enseñanzas de sus antepasados, busca la paz y evita los conflictos; es bondadoso y complaciente, es veraz y celoso de sus deberes; respeta la propiedad ajena, pero está listo para defender lo que le pertenece. Gusinde tiene también hermosas páginas destinadas a describir la vida religiosa de los fueguinos, expresión de su profunda espiritualidad.

El gran mérito de Gusinde es el habernos procurado conocimientos básicos sobre la cultura espiritual de las tres tribus fueguinas que él estudió detenidamente. Costumbres, máximas morales, creencias religiosas y riqueza folklórica están en su obra gigantesca ya mencionada, Los Indios de Tierra del Fuego en sus tres volúmenes: el que dedicó a los onas (Die Selknam), el que dedicó a los yaganes (Die Yamana) y el tercero, que tituló Antropología de los indios fueguinos, publicados entre 1932 y 1939. Una versión castellana resumida de toda esta obra fue publicada en 1951 en Sevilla con el nombre Los fueguinos.

Finalmente, hay que agregar que Gusinde ha prestado atención al problema de las matanzas y exterminación de los fueguinos por los blancos. Atribuye a los métodos de exterminación aplicados por el blanco, como matanza y veneno, importancia decisiva para la extinción de los onas (tomo III). En cuanto a los yámanas y alacalufes opina que han sido las enfermedades infecciosas importadas por el blanco las que han causado su rápida extinción (tomos II y III).

Hasta el día de su muerte, el antropólogo misionero estuvo preocupado del estudio de los pueblos primitivos. Con este fin, hizo viajes de investigación a Sudáfrica, Nueva Guinea, China y Japón, el Congo y las Filipinas.




ArribaAbajoPrólogo

A los pueblos salvajes que viven en la temida y helada Tierra de Fuego se refiere la presente obra. En forma alguna se trata de la descripción de un viaje a la que estamos acostumbrados. Con la idea de ir en busca de aventuras, no he hecho un desplazamiento al lejano y casi desconocido archipiélago meridional del Nuevo Mundo. Quería ver y conocer a los indios que allí vivían y compartir con ellos sus quehaceres ordinarios en la más estrecha convivencia.

Merced a las modernas ciencias sobre el hombre, principalmente a la Etnología, Prehistoria y Antropogeografía, se ha llegado a la conclusión de que los fueguinos representan un resto del más antiguo estrato poblador de América. Por ello se aproximan más que ninguna otra tribu a la primitiva forma de vivir que tuvo la Humanidad. Se le califica de «pueblo primitivo», pues su organización y costumbres, bienes materiales y espirituales, constituyen una segura línea de retroceso para saber las condicione de la existencia y la forma de vivir de los primeros representantes de nuestro género en este globo terráqueo. ¿A quién no le agrada pensar cómo ha vivido y trabajado la Humanidad en sus primeros días, y cómo ha pensado y sentido?

Para quienes la profesión de etnólogos constituye un terreno apropiado para desahogar en ella su ilimitada fantasía, sin preocuparse de su deber a la verdad histórica, han dibujado de palabra y gráficamente una repugnante caricatura de los primeros representantes de nuestro género. Quien en este libro busque algo parecido, abandone inmediatamente su lectura.

En la más concisa forma de exposición, pone de manifiesta la estricta realidad que yo, consciente de mi deber de investigador, he captado al cabo de dos años y medio de experiencia, observándolos con vista y oídos muy atentos, al mismo tiempo que con una especial simpatía. Estos hombres primitivos de la Tierra de Fuego, tan poco conocidos como menospreciados, me ofrecieron amablemente no sólo sus valores culturales externos, sino también los más celosamente guardados, llegando a ser yo considerado en sus ceremonias secretas como un miembro más de la tribu.

Hablaré de «mis» indios. Pero nadie crea que quiero recompensar su manifiesta preferencia para conmigo con una descripción de color de rosa. No necesito acudir a exageraciones, pues encontré en ellos tantos rasgos de nobleza y tantas cosas con sentido, que no hacía falta inventar nada. Con más detalles se informa sobre ellos en mi obra anteriormente publicada, Die Feuerland-Indianer, tres volúmenes, Wien-Modling, 1931-1939.

A quienes agrade esta descripción, les invito cordialmente a que se traslade en la primera ocasión que tenga a la Tierra de Fuego y, como yo hice, pase unos dos años en la más estrecha comunicación con sus primitivos indígenas. Regresará con los mismos resultados y experiencias que se exponen en las páginas ulteriores.






ArribaAbajoCapítulo I

¿Nos interesan realmente los salvajes?


Tiene importancia y justifica el esfuerzo que nosotros, miembros de la raza blanca, nos ocupemos actualmente de los pueblos en estado primitivo que viven en lejanas tierras, ¿o es mejor que, dentro de nuestras respectivas patrias, nos dediquemos al estudio de los pueblos primitivos desaparecidos hace ya miles de años?

Desde los tiempos históricos más remotos han procurado las grandes naciones conocer con todo detalle los usos y costumbres, las razas y formas de vivir, las directrices económicas y las manifestaciones artísticas de los pueblos asentados cerca y lejos de sus fronteras. Todo lo que se había acumulado sobre estos temas desde la lejana antigüedad, en raras y esporádicas observaciones, lo empezó a distinguir y clasificar el ordenado espíritu heleno. Herodoto (480-425 a. de J. C.), el «padre de la historia», emprendió un largo viaje a las regiones fronterizas de las zonas de influencia griega. Fue el primero que comparó las características raciales de las diferentes comarcas del entonces pequeño mundo conocido, tratando de sacar conclusiones sobre la significación política de cada uno de dichos pueblos. Continuando su pensamiento, manifestó Hipócrates (460-377 a. de J. C.) que una inmediata influencia del medio ambiente, esto es, del clima y del mar, paisaje montañoso o estepario, debía actuar sobre los hombres que en él viven. También Aristóteles (384-322 a. de J. C.), uno de los más eminentes sabios y maestros de los pueblos europeos, ha tratado de comprender la situación del hombre en el mundo en que vive, las diferentes formas de organización política y la abigarrada multiplicidad de diferencias corporales. Dedicó toda su atención al enigmático influjo de la herencia corporal y de las cualidades intelectuales, congénitas o adquiridas, así como a las manifestaciones de degeneración o mestizaje. Que los romanos siguieron el ejemplo de los griegos en este campo de la ciencia, se demuestra con los escritos del incansable viajero y geógrafo Estrabón de Capadocia (62-21 a. de J. C.). Sobre todo los escritos de Tácito, fallecido hacia el año 117 a. de J. C., contienen valiosas informaciones etnológicas sobre los antepasados germánicos.

Con la categórica calificación de «Bárbaros» llamaban presuntuosamente griegos y romanos a todos los pueblos contemporáneos que se encontraban sin civilizar, teniéndose por muy superiores a ellos. De acuerdo con este general concepto, se presentaba a los pueblos extranjeros como ridículos seres fabulosos, provistos de las más inverosímiles deformaciones, atribuyéndoles los más horripilantes usos y las más repugnantes costumbres; se les llegó a considerar como muy cerca de los animales. Hasta el humano Platón (427-347 a. de J. C.) los creyó indignos de incluirlos en su Estado ideal y utópico; el gran médico y viajero Galeno (130 hasta aproximadamente 205 a. de J. C.) afirmaba que eran tan merecedores de figurar en sus escritos como los bueyes y los cerdos. El Emperador Valentiniano prohibió, bajo pena de muerte, el casamiento entre romanos y bárbaros. Los romanos los tomaban en consideración sólo cuando los podían emplear como guerreros y someterlos a la esclavitud.

La Roma imperial estuvo siempre en estrecho contacto con los «Bárbaros»; por ello les fue posible a los canteros perpetuar en los monumentos victoriosos de la época imperial, y con la mayor fidelidad, las características raciales y las particularidades etnológicas de los extranjeros por ella subyugados. Aunque la antigüedad clásica no pudo llevar a cabo una verdadera clasificación de los pueblos y razas entonces conocidas, por lo menos atribuyó las diferencias en ellos descubiertas como debidas a influencia de la herencia, clima y medio ambiente, y, lo que es más digno de atención, sostuvo invariablemente la tesis de la unidad de todo el género humano.

En siglos sucesivos, los árabes en el espacio mediterráneo e Indonesia, y los comerciantes alemanes, juntamente con los colonos en el noroeste de Europa, fueron ampliando el horizonte de la etnología. En todas partes fue teniendo una opinión favorable y una valoración próxima a la realidad con respecto al folklore extranjero. Estas ideas y aspiraciones puestas en práctica por las Cruzadas, llevaron a representantes del occidente, principalmente a comerciantes y misioneros, por vía terrestre al lejano oriente, al imperio Mongol y a la China; en combinación con ellos, hombres temerarios, los portugueses, consiguieron descubrir por vía marítima las Indias orientales doblando el Cabo de Buena Esperanza, y, por el Oeste, los españoles, el Nuevo Mundo. En los numerosos y casi siempre aventurados viajes se ofrecía a los navegantes y misioneros que les acompañaban o que inmediatamente les seguían, la extraordinaria riqueza de las más variadas culturas.

Todo el siglo XVI y el XVII estuvo caracterizado por fuertes antagonismos nacionales; faltó a los hombres de aquella época la sosegada reflexión y la tranquilidad necesaria para dedicarse al estudio de la manera de ser y costumbres de los pueblos extranjeros. De nuevo volvieron los europeos a considerarse tan superiores a los indígenas descubiertos en lejanas tierras, que fue necesario un Breve del Papa en el que se declaraba a todos auténticos hombres y que, como tales, los tomaba bajo su protección.

De importancia capital para los indígenas de América es considerada la Bula del Papa Paulo III, en virtud de la cual los conquistadores y misioneros los habrían de tratar como «veros homines, fidei catholicae et sacramentorum capaces». La autoridad del más alto magistrado de la Iglesia estigmatizó como falso e injusto el concepto de que los pueblos paganos eran engendros del demonio y, por lo tanto, indignos de la fe católica y de los santos sacramentos.

Sorprendentemente rápido fue el cambio de la opinión general con respecto a la valoración de las comunidades primitivas y orientado precisamente en sentido contrario, sobre todo con referencia a los asentados en las islas del Mar del Sur.

La llamada época de la ilustración, con su pregonada defensa de los derechos humanos universales, llegó casi a glorificarlos por su supuesto estado de felicidad natural, describiendo sus condiciones de existencia en encantadores y atrayentes cuadros fantásticos. Aquellas decenas de años estuvieron llenas del grito: «¡Volvamos a la naturaleza!».

Muy poco se avanzó en la refundición científica de tantas novedades y de tantas observaciones aisladas. Ahora bien, el siglo XVIII puede vanagloriarse de haber enviado auténticas expediciones para la investigación metódica de determinados pueblos y zonas de la tierra. Sin embargo, la ciencia no podía estacionarse en interpretar únicamente el estado cultural actual de tantos pueblos aislados; y así poco a poco se procedió a la investigación de sus respectivos orígenes. Como con dichas investigaciones se ponía de manifiesto la existencia de importantes coincidencias entre diferentes pueblos, aunque éstos viviesen a veces muy aislados unos de otros, y precisamente por ello, dichas asombrosas coincidencias requerían una urgente explicación. Hacia mediados del siglo XIX había mejorado tanto la opinión general sobre los pueblos extraeuropeos, que llegaron a convertirse los largos tiempos desconocidos, pueblos «Bárbaros», en objeto preferente de trabajos científicos. Con ello se fijaron los fundamentos para las diferentes ramas científicas de la Etnología. Ésta se separó progresivamente de las ciencias naturales, y, en especial, de la medicina. Finalmente delimitó con toda exactitud su propio campo de acción, el cual desde entonces cultiva, con arreglo a un método adecuado y paulatinamente mejorado. Desde un principio existió claridad de concepto sobre el objeto de la etnología: abarcaba los valores culturales y las creaciones humanas de todos los pueblos, esto es, de toda la humanidad. La etnología es, por lo tanto, una ciencia de la cultura.

Bajo aspecto distinto, la antropología o antropogeografía, comprendida en el ámbito de las referidas ciencias de la naturaleza, se ocupa de las formas del cuerpo del hombre y de las particularidades y desarrollo de todas las razas humanas. Mientras que la antropología investiga la esencia y desarrollo corporal de todas las razas, la etnología se dedica a una labor a todas luces diferente: trata de exponer, con arreglo a postulados científicos, el desarrollo del espíritu humano y la actividad externa del hombre influida por dicho espíritu en la vida de los pueblos. Pone sobre el tapete el desarrollo espiritual de la humanidad desde sus comienzos, tratando de investigar la esencia, fundamento y devenir de todas las formas de cultura.

Cuando apareció la etnología -la más moderna de las ramas científicas que se ocupan del espíritu del hombre- ya habían sido usurpadas las formas de vivir y las particularidades de los llamados pueblos cultos por determinadas especialidades, considerándolas como objeto propio de su investigación. «Pueblos cultos» son aquéllos que poseen una escritura propia y conservan sus tradiciones en obras escritas. Los «pueblos salvajes» disponen lógicamente también de un idioma más o menos perfecto; sin embargo, no han sabido plasmarlo, en verdaderas letras o por medio de dibujos. La invención y empleo de la escritura por un determinado pueblo representa evidentemente un importante progreso en su evolución espiritual. Sin embargo, nadie pone en duda que la posesión de tradiciones escritas constituya por sí sola una señal externa suficiente para la separación de los pueblos cultos de los salvajes.

Desde un punto de vista más general, se clasifican estos últimos de la siguiente forma: en el grado inferior se sitúan los pueblos salvajes con economía derivada de las recolecciones de cosechas. En las necesidades más importantes para la existencia humana, en la adquisición del alimento, están sometidos por completo a la naturaleza que les rodea. Recogen, mediante cosechas de productos vegetales y por la caza de los animales libres que tienen al alcance de la mano, todo lo que la naturaleza les ofrece, sin que hayan empleado para ello la más mínima aportación de trabajo. Cuando quieren procurarse materiales para vestido y vivienda, para armas y utensilios también se ven sometidos exclusivamente a los dones espontáneos que les ofrece la naturaleza. Es cierto que esos pueblos recolectores, justamente considerados como los más primitivos, utilizan también el fuego y se sirven de muchos instrumentos. Ahora bien, semejante manera de comportarse es propia de seres dotados de un espíritu, que lo eleva sobre los actos puramente instintivos de los animales, esto es, del verdadero estado salvaje.

Dichos recolectores inferiores demuestran poseer la más sencilla forma de economía humana; ellos no fuerzan a la naturaleza, sino que se aprovechan y gozan sólo de aquello que ésta produce y espontáneamente les ofrece. En todas las partes de la tierra y bajo todas las latitudes geográficas, se les puede encontrar como auténticos pueblos universales; en muchos lugares dan la impresión de manchones dentro de otras formas superiores de economía. A ellos pertenecen en las selvas vírgenes tropicales, los pigmeos de la ancha zona ecuatorial Africana, los Wedda de Ceilán, los Semang y Senois en la península de Malaca; así como los Botocudos cerca de la costa oriental brasileña; en las estepas y desiertos subtropicales, los Australianos y los Bosquimanes del desierto de Kalahari y finalmente, nuestros Fueguinos en la región subártica. La directriz de la economía en las referidas tribus es diferente, pero todas se asemejan en que satisfacen sus necesidades de alimentación y medios de vida valiéndose sólo de la recolección y la caza.

Lógicamente se diferencia la sencilla base económica de las tribus recolectoras y cazadoras inferiores de la correspondiente a las superiores. Bajo esta denominación se comprende aquellas tribus cuya alimentación y economía se basa casi exclusivamente en una especie de animal o una determinada clase de planta; ambos medios nutritivos los tienen a su disposición en abundante cantidad y de su adquisición vive principalmente cada una de dichas tribus. Por consiguiente, adquiere su base económica una acusada característica. A los recolectores superiores pertenecen, por ejemplo, las tribus establecidas en la mitad norte de California (Miwks, Maidus, Pomos, etc.). Casi diez clases de encinas, que se concentran en aquellos dilatados bosques, les proporcionan durante todo el año enormes cantidades de bellotas, y aseguran así la alimentación de todos sus indígenas. La fauna, representada en numerosas y variadas especies, les ofrece el complementario sustento. A la economía de estos recolectores superiores, corresponde una cierta vida sedentaria, todavía no muy perfecta, pero por ella se destacan muchísimo en relación con los recolectores inferiores. Constituyen la transición hacia los pueblos que se ocupan del cultivo de las plantas, que tienen que hacer ya vida sedentaria perfecta.

Magníficos ejemplos de cazadores superiores representan los Patagones del sur de la Argentina, cuyo animal de caza más importante es el guanaco. En el norte del Nuevo Mundo coinciden con ellos los indios de las praderas (Sioux, Cheyenne, Comanches, Kiovas, entre otros), para quienes la caza del búfalo asegura su existencia. Lo mismo que éstos explotan y se aprovechan del búfalo, los fueguinos Selk’nam, parientes de los patagones, sacan un completo provecho del guanaco y de todas sus partes. Sin este animal, que vive en pequeñas manadas, no existiría posibilidad alguna de vida en la Isla Grande de la Tierra de Fuego; tanto a unos como a otros se les podría considerar, atendiendo a su forma económica, entre los pueblos cazadores inferiores o superiores. Debido a su organización social se clasifica a los Selk’nam en el grupo citado en primer lugar.

Frente a la escasa característica de economía recolectora, la de producción representa un enorme avance en la evolución de la humanidad. Mediante ella interviene el hombre decisiva y directamente en la producción de bienes, procurando sobre todo un mayor rendimiento de las subsistencias. Fomenta y aumenta la acción de la naturaleza por medio de trabajos apropiados; es decir, cultiva las plantas obteniendo abundantes cosechas y cría útiles especies de animales. Como resultado de dichos trabajos con animales adecuados surge el nomadismo pastoral de las estepas, al que se muestran perfectamente adaptados muchos pueblos Tártaros del Asia ecuatorial y del norte; los Beduinos del África septentrional y los pueblos Camitas (Massai, Somal, Galla) en el África oriental-central, los cuales consideran como su principal ocupación el mantener en las mejores condiciones de vida, al animal criado por ellos, explotándolo lo más económicamente posible.

Dentro del cultivo de las plantas, que constituye el muy extenso campo de la economía productora, se distinguen tres actividades distintas entre sí. La primera consiste en el cultivo de azada; se basa en la obtención de plantas alimenticias en un terreno que el hombre prepara con los más sencillos aperos (pico, azadón, azada, etc.).

Pueblos de cultivo de azada se encuentran, sobre todo, en el interior del Amazonas, en el África oriental, en Nueva Guinea y en otros lugares. La mayoría de ellos se ocupan también de la cría del ganado menor (gallina, cerdo, cabra), mejorando con ella las condiciones de su existencia.

Si el hombre ayuda al terreno, preparado mediante el cultivo de azada, con riegos artificiales y drenaje, entonces surge finalmente el verdadero cultivo de jardín. A esta actividad económica la caracteriza una preparación adecuada del suelo, con la que se mantiene siempre productivo. En la mayoría de los casos disponen las familias sólo de una pequeña parte de tierra de cultivo, repartida a prorrata y es trabajada con intensidad, para que produzca abundante cosecha. Esta continua atención al terreno obliga al sedentarismo y en íntima relación con él, se consagran los trabajos del hombre, según las estaciones, a las exigencias del terreno de cada una de sus pequeñas parcelas. Entre los pueblos de China, del viejo Perú y del viejo México, del actual Arizona y del Nuevo México, era y es propio el cultivo de jardín.

La forma superior del cultivo del terreno la representa, sin duda alguna, el arado, las más de las veces sinónimo de agricultura. Constituye la unión del cultivo de las plantas y la cría del ganado. Se atiende principalmente la producción de variedades de trigo, así como otros granos y plantas alimenticias. Como valiosísima fuerza auxiliar para el manejo de los aperos de labranza (arado, rodillo, grada) escoge el hombre al buey. La agricultura constituye la forma clásica de la actividad económica en Europa, África del norte y oeste del Asia; habiendo sido la última que se ha presentado en la economía mundial.

El problema se plantea así: ¿A este progreso en el referido campo material, ha seguido otro paralelo en el campo espiritual? Hace más de treinta años, un experto perito en la materia, el P. Wilhelm Schmidt, manifestaba su posición ante este problema con las siguientes palabras, corroboradas después por sucesivas investigaciones:

«La humanidad no avanza ni retrocede en todos los campos, sino que se manifiesta precisamente una bifurcación de los mismos: en un grupo de valores culturales se realizan continuos y brillantes progresos, mientras que en otro se encuentra ante el peligro de sufrir fatales retrocesos. El progreso impera en todos los campos que se refieren al dominio de la naturaleza externa, a la formación intelectual y al desarrollo cuantitativamente externo de la vida social y económica, esto es, a la diferencia claramente perceptible de la misma. Es indudable que en esta última avanza sin cesar la humanidad.

Otra cosa completamente distinta ocurre en el segundo campo de valores culturales. A él pertenece el desarrollo cualitativamente interno de la vida social, la vida espiritual bajo el punto de vista del carácter y de los sentimientos y, en estrecha relación con ella, la vida ética y religiosa. En este campo cada día saca a luz nuevos hechos la moderna etnología que ponen de manifiesto con toda claridad que dicha evolución retrocede en cuanto a su contenido. Se muestra con toda claridad esta decadencia en la triste realidad de que el principio del desarrollo social comenzó por la familia monógama, dotada de una estrecha y firme consistencia en todos sus miembros. Esta familia constituía en sí misma una fuente natural productora de mutuas simpatías, de abnegación llena de sacrificios, de amor y de altruismo, por la que se encontraban unidos todos sus miembros. Y como tribu y estado no eran entonces más que las prolongaciones de la familia, sostenida y alimentada por ellos, se vertieron estas simpatías y altruismos en las relaciones de los miembros de la tribu entre sí y se unieron con unos lazos que eran tan firmes como llevaderos.

Esta entrega a otro en sus diferentes gradaciones, desde el afecto más superficial a los más lejanos compañeros de tribu y el sincero cariño al amigo, hasta la ardiente abnegación y la pasión del joven enamorado, produce los mayores y más valiosos efectos en toda evolución humana: pone al hombre en relación no sólo con la naturaleza externa muerta, como lo hace el primer grupo de campos naturales, sino que lo une con lo mejor y más noble que ofrece todo el conjunto de la naturaleza, con la personalidad humana para poder recibir los tesoros de conocimiento, amor y alegría que en sí encierra. No cabe duda que el hombre se satisface así mucho más que con ninguna otra cosa. Este altruismo, por el estado de entonces de la familia, se convirtió en el principal elemento de la evolución ética. Tampoco quedó intacta la religión de su benéfica influencia».



Dicho en pocas palabras: Al general progreso económico de la humanidad corre siempre paralelo una desvalorización de sus más apreciados valores espirituales y sociales.

Como su mayor éxito tiene que contar la moderna etnología el haber descubierto los referidos procesos evolutivos y haber delimitado los tipos de cultura que le seguían. En esta penosa labor de aclaración se han conseguido otro no menos importante concepto: a cada una de las referidas formas de economía le corresponde, puede decirse que naturalmente, una propia organización social, la cual, a su vez, proporciona los fundamentos para sus costumbres, mitología y prácticas religiosas.

Volviendo de nuevo a la anteriormente mencionada gradación de formas de economía, aclaremos con el ejemplo del matriarcado la estrecha relación que guardan los portadores de dichos valores culturales con la cultura a que pertenecen. El cultivo de jardín constituye el fundamento económico del matriarcado, pues la más valiosa e inalienable propiedad de una familia, el terreno del jardín, pertenece a la mujer. Ésta puede vanagloriarse del inestimable servicio de haber emprendido el cultivo de las plantas, antes recogidas libremente, y de haber aprovechado económicamente el suelo. Con ello creó para sí una propiedad personal. De ésta ya no puede separarse en lo sucesivo y tiene que quedarse asentada en su propiedad inmueble. Lógicamente cada madre la trasmite por herencia a su hija mayor; y cuando ésta contrae nupcias, lleva al novio a su posesión para pedir ser admitido en su casa. Casi siempre esta última tenía forma rectangular, con techo a dos vertientes.

La organización social se basa en la separación de toda la tribu, por dos clases de matrimonios: para cada una de ellas se considera obligado casarse con las personas que pertenezcan a la clase distinta. Esta distribución se conoce con el nombre de «exogamia de clases». Los hijos se agregan precisamente a la clase a que pertenecen sus madres; semejante consecuencia jurídica sirve de base a la palabra «Matriarcado». La posición preferente de la mujer pónese también de relieve en lo poco que se celebran las ceremonias de iniciación a la pubertad de los jóvenes, mientras que las primeras menstruaciones de las jóvenes se rodean de muchas fiestas y de sensibles restricciones a su libertad.

Los hombres, por su parte, se encuentran organizados en asociaciones secretas y utilizan en sus procesiones verdaderas caretas o una especie de capuchones sobre sus cabezas. El culto al cráneo se encuentra en mucho auge, y la general y predominante veneración a los antepasados arrincona al más completo olvido el reconocimiento de la verdadera divinidad. Aunque a la mujer le correspondiera al principio, dentro del círculo cultural del matriarcado, una significación económica de importancia vital, consiguió el sector masculino, en el transcurso de su evolución, colocarla en una posición indigna e ineficaz, haciéndole perder muchos de sus derechos.

Lo mismo que los pueblos con matriarcado ponen de manifiesto una conexión orgánica de sus más importantes valores culturales y sus instalaciones, también demuestran dicha conexión la llamada cultura primitiva y mucho más los pueblos organizados patriarcalmente. Fijar en cuanto a su contenido dichas formas de cultura y clasificarlas sucesivamente e investigar sus ramificados influjos y constancias, comprendidos estos últimos en la denominación de «relaciones de cultura», constituye la principal labor de la etnología.

También los pueblos salvajes poseen cultura y disponen de bienes culturales. No podemos contentarnos con describir sus actuales relaciones y las instalaciones de que disponen en el día de hoy; debemos hablar también de la pequeña parte que influyen actualmente en el destino de la humanidad. Se les apreciará debidamente cuando se les considere como «valiosos documentos vivos para la humanidad, permanentes testimonios de las más remotas fases evolutivas, por las cuales han pasado los pueblos que se encuentran hoy en la cúspide de la civilización; de forma que en estos pueblos salvajes se pueden estudiar todas las fases recorridas en la evolución de la religión, el derecho, la ética y la moral».

Por lo tanto, merece la pena dedicarnos con la mayor atención a los resultados de la investigación etnológica. Dichas investigaciones revelan la evolución cultural humana y nos ponen ante nuestra vista, con el ejemplo de los pueblos primitivos que todavía viven, tales condiciones de existencia como si estuvieran en la de los primeros días de la humanidad. Para nosotros, hombres del siglo XX, que tenemos ya un juicio exacto sobre los valores culturales de los pueblos salvajes, es cosa indudable que la cultura de los llamados «salvajes» representa una parte de la que atesora la humanidad. El egoísmo presuntuoso de los europeos ha sido y continúa siendo la causa de que no se le haya prestado la debida atención a los pueblos salvajes que pueblan la mayor parte de nuestro planeta, como correspondería a su significación para la historia cultural de la humanidad.

Es indudable que muchos pueblos salvajes han puesto por su parte serios obstáculos a la investigación, pues ante la aproximación del europeo adoptaban una actitud ofensiva; otras veces el alejamiento de los lugares en que vivían dificultaba la llegada hasta ellos del investigador. Particularmente difícil se presenta la investigación entre los pueblos dotados con economía recolectora, porque ésta renuncia al sedentarismo y cambian continuamente de lugar. Así se comprende por qué tenemos tan pocos datos de algunas de estas tribus; únicamente los que se han podido captar por casualidad.

Pero la etnología no puede contentarse con poseer datos incoherentes y aislados sobre el ser étnico y la vida a lo largo de todo el mundo. Con referencia a otras tribus de la misma clase de economía inferior, espera poder lograr con aquellos pequeños grupos de pueblos, que no se han investigado hasta ahora debidamente, una gran aportación científica para la historia general de la cultura. Hay que darse mucha prisa para ello, pues la corriente impetuosa del europeísmo husmea los más ocultos rincones de la tierra y los más apartados refugios de muchos pueblos, hasta hoy puros, amenazando sus características etnológicas con ridículas transformaciones y con su completa desaparición.

Un grupo étnico de este tipo, que nos da a conocer la forma de vivir, pensar y sentir del primitivo género humano, lo constituyen los habitantes primitivos de la Tierra del Fuego, que con toda razón calificamos de «hombres primitivos». Su forma de vivir, con una inconcebible escasez en bienes materiales, corresponde con toda seguridad a la que tuvo la humanidad al comenzar su progreso cultural.

La denominación de «fueguinos» es un hombre común a tres tribus indias locales, situadas en el archipiélago que se encuentra a la terminación meridional del continente americano. Aquí viven los Selk’nam como cazadores nómadas, y los Yámanas y Alacalufes como nómadas acuáticos.

Al principio de este siglo se encontraban casi extinguidas las tres mencionadas tribus con menos de un centenar de sus supervivientes, a las cuales amenazaba una próxima y total desaparición. Se conocían las características generales de su forma de vivir y muchas otras más, asequibles a la observación directa; pero se tenían aislados e incoherentes pormenores sobre su organización social y sobre su vida espiritual. En los círculos americanos y europeos no existía una opinión muy favorable sobre los fueguinos. A partir del año ochenta del pasado siglo, habíanse esparcidos por los poco escrupulosos estancieros y buscadores de oro, una serie de noticias tendenciosas acerca de los fueguinos, con las que querían justificar como legítima defensa sus actos criminales y sus premeditadas matanzas contra los «peligrosos salvajes».

La opinión tan abyecta que se tenía de los fueguinos se basaba, en parte, en un falso concepto formado sobre su patria. Es indudable que ésta es una región inhóspita y continuamente azotada por el frío y la borrasca, la nieve y los aguaceros. Pero es allí tan íntima la unión entre el hombre y la naturaleza que los indígenas se han orientado en ella y han adaptado con ventaja su forma de vivir a las condiciones de aquel medio ambiente.

El amenazador peligro de la completa desaparición de éstos, los más meridionales habitantes de la tierra y la creencia de que podrían ofrecer una considerable aportación para el conocimiento de las relaciones primitivas de la gran familia humana, me impulsarán a elegir a los fueguinos como objeto de una larga investigación sobre el terreno.

Mi puesto de jefe de sección del Museo Nacional de Etnología y Antropología de Santiago de Chile, desde 1913, me obligaba en primer lugar a realizar la investigación de los indígenas chilenos. Un viaje a los araucanos del sur de Chile, a comienzos del año 1916, me reafirmó en mi creencia de que tan poderosa tribu, que en aquel entonces ascendía a unos 100.000 indígenas, no experimentaría en un futuro próximo ninguna notable transformación en su manera de ser étnica, por lo cual no urgía su investigación. Me dediqué inmediatamente a los fueguinos y recibí, merced al apoyo del director del Museo, doctor Aureliano Oyarzún, la oportuna comisión oficial del ministerio de Instrucción Pública de Chile para llevar a cabo la investigación metódica de las tres tribus fueguinas. Como visitara la Tierra del Fuego en misión oficial, se me ofreció el apoyo de los buques de la marina chilena que navegasen por aquel extenso archipiélago; arma que me ofreció también valiosos auxilios cuando me trasladé a regiones deshabitadas en busca de algunas familias indias, para enviar mi equipaje y el conjunto de materiales necesarios en etnología a determinados puertos, y piara la provisión de víveres y de útiles indispensables.

Durante la detallada preparación para mi viaje al lejano sur, fui advertido por muchas personas del peligro que para mí representaban los «antropófagos» que allí vivían. Amigos bien intencionados trataron de disuadirme de dedicar mis esfuerzos a una tarea tan estéril, ya que los salvajes fueguinos, degenerados por el alcohol, hacía tiempo que habían perdido su característica de tribu primitiva. Nadie supo darme informes seguros sobre el número de supervivientes, ni sobre los lugares donde éstos se encontraban.

A pesar de todo, quise realizar mi viaje a la Tierra del Fuego para, con una visión personal, formarme una idea exacta y aclarar el concepto general que se tenía formado sobre los indios que allí vivían; además, para cerciorarme sobre el terreno, si valía todavía la pena investigarlos sistemáticamente.

Los primeros informes me cercioraron que los Selk’man eran cazadores inferiores nómadas; mientras que los Yámanas y Alacalufes eran pueblos pescadores vagabundos, con una economía recolectora inferior. Sin embargo, no existía, como ya se ha mencionado, una verdadera información sobre sus instituciones sociales ni sobre el vasto campo de su vida espiritual. Con mi trabajo en la Tierra del Fuego quería llenar esta enorme laguna. Advertiré, con toda claridad, que no fui allá con la pretensión de descubrir regiones desconocidas, pues las circunstancias biológicas y del paisaje insular fueguino habían sido ya descritas por distintos especialistas de varias nacionalidades. Tampoco tuve la fortuna de encontrarme tribus salvajes nunca vistas, pues no existían allí más de las tres conocidas hacía tanto tiempo.

Únicamente me propuse obtener una visión general de la cultura de los indios asentados remotamente en la Tierra del Fuego. Al servicio de esta misión me he pasado -dicho sea de paso- dos años y medio en la más estrecha convivencia con los supuestos antropófagos. Con mi penosa y callada investigación llegué a descubrir un nuevo horizonte para la historia de la cultura: el inmenso valor espiritual de los fueguinos, hasta ahora tan injuriados como poco conocidos.




ArribaAbajoCapítulo II

Hombres primitivos desaparecidos y en la actualidad


Según se deduce de sus ligeras y ocasionales observaciones, se han presentado los fueguinos a la mayoría de los viajeros de tiempos atrás, por su indómita y salvaje apariencia, de una manera tan extraordinariamente repulsiva, que han visto en ellos al «hombre-mono personificado», y los consideraban como seres que no habían evolucionado lo suficiente del verdadero estado animal. Más que ningún otro ha contribuido Charles Darwin (1809-1882) a la general expansión de esta falsa hipótesis. Partió de la fundamental consideración que hombre y mono son idénticos o parecidos en muchas características y que dicha coincidencia sólo puede explicarse con referencia a un común punto de origen.

La teoría de Darwin alcanzó en muy poco tiempo una extraordinaria difusión. Sobre ésta da el profundo filósofo y biólogo Bernhard Bavink (1940), la siguiente explicación:

«La fabulosa rapidez con que el darwinismo -y la entonces significativa teoría de la herencia- se impusieron, sólo se comprende si se considera en conjunto el estado espiritual de aquella época, el derrumbamiento de la filosofía natural especulativa y la penetración del empirismo puro en la historia natural; el resurgir, unido a él, de las tendencias materialistas; la industrialización general y simultánea en todos los pueblos cultos europeos y la aparición, ligado a ella, del ‘problema social’. Todo ello motiva una nueva concepción del mundo, que parece deducirse precisamente de la evolución, una concepción del mundo verdaderamente mundana, de la más sincera aversión contra toda filosofía especulativa, contra toda creencia en un fundamento o fin trascendente del decurso del mundo, de la decidida lucha por la existencia aun en la vida económica».



A la misma corriente temporal de la segunda mitad del siglo pasado se debió también Ernest Haeckel (1834-1919), cuyas teorías, impregnadas del más vulgar materialismo, fueron recibidas jubilosamente por grandes masas populares. Contribuyó no sólo a que triunfasen en extensos círculos de incultos y semieruditos las hipótesis de Darwin sobre la selección natural, de la transformación y del origen simio del hombre, sino que trató de fundamentar semejantes hipótesis por medio de la denominada «ley fundamental biogenética». Esta última, que no fue inventada por él, no constituye una ley de valor general; se trata sólo de una regla que admite excepciones.

Tanto la teoría de la herencia, aceptada con tanto júbilo, tal y como la había planteado un Charles Darwin, así como las burdas manifestaciones de un Ernest Haeckel, hace tiempo que fueron rechazadas por la ciencia especializada en la materia. Las modernas ramas científicas de la biología de la herencia se oponen a la tenazmente defendida creencia del origen simio del hombre, admitida por ellos como dogma inquebrantable. El compacto grupo de discípulos que Ernest Haeckel había logrado reunir como una monástica comunidad de legos y que continuó su apasionado criterio, concebido como una labor de verdadera ciencia natural, ya no existe. Algunos escasos partidarios del darwinismo representan todavía hoy las teorías de su maestro, entre ellos, el anatomista inglés Sir Arthur Keith y el zoólogo norteamericano Gregory. Ambos sostienen que de una especie de mono que vivió en el mioceno se separarían al mismo tiempo las líneas evolutivas para la forma del chimpancé, del gorila y del hombre. Dicha especie pasó, antes de tener la verdadera forma humana, por el especial estado de Dryopithecus, y han transcurrido desde su presentación en el mundo unas 800.000 generaciones. Si calculamos la duración de una generación en 25 años, entonces habrán transcurrido desde la separación del hombre de su forma simia original cerca de 20 millones de años.

Únicamente es admisible en estas insostenibles hipótesis la siguiente: el origen y principio del género humano data de tiempos incalculablemente remotos, aunque hayan desaparecido hace tiempo los concretos puntos de referencia. Es evidente que sólo una rarísima casualidad o la extraordinaria suerte de algún investigador, podría descubrir alguna huella que alumbrase algo el profundo e incalculablemente largo desarrollo de tanta oscuridad. Por lo tanto, cada paso avanzado en nuestra ciencia, trae consigo nuevos problemas y plantea nuevas dudas. En realidad, las ciencias naturales se consideran incapaces de responder afirmativa y satisfactoriamente al trascendental problema del origen del género humano. Pero hoy puede afirmarse: ningún investigador serio habla ya de una inmediata derivación del hombre de una perfeccionada clase de mono. A quien repite las tantas veces suscitada pregunta: «¿Procede el hombre del mono?», le responde el nada sospechoso profesor H. Weinert, de Kiel, con esta réplica terminante:

«Quien escriba o hable del ‘mono’ en esta relación, revela que no comprende nada de la realidad» (Die Gesundheitsfuehrung, Berlín, mayo 1941).



Explicar el principio de la vida en este mundo, la presentación del género humano en el decurso de la misma, su subsiguiente evolución y el origen de las razas humanas constituyen los fundamentales y decisivos problemas los cuales trata de resolver el naturalista.

De nada sirve plantear en primer término la tesis de que el hombre haya podido derivarse con probabilidad o seguridad de una determinada especie de mono.

Ahora bien, con no aceptar las teorías expuestas por Charles Darwin y Ernest Haeckel ni su árbol genealógico, no se rechazan tampoco la real y progresiva evolución del mundo vegetal y animal, inclusive la del género humano. En incontables fenómenos aislados se confirma un paulatino desarrollo y un progresivo desenvolvimiento de los seres vivos hacia formas más perfectas. El hecho, de querer negar la general y progresiva evolución, significa pasar tercamente con los ojos cerrados ante inequívocos justificantes históricos. Sin embargo, las opiniones de los especialistas divergen profundamente con respecto a las causas de la transformación de las especies y en sus repercusiones.

Si en principio nos decidimos por aceptar una derivación de los diferentes géneros y especies entre sí, tenemos que poseer un concepto muy claro de los diferentes caminos que ha recorrido cada una de dichas metamorfosis, así como necesitamos también conocer lo más exactamente posible todas las causas reales y efectivas de las mismas. Es indudable que existe también para los hombres una descendencia y desarrollo, aunque de momento no pueda explicar el naturalista cómo ha llegado a alcanzar el hombre su característica forma corporal, por la cual se destaca de todos los demás seres vivos. Quien no pueda estar de acuerdo con la idea de que el hombre haya entrado perfectamente formado en su existencia terrena, tiene que decidirse por una transición de un origen animal, sobre cuyo punto de partida y desarrollo se cierne todavía una impenetrable oscuridad.

Por todas las observaciones y hechos comprobados hasta el día de hoy se admite sólo un origen único del hombre, esto es, sólo una y única vez ha tenido lugar el extraordinario acontecimiento de la aparición del hombre y de ella se han derivado sin excepción alguna todos los demás. Ahora bien, en cuanto el problema de dónde se verificó, es decir, donde estuvo la cuna de la humanidad, resulta que las inseguras soluciones que se dan sobre las mismas se refieren casi a más lugares de la tierra de los que actualmente contamos.

Lo que a los hombres eleva considerablemente por encima de todos los demás seres vivos es su alma. Como ella por sí sola justifica la fundamental diferencia con respecto al animal, debemos ocuparnos preferentemente de la fundamental parte espiritual humana, más bien que del origen de su forma corporal. Agudas observaciones a este respecto ponen de manifiesto la enorme e infranqueable distancia de la espiritualidad humana con respecto al animal. Es misión de la filosofía investigar la esencia y función del alma humana. A nosotros nos corresponde sólo interpretar y valorar, con arreglo a métodos de investigación histórica, sus consecuencias en la realidad. De esta forma nos movemos dentro del campo de trabajo de la etnología, que constituye una rama de la historia general de la cultura. La cultura humana en conjunto, idioma y civilización, derecho y religión, economía y organización social, manejo de instrumentos y técnica, ciencia y arte, todo es función del alma. Siempre, donde y cuando se han descubierto rasgos de la presencia y actividad del hombre, sobran inequívocos indicios y pruebas concluyentes de su voluntad técnica y de su labor cultural. El animal es incapaz de una producción semejante; en ninguna parte se ha observado o comprobado con respecto a él dichos resultados.

Los más destacados especialistas están conformes en que la posesión de auténticos valores culturales y la utilización de instrumentos manufacturados, diferencia esencialmente al hombre del animal. De ello se deduce: todas las herramientas de trabajo y otros rasgos ciertos de la actividad humana que puedan descubrirse en los primitivos estratos de la tierra, son pruebas evidentes de que los autores de los mismos eran auténticos hombres, equipados con la misma aptitud psíquica y moral, incluso artística y religiosa, que poseen los pueblos salvajes de nuestros días. Estos numerosos e importantes descubrimientos nos llevan a la siguiente y terminante conclusión: los antepasados de las actuales razas humanas estaban capacitados con las mismas facultades espirituales que nosotros, encontrándose tan sensiblemente separado del animal como lo estamos nosotros mismos en el día de hoy.

Con ninguna otra tesis podríamos estar más de acuerdo que con la siguiente: el acontecimiento del origen del hombre es un hecho único y excepcional, y siempre que el hombre se presenta, se muestra portador de la misma capacidad espiritual que uno del siglo XX. El dónde y el cómo, el cuándo y el porqué de este primer principio de la Humanidad, continúa siendo para la investigación un oscuro e intrincado enigma de la más trascendente importancia. Pero tanto la prehistoria y la antropogeografía como la filología y la etnología, coinciden en que sólo una única vez en los millones de años transcurridos y en las incalculables variaciones de todos los seres, ha aparecido el hombre y precisamente con las características de ser completo y perfecto.

Admitamos la posibilidad -dicho sea otra vez- que la forma corporal del hombre se haya derivado de alguna manera del reino animal.

«¿Pero es hoy algo muy distinto y muy superior a un animal; se apoya y mantiene derecho con ambos pies sobre el suelo, mirando con su cabeza al cielo; realmente es el caminante entre dos mundos!» (Bavink).



Con cuánta firmeza llenan las modernas teorías de la herencia a la misma conclusión, lo demuestran las palabras del destacado especialista profesor Eugen Fischer en Berlín (1939), quien criticando una especial característica racial humana declara:

«La completa igualdad de estas formaciones (y también la de los genes que las motivan) prueban clara y terminantemente que la perfección del ulterior desarrollo histórico del linaje llegando hasta el hombre mismo, sólo ha tenido lugar una única vez y partiendo de una misma raíz. Es completamente inconcebible que esta extraordinaria combinación de nuevos genes, que no se hallan en ningún mono, pero que son comunes a todos los hombres sin excepción alguna, se haya originado varias veces, siendo una combinación independiente de la otra».



Con la palabra «gene» designan las modernas teorías de la herencia cada uno de los gérmenes hereditarios existentes en la célula.

Por ahora tenemos que contentarnos con el estado de cosas que han elaborado la historia natural y de la cultura, esto es, que sólo una única vez -cuando fuera o donde fuera- se ha efectuado la aparición del hombre sobre la tierra. A nadie le es posible poner de manifiesto cuáles eran las características corporales que poseyeron los primeros hombres, pero es mucho más significativo que se han presentado y actuado como auténticos hombres y que, por tanto, tenían un alma. Si se lograra hacer derivar el cuerpo humano del reino animal por vía de herencia, no existiría entonces ningún animal, así como ningún otro paralelo en el mundo de los seres vivos. Como fundamental elemento de diferenciación entre hombre y animal se encuentra la existencia del alma humana.

Como ha quedado demostrado, disponen nuestro fueguinos de todos aquellos bienes que proceden generalmente de la actividad del espíritu; con semejante herencia -y precisamente por ella- ponen de manifiesto su remota humanidad. Puede que su economía y forma de vivir sea la más sencilla entre todas las clases de culturas parecidas o que por un insuficiente conocimiento de su desarrollo espiritual se les haya juzgado hasta ahora injusta y aún abyectamente; pero esa riqueza en bienes espirituales y materiales, como ellos realmente ofrecen, procede sola y exclusivamente de la facultad creadora de verdaderos hombres. Ese rico y maravilloso tesoro de múltiples valores de cultura, ya fue descubierto por mí en mis primeros trabajos de investigación. Quien no se haya podido todavía convencer que los indios en la inhóspita Tierra del Fuego son algo más que seres animales superiormente organizados, le tienen mucho que decir todavía las páginas posteriores.

Gracias a su alma fue superior el hombre prehistórico a todos los seres animales que vivían al mismo tiempo que él, lo mismo que los pueblos salvajes actuales guardan exactamente dicha separación con respecto al mundo irracional que les rodea. Ahora bien, ¿cómo se compagina con esta manifiesta contradicción la muchas veces repetida afirmación de que la forma corporal del hombre primitivo era muy parecida a la del animal, en especial a los de la familia del mono? Observados ligeramente presentan los cráneos diluviales mucha similitud con la forma craneana de nuestros primates, habiéndose propuesto, sobretodo con referencia a los primeros hombres del diluvio, que estaban más cerca del mono que de la actual humanidad.

Recuérdese en primer lugar que los cráneos humanos descubiertos, correspondientes a la época del diluvio, no presentan desde luego la primera forma originaria del género humano; más bien representan una superior y especial evolución que, observada muy superficialmente, ha llevado a los investigadores a apreciar ciertos caracteres de esos cráneos humanos como próximos a la forma animal. Consideraciones de biología de la herencia nos inducen a suponer que el primer hombre y las generaciones que inmediatamente le siguieron no se diferenciaban mucho en sus características corporales de un tipo medio, del cual han surgido todas las razas existentes en la humanidad actual. Nuestra deducción es una conclusión analógica: ocurre en la evolución hereditaria del hombre lo que se ha observado en los animales superiores. Cuando la zoología quiere ordenar sistemáticamente todas las razas y variedades de un determinado tipo, intenta partir de una llamada «forma típica», de la cual se pueden derivar todas las características del respectivo tipo. Lógicamente la forma típica está mucho menos diferenciada y especializada que todos los grupos o individuos que de ella han evolucionado. Si ahora nosotros, ante la consideración de semejante desarrollo en el reino animal, queremos reproducir una forma originaria para las diferentes razas y variedades humanas, atribuimos a esta «forma típica» varias características, algunas de las cuales han existido con seguridad. Enumeremos brevemente las más importantes:

La reducida estatura, por término medio alrededor de 1,55 m. en el hombre y 1,48 m. en la mujer. Dichas cifras corresponden indudablemente a las pequeñas razas humanas que fuera de Europa viven por todas partes, por ejemplo, los Samoyedos y Tunguses en el Asia septentrional, los Igorrotes de las Filipinas y la mayoría de los grupos Malayos y Esquimales. La estatura de las auténticas razas enanas queda considerablemente por bajo de las referidas cifras, así he comprobado entre los Pigmeos Bambutis de pura raza, en la selva virgen oriental del Congo belga, unas alturas medias de 1,44 m. para el hombre y 1,37 m. para la mujer. Los verdaderos tipos enanos o los tipos gigantes muy desarrollados se justifican como especializaciones, separándose por tanto considerablemente en su posterior evolución de la supuesta forma originaria.

El color moreno-claro de su piel. El tono castaño parece ser el verdadero color salvaje. Actualmente posee cada vez más la mayoría del género humano un color de piel parduzco. El cabello negro y medianamente grueso, lacio o algo ondulado. El cabello crespo y de forma de granos de pimienta de los negros es resultado de domesticación. Considerada biológicamente se encuentra todavía en el día de hoy en el mismo estado que nuestros animales domésticos. Las mutaciones distintivas producidas por ello, pueden ser debidas fácilmente a la continuada posesión y originan accidentalmente nuevas características raciales.

El iris de color pardo. Responde al moreno de la piel y al castaño oscuro de los cabellos.

La forma regularmente dolicocéfala de cráneo. Para agradable sorpresa nuestra es ésta la propia de los Pigmeos Bambutis anteriormente mencionados al este del Congo belga. Ya se sabe que el cráneo cartilaginoso embrionario presenta dicha forma proporcionalmente dolicocéfala. Como formas especializadas temenos, también, unos cráneos muy braquicéfalos o extraordinariamente alargados.

La frente elevada perpendicularmente, sin una superficie ondulatoria que merezca ese nombre, y sin aristas. Debido a ello se presenta casi lisa toda la superficie frontal.

El acusado prognatismo de los epístomos. Todo el maxilar avanza no de la extraña manera que es de apreciar en la mayoría de los negros.

Los labios entre delgados y regularmente gruesos. Los observamos en la mayoría de las razas actuales. Todos sabemos que la abultada mucosa labial representa una característica peculiar del hombre, que llega en los grupos negroides a su máximo desarrollo.

El comienzo achatado de la nariz con su lomo y paredes redondeados. Esta forma de nariz es característica de la mayoría, de los grupos raciales asiáticos.

Todavía podrían añadirse algunas otras destacadas características de aquella «forma originaria típica». Lógicamente las características raciales hereditarias son invariables. Pero, a pesar de ello, se originan transformaciones en la estructura hereditaria, en mayor o menor medida, bien por mutación o por modificación, trayendo consigo en el curso de una o varias generaciones variedades o nuevas razas. Es indudable que las razas muy numerosas mantienen casi sin variar las peculiaridades de sus características raciales, ya que si se presentan esporádicas y pequeñas desviaciones, éstas son eliminadas tarde o temprano por el elevado número nivelador de los individuos configurados uniformemente.

La muy extendida rama principal mongólica, conocida por «raza amarilla» muestra todavía hoy con bastante integridad la anteriormente descrita «forma típica». Según parece, los grupos raciales mongólicos se han derivado inmediatamente de ella. Ponen de relieve, con mayor claridad que los grupos raciales europeos y Africanos, las referidas características primitivas.

Como el más antiguo representante de la humanidad en Europa se descubrió el grupo de Neandertal, correspondiente al paleolítico inferior; comprende a hombres del primer diluvio. Se le denomina así por los restos humanos excavados en Neandertal, cerca de Düsseldorf en el año 1856, junto con restos de animales diluvianos. El cráneo extraído en aquel lugar, del cual sólo se había conseguido la bóveda craneana, constituyó durante mucho tiempo objeto de controversias científicas, hasta que al fin nadie dudó más de su procedencia humana. Mientras tanto se habían descubierto en otras regiones europeas (en Spy, Bélgica, en Krapina, Croacia y en otros lugares), restos de cráneos diluvianos, que se asemejaban mucho al de Neandertal o eran completamente iguales a él. El número de dichos yacimientos aumentó tanto que se llegó a la conclusión siguiente: durante el diluvio había vivido una especie de hombre de las características del de Neandertal, cuya construcción de cráneo difiere del de las razas modernas.

Considerablemente grande es el número de particularidades raciales coincidentes de este cráneo de Neandertal. En todos los ejemplares que poseemos avanzan mucho los abultados arcos superciliares y toda la bóveda craneana se mantiene muy baja; el arco frontal no es muy amplio, sino que se desarrolla casi plano hacia atrás. De ello se origina la frente aplastada con grandes abombamientos superciliares. Las cuencas orbitarias son muy grandes. De acuerdo con la forma del cráneo está configurado su rostro, equipado con una nariz tan alargada y ancha como ninguna otra raza europea. Las mandíbulas inferiores de los escasos cráneos completos son medianas y rudas, careciendo del pronunciado mentón; debido a ello, la parte anterior del maxilar inferior se continúa, hacia atrás y hacia abajo, en forma de arco convexo. Además, todas las piezas de estos cráneos son muy gruesas y fuertes, presentando sólo, rudas y toscas configuraciones. Indudablemente muestran unas características similares con las de animales superiores, principalmente con las del pitecántropo.

Para completar la descripción del hombre de Neandertal debernos añadir que la misma característica de rudeza y tosquedad revelan los huesos de las extremidades. Esta raza, que en el transcurso del tiempo dio origen a algunas variedades, se componía de representantes de mediana o más bien pequeña estatura y cuerpo muy ancho. Sus estaturas oscilaban entre los 1,537 y 1,603 mm. En el momento que fuera tuvo también su origen de la referida «forma típica».

Su evolución ha tenido lugar poco más o menos de la siguiente forma: en la remota antigüedad comenzaron a separarse de la entonces humanidad común algunos grupos con características antropológicas de la «forma típica». Después de extensos desplazamientos por regiones de diferentes condiciones de vida y bajo fuertes contrastes de clima, ocurrieron en ellos transformaciones hasta que al fin, después de muchas generaciones, se llegó a especializaciones muy desarrolladas y al perfeccionamiento de las referidas características primitivas. Donde éstas se presentan, demuestran lógicamente que el grupo racial que las posee ha recorrido una larga, continua y propia evolución desde su separación de la «forma típica».

Razas con un elevado número de características primitivas se encuentran aún al fin de una larga evolución, a cuyo resultado no se llega en forma alguna en el sentido de una perfección o refinamiento, pues a veces parece que su resultado es más bien un retroceso con aproximación al reino animal.

Nosotros hemos considerado las características antropológicas del hombre de Neandertal como especializaciones, como estación final de un largo proceso con progresiva separación de la forma originaria típica no especializada.

Al principio de la evolución de la humanidad se encuentra la «forma típica», pero nunca una raza con las características primitivas que muestra la de Neandertal. Ahora bien, se puede considerar una raza, provista de características antropológicas primitivas, y juzgándola bajo el punto de origen de su desarrollo, como situada en los comienzos de la humanidad, como «Primitiva». Dicha raza se encuentra muy cerca del principio de todos los seres humanos y a sus componentes se les denomina «hombres primitivos». En contradicción con la anterior afirmación hay que admitir que si por dicha separación, a lo largo del tiempo, las características primitivas adquiridas coinciden aparentemente con otras parecidas en los monos superiores, esta igualdad o mucha semejanza ha tenido lugar desde el principio.

Conviene que quede bien claro: antes de la anteriormente descrita transformada separación, poseía el hombre de Neandertal la no especializada forma típica común a todo el género humano. Estos hombres precursores de Neandertal merecen perfectamente el calificativo de «hombres primitivos», porque se encontraron realmente en el remoto origen de toda la humanidad. Es evidente que aquellos precursores del hombre de Neandertal eran más parecidos a nosotros y tenían más elementos comunes con los hombres del presente que el denominado «hombre primitivo» de Neandertal.

He aquí otro significativo argumento. Durante la glaciación, y en todo caso en el espacio de tiempo que siguió a esta cuarta etapa, es decir, en el nuevo diluvio, vivió en Europa otro grupo humano, cuya forma de cráneo se aproxima al de nuestras razas modernas. Se trata de los hombres de Cro-Magnon, correspondiente al paleolítico superior; se les denomina así por la gruta de Cro-Magnon, descubierta en el año 1868 en el valle Vezére, Dordogne (Francia). La probabilidad se basa en que ha vivido al mismo tiempo que la gente de Neandertal, aunque sus restos sólo han sido encontrados hasta ahora en estratos térreos del paleolítico superior. Por este ejemplo se ve cómo dos razas, de las cuales una posee acusadas características primitivas y la otra coincide bastante con las actuales razas humanas, han podido ser contemporáneas.

No debe creerse que dentro de la humanidad se han llevado a cabo continuamente variaciones y transformaciones con las que se han modificado sin cesar las razas existentes, dando lugar a la formación de otras nuevas. Ya se ha indicado que las auténticas características raciales son invariables porque dependen de la herencia. Sólo en los largos períodos de tiempo de la primera diferenciación humana, cuando el gene, el portador de las características hereditarias en los cromosomas de las células generadores, era todavía muy lábil -como la biología concibe aquel estado sin poderlo conocer precisamente por eso- se han formado las razas humanas, de cuya multiforme variedad sólo muy pocas se pueden afirmar que han llegado a nuestros días.

El prodigioso y significativo acontecimiento en nuestro género durante los primeros milenios de su existencia, lo describe en magistral resumen el Prof. Eugen Fischer (1936) con las siguientes palabras:

«Los procesos de variación, que originaron la formación de las razas, se llevaron a cabo en los enormes espacios de tiempo de las últimas inter-glaciaciones, glaciación y período postglacial. Fueron períodos de incalculables miles de años, de repetidos cambios de clima, tiempos en los que la joven humanidad recorre interminables espacios, nunca antes pisados por el hombre, tiempos en los que se encontraba al principio de su evolución espiritual y superior por ello, al reino animal y a la naturaleza toda. No podemos figurarnos con exactitud el rigor de selección y eliminación y la grandeza de sacrificios que ha costado esta evolución de la humanidad. Cuando la última glaciación y sus derivaciones pasaron, vemos a la humanidad, por así decirlo, consolidada en razas y pueblos. Los pueblos neolíticos se situaron en Europa, los mongoles en Asia oriental y los negros en África. De entonces procede la actual separación de las razas, cuya formación se realizó, por lo tanto, a partir de aquel momento. En el largo transcurso de tiempo de aquellos primeros de la humanidad, existieron también algunos grupos de hombres provistos de características primitivas, contemporáneos con las demás razas que poblaban cualquier rincón de la tierra, entonces tan escasamente habitada».



En nuestra exposición se consideran «hombres primitivos», únicamente aquellas razas que revelan sus características primitivas como herencia biológica. Su gran antigüedad esta fuera de toda duda y son arquetipos. Bajo esta consideración pertenecen también los fueguinos a los «hombres primitivos», y se les incluye en las escasas tribus primitivas de los indígenas de América. La etnología les atribuye una serie de características de verdadero primitivo; la mayoría de ellas se presentan en el cráneo y son visibles a simple vista en la cabeza de un fueguino vivo. Hablemos brevemente de las que ofrecen dichos cráneos. Es natural que dichas indicaciones se refieren al tipo medio.

El cráneo de las tres tribus fueguinas muestra una forma regularmente dolicocéfala, con una pequeña capacidad en relación al europeo, a pesar de su tamaño absoluto. El calvarium y la mandíbula inferior, respectivamente, llaman la atención por su extraordinario peso. En forma decisiva contribuyen a ello las osificaciones, esto es, los engrosamientos óseos en la mayor parte de la bóveda. Como una destacada característica racial tenemos los abultados arcos superciliares, detrás de los cuales el cráneo se reduce considerablemente; por consiguiente, la frente y la parte anterior del mismo parecen achatadas, subiendo suavemente hacia atrás. La parte posterior del cráneo sobresale mucho por detrás, ofreciendo una gran rugosidad en su superficie. En oposición a estas características tan primitivas, poseen los cráneos fueguinos un prognatismo muy reducido, aunque debe recordarse también que no es necesario que vaya unida a un cráneo primitivo la forma de un acusado hocico.

Las características primitivas que con tanta abundancia se pueden comprobar en los cráneos de la Tierra del Fuego, coinciden externamente con aquellas particularidades por las cuales los indígenas australianos han sido tan inferiormente considerados. Semejante coincidencia no se debe a un parentesco de tribu o biológica. Para mayor claridad he denominado aquellas características primitivas de los cráneos fueguinos como de «forma australiana» y con dicha expresión quiero dar a conocer una coincidencia externa, fácilmente perceptible. Semejantes características inferiores, demostrada en gran cantidad de cráneos fueguinos, las considero como una especial evolución de una raza primitiva que inmigró a América en los más remotos tiempos.

Una vez que con estas nociones fundamentales se han puesto de manifiesto las primitivas características raciales de los cráneos fueguinos, se comprende la afirmación de que nuestros indígenas del Cabo de Hornos representan un grupo primitivo y que se aproxima más que ningún otro pueblo americano al principio de la evolución de la humanidad.

La diferencia que representan los cuerpos de los cazadores nómadas por una parte, y la de los nómadas acuáticos por otra, nos obliga a una separada descripción de ambos. A los primeros los representan los Selk’nam, que recorren a pie la Isla Grande de la Tierra del Fuego; a los últimos pertenecen los Yámanas, asentados en el archipiélago de la Patagonia occidental. Es evidente, y no sin fundamento, que casi todos los viajeros europeos han considerado a los dos grupos de los referidos nómadas acuáticos como feos y poco agradables, como repulsivas y horrorosas criaturas; yo mismo experimenté una inolvidable y desagradable impresión cuando vi por primera vez algunos Alacalufes. Diferentes circunstancias externas se aúnan para que presenten esa repugnante caricatura de seres humanos.

Ningún otro pueblo salvaje ha sido descrito de forma tan unánime por numerosos observadores de todos los pueblos y naciones, con unos tonos tan poco favorables como lo fueron nuestros Yámanas. Están asentados en la parte de la Tierra del Fuego más cercana al círculo polar y son los habitantes más meridionales del continente. La hostil, dura y triste naturaleza en la que vive dicha tribu constituye un lúgubre y desapacible primer plano que refleja sus tenebrosas sombras sobre aquellos hombres. Si se prescinden de todas estas circunstancias, muy poco ganarían los habitantes. Resultan mucho más repulsivos cuando se ha tenido la oportunidad de admirar poco antes las magníficas estaturas, las agradables facciones y el seguro dominio en su manera de andar, gestos y ademanes de sus vecinos los Selk’nam. El concepto de todos los navegantes y viajeros sobre los Yámanas, desde su descubrimiento hasta nuestros días, tiene mucho de verdad y el juicio general expresa un manifiesto horror. Si se examina detenidamente dichas relaciones, se comprobará que se refieren principalmente a personas mayores. La gente joven posee indudablemente algunos rasgos físicos agradables, y un poco de aseo personal, produce en el más breve plazo una sorprendente transformación en su aspecto externo.

En primer lugar, se ha de mencionar las manifestaciones que Charles Darwin expresó sobre los Yámanas, cuando a los veinte años se encontró por primera vez con ellos.

En una carta fechada en Valparaíso el 2 de julio de 1834, declara:

«No he visto nada en mi vida que me haya impresionado tanto como la primera visión de un salvaje. Era un fueguino desnudo, sus largos cabellos le cubrían casi por completo, su rostro estaba pintado con diversos colores. En su cara había una expresión que creo que quien no la haya visto no se la puede figurar. De pie sobre una roca profería gritos y hacía gesticulaciones, ante las cuales se comprenden los sonidos de los animales domésticos».



Varias veces entró en contacto el joven Darwin durante su viaje por el lejano archipiélago con grupos más o menos nutridos de Yámanas. De su larga descripción, se extractarán sólo algunos párrafos que sirvan de base a nuestra tesis. Escribe a fines de 1832:

«Cuando un día íbamos a desembarcar en las cercanías de las islas Wollaston, bogamos junto a una canoa ocupada por seis fueguinos. Constituían el grupo de criaturas más feas y miserables que he visto en mi vida... Los hombres llevaban en su mayoría una piel de nutria o unos trozos pequeños de cuero, aproximadamente del tamaño de un pañuelo grande, que apenas bastaba para cubrirles las espaldas hasta las caderas. Estaba sujeto sobre el pecho por unos cordones transversales y, cuando el viento soplaba, se movía a uno y otro lado. Estos fueguinos se hallaban completamente desnudos en sus canoas y hasta una mujer se encontraba de la misma forma. Llovía mucho, y el agua caída, unida a las salpicaduras de los remos, resbalaba sobre su cuerpo.

En un puerto situado no muy lejos vino un día una mujer al costado del buque, llevando a un niño recién nacido y allí estuvo curioseando mientras caían sobre ella los copos de nieve que se derretían sobre su pecho sin el menor abrigo, así como sobre la piel del niño.

Estas pobres y miserables criaturas se hallaban atrofiadas en su desarrollo; sus feos rostros estaban pintados con colores blancos, su piel era sucia y grasienta, sus cabellos enmarañados, sus voces desentonadas y sus ademanes violentos. Ante el espectáculo de estos hombres, es difícil creer que sean semejantes nuestros y habitantes de un mismo mundo... De noche duermen sobre el suelo cinco o seis, desnudos y apoyados unos en otros, como verdaderos animales, apenas protegidos contra la lluvia y el viento de este borrascoso clima...

Los diferentes grupos se encuentran en continua guerra entre sí y son caníbales. Según los coincidentes testimonios de los muchachos atrapados por Mr. Low y Jemmy Button’s (dichos dos muchachos eran auténticos Yámanas), resulta de todo punto cierto que cuando en invierno se ven azotados por el hambre, prefieren matar y devorar a sus mujeres más viejas antes que degollar a sus perros...»



El mismo tenor tienen las horrorosas descripciones de otros observadores y cabe preguntarse con todo fundamento: ¿Cuál es la razón por la que los Yámanas han aparecido de forma tan repulsiva a todos los europeos? Un crítico imparcial tiene que admitir que sus cuerpos no son tan deformes físicamente. Ahora bien, el más completo abandono de sus cuerpos desnudos con la espesa costra de inmundicia adherida a los mismos, provocan horror al que los contempla. La mirada fija y hosca de asombro con la boca abierta, los movimientos bruscos de todo su cuerpo, los indómitos modales y los gritos salvajes de estos seres, cuando una embarcación europea se aproxima hacia ellos originan una extraña sorpresa. En personas de edad adulta y en las viejas, el cuerpo aparece deformado, debido al desproporcionado esfuerzo de los músculos del brazo y pecho, pareciendo incapaces de sostenerse espontáneamente derechos. En cueros vivos salen corriendo a toda prisa, en busca del visitante europeo para obtener algunos obsequios al mismo tiempo que tiemblan de frío y cansancio; a veces llenos de gruesos pedriscos o chorreando por la fuerte y prolongada lluvia, casi ateridos de frío y castañeando fuertemente los dientes. Quien se encuentre por primera vez ante semejantes tipos en el helado y borrascoso archipiélago del Cabo de Hornos, bajo un cielo sombrío y cargado de nubes, siente profunda compasión de tan desvalidos indígenas y horror ante su lamentable estado de necesidad.

Desde hace algunas decenas de años se cubren los Yámanas con trozos de vestidos de procedencia europea; pero a la mayoría de ellos no les caen nada bien, pues los unen caprichosamente de la forma más ridícula, según sus cortes y colores, y, claro está, no tienen la debida aplicación. Con estos sucios harapientos y hediondos vestidos, que les vienen anchísimos, se presentan los hombres de forma más indecente que aquellos grupos de antes en su desnudismo natural. Lo que he tenido que referir en cuanto a fealdad y repugnancia de los Yámanas, puede repetirse y aumentarse con respecto a los Alacalufes del archipiélago de la Patagonia occidental.

Merece la pena volver a hablar de nuevo de las características corporales de los Yámanas. Son una raza de baja estatura; los hombres tienen por término medio una estatura de 1,60 cm. y las mujeres unos 1,48 cm. Como es corriente en las razas poco desarrolladas, predomina en ellos una singular proporción entre el desarrollo del tronco y las extremidades: las piernas son relativamente cortas en relación a su gran tronco, y los brazos resultan siempre demasiado largos en proporción al tamaño del cuerpo. Las mujeres de mediana edad, mucho más que los hombres, presentan los hombros muy vigorosos, así como la parte superior del cuerpo; la musculatura del pecho se les desarrolla extraordinariamente. Su tronco es enormemente ancho. Estas características antropológicas deben su origen a la forma de vivir y trabajar nuestros Yámanas. Diariamente manejan las mujeres el remo durante horas y horas, mientras que apenas hacen uso de las piernas acurrucadas en el fondo de la canoa; por eso se origina ese excesivo desarrollo en el busto y en los brazos. Esta desigual utilización de las partes del cuerpo actúa regresivamente -si se puede hablar así- sobre ambas piernas hasta el punto que sus musculatura y estabilidad se disminuye considerablemente. Dan la impresión de órganos raquíticos, impresión que aumenta cuando en la posición vertical toda la piel del cuerpo, especialmente por encima de las rodillas, se ve llena de arrugas y de algunas grietas extraordinariamente profundas. En contraste con las piernas, los brazos son fuertes y redondeados, con abundante tejido subcutáneo grasoso. El cotidiano y casi siempre rudo trabajo hace que las manos sean toscas y sus gruesos dedos muy ágiles; por naturaleza sus manos son pequeñas y bien formadas, por lo cual agradan bastante a primera vista.

Estos indios no saben andar sino descalzos. Su paso resulta pesado porque apoyan toda la planta del pie. A pesar de ello muestran mucha agilidad cuando recorren su escabroso y accidentado país, aventajando en sus rápidas marchas a sus vecinos los Selk’nam.

En la fisonomía de su rostro llaman la atención sus fuertes y toscas facciones, a las que se une corrientemente un acusado saliente lateral de la mandíbula inferior. El abultamiento de los pómulos origina no sólo un rostro ancho y achatado, sino que acentúa la inclinación de la fisura de los párpados. La boca arqueada resulta desagradable y un poco menos los delgados labios y la barba completamente redondeada. La especial configuración de sus ojos de regular tamaño, con su característica arruga india, fue considerada erróneamente por muchos observadores superficiales como procedente del ojo mongol. El color del iris es pardo oscuro. Las cejas son ralas y en su mayoría se las arrancan por necesidades del adorno corporal. La proporcionada nariz es frecuentemente muy estrecha en su mitad superior y ancha en la inferior.

De la parte baja de la frente sólo queda visible corrientemente un pequeño claro, porque los cabellos avanzan por arriba y por los lados hasta el centro de la misma. Los cabellos negros, espesos e hirsutos, penden sueltos y desordenados de su cabeza; no les dedica el menor cuidado y se los peina muy raras veces. Cuando la frente, sienes y mejillas se hallan cubiertas con los cabellos y sólo se ve la ancha boca, casi siempre medio abierta, produce el rostro de los yámanas, con su mirada lánguida y su ligero parpadeo, una impresión verdaderamente desagradable. A ella contribuye el que su tosco rostro está lleno de porquería, granos o escamas producidos por una erupción de la piel. La lisa tersura y suave redondez que nos encontramos en los rostros jóvenes, que nos parecen casi satinados y bruñidos, borran de momento el recuerdo del de los desagradables rostros de los mayores y nos acostumbra un poco a tanta fealdad. El color natural de la piel no se puede determinar con facilidad, pues continuamente está sometida a la influencia del humo del hogar de la cabaña. Puede calificarse muy en general como de un moreno claro, algo acentuado.

Los Alacalufes son en su constitución física muy semejantes a los yámanas, aunque por término medio algo más pequeños. También sus rostros causan una extraña impresión. Desde luego, no son hombres guapos. Ahora bien, es corriente encontrar entre los jóvenes algunos cuyos tipos agradan suficientemente la vista del europeo. La juventud posee una contextura fuerte, y la mejor alimentación general se revela en sus redondeadas formas. Ambos sexos son de espaldas anchas y de cuerpo muy derecho. En personas de mediana edad se ven con toda claridad los sufrimientos que pasan por los cotidianas trabajos y por su forma de vivir. Nunca se desarrolla entre ellos una verdadera obesidad; pero yo vi algunas mujeres yámanas casi deformes por la gordura. La comodidad moderna, a la que se han podido entregar, favorece semejantes extralimitaciones de los anteriores cánones de sus tipos.

La ligera desproporción en la configuración de brazos, y piernas no alcanza entre los Alacalufes aquel grado que sorprende en la mayoría de los yámanas. Bajo este punto de vista, su aspecto físico es mucho mejor. Las formas redondeadas con huesos toscos y músculos fuertes, se presentan más agradables en las mujeres que en los hombres; ambos sexos revelan al andar y cuando están en posición vertical una mayor estabilidad que los yámanas. Es sorprendente observar que personas de avanzada edad tienen casi sin excepción una regular corpulencia, y apenas se presentan en ellos las manifestaciones corrientes de la vejez que son tan corrientes en Europa. En efecto, hasta la ancianidad más avanzada conservan estos indios una notable movilidad corporal y, sobre todo, una asombrosa agilidad en todos sus miembros; su paso es muy pausado y el tronco se inclina más o menos hacia adelante. En los niños llama mucho la atención el desproporcional tamaño de la cabeza, y en algunos sorprende a veces un vientre terriblemente exagerado; el tronco, tosco y rudo en todas sus artes, resulta corrientemente molesto a la vista del observador europeo.

En resumen, me parecen los cuerpos de los Alacalufes algo más proporcionados y mejor configurados que los de sus vecinos yámanas. Ahora bien, éstos poseen generalmente un rostro más agradable, pues en no pocos Alacalufes se presentan unas fisonomías extraordinariamente feas.

De lo anterior se deduce que entre los representantes de estas dos tribus vecinas no existe ninguna diferencia esencial en el aspecto externo de ambas; es más, para un buen conocedor de las circunstancias le es muy difícil decidir de momento, ante la sola mirada del cuerpo de varias personas, si pertenecen a una u otra tribu. Como ambas tribus coinciden mucho en su forma de vivir y en casi todas sus costumbres, sólo por la posesión de un idioma completamente distinto pueden distinguirse.

Extraordinaria diferencia existe entre las dos tribus nómadas acuáticas y las arrogantes figuras de los cazadores nómadas de la Isla Grande de la Tierra del Fuego. Ya a los primeros viajeros llamó la atención el parentesco, de formas existentes entre nuestros Selk’nam y los Patagones del continente, al norte del Estrecho de Magallanes. Semejante relación existe en la realidad, y no sólo desde el punto de vista de su enorme estatura. Esta llamaba la atención, como es lógico, a todo visitante europeo, tanto en la Patagonia como en la Tierra del Fuego.

He aquí el juicio manifestado por el poco glorioso aventurero americano Frederick A. Cook, quien, como miembro de la empresa marítima «Bélgica», mandada por el capitán George Lecointe, entró vacías veces en contacto con los Selk’nam durante los años 1897 a 1899:

«Corporalmente son los Onas (Selk’nam) unos gigantes, sin que lleguen a tener los siete y ocho pies de estatura, que decían los primeros viajeros de la época de los descubrimientos. Su altura media alcanza los seis pies (1,83 ms.), algunos llegan a tener seis pies y seis pulgadas y sólo algunos pocos son más bajos de dicha estatura. Las mujeres no son tan altas y por ello son algo más corpulentas. No existe raza humana en el mundo de más perfecto desarrollo que los hombres Onas. Este único y singular desarrollo se debe a las circunstancias locales y en especial a la caza, que requiere grandes caminatas a pie. Los hombres Onas son sin duda alguna los mejores corredores del continente americano».



El etnólogo sueco Hultkrantz los describió con estas significativas palabras:

«Los Selk’nam son de gran estatura, de fuerte complexión y bien proporcionados. En cierto modo poseen una fisonomía atractiva y un andar rápido y hasta elegante».



En el mismo sentido se expresó finalmente el capitán de marina Lecointe:

«Los hombres, tienen un semblante más simpático que las mujeres. Poseen una magnífica estatura.»



Hombres altos y magníficamente proporcionados son nuestros Selk’nam. Su tipo elegante resulta al visitante más agradable cuando viene de la zona donde viven los pequeños y deformados yámanas. La perfecta posición vertical, la tranquilidad del dominio de sí mismo, la penetrante mirada, la fisonomía facial perfectamente acusada, la fuerte constitución de todo su cuerpo y la fácilmente excitable elasticidad de todas sus partes, nos resultan atrayentes a los europeos. A una regular proporción de los miembros y a un proporcional tamaño del tronco se une una regular abundancia de formas y una ligera acentuación de la musculatura. En la piel se acusa una redondez de formas, aunque no muy exagerada, apreciable en los hombres en muchas partes de su cuerpo. Instintivamente llama la atención, la corpulenta, derecha y gran estatura con la que no guarda relación la alta y pequeña cabeza con un rostro casi siempre ovalado y alargado. Este rostro tan sugestivo, revela mucho contenido espiritual. En los hombres se encuentra reflejado con unos rasgos destacados, fuertes y a veces duros; en las mujeres se acentúan todas estas características por una mayor redondez de formas. Por todas estas circunstancias, agrada el rostro de los Selk’nam y permite inferir la existencia de una activa vida interior.

Por sus rasgos faciales se aproxima esta tribu a los indios de las praderas norteamericanas; sobre todo es común a ambos grupos una nariz regularmente grande, estrecha y alargada con un comienzo achatado y con un lomo muy alto. Estrecha coincidencia existe también en la elevada estatura. Dicha estatura no puede explicarse en cuanto a los Selk’nam como una consecuencia de su espacio vital, ya que tenernos una sencillísima y evidente prueba en contrario en el hecho de que sus inmediatos vecinos, las yámanas y Alacalufes, son de baja estatura, aunque su alimentación y medio ambiente sea casi el mismo. Según la opinión general que me parece aceptable, la elevada estatura que ofrecen nuestros Selk’nam y Patagones parece ser la forma propia de la estepa. Dicha gran estatura se repite en las praderas de Norteamérica y en las llanuras esteparias del África oriental. Ahora bien, de esta coincidencia externa entre forma de raza y medio ambiente no quiero afirmar como necesaria una relación casual entre la elevada estatura y el espacio vital estepario, ni presentar esta asociación de hechos como una regla general.

A pesar de los fuertes contrastes en las características corporales de los pueblos cazadores Selk’nam, por una parte, y los nómadas acuáticos por otra, coinciden ambos grupos en la posesión de características aisladas, con las cuales aparecen como una raza especial, como auténticos indios, es decir, como miembros del tronco principal mongol en el suelo americano. Evidentemente lo comprueban las siguientes características: el cabello hirsuto de color castaño oscuro, la nariz larga y afilada con elevado lomo, los robustos pómulos con achatamiento en la parte central del rostro, la débil membrana mucosa de sus labios, el color pardo claro de su piel, la vellosidad generalmente escasa en todo su cuerpo y la no menos escasa barba. Otras características antropológicas indias son de menor importancia.

Actualmente nadie pone en duda que toda la primitiva población de América se sintetiza en una sola y gran unidad racial que hay que agregar al tronco mongol. Ha inmigrado de Asia en varias oleadas por el puente de tierra que en aquella época, en la postglaciación, aproximadamente 12.000 años antes de Jesucristo, unía ambos continentes en la región donde se encuentra el estrecho de Bering. Hoy representa la cadena de las islas Aleutianas el espacio de la referida unión. Dichos americanos primitivos se extendieron en su nueva patria, como dice el Prof. Fischer, «todavía dentro del último diluvio y, a través de la estrecha faja de tierra de la América central, poblaron Suramérica, donde han quedado sus restos. En América, por lo tanto, se ha diferenciado la raza...».

De todas las variedades en que se desdobló en el transcurso de los siglos la gran rama racial americana, han quedado algunos tipos raciales primitivos, de los cuales los más antiguos son sin duda nuestros fueguinos.

La totalidad de los americanos primitivos no tomó posesión de una vez del entonces helado y despoblado continente, sino que lo hizo en pequeñas bandadas, a las cuales seguían con toda seguridad unas oleadas de pueblos más o menos grandes en irregulares períodos de tiempo. Los primeros que se tuvieron que orientar por el Nuevo Mundo, llevaron consigo la cultura que poseían. Del período postglacial, mejor dicho, de comarcas que no se helaron durante la última glaciación proceden característicos artefactos.

Con esta palabra se designan aquellos objetos manuales de madera o hueso, concha, metal o piedra confeccionados para diferentes necesidades, principalmente para utensilios, enseres y armas. Todos los artefactos que hay que atribuir a los primitivos inmigrantes son exponentes de una modesta cultura del paleolítico inferior, con predominante empleo de utensilios de concha y madera. No debe concebirse esta cultura como igual a aquella otra en la que predominaba el hacha de mano y el vaso campaniforme, que nos es conocida en la prehistoria europea, en cuyo continente ponen de relieve, algunos yacimientos la existencia de la referida cultura del hueso y la madera (Cueva del Dragón en Váttis, Suiza, Mixnitz en Estiria y Caverna de Pedro en Nürenberg). Precisamente esta muy primitiva forma de cultura, pervive intacta en nuestros días en la economía de los nómadas acuáticos fueguinos, yámanas y Alacalufes. Otro conjunto de artefactos, descubiertos en muchos lugares, nos obliga a considerar a los primeros habitantes del Nuevo Mundo como cazadores nómadas, manera de vivir que coincide esencialmente con la que practican todavía hoy nuestros Selk’nam.

Si se investiga el especial proceso evolutivo de los fueguinos -como aquí se ha indicado brevemente- no se necesitan muchos argumentos más, para afirmar que probablemente penetraron en el Nuevo Mundo unidos a sus primeros pobladores o que, quizás, fueran sus primeros habitantes y que posteriormente fueron empujados hasta su punta meridional por nuevos inmigrantes. Su primitiva cultura la han conservado casi sin variar a través de los siglos; además sus acusadas características antropológicas primitivas ponen de manifiesto su completo aislamiento desde los más remotos tiempos. En este sentido es considerado por nosotros el grupo fueguino como «americano aborigen» y en general como «hombre primitivo». Es evidente que el fueguino se encuentra más cerca del principio de la humanidad que ninguna otra tribu americana. Con más seguridad que ninguna otra, nos permiten una visión exacta de la esencia y la vida de los primeros seres humanos al empezar el desarrollo de nuestro género, poniéndonos de manifiesto dicha vida primitiva con una absoluta fidelidad en su actual forma de vivir. En el fueguino se presenta ante nuestra vista, viendo y actuando en sus detalles más mínimos, la primitiva humanidad.

Mientras en la parte central de América, mucho antes de su descubrimiento, se habían desarrollado algunas culturas superiores, la inmensa mayoría de los indígenas del Nuevo Mundo quedaron sometidos a otras clases de culturas inferiores. Esta afirmación se puede aplicar con toda exactitud a la lejana Tierra del Fuego, donde la mezquina naturaleza y aquel especial mundo ambiente impidió que se progresara del nomadismo más sencillo.

No habían hecho más que llegar a conocimiento de los europeos, en los años de los descubrimientos, la sorprendente abundancia de culturas superiores americanas, cuando al mismo tiempo, arriesgados viajes de exploración descubrían los secretos del lejano sur con los indígenas más primitivos de América, poniéndolos de manifiesto al asombrado Viejo Mundo.




ArribaAbajoCapítulo III

A la Tierra de Fuego


Los acontecimientos de trascendencia mundial, verdaderamente revolucionarios que derriban de un solo golpe ideas largo tiempo defendidas y concepciones profundamente arraigadas, no son nunca fruto de un madurado pensamiento ni de un regular desarrollo. A veces son resultado de errores o de una suerte imprevista. También América fue descubierta por casualidad.

Los dos estados ibéricos, Portugal y España, buscaban en aquel entonces una unión con las Indias orientales a través del mar, con la idea de abaratar el comercio con el lejano oriente. Por esta razón se encontraron sin pensarlo, y por pura casualidad, en el continente americano; y bien es verdad que no lo reconocieron como tal hasta unos cuantos años después.

Lisboa se convirtió de pronto en un famosísimo puerto comercial y en el punto central de la ciencia náutica. El príncipe portugués, Enrique el Navegante, había animado con su aliento personal a los audaces aventureros de su época a una serie de atrevidos viajes, dando comienzo con ellos al «Siglo de los Descubrimientos».

Sin descansar en su tarea avanzaron los osados descubridores a lo largo de la costa occidental de África. En 1436 pasó Alonso González el Ecuador. Cada nueva expedición que salía de Portugal, volvía con nuevos conocimientos y reafirmaba la esperanza de encontrar el camino marítimo hacia las Indias.

En 1483 propuso el genovés Cristóbal Colón al rey de Portugal buscar, navegando hacia Occidente, la ruta hacia la India, atravesando el océano Atlántico; y, por tanto, al contrario de lo que habían hecho las expediciones anteriores. Fue rechazado. La corte portuguesa no quería perder el tiempo en nuevos proyectos, sino fomentar con todos los medios de que disponía sus empresas descubridoras a lo largo de la costa Africana.

Una pequeña flota de tres carabelas, bajo el mando de Bartolomé Díaz, divisó en agosto de 1486 la punta meridional de África y la circunnavegó. En la alegre esperanza de que desde allí se había logrado el anhelado fin, dio el Rey a este promontorio el nombre de «Cabo de Buena Esperanza». Pocos años después, pudo finalmente Vasco de Gama surcar el Océano Índico y el 20 de mayo de 1498 echó anclas en Calicut. ¡El camino marítimo a la India, a través de la ruta de Oriente, se había descubierto!

La otra nación de la Península Ibérica, España, que por la unión de Aragón y Castilla, se había fortalecido, siguió los avances de los viajes de descubrimientos portugueses con miradas llenas de envidia. Entonces entró en juego Colón. Molesto y ofendido ante la negativa de Portugal, se ofreció a encontrar un camino más directo para la India, y en pocos días, siguiendo rumbo a Occidente. Admite con el célebre astrónomo Pablo Pozzo Toscanelli y el geógrafo alemán Martín Behaim, que Asia se extiende mucho más hacia el este de lo que hasta entonces se había supuesto y, precisamente por ello, la distancia a la India desde la península ibérica es mucho menor que por el camino alrededor de África.

La corte española acepta la propuesta y las grandes exigencias del genovés, hasta el punto de que el 3 de agosto de 1492 podía emprender su viaje de descubrimiento. El curso y el resultado de este viaje son de sobra conocidos, así como el fatal error de que las nuevas tierras descubiertas pertenecían a Asia, esto es, a la India. Colón denominó a las islas por él descubiertas «Indias Occidentales» y anotó en su viaje de retorno a España las prodigiosas impresiones que había recibido en el Nuevo Mundo. Aunque recibió por tres veces medios para mandar otras tantas expediciones a Occidente, nunca pudo aportar pruebas concluyentes de su desembarco en la India, ya que no traía de allá las tanto tiempo esperadas riquezas. Cayó en desgracia y murió finalmente pobre, amargado y abandonado, aunque en la firme creencia de que había descubierto las tierras orientales de Asia.

Los éxitos comerciales de los portugueses, en sus lucrativos viajes al oriente, y la presunción de que a través de las tierras descubiertas por Colón se podían abrir paso fácilmente a las riquezas de Asia, lanzó a los españoles a nuevos viajes hacia occidente.

Con firme energía pidió gente Américo Vespucio para un viaje occidental a la Tierra de las Especies de Asia y tuvo la suerte de que a dos expertos marinos les fuera confiada su conclusión en el año 1508. Alcanzaron hasta los 40 grados de latitud, es decir, un poco más al sur de la desembocadura del Plata. Pocos años después ocurrió un acontecimiento de enorme importancia: Vasco Núñez de Balboa, avanzando a través de la peligrosa selva virgen del Darien, en el istmo de Panamá, alcanzó la costa pacífica.

Enseguida entrevió la embrollada opinión de que en la parte occidental de la masa de tierra recién descubierta se extendía un océano y que la supuesta India oriental era un continente independiente. Inmediatamente del descubrimiento de Balboa, pensaron los españoles aprovechar la posibilidad de llegar a las Molucas a través de algún estrecho al sur del Nuevo Mundo, siguiendo ruta al occidente. Hacía más factible esta idea el hecho de que la nueva, tierra descubierta tenía una forma semejante a África y que como ella, se estrechaba en punta hacia el sur.

En primer lugar, emprendieron Díaz de Solís y Pinzón un nuevo viaje de descubrimiento, a lo largo de la costa oriental brasileña y avanzaron por las bocas del Plata, guiados por la engañosa esperanza de que había descubierto la deseada travesía al mar del Sur, pero circunstancias adversas les hicieron retroceder.

Al mismo tiempo que ellos, el astrónomo y geógrafo florentino Américo Vespucio, había recorrido -al servicio de Portugal- la costa del Brasil y con ello reconocido la enorme extensión de las regiones recién descubiertas. Molesto por la ingratitud de Portugal, ofreció a España sus conocimientos y experiencias. Casi al mismo tiempo trató un portugués, el experto y flemático Fernando de Magallanes -disgustado con su propia patria-, conseguir la realización de sus proyectos descubridores por medio de España. Fue acogido benévolamente tanto él como sus compañeros por la Corte, en Valladolid, y, después de una detallada exposición de sus proyectos, recibió la orden de equipar una flota con la cual llegaría a las Molucas, rumbo a occidente.

Sobre estas conversaciones en la Corte española refiere el sabio Padre Las Casas lo siguiente:

«Magallanes trajo consigo una magnífica esfera del mundo, en la cual estaban señaladas todas las costas conocidas. Solamente había dejado de señalar las cercanas al lugar donde suponía se encontraba el Estrecho, con la idea de no verse defraudado en su secreto. Me encontraba yo en aquel día y en aquella hora en el gabinete del Canciller, cuando el obispo Fonseca trajo la esfera para que Magallanes indicase la vía por la que quería ir. Después le pregunté personalmente, en posteriores conversaciones, sobre la trayectoria que había ideado. Me contestó que quería buscar primero el cabo Santa María en aquel río que ahora denominamos Río de la Plata y desde allí aproximarse a la costa hasta que descubriese el Estrecho. Entonces le hice la siguiente objeción:

-Y en caso de que no encontrase ese camino, ¿cómo queréis alcanzar el Mar del Sur?

A esto me respondió:

-Si yo no diera con ningún estrecho, entonces tengo que escoger el mismo camino que siguen los viajeros portugueses para las Indias orientales».



La flota expedicionaria se componía de cinco naos con una dotación de 265 hombres, y salió del puerto de San Lúcar el 20 de septiembre de 1519. Magallanes tomó rumbó a la costa brasileña y puso velas hacia el sur hasta que echó anclas en la bahía de San Julián, en la costa de Patagonia. Todos los indicios revelaban lo mismo: que siguiendo hacia el sur serían siempre de esperar aguas procelosas. Como Magallanes suponía que en su travesía había alcanzado los 75º de latitud, se encontraba muy preocupado, y decidió guarecerse en un lugar seguro para pasar el invierno.

El cronista Pigafetta, que tomó parte en el viaje, a bordo de la nao almirante Trinidad, registró con fecha 31 de marzo de 1520:

«En 49 y 1/2 grados latitud sur encontramos un buen puerto. El Capitán general decidió pasar aquí el invierno y esperar la estación favorable para continuar el viaje».



Su orden de que se levantasen cabañas en la orilla de la costa y de que se acortasen las raciones alimenticias a fin de poder pasar el invierno, dio origen a un serio malestar entre los capitanes y la tripulación, degenerando su resistencia en un abierto motín. Con decidida entereza acabó sangrientamente Magallanes con esta revuelta, aunque tuvo como consecuencia que una nao de la expedición se volviese a España. Poco después de estos hechos, se perdió la nao Santiago en un viaje de exploración al sur del río Santa Cruz.

La obligada ociosidad de los meses siguientes, la aprovechó Magallanes para enviar marineros armados al interior, con el fin de establecer acuerdos amistosos con los indígenas. Sobre el primer encuentro con los patagones nos ha dejado Pigafetta una breve relación. Es lo suficientemente interesante para que la reproduzcamos aquí:

«Habían transcurrido ya dos meses sin que encontrásemos a nadie en esta tierra, así que ya no teníamos la menor duda de que nos hallábamos en una zona desierta. Pero para asombro nuestro, divisamos un día en la costa a un hombre del tamaño de un gigante, que bailaba desnudo y cantaba, mientras se echaba arena sobre la cabeza. Nuestro capitán le envió enseguida un marinero, a quien le ordenó que imitase aquellos gestos en prueba de paz y amistad. El gigante así lo comprendió y se dejó llevar a una pequeña isla en busca de nuestro capitán. Manifestó gran asombro cuando nos vio y levantó un dedo hacia arriba, dando a entender probablemente con ello que creía habíamos venido del cielo.

El hombre era tan alto que con nuestra cabeza sólo le llegábamos a la cintura. Poseía una magnífica estatura, un gran rostro pintado de rojo con sus ojos rodeados de un color amarillo y dos manchas de forma de corazón en las mejillas: sus escasos cabellos estaban pintados de blanco. Su vestido o abrigo, cosido de pieles, procedía de un animal que es muy corriente en estos parajes. Este animal tiene cabeza y orejas de mulo, cuerpo de camello, patas de ciervo y cola de caballo; también relincha como si fuera un corcel; seguramente es el guanaco. Con esta clase de piel se cubría aquel hombre los pies, a manera de zapatos. En la mano llevaba un arco corto y fuerte, cuya cuerda, un poco más gruesa que la de un laúd, estaba hecha con los intestinos del referido animal; también llevaba flechas cortas de caña, uno de cuyos extremos terminaba como las nuestras, pero el otro, en lugar de punta de hierro, tenía una especie de pedernal blanco y negro. Con esta misma clase de piedra confeccionaban estos salvajes sus instrumentos cortantes para trabajar la madera.

En la playa se presentó otro indígena, que no quiso aproximarse a nuestra nao. Cuando vio que nuestros marineros se le acercaban, llamó a otros de su tribu que se hallaban parados no lejos de él. Enseguida, desnudos y desarmados como estaban, se colocaron en fila india y empezaron a bailar y cantar al mismo tiempo que levantaban el dedo índice hasta el cielo. Los nuestros les invitaron, por medio de signos, a que viniesen a la nao. Aceptaron dicha invitación. Los hombres, que sólo llevaban flechas y arcos, cargaron a sus mujeres con todas las cosas que les sobraban, como si fueran bestias de cargas. Las mujeres no son de tanta estatura, pero sí extraordinariamente gruesas. Se pintan y visten como sus hombres y llevan, además, una pequeña piel por encima de las caderas.

Seis días después, nuestra gente, que estaba cogiendo leña, vieron a otro gigante, vestido como los anteriores y armado como ellos, con la misma clase de arco y flecha. Este hombre no era de tanta estatura y elegante porte como los otros dos, y tenía unos agradables modales. Cantó y bailó de alegría con tanto arrebatamiento, que su pies se quedaron grabados en la arena con señales de varias pulgadas de profundidad. Pasó varios días entre nosotros.

Días 28 y 29 de julio de 1520. Después de catorce días, vinieron hacia nosotros otros cuatro hombres pertenecientes a este pueblo de gigantes. El almirante quería que en nuestro viaje de regreso trajésemos a España a los dos más jóvenes y de mejor porte. Cuando se dio cuenta de lo difícil que era emplear la fuerza para ello, se valió de la siguiente estratagema: les regaló una gran cantidad de cuchillos, espejos y perlas de cristal; después les ofreció un par de anillos de hierro de los que sirven para maniatar. Cuando mostraron el gran deseo que tenían de poseer estas piezas -que estaban hechas de hierro-, y por tener las manos cargadas no las podían coger, les indicó que se las pondrían en sus pies. Ellos aceptaron. Entonces nuestros marineros les colocaron las anillas de hierro en los pies y así quedaron encadenados. Cuando se dieron cuenta del ardid, se enfurecieron, chillaron y pidieron auxilio a Sebetos, su deidad principal.

Esta gente se viste, como ya se ha indicado, con una piel de animal. Con ella, después que le han quitado el pelo, cubren sus cabañas, las que trasladan al lugar que mejor les parece. Estos indios no tienen su morada en un lugar determinado, sino que, igual que los gitanos, las colocan en cualquier parte. Ordinariamente se alimentan de carne cruda y de una raíz dulce llamada Chapae. Son de mucho comer; los dos que cogimos prisioneros se comían diariamente cada uno una cesta llena de bizcochos y se bebían sin descansar medio balde de agua. Los ratones se los comen completamente crudos, hasta sin quitarles el pellejo. Estos salvajes se peinan como los frailes, aunque sus cabellos quedan un poco más largos, y se sostienen los pelos por medio de un cordón alrededor de la cabeza. Si hace mucho frío, se ponen una especie de turbante. Nuestro capitán denominó a este pueblo ‘Patagones’. Levantamos una cruz en la cima de un monte cercano, al que pusimos el nombre de Monte Cristo y tomamos posesión de esta tierra en nombre del Rey de España. Cuando Magallanes observó que la agitación del mar y la fuerza del viento había amainado, ordenó, el 24 de agosto de 1530, que siguiéramos con rumbo SW 1/4 W a lo largo de la costa».



Estos párrafos, sacados del Diario de Navegación de Pigafetta, son bastante elocuentes, ya que dan a conocer algunas costumbres y características que se presentan todavía hoy sin variar lo más mínimo entre los fueguinos de la Isla Grande, parientes cercanos de los patagones. También se deduce de dichos párrafos de qué manera se comportaron los españoles en sus primeros encuentros con los indígenas y cómo juzgaron su idiosincrasia.

Lo mismo que los españoles y portugueses de la época de la Conquista, se sucedieron en los siglos posteriores innumerables viajeros y observadores europeos que se ponían en contacto con los «salvajes» de todas las partes del mundo con mucha prevención, nacida de su propia arrogancia; de dicha postura han surgido un sinnúmero de falsos juicios y de interpretaciones erróneas, que en su mayoría han llegado hasta nuestros días.

La denominación de «Patagones», de la cual se puede considerar como indiscutible autor a Magallanes, ha permanecido para aquellos indígenas hasta nuestros días. Un poco más de 300 suman los actuales representantes de esta tribu.

A la flota de Magallanes no le acompañaba un tiempo favorable en la continuación del viaje, pero se iba acercando al anhelado fin. El autor del Diario de Navegación refiere:

«Cuando proseguíamos nuestro viaje hacia el sur divisamos a los 52º de latitud sur un promontorio (más exactamente una punta de tierra arenosa y llana), a la cual denominamos Cabo de las 11.000 Vírgenes, porque se descubrió el día dedicado a las mismas» [Día de Santa Úrsula y sus compañeras].



A lo largo de los dos meses después que se abandonó la bahía de San Julián, tuvo que luchar la flota contra fuertes vientos del sur para poder recorrer el corto trayecto que existía hasta dicho cabo. Aquí doblaba la costa inesperadamente hacia el oeste y después al noroeste. ¿Se había alcanzado realmente el deseado lugar de paso? El canal era ancho y las corrientes del mismo empujaban con más violencia que las auténticas mareas; y estas circunstancias no se dan en un brazo de mar cerrado. Aquel experto y profundo conocedor de las cosas del mar, Magallanes, vislumbró la realidad diciendo: «¡Aquí está la buscada unión de los dos océanos!». Pigafetta anotó las siguientes lacónicas y trascendentales palabras: «1 de noviembre de 1520. Toda la flota entró en el estrecho». El almirante lo denominó, en honor del día y debido a su sentimiento religioso, «Canal de Todos los Santos»; la posteridad, en justo reconocimiento a su propia obra, le dio el nombre del descubridor.

El almirante de la flota se dispuso a reconocer la región. Estalló una terrible tormenta que tuvo a todas las naos en gran peligro durante 36 horas. El viento, que hasta ahora había soplado procedente del sur, procedía ahora del oeste, y, por tanto, de nuevo en contra de la dirección del viaje, viento que a veces se tomaba en huracán. Sólo a costa de muchos esfuerzos, avanzaban cada una de las naos. Magallanes, a pesar de este grave peligro marítimo, se tenía por el hombre más feliz del mundo y no podía serenarse de alegría: vio clara ya la ruta a las Islas de las Especies y de allí a España. ¡La posibilidad de la circunvalación del mundo se había convertido en realidad!

Pero las dificultades aumentaban: en este lugar fue donde la nao San Antonio, que iba cargada de víveres, se hundió. El desaliento se apoderó de toda la tripulación; las naos se encontraban en un estrecho, que en ciertos sitios se ensanchaba considerablemente, pero que sus orillas llanas y arenosas y ante el viento contrario, dominante, de carácter huracanado, requería esfuerzos sobrehumanos la continuación del viaje.

Mientras Magallanes navegaba en la mitad oriental de este nuevo estrecho, escribió el autor del Diario de Navegación:

«Observaba de noche muchos fuegos y por ello denominó a esta región: ‘TIERRA DE LOS FUEGOS’».



Desde entonces el archipiélago más meridional de América lleva el nombre de «Tierra del Fuego». Otras explicaciones acerca de este nombre carecen de aquel justificado fundamento.

Quien conoce el modo de vivir de aquellos indígenas, puede fácilmente explicarse las circunstancias por las que su descubridor le dio este nombre: cada familia aislada encendía fuego durante la noche, siguiendo su natural costumbre, a lo largo de sus llanas costas, entre las cuales navegaba la flota española, calentándose en sus hogares. Lo mismo que en aquella fecha, constituye hoy el fuego para los indios una necesidad vital y flamea constantemente, irradiando su calor durante toda la noche, acompañando a cada familia en sus viajes en canoas a través de sus intrincados canales o a lo largo de sus orillas. Precisamente estos eran los fuegos que resplandecían en aquella oscura noche, en la que las dos naos españolas intentaban penosamente seguir adelante, casi a ciegas por el estrecho descubierto por ellos. Dichos fuegos hicieron creer al descubridor que semejantes señales indicaba las proximidades de hombres vivos. Pero no llegó a ver un fueguino.

Durante tres semanas se balancearon las dos naos que quedaban en aquellas aguas de enormes olas sin que avanzasen casi nada. Magallanes tuvo de nuevo que proclamar la firmeza de su tenaz y enérgica perseverancia con respecto al fin del viaje. En la decisiva junta del 21 de noviembre de 1520, en la cual había examinado el dictamen de sus dos capitanes, expresó su inquebrantable confianza diciendo:

«Que Dios que nos ha traído a este hermoso canal nos sacará de él y nos llevará al fin de nuestra esperanza».



De repente se dobló el estrecho hacia el noroeste en el llamado cabo Froward. Magallanes ordenó se hicieran algunas salvas y que se tomara rumbo noroeste. Inesperadamente un viento favorable hinchó las altas y anchas velas de las naos y éstas se deslizaron rápidamente a lo largo de la magnífica perspectiva de la parte occidental del estrecho.

En confuso desorden se levantaban en ambas orillas -surgiendo a veces de las oscuras y espumosas olas- las más extrañas formaciones de relucientes rocas, elevadas colinas y montañas cubiertas por las lluvias, pedriscos y nieves permanentes, cortadas bruscamente por muchos desfiladeros y estrechos o anchos canales. Lo mismo al sur que al norte, se extiende este sombrío y amenazador mundo montañoso con sus innumerables vértices y picos, cubiertos con la brillante nieve de ventisqueros; de los terribles y estrechos valles surgen, inclinados suave o bruscamente, los glaciares, que arrojan su masa de hielo azul cobalto al agua salada, al mismo tiempo que bordea el pie de la montaña el verde oscuro de las hayas de pequeñas hojas.

A los 22 días de viaje, se situaron finalmente las naos en la salida occidental del Estrecho. El cronista registró en el Diario de Navegación estas lacónicas y trascendentales palabras:

«El miércoles, 28 de noviembre de 1520, abandonamos el Estrecho y llegamos a un gran Océano, al cual denominamos después Mar Pacífico».



Por último, aquí encontró la pequeña flota sin esperarlo un viento favorable del cual se pudieron aprovechar, pues se mantuvo sin variar durante toda la travesía del mayor de los océanos. y así, después de tres meses, llenos de los más grandes sufrimientos y privaciones, alcanzó al fin la valiente tripulación las Especias. En la continuación del viaje de regreso, llegaron las dos naos a las Filipinas, donde Magallanes fue asesinado en su lucha con los indígenas.

Como único resto de toda aquella flota, atracó la nao Victoria en el puerto de Sevilla, el 7 de septiembre de 1522, llevando a bordo únicamente 30 hombres de toda aquella tripulación que 1.124 días antes había iniciado la partida.

Aunque Magallanes no pudo participar en su Patria del merecido homenaje ni presenciar la terminación de su empresa, sin embargo es considerado por la posteridad -merced a su propia obra personal, que echó por tierra la anterior concepción del mundo y abrió una nueva vía para la circunnavegación de la tierra- como uno de los más grandes descubridores de su época, tan rica en héroes como extraordinariamente avanzada.




ArribaAbajoCapítulo IV

¡Hombres de barro a la vista!


Para la Corte española, entonces mundialmente poderosa, y para sus gobernantes, eran de sobra conocidos el valor real y la importancia económica de las Islas de las Especias. En vista de que, gracias a Magallanes, se había descubierto una nueva vía para llegar hacia ellas, se decidió el emperador Carlos V a una rápida explotación de dicha oportunidad. Equipó una nueva flota, compuesta de seis naos y un lanchón, y les proporcionó una dotación de 450 hombres con García de Loaysa como almirante, y la envió allá, en julio de 1525, con la orden de que por el Estrecho recién descubierto entraran en el Océano Pacífico. Como vicealmirante le acompañó el experto marino, Juan Sebastián El Cano que había llevado a Sevilla la nao Victoria perteneciente a la desgraciada flota de Magallanes.

Dicha flota observó exactamente el mismo rumbo que se había llevado para el descubrimiento de la unión meridional entre ambos océanos, es decir, en sentido transversal a través del Océano Atlántico y después en dirección sur a lo largo de las costa oriental de América del Sur. Del Estrecho de Magallanes se habla lo siguiente en el Diario de Navegación, escrito en español y que transcribimos según la traducción al alemán de Johann Chr. Adelung:

«Este Estrecho puede tener desde el Cabo Virgen hasta el Cabo Desire unas 110 millas y unas 7 millas de anchura. En algunos lugares angostos son tan altas las montañas de ambas orillas, que parece que llegan hasta el cielo. El frío es extraordinario en estas comarcas, ya que en escasas ocasiones, y frecuentemente sólo unos momentos, se calientan con los rayos solares; ya puede suponerse la que será este frío durante el invierno, cuando sus noches son aproximadamente de diecisiete horas. En aquel lugar la nieve ha tornado con el tiempo un color azul. A pesar de ello se encuentran gran cantidad de verdes y bellos árboles, de aguas dulces, de buenos pescados, sardinas, tiburones, etc., cabras de gran tamaño (guanacos), mejillones y, por último, buenos puertos».



Esta primera relación sobre la región del Estrecho de Magallanes no es forma alguna exhaustiva. Da a conocer, de todos modos, y con bastante claridad, la dureza del clima y muchos otros inconvenientes de aquellas lejanas regiones; asimismo indica los rudos contrastes que existen en algunos fenómenos naturales de carácter general, y que llaman la atención a todo visitante europeo. Parece que la tripulación de Loaysa no tuvo ningún contacto con aquellos indígenas. Toda la flota avanzó en mayo de 1526 por la parte occidental del Estrecho de Magallanes hacia el Océano Pacífico y alcanzó, finalmente, las Islas de las Especias.

La rivalidad con la colonia portuguesa llegó pronto a una situación insostenible, por lo cual el Emperador Carlos V determina ceder a Portugal sus derechos sobre las Molucas contra la entrega de 350.000 ducados y retirarse del espacio de las Indias Orientales. España podía superar sin quebranto semejante renuncia. La América tropical, conquistada y colonizada para España por sus conquistadores en los primeros treinta años después de su descubrimiento por Colón, ofrecía tan prodigiosos tesoros, que la metrópoli olvidó, por así decirlo, las Islas de las Especias. Como el inmenso botín de tesoro procedente de las regiones descubiertas, principalmente oro y plata, se podía enviar mediante una vía más corta y más barata a hombros primero y en viaje costero por Panamá a Cuba y de allí a Europa, perdió el Estrecho de Magallanes su valor e importancia. Así, pues, la Patagonia y el mundo insular fueguino permanecieron por largo tiempo completamente abandonados.

Mas cuando los ingleses y holandeses, hacia fines del siglo XVI, cruzaban el Estrecho de Magallanes con rumbo a las Indias Orientales, los españoles se vieron obligados a cerrar esta ruta con una fortaleza y asegurarla con una colonia. Sólo muy poco tiempo fue posible esta situación. En los primeros meses del año 1580 surgieron en dicha colonia una serie de problemas de dificilísima solución: las semillas no llegaban a madurar, los animales domésticos se morían, y la región no ofrecía suficiente fuente de recursos para la alimentación. Todavía hoy llevan aquellos lugares el nombre de «Puerto del Hambre».

Después de la emancipación de los Países Bajos, los holandeses, que anteriormente habían navegado al servicio de España, se pusieron a competir como nación marítima independiente con sus anteriores dueños y trataron también de llegar a las Islas de las Especias. La ruta hacia ellas, a través del Cabo de Buena Esperanza, estaba cerrada por los portugueses y la del Estrecho de Magallanes por sus antiguos señores, cuyo control querían evitar. Por ello les quedó como único y hasta entonces inexplorado camino el de la circunnavegación del archipiélago más meridional de la Tierra del Fuego. Para resolver esta única posibilidad levaron anclas (1616) dos naos holandesas bajo el mando de Jacob Le Maire y Wilhelm Schoutens y pudieron, merced al viento favorable, pasar por delante de las últimas estribaciones del archipiélago fueguino, tan temido por sus tormentas. Lo denominaron, por el puerto de salida, con el nombre de «Cabo de Hornos». Posteriormente utilizaron con preferencia las naos holandesas esta ruta alrededor del tormentoso Cabo de Hornos, a pesar de que este trecho de recorrido estaba muy amenazado por fuertes e inesperados huracanes. Los numerosos naufragios han dado a esta región la triste denominación de «Cementerio de los barcos de vela». También los filibusteros, piratas ingleses, que hicieron tanto daño a España en aquella su más meridional colonia, utilizaban la ruta por el Cabo de Hornos, pues así evitaban la intervención de los españoles en sus correrías o viajes de piraterías y el pago de elevados impuestos. Aunque durante los siglos XVI y XVII han surcado las aguas del extremo sur del continente americano muchos barcos con fines comerciales, sin embargo, procuraban abandonar lo más rápidamente posible aquella peligrosa zona. De todos modos, alguno de aquellos viajes ha significado para la navegación marítima un considerable aporte por la exploración del laberinto de estrechos e islas, golfos y cabos, así como por la observación de las condiciones climáticas y de los ríos. También han proporcionado observaciones útiles sobre paisajes, flora y fauna y sobre la etnología y costumbres de aquellos indígenas. Sin embargo, se trata de breves y aisladas observaciones, de particularidades descritas al azar, por lo cual nos dan una visión completa y no nos permiten deducir de ellas un juicio general.

Hacia fines del siglo XVIII reciben los barcos que parten de los puertos europeos unas órdenes muy distintas y precisas. Sin abandonar completamente los fines e ideas de comercio, se les encarga preferentemente misiones geográficas y científicas. Todas las naciones marítimas de Europa toman parte en estas empresas. De importancia para la exploración del Estrecho de Magallanes y de la parte más meridional de América, han sido las exploraciones de Bougainville, John Byron, Wallis y Carteret por sus investigaciones meteorológicas e hidrográficas entre los años 1765 a 1769. Sus trabajos fueron superados por las concienzudas investigaciones de James Cook, quien, en sus dos viajes alrededor del mundo (1768 a 1771 y 1772 a 1775), permaneció algún tiempo en la región del Cabo de Hornos y, ayudado por sus sabios acompañantes Reinhold y George Forster, escribió exactas observaciones acerca del país y sus habitantes.

Para resolver la cuestión de si era preferible para los barcos de vela la ruta a través del Estrecho de Magallanes o a través del Cabo de Hornos, envió España en 1785 la fragata Santa María de la Cabeza, bajo el mando de Antonio de Córdoba; y dos años más tarde, a dos nuevos barcos bajo el mismo capitán. Con marinos instruidos y científicamente preparados, se llevaron a cabo detenidas medidas e investigaciones, hasta el punto de que sus resultados todavía hoy son aprovechables; muy valiosos son sus informes sobre el clima y manera de vivir de aquellos indígenas. La cuestión de la ruta más ventajosa para el viaje fue decidida a favor de la línea alrededor del Cabo de Hornos.

A esta expedición enviada por España, siguieron de 1826 a 1836, los viajes de exploración de los barcos de la marina inglesa Adventure y Beagle, mandados respectivamente por Parker King y Fitz-Roy, en los cuales tomó parte el entonces joven Charles Darwin. Casi al mismo tiempo exploró una escuadra francesa, bajo el mando de Dumont d’Urville, varios canales de la Patagonia occidental. Por último, el gobierno chileno emprendió por sí solo la tarea de investigar sus posesiones terrestres meridionales con una verdadera comisión de límites, mediante la que consiguió delimitar, al fin, casi por completo los intrincados contornos del ámbito insular fueguino y de la Patagonia occidental. En la comarca septentrional de la Isla Grande, penetraron las tripulaciones de la corbeta chilena Chacabuco, mandada por el Capitán Latorre (1870-74) y después por el Capitán Ramón Serrano Montaner en 1879.

En el año 1882 zarpó La Romanche, mandada por el Capitán Martial, llevando a bordo la «Misión Científica del Cabo de Hornos», con el objeto de detenerse durante un año en un lugar protegido de la bahía de Orange, en la Península de Hardy. Esta gran empresa científica recopiló no sólo observaciones astronómicas, climáticas y de exploración, sino que estudió también la flora, la fauna, así como la forma de vivir y la etnología de los Yámanas. La detenida descripción que hace de esta tribu, la más meridional de los indios de la Tierra del Fuego, no ha podido ser apreciada todavía en lo que vale por la circunstancia de que procede de una época, en la que los indígenas no habían experimentado aún la decisiva influencia del europeísmo. El estado y puro original de un pueblo salvaje, ofrece los más valiosos datos para la historia general de la cultura de la humanidad.

También Alemania tomó parte en la exploración del archipiélago de la Patagonia occidental por medio de la expedición «Albatros» (1833-35), mandada por el Capitán Plüddemann.

Por último, a fines del siglo pasado, una cuestión de límites entre Argentina y Chile obligó a hacer exactas medidas por medio de peritos competentes en la materia; con ellas se descubrieron regiones hasta entonces inexploradas y se consiguió tener una visión más clara sobre las regiones allí situadas. Desde entonces tenemos un gráfico completísimo de la Tierra del Fuego propiamente dicha, del Estrecho de Magallanes y del laberíntico archipiélago de la Patagonia occidental. Es indudable que habían de transcurrir cuatro siglos para que se pudieran dibujar los principales contornos del extremo meridional del Nuevo Mundo y para que se explorasen sus partes más importantes.

Al mismo tiempo que esta culta preocupación por las características de las regiones fueguinas y patagónicas, surgió la de su explotación económica, limitada exclusivamente a la caza. Mientras las regiones septentrionales son muy apropiadas para la caza mayor, en las desnudas y arenosas pampas del sur, se desarrollan muy bien, a pesar de la dureza del clima, los humildes carneros. Como la parte de la Isla Grande de la Tierra del Fuego situada frente a la Patagonia continental, ofrece casi las mismas características rurales que la Pampa patagónica, penetraron en ella los ansiosos europeos, hacia el año 80 del siglo pasado, y exigieron todos los terrenos que se adaptaban a la cría de carneros.

Todas las zonas de esta alargada comarca, desde la Patagonia septentrional hasta las agitadas olas que bailan el Cabo de Hornos, se encontraban pobladas por un pueblo primitivo. Ya Magallanes había visto algunos habitantes del continente más meridional y, por su tamaño de gigante, los designó con el nombre de «patagones»; el fuego del grupo de islas del sur le hizo deducir la existencia de pobladores. En el transcurso de los cuatro siglos que han pasado desde el descubrimiento de esta vía de comunicación entre ambos océanos, han entrado en contacto con los fueguinos marinos europeos de diferentes nacionalidades. Sus descripciones nos pintan a los indígenas en un auténtico estado primitivo, mientras mostraban la candidez de simples niños al observar las maravillosas cosas de Europa. Por otra parte, se deduce de estas descripciones, con qué desprecio miraban estos advenedizos blancos a los hombres primitivos allí establecidos. Tampoco debe olvidarse que los marinos, que pasaban a toda prisa, sólo podían captar lo que se les ponía a la vista, y no eran nada parcos en sus exageraciones ni en sus aclaraciones personales. Por último, existen algunos motivos lógicos que han dado y dan lugar a algunos errores.

El primer contacto directo de los europeos con los fueguinos, y sobre el cual nos da una breve relación, lo presenció Pedro Sarmiento de Gamboa. En octubre de 1579, por mandato del entonces Virrey del Perú, don Francisco de Toledo, zarpó del puerto del Callao y navegando en dirección sur se dirigió al archipiélago de la Patagonia occidental, cuyas costas debía recorrer en todos sentidos en busca de piratas ingleses. En aquel laberinto de estrechos y ensenadas, islas y penínsulas, se tropezó varias veces con algunos grupos de familias que vivían allí como pescadores nómadas. A los 50 grados de latitud sur entró la flota en la Bahía de San Francisco. El cronista de a bordo refiere, según la traducción hecha por J. C. Adelung:

«Cuando un soldado disparó contra unos pájaros, se oyeron inmediatamente unas voces confusas e imperceptibles procedentes de unos indios, que se encontraban en un monte al otro lado de la Bahía. Al principio creyeron los españoles que se trataba del aullido de lobos marinos; hasta que por fin vieron a gentes desnudas y con sus cuerpos pintados. Después observaron que los tenían untados desde las cabezas a los pies con una especie de tierra viscosa y colorada. Sarmiento ordenó que unos soldados pasasen a la chalupa, y cuando llegaron a la maleza, vieron a los indios en las espesuras del bosque sin otro vestido que aquella especie de tierra de color rojizo. Un hombre viejo, que mandaba a los demás y al cual éstos obedecían, estaba cubierto con una piel de lobo marino. Más tarde se vio salir de entre las rocas de la orilla a quince jóvenes que se aproximaban, indicando claramente con sus gestos su voluntad pacífica, levantando los brazos y dirigiéndose a las naos. Los españoles respondieron ante aquellos signos con gestos análogos.

Los indios se acercaron inmediatamente y Sarmiento les dio dos trozos de tela de lino y un gorro, porque en aquel momento no tenía otra cosa. Los timoneles les dieron también algunos presentes, con lo cual pareció que se quedaron satisfechos. Se les ofreció vino, que probaron, e inmediatamente rechazaron, no queriéndolo beber. Comieron bizcocho. Pero a pesar de nuestra buena voluntad, no adquirieron confianza con nosotros».



Cuando llegaron, y para mayor seguridad, Sarmiento mandó colocar dos centinelas. Se cogió a un salvaje por la fuerza para que sirviera de intérprete; se le llevó a la chalupa y se le agasajó, dándole vestidos y comida. Sarmiento designó a este lugar «Cabo de la Gente», porque fue el primer paraje donde había encontrado habitantes.

Seguidamente se siguió navegando y se continuaron cuidadosamente las observaciones, hasta que se llegó a una región desierta y muy difícil de escalar, en la cual el indio, que hasta entonces no había hecho sino llorar, se arrojó al mar, escapándose a nado. Los españoles continuaron su ruta y se cansaron de ver tantas islas, llenas de cosas para ellos desconocidas, pero desiertas y sin habitantes. Tan sólo en una de ellas encontraron, a la entrada de una profunda gruta, varias pisadas de hombre y unos restos humanos completos de hombre y otros de mujer.

Vieron también venir a una especie de almadía, compuesta unas veces de listones de madera muy unidos, otras de juncos entrelazados o de sapayos ensamblados. Estaban ocupadas por cinco indios, los cuales, en el momento que vieron a los nuestros, remaron hacia la costa abandonando sus piraguas y treparon a un monte cercano haciendo grandes aspavientos. El piloto se colocó con cuatro soldados en la almadía abandonada y la chalupa siguió navegando.

Cuando llegaron a otro Cabo, que parecía tener más habitantes, encontraron solamente una tosca, pequeña y redondeada cabaña, formada por ramas de árboles entretejidas y cubiertas con pieles de lobos marinos. En ellas vieron algunas cestas pequeñas con pescados, redes, huesos para arpones y cerámica del barro rojizo propio de aquella tierra; con este mismo barro se cubren sus cuerpos en vez de con vestidos. Más tarde descubrieron los españoles a otro de estos salvajes, a los cuales consideraron que se hallaban más cerca de las fieras que de las criaturas racionales.

En la mitad occidental del Estrecho de Magallanes, también se encontraron los españoles con algunos grupos pequeños de indígenas pertenecientes a la tribu de los Alacalufes. Después que habían pasado el Cabo Forward, el extremo meridional del continente, se le ofreció al sur, a través de la ensenada Magdalena, un magnífico panorama: el Monte Sarmiento (2.404 metros), la montaña más alta de la Tierra del Fuego. En el libro de a bordo se habla de él de la siguiente forma:

«Se descubrió una montaña muy alta cubierta con mucha nieve y que despedía fuego que no derretía la nieve».



Una estrecha faja de nubes en la doble punta de esta montaña, simula el confalón de un volcán.

Fiel a la realidad, describe Sarmiento la manera de vivir y las costumbres de los Alacalufes, su tímida actitud y la decidida desconfianza en su proceder con respecto a los advenedizos europeos. En la continuación de su viaje, a través de la mitad oriental del Estrecho de Magallanes, Sarmiento se tropezó casualmente, en la costa norte de la Isla Grande, con una ancha bahía, de profundas escotaduras y orillas muy llanas. En este lugar fue Sarmiento de Gamboa el primer europeo que se encontró con los pertenecientes a otra tribu de los fueguinos, los Selk’nam, erróneamente denominados Ona, los cuales se distinguen, en contraste con los pequeños Alacalufes, por su gran estatura. Sarmiento denominó a esta bahía, y por razón a sus habitantes, «Bahía Gente Grande».

El diario del viaje refiere, en la traducción de S. C. Adelung, los siguientes pormenores:

«Se navegaba todo lo rápido que era posible a través de estos estrechos, y cuando se había avanzado, se vio en un cabo a varios salvajes que chillaban y agitaban sus gorros y mantas de piel».



Sarmiento fue hacia ellos con 18 soldados; de ellos vinieron hacia él (Sarmiento) solamente cuatro, indios con arcos y flechas haciendo demostraciones pacíficas con sus manos, al mismo tiempo que decían «xiiotes», lo cual, según se dedujo después, significaba «hermanos». Ocuparon una altura, y cuando los españoles subieron a ella, los indios les indicaron por señas que sólo uno de los españoles debía acercárselas. Así ocurrió, uno de los nuestros partió hacia ellos sin arcabuz y con algunos regalos, perlas de coral, campanillas y peines. Todo lo aceptaron y le indicaron también por señas que se volviera; y así lo hizo. El alférez fue después hacia ellos y les ofreció otros regalos, que igualmente aceptaron; pero a pesar de todas las zalamerías y muestras de amistad que les ofrecimos, no se confiaron con nosotros. Sarmiento los dejó marchar para no exasperarles, y subió por otro camino a observar el canal.

Los cuatro salvajes que poco antes habían venido a nuestro encuentro, volvieron de nuevo, y sin pensar nosotros que hubiesen recibido por nuestra parte la menor ofensa, antes al contrario los habíamos agasajado, empezaron a atacarnos con mucho coraje. Hirieron al Almirante en el costado y en el entrecejo y le vaciaron un ojo a un soldado. Los demás soldados se cubrieron con los escudos y se arrojaron sobre sus enemigos; pero los gigantes huyeron tan rápidamente hacia el interior que no se les podía alcanzar con los arcabuces. Las bravatas de estos colosos parece que se adaptan muy bien a las que los libros de gigantes suelen contarnos sobre ellos.

Sin embargo, aquellas tripulaciones de españoles no se comportaron de esa forma intachable que parecen hacernos creer los párrafos anteriores. Su traición y abuso de poder queda demostrado al someter por la fuerza a un robusto indio, encadenándolo y llevándolo arrastrando a su barco. El indio se opuso desesperadamente, rechazó todo. alimento y se mostró inconsolablemente triste. El diario de a bordo no hace la más mínima mención sobre su ulterior suerte.

La flota de Sarmiento no se encontró con más grupos de dicha tribu Selk’nam. Siempre han sido considerados sus escasos supervivientes en la Bahía Gente Grande como pertenecientes a una raza bien desarrollada y de elevada estatura, a la que le corresponde con toda propiedad el calificativo de «gigantes». Al arco y la flecha les denominaron sus armas; y a la manta que utilizaban, procedente de la piel del guanaco, la llamaron su vestido. Todo ello corresponde exactamente a la realidad. Triste y vergonzoso es el abuso de poder, de trascendentales consecuencias para el futuro, del que hay que culpar a los europeos en sus primeros encuentros con aquellos desprevenidos salvajes, atacándolos de una manera brutal. Constituye el primer eslabón en la larga cadena de inhumanas crueldades con las que han aherrojado los blancos hasta terminar al indefenso pueblo Selk’nam. Lo mismo que los Alacalufes, los Selk’nam han conservado fielmente grabado en su memoria la serie de sufrimientos que los europeos advenedizos les infligieron desde sus primeros encuentros.

A los veinte años después del descubrimiento de Pedro Sarmiento de Gamboa, consiguieron los ya referidos viajes de los holandeses en sus travesías de los archipiélagos de Patagonia y Tierra del Fuego, completar el total marco geográfico de aquella confusa y salvaje región, revelándonos muchas cosas interesantes sobre la tercera tribu de la Tierra del Fuego, la más meridional de todas, la de los Yámanas. (Oliver von Noort 1599, George Spilberg 1614, Jacobo Le Maire y Wilhelm Schoutens 1615). La «flota Nassauense», mandada por Jacques L’Hermite, es la que tuvo el primer encuentro con los Yámanas en 1613.

A la «expedición nassauense» debemos también la primera descripción de éstos los más meridionales habitantes de la Tierra del Fuego, confirmada y ratificada en muchos aspectos en lo que un oficial de infantería alemán, miembro de su dotación, Adolph Decker, refiere sobre los Yámanas. Describe con laudable minuciosidad un grupo que vio en febrero de 1624, en la costa meridional de la Isla de Navarino, probablemente en la hoy denominada Bahía de Nassau, comprendiendo en dicha denominación sus anchas ensenadas y lugares próximos. Cuando leí la referida Relación, me pareció tan realista en ciertos puntos, como si hubiera sido redactada poco antes de mi estrecha convivencia con los fueguinos, pues tanto sus objetos usuales como sus costumbres se han mantenido inalterables en el transcurso de tres siglos.

Adolph Decker escribe:

«Cuando los marinos fueron por agua a la referida ensenada, salieron a su encuentro, unas salvajes, quienes, aparentemente nos dirigían palabras muy amables. Inmediatamente después, se desencadenó una tempestad tan violenta que obligó a diecinueve de nuestros, hombres a quedarse en tierra, ya que no podían regresar a las chalupas. Al día siguiente se encontraron con vida únicamente a dos de aquellos diecinueve hombres. Los salvajes aparecieron al atardecer y habían dado muerte a diecisiete con hondas y mazas, cosa que les resultó bastante fácil, porque los nuestros no llevaban consigo arma alguna. Es indudable que ninguno de aquellos bárbaros había recibido la menor ofensa. Tan sólo se encontró en la orilla a cinco cadáveres, entre los cuales estaban los del piloto mayor y dos mozos del barco. A estos últimos los habían despedazado en cuatro partes, y el piloto mayor se encontraba extraordinariamente mutilado. A los demás se los habían llevado los salvajes para comérselos...

Los habitantes de esta tierra son tan blancos como los europeos, lo que comprobamos en un niño que vimos. Pero se untan el cuerpo de un color rojo y se pintan con otros colores diferentes, de formas muy variadas. Algunos tienen la cara, brazos, manos, muslos y otras partes de su cuerpo pintados de rojo, y el resto del mismo de blanco, salpicado todo con puntitos de otros colores. Otros están pintados mitad de rojo y la otra mitad de blanco; en una palabra cada uno se pinta como le parece.

Son fuertes y de buena presencia y casi de la misma estatura que los europeos. Tienen unos cabellos negros, espesos y largos, lo que les proporcionan un aspecto terrible; sus dientes son tan agudos como el filo de un cuchillo. Los hombres van completamente desnudos, y sólo las mujeres cubren sus partes naturales con un trozo de cuero. Están pintadas como los hombres y llevan sobre sus cuellos unos collares de conchas o caracoles. Algunas llevan una piel de lobo marino sobre sus espaldas, que apenas puede protegerlas contra el frío, que aquí es muy intenso; por ello es de admirar cómo pueden soportarlo.

Sus cabañas están construidas con palos, de forma redonda por abajo y en su parte superior terminan casi en punta, como nuestras tiendas de campaña. En dicha parte superior existe una pequeña abertura para dejar salir el humo. En su interior están hundidas unos dos o tres pies en el suelo, y revestidas externamente de tierra. Todo el menaje en estas cabañas consiste en algunas cestas de junco, donde se encuentran sus utensilios que emplean para la pesca, esto es, sogas y anzuelos. Estos últimos tienen sus puntas de piedra artísticamente elaboradas, casi como los nuestros.

Cuelgan en dichas puntas los mejillones, consiguiendo así toda la pesca que desean.

Se arman de varias maneras. Unos tienen arcos y flechas, en cuyos extremos hay unas puntas pétreas, artísticamente elaboradas con un hueso muy afilado en sus extremos y a los cuales les proveen de unos ganchos, para que se adhieran mejor a la carne. Por último, otros tienen mazas, hondas y unos cuchillos de piedra muy afilados.

Sus canoas son muy singulares. Uno de los árboles más grandes lo descortezan y lo arquean con tanta habilidad que adquiere la configuración de una góndola veneciana. En su parte inferior le colocan una quilla de madera especial, parecida a la que ponen en Holanda a los barcos en los astilleros. Cuando han adquirido la forma debida, lo cubren interiormente, de un extremo a otro, con traviesas de madera para reforzarlas y tapan dichas traviesas con otras tablas con las que la embarcación resulta sólida y segura para el agua. Estas canoas son de 10 a 16 pies de largo y de casi dos de ancho; admiten de siete a ocho hombres, sin necesidad de tener saliente alguno en sus bordas, por lo cual marchan tan rápidas como si fueran chalupas con remos.

En lo que respecta a su carácter y costumbres, esta gente se parece más a las bestias que a los hombres. Pues además de descuartizar a los hombres y comerse cruda y sangrienta su carne, no se observa en ellos el menor destello de religión ni de moral. Al contrario, viven como animales. Sin embargo, poseen cierta habilidad manual y parecen ser bastante maliciosos, ladinos y desconfiados. Se presentan muy amablemente al extranjero, pero al mismo tiempo está buscando la oportunidad de atacarle por sorpresa, agredirle y darle muerte, como hicieron con los diecisiete marineros de nuestro barco. En una palabra: aquéllos que en el futuro deseen arribar a la Bahía de Nassau, pueden tener la seguridad de encontrar agua, madera y lastre para su barco. Ahora bien, no deben tener confianza con los salvajes, aunque se presenten de la mejor manera posible; hay que estar siempre sobre la carabina y para cazar fieras no internarse mucho tierra adentro...».



Es evidente que esta primera relación sobre los Yámanas contiene algunas injusticias, alternadas a conciencia con negras descripciones, sobre las cuales yo, basado en mi propia observación personal, sólo desearía dejar aclarado aquí lo siguiente: Las descripciones proceden de la pluma de un navegante, y esta gente exageran mucho sus aventuras. En forma alguna permiten las afirmaciones de Decker acusar de antropofagia a los fueguinos. Desgraciadamente no se puede comprobar la exactitud de esta acusación, aunque se ha repetido numerosas veces y con la mayor ligereza aun en nuestros días. Desde aquel entonces han entrado en contacto con los fueguinos no sólo navegantes aislados, sino también escuadras de buques de diferentes nacionalidades y con distintos términos vuelven a dar cuenta sus relaciones de hechos auténticos, otras veces hablan de fábulas imaginarias, de malévolas tergiversaciones y hasta de terribles falsificaciones y errores trascendentales. Es imposible examinar y rectificar una a una todas estas descripciones al cabo de tres siglos; no obstante, expondré en los párrafos siguientes lo que estos despreciados indios tuvieron que sufrir y soportar desde que entraron en contacto con los blancos.

La primera impresión que produce el grupo fueguino es, sin duda alguna, desagradable. Ahora bien, como dicha primera impresión sirve de único punto de partida a la mayoría de los observadores para su juicio y apreciación general, no es de extrañar que bajo semejantes supuestos se considere al hombre primitivo como la personificación de la más completa incultura y de la barbarie más animal. Pero para un juicio exacto no nos puede bastar en forma alguna la apariencia externa de los indígenas o una observación a la ligera de su proceder. Por propia experiencia conozco cuán fácilmente el europeo, falto de crítica e insuficientemente preparado, se encuentra amenazado de semejante peligro.

El 15 de agosto de 1912 partí del puerto de Hamburgo, a bordo del Rhodopis, uno de los más grandes buques de la línea de navegación comercial Kosmos. A las cuatro semanas de viaje había surcado el espléndido barco las azules aguas del Océano Atlántico, hasta que al fin, cuando pasó la entrada oriental del Estrecho de Magallanes, se divisó tierra. Nos encontrábamos en el espacio habitado por los fueguinos. Sólo unas horas más de viaje y nuestro orgulloso buque anclaba en Punta Arenas, el más importante puerto de todo el sur. El Gobierno chileno, con motivo de la celebración del centenario, del descubrimiento del Estrecho en 1521, cambió la anterior denominación de esta pequeña ciudad por la de «Magallanes».

Aunque se había anunciado una fuerte tempestad procedente del oeste, volvió a zarpar el Rhodopis hacia el mediodía y tomó exactamente dirección sur. Apenas había doblado el Cabo Froward hacia el oeste, cuando se desencadenaron fortísimas ráfagas de vientos y unas olas enormes. La tempestad obligó al prudente capitán a anclar en el abrigado Puerto Gallant y esperar allí al día siguiente. ¡Qué agradable resultaba el descanso en este seguro fondeadero, mientras fuera soplaba el huracán y se agitaban las espumosas olas!

Estaba apoyado sobre la borda tratando de conocer los alrededores del pequeño puerto, cuando el capitán Richart, pasando junto a mí con sonrisa burlona, me gritó:

-Pronto va a quedar satisfecha su gran ansiedad; dentro de nada aparecerán hombres de barro.

El anhelo y la curiosidad de poderme enfrentar al fin con los auténticos fueguinos me impresionaron. Muchas veces, en el puesto de mando del Phodopis y a lo largo de las cuatro semanas de travesía, estuve hablando con su inteligente capitán sobre los indígenas de estas tierras, ya que él había dirigido el rumbo de su buque por las aguas del Magallanes durante unos veinte años. Me los había descrito como unos seres degenerados y unos monstruos terribles, como una chusma que se va consumiendo por el alcohol y por enfermedades venéreas. Este espantoso concepto que tenía formado sobre los fueguinos, quedaba eclipsado por los relatos y tristes descripciones de algunos pasajeros de nuestro buque. Uno me llegó a decir que había observado con sus propios ojos una comida caníbal de los fueguinos; otro me aseguraba enfáticamente que carecían propiamente de idioma y que se entendían entre sí sólo por medio de sonidos animales.

Algunos marineros que habían escuchado las frases que me había dicho el capitán, me hicieron notar con alegría que pronto vendrían remando hacia nosotros unas canoas indias.

«Cuando colocamos las escalas, trepan a cubierta los fueguinos con la rapidez de un gato, en unión de sus mujeres y niños, para mostrarnos sus danzas y para pedirnos cosas. Son tan horrorosamente feos como las brujas de nuestros cuentos infantiles» -añadió humorísticamente el piloto.



Apenas habían sido pronunciadas estas palabras cuando se divisó a cierta distancia una reluciente hoguera e inmediatamente después, un segundo grito fue pasando inmediatamente de boca en boca:

-Hombres de barro a la vista.

Enseguida comenzó un activo ajetreo. Algunos marineros quitaron de la cubierta los toneles cerrados que contenían sebo, todas las cuerdas y dos grandes jaulas con gallinas vivas.

-Nada está seguro ante esta cuadrilla de ladrones, se llevan hasta las puntas de los estantes y cajones -gruñó el piloto, al mismo tiempo que daba prisa a sus hombres.

Poco a poco se fueron reuniendo muchos pasajeros en cubierta, hacían curiosas preguntas a la tripulación y miraban absortos y llenos de expectación hacia el sitio donde los indios venían remando hacia nosotros. Con los prismáticos se podían distinguir con toda claridad dos pequeñas canoas. Desgraciadamente no podía todavía observar pormenores, pero nos dirigían unos gritos salvajes e inarticulados. Pocos minutos después, se movían todos los ocupantes de ambas canoas, bajo un confuso griterío y en compacto tropel, junto a las escalas de cuerda, que estaban colgadas al costado del buque.

Por fin me encontraba frente a fueguinos vivos, verdaderamente preocupado al ver sus cuerpos repulsivos y sus salvajes ademanes. En la cubierta del Phodopis se apiñaron -rodeados por un grupo de viajeros y marineros- cuatro hombres, una joven, dos mujeres ancianas niños de diferentes edades. Sucios de pies a cabeza, mostraban en sus cuerpos muchos arañones de sabandijas; sus espesas cabelleras estaban desgreñadas con enmarañados mechones; la mucosidad les fluía de la nariz y de la boca, sus ojos contorneados de rojo, los fijaban en forma vidriosa sobre nosotros, muchas partes de la piel de su cuerpo se ponía de pronto como carne de gallina, y el frío hacía estremecer su desnudo cuerpo una y otra vez, pues sólo las personas mayores se hallaban cubiertas con unos cuantos harapos. Su piel daba un olor nauseabundo y no menos olían sus harapientos y sucísimos vestidos de procedencia europea. Con la mayor rapidez se pusieron a bailar ante cada uno de los espectadores con las manos extendidas hacia adelante, repitiendo incesantemente las mismas palabras: «caí, fósforo, tabaco», mezcladas con frases de su idioma, que ninguno de los nuestros comprendió. Nos pedían aguardiente, cerillas y tabaco. Para la mayoría de los presentes constituía la desenfrenada excitación de estos salvajes un divertido espectáculo; a mí me produjo repugnancia y asco. Con el vino tinto y aguardiente que se les había dado se embriagaron. Enseguida empezaron a tambalearse aquí y allá; a abrazarse unos a otros; se caían juntos y se volvían a levantar mientras balbuceaban incomprensibles palabras. También los niños embriagados yacían sobre la cubierta, mientras que sus inestables compañeros tropezaban con los arqueados cuerpos de los fueguinos, en sus deseos de continuar agradándonos con los desordenados saltos y griterías de su danza, alentados por los marineros que los incitaban cada vez más a los más violentos movimientos.

Casi hora y media duró este espectáculo en medio de aquella noche oscura como boca de lobo, iluminada por un gran farol en el mástil. La mayoría de los nuestros, a pesar de su mal comportamiento, se sintieron al final consternados ante aquella caricatura de esta relación de hombre con hombre.

Mientras tanto, los indios que se habían quedado en los botes dieron señales de vida valiéndose de potentes gritos, y fueron apaciguados por algunos regalos que les arrojamos. Cuando la campana del buque dio la una de la noche, los indios fueron empujados violentamente hacia la parte donde estaban colgadas las escalas de cuerda y puestos sobre la borda. Todavía no me he explicado cómo no se cayó ninguno al agua al bajar a las canoas.

Cuando nuestro Rhodopis, dos días después de tormentoso viaje, surcaba ya tranquilas olas, me citó el capitán Richart para un breve cambio de impresiones.

-Bien, querido amigo, ¿qué piensa usted ahora del grupo de indios que subieron anteanoche a cubierta?

Sin esperar mi contestación, continuó:

Estos hombres de barro son auténticos hombres monos primitivos, y están más cerca del mono que de nosotros los hombres civilizados. Les falta todo rastro de civilización y sus modales repugnan. Nuestro Ernest Haeckel y Charles Darwin han demostrado tener razón en sus afirmaciones sobre los fueguinos meridionales.

Después de aquel extraordinario acontecimiento, los demás pasajeros hablaban frecuentemente de los fueguinos y hacían conjeturas sobre su origen, así como sobre su desarrollo espiritual, sin que se llegara a una solución satisfactoria.

El recuerdo de este encuentro con los hombres de barro será inolvidable para todos. A mí me hizo recordar cuando yo, trabajando hacía tiempo en el Museo de Santiago de Chile, me encontré un día en la obra del Padre Alonso de Ovalle: Histórica relación del reyno de Chile (Roma, 1646) un antiguo mapa de Chile, en el cual el archipiélago de la Tierra del Fuego estaba sólo ligeramente esbozado. En la única gran isla estaba dibujado un hombre de espalda y de pie con sus brazos levantados, y junto a esta figura, se leían las siguientes palabras explicativas:

«Ex luto confecta vestimenta exicat ad Solem» («Se seca al sol sus vestiduras hechas de barro»).



Así como los indios de Norteamérica se untan la piel de su cuerpo con color rojo, lo que les proporciona la denominación de «pieles rojas», del mismo modo se explica la denominación de «Hombres de Barro», debido a la costumbre de los indios de la Tierra del Fuego de untarse sus cuerpos con un aceite de pescado y después recubrírselos con barro cocido o con polvos de cal, bien para protegerse del frío y de la humedad en el duro invierno, bien sea sólo por pura coquetería. Aunque mi primer encuentro con los Alacalufes nunca se borrará de mi memoria, por la desagradable impresión que me causaron sin embargo, me he convencido después que no puede servimos nunca de base una primera y fugaz impresión para formular un juicio peyorativo.

Cuánto cariño y aprecio tomé después a mis fueguinos, cuando los conocí a fondo después de larga convivencia con ellos, y cuánto he apreciado el que por mi participación en sus significativas ceremonias me consideraran miembro activo de su tribu, lo describirán con todo detalle los capítulos siguientes.




ArribaAbajoCapítulo V

El desierto fueguino


Las más primitivas agrupaciones humanas, más exactamente, las que viven de la caza y recolección inferior, dominan una región cuya extensión no guarda relación con el escaso número de habitantes que la pueblan, siendo por completo independiente de la zona económica o parte del mundo en que vivan. Semejante incongruencia entre espacio y número de habitantes se da entre los Bosquimanes de los desiertos de Kalahari y entre las razas enanas de la selva virgen del Congo Belga, así como entre los Botocudos de los terrenos pantanosos del Brasil oriental. Precisamente la economía de la libre recolección obliga a dicho desequilibrio.

Una ojeada al mapa nos da a conocer que tampoco nuestros indios fueguinos están asentados en un espacio reducido. Cada una de las tres tribus denomina su patria a una dilatada comarca. En general comprende la «Tierra del Fuego» todo el conjunto de islas situadas al sur del Estrecho de Magallanes. Esta enorme masa de tierra en el extremo meridional del Nuevo Mundo, se subdivide en tres grupos: la Isla Grande de la Tierra del Fuego que, separada del continente por la parte oriental del Estrecho de Magallanes, constituye en su parte principal la continuación territorial de la Argentina meridional; en ella tienen su morada los Salk'nam. El archipiélago del Cabo de Hornos, al sur de la Isla Grande, es decir, entre el Canal de Beagle y las rocas del Cabo de Hornos: la patria de los Yámanas. Por último, el grupo de islas sur-occidentales, al sur de la salida occidental del Estrecho de Magallanes, unido al conjunto de islas que se extienden en dirección norte hasta el Cabo de Peñas, resumido bajo la calificación de «Archipiélago de la Patagonia occidental», en las cuales viven los Alacalufes. Cada una de dichas zonas se diferencia perfectamente de las otras dos; se distinguen más por los paisajes, y superficies de su terreno que por sus respectivas faunas y floras.

Una muy variada perspectiva se presenta a la vista de quien recorre a caballo durante varios días la Isla Grande, desde su ribera norte, completamente plana, hasta su montañoso sur. En primer lugar le rodea la arenosa pampa, que desde la Patagonia llega a través del Estrecho de Magallanes y es de tal forma llana que el nivel del agua entre flujo y reflujo se separa unos tres kilómetros. Un poco más al interior comienzan algunas onduladas colinas hasta unas alturas de 300 metros, recorridas por algunos ríos y riachuelos en dirección oeste a este. Tienen su origen en algunos de los numerosos lagos y lagunas que se esparcen en la mitad norte de la Isla, siendo un lugar de reunión de aves de lagos y pantanos. Aunque la tierra está cubierta de vegetación, la pobreza en especies de la flora causa una monótona impresión. Alguna esporádica vegetación cubre en ciertos lugares el terreno, proporcionándole un aspecto de verde pálido. En las alturas de los cerros y en los desfiladeros constituyen las fucsias y las tres especies de bayas con sus flores amarillo-doradas y su azul intenso un bajo matorral. Sus delgadas lamas las emplean los indígenas para las hogueras, a las que debe toda esta tierra su denominación.

No lejos del Río Grande comienza la zona central húmeda y al jinete le rodea un paisaje pantanoso con algunos grupos de árboles aislados, sotos y bosquecillos más o menos extensos. El haya antártico (Nothofagus antarctica), verde en el verano, cuyo ramaje se torna al llegar el otoño en un intenso rojo púrpura.

En el suroeste de la Isla Grande se levanta en dirección este-oeste la más grande cadena de montañas, que se toma en cordillera Darwin, y termina muy al oeste en el Macizo Sarmiento; su cúspide alcanza 2.404 metros sobre el nivel del mar, siendo la montaña más alta de la Tierra del Fuego. En las húmedas hondonadas de esta dilatada faja de tierra forman las hayas siempre verdes (Nothofagus betuloides), un cerrado bosque, cuyo espeso follaje constituye una segura protección contra las nevadas que duran tantos meses. Además se encuentran en estos bosques los auténticos Drymis de invierno y los Maytenus, así como espesos matorrales de bayas y Pernettya, Baccharis y fuchsias, de las cuales resplandece en el verano la flor rojo-clara de la Philesia buxifolia. Los musgos cubren el terreno con una abundancia tal como en ningún otro lugar de la tierra, cual si fuera un espeso tapiz. Por encima del límite del bosque, que aproximadamente alcanza los 300 metros, se adhiere al suelo una capa vegetal espesa y muy blanda.

En este uniforme reino vegetal vive una fauna muy pobre en especies. Ofrece un color desvaído y formas poco elegantes; en resumen, se adapta a la estepa, escasa en flores, de la mitad norte, y al verde sombrío de los bosques de hayas antárticas del sur. Esta fauna completa el tono gris pálido del desagradable paisaje de la lejana y helada Tierra del Fuego, unida a las amenazadoras nubes en su cielo gris, a las prolongadas nevadas y débil sol, que brilla muy rara vez en todo su esplendor, a las violentas tempestades y aguaceros y al monótono panorama de estepas y nevadas. Los escasos lugares costeros apropiados se llenan de aves de pantanos y de mamíferos marinos; por el contrario, en el interior de la Isla Grande y en algunos sitios durante el verano, parece como si hubiera desaparecido la vida animal. De los vertebrados se presentan casi únicamente, las aves en incalculable número, mientras que los mamíferos terrestres son muy escasos. Dependiendo del paisaje, las posibilidades de caza para los grupos de familias indias son diferentes en el sur que en el norte.

El animal más importante de caza es el guanaco (Lama huanachus), semejante por su tamaño al ciervo real. Pertenece a la especie de camellos suramericanos, avanzando tanto hacia el sur como único representante de su especie, que llega hasta la isla Navarino. Presenta un sucio color pardo, oscuro con una panza blancuzca. Durante la época calurosa, del año vive el guanaco en manadas en las regiones altas, donde se procura abundante y variada alimentación. El invierno lo empuja a las partes bajas, donde los indígenas los acosan como su imprescindible animal. Por su estúpida curiosidad sirve fácilmente de presa a los cazadores; su carne y su piel, sus huesos y tendones; todo tiene aplicación.

Como indispensable para la economía de los Selk’nam septentrionales se presentan dos especies de roedores (Ctenomys), conocidos con los nombres de «tucutuco» y «cururo»; son propiamente animales esteparios. Semejante a la rata gris, aunque un poco más fina que ésta, socava una amplia extensión de terreno y vive bajo tierra. Desde que empezó en esta región la cría del carnero, se encaminaron estos roedores hacia el sur. Mucho más importante que el cururo para los indígenas de la mitad norte de la isla Grande es el guanaco para los de la mitad sur, donde no existen cururos y de ello se deducen profundas diferencias bajo el punto de vista económico. De los mamíferos merece mencionarse solamente al zorro (Cerdocyon magellanicus), un animal grande y hermoso, y la nutria; a estos últimos no los cazan los Selk’nam. En las costas se encuentran con frecuencia grandes manadas de focas, el gran lobo marino (Artocephalus australis), el elefante marino y el leopardo marino, que se han convertido hoy en especies muy raras.

Mucho más rico en especies y en número, es el mundo de las aves, aunque varían según las estaciones o las circunstancias del lugar. En el verano alegran con su presencia hasta cerca de cien clases de aves en el interior de la región, procedentes en su mayoría del norte. Entre ellas tenemos hasta el colibrí chileno (Eustephanus galeritus) y el verde papagayo (Microsittace ferrugineus); sin embargo, en otros lugares y dentro de esta misma estación, no se ve un ser vivo. Sólo muy pocas especies de aves pasan el invierno en la región; entre ellas se encuentran algunas de lagos y pantanos que pueblan en gran número las zonas favorables bajo el punto de vista del clima y también los acantilados de las costas. La oca salvaje (Chloëphaga) y algunas especies de ánades son apresados de vez en cuando por los indios.

La Tierra del Fuego ha sido considerada desde su descubrimiento como una comarca extraordinariamente tormentosa, fría e inhóspita. Casi durante todo el año se encuentra el cielo cubierto con unos estratos de nubes muy grises, a través de los cuales sólo muy raras veces pasan los débiles rayos del sol. Tempestades de inconcebible violencia se desencadenan, que se tornan en terribles aguaceros, precedidos de fuertes huracanes. Aunque la situación geográfica de la Tierra del Fuego oscila entre los 52º 2’ y los 55º de latitud sur, correspondiendo a la de Dinamarca en el hemisferio septentrional, sin embargo su clima es incomparablemente más duro. Está sometido a la influencia de una corriente marítima, procedente de las regiones polares en dirección oeste-este, que viene acompañada de una corriente de aire del suroeste cargada de humedad. En el verano braman los vientos con fuerte violencia, azotando a veces durante varios días el estepario paisaje de la mitad norte de la Isla Grande, mientras que el sur, protegido mejor contra el viento por bosques y cadenas de montañas, se cubre con abundantes precipitaciones. En invierno las tempestades se reducen en frecuencia y violencia, aunque una espesa capa de nieve extiende su manto por lo menos durante cuatro meses aquélla sobre tierra plana, durando algo más en los lugares más abrigados. A lo largo de varias semanas reina a veces un frío de 15 a 20 grados Celsius bajo cero y los indios buscan refugio en las lejanas faldas de la montaña. La temperatura de toda esta región no es uniforme. En intervalos de escasas horas de marcha he observado repetidas veces en una misma altitud, unas diferencias de diez y más grados de calor, según que el lugar estuviera o no protegido contra el viento. En la mitad norte se registran en algunos días de verano las más altas temperaturas, unos 20 grados de calor, pero puede verse una nevada en pleno estío. En general, el tiempo en esta estación es más seco y uniforme en el norte que en el húmedo sur, cuyo aire es unas veces frío y otras cálido, pero en donde los fuertes vientos son siempre más corrientes. En los lugares más recónditos reina siempre el más profundo silencio de la naturaleza, casi un majestuoso silencio. El clima es en realidad sano y fresco, aunque sólo los indígenas soportan sin quebranto su rudeza, los fuertes vientos y las largas nevadas.

El sur de la Isla Grande está surcado por la elevada cordillera Darwin en dirección oeste a este, ofreciendo con sus abundantes glaciares, sus escarpados acantilados hacia el mar y sus profundos y entrecortados fiordos un grandioso paisaje que a veces se continúa por las islas vecinas, pudiendo admirarse desde los lugares más lejanos.

La Isla Grande, desde sus costas septentrionales hasta las alturas montañosas del sur, constituye la patria y el lugar donde viven los Selk’nam. De esta forma se denominan a sí mismos. Hace cuarenta o cincuenta años se acostumbraba a designar a esta tribu con la palabra «Ona»; puedo demostrar con seguridad que está tomada del vocabulario de los habitantes del sur, los Yámanas, y significa «Gentes del norte». Nosotros mantendremos en adelante para nuestros indios la usual autodenominación de «Selk’nam».

Aunque los Selk’nam constituyen una sola tribu, se subdividen en tres grupos locales. Dicha subdivisión tiene su origen en causas económicas, procedentes de las particularidades del terreno. Los grupos de familias asentadas en la zona llana del norte vivían preferentemente de los numerosos y pequeños roedores, por lo cual fueron motejador por sus vecinos del sur con el calificativo de «tragones de cururos». El segundo grupo, sur-oriental, llamado también «Haus», puede representar el núcleo de la primera oleada de pobladores del continente. Debido a que viven en las costas rocosas, su dependencia de los animales marinos es mayor que la del tercer grupo, la «gente del sur», que se alimentan únicamente a base de guanaco.

Someramente se tratará ahora el problema del origen de nuestros isleños. Basta sólo poner frente a frente un Selk’nam y un Patagón: ambos coinciden absolutamente en su constitución física; la forma de vivir de los dos es también la misma; en resumen, constituyen una unidad.

Cuándo y cómo entraron los primeros pobladores en la Isla Grande de la Tierra del Fuego, no se podrá nunca demostrar con seguridad. Bástenos saber que los Selk’nam fueron los primeros que se instalaron en su nuevo espacio vital hace remotísimo tiempo y penetraron en varias oleadas. Probablemente atravesaron sus antepasados, aprovechando una baja marca, el Estrecho de Magallanes, cuya profundidad y configuración de costas permitía con facilidad semejante paso. La hipótesis de una penetración por vía marítima está en contradicción con el incomprensible horror que los Selk’nam tienen al agua y, además, que no poseen canoa alguna. El viejo indio Keitetowh en cierta ocasión me contó lo que había oído sobre este punto a uno de sus antiguos compañeros de tribu:

«Antes no se encontraba ningún hombre en la Isla Grande. Nuestros antepasados, los Selk’nam, fueron aquí los primeros habitantes. Mucho de los nuestros vinieron entonces, repartiéndose en todas direcciones; unos se quedaron en el norte, otros se fueron hacia el sur y otros al sureste. Como desde entonces apenas se trataron unos con otros, se fueron distanciando. Más tarde llegó a estallar la guerra entre la gente del norte y la del sur y entre éstos y los del sureste, ‘Haus’. Evidentemente que los Selk’nam no se han esforzado por un acercamiento amistoso con sus vecinos, los Alacalufes y los Yámanas».



El número de habitantes Selk’nam en el momento de la penetración de los blancos, sólo puede calcularse aproximadamente. La consideración de las condiciones naturales en la actualidad y su actividad económica nómada, contribuye a calcular con bastante aproximación dicha cifra de población. Las difíciles condiciones naturales han originado una nivelación entre nacimientos y muertes; nunca ha sobrepasado su núcleo de población de lo que la llanura aprovechable le ha podido ofrecer en materias alimenticias.

La Isla Grande de la Tierra del Fuego presenta una llanura de cerca de 48.000 Km2, que corresponde a la extensión de Württernberg, Baden y Alsacia-Lorena. Indudablemente no tenemos en cuenta para el cálculo de nuestros Selk’nam el saliente suroccidental, con sus muchos y entrecortados fiordos ni tampoco los macizos montañosos cubiertos de hielo y nieve. En realidad, sólo han recorrido un poco más de los dos tercios de la extensión de la Isla, unos 35.000 Km2. Si para este cálculo aproximado se atribuye a cada persona una parte de llanura de 10 Km2 -cuya proporción no es muy elevada para una tribu de caza nómada-, se puede deducir con la mayor exactitud posible que la máxima población de los Selk’nam en los primeros tiempos era de 3.000 a 4.000 personas. Después de una existencia tranquila y feliz a lo largo de siglos, se ha reducido su número en los últimos sesenta años a unas cincuenta personas. El europeísmo, ha aniquilado esta vigorosa tribu.

Ahora tengo que poner sobre el tapete el lamentable espectáculo de la destrucción de esta excelente tribu por los codiciosos europeos. No es agradable desde luego esta tarea, pero tengo la esperanza de describir con algunos párrafos, y fiel a la verdad, el criminal desarrollo de esta matanza en masa.

Como en muchas otras partes del Nuevo Mundo ha penetrado también en este apartado rincón de la tierra, llegando hasta las moradas de los cándidos indios, el hombre blanco civilizado ávido de ganancias, provisto de armas de fuego y venenos; y no ha soltado sus mortíferas armas hasta que ha hecho completamente suya la región deseada. Ha avasallado con desenfrenada violencia los más sagrados derechos humanos. Ninguna fiera se ha comportado de tan manera cruel como lo han hecho los blancos contra los indios indefensos. Estos renglones deben ser una permanente protesta contra aquellos cazadores de hombres, que han aniquilado sin compasión al pueblo de Selk’nam.

Para el que conozca la historia de los viajes marítimos no necesito repetir cuán inferiormente han sido juzgados los pueblos salvajes por los navegantes de la época de su descubrimiento. Casi sin excepción tenían un sangriento fin el primer encuentro de los europeos con los indígenas, sean de la tribu que sean. Como puede comprobarse han sido los blancos los que siempre y en todos los lugares han empezado con crueldades, hasta que al fin los muchas veces desengañados y oprimidos salvajes, han dado libre curso a su venganza contra cada uno de los europeos.

También a nuestros Selk’nam les ocurrió lo mismo. Anteriormente se ha descrito que el Almirante de la flota española, Sarmiento de Gamboa, el «descubridor y de los Selk’nam», mandó a sus marineros que cogieran prisionero a un hombre del tamaño de un gigante del primer grupo de indios que se encontró y que se lo llevaran arrastrando hasta el barco. La misma caza de indios, la han repetido posteriores navegantes, entre otros, por ejemplo, el holandés O. van Noort, el 23 de enero de 1619, en la bahía del Buen Suceso, en el extremo sur-oriental. Por lo tanto, no es de extrañar que más tarde los indígenas se fueran reprimiendo poco a poco en sus demostraciones de amistad hacia los advenedizos europeos.

Cuando hace setenta años y ante la general sorpresa, se descubrieron ricos yacimientos de oro en muchos lugares de la región del Magallanes, arribó allí un aluvión de aventureros. Poco después del año 1880 intentaron por primera vez unos pequeños y audaces grupos de buscadores de oro, penetrar en el interior de la Isla Grande. En aquellos años no existía ni autoridad civil ni policía, nadie podía ser observado en sus actividades y mucho menos exigirles responsabilidades. La sed de oro llevó a muchos aventureros y criminales, y casi siempre el encuentro de éstos con los muchos más débiles indígenas traía funestas consecuencias para los últimos.

Uno de los que causó peores estragos fue el rumano, Julius Popper con su banda de cerca de cincuenta buscadores de oro, compuesta de vagos criminales y de huidos políticos. Trabajaron primero en la costa norte de la Bahía: de San Sebastián, en el rico yacimiento aurífero del Páramo; mas cuando el filón se extinguió, se dispersaron los descontentos mineros, dirigiéndose preferentemente hacia el sur. Los indefensos indígenas, al verse sorprendidos por todas partes, trataron de hacerles resistencia con sus ineficaces arcos y flechas, pero entonces ya no hubo indulgencia alguna para ellos. Los hombres fueron tiroteados sin compasión y las mujeres cogidas prisioneras, sirviendo así a la pasión de estos asesinos. Con sanguinaria crueldad continuó sólo Popper. Cadáveres de indios señalan su paso por el ignorado sur de la Isla Grande; el miedo y el terror obligó a los indígenas fugitivos a esconderse en alejados refugios, donde a veces se morían de hambre. ¡Es mucha la sangre y la perversión moral pegada al oro de la Tierra del Fuego!

Otros no menos cazadores de indios fueron el escocés Mac Lenan, que más tarde fue administrador de una gran estancia en Bahía Inútil y el inglés Sam Ishlop. Este último saciaba su indomable pasión maltratando de la forma más repugnante a todos los indios que caían vivos en su poder, profanando después sus cadáveres; mientras que Mac Lenan pagaba una libra inglesa por cada indio asesinado. De semejante forma pudo conseguir en un año una ganancia complementaria de 412 libras inglesas, pues interpretaba y practicaba la caza del hombre como un deporte.

A los buscadores de oro siguieron otros enemigos de los indios más perversos y peligrosos: los estancieros. En el año 1878, se intentó por primera vez la cría comercial del ganado. Cuando a pesar del largo invierno se obtenían tan buenos resultados, se instalaron en la orilla norte de la Isla Grande de la Tierra del Fuego varias estancias, cercando con alambradas extensas llanuras; con ello se les ocupó a los indios de su coto de caza, quitándoles su principal fuente de alimentos. De forma significativa reproducía el periódico inglés The Daily News en el año 1872, las siguientes líneas sobre la Tierra del Fuego:

«Indudablemente, la región se ha presentado muy apropiada para la cría del ganado; aunque ofrece como único inconveniente la manifiesta necesidad de exterminar a los fueguinos». (Citado en la revista misional inglesa The South American Missionary Magazine, XVI, 237; Londres, 1882).



Inmediatamente pusieron manos a la obra los codiciosos europeos.

Cuando los hambrientos indios se aproximaban a los cercados, eran recibidos a tiros por los guardas y pastores. Los guanacos y cururos habían sido ahuyentados por los intrusos blancos y en su mayoría aniquilados; en su lugar pastaban ahora miles y miles de carneros, los «guanacos blancos», como se les llamaba. No es extraño que los hambrientos indígenas atraparan algún que otro carnero. Los estancieros, sin embargo, exageraban el alcance de aquellos robos, atribuyendo, a los indios toda clase de fechorías y afirmaban que se encontraban seriamente amenazados en su seguridad personal. Nutridos grupos de servidores de los estancieros, provistos de armas modernas, acrecentados con toda suerte de vagos y criminales, entre ellos los desengañados buscadores de oro, organizaron metódicas cacerías pasando por las armas a todos los indios vivos que se encontraban en los alrededores del extenso círculo de la colonia europea. Algunos colonos ofrecían hasta una libra inglesa por cabeza y pagaban también la misma cantidad por un par de orejas de indio asesinado. Quien cazaba una puma en la Patagonia meridional recibía la misma recompensa. ¡Fiera y Selk’nam eran considerados como iguales! El italiano Ardemagni informa de otra crueldad que ilustra claramente la capacidad comercial de aquellos granjeros:

«Enviaban los cráneos de los indios asesinados al Museo de Antropología de Londres, el cual pagaba hasta ocho libras esterlinas por cabeza. No se respetaba en esto ni a mujeres ni a niños ni a ancianos».



La situación de los Selk’nam se hacía cada vez más insostenible. Si al principio habían cogido algún carnero impulsados por la necesidad, empezaron más tarde a vengarse, causando daño a los estancieros. Cortaban los alambres de los cercados, ocasionando la huida de los carneros y llevándose en la oscuridad de la noche a grandes rebaños hacia pantanos y desfiladeros, donde cogían alguna que otra pieza. Si eran sorprendidos en estas actividades, partían las patas a los animales y los dejaban abandonados. También los perros salvajes azuzaban a los carneros, y así muchos murieron a consecuencia de las mordeduras en el cuello. Así, de aquellas primeras disputas se había pasado a grandes robos que, a su vez, provocaba la venganza de los estancieros contra los indios.

Aunque hay que admitir, en honor a la verdad, que se amenazaba a los ganaderos de no poder conseguir el fruto de su trabajo, hay que considerar también, la terrible situación de necesidad en que se hallaban aquellos indios. El viajero norteamericano F. A. Cook se ha expresado sobre este punto de la siguiente forma:

«Los muchos miles de guanacos blancos que pacen pacíficamente en los cotos indios, constituyen un espectáculo de irresistible tentación para sus primitivos habitantes, hambrientos y casi desnudos, que los divisan desde las heladas selvas. ¡No debemos calificarlos de ladrones cuando ven a sus mujeres e hijos y a todos sus seres queridos casi famélicos y cuando precisamente por eso descienden valerosos y ante bocas de nuestros fusiles Winchester, cogen aquello que consideran producto de su propia tierra!».



La cadena de crueldades no se acaba con los anteriores datos. Algunos estancieros habían venido de Europa provistos con grandes perros de raza y los soltaron entre los refugios de los indios para que los mordieran. Gran número de niños encontraron la muerte con los mordiscos de aquellas fieras. Si conseguían atrapar algún niño o joven les inyectaban un virus contagioso y los dejaban volver de nuevo a los bosques para que contaminaran a sus familias. Otra inhumanidad era poner un trozo de carne de carnero, envenenado con estricnina, en los lugares más fáciles de ver para que, cayeran fácilmente en la trampa. El resultado era tan eficaz que el naturalista sueco Hultkranz habla de «envenenamiento en masas con estricnina» y el viajero alemán Benignus lo ratifica diciendo:

«Hasta la estricnina se convirtió en aliada de nuestras bestias civilizadas en estos tristes episodios...»



Resulta bastante extraño no leer ninguna contramedida por parte de las autoridades competentes, aunque la evidencia palpable de estos hechos criminales había dado lugar a firmes protestas contra la sordera e inactividad en las esferas oficiales. Únicamente cuando la opinión pública despertó, merced al enérgico escrito de protesta de los misioneros salesianos, empezaron, al fin, los gobiernos de Argentina y Chile a prestar un poco de atención a los monstruosos hechos que estaban ocurriendo, en las zonas más meridionales de sus respectivas soberanías. Pero la efectiva autoridad estatal se encontraba muy lejos para que se pudiese conseguir un éxito positivo. Se incurrió entonces en una no menos criminal decisión: se transportaba a los indígenas por la fuerza a la isla Dawson donde en aquellos años se acababa de instalar una misión católica. Por todos los lugares de la Isla Grande se levantó una protesta general contra los indios, acudiendo entonces las autoridades, como dice Benignus, «al remedio acreditado de que patrullas militares dieran batidas contra los indios para hacer partícipes a los salvajes de los beneficios de la cristiandad»; los indios fueron hechos prisioneros y deportados. Según el misionero italiano Beauvoir, estos cazadores de indios atraparon en un solo día a unos trescientos indígenas en la estancia Bahía Inútil, llevándoselos desterrados a la mencionada isla.

Corrientemente las desgraciadas víctimas eran embarcadas directamente a Punta Arenas y colocadas allí en unos campamentos al aire libre, bajo la vigilancia de soldados. Como animales de reses se les tenía cercados con alambradas o empalizadas de madera. A veces se vendían a los mayores y jóvenes en pública subasta como si se tratara de un mercado de esclavos, disponiendo el que los adquiría de un criado en su casa. El número de estos desgraciados no se puede calcular ni aproximadamente; el norteamericano F. A. Cook habla de «muchos niños», que como animales indefensos fueron sacados de su patria y no volvieron a ver nunca más a sus familiares.

Otro aspecto repugnante de la lucha aniquiladora contra el sano y moralmente elevado pueblo Selk’nam queda para siempre de manifiesto en la vergonzosa violación de muchas indias, obligadas a soportar por sus dueños los europeos los más depravadores sufrimientos. F. A. Cook dice sobre aquellos adelantados de la civilización lo siguiente:

«Compran, arriendan o roban mujeres, cuando se establecen en una mina de oro o en una estancia de carneros» -y añade indignado:- «es una manifiesta injusticia de la avanzada civilización cristiana que estos hombres cobrizos del lejano sur tengan que ofrendar su vida para proteger el honor de sus mujeres contra los inhumanos hombres de rostro blanco».



Todos los desafueros cometidos contra los indefensos indígenas tenían por objeto dejar libre la parte norte de la Isla Grande para la cría del carnero. Con ellos dañaron gravemente la comunidad del pueblo Selk’nam e hirieron mortalmente la vitalidad de dicha tribu. El horroroso drama de aquella planeada destrucción se desarrolló en unos treinta años. Los aislados supervivientes se refugiaron en la zona de bosques del sur, donde desde que terminaron las mortales persecuciones, continúan viviendo como triste resto de su tribu, de acuerdo en todo con las costumbres heredadas de sus antepasados.

Allí encontré, al comienzo de mis investigaciones en los primeros días de enero de 1919, al escaso número total de 279 Selk’nam. Se han incluido en dicha cifra aquellas personas aisladas que vivían fuera del grupo principal indio; no habiéndose contado los mestizos cuyos padres eran europeos. De cerca de cuatro mil a que ascendía esta, tribu hacia el año 80 del siglo pasado, se ha ido reduciendo este sano y fuerte pueblo salvaje hasta un insignificante número de supervivientes. Su población disminuye paulatinamente, pues la cifra de nacimientos queda considerablemente por bajo de los fallecimientos. Con gran dolor de corazón he sabido que aquel grupo de indios situados en el Lago Fagnano, que me había permitido convivir con ellos sus ceremonias secretas reservados a los hombres y que me hicieron partícipe por ello de su comunidad india, hace poco que ha desaparecido completamente, víctima de una epidemia de gripe. Hoy, cuando esto escribo, viven sólo unos cuarenta representantes auténticos de esta tribu, noticia que sé por la correspondencia que mantengo con una familia amiga establecida en la Isla Grande.

Ninguna medida de salvación podía ya impedir la desaparición de la magnífica tribu Selk’nam. Si en la época de mayor persecución y de mortal carnicería los valientes misioneros católicos no hubiesen interpuesto su mejor voluntad para defender a los acosados indígenas y para salvar humanamente a los grupos de indios deportados, hace ya varios años que no existiría ningún Selk’nam.

En las soledades del lejano sur de América han vivido estos indios salvajes durante muchos siglos en paz y tranquilidad; fuertes generaciones se han ido sucediendo en el transcurso de su viable y singular existencia. Podrían haberse sucedido aún muchas generaciones más, sin molestar a nadie a lo largo del extenso mundo. Una partida de codiciosos europeos se empeñó en establecerse en los primitivos cotos de aquellos indígenas para conseguir rápidamente pingües ganancias. Ha bastado sólo medio siglo para exterminar esta primitiva tribu india de una incalculable antigüedad. ¡Triste destino del pueblo Selk’nam!



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