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ArribaAbajoCapítulo XIII

Ceremonias secretas reservadas a los hombres


Además de las clásicas ceremonias de iniciación a la pubertad, con el determinado fin de una formal y completa instrucción de los jóvenes pertenecientes a ambos sexos cuando llegan a cierta edad, existen en muchos pueblos salvajes otras muy características, reservadas exclusivamente a los hombres y con otra muy distinta finalidad. Se las denomina en general ceremonias masculinas, y corrientemente se celebran en reuniones organizadas en secreto. Sus representaciones son muy variadas, aunque ofrecen siempre, como característica general, una marcada hostilidad hacia el sector femenino de la tribu, para cuya práctica los hombres se disfrazan al celebrarlas con máscaras y caretas. Hoy puede afirmarse que reunión secreta y enmascaramiento son cosas sinónimas. No todas ellas han podido investigarse hasta el día de hoy, y por ello falta una explicación general sobre el origen de las mismas. Pero muy poco se yerra cuando se sitúa dicho origen en el círculo cultural del matriarcado, pues los hombres las han creado como una reacción y defensa contra la preponderancia económica de la mujer en el referido círculo cultural. Ésta excluyó al hombre de toda actividad económica y lo rebajó socialmente; con estas reuniones secretas los hombres han vuelto a recuperar su perdida supremacía social.

Las características generales de las mismas, con sus fiestas y danzas de enmascaramiento, nos la da a conocer el eminente especialista Prof. Dr. Wilhelm Schmidt con las siguientes palabras:

«Estando castigado bajo pena de muerte revelar el secreto a las mujeres y a los no iniciados, se reúnen los hombres en cerradas reuniones a las cuales sólo se admiten aquéllos que han tomado parte antes en otras ceremonias, que van acompañadas de las más duras pruebas. Nada se sabe con exactitud de lo que ocurre dentro de las mismas por el profundo sigilo con que se las rodea. Hasta dónde ha sido posible averiguarlo, siempre se encuentra en ellas una veneración a los antepasados, unida al culto al cráneo. Pero en lugar de venerar a los antepasados femeninos, a la madre de la tribu, que sería propio de esta clase de cultura y que es el que se practica públicamente por las mujeres, se dedican a los hombres a rendir culto en ellas a los antepasados masculinos, esto es, a las personas fallecidas que se han destacado por algún motivo. Con disfraces en su cuerpo y caretas en sus rostros, que tienen su origen en el culto al cráneo, representan a los espíritus o, más bien, éstos se incorporan a ellos, y así enmascarados bailan sus danzas. Si el matriarcado prospera en regiones donde existe el patriarcado totémico, entonces se representan también a los antepasados animales totémicos, en forma de disfraces y máscaras de animales. Una parte de estas danzas y desfiles se celebra públicamente ante niños y mujeres para infundirles más respeto y temor, aunque los que representan dichos disfraces tienen que quedar siempre en el incógnito. En estrecha y natural relación con este culto al tótem, existen representaciones mitológicas de la luna.

Como fin práctico-social de estas reuniones, se puede indicar la aplicación del principio de autoridad y el sostenimiento del orden social. Precisamente por esto último, dichas reuniones secretas son celosas defensoras de las antiguas costumbres de la tribu contra toda influencia cultural europea. Las reuniones secretas del Mar del Sur son al mismo tiempo oráculos. En África tiene como fondo la magia del tiempo o de la lluvia; también en este continente, como ocurre en la liga Ndembo en el Congo, se efectúa una resurrección de los tótems, un despertar de un estado de narcosis e hipnotismo por medio de la magia. En Norteamérica se ofrecen mediante ellas maravillosos conocimientos de remedios curativos o de ayuda en caso de guerra. Pero en todas ellas sus miembros aterrorizan a las mujeres y a los no iniciados y los traen a jaque por los medios autoritarios que emplean, incluso la pena de muerte, que aplican a los que revelan el secreto a las mujeres, y a éstas cuando se han entrometido en el mismo o se han enterado de algo por casualidad. Por medio del temor a los espíritus que los hombres inculcan a las mujeres en dichas ceremonias, tienen éstas que prepararles una abundante comida a base de verduras, que ellos llevan para convidarse, y de cuyo convite quedan excluidas las mujeres».



Ante estas características generales acerca de las ceremonias secretas reservadas a los hombres, nos causa una justificada extrañeza que se practiquen en Tierra del Fuego, a pesar que estas tribus se encuentran viviendo dentro de la primitiva forma de la actividad económica nómada. En contraposición a esta extrañeza, yo sé de otros valores culturales de origen matriarcal que igualmente han hacho su entrada en la Tierra del Fuego, por ejemplo, cuando el padre simula haber tenido el parto. ¿Nunca será capaz la investigación de explicar con más exactitud el dónde y el cuándo con respecto a este punto? Por ahora, bástenos con saber que las tres tribus fueguinas poseen sus ceremonias secretas sin que sus participantes masculinos se encuentren asociados en ligas separadas. Precisamente por esta razón, estas ceremonias celebradas de vez en cuando no han quebrantado ni cambiado las características sociales de aquella cultura primitiva y, excepción hecha del plazo de tiempo que dura la reunión de los hombres, no existe en la vida de la tribu rastro alguno de aquella enemistad hacia la mujer. Tan sólo este argumento es suficiente para probar el tardío ingreso de los conceptos que fundamentan las ceremonias reservadas a los hombres, en el primitivo acervo cultural de los fueguinos. Se practican con todo detalle, y prescindiendo en absoluto de la mujer, únicamente entre los Selk’nam, que las llaman «Klóketen». Por eso paso por alto en la explicación siguiente, la descripción de las parecidas ceremonias entre Yámanas y Alacalufes; además, porque en estas últimas tribus ha disminuido considerablemente aquella primitiva hostilidad hacia la mujer. Como primer y último europeo las he conocido con los mismos detalles que un participante fueguino.

El origen de las reuniones secretas lo describe un antiguo mito, que se les refiere a los aspirantes admitidos en los primeros días de la misma. Se les amenaza al mismo tiempo con la pena de muerte, en el caso de que se atrevan a revelar algo a las mujeres de lo que pasa en la Gran Cabaña. Al verdadero jefe de toda la ceremonia le corresponde la obligación de contar dicho mito; todos los presentes lo escuchan con la mayor atención y seriedad. En resumen viene a decir las siguientes cosas extrañas:

En tiempos remotos, cuando sol y luna, estrella y vientos, montañas y ríos, así como todas las demás cosas y animales, andaban como seres vivos por esta tierra, como hoy lo hacemos nosotros, poseían entonces las mujeres todo el poder y autoridad sobre los hombres, como nosotros tenemos hoy la soberanía sobre las mujeres. Los hombres se hallaban sometidos y obligados a obedecer y ejecutar todos los trabajos caseros que les indicaban sus mujeres; también tenían que quedarse en las cabañas y no participan en las deliberaciones y resoluciones de las mujeres. El derecho a mandar se encontraba solamente en ellas y los hombres tenían que obedecer ciegamente sus indicaciones. Algunas mujeres astutas pensaron la manera de tener siempre a los hombres en la más completa sumisión. Entre ellas se destacó extraordinariamente la mujer-luna la esposa del hombre-sol, debido a su enorme poder. Ella fue la que inventó el secreto juego: cada mujer se pintaba su cuerpo de una determinada forma, se cubría su cabeza con un capuchón hecho con la corteza de un árbol, el cual le tapaba la cara, saliendo así desfigurada al exterior de la Gran Cabaña. Las mujeres les hicieron creer a los hombres de entonces que aquellos eran unos seres extraordinarios venidos del cielo o del centro de la tierra, a cuya arbitrariedad y omnipotencia estaban sometidos hombres y mujeres; que consideraban su labor preferida castigar duramente a los hombres que se opusieran a las órdenes de las mujeres. En realidad, aquellos seres extraordinarios no eran otra cosa que mujeres pintadas y enmascaradas, que con tales brujerías querían embaucar al mundo masculino para tenerlo siempre sometido por el terror.

Cierta vez se reunieron las mujeres en un césped muy llano y extenso y bailaron los «Klóketen» en la Gran Cabaña cupuliformes. Los hombres se tuvieron que quedar en el campamento cuidando de los niños y realizando todos los demás trabajos; con una frecuencia mayor tenían que ir de caza, pues los «espíritus» - así decían las mujeres - necesitaban mucha carne y se la pedían por medio de ellas. Un día regresó de la caza el sol, que era un magnífico cazador, con una enorme presa; traía un pesado guanaco sobre sus espaldas. Cansado echó la carne al suelo con mal humor y se sentó un rato detrás de un arbusto. Desde allí observó a dos jóvenes ya crecidas que se estaban bañando y divirtiendo plácidamente. Sin que lo notaran se acercó sigilosamente y escuchó con viva atención la conversación que mantenían. Se estaban divirtiendo de los astutos amaños de las mujeres y de la candidez de los hombres en creerlos. Como iluminado por un rayo comprendió el engañoso juego de las mujeres. Ahora lo veía claro todo: los referidos «espíritus» no eran seres de otro mundo, sino auténticas mujeres enmascaradas.

Inmediatamente participó a unos cuantos hombres aquel engaño, aunque con el mayor secreto. Que cada cual lo fuera averiguando a su manera. Cuando se habían convencido plenamente de quiénes eran los espíritus «Klóketen», se decidieron a realizar un terrible acto de venganza. Armados con palos formaron un compacto grupo y se acercaron a la Gran Cabaña, sin temer a las amenazas que se les hacía por parte de las asustadas mujeres, atropellaron al grupo de las que allí estaban y mataron a todas las que lo componían. Únicamente no se atrevieron a matar a la mujer-luna, pues podría desplomarse todo el firmamento. Pero en aquella lucha recibió muchas heridas y quemaduras, que se pueden reconocer todavía hoy en su rostro. Se escapó al firmamento y su esposo salió tras ella, sin que la haya podido alcanzar. Después que los hombres derribaron a todas las mujeres en aquella terrible lucha, regresaron rápidamente a sus campamentos, donde dieron muerte a todas las jóvenes que se habían quedado en él. Solamente respetaron a las que no habían cumplido todavía los dos años. Al mismo tiempo ocurrió un cambio trascendental: las mujeres que habían podido escapar huyendo a toda prisa se transformaron en animales, reconociéndose todavía hoy en sus cuerpos las pinturas que tenían cuando estaban en la Gran Cabaña.

Después de todo esto los hombres se retiraron a deliberar. Los que tenían más experiencia propusieron un programa para desarrollar una ceremonia secreta, exactamente igual a la que antes habían tenido las mujeres. Desde entonces quisieron guardar sólo para ellos el secreto de los «Klóketen» y ocuparse en el mismo con la idea de intimidar a sus futuras mujeres por el terror y tenerlas sometidas en perpetua sumisión. Nunca más podrán recuperar las mujeres su anterior dominio ni intentar disputárselo a los hombres. Éste fue el plan que pensaron. Desde entonces vigilan y guardan el secreto con solícito cuidado. El que hablaba terminó su relato de aquel mito primitivo con las siguientes palabras:

-Así refiere la historia el gran engaño de las mujeres en aquellos remotos tiempos. Desde que ocurrió aquella gran transformación, ya no pueden acudir a la Gran Cabaña nada más que hombres. Cuando los adolescentes saben callar, entran aquí como aspirantes. Ahora que acabo de contaros todo esto, sabréis quiénes son los «espíritus»: ¡Un juego de hombres! Guardaros de revelar esto a las mujeres. ¡El último de nuestros hombres tendrá que llevarse consigo este secreto a la tumba! Nunca debe saber una mujer los espíritus que los hombres representamos en la Gran Cabaña. Nosotros nos pintamos, nos ponemos las caretas y así desfigurados salimos fuera para que al vernosla gente que vive en las cabañas próximas nos tome miedo. ¡Guarda este secreto!

Los hombres los han guardado con la mayor seriedad y las indias siguen confusas todavía hoy en la errónea creencia de los espíritus Klóketen. Muy en grave peligro de mi vida me encontré porque quise imprudentemente fotografiar un «espíritu» cuando se ponía la careta. A todas luces se revela la hostilidad hacia la mujer en dichas ceremonias secretas, pero dicha hostilidad existe, como ya lo he mencionado, únicamente mientras que duran las referidas ceremonias.

Para su celebración se utiliza una amplia cabaña cupuliformes con una espaciosa entrada abierta, orientada hacia levante; siete pilares de madera, cada uno con su respectivo nombre, constituyen por así decirlo el sostén principal. En su interior falta toda clase de adorno y en el centro del suelo arde constantemente el fuego para protegerse contra aquel rudo clima; a su alrededor y apoyándose en la pared de la cabaña se sientan en cuclillas los participantes encima de la leña esparcida. Corrientemente se levanta la Gran Cabaña en el lindero de un prado abrigado, rodeado por un bosque. Se guarda una distancia de unos 200 pasos del auténtico campamento, desde donde pueden ver todas las personas a través de la abierta llanura.

Entre los Selk’nam las ceremonias reservadas a los hombres están mezcladas con las de iniciación a la pubertad. Como aspirantes pueden asistir los jóvenes que hayan cumplido por lo menos dieciséis años y están intelectualmente lo suficientemente desarrollados que puedan comprender los secretos de dichas ceremonias. Los hombres ancianos se ponen fácilmente de acuerdo acerca de dónde y cuántos han de ser los muchachos que han de admitirse al mismo tiempo. Todos los padres procuran que sus hijos participen en ellas cuanto antes, porque después de ellas se les considera como miembros perfectos de la comunidad y pueden contraer matrimonio. Entre los Yámanas se adquiere un cierto derecho para poder entrar en las ceremonias reservadas a los hombres, cuando se ha participado dos veces como aspirante en las de iniciación a la pubertad. Quien entre los Alacalufes sale con éxito una sola vez de aquéllas, puede tomar parte inmediatamente en las reservadas a los hombres.

Entre los Selk’nam experimenta el aspirante un trato muy duro semejante en todo lo que se dispensa a los examinandos en las ceremonias de iniciación a la pubertad de los Yámanas: una postura en cuclillas dolorosa e inmóvil, un silencio constante, mucha hambre, trabajos agotadores, cumplir constantemente los encargos de los hombres y ayudarles en sus preparativos para la aparición de los «espíritus». Además de enterarse del secreto de las ideas fundamentales que presiden la ceremonia, recibe cada joven, durante ciertos períodos de tiempo, unas largas instrucciones de un hombre anciano, muy apreciado por todos por la integridad de su carácter. En la más persuasiva forma se enseña a cada aspirante la conducta que debe llevar con sus padres y compañeros de tribu, al mismo tiempo que se le exhorta a una especial cautela ante las mujeres. Se le explican los deberes de miembro de la tribu como esposo y como padre, proporcionándole por las prácticas reiteradas una cierta destreza en la elaboración de sus armas y en los trabajos de cada día. Insistentemente se le inculca que ayude desinteresadamente a sus compañeros y que tenga una fidelidad inquebrantable en el cumplimiento de sus deberes, porque «Teumaukel», la deidad suprema, exige esta actitud por toda la vida y siempre está vigilando su cumplimiento. La mayoría de las veces se oyen estas instrucciones con éstas o parecidas palabras:

-Te dejamos participar en estas fiestas, porque ya eres suficientemente inteligente. Ahora ha llegado el momento en que dejes de ser un niño; pórtate desde hoy como hombre. Fíjate bien: nosotros los hombres no hemos inventado estas fiestas, proceden de las mujeres de tiempos remotos, de las que las hemos tomado nosotros. ¡Guarda consciente y sin quebrantar este secreto!

Al empezar se hace pasar al aspirante por una dura prueba de su valor. Después se le cansa con agotadores paseos a través del bosque y de escarpadas montañas; se le va acostumbrando a las quejas sobre el mal estado del tiempo, sobre el fracaso en la caza y otras cosas desagradables. Durante varios días tienen que acampar estos muchachos al aire libre, bajo el agua y la nieve, se les hace correr estando completamente agotado por la escasa alimentación a base de unos bocados de carne al día; todo esto lo hacen con el fin de hacer de ellos unos hombres aptos, resistentes y completos. Bajo la dirección de los hombres más expertos se ejercitan en el manejo del arco y loa flecha, con los cuales adquieren una segura puntería; se les moviliza con frecuencia para las luchas y carreras, pues los jóvenes con tipos fuertes y ágiles son muy deseados por las mujeres y muy apreciados por todos. En resumen, con esta severa autodisciplina, con estas prácticas y enseñanzas, se capacita a la juventud en los Klóketen para sus deberes posteriores como hombre y esposo.

Junto a esta obligación de los jóvenes de recibir dichas enseñanzas en las ceremonias reservadas a los hombres, no se deja a las muchachas que pierdan la oportunidad de una preparación semejante, preparándolas para el desempeño de sus misiones como madre y esposa. Como ya es sabido, los Yámanas y Alacalufes obligan a sus muchachos a que participen en las ceremonias de iniciación a la pubertad al mismo tiempo que a sus jóvenes; ambos sexos reciben en ellas su adecuada instrucción y formación. Pero entre los Selk’nam esta formación se la dan a las jóvenes mujeres ya expertas y casi siempre es pedida por su propia madre, en el momento que se presentan a su hija los conocidos síntomas de la pubertad. Durante varios días experimentan el oportuno asesoramiento por parte de mujeres especialistas, mientras que se le imponen determinadas privaciones en la comida y una mayor actividad en todos los trabajos.

Volvamos a hablas de las otras misiones de estas ceremonias secretas, esto es, de la intimidación de la población femenina del campamento por la mascarada de aquellos inquietos hombres. Su plan consiste fundamentalmente en hacer aparecer uno o varios espíritus, cada uno de los cuales se puede fácilmente reconocer por su enmascaramiento propio y por la pintura de su cuerpo, desahogando su personalidad buena o mala con determinados actos. Los hombres dan a conocer a todos los que se encuentran en el campamento, valiéndose de unos gritos especiales o con voces, la aparición de cada uno de aquellos espíritus ante la Gran Cabaña, para que la gente se prepare a la visita que les va a hacer a sus respectivas cabañas. No existe un desfile de espíritus propiamente dicho. Todo el programa del día, en sí tan sencillo, permite mucho tiempo libre para ello, porque dicho programa no está sujeto a un patrón fijo. Los salvajes se dejan impresionar por la impresión del momento, por el tiempo que hace y por las cosas más nimias para resolver algo y aún para las decisiones más importantes.

A nadie se le deja parar. Casi siempre se levantan los examinados al amanecer después de un breve sueño de cuatro horas y andan por el bosque o zonas montañosas; hacia las catorce horas regresan a la Cabaña. Los jóvenes y los hombres casados que lo desean, se pasan la noche en la Gran Cabaña y se levantan cuando ya está amanecido. Cada uno de ellos se pintan y corren como espíritus Schoorte por el campamento, sacude algunas cabañas, arrastra unos objetos de acá allá, molesta y golpea a las mujeres que están echadas en el suelo cubiertas con sus mantas de piel y vuelve al final corriendo a la Gran Cabaña. Después, entre las doce y trece horas, vuelven a aparecer otros espíritus del mismo nombre, uno solo, dos y, a veces, hasta tres; se comportan lo mismo, esto es, ocasionan muchos daños y molestias a las mujeres. Los que viven en el campamento tiene que arreglar de nuevo sus moradas, con ganas o sin ellas, una vez que los espíritus han desaparecido.

Cuando el sol de mediodía se empieza a ocultar, surge en la Gran Cabaña una gran actividad. Los espíritus Klóketen de rango superior, con sus pinturas y máscaras características, aparecen en esos momentos, mostrando sus particulares danzas y exhibiciones, manteniendo perplejas por espacio de varias horas las miradas de todos los que moran en el campamento, a veces hasta cerca de medianoche. Unos días aparecen unos espíritus, otros días, otros, según les viene en gana a los hombres de la Gran Cabaña, y nunca existe un desfile de los mismos, esto es, aparecen aisladamente. Aproximadamente una hora antes de la presentación pública del espíritu que sea, las mujeres repiten un monótono canto, para disponerlo favorablemente y procurando halagar al espíritu que se espera.

En el transcurso de la ceremonia, los hombres llegan a representar más de una docena de aquellos espíritus; cada uno de ellos se conoce fácilmente por los atavíos que se coloca y por el grito que anuncia su llegada; las mujeres están al tanto del carácter e intención de cada uno. Si se presenta uno que es malo y mata a los hombres, entonces las mujeres, angustiadas y llenas de terror, se ponen a llorar amargamente; conmovido por ello, un buen espíritu devuelve la vida a los hombres que han fallecido. A un espíritu le agrada la lucha, mientras que otro se luce describiendo movimientos rapidísimos. Uno se pone una deforme cabeza encima de su esquelético cuerpo, otro aparece con un vientre monstruoso. Como espíritu que manda sobre todos los hombres y que influye sobre todas las cosas, se considera al espíritu Chalpe, un ser femenino procedente del infierno. A veces sube hasta la Gran Cabaña y su venida se da a conocer a todos los que viven en el campamento por unos gritos y unos gemidos característicos de todos los hombres; los vecinos del campamento sufren entonces sus molestias en grado sumo. Hay que observar que a las mujeres se las tiene en la creencia de que todos los aspirantes se encuentran bajo tierra, prisioneros de la Chalpe, durante el tiempo de las ceremonias, a cuyas voluntades se han entregado sin la menor resistencia. Todo esto está preparado de tal forma que ningún aspirante se presenta sin careta a la gente del campamento.

Muy variada y diferente es la serie de los espíritus Klóketen. Sus distintas representaciones les cuesta a los hombres mucho trabajo y a la gente que vive en el campamento les proporcionan muchos disgustos y molestias. Con una maravillosa rapidez representan los hombres sus papeles de simulación y engaño. Se comportan externamente como si estuvieran agotados por los tormentos y torturas de los espíritus; ellos pretenden hacer creer que toda la carne que las mujeres han traído para ellos y los espíritus, ha sido consumida por estos últimos. Con ello mueven la compasión de las mismas y así en los momentos de alegría se regalan con opíparas comidas en el interior de la Gran Cabaña, pudiendo de esa forma realizar sus astutos planes. Es natural que procuren confirmar a sus mujeres en la creencia en los espíritus Klóketen para no perder nunca su actual supremacía. En realidad, toda la población femenina está convencida de la eficacia y autenticidad de los espíritus que se presentan. Es muy significativo, para comprender el sentido de estas ceremonias secretas, que en la representación de los espíritus actúa decisivamente un hechicero junto a la Gran Cabaña.

Cuando al cabo de una reunión, que dura de tres a seis meses, se empieza a sentir un cierto cansancio entre los hombres, cuando la caza cercana empieza a escasear, cuando una muerte imprevista quita las ganas de divertirse y, sobre todo, cuando ya se hacen insoportables los continuos paseos por el bosque o se interpone algún que otro hecho de importancia -siempre que como es natural, los aspirantes hayan alcanzado la debida formación-, terminan los hombres con su mascarada. Todas las máscaras, hechas a base de corteza de árboles, pues solamente en casos de necesidad se confeccionan de pieles, son tratadas desde un principio con el mayor cuidado; se les mete en un lugar oculto del bosque, en el hueco de un árbol, para conservarlas hasta la próxima fiesta. No está permitido quemarlas y hay que ocultarlas como sea de que las vean las mujeres. El día señalado por el jefe hacen desaparecer todos los restos de sus banquetes en la Gran Cabaña y apagan después el fuego. Varios hombres viejos reúnen a todos los participantes y se dirigen sin ninguna otra formalidad al campamento; el grupo de jóvenes le sigue a corta distancia. Cada uno va buscando, como es natural, la cabaña donde vive. Los aspirantes se muestran muy serios y reservados; se comportan como si hubieran olvidado a todos sus parientes femeninos. Las madres se vuelven locas de alegría al ver de nuevo a sus hijos, tanto tiempo ausentes; contentísimas por su regreso, le pintan la cara y le dispensan todos los cuidados posibles, procurando hacerles olvidar los sufrimientos y privaciones pasadas, con buenas y abundantes comidas.

Casi en silencio se dispersan entonces las distintas familias, y cada una vuelve a dedicarse a la acostumbrada vida de cacería nómada. Los aspirantes han aprendido una valiosa enseñanza para ellos, las mujeres vuelven a sentirse sometidas a los hombres y éstos se sienten seguros y satisfechos en la tranquilizadora certeza de no perder su supremacía. En la monotonía diaria nada recuerda las ceremonias reservadas a los hombres, y la vida familiar transcurre tranquila en el mutuo aprecio de los esposos y en el cariño sincero a sus hijos. Estas ceremonias constituyen evidentemente cuerpos extraños en la equilibrada organización social de un grupo de humanidad primitiva como la de nuestros fueguinos.

Ya he referido anteriormente que poco después que terminaran aquellas ceremonias secretas, que como primer europeo había presenciado entre los Selk’nam en el interior de la Isla Grande, una epidemia de gripe acabó con los últimos supervivientes de aquella antigua tribu. Desde entonces no se han vuelto a celebrar. A mí me deparó la inestimable oportunidad de participar en las últimas Klóketen, pudiendo salvar para la ciencia todas sus particularidades.




ArribaAbajoCapítulo XIV

El mundo espiritual de los fueguinos


La descripción anterior habrá proporcionado al atento lector el concepto general de que nuestros fueguinos disponen de una maravillosa riqueza en bienes espirituales y morales. Por lo tanto, rechacemos enérgicamente el prejuicio heredado de que los pueblos salvajes no son otra cosa sino animales superiormente organizados. Es cierto que hubo una época -y no está muy lejana de nosotros- en la que todas las tribus primitivas habían sufrido el mismo y profundo menosprecio con que Charles Darwin calificó a nuestros fueguinos cuando dijo de ellos las siguientes palabras:

«A la vista de estos hombres, es muy difícil creer que sean semejantes nuestros y habitantes de un mismo planeta».



Se les llamaba «los salvajes» y desde los siglos de la antigüedad clásica venía considerándose a las tribus primitivas de fuera de Europa como seres sin cultura alguna. Se les negaba rotundamente la posesión de verdaderos sentimientos humanos y de nobleza, de deberes religiosos y morales. Sólo durante algunos decenios, en la época de la supuesta Ilustración, se colocó a los pueblos salvajes en un estado de exagerada brillantez. Pero bien pronto se retrocedió a la más baja apreciación general de los mismos; y lo que en ellos se había encontrado de valores espirituales, lo tacharon los presuntuosos europeos como «magia y superstición» o también como «actos instintivos».

La moderna etnología nos ha enseñado otra cosa muy distinta. Nathan Söderblom, arzobispo de Upsala, buen conocedor de las religiones salvajes, comenzaba su libro sobre El Devenir de la Creencia de Dios (Das Werden des Göttesglauben) (1929) con las siguientes palabras:

«Desde que se fueron destruyendo sin remedio alguno los bellos sueños de los románticos acerca de la felicidad de los salvajes, merced al acercamiento a ellos de misioneros, viajeros, empleados coloniales y comerciantes que nos ofrecían un concepto más exacto de los mismos, se ha caído en la segunda mitad del siglo pasado en el extremo opuesto. Todo lo que se atribuye a los hombres de un estado cultural primitivo, se considera sin más ni más como superstición y curiosidad. Se olvida con esas consideraciones que también nosotros con nuestra cultura no podemos mostrar otra cosa que curiosidad y superstición, por que existen en nuestro acervo espiritual muchas cosas en donde se puedan rastrear todavía sedimentos primitivos... Con mucho fundamento se considera adecuada la moderna tendencia que nos hace observar no sólo las diferencias, sino los elementos comunes que tienen los pueblos salvajes y nosotros. Aquéllos carecen de teléfono y de aviación. Pero lo más importante ya lo habían descubierto o encontrado -para hablar con más exactitud usando la palabra de W. Wundt- es decir, la primera herramienta y el primer fuego. No conocen todavía ni el Evangelio ni los Discursos de Schleiermacher; pero sienten temor y misteriosa confianza ante los poderes sobrenaturales. No acatan el idealismo de un Platón, de un Leibnitz o Laotse. Pero saben distinguir una especia de realidad espiritual dentro del mundo material. Descubrimientos de la mayor trascendencia debemos la obra espiritual de los pueblos primitivos; y aunque no hayamos comprendido todavía totalmente las singulares creaciones de su ideología, sin embargo sabemos se tratan de valores espirituales de transcendental importancia».



Es natural que este concepto sobre los pueblos primitivos que acabamos de describir, se fijara en especial en lo referente a sus ideas religiosas y a sus deberes morales. En su apreciación llegó el estúpido Materialismo a las más disparatadas consecuencias. Sin embargo, la verdad histórica se ha abierto paso y todos los trabajos científicos se han visto libres al fin de la opresión del materialismo:

«En todo el campo de la etnología ha perdido prestigio la antigua escuela evolucionista; la larga y bella serie evolutiva, que con tanta facilidad había imaginado, se ha venido abajo merced a la crítica del nuevo método histórico... La etnología, basada en la historia de la cultura, ha conseguido descubrir en los campos sociológicos y económicos una serie de círculos de cultura, en los que se ha ido desarrollando el curso de la historia de la cultura humana. Constituye un hecho curioso que esta histórica sucesión de formas de religión se refleja y concreta, y aparentemente en dirección contraria, a la que han seguido las aisladas teorías religioso-históricas en el curso de los siglos». (P. Wilheim Schmidt).



Me tengo que limitar a contestar aquí la pregunta acerca de las investigaciones emprendidas para explicar el origen y nacimiento temporal de las religiones en los pueblos salvajes. En los largos siglos que van desde la helenidad clásica hasta la época de los descubrimientos, se consideró suficiente abarcar y comprender, sin explicárselos, los variados fenómenos religiosos. Pero cuando en el tránsito del siglo XVIII al XIX, la extendida familia lingüística y etnológica de los indo-germanos constituía casi el objeto único de investigación de las ciencias de entonces -y se trataba de pueblos de cultura superior y, como tales, pertenecientes a los más modernos círculos culturales- se explicó en relación únicamente con este gran grupo de pueblos, como fuente y forma primera de la religión, la mitología salvaje, especialmente la mitología de los astros, interpretándola con frecuencia en forma simbólica. Ahora bien, cuando en la primera mitad del siglo XIX estuvieron la mayoría de los pueblos salvajes al alcance de la vista de los europeos, interpretaron algunos prohombres (A. Comte y J. Lubbock) el fetichismo, que en ellas aparece como fenómeno más destacado, como la primera forma de religión representada por los más modernos pueblos salvajes. Después se pensó asignar el papel de la forma originaria de toda religión al monismo y al animismo. Debido principalmente a J. G. Frazer se explicaron a fines del siglo pasado los notables aspectos y actuaciones del totemismo como una antigua forma de religión; éste se distingue por un horror cultivado ante ciertos animales, de los cuales pretenden hacer derivar a los hombres en particular, y a todo el pueblo en general por vía del parentesco. Como elemento primario del totemismo ha creído reconocer Frazer a la magia. Como esta dirección no agradaba a otros investigadores, se las arreglaron atribuyendo una mezcla imprecisa de magia y religión para el principio de la evolución de la humanidad, aunque faltaban que se comprobara debidamente entre los pueblos salvajes.

Mientras tanto se fue reconociendo en las explicaciones de la mitología salvaje de los pueblos indo-germanos que la creencia predominante era la del dios del cielo y poco después siguió el descubrimiento de la misma creencia en otros pueblos primitivos de todas las partes del mundo. En vista de que actualmente esta creencia en un dios único -sin duda alguna la forma más pura y elevada de religión- se ha demostrado que se encuentra en posesión de las más antiguas tribus de genuina cultura primitiva, queda bien patente que al principio de la humanidad existe ya la veneración a un único Ser Supremo y precisamente por ello no puede explicarse como testimonio o resultado de un largo desarrollo de formas religiosas incompletas. El pensamiento religioso de los fueguinos, como tantas otras de sus cosas, constituye en la actualidad un resto de los primeros tiempos del género humano; dicho pensamiento pone claramente de manifiesto cómo ha comprendido la humanidad primitiva a su Dios Supremo y cómo se han comportado con Él.

Lo que Charles Darwin escribió sobre los fueguinos, no puede sorprender al que conozca su manera de observar:

«No tenemos base para afirmar que practiquen servicios religiosos de clase alguna».



Como ya es sabido sólo había observado a algunas personas aisladas de la tribu Yámana durante unas escasas semanas que estuvo entre ellos, y esto desde su gran buque Beagle. Yo, que he estado casi un siglo después que él en estrecha convivencia con los fueguinos durante dos años y medio, he observado que se abstienen respetuosamente de toda manifestación de su sentimiento religioso. Se trata de un campo muy difícil de aseguir por el investigador y con aquella manera de proceder es casi inaccesible, pues yo lo he llegado a conocer por pura casualidad, después que adquirí con ellos la suficiente confianza al cabo de mucho tiempo.

Las tres tribus fueguinas reconocen a un único Ser Supremo como una personalidad autónoma e independiente, de naturaleza espiritual pura. Esta deidad tiene sus nombres respectivos: entre los Selk’nam: Temáukel; entre los Yámanas: Watauinéiwa; entre los Alacalufes: Chólass. No se le considera como una fuerza personificada o fenómeno natural. La residencia permanente de este dios la colocan nuestros indios detrás de las estrellas. No tiene ni mujer ni hijos, ni tampoco hay otros seres en su cercanía. Gobierna a todos y a todas las cosas. Como corresponde a su incorporeidad, no manifiesta ninguna necesidad de dormir o descansar; está continuamente vigilando y atendiendo a las cosas que pasan en esta tierra. Los Alacalufes afirman de su Chólass: las estrellas relucientes son en cierto modo sus ojos, por medio de los cuales puede estar observando atentamente, aún de noche, lo que hacen los hombres: Ninguna virtud atribuida a su Ser Supremo la recalcan con mayor claridad y frecuencia los fueguinos como la de su perpetua existencia: vive desde un principio y no muere nunca.

Todos lo consideran también como el Dios Creador y autor de todo el orden social de la tribu y en él basan todas las leyes morales de aplicación general. Todas las decisiones lícitas y las buenas costumbres, lo que hay que cumplir y lo que está prohibido, tanto para la comunidad en general como para cada uno en particular, se hace derivar de él como expresión de su voluntad. De esta forma toda la ley moral está unida y cimentada en la religión. Asimismo este Ser Supremo, omnisciente y presente en todas partes, vigila la manera de comportarse cada uno de los hombres y castiga la violación de su ley con la enfermedad o la muerte prematura del culpable o haciendo enfermar o morir a sus hijos.

-Su omnipotencia no permite que nadie se le oponga, pues es el más fuerte de todos -dicen los Selk’nam.

Los Yámanas se valen de la expresión «Abailákin», en el sentido de «el Fuerte, el Poderoso». Frente a él no puede nada el más hábil hechicero; todos se guardan temerosamente de que pruebe su poder sobre él. No cabe duda: cada una de las deidades adoradas por las tres tribus fueguinas se presentan como una personalidad moral completa y por las cualidades que las dan a conocer como un Ser Supremo; al mismo tiempo su clase de religión es completamente monoteísta.

Como nuestros indios por naturaleza esquivan toda manifestación de sus valores espirituales al extranjero, procuran no decir nada tampoco de sus prácticas religiosas. Tan sencilla como la religión en su concepción lógica, es su culto. Carece de lugares sagrados y de actos religiosos públicos, así como de un estado sacerdotal profesional y de toda representación gráfica de la divinidad. Aunque la manifestación de su fe religiosa se presente informe e indeterminada, sin embargo no faltan algunos actos especiales de culto, pues los indios están plenamente convencidos de su completa dependencia de la divinidad, cuya absoluta superioridad confiesan y reconocen.

Manifiestan a su Ser Supremo un sincero respeto y una sentida y profunda veneración; pero ésta no ha llegado a ser para ellos un segundo estado espiritual añadido a su naturaleza, sino que constituye una parte fundamental de su actuación religiosa. Todos consideran a su Dios Supremo por encima de todas las criaturas, como la más poderosa de todas, como al creador de todas las obligaciones legales y morales, como juez de la conducta de los hombres, que tiene en su mano el destino de cada cual. Quien se queja de su mala suerte, le culpa a veces su crueldad vengativa y la alegría por el mal que sufre. Cuando un hombre ante un caso de muerte descarga con frases de cólera su conmovido corazón, vuelve, cuando se ha restablecido su equilibrio, a una actitud de respeto, considerándose culpable de las mismas.

Correspondiendo a la descripción espiritual que acabamos de mencionar, se considera como ilícito y punible pronunciar el nombre del Ser Supremo. Por ello se valen los Selk’nam para referirse a Temáukel de la paráfrasis: «Aquel que está allá arriba». De todos los fueguinos, los Yámanas son los que tratan con más confianza a su Dios y le llaman casi siempre «Hidábuan» = «nuestro padre». Otras designaciones dicen significativamente: «Watauinéiwa» = «el antiquísimo», «Manunákin» = «el único poderoso», «Watauinéiwa-sef» = «el viejísimo allá en el cielo», «Wöllapatuch» = «el gran asesino», el que da muerte a los hombres.

A pesar de que tanto los Selk’nam como Alacalufes el Ser Supremo ejerce una clara influencia en el curso de la vida y forma parte del destino de cada cual en su diaria labor, no encuentran momentos para propiciar favorablemente a su Dios con oraciones; aunque bien es verdad que cuando un hijo enferma, le hacen sus padres algunos ruegos para que por su influencia recobre la salud. Según los Yámanas, su Hidábuan no se sienta detrás de las nubes sin preocuparse del curso de las cosas, sino que interviene directamente en la diaria labor de cada uno de los que peregrinan por esta tierra. Consiguientemente, poseen un arcaico y primitivo vocabulario en sus oraciones de ruegos y gracias, de quejas y cosas de importancia. Como el tesoro de la fe representa la posesión más primitiva de los fueguinos, y no ha podido serle facilitada por los europeos, por ellos no hay argumento más convincente que el desarrollo filológico de estas palabras y frases, tantas veces repetidas. Los Yámanas piden por que un viaje en canoa resulte feliz, por el buen tiempo, por la abundante caza, etc., con la plegaria:

-¡Sé bueno hoy con nosotros, padre mío!

Ante el tiempo amenazador, grita angustiada la india:

-¡Seme propicio, padre mío; salva mi canoa!

Con frecuencia se sienten impulsados estos hombres primitivos a pronunciar oraciones de gracias y no descuidan el momento de hacerlo. Quien después de un viaje en canoa, haya sido bueno o malo, ha podido alcanzar la segura orilla, no deja de abrir su agradecido corazón y dice en voz baja:

-¡Gracias te doy, padre mío; un tiempo bueno me ha acompañado!

Con todo entusiasmo agradecen las indias cuando tienen cualquier éxito, cuando sanan de cualquier enfermedad, cuando superan serios peligros y al volver el agradable tiempo del verano. Casi todo el día pronuncian la primitiva fórmula de oración:

¡Muchas gracias, padre mío!

Se quejan amargamente cuando su hijo enferma a «aquel asesino que está allá arriba» se lo ha llevado consigo, les ha sucedido cualquier desgracia o les agobia un grave mal. La lozana actitud vital de los Yámanas con respecto a su «padre que está allá arriba» es sorprendentemente íntima y de gran infantilismo.

Verdaderos sacrificios en honor de su divinidad no conocen los fueguinos. Con todo, tenemos que explicarnos como tales dos discretos actos de culto de los Selk’nam. Quien tiene ganas de comer a última hora de la tarde, arroja, antes de empezar, un trozo de carne fuera de la cabaña y dice al mismo tiempo:

-Ahora voy a comer. Lo que he arrojado es para ti que estás allá arriba, ¡seme propicio!

Igualmente cuando dura mucho el mal tiempo o azota una fuerte tempestad de nieve durante la noche; entonces arroja la mujer un trocito de carbón ardiendo fuera de la cabaña y dice al mismo tiempo:

-Esto es para ti que está allá arriba; ¡protégenos y concédenos buen tiempo!

En resumen, la fe en Dios de los fueguinos se rebela con cristalina sencillez y con una cordial confianza, por una viva relación del hombre con su divinidad. Esta constituye para ellos no sólo un rico contenido vital, sino un sostén inagotable en los momentos vacilantes de la existencia terrena. Así y no de otra forma, se comporta el hombres primitivo con su divinidad, así le presta reverencia y así está unido siempre a ella por medio de la oración.

¿En qué se basa el trato moral de nuestros fueguinos?

Es evidente que definen a su Ser Supremo como al creador y conservador de todo lo que consideran sus obligaciones y deberes. Por esta asociación de ideas reciben aquéllas, como ya se ha dicho, su sanción religiosa. Como nuestros indios poseen la facultad de hacer actuar sus facultades físicas y psíquicas en el sentido de lo noble y de lo que debe ser y también para evitar las faltas, como premian la conducta intachable y condenan el crimen, como saben separar con toda precisión el bien del mal, la virtud del vicio, el mérito de la culpa, en pocas palabras, que actúan con arreglo a su conciencia, queda comprobada suficientemente su aptitud para el trato moral. Con este claro concepto está íntimamente unida la indispensable valoración del bien moral, que sirve de base inmutable a las obligaciones objetivas.

El indio no renuncia nunca a los principios que le impone su conciencia; se sabe obligado a inculcar a sus propios hijos y a los jóvenes de la tribu los mismos conceptos de apreciación de la moral, a que aumente su aprecio por la bondad, a atajar todas las faltas de carácter y las maneras inconvenientes de proceder; todo ello con perseverante paciencia y empleando los castigos, bien en el estrecho círculo familiar o en la inexorable seriedad de las ceremonias de iniciación a la pubertad. A ninguno de estos hombres primitivos les falta el claro concepto de que no puede contravenir las costumbres de la tribu que han de cumplirse por todos, ya que así denominan a sus deberes de conciencia. Sin embargo reconocen la necesidad de doblegarse a las exigencias morales, en forma de deber y obligación en el estrecho sentido de la palabra, Este deber al trato moral lo caracterizan con más frecuencia diciendo «esto debe ser»,más bien con la frase «esto tiene que ser». De ahí la intimación: «¡Sé un hombre bueno y útil!». Casi siempre se expresa en forma de ruego y deseo de los mayores, apenas se nota una violencia y opresión de la libre voluntad de los jóvenes.

Este irrevocable deber al trato moral procede de la unión directa de toda ley moral con la fe religiosa. Como se ha indicado anteriormente, el fueguino vive con arreglo a unos principios, a unas determinaciones y costumbres de la tribu, que tienen como origen y causa primera a su Divinidad; ésta es sabedora de lo que hacen y dejan de hacer los hombres y también juez y consejera de la forma de actuar. Cómo conocen exactamente los indios este estado de cosas y cómo confía cada cual en las sanciones morales, ya ha sido tratado con anterioridad.

Por lo tanto, queda demostrado la realidad de la conciencia moral de los fueguinos, cada uno de los cuales poseen una serie de conceptos y deberes comunes. Cuando se lee la ligera manera de hablar de un Charles Darwin y otros muchos europeos, que al pasar a bordo de sus buques han investigado la vida moral de los fueguinos, se tiene la impresión de que la parte humana, superior a la supuesta parte animal, constituye su verdadero ser y que, por lo tanto, es de esperar naturalmente «algo mejor» de estos «salvajes». Ahora bien, yo no he esquivado el esfuerzo de vivir una vida de investigador de dos años y medio en la helada Tierra del Fuego, en estrecho contacto con los indígenas; y ahora refiero lo que he visto y presenciado aunque sólo sea lo más importante y en resumida forma de exposición. El lector comprenderá después de terminar su lectura que las referidas excursiones turísticas se han chupado los dedos.

Los deberes más respetados y considerados del fueguino se relacionan con su Divinidad. Con qué cualidades la han configurado en su pensamiento, nos resulta verdaderamente asombroso. Y como dice la conocida frase: «¡En sus dioses se refleja el hombre!», se presentan nuestros indios incomparablemente superiores a la mayoría de los pueblos salvajes de cultura más moderna y avanzada, por su significativa valoración de la creencia en Dios. Su religión es, como ha podido leerse antes, no sólo fe, sino sentimiento y voluntad; no sólo tradición y convicción, sino vida y actuación.

En otro grupo se pueden incluir los deberes que se relacionan con el dominio de sí mismo. La mayoría de ellos los he experimentado en las ceremonias de iniciación a la pubertad. Cada cual debe llegar a ser «un hombre bueno y útil a la tribu». Las virtudes más deseadas son: Aplicación y laboriosidad, sentido del orden y de limpieza, afabilidad con los demás y fiel conservación de las costumbres heredadas de la tribu. Para las ocupaciones diarias se le dice a cada uno:

-Quien se levanta tarde por las mañanas, no podrá terminar sus trabajos.

O:

-A los hombres perezosos los hace morir prematuramente el Ser Supremo.

Otras veces se le dice:

-Lo que puedes acabar hoy, no lo dejes para mañana».

Y también:

-Cuando quieras regalar algo a alguien, escoge la pieza mejor y más bonita, pero nunca una cosa que no te sirva, que está muy estropeada y de la que te quieras desprender. De lo contrario el otro te dirá: tú te quieres captar mi voluntad con cosas que no tienen valor. Si das algo que valga en realidad, entonces te alabarán los demás.

Y otras frases por el estilo.

En los primeros años de su vida se encuentra la niña bajo los cariñosos cuidados de su madre; y en los años que siguen a la niñez, continúa la joven bajo su tutela, mientras el muchacho está bajo la del padre. Con una educación natural y constante se lleva a los jóvenes por el camino de la justicia y por el de la iniciación en sus deberes posteriores. Una forma más severa y general adopta la continuación de esta educación en las ceremonias de iniciación a la pubertad. Su resultado pone de manifiesto un elevado estado moral en todo el pueblo indio. ¡Verdaderos pedagogos son estos hombres primitivos de la Tierra del Fuego!

Cuando salen los jóvenes de ambos sexos de las ceremonias de iniciación, muestran desde los primeros días la seriedad de hombres mayores. Como ya se saben conducir por sí mismos, la comunidad de la tribu espera, como es natural, de ellos y ya no los trata como seres faltos de conciencia, pues ya saben debidamente lo que deben hacer. El auxilio a otro en forma desinteresada se considera como la principal virtud. A todos se estimula por medio de muy claras reglas a la práctica continua de la misma y así se convierte en obligación el respeto a la presa conseguida. Al perezoso que no se cuida como debe de su familia, la comunidad lo estigmatiza de tal forma que se mejora irremisiblemente. Al fanfarrón y al charlatán mentiroso no los consideran en lo más mínimo. El robo no existe. Muy claro se nos ofrece el sentido del pudor; los hombres evitan en presencia de las mujeres las conversaciones picantes y los chistes de color; aquéllos se cubren suficientemente sus partes y las muchachas tiene que ponerse taparrabos desde sus primeros años. La llamada libertad sexual entre los no casados no se conoce en la Tierra del Fuego.

He aquí ahora algunas máximas que regulan la conducta de unos para con otros: Una característica destacada de los fueguinos es el sincero afecto y la cordial fidelidad hacia sus padres; muy corriente son los ejemplos de un ferviente amor filial. Todos los padres desean muchos hijos, porque éstos constituyen su felicidad; así lo exige un matrimonio sano y natural. Los padres atienden a sus hijos pequeños con íntima ternura y son amantes de sus hijos hasta los límites de los posible. Todo atento observador europeo se sorprende ante la modesta actitud de los jóvenes en presencia de los viejos. Todos se preocupan de los enfermos, de los impedidos y de las personas débiles por su edad, esté o no ligada a ella por relaciones de parentesco. Quien por muerte ha perdido a un próximo pariente, puede contar con la ayuda de todos los que viven a su alrededor. Los niños huérfanos son acogidos cordialmente por las demás familias. Si una mujer se queda viuda puede seguir viviendo en casa de su marido, hasta que se le ofrezca la posibilidad de un nuevo matrimonio.

Siempre están unidos en armónicas relaciones los esposos. La elección se hace por el cariño y el matrimonio se realiza por la voluntad concorde de los dos novios. Ni los padres ni los parientes pueden impedir la libre decisión de sus hijos; aquéllos sólo pueden vigilar que el joven busque a su amada en un grupo distinto al suyo, con objeto de impedir la unión matrimonial de parientes cercanos. En el círculo familiar se reconoce a la mujer casi la misma posición que al marido. Con arreglo a un primitivo derecho consuetudinario se distribuyen con mucho tacto los trabajos a realizar por el hombre y la mujer, de acuerdo con las necesidades fisiológicas de ambos sexos, desarrollándose así sin dificultades la actividad económica y las diarias obligaciones no se consideran como cargas pesadas. La labor del día del fueguino adopta la forma de un beneficioso deporte para las facultades del cuerpo y del espíritu. Semejante orden de trabajos, basada en una unión matrimonial hecha a base del amor, no permite otra forma que la del matrimonio monógamo. Esto es tan lógico para nuestros indígenas, que sólo admiten se excepción ante casos muy especiales. A pesar de todas las prohibiciones ocurren algunas veces algunos adulterios; pero la comunidad los juzga muy severamente y los jóvenes reciben en las ceremonias de iniciación a la pubertad las correspondientes amenazas para sus casos de violación. Para que no haya perturbación alguna en el acuerdo perfecto entre las personas casadas, no se permite a los parientes que se entrometan en los asuntos del hogar. Al mismo fin se orienta la orden que prohíbe a los suegros hablar nunca personalmente con sus yernos; cada nueva pareja abandona la cabaña de sus padres inmediatamente de celebradas las fiestas de la boda y constituyen su propio hogar.

Nuestros indios conocen exactamente el concepto de propiedad privada. Se refleja de tal manera en ellos que hasta los propios padres se abstienen de disponer de las pequeñas cosas de sus hijos o consumir algo de ellos. Lo que cada esposo aporta al matrimonio, lo que sirve para su uso personal y está hecho por su propia actividad manual, pertenece exclusivamente a él. Sólo lo que se ha adquirido para el uso y servicio de la familia, se encuentra a la libre disposición de todos sus miembros. No existe el menor rastro de relaciones de tipo comunista entre nuestros hombres primitivos. Se dedican al cambio mutuo; esto es, dan una determinada cosa por otra de un valor semejante. En la patria de los Selk’nam existen desde tiempo inmemorial unas grandes extensiones de terrenos dedicados a cotos de caza; dentro de ellas no pueden los vecinos entrar a buscar sus presas si no cuentan con el permiso de su dueño. Es natural que los fueguinos refieran su concepto de la propiedad al propietario de todas las criaturas, esto es, el Ser Supremo, porque todos los animales pertenecen a él, quien los cede al hombre para su sustento; actúa contra dicho derecho y tiene que esperar su castigo quien da muerte a más animales de los que necesita o quien deja que se echen a perder los animales muertos sin sacarles provecho alguno.

Para terminar no estará de más añadir que no existe ninguna organización social ni profesional ni tampoco una separación de clases, que los distancien en su respectiva manera de actuar. Sólo las familias aisladas forman por sí mismas la unión. No existe ninguna autoridad superior común ni tampoco una persona a la que le deban obediencia todos los componentes del pueblo fueguino. Cuando el bienestar de todos requiere una determinada decisión o una empresa de carácter general, entonces se reúnen a pensarla los hombres que allí se encuentran y en dicha reunión participan también las mujeres, aunque nadie está obligado a cumplir por la fuerza la solución adoptada.

Este código consuetudinario de los fueguinos contiene a todas luces unas importantes obligaciones, pues aspira a la formación de una humanidad noble. Si todos se acomodaran exactamente a sus preceptos, tendríamos unos ángeles personificados. ¡Pero desgraciadamente no es así! También aquellos indígenas se tuercen con las mismas cosas nuestras. Ahora bien, como cada uno de aquellos habitantes se esfuerza en el cumplimiento de su superior ley moral, se refleja mucho más la moralidad personal y social de nuestros ignorados indios que lo que han podido reconocer la mayoría de los visitantes de aquellas regiones. La dura patria donde viven, amenazada por terribles fuerzas de la naturaleza, ha obligado a los indígenas a la más modesta sencillez; pero ni la maldad ni la amargura ha adoptado forma general entre ellos. Esta inhóspita naturaleza externa ha conseguido el estrechamiento cordial de todos entre sí y que surja una auténtica comunidad popular, exigiéndose sólo para pertenecer a ella a quien sepa cumplir fielmente los preceptos morales que ha establecido el Ser Supremo.

Del alma humana, que da vida a los cuerpos, tienen los hombres primitivos de la Tierra del Fuego una idea acertada y bastante completa; le dan la denominación general del «espíritu». Los Alacalufes hablan con toda claridad de su origen cuando dicen: en el momento que el hijo abandona el cuerpo materno, envía la divinidad un alma al pequeño cuerpo, comenzando así a vivir un nuevo ciudadano en este mundo. Aquélla vive mientras el hombre existe en esta tierra hasta que el Ser Supremo llama al alma a su seno, que es el morir. En su corazón lacerado por el dolor designan con toda claridad a su dios como «aquel gran asesino que está allá arriba», pues el hombre se encuentra impotente frente a sus ataques.

Según la convicción general de nuestros indios el alma humana continúa viviendo después de muerto el cuerpo. Los Selk’nam dicen que sube al firmamento, se queda allí permanentemente haciendo compañía a Temáukel; pero nadie sabe qué forma de vivir lleva allá. Los Yámanas carecen de una idea del otro mundo como un lugar determinado o un estado seguro; afirman que las almas se van más allá del mar. Un volverse a ver lo tienen por inseguro. Precisamente por esta razón, como ellos mismos dicen, sienten tanto y tan profundamente cuando un ser querido es arrebatado por la muerte, pues entonces se separan de él para siempre. En oposición a estas ideas explican los Alacalufes que cuando el alma ha terminado su existencia terrenal sube a la Gran Cabaña de Chólass, que la hace entrar y le pregunta con todo detalle sobre su paso por este mundo. Después de la arrepentida confesión de sus culpas, se queda con él para siempre.

Todos los fueguinos sienten un amargo dolor cuando se tienen que separar de un cadáver; sobre todo porque, como ya se ha dicho, no saben si volverán a verse de nuevo en el otro mundo. Algunas veces celebran varias familias Yámanas unas exequias generales en las que lloran a todos sus parientes fallecidos. Muy sincera es dicha tristeza, que se graba profundamente en el alma. Los padres no vuelven a repetir el nombre del hijo desaparecido, para que no se recuerde en el círculo de sus seres queridos el dolorosa vacío que ha dejado. También permanece desconocido el lugar de enterramiento. El cadáver, envuelto en una manta de piel y provisto de todas sus armas y utensilios, se entierra en la misma cabaña de vivienda o cerca de ella; después se abandona aquel lugar para siempre y nada hace recordar el entierro.

A estas observaciones generales debo añadir algunas más que ponen de relieve la pureza espiritual de nuestros indios. Todos están plenamente convencidos que por la muerte se separa el alma del cuerpo, por lo que éste se queda inmóvil desde ese momento y cae. El alma continúa viviendo invisible, como un ser espiritual que es; nunca más vuelve a entrar en contacto con los familiares del finado y sólo en casos excepcionales se hace aparecer en un hechicero. Cuando nuestros indios observan la rápida putrefacción de un cadáver puesto en cuclillas, profieren unos grandes gemidos y por ellos comprenden lo que se trata todos los vecinos; éstos se presentan y se unen a las lamentaciones. Sin demora alguna, antes que se enfríe lo lían unos hombres en varios trozos de cueros y pieles para su inmediato enterramiento.

Es notable y muy curioso el llamado enterramiento en cuclillas de los Alacalufes. Ponen el cadáver sentado en cuclillas en su propia cabaña, le clavan a su alrededor unas estacas en el suelo y lo atan a ellas con unas correas de cuero para que no se caiga. La leña menuda y los palos que sostienen la cabaña de vivienda se lo ponen a su alrededor, levantando así una especie de cabañita sobre el cadáver en cuclillas. Entonces dejan abandonado el lugar, expuesto a la influencia de los factores naturales; la lluvia pertinaz, unido a algunas aves de rapiña, precipita la labor de destrucción y pronto no se puede reconocer, porque las plantas lo cubren por completo. Al muerto se le coloca en la tumba toda su propiedad, reducida a muy pocos objetos.

Una extraordinaria actividad demuestran los Yámanas ante un caso de muerte. Hasta los vecinos más lejanos se les da a conocer por medio del fuego; hacen elevar tres espesas nubes de humo muy cercas unas de otras. Dichas nubes significan casi siempre una llamada a las demás familias para que acudan a toda prisa y puedan auxiliar al que por la muerte se encuentra imposibilitado por su estado de apocamiento.. El sentido del deber a esta ayuda desinteresada, que a la vista de estos signos de llamada late en el alma de cada uno, lo hace acudir inmediatamente al lugar de la desgracia. Los dolientes por su parte saben apreciar debidamente cuando muchos compañeros de tribu les responden con rapidez.

Nuestros indios exigen como requisito indispensable -y nadie comete falta de negligencia a este respecto- que todo el que participa en una desgracia por fallecimiento se pinte su cuerpo, sea de la forma que sea. Nadie puede prescindir de dichos signos de condolencia y compasión. Quien elige un modelo se lo pasa a los demás; pero sea como sea tiene que estar pintado. A veces no han empezado a manifestarse en el moribundo los síntomas de la muerte, cuando todos los presentes se apresuran a recoger un trocito de carbón que pulverizan en sus manos y como polvo seco se lo untan por todo el cuerpo. Cuando unos gritos desde donde está el que acaba de morir dan a entender que ha exhalado el último suspiro, entonces todos los que se encuentran en las cabañas vecinas se untan con polvo de carbón toda la cara. Los más próximos parientes del muerto se limitan en los primeros días a ponerse solamente polvo de carbón por todo su cuerpo y cara; varias veces al día, cuanto mayor es su tristeza, tanto más repiten esta rápida forma de pintarse. Aparecen terriblemente desfigurados, pero así expresan sus sentimientos. Los más próximos parientes tiene obligación de pintarse de esta forma durante varios días al levantarse y antes de comer algo; también cantan un canto triste y lloran amargamente.

Al cabo de dos o tres semanas del fallecimiento del pariente, empiezan a prestar alguna atención a la pintura de sus rostros y a realizarla con cuidado. El modelo recomendado en este período no es siempre el mismo; en una mitad de la cara se untan un polvo de color negro y en la otra, rojo, previamente mezclado con aceite de pescado. En estas dos capas de colores se hacen unas rayas con los cuatro dedos mayores de la mano, que partiendo de los párpados y por encima de las mejillas llegan hasta los bordes de la barba; estas rayas quieren indicar que las muchas lágrimas derramadas por el muerto han hecho desaparecer el color.

En general se preocupan los más próximos parientes del muerto, en unión de sus amigos y vecinos, de untarse un polvo seco de carbón por todo el cuerpo por lo menos una vez al día y varias veces en la cara. Algunas mujeres se contentan con untarse solamente la cabeza y la parte superior del tronco. Muchos hombres se pintan, además, una raya en forma de arco que va de un hombro al otro; otros completan el modelo valiéndose de una raya vertical que va desde el cuello al ombligo. Mientras esta forma de manifestar el sentimiento de tristeza incumbe al círculo de persona más allegadas al fallecido, los demás lo manifiestan de la forma que quieren; llevan en su rostro unos puntos blancos o rojos, rayas o líneas sobre fondo negro en variado desorden. Todo lo anterior se aplica cuando la muerte es causada por enfermedad o por la edad; dicho brevemente, ante una muerte natural.

Además se emplean unos signos especiales para dar a conocer una muerte violenta o una desgracia. Si alguno se ha despeñado de una roca o se ha caído de un árbol, se untan la cara los indios con un polvo fino de carbón y se pintan encima tres rayas verticales desde la parte chata de la nariz hasta el mentón, así como desde los ángulos de los ojos, y a ambos lados, hasta abajo. Este dibujo se completa a veces con una raya blanca transversal por encima de los ojos y nariz, así como con líneas de puntos.

Muchos Yámanas se mueren ahogados. Para indicar esta clase de muerte, hacen los dolientes una mezcla de color blanco y negro y extienden la mezcla por toda la parte baja de la cara. Esta mezcla grisácea quiere representar el fondo cenagoso del mar, con el que se llena la boca del ahogado. La parte de pintura añadida que llega desde el mentón hasta la boca sin pasar por encima de ella, quiere significar que ha entrado mucha agua y cieno en la boca. Además, se coloca la gente una banda de piel con muchas plumas blancas alrededor de la frente, indicando las olas espumosas que han causado la tragedia.

Muy rara vez ocurre un crimen. Con varias rayas rojas verticales, que parten de los ojos, em forma radial, recuerdan los amigos y parientes de la víctima el delito; de esta misma forma se presentan en la búsqueda del criminal y reúnen auxiliares para la venganza. La dirección de las rayas rojas representan los caminos que ha recorrido la sangre derramada. Si en estas circunstancias se disponen a luchar, se pintan las personas cercanas al muerto todo su cuerpo de color negro, el enemigo de color rojo; ambos grupos de contendientes llevan el mismo color respectivo en sus armas y palos. A estos signos de manifestación de la tristeza, añaden la mayoría de la gente el adorno corriente en la frente: una tira de piel de tres dedos de ancho con plumas blancas, que en forma de diadema se pone sobre la frente y temporales.

Mientras que las pinturas funerarias que acabamos de mencionar se han conservado hasta nuestros días, cayó en desuso hace tiempo la tonsura funeraria, antes tan corriente, que empleaban las tribus fueguinas. Los deudos de un fallecido en la tribu de los Yámanas se raspan todos los cabellos con una afilada concha de moluscos, y los Selk’nam se los queman con un tizón ardiendo, haciéndose un redondel de pelos sobre su cabeza.

No satisfechos con todo esto, celebran las familias una o dos veces al año unas exequias generales por sus difuntos. Se pintan de la forma que hemos descrito antes, lloran y gritan en recuerdo de todos sus seres queridos fallecidos, acusan con conmovedores lamentos al Ser Supremo de ser un brutal asesino y manifiestan al fin su falta de poder contra la autoridad de la divinidad por medio de los palos de los remos y con hondas. Después de esto se sienten aliviados de su impresión por la pérdida del ser querido y al atardecer ruegan avergonzados a la airada divinidad, que le perdone su conducta, ocasionada por el irresistible dolor de su corazón.

Un enorme y complicado poder, por que no es fácilmente explicable, representa el hechicero en las tres tribus fueguinas. En toda América del Sur y en la mayoría de los pueblos de Norteamérica constituye un fenómeno natural. Muy poco, y sólo en parte, se ha hecho la investigación de este extenso y profundo campo de la cultura del espíritu, porque resulta incomparablemente más difícil aproximarse a él que a todas las otras peculiaridades que ofrecen los pueblos salvajes. La ciencia no ha conseguido todavía tener un concepto claro de la personalidad del hechicero y de su extraordinaria manera de actuar. Siempre nos tropezamos con la imprecisión y la oscuridad en las descripciones corrientes sobre el mismo. A los representantes de esta extraña ocupación se les denomina: mago, hechicero, curandero, chamán, cura del demonio, etc.; sus actividades son la magia, curación de enfermedades, hechicería, obras diabólicas, etc. Esta descripción por sí sola nos permite deducir la múltiple actividad de semejante oficio. Una idea aproximada refleja en Norteamérica la popular expresión de «curandero»; indica una determinada personalidad, que en su abigarrado atuendo personal, con su bolsita llena de objetos raros, consistentes en pelos y piedrecillas, garras de pájaros y dientes de animales, trocitos de metal y conchas, actúa cantando sus interminables danzas para conjurar los espíritus del mal y del tiempo atmosférico.

Si se examina la actuación profesional del hechicero, en su propia tribu, entonces salta a la vista que en ningún caso se ejerce por su parte única y preferentemente la curación física del enfermo. En las enfermedades corrientes se auxilia cada cual a sí mismo, acordándose de emplear los numerosos remedios del reino animal y vegetal, cuyos efectos conocen casi todas las personas mayores y que emplean en la medida indicada por la primitiva experiencia de su pueblo; no se le ocurre nunca ante un accidente preguntarle a un curandero o llamarlo. Este se ocupa en una actividad muy distinta que casi nunca comprende el dolor físico o la enfermedad del cuerpo, sino un mal de espíritu o de la imaginación; dicho brevemente: se ocupa de los sufrimientos espirituales. Más bien que un curandero propiamente dicho o que un buen conocedor de la hierba eficaz, es sobre todo -ésta es mi opinión- un «psiquiatra». El hechicero, por su parte, conoce la predisposición del que le pide ayuda por su origen en un estado de hipnotismo, de ensueño o de narcosis; con procedimientos hipnóticos y danzando agitadamente y haciendo ruido con una especie de matraca o lanzando unos largos quejidos y cantando, se esfuerza en mejorarlo y aliviarlo. En este estado de forzada alucinación llega a extasiarse, y a veces le aplica, mientras le chilla, remedios alcohólicos y narcóticos para curarle esa especie de mal que sufre quien pide su ayuda.

Es de extraordinaria importancia para la interpretación de la esencia del hechicero que todo representante de esta ocupación ejerza su actividad en unas circunstancias extraordinarias de autosugestión e hipnotismo. El hechicero se prepara para su labor con un largo y tranquilo recogimiento de espíritu y empleando después todas sus facultades para el fin que se propone. Todo ello convierte sus procedimientos especiales y su extraña manera de actuar en un complicado enigma, cuya última solución sólo la puede aportar la psicología ayudada por la psiquiatría. Hoy ya no basta al hablar de la multiforme esencia del hechicero con contentarse con la cómoda calumnia de que los hombres y mujeres que ejercen esta actividad son unos timadores y unos despreciables charlatanes que, basados en la candidez de sus paisanos, hacen un lucrativo negocio para su bolsillo.

En nuestras tres tribus fueguinas constituye el hechicero una poderosa personalidad con una amplia zona de influencia. No forman una clase separada ni se unen en una asociación de tipo profesional. Siempre tiene todo gran grupo de familias su propio hechicero, que trabaja exclusivamente para sus necesidades. Se le teme, pues puede poner en movimiento fuerzas fantásticas; pero su posición no es en forma alguna una cosa legal y su influencia no es obligatoria para sus paisanos. Se someten a él porque aconsejan el éxito o proporcionan ventajas. Los indios aprecian a unos más que a otros, según su saber y los éxitos que consigue. Si se propasa o comete conscientemente injusticias, comienza entonces a sentir la venganza de los suyos, que llegan hasta matarlo. En la diaria labor no se distinguen en nada los hechiceros de los demás indígenas, ni por una conducta diferente ni por ningún signo externo ni en sus vestidos, pues su cabaña tiene los mismos objetos ordinarios que los de cualquier indio. En el trato ordinario de las familias entre sí, no aparece esa actitud de temor ante el hechicero, y pasa inadvertido la mayoría de las veces. A pesar de ello, nadie olvida que es un ser al que hay que tratar con mucho cuidado y evitar lo más astutamente posible su trato, pues tiene facultades para dejar impotentes a todos los que se encuentran frente a él.

¿Qué concepto tienen de su distinta manera de ser? Cuando su constitución física ha alcanzado una transformación definitiva, esa manera de ser ya no es la misma que la de sus congéneres. Los Selk’nam afirman que todo lo externo de su cuerpo constituye pura apariencia para quienes le rodean. No está compuesto como un hombre corriente de piel y hueso, de sangre y carne; en su lugar posee una delicada cubierta semejante a la piel, cuyo interior está lleno de una materia muy ligera, muy semejante a un blando edredón de plumas. El interior de su cuerpo se considera completamente seco, faltan todos sus órganos y en las que parecen venas no corre sangre. La mencionada piel es inmensamente fina, y muy vulnerable. En el interior tiene asentada su alma, ocupada también por el llamado Waiyuwen. Ésta es, dicho brevemente, la potencia activa de un hechicero anterior, ya fallecido, que le traspasa esta ocupación a los jóvenes aspirantes y continúa actuando en él. En las labores de la jornada diaria y en las ocupaciones corrientes, actúa únicamente su alma propia personal. Por lo tanto, se alternan ambas potencias espirituales según las distintas ocupaciones y empresas a realizar. Semejante cuerpo imaginario, que a los ojos de los Yámanas actúa como uno de los suyos, lo aplican a su Yékamusch, que es como denominan a su hechicero. Sin embargo, excede tanto ese cuerpo imaginario al de otro hombres cualquiera que su diámetro alcanza los cien metros. Quizás se puede explicar esta «circunferencia» como la zona directa de influencia del hechicero; se dice textualmente:

-Todo lo que ocurre y se desarrolla dentro de ese radio, lo conoce exactamente Yékamusch, porque se encuentra dentro de su propio cuerpo.

De forma muy parecida se figuran los Alacalufes el aspecto externo del hechicero.

Si nos preguntamos ahora sobre la actuación profesional de dichos hechiceros, es evidente que ésta se manifiesta en la mayoría de los casos con motivo de las enfermedades. Pero se interesa más bien que del cuerpo, de su alma y de su estado espiritual. Se trata, como ya se ha dicho, de que el hechicero debe hacer desaparecer un mal estado de ánimo, un malestar espiritual, el temor y el miedo, la depresión y el desequilibrio moral. En las enfermedades físicas, ante un accidente o ante una molestia de estómago, cada cual se auxilia a sí mismo o va a pedirle consejo al vecino más próximo. Lentamente se dispone el hechicero a actuar mediante un largo canto, llamando de esta forma a los espíritus para que le auxilien; dicho estado se puede definir como una segunda personalidad. Nada debe molestar ni distraer su atención; prefiere verse solo, con los que le piden su ayuda, los cuales se sientan o se tienden ante él. Entre cantos y suaves balanceos del tronco «va reuniendo en un determinado lugar la materia enfermiza», chupándola violentamente con sus labios. Enseguida la escupe en la palma de su mano y la sopla después. Esta «materia enfermiza» la conoce con su espíritu y la ve en su estado de hipnotismo. Largo tiempo la sigue con su mirada hasta que desaparece en la lejanía. A veces se presenta el hechicero a su paciente y le explica que dicha materia enfermiza tiene la forma de la punta de una flecha, de una pequeña oruga, etc.

Como es natural puede introducir este mal en el espíritu de otro indio, como si lo hiriera con un flechazo. Donde se asienta, empieza su labor de destrucción, y al cabo de algún tiempo siente el desgraciado un malestar extraño y dolores. En el caso de que el amable e influyente hechicero no quite a tiempo la causa del mal se agrava el estado del paciente y con toda seguridad se muere.

La actuación de varios hechiceros enemigos no sólo origina una permanente rivalidad en sus campos profesionales, sino que motiva también interminables habladurías y una gran intranquilidad en los grupos de familias ya que incitan a unas personas contra otras. En su campo de actuación obra el hechicero como un auténtico perturbador. Da motivo a desavenencias entre los grupos o familias, porque culpa a uno de ellos de la causa de la desgracia e invita a su gente a la venganza contra el otro.

El hechicero es considerado como un salvador cuando hace desaparecer a su voluntad el mal tiempo y que aparezca un cielo tranquilo. Si el fueguino se siente incómodo ante la lluvia pertinaz, la mucha niebla o la abundante nevada, porque resultan muy difíciles sus cacerías y sus viajes en canoa, entonces tiene que separar las masas de nubes, con frecuencia oscuras, para que puedan pasar entre ellas, de vez en cuando, los cálidos rayos del sol. Puede hacer venir a la playa para los habitantes del archipiélago, una gran ballena o llevar a un estrecho brazo de mar un abundante banco de pesca; ambos regalos los reciben jubilosamente los felices indios y agradecen sinceramente su colaboración. Hasta los hechos futuros los puede revelar el curandero y prepara a la gente con la suficiente anticipación. Debido a sus muchos y frecuentes beneficios, no pueden prescindir en absoluto de él.

Dos clases de vocaciones conocen nuestros fueguinos para los elegidos para este cargo. De la vocación extraordinaria hablan cuando alguien recibe de repente la inspiración o experimenta una sacudida interna para dedicarse a esta actividad. Si un joven cuando se encuentra pensativo o durmiendo repite una determinada melodía, entonces los que le rodean ven en él una manifiesta vocación para dicho cargo y lo entregan sin demora a un maestro para su formación ulterior. Más corriente, y frecuente es la vocación ordinaria,. Quien comprueba entre los Selk’nam que tiene suficiente inclinación, y procura apropiarse de un determinado canto, perteneciente a un curandero ya fallecido, repitiéndolo inconscientemente al cabo de largo ejercicio, consiguiendo de esta forma un estado de autosugestión. En este estado empieza a actuar el Waiyuwen, esto es, el segundo yo de aquel muerto. Cuando después de cierto tiempo éste ha tomado entera posesión del principiante y cuando paralelamente ha terminado la formación de su interior psíquico, entonces se preocupa de la preparación necesaria para actuar como un afortunado hechicero. Durante largo tiempo sigue en la cabaña o junto a un viejo especialista en la materia, que casi siempre es pariente suyo. Éste no da a su discípulo una enseñanza con arreglo a un plan, sino le permite que lo observe continuamente, lo acompañe y que después lo imite lo más exactamente que pueda. Cuando al fin ha podido hacer los primeros ensayos, y confía en el apoyo de los que le rodean, puede llegar a ser un célebre y solicitado hechicero.

Entre los Yámanas se reúnen de vez en cuando los especialistas en esta materia; casi siempre se celebra dicha reunión a la terminación de las ceremonias reservadas a los hombres. Los viejos quieren descubrir aquellos jóvenes que posean una especial predisposición para la labor de autosugestión e instruirlos en el referido arte. Con ello queda bosquejado el fin de la verdadera escuela de hechiceros. Por pura casualidad la descubrí. Después que en mi cuarto viaje había tomado parte en las ceremonias reservadas a los hombres, me hicieron presenciar los Yámanas, además, la preparación de sus aprendices para el cargo de hechicero, distinción que hasta entonces ninguna corporación médica había otorgado a ningún europeo en toda Suramérica.

Aunque como ya se ha dicho, los Yékamusch aislados o se unen en una asociación profesional, sin embargo, todos se conocen; en parte se protegen y en parte luchan entre sí. Como todo gran grupo de personas se encuentra asignado a un hechicero, no puede desaparecer nunca esta ocupación; casi toda persona ya vieja y práctica en ella, se preocupa de que un joven pariente suyo la continúe ejerciendo. A veces, los hechiceros influyentes sugieren que se celebre una asamblea, con la que queda asegurada la debida descendencia.

En un lugar tranquilo y apropiado instalan una espaciosa cabaña de forma cónica; frecuentemente utilizan la misma que han empleado para las ceremonias reservadas a los hombres. En su centro vuelve a arder un gran fuego; en la estrecha faja de terreno que queda entre éste y la parte interior de la pared existe una espesa capa de ramas, procedentes de las hayas verdes, y por encima una capa de las cortas y duras pampagras para que sirvan de cama a los participantes. La distribución de los asientos se hace de tal forma que el jefe de esta reunión se coloca a la izquierda de la entrada, mucho más al interior le siguen los demás hechiceros y los aspirantes se colocan alternando, esto es, uno, dos o tres de ellos, tiene su asiento entre dos Yékamusch. El jefe es siempre un hombre de mucho saber y experiencia, muy considerado por todos por su firme voluntad y por sus magníficos servicios a la tribu. Va distribuyendo sus órdenes y advertencias a los que se encuentran presentes, sirviéndole de base un antiguo programa que lo tiene que conocer muy bien. Toda esta complicada ceremonia es obra exclusiva de los Yékamusch.

Invitan como aspirantes a aquellos jóvenes que se quieren dedicar por vocación al cargo de hechicero, en el caso que hayan demostrado capacidad para, ello y hayan sido precisamente recomendados por sus parientes. Muchos jóvenes se encuentran allí a la fuerza cuando un hechicero le dice solemnemente que ha visto en sus sueños que por deseo de los espíritus se tiene que preparar para este cargo. Además de los dos grupos de participantes referidos, ya se ha aludido al de los expertos hechiceros y al de los aprendices, existen en la Gran Cabaña de reunión algunas personas más, que se emplean como auxiliares para los servicios necesarios, principalmente para cuidar la leña y el fuego, para el aprovisionamiento de comidas y colorantes, etc. Se reúnen por lo menos unas quince personas.

Receloso y asustado, con los ojos bajos y en actitud muy recogida, se van aproximando los aspirantes con pasos muy cortos y suaves, interrumpidas por largas e inmóviles paradas, al lugar de la reunión. Todo el que entra en la Gran Cabaña sabe y presiente que va a sufrir indefenso el poder autoritario de muchos espíritus, que castigan severamente la menor desatención. Por ello se mantienen temerosamente alejadas las demás personas de la tribu, sobre todo las mujeres y los niños. A mí y a los aprendices que participaban se nos quedó muy grabado, cuando con tanta frecuencia nos dijeron:

-Quien se acerca sin un serio recogimiento y un profundo respeto, en él se vengan severamente los espíritus.

Como tiempo más apropiado para la escuela de hechiceros conceptúan nuestros Yámanas los tranquilos meses del invierno, tan a propósito para concentrarse en sí mismos.

El lugar de reunión se denomina Casa-Lóima. Ningún participante le puede abandonar en los largos meses de la ceremonia. Está prohibida la menor distracción y el programa del día tiene como fin la más estrecha unión con los espíritus. Los participantes permanecen inmóviles en sus sitios. Al aparecer el crepúsculo vespertino, esto es, a las seis de la tarde, empieza el canto común que hay que continuar sin parar «hasta que los dos Yoáloch, que ahora se encuentran de estrella en el firmamento como portadores de la cultura, hayan alcanzado su elevado lugar en el cielo», esto es, hasta las dos o las tres de la madrugada. Sólo en este momento pueden entregarse a un breve sueño nocturno. Cuando empieza a amanecer dejan todos de dormir y se recogen de nuevo en sus meditaciones. Sin moverse se están en cuclillas hasta que el sol ha pasado su cenit. En ese momento comienzan durante varios días unos breves ejercicios obligatorios para los aprendices por medio de los cuales se les exige a los jóvenes una natural y necesaria agilidad corporal; éstos duran unas tres horas a lo sumo. Después permanecen quietos en sus sitios y se entregan a sus meditaciones. Este programa se desarrolla sin variar todos los días, siempre con mucho reposo y en profundo silencio.

Como en otras ocasiones importantes renuncian los Yámanas que se encuentran reunidos en la Casa-Lóima a hartarse de comer. Todo aspirante recibe únicamente para el día tres moluscos y los viejos se imponen a sí mismos idéntica restricción; sólo una vez al día, y precisamente poco después de levantarse, recoge cada uno esta pequeña ración de comida. Varias veces se les proporciona a los aspirantes un poco de agua. Quien a juicio del que dirige ha realizado algunos progresos, se tiene que contentar con dos y hasta con un solo molusco. Para justificar esta restricción se dice:

- Cuando más pequeña es la cantidad de agua y bebida con la que queda satisfecho, tanto más pronto se pone a soñar y más activa es la relación con los espíritus y tanto más apto se encuentra todo viejo Yékamusch para sus trabajos.

Para que tenga un aspecto común se exige a todo participante que se unte su cuerpo con un polvo de cal blanco, teniendo que renovarlo diariamente; mientras duermen todos llevan los adornos de plumas de garza, reservados para los hechiceros. Ninguno se pone una prenda de vestir.

Como ya se dijo, el participante tiene asignado su lugar de asiento desde su entrada en la Casa-Lóima. Éste se encuentra limitado a derecha e izquierda con unos palos clavados en el suelo. Cada cual tiene extendidas sus piernas hacia adelante, y el tronco, muy derecho, se aproxima tanto al armazón de la cabaña que lo toca con la parte posterior de la cabeza. En el cogote se le coloca una voluminosa pieza de una madera blanda y esponjosa como si fuera un almohadón; presiona la nuca contra la pared de la cabaña y así mantienen todos esta postura. Los brazos caen sueltos hacia las dos partes laterales del cuerpo. Rígidos e inmóviles permanecen los participantes. Hacen todo lo posible por mantenerse todo el tiempo que dura la ceremonia, lo que los origina un terrible tormento.

A esta molesta postura se une como eficaz auxiliar el sueño tan breve. Una antigua costumbre recomienda que se duerma con la misma postura sentada que acabamos de describir, pero esto no lo pueden realizar al principio los aspirantes. Con todos estos sacrificios se pone al rojo vivo la excitabilidad y la irritabilidad de los nervios de todos los participantes.

Mediante unas largas manipulaciones se va realizando paulatinamente la transformación corporal del aspirante en un espectro. Durante el estado de hipnotismo que provocan los hechiceros, pierde el Yékamusch su propia personalidad y en su lugar aparece un determinado espíritu que en adelante actúa en su lugar. Por consiguiente, es de extraordinaria importancia poder colocar rápidamente al aspirante en un estado de hipnotismo, mediante la autosugestión; y esto se consigue precisamente en la Casa-Lóima. Cuando ha alcanzado cierta habilidad en este arte, se le considera como un aspirante aprobado. Por medio de un canto adecuado, que hereda de un hechicero, llama a su segundo yo, que empieza enseguida a actuar y realiza todo lo que el hechicero ha planeado. Al mismo tiempo se exigen los mayores esfuerzos en la formación del alumno. No es de extrañar que ante estos ininterrumpidos trabajos y ante estos esfuerzos, resulten agotados todos por el cansancio.

Sin ninguna formalidad se disuelve la reunión de hechiceros. Quien a juicio de sus expertos maestros, al cabo de meses de dominarse a sí mismo en las actividades que tiene que desempeñar con arreglo al programa diario de la Casa-Lóima, ha demostrado su aptitud para este arte, se perfecciona después por la discreta observación y secreta imitación de un Yékamusch amigo, bajo cuya protección se pone. Después de algunos años procura ejercer por sí propio el arte de hechicero, poniendo en práctica las órdenes de su grupo familiar. Cuanto más acertado actúe, tanto más respetado es por los suyos y tanto más se le toma en consideración y le temen sus adversarios.

Otro muy distinto objetivo que el que los Yámanas pretenden en su Casa-Lóima, persiguen los Selk’nam con sus fiestas Pescháres. Tienen como fin principal una alegre reunión de varios hechiceros; tanto ante hechiceros como invitados, se realizan toda clase de trabajos y obras artísticas; se propone esta representación conseguir jóvenes útiles para la tribu.

Hay que admitir honradamente que la actuación del hechicero se mueve en un campo sobrenatural y que principalmente se lleva a cabo en un estado de autosugestión. Todos llevan a cabo trabajos incomprensibles para la mayoría de los indios; y como éstos lo reconocen así, por eso creen en el hechicero y en su poder. Precisamente por esto es acogido benévolamente cuando llama a los poderosos espíritus a la colaboración y confianza de sus maestros. Ante consideraciones etnológicas la esencia del hechicero se presenta como un cuerpo extraño en el conjunto cultural de los pueblos fueguinos; cuándo y cómo penetró en él, no se puede precisar con seguridad.

Para los fueguinos no presenta ninguna dificultad la idea de un espíritu personal puro. Como tal consideran, como es sabido, a su Ser Supremo, a su única deidad. Éste no mantiene ninguna relación con los demás espíritus, diferentes completamente por su naturaleza. Con éstos, y precisamente como seres independientes, llenan los fueguinos su extenso mundo de la fe, aunque les falte la lógica explicación de los mismos; no obstante, puede realizarse una cierta clasificación de ellos. Según la convicción de nuestros Selk’nam, todos los mares y montañas, colinas y ríos, animales terrestres y marinos, fueron antes personalidades humanas, que se transformaron paulatinamente, merced a una larga muerte natural, en esos objetos de la naturaleza que hoy representan. Según creen los Yámanas, los animales de la tierra y del mar eran aquellas mujeres que se reunieron mucho tiempo ante la Gran Cabaña de las Ceremonias, engañando con sus disfraces a todos los hombres; el hombre-sol descubrió su juego y sucedió aquella transformación general antes referida. Como ocurrió humanamente lo explican muchas narraciones, en parte instructivas, en parte explicativas y que se parecen mucho a nuestras fábulas. Un ejemplo de este último grupo lo constituye la «Historia de la sentimental Ibis», que dice así:

«Esto fue hace mucho tiempo. Una vez más se acercaba la primavera. Entonces se asomó un hombre fuera de su cabaña y vio cómo una Ibis volaba en aquel preciso momento sobre la misma. Aquel hombre se alegró mucho al verla y fue gritando a las otras cabañas:

-¡Mírala!

Cuando los demás oyeron esto gritaron:

¡He aquí de nuevo a la primavera! ¡Ya vuelan las ibis!

Dieron saltos de alegría y conversaron todos en alta voz.

Pero la ibis es muy delicada y sensible, y quiere ser tratada con una delicadeza especial. Cuando oyó chillar tanto a aquellos hombres, mujeres y niños, se enfadó. Muy enojada hizo que de pronto estallara una gran nevada, acompañada de una copiosa helada. Desde entonces estuvo cayendo nieve y más nieve durante meses enteros. Caía sin interrupción y toda la tierra se cubrió de hielo. Hacía un frío tan intenso que en todos los canales se helaron las aguas. Entonces murieron miles y miles de hombres, pues no podían subirse a sus canoas y salir fuera para buscar comida. No pudieron abandonar nunca sus cabañas para recoger leña, pues por todas partes había mucha nieve. Cada día morían más hombres.

Por fin, al cabo de mucho tiempo, cesó la nevada. Poco después apareció un sol muy fuerte. Calentaba tanto que todo el hielo y la nieve se derritieron; toda la tierra se cubrió de agua hasta las cimas de las montañas. Entonces corrió mucha agua a los canales y al mar. Este sol resplandecía con tanto calor que quemó los árboles de las cúspides de las montañas y todavía siguen peladas. También derritió la capa de hielo que cubría los canales. Por eso pudo la gente al fin acercarse a las orillas y subirse en sus canoas para ir en busca de comida. Sin embargo, en las faldas de las montañas y en los valles muy alejados, se ha mantenido la espesa capa de hielo hasta nuestros días, pues era muy gruesa para que aquel sol la pudiera derretir. Todavía se ve en el día de hoy esta enorme capa de hielo y avanzar en bloques hasta el mar (= los muchos glaciares). Tan grande era que entonces cubría toda la tierra. Hacía un frío extraordinariamente intenso y caía una terrible masa de nieve. Todo esto lo motivó la ibis; es muy delicada y sensible.

-¡Aquél que está allí se va a tener que quedar allí para siempre, pues la isla nunca desaparecerá!

Hacia el atardecer regresó aquel hombre al lugar donde habían estado las cabañas de su gente. Entonces se asustó de que ésta se hubiera ido. Se habían llevado todo consigo: canoas y pieles, fuego y leña, hasta sus propias armas y utensilios. Triste, se sentó en su cabaña, de la que entonces sólo existía el armazón; dentro faltaba todo, incluso el fuego. Pasó mucho frío y el hambre le hizo sufrir no poco.

Cuando el grupo de aquella gente volvió a su antiguo campamento, se fue cada uno a su cabaña y no dijo nada. Pero el padre de aquel hombre, que se había quedado en la isla, se dio cuenta bien pronto que su hijo no había vuelto; pero nadie le hablaba de él. Esto le pareció sospechoso y temía algo malo. Tampoco su nuera le comunicó nada, pues se quedó en casa de sus padres. De nuevo se vio completamente sólo en la cabaña, acompañado únicamente por un nieto. Había transcurrido bastante tiempo y no había podido saber nada de su hijo. Entonces le dijo el viejo al pequeño:

-¡Nietecito mío!, ¡ya ves que tu padre no vuelve y ha pasado ya mucho tiempo! Quiero darte un buen consejo, pero sé prudente: métete sin que lo noten en las cabañas de los demás y escucha atentamente lo que dicen. Quizás puedas oír algo sobre tu padre. Posiblemente lo han matado o le ha ocurrido alguna desgracia. ¡Quién sabe dónde, cómo ni cuándo! ¡Pero ten cuidado que nadie note nada! Puedes ponerte en una cama, al atardecer, esto es, cuando esté oscuro, y te colocas como si estuvieras durmiendo. Entonces escucha con atención lo que cuenta la gente. Al día siguiente vuelve disimuladamente a mi cabaña y dime lo que has oído. ¡Pero compórtate con mucha prudencia!

-Bien -replicó el pequeño- seré prudente y lo haré como me has dicho.

Entonces fue con disimulo a la cabaña de los parientes de su madre, se sentó junto al fuego y jugó. Las cuñadas de aquel hombre que habían dejado abandonado en la isla, habían salido de viaje al mar cuando el sol se empezaba a ocultar; querían pescar con antorchas en la oscuridad. Ya muy tarde volvieron a su hogar. Cuando entraron en la cabaña, no sabían nada de aquel niño que estaba escondido bajo las pieles. Se sentaron junto al fuego, pues aunque lo habían tenido en la canoa, estaban tiritando. Una de ellas dijo:

-¡Qué frío hace esta noche, a pesar de que hemos tenido fuego en la canoa, tenemos mucho frío!

A esto contestó la otra:

-Cómo lo sentirá aquel engreído sabelotodo en aquella isla, donde lo dejamos abandonado sin nada. No tiene fuego; ¡estará tiritando terriblemente de frío!

La otra cuñada dijo:

-¡Se lo ha merecido, porque quería ser siempre el primero y el más hábil!

Todo esto oyó el inteligente nieto, pues no llegó a dormirse y estuvo muy escondido.

A la mañana siguiente se levantó de la cama y actuó con completa indiferencia. Entonces notaron las cuñadas que dicho pequeño había dormido aquí. Pronto se sentó fuera, a la entrada de la cabaña, pues el sol parecía calentar mucho. Su abuelo lo observaba desde su cabaña. Al cabo de algún tiempo lo llamó a grandes voces diciéndole:

-¿Dónde estás metido, nieto mío? ¡Ah, ya te veo! Estás sentado delante de la cabaña de tus tías. Ven a mí; te voy a buscar los piojos, pues siempre tienes muchos en la cabeza. ¡Vente enseguida!

Entonces se levantó el pequeño y fue hacia la cabaña de su abuelo. Éste se agachó cerca de él para que le pudiera hablar al oído sin que lo notaran y el abuelo hizo como si le estuviera buscando los piojos. Mientras tanto, le contó el pequeño que la noche anterior las dos cuñadas de su padre habían venido muy tarde de pescar, que tenían mucho frío, a pesar de que habían encendido fuego en su canoa, pero que su cuñado tenía que estar tiritando mucho en la isla, porque ellas lo habían dejado abandonado sin nada, hasta sin fuego, en castigo por haber querido ser siempre el primero y el más hábil. Entonces dijo el viejo:

-¡Ahora, lo comprendo todo!

Inmediatamente después se fue a cortar cortezas de árboles para hacerse una canoa. Después la cargó con mucha leña, cogió una astilla ardiendo del fuego de su hogar y encendió con ella fuego en su nueva canoa. Entonces les dijo a los demás:

-¡Quiero viajar a la «Isla perpetua», a la que nunca desaparece! Si me agrada, me quedaré allí.

Los demás le dijeron:

-¡Qué idea más peregrina tiene este viejo! Pero, ¿qué quiere hacer en aquella isla? ¿Quién sabe si alguien le ha dicho al final que hemos dejado abandonado allí a su hijo para jugarle una pasada?

Y entonces una de las dos cuñadas le dijo a la otra:

-¿Te acuerdas? Aquella noche que volvimos de pescar, tuvo que oír el nieto de ese viejo lo que hablamos, y se lo ha dicho todo a él.

El viejo recogió algunos de sus parientes y todos se dirigieron inmediatamente hacia dicha isla.

Aquel hombre que había sido abandonado en la isla, había empezado, impulsado por la necesidad, a domesticar algunos pájaros, pues no tenía nada que comer. Los pájaros domesticados atrajeron a otros y así conseguía la carne necesaria para no morirse de hambre. Cuando el viejo había subido en su canoa hasta aquella isla, saltó a ella. Pensaba:

-¿Cómo podré encontrar aquí a mi hijo? ¿Dónde podrá estar? Esta isla es muy grande. Quizás haya muerto ya de hambre y de frío.

Entonces vio muchos excrementos de pájaros en el suelo y se dijo a sí mismo:

-Quizás mi hijo haya domesticado estos pájaros.

Entonces los tocó y notó que estaban muy fríos y por ello siguió su camino. Después volvió a tocar otros y estaban más calientes. Por ello se dijo:

-¡Mi hijo tiene que estar muy cerca de aquí!

Después siguió caminando hacia la dirección en la cual los excrementos de pájaros eran cada vez más calientes. Cuando volvió a tocarlos y los encontró blandos y calientes, se dijo:

-¡Aquí tiene que estar mi hijo!

Caminó un poco más y oyó entonces un fuerte ronquido. Con toda alegría dijo:

-¡Es mi hijo que está roncando!

Se acercó a él, lo sacudió y lo despertó. Pero éste se asustó, se levantó con cuidado y se puso de pronto en actitud de estrangular al viejo, pues creyó que éste tenía intención de matarlo. Rápidamente le dijo el viejo:

-¡Mírame bien: yo soy tu padre! ¡No te asustes!

Entonces reconoció el hijo a su padre y se alegró mucho de volverlo a ver. Enseguida le contó cómo lo habían abandonado los demás, qué vida tan penosa había llevado y cuánto había sufrido por no tener fuego. Su padre lo consoló. Enseguida se subieron a la canoa y regresaron al campamento.

Pero antes de llegar a la orilla y saltar a tierra, le dijo el hombre a su padre:

-Yo me quedaré aún en la canoa. Llama a toda la gente e invítalas a nuestra cabaña; entretenlas mucho tiempo. Después yo abandonaré esta canoa, me aproximaré sigilosamente a la cabaña y removeré toda la tierra de su alrededor para que todos los palos se suelten y pierdan su estabilidad. Pero tienes que estar hablando mucho tiempo a la gente. Cuando ya tenga terminado mi trabajo, te haré una señal disimulada. Entonces, saltaré corriendo fuera. La cabaña se caerá y todos morirán dentro de ella.

Así lo hicieron exactamente los dos. El viejo llamó a la gente y todos vinieron a la cabaña. Allí les habló largo rato. Mientras tanto el hijo fue removiendo la tierra donde estaba, asentada la cabaña. Entonces le hizo una señal a su padre. Éste salió rápidamente. De momento se derrumbó el armazón y aplastó a toda la gente que estaba dentro. A quien quiso salir corriendo, le dieron muerte padre e hijo. Así perdieron la vida todos los que habían dejado abandonado a Túwuch en la isla, incluso su propia mujer».



Pero hoy se aprecia mucho a Túwuch y es querido por todos, pues su llamada da a conocer ordinariamente una próxima visita; la canoa [el visitante] procede del sitio de donde él se acerca volando.

Como era de esperar, muchos mitos tienen por objeto resaltar la actuación y el poder de los hechiceros. Como ejemplo, he aquí la «Historia de un yerno irrespetuoso». Dice así:

«Una vez vivía un yerno en la cabaña de su suegro; aquél había tomado por esposas a las dos hijas de éste y había tratado con poco respeto a su padre. Siempre que amanecía y parecía que hacía un buen día, decía satisfecho el viejo:

-¡Yaleakumóala! (= es de esperar un día magnífico).

El yerno murmuraba a esto acto seguido:

-¡Taleakumóala! (= se pondrá malo).

Ambas palabras proporcionan una agradable consonancia al oído. Las pronunció con tanta rapidez, que el viejo no las pudo comprender; por eso no notó que su yerno se había querido divertir de él. Durante mucho tiempo se portó el yerno de esta manera y casi siempre acogía a su suegro con la misma palabra.

Al fin le dijo un día la hija más joven a su padre:

-Escucha, padre: Tú dices siempre «yaleakumóala». Pero tu yerno te contesta burlonamente «taleakumóala». y se divierte de ti.

Esto irritó al viejo. Enseguida pensó cómo debía vengarse debidamente de aquel yerno irrespetuoso. Se acostó y se durmió. Quería atrapar a una ballena y después meterse en ella para castigar a su yerno. Era un gran Yékamusch. Por eso lo consiguió: en sueños mató a una gran ballena; ésta vino inmediatamente a las cercanías de su lecho y él se metió en ella.

La mañana siguiente se levantó el yerno de su cama. Cuando se asomó fuera de la cabaña vio muchos Dáschaluch (el gran albatros de alta mar, Dlomedea melanophoris), dando vueltas en el aire. Él se dijo:

¿De dónde vienen tantos Dáschaluch? Tiene que haber flotando muy cerca una ballena muerta, pues aquí hay muchos pájaros. Voy a ver enseguida lo que pasa.

Volvió a entrar de nuevo en su cabaña y se lo contó a todas las mujeres. Éstas respondieron:

Bueno, ponte en camino y mira en efecto si es una ballena la que se mueve en la cercanía.

Salió corriendo fuera y se subió a unas pequeñas colinas. Desde allí vio cómo se aproximaba una ballena, sobre la que revoloteaban muchos pájaros en el aire. Estos pájaros charlaban entre sí y les oyó decir:

-Aproxímate, cuñado; el viejo suegro está ya bizco. ¡Qué día más maravilloso, yerno!

-Cierto, suegro.

Así hablaban y conversaban como si fueran hombres. Esta conversación impresionó mucho a aquel hombre; miró a su alrededor, pero no vio a nadie. Después se bajó de la colina, pues la ballena llegó muy cerca. Cada vez más fuerte y más clara se oía aquella conversación. Entonces se dijo:

-¡Aquí tiene que haber gente, porque se oye hablar! Pero, sin embargo, yo no veo a nadie. Pero, ¿dónde podrán estar, de dónde han venido y dónde se encuentran? Se oye sólo su conversación.

Siguió adelante y la ballena estaba ya muy cerca. También aquí vio solamente pájaros y se dijo:

-Pero, ¿dónde está la gente que oigo hablar aquí? Por todas partes no veo más que pájaros.

Entonces cogió su cuchillo y sacó un poco de carne de la ballena. Lo cargó sobre sus espaldas y volvió enseguida a la cabaña. Pero cosa rara: en el camino se fue haciendo cada vez mayor aquel poco de carne; al fin se convirtió en una cosa tan grande y tan pesada que la tuvo que dividir en dos partes; no la podía arrastrar: tanto había aumentado. Una mitad la guardó en el musgo y se cargó de nuevo la otra. Pero al poco tiempo aumentó tanto esta segunda que no podía avanzar hacia adelante. De nuevo volvió a partirla en dos mitades y guardó una en el musgo y la otra la siguió arrastrando. Y también esta mitad creció tanto, que otra vez más la tuvo que partir en dos. Esto se repitió por quinta vez y más. Al fin, alcanzó su cabaña.

Aquí se reunieron enseguida los suyos y todos comieron de aquella carne grasienta. Después contó dónde había encontrado a esta ballena, cómo le había cortado un gran trozo de carne y se lo había cargado, cómo había aumentado tanto dicho trozo en el camino, que tuvo que partirlo en dos mitades y hacer esto cinco veces más. También les indicó en qué lugar del musgo había guardado las otras mitades. Todos se alegraron de lo que les decía y dijeron:

-¡Mañana vamos a ir adonde está la ballena!

A la mañana siguiente fue mucha gente hacia aquel lugar e instalaron allí sus cabañas, muy cerca de la ballenas. Cada cual cortó un trozo de carne y se lo comió con apetito, pues hacía mucho tiempo que no habían comido carne de ballena. Pero el pequeño nieto de aquel viejo Yékamusch se había arrastrado por encima de la ballena y le clavó profundamente su cuchillo. Entonces le dijo en voz baja el abuelo, que se encontraba sentado dentro de ella:

-¡Nietecito, no claves tanto!

El pequeño oyó bien estas voces, pero siguió cortando. Entonces volvió a oír las mismas palabras:

-¡Nietecito, no claves tanto!

Se asustó y salió corriendo en busca de su madre; a ésta se lo contó todo. Pero ella le rogó que no dijera nada y que se quedara en la cabaña.

Durante algún tiempo la gente permaneció aquí y comió abundantemente. Después se volvieron al campamento de antes. Las dos hijas de aquel viejo Yékamusch pensaron entonces pintarse y ponerse adornos de plumas en señal de luto, pues creían que su viejo padre había muerto. También los demás se pintaron y todos se reunieron en unas grandes exequias. Cuando estaban cantando y llorando, empezaron a moverse todos los trozos de carne, dirigiéndose a la ballena que estaba en la orilla; cada trozo se colocó en su sitio respectivo y enseguida volvieron a recomponer la ballena. También el yerno se sintió atraído por una fuerza superior hacia aquella ballena; fue colocado encima del lomo del animal de forma que no lo pudo evitar. Pero el viejo Yékamusch se salió entonces de la ballena, pues ésta empezó de nuevo a vivir y a moverse; el animal le deslizó por la playa y se metió en el agua, llevándose al yerno que estaba sentado en su lomo.

Todavía hoy se le ve cabalgar sobre ella. Todos los trozos de carne de ballena que el yerno había guardado en los musgos del camino, se convirtieron en cada vez mayores, de acuerdo exactamente con los deseos del viejo Yégamusch. Las dos hijas fueron cogiendo trozo por trozo, tantos como deseaba el viejo. Por eso tuvieron a su disposición durante mucho tiempo mucha carne de aquel animal».



Es definitiva, dentro de la rica mitología de los Yámanas se destaca la historia de «La foca con cabeza redonda», que describe una parte de las ceremonias reservadas a los hombres, llamada «Kina», y que dice así:

«Hace ya mucho tiempo, vino de alta mar una enorme foca (probablemente es el gran delfín, «Globicephala melas»). Siempre nadaba muy a la superficie del mar y la gente la podían observar perfectamente. Cuando se había aproximado, se paró frente a un gran campamento, en los que habían instalado sus cabañas muchas personas. Todos se alegraron mucho; querían matarla enseguida y dejarla varada en la playa; era extraordinariamente grande y prometía dar mucha carne y aceite. En un momento cogieron todos los hombres sus arpones y las mujeres arrojaron violentamente sus canoas al agua, las familias aisladas fueron saltando a ellas, y se encaminaron hacia la foca. De todas las direcciones tiraron los hombres sus arpones contra el cuerpo del animal, hicieron todo lo que pudieron, se cansaron y al final se acabaron los arpones. La foca parecía que no notaba lo más mínimo las profundas y numerosas heridas que tenía; nada indicaba que estuviera herida de muerte.

Desengañados regresaron a sus campamentos. Algunos poseían todavía algunos arpones que habían traído de su casa. Otros se sentaron y confeccionaron rápidamente unos nuevos. Quien volvía a tener en sus manos otra vez un arma, se subía a la canoa y se dirigía hacia la foca; varias veces arrojaron los hombres sus arpones contra ella. De esta forma agotaron repetidas veces sus armas, aunque sin el menor éxito. El enorme animal continuó nadando y parecía que no sentía las heridas; nada indicaba que estuviese mortalmente herido. Los hombres estaban agotados con tantos esfuerzos.

Es natural que todos se dieran cuenta que la gran foca abría continuamente sus fauces y que después las cerraba pausadamente. A uno de los hombres se le ocurrió una prudente idea, que inmediatamente se la comunicó a los demás:

-Esta gran ballena abre siempre mucho sus fauces y los cierra muy lentamente. ¿Qué pasaría si un hombre hábil diera un brinco y se metiera en su vientre y dentro de él la hiciera completamente pedazos?

Al pequeño Látschich (éste es, al Vencejo, Iridoprocus o Tschycineta Meyeni) fue a quien se le ocurrió esta idea. Los demás hombres le respondieron con timidez:

-Tú solo puedes intentar meterte de un salto en la boca de la foca, pues tú tienes valor para ello.

Él contestó valientemente:

Bien, lo intentaré.

De nuevo volvieron todos a la orilla, donde tenían sus campamentos. Los hombres gastaron una vez más todas sus armas y se fueron inmediatamente a reponerlas. El Látschich se confeccionó un afilado cuchillo. Las mujeres arreglaron sus canoas y las compusieron muy bien, pues de los reiterados golpes contra la ballena con los muchos movimientos de los hombres que arrojaban sus arpones, se habían estropeado las embarcaciones.

Cuando todos hubieron terminado dichos trabajos, se volvieron a subir a sus canoas y se dirigieron hacia la gran foca con cabeza redonda. Una vez más volvieron a arrojar los hombres sus pesados arpones contra el resistente cuerpo del animal; quedaron clavados muy profundamente en su carne, pero no parecía haber hecho efecto. Entonces le dijo Látschich a su mujer:

-Lleva la canoa frente a la boca de la foca.

Su mujer bogó un poco más y dirigió su canoa en aquel sentido, y allí se paró. El pequeño Látschich estaba sentado, como siempre, en la proa. Cuando la ballena volvió a abrir tranquilamente sus fauces, dio un gran salto el pequeño Látschich y se metió en la gran boca de la ballena. Ésta se lo tragó sin el menor esfuerzo.

Entonces la ballena se alejó lentamente de la costa y continuó nadando hacia el interior del mar. El pequeño Látschich, metido en el interior de su vientre, comenzó enseguida a destruir todos sus órganos con su grande y afilado cuchillo. Le cortó los pulmones, el estómago, el hígado, los intestinos. Por todo ello, la ballena tenía que morir, pero continuaba abriendo su gran boca e iba echando todos sus órganos. El pequeño Látschich no le cortó entonces el corazón porque quería que continuara viviendo algún tiempo más. El pequeño Látschich estaba convencido de que al salir de la ballena tendría forzosamente que nadar en alta mar; desde su interior percibía unas olas muy grandes. Ahora esperaba que la ballena, débil y enferma, se aproximaría en su agotamiento a la costa; cuando estuviera allí le destrozaría el corazón. Pero sólo oía los golpes de las poderosas olas contra el cuerpo de la ballena y que se rompían en él. Al fin se sintió muy poco seguro y se dijo:

-Todo esto dura demasiado para mí. Lo mejor será que le destruya rápidamente el corazón y procure escaparme de aquí. Quién sabe dónde estoy. Seguramente todavía en alta mar.

Entonces oyó de pronto el ‘cuá cuá’ de los ánades salvajes. Esto fue para él un indicio de que tenía que estar cerca de la costa, pues los ánades salvajes se mantienen siempre próximos a la tierra. En ese momento destruyó el corazón de la ballena y brotó mucha sangre. Entonces le faltaron las fuerzas al animal y se puso muy triste y sintió muy próxima la muerte. Pronto se encontró incapaz de respirar, no podía ya nadar ni moverse, tan sólo se mantenía flotando sobre la superficie del mar y las olas la iban empujando. Al fin se le acabaron las fuerzas y ya no se movió más. Estaba realmente muerta.

Inmediatamente empezaron a revolotear los grandes albatros a su alrededor para darle grandes mordiscos. Esto lo notó el pequeño Látschich desde el interior de la ballena; oía con toda claridad cómo atacaban el lomo de la ballena. Inmediatamente se decidió y dijo:

-Quiero golpear fuerte contra el vientre para que los pájaros se asusten, vuelvan a emprender su vuelo y que revoloteen por encima. Toda la gente lo observará desde muy lejos y se dirán: ‘¡Allí está flotando seguramente una ballena muerta!’. Así, pues, se embarcarán enseguida y vendrán hacia mí, y de esta forma me salvaré.

Por ello golpeó fuertemente el vientre de la ballena; todos los albatros se asustaron y salieron volando, se elevaron al aire y estuvieron revoloteando largo rato. Después volvieron a bajar y se colocaron encima de la ballena muerta, a la que empujaban lentamente las olas. Pero había todavía muchos albatros que revoloteaban a su alrededor; por eso se dieron cuenta los que estaban en el campamento. Se dijeron unos a otros:

-¡Allí se mueve con toda seguridad una ballena muerta, pues muchos albatros están continuamente volando!

Desde que el pequeño Látschich le había destruido el corazón, la ballena era llevada hacia la costa; por eso, cuando estuvo muy cerca del campamento se puso de pie y la gente que estaba en él lo divisó.

Al cabo de algún tiempo volvió a golpear el vientre de la ballena muerta. De nuevo volvieron a asustarse la bandada de albatros, salieron volando y se elevaron. Durante mucho rato estuvieron revoloteando y, al final, se volvieron a poner encima. del lomo de la ballena, a la que continuaba empujando lentamente las olas. Entonces se dijo el pequeño Látschich:

-¡Ojalá hayan observado los míos tantos albatros! ¡Pronto vendrá con sus canoas y yo estaré salvado!

Y, en efecto, ya oía el golpe de los remos y se dio perfecta cuenta de que muchas canoas se hallaban próximas a la ballena. Esto le satisfizo mucho. Al mismo tiempo percibía las quejas y llantos de su gente. Todos estaban muy tristes, pues tenían por perdido al pequeño y valiente Látschich; creían que ya había muerto.

Mucha gente se había reunido alrededor de la ballena. Aunaban sus fuerzas y tiraban del animal hacia la costa; aquí debería colocarlo la marea en la orilla del mar. Todos se esforzaban y tiraban fuertemente. Cuando el enorme animal se hallaba echado al fin en la playa, cuchicheaban llenos de satisfacción:

-¡Ésta es en realidad una gran ballena!

Era ya muy tarde y todos se fueron rápidamente a sus cabañas. Todos estaban muy contentos, pues había carne y grasa en abundancia.

En este mismo lugar representaron sus fiestas Kinas, y muchos hombres participaron en ellas. Como se habían visto obsequiados sin esperarlo con una ballena tan magnífica, no se podían tener de satisfacción, pues le proporcionaba mucha grasa y carne y podían alargar sus fiestas Kinas. Al amanecer del día siguiente cortaron y repartieron mucha carne y grasa de la ballena; cada cual recibió un gran trozo. Comieron abundantemente y estaban muy satisfechos. Pasaron varios días.

Una noche fueron enviados dos aspirantes de las fiestas Kinas a la orilla del mar donde estaba la ballena. Éstos debían cortar algunos trozos de carne y traerlos, a la Gran Cabaña, pues los hombres deseaban comer más. Ambos salieron corriendo hacia aquel lugar. Llevaban consigo un largo cuchillo. Uno se lo clavó profundamente a la ballena, tan profundo que tropezó con una costilla; quería cortar un gran trozo. Entonces oyó de pronto en el interior de la ballena:

-¡Jí, jí, jí!

Parecía el quejido de un hombre herido. Después oyó también:

-¡No me claves!

El joven se asustó y se dijo:

-¿Qué puede ser esto? He oído como si un hombre estuviera sentado dentro y me dijera: ‘¡No me claves tanto!’. ¿Quién podrá ser?

El miedo se apoderó de él, pero no quería que le notasen nada. Inmediatamente llamó a su compañero y le dijo con marcada satisfacción:

-¡Mira qué trozo más hermoso he cortado en esta parte del cuerpo de la ballena! ¡Clava el cuchillo bastante dentro!

No dijo nada más.

Acto seguido cogió el otro joven el largo cuchillo y lo clavó profundamente en la ballena. Entonces oyó desde su interior los gritos:

-¡Jí, jí, jí! ¡No me claves!

Esto lo asustó mucho. Entonces le dijo el primero:

-¡Antes he oído esa voz! ¿Qué puede ser?

El segundo respondió:

-¡Qué extraño es todo esto! ¿Qué puede ser?

Ambos jóvenes no sabían absolutamente nada de lo que antes había pasado; esto es, que todos habían arrojado sus arpones sin éxito alguno y durante mucho tiempo contra aquella ballena y que, al fin, el pequeño Látschich se había metido de un salto en su boca. Como aspirante que eran no lo habían llegado a notar, porque no podían abandonar la Gran Cabaña, mientras los demás se habían estado preocupando de matar fuera de ella a la ballena.

Los dos jóvenes volvieron a la Cabaña de los hombres portando cada cual un gran trozo de carne. Colocaron estas piezas ante el jefe de las ceremonias y se fueron corriendo sin decir nada hacia sus sitios. Todos los hombres miraron los trozos de carne y los juzgaron muy oportunos en cuanto a su tamaño. El jefe les mandó:

-¡Asad esos trozos y repartirlo entre todos los hombres!

Entonces se sentaron ambos jóvenes junto al fuego y los asaron; después los partieron y se los dieron a cada uno de los hombres. En ese momento dijeron lo que habían oído cuando cortaban los trozos de carne de la ballena. Al oírlo se sorprendieron todos. Habían gastado inútilmente todas sus armas en aquella ballena y se acordaron de que antes el pequeño Látschich habían intentado matarla; que estaba desaparecido desde entonces y que la ballena se había alejado de la costa. Todos estaban de acuerdo y pensaron con razón:

-Luego aquel animal que está en la orilla tiene que ser la ballena que nosotros arponeamos: en ella se metió de un salto el pequeño Látschich. ¡Por lo tanto vive todavía!

Apenas había empezado a amanecer, salieron corriendo todos los hombres de la Gran Cabaña directamente hacia la orilla donde estaba la gran ballena. Salieron tan temprano para que ni las mujeres ni los niños del campamento pudieran notar lo que pasaba. Cada hombre clavó cuidadosamente su cuchillo a todo lo largo del enorme animal y levantaron todos la parte de carne que cubría las costillas. Después quitaron con más cuidado aun la carne que había entre dichas costillas y por debajo de ellas. Así llegaron hasta la cavidad del vientre. También lo abrieron, aunque, como es natural, con el mayor cuidado.

Aquí estaba sentado el pequeño Utschich, completamente acurrucado, pálido y delgado, sin un pelo en la cabeza y ya casi desfallecido. Sincera compasión sintieron de él todos los que le vieron en aquel lastimoso estado. Inmediatamente lo sacaron del vientre de la gran ballena y se lo llevaron con toda rapidez a la Gran Cabaña de los hombres. Ni las mujeres ni los niños habían podido observar nada de esto desde sus campamentos; los hombres lo habían hecho todo con el mayor secreto.

En la Cabaña-Kina los hombres sentaron al pequeño Látschich al fuego para que se calentara. Le dieron mucho de comer y así se fortaleció y ya pudo hablar. Le frotaron su cuerpo con aceite de pescado, con lo que pudo enseguida reanimarse. También en su calva le echaron un poco de ceniza para que le volvieran a crecer las cabellos que había perdido. Lo atendieron y cuidaron de la mejor manera posible. Con todas las atenciones que le prodigaban los hombres que estaban en aquella Cabaña secreta, el pequeño Látschich se sintió pronto mejor y se repuso enseguida. Los cabellos le volvieron a crecer. Día tras día se sentía mejor y más fuerte.

Mucho tiempo había pasado desde que Látschich se encontraba en la Cabaña-Kina, y las mujeres y los niños del campamento no sabían nada de ello. El pequeño Látschich poseía en total a tres mujeres. Como estaba ausente hacía tanto tiempo y se creía que ya había muerto, dos de dichas mujeres buscaron a otro esposo, cuando había ya pasado mucho tiempo. Pero la tercera mujer estaba decidida a esperar más por si su esposo regresaba. Le guardó fidelidad. Con él había tenido varios hijos.

Al cabo de un período de tiempo abandonaron los hombres su Gran-Cabaña y salieron al aire libre, como es lo corriente. Niños y mujeres podían dejar ya el campamento y aproximarse al grupo de hombres y mirarlos. Un día volvieron a representar los hombres una fiesta Kina y las mujeres que estaban muy cerca de ellos podían mirar a los que la representaban. Pronto llamó uno la atención por su agilidad, entusiasmando a todos los espectadores. Entre éstos se encontraba la mujer que había sido fiel al pequeño Látschich. Cuando observó la extraordinaria destreza de aquel hombre, lo miró atentamente durante mucho rato. Entonces dijo con voz casi imperceptible:

-Aquel actor se parece muchísimo a mi esposo. Era extraordinariamente diestro en la representación Kina. Pero es completamente inadmisible que sea mi esposo, pues todos creen que ya murió.

Los hombres terminaron sus representaciones y se ocultaron de nuevo en su Gran Cabaña; las mujeres y los niños volvieron a buscar el campamento.

El pequeño Látschich se encontraba ya, casi completamente restablecido. Se había dado cuenta de que su padre lo tenía por muerto hacía mucho tiempo y que éste sentía mucho la muerte de su hijo. Varias veces había llamado a su padre a las fiestas Kinas, pero todo fue inútil. El anciano padre padecía la mayor de las amarguras, se pintaba todas las mañanas y se pasaba llorando todo el día. Por eso no quería alejarse de su cabaña y presentarse ante la gente.

De nuevo volvieron a llamar insistentemente alrededor de la cabaña de aquel viejo. Al fin, vino. Los hombres le presentaron inmediatamente a su hijo, al pequeño Látschich; estaba todavía pálido y delgado y con mucha calva. Cuando el pequeño Látschich vio a su padre tan triste, no se pudo contener más y rompió a llorar con fuertes sollozos en compañía de su padre; lloraba tanto y con tanta amargura que lo oían las personas que estaban en el campamento. En especial lo notó su fiel esposa y dijo:

-¡Llanto parece como si fuera de mi marido! ¿Es realmente él quien así llora? Pero, ¿cómo puede ser si hace tanto tiempo que ha muerto? Se metió en las fauces de una ballena que estaba flotando en alta mar y desde entonces no se ha podido ver más. ¡Qué pena de mi querido esposo!

Los hombres se divertían muchísimo en sus representaciones Kinas y no pensaban terminarlas enseguida. Un día salieron de nuevo fuera de la cabaña para cazar focas. Desde hacía algún tiempo disponían de unas puntas de arpones excelentemente confeccionados y por ello la caza les resultó magnífica. Por casualidad vio la mujer que había sido fiel al pequeño Látschich una punta de aquellos arpones en manos de un hombre. Disimuladamente la observó con atención y se dijo:

-¿Dónde habrá conseguido aquel hombre esta punta de arpón tan excelentemente trabajada? Desde hace tiempo habían agotado todos los hombres las puntas de arpones cuando quisieron cazar aquella ballena que pasó por aquí. Desde entonces no he observado en ninguna parte que uno de los hombres se haga nuevos arpones. Además, ninguno es capaz de hacer esas puntas de arpones tan perfectas, como las sabía hacer mi esposo. Era extraordinariamente más hábil que nadie en estos trabajos; nadie se le podía comparar. ¡Cuánto echo de menos a mi querido esposo! ¡Cuánto lo he llorado!

Y de nuevo lloraba amargamente.

Al fin se decidieron aquellos hombres a terminar las ceremonias exclusivamente reservadas para ellos. Al pequeño Látschich le habían vuelto a crecer los cabellos y estaba ya completamente restablecido. Todos juntos, como es lo natural, abandonaron los hombres la Gran Cabaña Kina y regresaron al campamento. Aquí presentaron entonces al pequeño Látschich a su fiel esposa, a sus parientes y a toda la demás gente. Todos estaban mudos de alegría y sorpresa. El pequeño Látschich refirió entonces con todo detalle lo que le había pasado y cómo se había salvado. La gente miraba con asombro aquel pequeño y valiente hombre; se alegraron mucho y le agradecieron que les hubiera obsequiado con una ballena tan grande. Sobre todo se alegró su fiel esposa que lo había esperado tanto tiempo».



Un grupo de espíritus independientes, más antiguo que los personajes que acabarnos de referir en los mitos y en las fábulas, lo constituyen los héroes de los primeros tiempos. Cierto día, así se refiere, se presentaron en la Tierra del Fuego y desde entonces empezaron a vivir su vida ordinaria a la manera india. Hay que considerarlos como una gran familia cerrada. Son principalmente el viejo y el joven hombre-sol, este último estaba casado con la mujer luna; así como el arco iris, un hombre hábil e inteligente, en unión de todas sus mujeres y parientes. El llamado «Portador de la cultura», pertenece igualmente con su familia a esta primera ola de población. Los Selk’nam le denominan Kenós y los Yámanas, Yoáloch.

Los hombres de los tiempos mitológicos se comportaron como verdaderos hombres e instalaron en aquella región todo lo que los pobladores que le siguieron -los auténticos fueguinos- necesitaban para vivir. Entonces no existía la muerte y quien había llegado a cierta edad, se hacía rejuvenecer, empezando de nuevo su juventud. Cuando ya habían vivido varias veces estos héroes y querían descansar para siempre, se entregaban después de transformarse en animal -montaña o en otra cosa natural- a un sueño parecido al de la muerte. El indio Selk’nam Tschikiol, explicaba a sus paisanos estos mitos, en cuyo punto central se encuentra esa especie de sueño mortal de los héroes. Después me enteré, merced al experto Tenenésk, del siguiente mito:

«Hacía ya tiempo que estaba Kenós sobre la tierra. A su lado había tres hombres, que lo acompañaban a todas partes. Casi siempre estaban los cuatro hombres juntos. Porque Kenós se había quedado sin mujer e hijos, lo decidieron así los tres. Uno de ellos era Tschénuke; los nombres de los otros dos nadie me los supo decir. Cuando Kenós llegó a viejo, ya había muchos descendientes. Entonces procuró Kenós dormirse en un largo sueño (= sueño de la transformación). Varias veces lo intentó y al fin lo consiguió. Estuvo tendido como muerto. También los otros tres intentaron lo mismo. Se acostaron y no se movieron. Así estuvieron mucho tiempo y un sueño muy profundo vino sobre ellos. Pero no murieron, sino que se levantaron después. Estaban lo mismo que antes.

Se me explicó el sentido de esta postura: Aquellas cuatro personas no experimentaron durante aquel profundo sueño ninguna transformación, ningún retroceso al estado de juventud, ninguna renovación en sus fuerzas vitales, tal como habían intentado. Por qué no se alcanzó el anhelado fin, no se puede explicar:

-¡Aquello fue solamente un intento! -me dijo Tenenésk.

Por ese motivo se marcharon Kenós y sus tres acompañantes al norte. Allí intentaron morirse; en el sur les había sido imposible. (Morir significa aquí acostarse a dormir ante la debilidad senil, con la idea de un rejuvenecimiento y renovación de las fuerzas físicas).

En el camino hacia el norte se fueron arrastrando estas cuatro personas, torpes y achacosas por la edad. Se hablaban muy bajo; actuaban tan cansados y agotados, como lo hacen los enfermos de muerte. Aquí se hicieron envolver por los demás en las mantas y se echaron al suelo. (Recibieron el mismo trato que un cadáver cuando se entierra). Así estuvieron echados sin moverse aquellos cuatro hombres; estaban realmente como muertos. Pero después de algunos días volvieron a moverse. Lo hicieron primero con mucha lentitud, después con más rapidez. Primero empezaron a mover los labios: balbuceaban algunas palabras, hablaban muy bajo, después más alto; al fin se levantaron y se pusieron de pie. Entonces cada uno de ellos vio a los demás.

Todo esto lo habían observado la gente de aquel lugar y estaban maravilladas. Todos contemplaron atentamente aquellos cuatro hombres. Después se alegraron. Cada uno de ellos había vuelto a la vida. Toda la gente los había llorado mucho y estaban muy tristes. Ahora se alegraban mucho más. Los cuatro volvían a revivir, se sentían jóvenes y renovados. ¡Al fin lo habían conseguido! De la misma forma pasó con los demás antepasados. Quien envejecía, se liaba en su manta, y se echaba al suelo. Yacía sin moverse, como si estuviera muerto. Así estaba varios días. No hablaba ni se movía nada. Al cabo de algunos días volvía en sí. Al principio se movía muy poco, después, más. Se despertaba y empezaba a hablar. Luego se levantaba lentamente y se ponía de pie. Ahora se encontraba de nuevo joven y remozado.

Enseguida iba cada cual a la cabaña de Kenós. Ya no se arrastraba tan extenuado como antes. Todos le decían a Kenós:

-¡Despiértame!

Y Kenós los despertaba. En ese momento desaparecía el mal olor. (Este giro indica el auténtico olor a cadáver, que para los Selk’nam resulta muy desagradable). Entonces cada cual volvía a su familia. Todos se alegraban mucho cuando alguno se despertaba del sueño (de vejez) y se rejuvenecía. Cuando Kenós estaba en el norte, también se había despertado a sí mismo e inmediatamente después sus tres compañeros. El que es despertado por Kenós continúa viviendo. Se encontrará joven y remozado. Después envejecerá. Y de nuevo se entregará a un profundo sueño. Pero cuando no se quiera levantar más, entonces se convertirá una montaña o pájaro, en viento o animal marino, en roca o animal terrestre. Otros seguirán a Kenós a la bóveda celeste cuando él se dirija allá; esos se convertirán en nubes y estrellas.

Entonces (= en tiempos de los antepasados) andaban por la tierra el búho, la lechuza, el albatros, el águila ratonera, el ganso salvaje y otros animales más. Todos se convirtieron en pájaros. Otros en viento y se fueron cada uno a su lugar. Otros se convirtieron en animales marinos: el calamar, la ballena y otros animales más que hoy viven en el agua. Otros se convirtieron en montañas: el oichalá, el téchnol, el éuwan, el silá y algunos más. Todos ellos se quedaron aquí, en nuestra tierra, donde todavía continúan. Esto son las montañas, que antes no existían. Y así pasó durante mucho, mucho tiempo. Quien se despertó, se volvió a levantar. Volvía a revivir su juventud.

Pero antes de subir al cielo Kenós, nombró para sustituirle a Tschénuke. Este despertó entonces a todos los que se habían dormido. No debían llevar adherido más aquel mal olor y debían seguir viviendo. Tschénuke sabía desde luego cómo tenía que despertar a la gente; Kenós se lo había dicho. Desde entonces la gente va en busca de Tschénuke; se rejuvenecen y continúan viviendo.

Éste es el origen del viento, de los animales, de la tierra, del mar y del aire. Entonces nadie se quedaba muerto. Todos se volvían a levantar de nuevo, despertados por Tschénuke. Después dispuso Yoáloch que nadie más se pudiese levantar del sueño de vejez. Desde entonces nadie ha vuelto ya del sepulcro. Quien ahora cae, se ha muerto de verdad.

Quisiera intercalar aquí algunas aclaraciones necesarias de las muchas que explicaron. Kenós no se había casado. También en él se notó al fin el peso de la edad y por eso deseó el sueño de transformación con la idea de rejuvenecerse. El siguiente despertar debía llevarse consigo ante todo el olor a cadáver. Quien se sienta cansado de estar viejo, se acuesta según su albedrío para levantarse rejuvenecido. Este estado de tránsito, lo podía repetir cada uno reiteradas veces.

Cómo se desarrolla en sí dicha transformación. Me lo explicó Tóin con un significativo ejemplo. Estábamos un día ante una deshojada rama de bayas, cubierta hasta arriba con unos gusanos (Thanatopsyche chilensis), tan corrientes en la Tierra del Fuego. Dichos gusanos desempeñan en manos de los hechiceros Yámanas un gran papel. Tóin cogió uno y lo abrió. La larva que en él había se movió y me lo presentó con las siguientes palabras:

-¿Ves ese animalito? Tiene el aspecto de un canutito. Aquí se halla envuelto en su caparazón y en el verano sale en forma de mariposa... Así le pasaba también a nuestros antepasados. Cada uno era como un hombre, se cubría con su manta y yacía inmóvil; después salía de su manta y se convertía en pájaro, animal de tierra o en falda de montaña.

Cuando le expresé mi satisfacción por la explicación que me acababa de dar, me dijo con dignidad:

-¡Yo también he reflexionado largamente sobre esto!

El elemento perturbador en el orden existente lo describe el significativo mito Kwanyip. Como el joven Kwanyip no quiso despertar de su breve sueño de vejez a su hermano mayor, se introdujo entonces la verdadera muerte. Todos los que desde entonces caen en este sueño mortal son auténticos hombres; sus ascendientes fueron terminando poco a poco su existencia terrena y se fueron transformando. Pero dicha transformación apareció después de la marcha de Kenós, el cual, como cualquier antepasado, recibió otra manera de ser y se convirtió en estrella.

Pero antes de que acabara su paso por este mundo, realizó una gran acción: Kenós había repartido todo el ancho mundo. Esta tierra de aquí se la dio a los Selk’nam. Los antepasados se fueron aumentando con rapidez. Pronto hubo mucha gente. Kenós vio que sería pequeña para tantos. Entonces estaba la bóveda celeste mucho más cerca de la tierra. Antes de subir Kenós a ella, la hizo elevar a la altura que hoy tiene. Allí se encuentra él en forma de estrella. Pero aquí hay lugar para todos, para los antepasados y para los Selk’nam.»



En los mitos de los Yámanas ocupan un lugar destacado los hermanos Yoáloch entre los importantes héroes y antepasados. La más inteligente de aquel pequeño círculo era la hermana mayor del Yoáloch; ella lo había iniciado en todas las ciencias y le ayudó en todas las dificultades. Todos los descubrimientos y utensilios de que disponen nuestros indígenas, con los que satisfacen todas sus necesidades vitales y hacen todas sus instalaciones, se los deben los fueguinos al portador de la cultura; por ello ha originado profundos rasgos en toda su existencia. Por ejemplo, el mismo Yoáloch ha introducido la muerte, como lo refieren nuestros indios de la tribu Yámana de la siguiente manera:

« La madre de los dos Yoáloch llegó al fin a ser vieja decrépita, de un día a otro le iban desapareciendo las fuerzas. Cansada y agotada se acostó; al final estaba imposibilitada para moverse. Cuando ya se le habían acabado todas sus fuerzas, la sacaron ambos Yoáloch fuera de la cabaña y la colocaron en un sitio apropiado sobre la hierba para que la bañaran los cálidos rayos del sol.

El Yoáloch mayor se sentó al lado de su madre y la miraba sin pestañear. Aunque siempre tenía los ojos clavados en su madre, ésta estaba callada. Muchísimo le entristeció que su madre estuviera inmóvil; pero no la molestó en su profundo sueño y esperaba optimista que pronto se levantaría.

Como el Yoáloch mayor no apartaba su atenta mirada de su madre y la miraba con mucha atención, ésta empezó a moverse lentamente. Entonces abrió sus ojos y se movió un poco y el sueño se retiró de ella. Poco a poco fue despertando su conciencia de aquel profundo letargo. Al principio apenas se movía, después se notaba muy poco hasta que al fin, desapareció la debilidad general de la edad. Esto le satisfizo mucho al Yoáloch mayor y empezó a gritar lleno de alegría. Corriendo se metió en la cabaña para que lo supiera su hermano menor, diciéndole:

-¡Escucha y alégrate: nuestra madre ha vuelto a despertar de su profundo sueño! Muy lentamente ha empezado a moverse. Tengo la seguridad de que pronto se levantará.

Estas palabras disgustaron al Yoáloch menor y se opuso a su hermano diciéndole:

¡Eso no puede ser! Nuestra madre está durmiendo ahora, pues es muy vieja y está completamente agotada. ¡Debe dormir para siempre!

Así pasó después. La madre ya no se movió ni volvió a levantarse más. Cuando el Yoáloch mayor abandonó la cabaña y volvió al lugar donde estaba su madre, la miró atentamente. En efecto, yacía sin movimiento alguno. De nuevo la estuvo mirando largo rato, como antes había hecho; pero esta vez no se movió. Continuaba echada sin movimiento alguno; estaba realmente muerta.

Ésta fue la primera muerte. Desde entonces todos los hombres tienen que morir. El Yoáloch menor lo ha querido así.

Después de deambular mucho por esta tierra ascendieron al cielo todos los miembros de la familia de los portadores de la cultura, donde desde entonces están iluminando a nuestro planeta en forma de estrellas».



Claramente diferenciada del círculo del Ser Supremo, como deidad superior a todas, e independiente, y de la gran familia de héroes y de figuras mitológicas de las historias y relatos, se agitan en la imaginación de nuestros fueguinos además una serie de espíritus. Están muy lejos de constituir algo importante; actúan más bien como seres desagradables, personificadores del terror y del mal, aunque algunas lo hacen en forma de hadas buenas. Cuando alguna persona aislada se encuentra casualmente en su deambular o en sus viajes con estos seres, casi siempre ocurre que son amenazados por ellos. Consideran como tales a los terribles caníbales y los hipócritas espíritus del agua, que emergen disimuladamente de la superficie del mar y hunden las canoas y también a los grandes gigantes que viven en tan considerable número de aquel bosque. En muchos aspectos se diferencian de ellos los bienintencionados Yefádschel de los Yámanas; todos poseen uno de estos espíritus protectores, que lo acompaña durante toda la vida. Impuras e impertinentes compañeras de las mujeres son las Yósi, las cuales, según la creencia de los Selk’nam, se esconden detrás de los árboles y caen sobre los que andan desprevenidos.

Como nuestros fueguinos atribuyen a sus sueños una efectividad total o parcial, constituyen para ellos una extraordinaria influencia, en lo que se refiere a sus respectivos destinos. Creen firmemente en estas alucinaciones, que les aterran o asustan. Por ello es el hechicero el que ha de hacer volver al equilibrio espiritual a todo miembro de la tribu alucinado. En el fondo del hechicero hay prácticas e influencias supersticiosas, consideradas como tales por nuestros indios. Una multiforme serie de espíritus pueblan el mundo imaginario de nuestros fueguinos; a uno o a otro se los encuentran todos de día o de noche.

A la vista de lo que llevamos dicho, nadie se preguntará ya si los fueguinos son verdaderos hombres. Es natural que su contenido intelectual sea muy distinto al nuestro, pues se encuentran en otro mundo ambiente. Una debida valoración de su capacidad espiritual sólo se conseguirá cuando se sepa comprender a estos hombres dominando al mundo que les rodea, dentro del cual se mantienen lo mejor posible. Han demostrado su capacidad en aquel círculo vital y han ejecutado notables trabajos, que no serían capaces de realizar muchos europeos. Toda su posesión cultural, comprendida en el sentido de la transformación de la naturaleza que le rodea, constituye un elocuente testimonio de su aptitud espiritual y del buen sentido práctico que disfrutan nuestros fueguinos. Dicha aptitud espiritual procuran desarrollarla en una determinada dirección en armonía con la naturaleza externa. Una vez que habían alcanzado dicho equilibrio les ha faltado impulso para todo ulterior perfeccionamiento de sus trabajos y creaciones; esos perfeccionamientos no les habrían ocasionado otra cosa; sino molestias. De ahí esa inactividad en perfeccionar lo conseguido y ese mantenerse a lo largo de siglos en sus formas culturales tan especializadas. Éstas se han conseguido al cabo de una enorme serie de experiencias particulares y, una vez alcanzadas han garantizado a cada fueguino una existencia relativamente cómoda.

Con inteligente reflexión y reposado cálculo crean nuestros indígenas lo que necesitan; su aguda forma de pensar prueba que son hombres completos, como les ocurre a los demás pueblos salvajes. Bajo el punto de vista del carácter se diferencian los delicados y tímidos Yámanas de los fuertes y recelosos Alacalufes, aquellos de los muchos más rabiosos y confiados Selk’nam. Para apreciar la rica amplitud de su fantasía, recuérdese la extravagante figura de sus espíritus en las ceremonias reservadas a los hombres, las numerosas personalidades de su mitología, el considerable número de juegos y adornos y sus pinturas del cuerpo. Una inventiva que ha creado todo esto y mucho más, no permite que se la limite o menosprecie. Es maravilloso lo desarrollado que tienen el sentido de la vista y del oído, mientras que los otros sentidos no lo están tanto.

La aptitud de nuestros hombres primitivos en el campo de sus producciones manuales también es de destacar. Con sus significativas armas y utensilios, que han creado a costa de sus propios esfuerzos y larga experiencia, consiguen sorprendentes éxitos y resultados; bástenos recordar la eficacia de sus arcos y flechas, arpones y redes de pesca. Con técnicas variadas tejen toda clase de objetos de adorno y cestas a las que le confieren, además, unas formas de mucho gusto. Para hacerlas sólo disponen en sus trabajos manuales de las herramientas más primitivas, hechas de madera, conchas y huesos. Precisamente por eso se puede apreciar en nuestro siglo XX la técnica de la edad de la madera, la primitiva cultura del género humano.

Los niños fueguinos, como los europeos, vienen a este mundo con una inteligencia natural que varía de unos a otros y esa misma desigualdad intelectual se manifiesta entre los mayores; algunos son muy vivos e inteligentes, pero a la mayoría no les agrada forzar su cerebro. El fueguino posee bastantes conocimientos generales. Ahora bien, como su posesión material es tan escasa, tienen bastante con las cifras de las primeras cinco unidades; las cantidades superiores las indican con la palabra mucho o muy mucho. El tiempo lo determinan con referencia a los fenómenos y cosas que pasan en la naturaleza. Maravillosamente hábiles e ingeniosos se comportan en este aspecto los Yámanas; para éstos cualquier cambio en la vida de los animales y de las plantas sirve como punto de partida para conocer el tiempo.

Hablan del espacio de tiempo en el que se ponen los huevos de los pájaros, esto es, en plena primavera; en el que dichos huevos están duros, es decir, al empezar el verano; y de período de tiempo en que los huevos están hueros (= rechazados por las cocineras), esto es, al principio del pleno verano. También al presenciar el desarrollo de algunas plantas y hasta de ciertos hongos se orientan con la mayor exactitud para saber las estaciones del año. A veces se ayudan con la observación de los movimientos y posiciones de algunas estrellas. Aquel inseguro tiempo atmosférico lo han llegado a distinguir bastante bien al cabo de larga experiencia. Su conocimiento del lugar abarca las cosas más insignificantes para nosotros los europeos, pero que a ellos les sirven de imprescindibles puntos de partida. Confiados se muestran con la vida de sus plantas, así como con la fauna que pueblan su patria. Contra las enfermedades sólo encuentran escasos remedios; son muy poco quejumbrosos por inclinación natural.

Ciertos círculos europeos viven en la falsa creencia que los pueblos primitivos sólo disponen de un reducido, vocabulario y que el sistema de construcción de su lengua es extraordinariamente sencillo. Tanto en lo general como en lo particular, se ve la realidad de otra cosa muy diferente. Entre los indígenas de toda América, se ha descubierto alrededor de 125 grupos lingüísticos distintos, y en lo que concierne a nuestros fueguinos a este respecto, sorprende comprobar que cada una de las tres tribus dispone de su propio idioma, al que hay que considerar como independientes en el más estrecho sentido de la palabra. Así, pues, no sólo falta toda próxima relación de las lenguas fueguinas con otra lengua india cualquiera, sino que tampoco se relacionan éstas entre sí. Dicha independencia de lenguas fueguinas, con particulares diferencias en la fonética y sintaxis, así como en las formas gramaticales, acredita en sí y por sí la antigüedad histórico-cultural de nuestros indígenas; existe el hecho significativo que cada una de las tribus aisladas han tenido que poblar su actual espacio vital con independencia de las otras dos tribus vecinas, y ello desde hace ya muchísimo tiempo. Probablemente los primeros que entraron en el archipiélago fueron los Alacalufes, después aparecieron los Yámanas en el archipiélago del Cabo de Hornos y finalmente se asentaron los Selk’nam en la Isla Grande; ningún indicio revela cuántos siglos han separado estas inmigraciones. Diferenciándose de las otras dos tribus se caracteriza el vocabulario de los Yámanas por una enorme riqueza y por una complicada morfología, lo que supone una inteligencia perspicaz; seguramente tiene su idioma varios miles de palabras en total. Entre los Yámanas se han llegado a formar hasta particularidades dialécticas. Los Selk’nam nos causan una sensación extraña por sus sonidos palatales duros, mezclados con voces gangosas, molestas a nuestros oídos.

El sentido de la belleza y el arte tampoco falta a nuestros fueguinos, aunque carezcan de instrumentos musicales. Disponen de una colección no despreciable de cantos y melodías. A pesar de que tienen que dedicar todo su pensamiento y sus esfuerzos para la necesaria búsqueda de la comida, les queda espacio libre para juegos y deportes; las luchas y carreras competidas de los jóvenes, ante la entusiasmada mirada de sus paisanos, son los deportes más preferidos de los Selk’nam. Con ellos se divierten y encuentran al mismo tiempo un alivio corporal y espiritual.

Después de todo lo que hemos dicho, ya nadie volverá a poner más en duda que los salvajes de la terminación más meridional del Nuevo Mundo, tan calumniados e injuriados sin fundamento alguno durante tres siglos, son hombres aptos y perfectos; con algunos de los valores culturales que poseen llegan a superar incluso a ciertos grupos de pueblos europeos.




ArribaCapítulo XV

Mi despedida


Mucho más de lo que al principio se previó, se habían ido demorando mis trabajos de investigación en la Tierra del Fuego. Cuatro veces llegué a partir de Santiago de Chile, donde entonces vivía y tenía mi trabajo, para dirigirme al lejano sur donde pasé en total dos años y medio, en estrecha convivencia con los indios. Me presenté a ellos como un amigo para comprenderlos y poder conocer sus características culturales. Para mí no constituían los indios objeto de malsana curiosidad; y por eso nos comprendimos tan bien desde un principio. De un viaje a otro se iban estrechando cada vez más los lazos de nuestra mutua confianza, y llegué a ser considerado miembro activo de su comunidad india, pudiendo tomar parte en sus actos sociales más venerados. Les debo un profundo agradecimiento hasta el fin de mi vida. Como hicieron posible que los tratara con intimidad, supe pronto apreciarlos, llegando a tomarles un sincero afecto. Los muchos meses vividos con ellos -puede parecer extraño- me enriquecieron espiritualmente y me dieron a conocer una verdadera humanidad. Nunca más podré prescindir en mi vida del período de tiempo que pasé en el borrascoso Cabo de Hornos.

Sin que lo esperara, fue muy fecunda la cosecha que vislumbraba al fin de tan duro trabajo de investigador; todo lo que constituía la extraña y valiosa cultura de los fueguinos, lo había podido captar y lo tenía preparado para un trabajo científico. A la vista de la realidad estos indios se diferencian, como de aquí al cielo, por su forma de vivir de aquella caricatura que había dibujado Charles Darwin hacía un siglo. Nadie vaya a creer que los indígenas actuales se hayan elevados bajo su nivel cultural por la acción de la misión cristiana o por la influencia de los europeos en estos últimos años. Es bien sabido que la actuación de los misioneros cristianos no se ha distinguido precisamente por su limpieza entre los pueblos salvajes. ¿Cómo podría ocurrir cosa distinta con los fueguinos, cuando han sido los menos los que han entrado en un breve contacto con los misioneros, cuyo número total no llega a la media docena en aquellas dilatadas regiones? ¿Y a quién se le ocurre pensar que los marineros y pescadores de ballenas que atraviesan velozmente la Tierra del Fuego, junto con los buscadores de oro, madereros y ganaderos que allí trabajan, se habrían de preocupar de elevar el nivel moral de los indígenas e instruirlos en sus deberes religiosos? No puedo dedicarle al que así piense más que una breve sonrisa de compasión.

Estoy plenamente convencido: porque Darwin, cuando era estudiante de teología a los veinte años, vio al pasar a los Yámanas y los descubrió con aquella ligereza, y como después adquirió el título de naturalista; y, además, porque por otra parte las absurdas descripciones de aventuras que se dan sobre ellos mismos son consideradas como sensatas por los lectores más necios, las informaciones reales sobre los fueguinos no podrán cambiar mucho en el futuro el juicio que sobre ellos existe en el llamado «gran círculo». Como se ha venido haciendo desde las publicaciones de Darwin, se les seguirán inventando fábulas; se dirá que aquellos indígenas son caníbales, que carecen de todo sentimiento religioso y moral, que ocupan un estado intermedio entre los animales y los hombres; que los hombres se echan a dormir durante el invierno y que las mujeres se preocupan mientras tanto de buscar la comida y otras cosas más. (Aunque sea dicho de paso: nunca danzan con más agilidad los hombres que cuando se encuentran reunidos durante el invierno en sus ceremonias propias en la Gran Cabaña).

Todavía creo que hay que temer a un más profundo encantamiento espiritual: los fueguinos pertenecen al grupo de los llamados pueblos primitivos. Sus usos y costumbres, sus instituciones sociales y sus valores espirituales nos reflejan el estado elemental del primer momento de la humanidad. A pesar de ello volverá a repetirse en muchos sitios y en conversaciones sin sentido los chismes corrientes del esquema Bachofen-Morgan: la humanidad primitiva empezó con una mezcla desordenada en las mutuas relaciones de los sexos y el más fuerte consiguió robar, después de darle muerte, a la mujer de su enemigo; en los tiempos primitivos sólo había relaciones de propiedad de tipo comunista; faltaba absolutamente toda manifestación de espiritualidad y de sobrenaturalidad, de la conciencia y del temor de Dios. Frente a estos desconsoladores puntos de vista, no me desanimo. Mis esfuerzos no fueron inútiles; por lo menos para los verdaderos etnólogos se ha salvado toda la cultura de los fueguinos, cuyo último representante se irá al sepulcro dentro de pocos años.

En mi último viaje tomé parte entre los Selk’nam, en las Klókete, las largas ceremonias reservadas a los hombres; con ellas se unió esta vez las Peschäre, una reunión general de hechiceros. El duro invierno nos obsequió unas extraordinarias nevadas. Mis supremos esfuerzos en dichas ceremonias y la miserable forma de vivir de aquel duro invierno, en el que tuve que prescindir de toda comodidad, habían ido debilitando mis fuerzas con más rapidez de lo que calculaba. Ligeros síntomas de escorbuto y una sensible anemia se me habían presentado hacía ya tiempo ante el débil sol de aquellas latitudes. Me di cuenta enseguida de la gravedad de estos síntomas para mi constitución física que padecía braquicardia crónica. Tenía que buscar inmediatamente otras condiciones de vida antes de que mi estado se agravara. Los Selk’nam me habían transmitido todo lo que poseían de particularidades etnológicas; podía considerar terminadas mis observaciones en aquella región. Había podido quedar con mis indios en el campamento del Lago Fagnano hasta que llegara la primavera, pero si lo hubiera hecho así tal vez no habrían resistido mis fuerzas hasta entonces. Debía utilizar las que me restaban para salir caminando en dirección sur, a través de la montaña y llegar hasta el Canal de Beagle. Venir en esa dirección era mejor que si me hubiera dirigido por el norte hacia Río Grande. Estaba decidido a una empresa en extremo temeraria, pero mi estado de salud así lo requería. Me daba mucha pena tener que abandonar ahora a mis buenos amigos los indios, con los que me había compenetrado tanto en la Gran Cabaña de los hombres. Sintiéndolo en el alma me atreví, al fin, a participar mis planes al viejo Tenénesk, que había dirigido aquellas ceremonias y estaba considerado como el más influyente hechicero, que me había prestado tan valiosos servicios y quien me había tratado con tanta confianza. Un mediodía lo invité a mi cabaña. Después de muchos rodeos le expliqué la urgencia de mi marcha y mi decisión de atravesar la montaña caminando en dirección sur. Después se quedó pensativo. De nuevo le volví a describir a los pocos días el estado de debilidad en que me encontraba, que se iba agravando por momentos. Con palabras llenas de amargura me increpó entonces Tenénesk:

-¡Nunca ha atravesado un Selk’nam la montaña en época de invierno, y mucho menos podrás tú llevar a cabo dicho esfuerzo! ¡Mira cómo está todo cubierto con una espesa capa de nieve. Espera a la primavera; entonces podrás recorrer ese fatigoso camino!

No podía justificar una larga demora. Cuando le hablé encarecidamente al fiel Tóin, se decidió, por la sincera amistad que me tenía, a servirme de acompañante. Conseguimos después la del valeroso Hótech, que estaba con nosotros desde hacía tiempo. Después que lo meditaron les pareció a ambos que nuestra empresa era en extremo audaz y peligrosa; sólo yo no quería comprenderlo así. Con muchas promesas de pago los mantuve firmes en sus palabras. Honradamente hablando yo no conocía los peligros de las altas montañas salvajes; de otra forma hubiera actuado con más prudencia. Además nos faltaba a los tres equipo necesario. Con mi prisa perdieron también el juicio mis dos indios tan conocedores del terreno, y nos preparamos para la penosa marcha. El viejo Tenénesk estaba nerviosísimo y temía mucho sobre nuestra suerte; hablaba con sinceridad con cada uno de nosotros y juzgaba la situación con arreglo a su experiencia. Enfadado con mi incomprensión trató de llevarme a la razón y me gritaba:

-¡Con tanta ligereza no se juega con la propia vida! ¿Qué te propones? Los tres moriréis. Quedaros aquí.

Con el mayor gusto hubiera ahorrado al buen viejo su enorme disgusto; pero me pareció oportuno llevar a cabo mi decisión con la mayor rapidez, porque otros indios empezaron a advertir a mis dos compañeros de la temeridad de nuestro propósito.

Mientras tanto nos fuimos preparando una especie de zapatos para la nieve, esto es, dos tablillas fuertes, de sesenta por veinte centímetros, que por medio de correas se sujetarían al calzado. Me llevé un fusil que podría servirnos en el camino; de provisiones de boca del campamento no podíamos cargar apenas nada. Sabiendo los tres que donde descansásemos tendríamos que encender rápidamente un gran fuego para protegernos del frío, nos atamos sobre el pecho la pequeña bolsita de cuero, en la que metimos una cajita de cerillas. Estas tenían que preservarse a toda costa de la humedad. No podíamos cargarnos con el más pequeño paquete ante aquel penosísimo camino. Mis instrumentos de trabajo, los dibujos que había y mis máquinas y pertrechos fotográficos, se los dejé a Tenénesk para que los guardara, aunque sentí muchísimo tenerme que desprender de aquellos tesoros que eran el resultado de largos meses de investigación.

La penúltima tarde de mi estancia en el campamento indio la quise dedicar a conversar largamente con el fiel y receloso Tenenésk. Hay que observar que sufría mucho. Lo sentía más que yo mismo. Casi no le impresionó pensar en mi separación; tan claro vio la desgracia con la que nos íbamos a enfrentar, pues era un experto hechicero. Callado y pensativo se volvió a sentar en su cabaña:

-Mi buen amigo -le dije entonces- únicamente porque me encuentro enfermo, no me puedo quedar aquí más tiempo. Si salgo pasado mañana, no te abandono para siempre; ¡volveré pronto!

Con los ojos llenos de lágrimas descansó su mirada aquel hombre fuerte e imperturbable sobre mí, al mismo tiempo que movió durante largo rato su cabeza. Entonces empezó a hablar en un tono casi llorando y en voz baja, sin mirarme, como hombre ya sin esperanza, y me dijo:

-¡Ya te lo he dicho muchas veces! Si ahora sales de aquí, no te volveremos a ver. ¡Mira la enorme cantidad de nieve! ¡Nadie puede atravesar ahora la montaña! ¡Quédate aquí, pues no puedes recorrer en estos días el camino! Te sorprenderá la borrasca y te tendrás que quedar sepultado en la nieve. ¡Caliéntate y quédate con nosotros! Piensa en cómo llorará tu padre si no llegas a tu casa. Te esperaría mucho tiempo y al fin sabría que te habrías quedado yerto en las alturas de la montaña. ¡Cómo llorará entonces! Después dirigirá sus reproches contra mí y dirá: «Mi hijo vivía en el campamento de Tenenésk. Este viejo, que es hechicero, tenía que saber que la montaña no se atraviesa con tanta nieve durante el invierno. ¿Por qué no se lo ha dicho a mi hijo y no lo ha retenido en el campamento?». Entonces lloraría por ti y me estará haciendo continuos reproches por haberte dejado marchar. Por eso: ¡Quédate aquí! ¡Temo mucho tu suerte!...

El amable viejo opinaba sinceramente. Traté de tranquilizarlo con el argumento de que me acompañarían dos expertos hombres, que merecían la mayor confianza. Angustiado se levantó y se colocó en la dirección de la montaña; su mirada se aclaraba como la de un profeta por la exaltación interior que le dominaba, declaró en tono severo:

-¡Una enorme nevada y un fortísimo viento os atacará por sorpresa! ¡Cuando tus dos acompañantes desaparezcan, entonces vuelve a nosotros! Todos te haremos responsable a ti porque no has escuchado mis advertencias. ¿No piensas en que tu padre y tu madre quieren volverte a ver? Tu testarudez me duele mucho. Ya te lo he advertido: ¡No nos volveremos a ver más!

El viejo Tenenésk había hablado como experto hechicero. Me sentí inseguro y empecé a dudar de mi decisión. Meditabundo e interiormente preocupado me volví lentamente a mi cabaña. A Tóin y Hótech, ambos con cara preocupada, los encontré hablando en voz muy baja:

-¡No hay nada que temer - les animé -, venceremos el camino con toda seguridad! Ayer y hoy ha hecho buen tiempo; si se mantiene así, alcanzaremos rápidamente la otra falda de la montaña, y allí podremos descansar!

Para apartarlos de sus melancólicos pensamientos, les hice que me ayudaran a empaquetar mis cosas. Lo que envolvíamos en aquellos grandes pedazos de cuero valía para mí tanto como el oro. En la primavera me envió Tenenésk toda mi fortuna valiéndose de un ganadero argentino.

La enorme congoja no se me quitaba de encima. ¿Era la sospecha del peligro de muerte con el que me iba a encontrar o el dolor de tenerme que despedir? Con la mayor cordialidad estuve hablando con mis amigos indios aquel último día, y traté de consolarlos prometiéndoles de que volvería dentro de poco. Todos mis esfuerzos resultaron inútiles y el campamento ofrecía un gran estado de depresión. Repartí y regalé mis objetos de uso. ¡Es curioso que nadie me encargara ni me pidiera nada para cuando volviera! ¿Presentían que aquella vida en común era la última? Cuando al atardecer nos sentamos formando un gran círculo alrededor del fuego y su rojo resplandor coloreaba por un momento nuestros pálidos rostros, tuve que mantener yo solo la conversación, pues los indios estaban preocupados y silenciosos. De todo corazón les agradecí su amable acogida y la confianza que me habían dispensado, la ayuda que me prestaron y las preocupaciones que se habían tomado por mí, todos aquellos agradables días e interesantes ceremonias que había convivido en su compañía. Con mucho gusto iba saludando a cada uno y en particular. ¡Cuánto bien les hicieron mis sinceras y cordiales palabras! ¡Cuán honrados se sentían por mi justificado reconocimiento! Mi promesa de que les contaría a mis paisanos los blancos lo buenos que son los Selk’nam, pareció encantarlos y reanimarlos.

Silenciosos nos separamos aquella tarde, que era la última que pasábamos reunidos. Rápidamente me fui a buscar mi pobre cama, compuesta de leña y algunas pieles de guanaco. Queríamos ponernos en camino al amanecer del día siguiente. No pude dormir. Inquieto daba vueltas en la cama a uno y otro lado, tanto que unos perros recelosos empezaron a ladrar. Como en una visión general iba considerando mi vida y trabajos en la compañía de aquellos sencillos indios. Me preocupaba pensar que ya no podía pasar nada más que una noche en el círculo de los primitivos salvajes, que parecían acabados de salir de la mano del Creador y de cuya auténtica humanidad nada sabían las masas de las grandes ciudades. ¡Con cuánta intimidad e ingenuidad se me había obsequiado en aquellas míseras cabañas! ¡Con cuánto ardor y sinceridad se habían preocupado de mí estos indígenas, perseguidos tan inhumanamente! ¡Cómo me habían hecho agradables aquellos días los encantadores niños y las ingenuas muchachas con su cándida y confiada manera de ser! A todos los tenía que dejar aquí y casi sentía horror volver a la poco cariñosa y egoísta civilización.

Un sincero agradecimiento sentía por aquellos hombres tan amables. Me habían tratado y cuidado como a su mejor amigo, me confiaron sus más valiosos actos sociales, y llegué a ser uno más entre ellos. Es natural que tuviera que pasar por horas muy tristes y muchas amarguras; el camino de la mutua comprensión quedaba muy distante del de la plena confianza. ¿Debía reprocharles el que frecuentemente no me comprendieran, porque se habían enterado muy poco o nada de mis planes, porque testarudos se entregaban a la holgazanería y parecían molestarse con mis preguntas, porque no podían comprender cómo yo deseaba aprovechar al máximo los días que pasaba entre ellos? Todas estas tristes experiencias, así como el recuerdo de algún malentendido y tantas otras preocupaciones, se perdonan a la vista del resultado que traje a mi casa y por la certeza que tengo que estos tan calumniados salvajes reconocieron en mí e un europeo mejor que a toda la chusma de blancos que habían pasado antes por allí. Nunca olvidaré la fidelidad y ayuda de mis indios.

Al amanecer me despedí de aquel miserable lugar donde me había sentido como un indígena más durante varias semanas. Una última ojeada dirigí a mi pobre cabaña, ojeada que me causó una imborrable emoción. Me separé de aquellos hombres espléndidos y de sus cariñosas mujeres, a cuya forma de vivir me había acostumbrado por completo; por última vez acaricié aquellos encantadores niños que me rodeaban con caras muy tristes. Tóin y Hótech, mis guías, partieron a grandes pasos, yo les seguía detrás.

-¡El hombre captador de imágenes se va! -dijeron las gentes, y me estuvieron mirando durante algunos segundos.

Varios árboles hicieron pronto imposible la vista atrás. ¡Para mí terminaba la vida india!

Con mucho trabajo íbamos caminando por la espesa capa de nieve. Alternándonos hacíamos todos de guía y los dos que le seguían caminaban sobre sus pisadas. Pasaron horas y horas y nuestra marcha se iba haciendo cada vez más lenta. Sin variar la dirección sur queríamos llegar a la montaña. Hacia las cuatro, el cansancio y la oscuridad nos obligó a acampar. Pronto estaba ardiendo un reluciente fuego. Abrigados con las mantas de piel nos echábamos cada uno de nosotros en la dura capa de nieve y se recuperaron las fuerzas con un jugoso asado, pues poco antes habíamos cazado un guanaco. Como el fuego empezó a derretir a la nieve que tenía debajo y ésta iba desapareciendo progresivamente, al cabo de un rato estábamos metidos en un gran agujero y muy poco calor nos llegaba del fuego que ardía en el fondo. La noche era muy fría y nos apretábamos unos contra otros. Como no pudimos dormir por el frío y la incomodidad, continuamos la marcha al amanecer.

Avanzábamos con mucha dificultad, pues el terreno iba ascendiendo suavemente y la capa de nieve aumentaba de espesor. Para nuestra contrariedad empezó a caer hacia el mediodía una fuerte nevada. Al cabo de dos horas, la nieve recién caída hizo tan pesada nuestra marcha, que nos tuvimos que esconder bajo unas gruesas hayas y esperar a que aclarase el tiempo. En aquella noche continuó cayendo la nieve mucho más espesa, y cuando muy temprano me despertó el frío, me encontré por completo cubierto de nieve. Al tercer día parecía imposible avanzar hacia adelante por la enorme ventisca que caía sobre nosotros desde la montaña. El aburrimiento nos hizo avanzar unas tres horas más aquella tarde.

Poco después que habíamos salido de la parte de monte alto, volvimos a detenernos. Nuestra provisión de carne estaba casi agotada. ¿Debíamos prudentemente volver sobre nuestros pasos? Esta decisión la tomaríamos al día siguiente, así estábamos pensando mientras a nuestro alrededor había un torbellino de gruesos copos de nieve. El fuego daba muy poco calor. Ahora bien, la nueva nieve que caía proporcionaba un lecho mucho más blando, aunque estaba tan frío como poco confortable. Con tanta frecuencia me tenía que sacudir los copos de nieve que a los pocos minutos estaba desfigurado por la cantidad que me cubría. Al fin, un poco antes de que fuera completamente de día, se calmaron de pronto el viento y la nevada, y nos pusimos de nuevo a caminar. Saliendo del monte bajo empezaba la empinada subida a la cresta de la montaña. Tan hambriento, agotado y débil me sentía, que sólo tras mucho esfuerzo podía seguir a mis dos acompañantes. Enormes masas de nieve se habían llegado a reunir en la parte baja y sobre las copas de los árboles, que todavía se veían entre ellos. Lentamente, aunque sin parar, seguíamos caminando paso a paso; el guía llegaba a hundirse a veces hasta más arriba de las rodillas, a pesar de las especies de esquís que tenía. Ese día teníamos que vencer la cresta de la montaña, pues allí arriba había leña y refugios contra el viento.

En realidad llegamos casi alla máxima altura, aunque estábamos empapados de sudor y agotadísimos. Una corta y empinada subida más y la cúspide estaba coronada. Un nuevo esfuerzo nos ayudó a vencer el bloque de piedra más elevado.

Apenas habíamos pasado a la parte norte de esta roca, cuando nos sorprendió un viento tan huracanado, procedente del sur, que no nos podíamos tener de pie. La nieve recién caída había desaparecido allá arriba. De pie sobre la capa de nieve anterior, ya hecha hielo, estaban todos nuestros cuerpos expuestos al furioso viento del sur. No había refugio por ninguna parte. Entonces se ordenó:

-¡Avancemos corriendo!

El huracán azotaba terriblemente, y al cual no podíamos resistir. De nuevo volví a caer y pronto no pude abrir más mis ojos. Apenas habían pasado cinco minutos cuando me tambaleé hacia un lado y sin darme cuenta me hundí en un montón de nieve. Tampoco Hótech se encontraba seguro. Tan sólo Tóin se mantenía derecho y me contó después lo que había pasado. En la extrema necesidad en que nos hallábamos, y de la que se dio cuenta al momento, se decidió a realizar un temerario acto de salvación:

-Salgamos inmediatamente de esta borrasca -pensó.

Con toda urgencia llamó a Hótech a su lado. Los dos me levantaron fuera de aquella lisa pared rocosa y me pusieron encima de la blanca capa de nieve recién caída. Ellos saltaron después. Con mucho trabajo fueron echando fuera la nieve en la que estábamos hundidos, arrastrándome a mí. Cuando ya tenía vencida aquella hondonada, llegaron a una planicie helada; durante los setenta minutos restantes en que estuvimos bajando hasta el bosque cercano no constituí para ellos otra cosa sino una pesada carga.

Entonces encendieron fuego, me pusieron junto a la llama, al mismo tiempo que me daban vueltas y me frotaban el cuerpo con las palmas de las manos. El calor del fuego me hizo despertar poco a poco de mi pérdida de conocimiento. Me quité mis vestidos y me puse a calentarme y me reanimé. Hótech estaba sangrando terriblemente en un pie, y entonces me quité mi ropa interior para liársela rápidamente. El fusil que llevaba Tóin se había roto y su rostro estaba lleno de heridas. La dura nieve me había hecho profundos, rasguños en mis manos y antebrazos; el último trozo de carne, que llevaba atado en mi morral, se había echado a perder. Cada uno de nosotros colgó los vestidos hechos pedazos. A pesar de todo, ambos se reanimaron mucho cuando me vieron abrir los ojos; yo me encontraba loco de alegría de encontrarme fuera de aquel gran peligro y por haber pasado la parte sur de la cresta de la montaña. Un poco de azúcar y un último pedazo de chocolate, que había guardado durante meses y que entonces saqué de mi bolsillo, era nuestra única provisión; con ella tomamos fuerzas para continuar la marcha. Un aire helado nos soplaba desde la altura; sin embargo, ante las estrellas que se veían brillar adquirimos un poco de animo.

A la mañana siguiente muy temprano volvimos a tener hambre. Monte abajo se andaba mejor, pero el agotamiento nos entorpecía mucho. Pronto me tuvieron que poner entre mis dos acompañantes y me iban arrastrando, pues yo casi no podía andar. Una noche más tuvimos que pasar al relente de aquel helado invierno. Cuando llegamos al día siguiente a la orilla del Río Mayor, su curso sobre la capa de hielo casi constituyó para nosotros una cosa buena. Del agotamiento que tenía no podía casi ni hablar ni tenerme en pie. Al fin, divisamos los edificios de la granja de Puerto Harberton en el Canal de Beagle, y este panorama nos hizo avanzar realizando un último esfuerzo.

Hacia las quince horas nos encontramos delante de la vivienda y pedirnos permiso para entrar. El honrado noruego Nilson, un gigante de tipo que era el administrador de aquella hacienda, no se lo creía cuando me reconoció en medio de mis dos acompañantes. ¡En el invierno no ha venido ningún ser humano de la montaña! Completamente agotado y temblando de frío por tener mis vestidos helados en su mayor parte, me desplomé a la entrada de la casa, después de balbucear algunas palabras en voz baja. Se me llevó a una habitación caliente, me ofrecieron todos los cuidados posibles y se me estuvo observando en mi profundo e ininterrumpido sueño hasta el mediodía del día siguiente. Mis fuertes acompañantes se repusieron rápidamente y nos alegrábamos muchísimo de haber coronado el grave peligro de la montaña. El altruista administrador no podía comprender nuestra locura por habernos decidido a una empresa tan temeraria. Estábamos los tres perfectamente de acuerdo en no emprender nunca más una caminata de ese tipo durante el invierno. Tóin repetía con la mayor seriedad:

-¡Ya nos lo había advertido Tenenésk! ¡Es un hábil hechicero y estaba seguro que nos iba a sorprender una peligrosa borrasca!

No quiero disculpar mi manera de proceder; si hubiese conocido el peligro en toda su gravedad no me hubiera puesto tan temerariamente en camino, a pesar de mi delicado estado de salud. Como es natural, les dije a mis valientes acompañantes que debían emprender el regreso en la primavera. Éstos, completamente restablecida su salud, habían vuelto a levantar un campamento en Lago Fagnano. Haberme salvado del gran peligro de morir congelado, constituye para mí la inolvidable salvación del buen Tóin.

Con la última despedida de estos indios desapareció para mí, por así decirlo, una parte de este mundo.

No pasarán treinta años, y los últimos representantes de esta primitiva manera de vivir se habrán hundido para siempre en el olvido. Entonces otearán inútilmente los helados picachos de las montañas, cubiertos con nieves perpetuas, las ondulantes canoas en medio de los brazos de mar y los pacíficos campamentos en los valles abrigados de la montaña, el zorro se deslizará sigilosamente por el bosque sin temer al cazador fueguino, en los lugares despejados ya no se agitará una multitud con sus alegres juegos o después de una abundante pesca, las paredes rocosas. Ya no devolverán el eco de las risas de una juventud alegre y despreocupada. Cuando los últimos rayos del sol se hundan en el inmenso océano, ya no recibirán el saludo de despedida de aquellos fueguinos. Antes corrían jóvenes y viejos a sus respectivas cabañas cuando la noche cubría con su negro manto el paisaje. Ahora ya no volverá a reflejar ningún fuego sus débiles sombras sobre las nudosas hayas, a través de cuyas copas salía dando vueltas el azulado humo.

Pero, ¿dónde están los sociables Selk’nam, que antes recorrían tan satisfechos de vivir con presuroso paso los extensos espacios de la Isla Grande? ¿Dónde están los sosegados Yámanas y Alacalufes, cuyas ligeras canoas animaban con sus movimientos tantos brazos de mar? Las estrechas columnas de humo subían desde las míseras cabañas hasta el cielo en número incalculable desde el Golfo de Peñas hasta el Archipiélago del Cabo de Hornos. Los restos de los activos cazadores como los de los atareados nómadas acuáticos se confunden por doquier. ¿Dónde están todos aquellos hombres fuertes y diligentes, con tanto arrojo y denuedo y dónde se encuentran aquellas discretas mujeres de tan alegre tenacidad en la lucha por la existencia? ¿Dónde están los delgados tipos de gacelas de las jóvenes, que en la orilla del mar recogían con tanta rapidez los moluscos; y dónde se hallan aquellos inquietos muchachos que con tanta agilidad se lanzaban al deporte de la lucha y al lanzamiento de las flechas? ¿Dónde aquella alegre juventud cuyas risas resonaban en el espeso bosque de hayas? ¿Dónde está, en fin aquel pueblo, que, adaptado a este miserable trozo de tierra, dio vida y animación a su monótono paisaje?

Después que me había preguntado estas cosas, me apoyé un día, poco antes de mi partida de la Tierra de Fuego, en el vallado cubierto de musgos y líquenes de un pequeño cementerio, mirando pensativo el gran horizonte que se ofrecía a mi vista. Entonces pensé:

-¡Todo ese pueblo está ahí!

En efecto, todos han sido aniquilados por la insaciable codicia de la raza blanca y por los efectos mortales de su influencia. El indigenismo en la Tierra del Fuego ya no se puede recuperar. Sólo las olas de Cabo de Hornos, en su constante movimiento, están susurrando continuo responso a los indios desaparecidos.

Con mucha frecuencia vuelven mis pensamientos a la lejana Tierra del Fuego, donde pude captar toda la cultura de estos indígenas primitivos en el atardecer de su existencia, salvándola así para los etnólogos. Este rico tesoro cultural que observé, procedente de la primera época de nuestro género, no permitirá que caigan en el silencio, sus creadores y portadores actuales. Y cuando a mi, quizás como último fueguino. me lleven a la tumba, habré elevado con esta descripción un monumento de gratitud a mis hermanos de tribu, al poner de manifiesto que son hombres perfectos con capacidad de trabajo y carácter, con alma y corazón. El futuro ya no podrá olvidar a mis indios.