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ArribaAbajoEpílogo

Breve diálogo sobre una epístola


(Que, además de ser patética, parenética y crítica, tiene también las gracias de ser plúmbea, férrea, frígida, quixótica, thrasónica y pirgopolinícea)


Pues, señor, es el caso que, el demontre de la fabulilla del Asno erudito debía de ir cargada de tanta pimienta que les gens à parti se vieron en la maldita necesidad de exclamar: «¡¡Libelo!!, ¡¡Libelo!!» Como si la pobre fabulilla fuera algún pedimento de abogado; porque, es de saber, señor lector, que en el idioma del derecho se llaman libelos los pedimentos.

Desternillávame yo de risa en mi rincón viendo la gresca y varaúnda endiablada que traía la gente del partido.

-«¡Es una insolencia!», decía uno en tono de anatema.

Otro, habriendo la boca hasta dexar ver la campanilla:

-«¡Es un infamador, digno de la pena de la ley!»

Quál se rompía las narices en las esquinas por ir a toda prisa a desacreditar en las casas el triste papelejo; quál tomaba la pluma para escribir una carta a los especieros y confiteros; y hombre hubo que se rompió la cabeza a puros cachetes que se dio buscando defectos en la prosa y verso del infeliz Segarra.

Alegrábame yo infinito de que tubiesen el gusto de romperse las narices y la cabeza y me holgaba de que hiciesen tan vivas diligencias por sacar a paz y a salvo el honor literario de su general, quando ete aquí que se aparece la alma en pena de don Eleuterio Geta hechando piernas de valiente, resoplando a pura satisfación y retando de guapo a todos los moscones del mundo. Yo estube pensando entre mí si iría a buscar un mediano enxambre de tábanos para encajárselos encima (o) ya que el desafío se hacía a los moscones. Pero, notando que se nombraba también al buen Segarra dixe:

-«¡Tate!, ¡acá biene ésta! Menester es apretar los puños.»

Leí el título del epistolio y creí (¡así Dios me ayude!) que tenía en las manos un comedión de Máxico de Astracán o cosa semejante. Vi patética y creí que me amenazaba con una tunda de patadas; parenética y me figuré si querría decir que las mugeres paren éticas y en verdad que me lastimaba de que hubiese partos tan extraordinarios, pero no caía en la cuenta de la conexión que podrían tener las que paren éticas con mi fabulilla. Confirmeme en que el tal papel era irremediablemente algún comedión de máxica, viendo que usaba términos tan endiablados.

Lleno de estas profundas dudas pasé a la primera oja, pasé a la segunda, pasé a la tercera, a la quarta... y empecé a tragar saliba. Continué hasta la décima; y sentí unos quantos calos-fríos. Llegué a la vigésima y empecé a tiritar. Acabé el papel y, con estar en los fines de agosto, pedí ropa a toda prisa para abrigarme; porque o me entraba una recia terciana o el papel acababa de arrancarse de un pozo de nieve. Quise meterle en la corchera de una cantimplora para experimentar si entraría el agua y, ya iba a executarlo, quando he aquí mi amigo don Hilarión Pandolfo que empezó a santiguarse viéndome embutido en tres mantas.

-«¿Qué es eso, amigo?, ¿ha perdido el juicio?»

-«¡Por Di... Di... Dios!», le respondí dando diente con diente. «Que meta Vmd. un poco en la lumbre a don Eleuterio para ver si pierde algo de la frialdad y acertamos a repararle sin tanta molestia.»

Comenzó mi don Hilarión a buscar a don Eleuterio para dar con él en la chimenea. Andaba de aquí para allí desojándose. Pero, cayendo en que se nombraba el libro por el autor, dixo:

-«¡Pataratas!, ¡Melindres!... ¡Harto quemado creo yo que ha de tener él el alma con la poca fortuna de este parto!»

-«¡Oiga Vmd.!», le dixe entonces mui súbito, «ese parto, ¿es ético?».

-«¿Ético?», replicó él. «¡Por Dios santo! ¡Que no ha salido a luz uno de cien años a esta parte ni más hinchado ni más gordo y craso!»

-«Pues, ¿qué diablos quiere significar (pregunté yo) un paren-ética que hay en el título, más abajo de donde dice pistola o epístola? Que, a fe mía, como no soy gramático no entiendo esas garatusas.»

-«Señor, parenética», respondió, «vale tanto como exortatoria y epístola es lo mismo que si dixésemos «carta».

-«Hay, cosa! ¡Miren! ¡Quién lo diría! ¿Querréis creer que al oír epístola me figuré si ese papel estaba ordenado?»

«¿Ordenado?», replicó don Hilarión. «Lo que le sobra es desorden. Y, en quanto a esa virtud, pocos le irán en zaga. Pero Vmd., hermano, parece que está de chunga. Y, a fe... a fe que lo que dice su amigo don Eleuterio es para hacer perder el juicio, no digo a Vmd., pero a qualquier cofrade del nuncio de Toledo. ¡Aí es un grano de anís llamarle a Vmd. al primer folio hombre de mala crianza, repetírselo en el treinta y cuatro y volvérselo a repetir en el penúltimo, por si acaso no lo han retenido bien los lectores.»

-«¡A! ¡Bien!», dixe yo, «¡que ya somos dos los malcriados! Quando el maestro del señor don Geta publicó su Donde las dan las toman encajó también la mala crianza sobre el colector del Parnaso».

-«Y, ¿por qué causa, si no lo ha Vmd. por enojo?»

-«Porque éste le llamó joven. ¡Mire Vmd. qué injuria tan formidable llamar a uno malcriado

-«¡Ha! ¡Sí!», respondió Pandolfo. «¡Ya caigo en la cuenta! Para su señor maestro serán irremediablemente hombres de malísima crianza quantos comentan el horrendo desaguisado de impugnarle o ridiculizarle. ¿Qué mucho, pues, que los discípulos imiten el noble estilo de los maestros? Declárese que sólo el señor don Eleuterio, su preceptor y los que le alaben son los bien criados, los noblemente educados en este mundo y no se hable más de ello. Vamos a cosas más substanciales.»

«En las páginas ocho y treinta y quatro le representa a usted como un pobre envidioso que se duele del mérito ageno.»

-«¡O!», repliqué yo, «¡ésa es una imputación mui moderada y verídica! Con efecto, el maestro del señor don Geta es un varón dotado de perfecciones mui enviables. Por exemplo, se le puede envidiar haber escrito un poema quajado de episodios impertinentes y sin pies ni cabeza y hecho como para impugnar las reglas de hacer poemas, se le puede envidiar haber escrito unas fábulas tan fábulas que no se puede dar cosa más fabulosa o vana; se le puede envidiar aquel conjunto de conocimientos filosóficos, profundos o sublimes con que ha llenado el vacío de sus escritos en beneficio de la sociedad. Vmd., señor Pandolfo, ignora quál sea el mayor número de estos escritos. Deseoso yo de trasladar a la posteridad los trabajos deste gran varón he formado una lista cronológica de todos ellos para que los venideros gramáticos no anden en disputas sobre la fecha de cada uno quando escriban la vida de varón tan célebre. Vea Vmd. aquí los que precedieron a la memorable época de la traducción de la Poética de Horacio».

«Primero, El Finge Negocios, comedia. Se escribió para obscurecer todas las de Terencio y Molière. Imprimióse sin nombre de autor y, después de impresa, se ha desaparecido y dicen algunos maliciosos que el desaparecimiento no ha consistido en el mucho despacho.»

«Segundo, La escocesa, traducida de M. de Voltaire.»

«Tercero, Una ópera castellana para ponerse en música. La nación tubo una pérdida irreparable con la de esta obrita. A persuación de no sé qué censor mal acondicionado la quemó su autor, cosa que lloran aún las musas de España.»

«Quarto, La librería, pequeño drama que se representó a solas, esto es, en desierto, porque nadie la oyó».

«Quinto, El huérfano de la China, tragedia traducida de Voltaire con toda la languidez y corrección necesarias para que nadie se entristeciese en su representación.»

«Sexto, Los literatos en Quaresma. Esta obra estupenda costó mucho a su autor. Hízose a emulación de Los eruditos a la violeta de Cadalso y para emprenderla y continuarla he oído decir que renunció la comisión del Mercurio. Decíase públicamente que el autor hiba a asegurar en ella un mayorazgo. Y la profecía ha salido tan cierta que la obra se ha quedado vinculada en la librería donde está de venta. Hay en ella cosas mui galanas: un elogio que hace a la Gramática de don Juan de Yriarte superior a quantos se han escrito desde Crates el Cojo hasta nuestros días (Gramática que ha costado y cuesta muchos suspiros a la familia y que ha dado ocasión a más de un libelo contra los profesores de San Isidro), un texto griego de Teofrasto, entendido tan magistralmente que la traducción castellana no tiene nada que ver con él y hay, en fin, un montón de cosazas que harán abrir la boca al payaso más remilgado de Foncarral.»

«Aora vea Vmd. si será bien digno de envidia un cerbelo que ha dado de sí tales y tan profundos escritos llenos de arriba abajo de tantas y tan profundas meditaciones.»

-«Con efecto», replicó mi amigo, «el verdadero mérito engendra siempre su poquillo de vanidad y así no es extraño que crea de sí que Vmd. y todo el mundo le deben tener envidia. Tal es la suerte de los grandes hombres. Pero, en quanto a las Fábulas literarias, ¿qué será, que he oído hablar de ellas con un tantico de cortapisa? Y, ¡a fe, que el que la vituperaba no era rana en esto de juzgar de versos!».

-«Ése sería», repliqué yo, «un mal-criado envidioso que tirará a desacreditar la nación, cuyo honor estriba todo en el crédito de tales fábulas. Y, para que le convenza Vmd., oiga algunas de las inimitables bellezas que encierra este sublime esfuerzo del entendimiento humano»:

«En la Fábula I se representa el moderado autor como un elefante que va a instruir a todos los animales de la tierra. Usted sabe que el elefante es superior a todos en corpulencia, por consiguiente, el autor representado en él será superior a todos los hombres en sabiduría, según la interpretación simbólica. Va, pues, el autor a instruir a todos los filósofos de Inglaterra, de Francia y de Alemania, esto es, a las academias de Londres, París, Leipzig, Berlín, etc. Ítem, va a instruir a los doctores góticos de Salamanca, Coximbra, la Sorbona, Lovaina y de todas las universidades de la tierra, inclusas las de la China y la famosísima de Frenajama en el Japón. Ítem, va a instruir a los cartesianos, gasendistas, neutonianos, leibnicianos, confucianos, eclécticos, pyrrónicos y todas las familias de quantos han fundado sectas filosóficas. Aora vea usted si se seguirá un horrible descrédito a la nación de desacreditar a un hombre-elefante, que se aplica él a sí mismo el renombre de sabio y que da a entender de sí que va a enseñar a todos los mortales. Y, para que usted se confirme en lo que digo, aquí tengo el libro. Oiga cómo habla de sí»:


Quando hablaban los brutos
su cierta gerigonza
notó el sabio elefante
que, entre ellos era moda
incurrir en abusos
dignos de gran reforma.
Afeárselos quiere
y a este fin los convoca.
Hace una reverencia
a todos con la trompa.



«¡Dichoso tú una y mil veces, sabio elefante, que te contemplas capaz de afear sus abusos a todos los míseros animales que cubren la faz de este ignorante globo!»

«Veamos aora el primor con que desempeña su cargo el sabio elefante. Estamos en la segunda fábula. La araña alaba su tela al gusano de la seda. El objeto de la fábula es que en las obras se ha de considerar la calidad y no el tiempo que se tarda en hacerlas. Dice, pues, la araña de su tela»:


Esta mañana la empecé temprano
y ya estará acabada a mediodía.
¡Mire qué sutil es! ¡Mire qué bella...!
Y el gusano con sorna respondía:
Usted tiene razón. ¡Así sale ella!



Algún crítico malcriado diría que, siendo la última expresión de la araña: ¡Mire qué sutil es! ¡Mire qué bella...!, la respuesta del gusano: ¡Así sale ella! es inepta y nada concerniente a lo que da a entender la araña. Para prueba, desatemos el diálogo y pongámosle en prosa no rimada:

Araña: Señor gusano, ¿qué dice de mi tela? Esta mañana temprano la empecé y a mediodía estará ya acabada. ¡Mire qué bella es! ¡Mire qué sutil...!

Gusano: ¡Tiene usted razón! ¡Así sale ella!

Qué tiene que ver el ¡así sale ella! con la belleza y sutileza de la tela, que es en lo que finaliza la jaztancia de la araña? Quizá algún otro crítico envidioso maliciaría que todo aquel verso: ¡Mire qué sutil es! ¡Mire qué bella...! es un ripio interpolado para concluir con el modismo ¡así sale, ella! y lo probaría con que quita la gracia a la respuesta del gusano, lo que no quitaría si se hubiera colocado antes de los dos que le anteceden. Pero esto sería en grave desatino de la nación. Y así no hay más que callar.

«Fábula IV: La moralidad de ella, digámoslo así, es que el ser sabio no consiste en citar o elogiar a los sabios. Los zánganos, para disimular su ocio inútil, quieren hacer panales y, no pudiendo, sacan de una colmena vieja el cadáver de una abeja mui hábil y laboriosa, la hacen unas grandes exequias, susurran inmortales elogios y, con esto, se alaban mui ufanos. Según esta fábula, no deben ser las citas de los libros de los sabios, sino de sus cadáveres, ¡admirable invención simbólica! Ciertamente, sería cosa graciosa, si un pobre escritor tubiera que ir a sacar a los sabios difuntos de sus sepulcros viejos para llenar sus libros de citas. Y, ¡qué descubrimiento tan feliz si, en vez de llenar de citas los libros, diésemos en atestarlos de huesos! En quanto a los elogios algún crítico abultado y personal diría que Isócrates, Demóstenes, Cicerón, Plinio el Menor, fray Luis de Granada, Bossuet, Fontenelle y qué sé yo quántos otros nombres que fueron sabios sin escribir fábulas literarias fundaron parte de su gloria en la excelente habilidad de saber elogiar. Diría que elogiar bien arguye más sabiduría que el hacer apólogos literarios, aunque se hagan en quarenta metros diferentes y sacaría, por consecuencia, que es falsa la proposición general de que no hay mérito en elogiar a los sabios de la antigüedad; porque, si el elogio es como debe ser, ninguno que no sea sabio elogiará bien a otro sabio. Pero esto desacreditaría notablemente a la nación y deprimiría el mérito del sabio elefante que sostiene el crédito de ella.»

«Fábula VI: La reprensión se dirije a las musas obscuras, es evidente que para llegar a la moralidad, convenía que el mono danzase en la cuerda de la arlequina, hiciese el salto mortal, la campana, el despeñadero, la espatarrada, bueltas de carnero y el exercicio a la prusiana; porque nadie duda que todas estas habilidades contribuyen en gran manera a la claridad de las musas y sin ellas no hubiera podido el mono ofrecer al nobilísimo auditorio la escena de linterna mágica; ni se opone tampoco a la verosimilitud simbólica el atribuir al fidedigno padre Valdecebro un cuento que no le pasó al tal padre por el pensamiento ni pudo pasarle, porque, aunque tubo credulidad, no tanta que se tragase imposibles simbólicos. Empero, el sabio elefante lo afirma y así nosotros no debemos decir otra cosa que lo de los discípulos de Pitágoras: Ipse dixit: el Maestro lo dixo.»

«Fábula VII: Con hablar poco y gravemente logran muchos opinión de hombres grandes, tal es la moralidad. ¿Cómo se simboliza? En una catedral había una campana de marca mayor que se tocaba sólo un día solemne y, en tal caso, no solía dar más que tres o quatro golpes mui recia, grave y pesadamente. He aquí que una aldea vecina, donde había sólo una iglesia con un campanario a modo de hermita (esto es, que el campanario parecía una hermita, según lo da a entender la fábula) y en él un esquilón rajado, quiere el vecindario que el tal campanario de su iglesia imite al de la catedral y para lograrlo dispuso


que, despacio y mui poco, el dichoso esquilón
se hubiese de tocar sólo en tal qual función.



Y, ¿qué resultó de esta providencia?: Un efecto arto extraordinario. Con tener todo el vecindario el esquilón a la vista, con ver por sus mismos ojos que el dichoso esquilón era un pobre cencerro en comparación del campanote de marca mayor, con no ser posible que viesen otra corpulencia en él que aquella que le parió el molde, creyó todo el vendito vecindario que era una gran campana, una campana de marca mayor igual a la de la catedral. Yo no sé si la verosimilitud en quanto símbolo alcanza a tanto como a hacer que las cosas se vean grandes o pequeñas a un mismo tiempo. Los aldeanos veían con sus ojos un esquiloncejo de chicha y nabo y creían, no obstante, que era una gran campana. ¡Ajustadme esas medidas! Y no hay que decir que gran campana allí significa campana excelente, campana admirable o cosa que lo valga. Esta sola sería también contra producente, como dicen mis compañeros. Porque, si todo el vecindario veía que era un esquilón rajado, ¿cómo habían de reputarle sin ser locos por una excelente campana? Y en resolución, la paridad de las campanas no puede correr de modo alguno con los hombres ni es menester mucha filosofía para conocerlo. La reflexión de un niño de diez años es suficiente. Los hombres son capaces del disimulo y de la impostura y por eso pueden aparentar más de lo que son y engañar a los otros. Y yo conozco a más de dos, que se intitulan sabios, que lo hacen así. Pero las campanas y quantos entes insensibles hay de oriente a poniente y de norte a sur son incapaces de todo esto; digo, de la impostura y del disimulo. Y, por consiguiente, jamás pueden aparentar más de lo que son ni engañar a nadie. Si un muchacho hubiera hecho esta fábula absurda de pies a cabeza en la escuela de algún antiguo maestro de retórica, le hubiera obligado a aplicarse al arado y al escardillo. Mas la ha hecho don Thomás de Yriarte. Ipse dixit, lo ha dicho él. Conviene respetar el crédito de la nación.»

«Fábula XI: Suponga usted, amigo don Hilarión, que yendo por un monte salen hacia usted dos hombres a toda prisa amenazándole con espadas desnudas, da usted a huir, llega a un camino y encuentra a un compañero que le pregunta la causa de su huida. Usted le dice que le vienen siguiendo dos vandoleros. Repara el amigo y los ve:

-«Pero... no son vandoleros.»

-«Pues, ¿qué?»

-«Soldados.»

-«¿Soldados? ¡No hay nada de eso! ¡Son vandoleros!»

-«¡Qué entiende usted de eso!»

-«¡Digo que son soldados!»

-«¡No son!»

-«¡Sí son!»...

Y se paran ustedes a disputar con mucha flema. Si el autor de las fábulas quiere defender la invención désta, aplicándola a la segunda especie de las tres que enumera su discípulo Geta en la página ventisiete, dígole a usted que la verosimilitud simbólica es una expresión que nada significa; bien que yo aquí para entre los dos, hago tanto caso de aquella división de especies como de las fábulas literarias. La antigüedad las distinguió ya en los géneros logiko/n, h(duko/n, mikto/n [logikón, hedikón, miktón]. Pero esto, con licencia de los señores gramáticos, inventores destos palillos, no enseñará jamás a nadie a hacer buenos apólogos. La regla fundamental es que nunca se atribuyan a los brutos ni a los insensibles, si se quiere, acciones o razonamientos que no puedan tener lugar en los hombres. Un grajo no se vestirá jamás de plumas agenas; pero un hombre puede vestírselas y la encubierta moralidad fundada en este acontecimiento posible nos hace dar el sentido legítimo a la fábula y comprender el objeto de ella. Aora, quite Vmd. el epimuthio o explicación a la que examinamos y vea si saca por el hilo della el objeto a que se encamina. ¡Nada menos! Y, ¿por qué? Porque lo primero que se representa a la vista de la razón es un suceso imposible, repugnante, contrario a toda verosimilitud. Y si no, dígame usted: el que va huyendo, poseído de miedo, ¿se parará, no digo a disputar, pero ni a practicar la urgencia más precisa de la vida? ¡Claro es que no! Porque en aquel punto el salvarla es la mayor urgencia. Si, pues, es esto inverosímil en el hombre, ¿por qué el señor fabulador se lo atribuye a una liebre, esto es, al animal más medroso y tímido, que es una segunda impropiedad? Con todo eso, yo supongo. No impugno. Sé bien que ipse dixit, el Maestro lo inventó. Su razón tendrá para ello.»

«Fábula XII: Los...»

-«Escusado es continuar», me interrumpió aquí mi amigo, quitándome el libro de las manos. «Dos dedos de muestra bastan para conocer la calidad de cien varas de paño. A las observaciones de usted podría yo añadir la revelación de ciertos misterios que se encierran en muchas de estas fábulas, por ejemplo: que las de las tertulias se escribieron en honra y gloria de los de V..., que las del tordo, el papagayo y la marica se compuso para ridiculizar el furioso delito de aplicarse una señora de alto carácter a las letras con preferencia a la coquetería; que la pandilla literaria representada en los quatro lisiados no es otra que la A. E. Esta gracia particular, unida a la excelente frialdad que reyna en casi todas constituye seguramente un mérito original que han logrado pocos. Y si a ella agrega usted que en algunas fábulas se enseñan doctrinas absolutamente falsas, no tendrá que desear para reputarlas de todo en todo por originalísimas. Por exemplo, en la Fábula X se enseña que nadie pretenda ser tenido por autor sólo con poner un ligero prólogo o algunas notas a libro ageno. Digo que esto es absolutamente falso, porque ha habido hombres que en un ligero prólogo y en algunas notas puestas a libros agenos han mostrado más ciencia que todos los escritores de fábulas literarias y no literarias. El comendador Hernán Núñez, llamado comúnmente el Pinciano, no hizo otras obras que anotaciones a Plinio, a Mela, a Séneca, a Juan de Mena y sus notas a aquellos autores latinos, que son en bien corto número, han sido justamente alabadas de Justo Lipsio y de todos los hombres doctos. Las notas de Juan de Mariana al Nuevo Testamento son pocas también respecto de las que han hecho otros; pero tales aquellas pocas que ya se alegrara poder entenderlas el señor fabulista. Demos que Mariana no hubiera escrito otra cosa que estas notas, ¿no merecería por ellas el nombre de autor?: ¡Harto mejor que por las que puso a su traducción de Horacio el señor don Tomás! Este buen caballero por herir a un particular establece reglas generales y quien escribe así no puede escribir sino absurdos. El epígrafe de la Fábula XI contiene uno bien gordo, por no haber sabido explicarse: No debemos (dice) detenernos en questiones fríbolas, olvidando el asunto principal. Y si el asunto principal es frívolo, ¿deberemos detenernos en él? Parece que sí, según la generalidad con que se explica el fabulador. Y, en efecto, tengo para mí que esta regla es verdaderísima en su concepto y la ha practicado con gran puntualidad en la mayor parte de sus fábulas. Baste desto y vamos a otra cosa.»

«El señor don Geta le hace a usted reo de lesa nación, porque ha satirizado a su buen maestro. Y, ¡con justísimo motivo!; porque, ¿quién es el español rudo y miserable que no sabe que en el inefable maestro del señor Geta está cifrado todo el crédito de la erudición y sabiduría de España? Después de descalabrarnos, como lo dice bien dicho señor con unas cartas de Metastasio y de don Domingo de Iriarte (¡como si las cartas fueran guijarros!), y después de querernos obligar a que las traguemos (sin duda, porque deseara que las tales cartas tengan la honrra de convertirse en excrem...).»

-«¡Limpieza, señor!, ¡limpieza en las palabras! ¡Por amor de Dios!», le dixe yo, «¿ignora usted que tratamos de un autor bien criado y que si nos oyera...?».

-«¿Qué quiere usted?», respondió, «¿si esa benditísima criatura tiene unas explicaderas tan a propósito para comentadas, dote de todo autor original...? Los que no nacimos para originales, ¿qué haremos, sino emplearnos en comentarlos? Digo, pues que el señor abate Pedro Metastasio escribió una carta al maestro del señor Geta motu proprio y porque le dio el gusto y la gana, sin preceder diligencia particular de dicho señor maestro; porque, aunque saben Dios y todo el mundo que éste le escribió primero una carta que respiraba narigalmente suma atención, acompañada de un tomo del magnífico, elegante y precioso Poema de la Música, pero ésta fue una amabile qualita che perfettamente s'accopia con le tante altre invidiabili che an concorso a formare in il Precettore del Sior Geta un di quei rarisimi viventi, quos aequus amavit Júpiter...».

-«¡Jesús!, ¡qué algaravía!», dixe medio asombrado, «usted, señor don Hilarión, se burla temerariamente dese buen caballero».

-«¡Nada de eso!, me replicó. «La amabile qualitá llamó acia sí la carta de Metastasio, como el himán al hierro.

Y aquí de todos los lógicos que han desarrebujado sofismas desde el barbudo Zenón acá ¡favor a la justicia del padrone colendisimo del eleuterísimo señor Geta!; consistiendo la amabile qualità en haber regalado dicho colendisimo padrone al señor abate Metastasio un tomo del poema de La Música acompañado de un obligante foglio, ¿cómo ha tenido usted el infando atrevimiento de publicar que es carta de atención una en que se dan las gracias por un regalo y en que se contesta a un foglio obligante?, ¿son ésas las súmulas que le enseñaron a usted en la universidad?, ¿le parece a usted en Dios y en conciencia que podrá amar mucho el justo Júpiter a nuestra nación si así, a roso y belloso y sin más ni más, nos andamos diciendo nada menos que la formidable blasfemia literaria de que son de atención las cartas que alaban cara a cara a don Tomás de Iriarte? ¡Ea!, yo tengo en demasiado buen concepto el estudio lógico de usted y su entrañable amor a la patria y así creo firmemente que los semieruditos que se nombran en la del señor don Domingo son solos los capaces de forjar calumnias tan malignas y abominables, denigrativas al crédito de la tierra que pobló Tubal, según lo afirman autores graves y coetáneos; si bien, en quanto a los semieruditos, quisiera que el señor don Domingo o algún poder habitante suyo nos explicasen a qué casta de pájaros comprenden en este dictado, porque yo creo, y por mí la cuenta si me engaño, que la ciencia iriartea (sea dicho con licencia de sus barbas honradas) tiene mucho más que agradecer a los semieruditos que a los eruditos sin semi y, ya ve Vm. que aquella expresión o huele a jactancia o contiene, si no, poquísimo agradecimiento. Pero esto no nos importa ni hasta aora hemos visto en el Decálogo mandamiento alguno que prohiva a los que no han saludado ninguna ciencia llamar semierudito al miserable resto del universo. Lo que sí importa es que usted satisfaga aquí luego, luego (y no le encajo a usted otro luego porque en la sustancia es cosa de no mucha prisa) las objeciones que se le hacen en el epistolio.»

«Usted, en primer lugar, ha maltratado gravemente el crédito de la nación, porque supone en su fabulilla que es fríbolo el estudio de las humanidades.»

«¡Se engaña! ¡Voto a tal!», le repliqué yo hecho aquí un vinagre. «Y si no le contesto con un miente redondo es porque le tengo por hombre de bien. ¡Tener yo por frívolo el estudio de las humanidades! Si el señor don Geta dixera que desprecio el de los ridículos humanistas, a cuya congregación me atreberé a jurar sin temeridad que tiene mucho derecho su merced mui eleuteria; si dixera que me río a todo reír de los que presumen ser hombres grandes porque han decorado un millón de menudencias gramaticales, si dixera que me burlo y burlaré de los que maximo conatu maximas nugas agunt, de los que hacen obstentación de un saber fríbolo, de palillos pueriles, de noticias vagas, de estudio sin método, de un saber en fin a manera de pepitoria, que tiene de todo y de todo nada, si su merced dixera esto, diría una verdad de primera clase, una verdad que tal vez le cogería a su merced de medio a medio. Pero, ¿de las humanidades (¡!)? Si el señor Geta-discípulo supiera que un jurista no puede serlo bueno sin el estudio de las antigüedades griegas, latinas y nacionales, si supiera que un abogado es el mejor instrumento de la eloquencia y que entre los griegos y romanos no hubo en muchos siglos otro género de abogados que los horadores; si supiera esto y lo muchísimo que hay que saber para adquirir una no más que mediana instrucción en la ciencia legal, ¿cómo osaría lebantarme una calumnia a la qual no hay en el Prólogo de mi fábula una palabra que dé motivo? ¿Diré por eso que me hallo instruido en todas aquellas cosas?: No señor; ni mi talento ni mi edad permiten (que) aquel cúmulo de doctrinas, utilísimas quando se aplican a una ciencia y estériles y casi inútiles quando se saben por sí sin algún arrimo. Pero una cosa es que yo ignore y otra que desprecie lo que tengo obligación de saber. Aquello es defecto. Esto sería malignidad o rudeza crasísima.»

-«¡Despacio!, ¡señor!», me dixo don Hilarión, «¡que no estamos aquí en un juzgado defendiendo alguna causa capital! Si el señor don Eleuterio afirmó eso, lo afirmaría por algún efecto de la borriquería que él mismo se atribuye en la página quarenta y ocho».

-«¡Sea así en buena hora!, le respondí. «Haga su merced y diga quantas borriquerías le vengan a mano, que a todo trance yo creo que no ha nacido para otra cosa. Mas no intento disculpar a sus preceptores con calumnias risibles, puesto que en mi Prólogo se ve patentemente que me burlo de los humanistas que se consumen en aberiguar si Ennio fue mui aficionado al vino másico, si Pacubio escribió una tragedia que se ha perdido y otras tales sandeces y adivinanzas, por cuya causa les acomodé el título de astrólogos literarios, bien al rebés del estrafalario sentido que da a esta expresión el señor don Geta

«¡Dios se lo perdone!», prorrumpió a esta sazón mi amigo, arrancando un hondo suspiro de lo último de su pecho, «a los que tienen culpa de estas maliciosas imputaciones. Si los que se dedican a las ciencias fueran lo que deben ser, ¡darían lugar a que un don Geta les dixese en sus barbas que entre nosotros con más facilidad se encuentran quarenta teólogos, juristas o canonistas consumados que un mediano humanista? ¡Ha seor don Gramático!, ¿en qué dialéctica ha aprendido usted a contradecirse tan seriamente y a no saber lo que se habla?, ¿consumados llama usted a los teólogos, juristas y canonistas que ignoran las humanidades? Pues si usted los llama consumados, yo le llamaré a usted consumido y sumido también hasta los codos en la manía de decir disparates. Si usted dixera que son habidos y reputados por consumadamente doctos muchos que no son mas que unos consumados rábulas, ¡adelante!; yo juntaría mis labios a los de usted (aunque sean getales) y le daría un beso con licencia de su muger, si la tiene, siquiera por el gusto de oírle una vez hablar concertadamente. Pero, ¿en qué aparato teológico ha leído usted que un teólogo puede llegar a consumarse en su facultad sin la historia sagrada y sus adherentes, sin estudio de lenguas, sin noticia de la antigüedad sagrada y profana? Y, ¿quántos juristas conoce usted que sean tenidos por consumados en la república de los verdaderos juristas que no conjunten en sí toda la extensión y amenidad de las letras humanas? ¡Vamos!, ¡claros!: Usted, señor mío don Geta, es un buen hombre. A lo que parece, ha visto algunos parrafillos de libritos de moda, ha leído un poco de poética y ese poco mal digerido, ha salpicado las artes someramente y gusta de lucir el salpiqueamiento; pero en quanto a ciencias (¡sin rodeos!) usted no sabe lo que se pesca. Quando, después de haber estudiado diez o doce años con mucho método y reflexión haya usted aprendido a percibir el íntimo enlace que tienen las humanidades con todas las ciencias y de qué modo se socorren y ayudan entre sí, entonces hablaremos de consumaciones al arbitrio de usted. Entre tanto, conjúrole por quantos humanistas hubo en el arca de Noé que no se meta a hablar de lo que no entiende; porque, sobre ser majadería, es demasiado cargo de conciencia. Y, ¡vamos adelante!».

«Aquí, en la página venticinco le imputa a usted, amigo Segarra, la horribilísima nota de apadrinador del goticismo. Entre otras expresiones galantes con que le honra le dice clarito y sin rebozo que quando el goticismo, el enemigo mortal de las bellas artes... llega a lograr entrada en la república de las ciencias, destierra el buen gusto y con él, la sana razón, a veces, por siglos enteros. Y, entonces, tomando el mandato absoluto los Segarras, todo lo vacían, trastornan y contaminan. ¿Quánto apostamos a que tenemos en campaña otra borriquería?»

-«La tenemos, sin duda», le dixe yo, «leamos toda esa prosa antigotical y veamos...».

-«¡Mui bien!...»

«Oyga usted cómo se explica en la página ventiséis: Usted (le dice su celebérrimo maestro) debe tener la satisfacción de que sus fábulas van haciendo el efecto que conviene de herir a los ignorantes, a los farraguistas y a los malos disputadores escolásticos, combatiendo sus falsos y toscos principios. ¿Me quiere usted hacer el favor, amigo mío, de decirme qué falsos y toscos principios son éstos de los malos disputadores escolásticos?»

-«Poquito a poco», me respondió algo serio mi don Hilarión, «que esa absoluta pica en historia y muestra una cola más envenenada de lo que parece. ¡Falsos y toscos principios de los malos disputadores de los escolásticos! Pues, ¿quién le ha dicho al señor don Geta que los escolásticos se valen de falsos y toscos principios, aunque disputen estravagantemente? Theologiae Scholasticae proprium munus quantum et a maioribus accepimus et huius facultatis alumni quotidianis fere congressibus experimur, illud primum est ut quae in sacris litteris et Apostolorum traditionibus abdita continentur ea in lucem quasi e tenebris ornantur. Colligit enim theologus ex principiis fidei a Deo revelatis conclusiones suas12. Señor don Geta, ¿serán falsos y toscos estos principios revelados por Dios de donde deduce sus conclusiones el escolástico? ¡Pobre hombre!».

-«¿Qué diremos, pues, de aquella proposición, amigo Pandolfo?», le pregunté.

-«¿Qué hemos de decir», replicó, «sino que quando la escribió le duraban aún en la cabeza algunos barruntos de la borriquería? Porque, ¡ya se ve!, si el señor discípulo u oficial gético ignora quál es el fundamento intrínseco, quáles los principios que dieron a la teología escolástica Pedro de Poitiers, Pedro Lombardo y algunos otros en el siglo XII, San Alberto el Grande, San Buenaventura, Santo Tomás y otros infinitos doctores que acabaron de levantar este edificio en París en el XIII; si ignora que estos fundamentos y principios no eran ni son otros que los dogmas de la religión tratados filosóficamente, esto es, controvertidos según las sutilezas arábigo-aristotélicas que se usaban entonces; si no sabe ni aún de oídas que los escolásticos se han asido siempre de la Escritura y de la Tradicción para probar hasta las opiniones y temas más inútiles, más frívolos y más impertinentes, porque consideraban, y con mucha razón en esto, que sin Escritura y Tradicción no se podía ni se puede probar nada en asuntos teológicos; si absolutamente no alcanza a distinguir la forma escolástica de los principios de que se valen los escolásticos; si no ha visto jamás un libro de éstos ni se halla en estado de entenderlos, para informarse a fondo y hacer diferencia entre el modo y los principios, las materias y los fundamentos con que se prueban; si el buen don Eleuterio está en ayunas de todo esto ni su maestro se lo enseña, ¿quién le manda meterse en camisa de once varas para desacreditar los principios de los malos disputadores escolásticos? Los escolásticos, señor don Geta, no porque disputen mal se valen de principios falsos, lo que hacen es torcerlos, abusar de ellos, estropearlos, emplearlos en lo que no debieran. Y el mostrar y reprender esto no es ni para mí ni para usted ni para su preceptor; no obstante, yo no soy aficionado a calumniar ni a torcer el sentido de las palabras. ¿Querrá decir el gético don Eleuterio que por malos disputadores escolásticos entiende a los filósofos de la escuela? Su proposición es absoluta y generalísima; pero, demos que habla de los filósofos in specie, y no in genere de los escolásticos. ¡Bien está! ¿Qué disertaciones antiaristotélicas, como Gasendo, qué impugnación de las formas substanciales y qualidades ocultas, como cien hombres doctos y qué paralelos entre la filosofía escolástica y la moderna, como otros ciento de estos últimos siglos nos han dado don Geta y su maestro para que creamos que son capaces de combatir los falsos y toscos principios de la filosofía escolástica? Créame el buen don Eleuterio y no sea bendito: para combatir esta filosofía es menester un poquito de más ciencia que las que encierran las Fábulas literarias, es menester ser algo más que humanista mondo y es menester quemarse las cejas, no sobre los comentadores de Horacio o de Virgilio, sino sobre los inmensos volúmenes de los Tomases, Buenaventuras, Escotos, Suáreces y los infinitos que sobre sus pisadas han explicado y sostenido la manera de filosofar de cada uno de aquéllos».

-«Mui bien dicho», le interrumpí yo aquí, «y por lo que hace a mí no dexaré de reírme toda mi vida de la candidez del buen don Geta que cree mui formalmente que una fábula insulsa, qual lo es la LXV de su maestro, ha de producir efectos que no han acabado todavía de producir los siete libros de La corrupción de las artes de un Juan Luis Vives y la Instauración magna de un Bacon de Berulamio.

Bendito Dios! ¡Quánta es la vanidad de los hombres! ¡Ha!, yo le diría a su merced si lograra alguna vez la ocasión de verle: Señor don Eleuterio, mi dueño y buen amigo, ¿quién es de los dos el que lo vicia, lo trastorna y lo contamina todo?, ¿yo, que sé con el alemán Godofredo Leibniz que en los escolásticos hay mucho oro escondido, que él lamentó la desgracia de muchos grandes entendimientos (harto superiores al de Vmd.) en haber nacido en siglos góticos, o usted, que dice disparates por hablar de lo que no entiende, que satiriza a los doctores góticos sin saber siquiera en qué consiste su goticismo? Sí, señor don Geta, el alemán Godofredo Guillermo Leibniz, hombre cuyos escritos no está usted en estado de poder entender (y perdóneme la franqueza), no se avergonzó de escribir a un amigo suyo: Muchas veces he dicho a los que aprueban sólo a los sectarios de la moderna filosofía que los escolásticos no se deben despreciar enteramente y que, con mucha frecuencia, se haya oro escondido entre su lodo, de suerte que haría una obra mui estimable qualquiera que entresacase dellos las cosas selectas y las ofreciese al uso del público (tomo VI de sus obras, pág. 178). Usted, seguramente, no juzga digno de su talento perder el tiempo en hacer esta obra mui estimable, conque así déjenos en paz buscar aquel oro entre el lodo para usar dél como más nos convenga».

«Aora, otra cosa sería si el señor don Eleuterio o su gran maestro gustaran que controvertiésemos, ellos a una banda y yo a otra, si el método escolástico, limpio de todo abuso, es preferible en las ciencias al matemático de que suelen servirse los modernos y si es capaz por sí de causar el temible goticismo. Esta questión dialéctica o lógica arrancaría utilidad y diversión. Pero aquellos caballeros, ocupados en destruir el goticismo con fábulas, no deben humillarse a estas disputas goticales, buenas sólo para entretener y dar pábulo a las cortas luces de los Amorts, Piqueres, Factiolatis y demás turba de doctores góticos semejantes a éstos. Y así, no quiero interrumpir sus útiles y profundas tareas.»

«Quéxase el señor Geta de que yo haya estampado que su maestro o dómine no sabe ciencias. Y, porque en mi fabulilla hay estos dos versos:


Ni negaré que ignoro
la augusta ciencia del Criador que adoro,



me llama a boca llena calumniador, alegando in faccia al universo tutto que su señor dómine sabe el catecismo. ¡Por cierto! ¡Estaríamos bien abiados si un hombre que se intitula maestro no supiese la doctrina cristiana! Sabe el catecismo, luego ¿sabe la augusta ciencia del Criador?: ¡Sin duda! Y, por consiguiente, todos los niños que aprenden a leer y el augustísimo maestro del getísimo don Eleuterio saben tanto como San Gerónimo y San Agustín o como Domingo de Soto y Melchor Cano. Añade que sabe la historia eclesiástica. ¡Pase la fanfarronada! Y yo me alegraría ver al señor maestro desempeñar con magisterio esta aserción sólo en la parte que toca a las heregías y Concilios, sin meterme en las persecuciones y actas de los mártires. Pero, al fin, según su regla, el que sepa la historia del derecho será jurista, la de la medicina, médico et sic de reliquis. Dirá que con ella sabe también las declaraciones de la Iglesia Católica Romana. ¡A su abuela con ésa! ¿Quiere usted una prueba que se lo asegure mejor que yo? Allá va y caiga como cayere.»

«Entre las Obras sueltas del famosísimo don Juan de Iriarte hay una colección de epigramas que se nombran sagrados. Aquí los tengo: tomo I, página 188. Oiga usted el epigrama DCXXXI:


Et vinum et panis sunt optima corporis esca,
optima sunt animae cum latet hisce Deus.


Del cuerpo son pan y vino
los mejores alimentos
y los mejores del alma
quando Dios se oculta en ellos.



«Usted que es teólogo, señor Pandolfo, ¿no me dirá si se halla bien explicado aquí en sentido católico romano el santo Sacramento de la Eucaristía?, ¿Dios se oculta en el pan y vino o se convierten éstos en Dios?, ¿hay consubstanciación o transubstanciación?»

-«Lo que os puedo decir», respondió, «es que ese epigrama huele que rabia a wielefismo».

«Pues, bien», repuse, «si el maestro del señor Geta, sobrino y discípulo del autor de ese epigrama, sabe la historia eclesiástica y las declaraciones de la Iglesia, ¿por qué, quando hizo la edición de las Obras sueltas no procuró enmendar aquel disparatado latet? ¡Vamos adelante! Veamos el epigrama DCLXVIII:


Quantum alios gemini vinumque oleumque liquores
exsuperant!: Reges hic facit, ille Deum.



«La traducción puesta debajo dél suena algo mejor. Pero la frase latina incluye una explicación mui poco conforme, por no decir repugnante, a la naturaleza del Sacramento; porque, en efecto, el vino no hace Dios, como se expresa (facit Deum) ni Dios es capaz de ser hecho, porque es increado ni, menos, es lícito usar del verbo facit en la explicación del santo Sacramento, porque allí no hay ninguna nueva generación, sino una milagrosísima conversión o transubstanciación, inacesible a la penetración de la razón humana.»

-«¡Por Dios!, ¡hermano!», me dixo mi don Hilarión, «que manifiesta usted saber algo mejor la augusta ciencia del Criador que el maestro del maestro del señor Geta».

-«No me jacto», le respondí, ni hay en mí tanta vanidad que me repute por eso por un hombre grande. No, señor. Soy sólo un buen católico que aborrece que sean asuntos de epigramas pueriles, de retruecanillos insípidos, de conceptillos miserables los misterios y dogmas de nuestra creencia. ¡Yo me entiendo y Dios me entiende! ¡Hay tanto de esto en...!

-«¡Chitón en esa materia!», me interrumpió, y oiga Vmd. otra acusación»:

«Después de un cuentecillo ridículo expuesto iriartalmente, esto es, con una excelente frialdad; porque (y sépalo usted de paso) parece que es ésta la única ciencia que ha aprendido don Geta de su maestro, le dice a usted, o se lo da a entender, que es un pobre ignorante, por dos motivos: primero, por haber escrito que el hacer una fábula no tiene más reglas que el antojo; segundo, por haber escrito asimismo, que el hacerlas no es negocio de mucha dificultad. Y, note usted que esta segunda proposición es escandalosa, según don Eleuterio

-«¿Es algún pecado nefando, señor?», le pregunté.». ¡Harto más escandalosa he leído yo una en... (¡Sí! ¡Aquí está entre mis libros!) Los literatos en Quaresma! Ya dixe a usted antes que el padre lexítimo de este aborto literario esel mismo don Tomás Iriarte, de quien es oficial, y séalo por muchos años, el estupendo don Eleuterio Geta

-«¡Séalo en buena hora!», repuso don Hilarión, «aunque sea para ayudarle a traducir la Eneida, plausible noticia que anuncia al público el buen discípulo, sin duda, para que la festegemos con luminarias; bien que la tal traducción dará quizá materia a algunos quando salga a luz. ¡Pobre Velasco entre las manos de tales oficial y maestro!».

-«El argumento de este papeluco», continué yo, «son seis sermones que habían de predicarse en casa del mismo autor en los seis domingos de quaresma, concernientes a asuntos de erudicción. Predicáronse dos y los demás no se predicaron por causa de los murmuradores, envidiosos y gente de mala crianza. Los temas fueron varios e inventados por el mismo escritor de la obra. Oiga usted lo que se había de probar en el último sermón de quaresma, esto es, en el más próximo a la Semana Santa: Expondrá (el predicador) las desdichas a que nace sugeto el linage humano y probará que el único remedio dellas es la sociedad, el trato y la decente buena armonía entre los dos xesos13 ¿No le parece a usted, mi amigo, que era una buena exortación para entrar compungidos en Semana Santa? A la verdad, los hombres huyen tanto de las mugeres y éstas dellos que hay urgente necesidad de predicarles que se unan y busquen. Y, ¡váyanse a pasear quantos teólogos góticos nos andan rompiendo la cabeza con que se debe evitar la ocasión de dar en el precipicio y de fomentar el desenfreno de las pasiones! ¡Pobres máximas evangélicas! Si un San Gerónimo, seco, macilento, cadavérico, agoviado a fuerza de penitencias se acordaba en el desierto de los bayles, de las matronas romanas y se le rebelaba la carne, ¿qué les sucederá a los que frecuentan el trato y la sociedad sin ser San Gerónimos? ¿Podrá resistir muchos minutos la decente buena armonía? Y, además, ¿quién le ha dicho al señor proponedor de sermones que el trato, la sociedad y la decente buena armonía entre los dos xesos es el único remedio de las desdichas a que nace sugeto el género humano? ¿No sabe el reverendo proponedor que las desdichas de la vida, tanto físicas como morales, no son otra cosa que el reato del pecado original y que el único remedio de este reato está en acertar a llebar la cruz de Jesu-Cristo? ¿Ignora que los sectarios de nuestros días no repiten otra cantinela en sus librejos escandalosos que la de la armonía de los sexos, cantinela deducida de una multitud de principios absurdos y sofísticos, inventados temerariamente para transtornar la pureza de la moral cristiana, la política y la religión? ¡Venga acá el maestro proponedor y diga!: Siendo el pecado la mayor desdicha a que nace sugeto el linage humano, ¿de qué suerte será el único remedio del pecado el trato, la sociedad y la decente buena armonía de los dos sexos? ¿Acaso buscaron ese único remedio los anacoretas de la Tebaida, los primitivos monges y los cristianos de los primeros siglos?»

-«Dexadlo, amigo mío», dixo don Hilarión. «¿Qué mayor prueba para conocer que ese cavallero está instruido fundamentalmente en la augusta ciencia de la moral de Jesu-Cristo?»

-«Por lo que hace», continué yo, «a la escandalosidad de mis principios, dígole a usted, señor Pandolfo, que si el buen don Geta me hiciera el favor de no truncar las cláusulas que critica se escandalizaría menos y no daría que reír a los lectores».

«Tres requisitos señalé yo en mi Prólogo para escribir buenas fábulas: el antojo, el talento y el buen gusto. ¿Poseyeron otro arte que éste Esopo, Fedro, Loeman y los que precedieron o no conocieron a los sofistas Hermógenes, Aphtonio y Theón que formaron un cuerpecillo de reglas no para enseñar a hacer fábulas a los barbados, sino para adiestrar a los muchachos y dirigirlos en la estructura de ellas? Sí, señor Pandolfo: usted sabe mui bien, y el señor Geta lo ignora mui mal, que los maestros de retórica de la baja antigüedad exercitaban a los muchachos proponiéndoles algunos asuntos cortos y fáciles para que, adiestrados en su composición, pasasen algo más sueltos en el escribir a la enseñanza de la eloquencia. Usted sabe que estos exercicios preparatorios se llamaban Progymnasmas. Le consta a usted por lo que ha leído en el tratado de Prisciano, traducido de Hermógenes, que entre los Progymnasmas se proponía el apólogo como principal y que Hermógenes, Aphtonio y Theón, sofistas, esto es, maestros griegos de retórica, se tomaron el trabajo de señalar las diferencias y reglas de la fábula para que los muchachos imitasen las de Esopo y no caminasen a ciegas. Aora bien, ¿parécele a usted que los grandes escritores dellas se han atenido jamás a aquellos preceptillos?: Pues, no señor. Y, ¿por qué?: Porque tales preceptillos son buenos para niños y para gramáticos; no para los que saben que Esopo, Fedro y el mismo La Fontaine compusieron sus apólogos sin otras reglas que su antojo, su talento y su buen gusto y que éstos bastan por sí para dirigir el entendimiento en la composición de una cosa tan pequeña y tan disparatada en sí misma, salva su utilidad.»

«El señor Geta me dice que debe de ser poco y malo lo que he visto en materia de fábulas. Si yo, por mis muchos pecados, no hubiera visto más que las Literarias de su maestro, tendría muchísima razón el bendito don Eleuterio. Mas el caso es que me veo precisado a decirle a su merced con su licencia que no entiende una palabra absolutamente de la naturaleza del apólogo. El hecho es gracioso, en verdad: mostrarle que ignora la naturaleza de la fábula a un discípulo de un escritor de fábulas. Pero, he aquí la prueba: El señor don Geta le dice a su maestro lo siguiente: El que quiera probar a usted que alguna de sus fábulas es mala, ¿cómo se lo probará si no la juzga según los principios establecidos en el arte poética? ¡Admirable! ¿Conque el apólogo, señor Geta, pertenece al arte poética?: ¡Barbarismo! ¡Qué poco y qué malo es lo que su maestro le ha enseñado a usted en el asunto! Abra usted, amigo Pandolfo, qualquiera de los tratados de progymnasmas de Aphtonio y Prisciano; lea el Tercer libro de los excelentísimos De la Manera de Decir de Juan Luis Vives; revuelva la abundantísima Retórica de Nicolás Causino; vea la primera oja de la comunísima de Domingo de Colonia; registre el Tratado Retórico en el Método de Mr. Rollín; considere el origen del apólogo; reflexione sobre su naturaleza y hallará que o pertenece puramente a la narración retórica o, lo que es más cierto, es una de aquellas cosas que no tiene destino fixo y que se atribuyen ya a un arte ya a otro, según la idea que se forma cada escritor. Los antiguos retóricos incluían el apólogo en la enseñanza de las pruebas que se hacen por los exemplos que ellos llamaban paradei/gmata [paradeígmata]. Véalo usted aquí patente en el libro II, capítulo XX, de los Retóricos de Aristóteles, en el qual trata este padre de las artes de la argumentación que se hace por los exemplos: Las formas de los exemplos (dice) son dos: una, referir las cosas como han sucedido; otra, fingirlas. De esta última es una parte la parábola y otra los logos, quales son los esópicos y los lybicos. Sigue el filósofo poniendo exemplos de los paradigmas: histórico, parabólico y apologético, y concluye así: Los logos son mui a propósito para las exortaciones públicas y tienen esto de bueno que se pueden inventar fácilmente para acomodarlos al asunto siendo, por otra parte, dificultoso hallar hechos ciertos que semejen al que se intenta probar. Es conveniente, pues, la ficción, así como en las parábolas, quando sea fácil dar con la semejanza de la cosa, lo qual se logra llanamente por la filosofía. En realidad, la argumentación por los logos es más fácil de hallar; pero los hechos históricos son más útiles en la consultación. Quintiliano, siguiendo a Aristóteles, habla del mismo modo de las fábulas esópicas en el capítulo XI del libro V de sus Instituciones. Y, en resolución, si los apólogos son más bien parábolas14; porque la fábula requiere necesariamente la verosimilitud y los apólogos son, en sí mismos, absolutamente inverosímiles, ¿quién le ha dicho a nuestro don Eleuterio que la arte simbólica pertenece al arte de hacer poemas, esto es, al arte de componer fábulas verosímiles? Yo sé bien que Plutarco da a entender bien en su libro Del modo de oír a los poetas que las ficciones esópicas pertenecen a la poesía; pero, si no me engaño, el gran entendimiento de aquel doctísimo varón se contradijo allí en lo que escribió. Véalo usted por sí mismo, pues yo respeto mucho la memoria de los hombres que son el honor del entendimiento humano. Entre tanto, oiga usted el apólogo de Apolonio Tianeo sobre Esopo, referido por Filóstrato en el libro V, capítulo V de la Vida de aquél. Dice, pues, que siendo Esopo pastor, apacentaba sus rebaños cerca del templo de Mercurio. Como era aficionado a saber, rogaba frecuentemente al dios le concediese la sabiduría. Eran muchos los que acudían al templo a hacer la misma súplica y, para inclinar al dios, le ofrecían uno oro, otro plata, éste un caduceo de marfil, aquél aromas exquisitos y otros, en fin, otros dones preciosos. Esopo, pobre pastor, le ofreció sólo una pequeña cantidad de leche y miel con algunas flores y yerbas rústicas. Llegó el día en que Mercurio debía hacer la distribución de las ciencias y, midiendo el premio por el donativo: 'tu, dixo, que me has dado oro, sé filósofo; aquél que me ha dado plata, sea orador; aquel otro, músico; el quarto, astrónomo; el quinto, poeta épico; el sexto, yámbico'. Ya había distribuido todas las partes de la sabiduría, quando cayó en la cuenta de que no había dado nada a Esopo. Púsose a pensar qué le daría y se acordó de una fábula que solían contarle las Horas en el Olimpo quando era niño. '¡Alto!, dixo, entre sí, ¡éste es el don de Esopo!'. Y, llamándole, inspiró en él la facultad de hacer fábulas, única reliquia de las artes que había quedado de la distribución en la casa de la sabiduría.»

«Aora, pues, señor don Hilarión, si Mercurio distribuyó todas las artes y se quedó sólo con la facultad de hacer fábulas (muqologi/a [mythología]), ¿a quál de aquéllas pertenece ésta? Que haga el maestro del señor Geta un apólogo literario para probar que pertenece a la Poética, mientras usted y yo estamos en la firme creencia de que hay poetas épicos, poetas trágicos, poetas cómicos, poetas líricos, didácticos, satíricos, bucólicos, elegíacos, epigramáticos; pero no, apológicos, simbólicos, parabólicos ni literarios. Ni sería tampoco ageno de la originalidad de dicho maestro probar en otra fábula que pertenecen especialísimamente a la poética los dos apólogos que constan en el capítulo IX de los Jueces y en el XIV del Libro de los Reyes; el de Menonio Agripa, referido por Dionisio Alicarnaseo en el libro VI, capítulo LXXXVI de sus Antigüedades; el de Demóstenes, en su Oración contra Filipo; el líbico de Dion Crisóstomo, y todos los que contenían la sabiduría egipcia; porque, quererme decir a mí que los apólogos no nacieron en Egipto, de donde pasaron primero a los ebreos y luego a los griegos, será querer que no tengamos la fiesta en paz y dar lugar a que nos demos sendos remoquetes literarios. Tal vez responderá frescamente el señor don Geta a estas razones que toda fábula o ficción es propia de la poesía y... allá se las haya con Cicerón que dice (creo que en su Orador) que las historias de Herodoto y de no sé qué otro griego hormiguean en fábulas o las fábulas hormiguean en ellas (que, para los que no somos gramáticos, todo es uno, por la misericordia de Dios) y, con todo eso, las tales historias no dejan de ser habidas y reputadas en su buena fama de tales por más que diere Herodoto a las Musas la presidencia de sus libros.»

«Verdaderamente, amigo mío, no sé con qué cara osan lebantarse con el nombre de humanistas unos hombres que dan de ocicos tan miserablemente en noticias tan obias en los libros de la antigüedad. Lo peor es que, siendo estos humanistas el oráculo de los indoctos, la autoridad que toman sobre éstos les obliga a creerse los únicos y verdaderos sabios. De aquí, la temeridad en proferir y el encono contra quantos cometen el sacrilegio y terrible atentado de notarles sus vicios. Voy a entrar en el número de estos sacrílegos aquí para entre los dos. Por quien Dios es, señor don Hilarión, ruego a usted no haga públicos estos misterios; porque, si llegan a noticia de nuestros humanistas, me temo... me temo, buelvo a decir, que me embarace el logro de la absolución y... ¡yo me entiendo!»

«Creo que uno de los principales exercicios en que luce la habilidad de un humanista es el traducir. Don Tomás de Iriarte, varón conocidamente grande, pues logra tener hasta entre los getas discípulos (y ¡qué discípulos!) que le defiendan, traduxo la epístola de Horacio a los Pisones. El mismo señor don Tomás se precia de ser humanista, voz que, según su discípulo, comprende más de lo que cree Segarra y sus semejantes. Segarra y sus semejantes no quieren que comprenda aora esta voz más que la facultad de traducir bien. Veamos, pues, señor Pandolfo, usted, teólogo y yo, jurista, cómo desempeña su obligación este humanista celebérrimo»:

«En el primer verso llama dibujante al que es en Horacio pictor. El señor don Tomás ha citado a fray Luis de Granada en su libelón Donde las dan, etc., para comprobar el uso de aquella voz. Pero, ¿con qué frente se atrebió a citar a fray Luis de Granada el autor de la fábula del Retrato de Golilla el que ha escrito por el órgano de don Eleuterio que debemos evitar vocablos que el uso corriente no autoriza? Si es ésta la ley suprema en su estilo, ¿en qué uso corriente ha visto autorizado llamar dibujante al pintor?»

En el verso ventiocho traslada principio altisonante lo que es en Horacio inceptis gravibus et magna professis. ¡Es un desatino de primer orden! Primeramente, inceptum no significa ni puede significar aquí el principio del poema, porque en los principios de los poemas non assuitur pannus purpureus unus et alter, late qui splendeat. Y, ¡ya se ve!, ¿a quién no se le ocurre que en la proposición de un poema no puede brillar extensamente un episodio? Inceptum, incepti es mui distinto de inceptus, incepta, inceptum. Aquél significa, en su lexítimo sentido, empresa, tentativa, negocio que se está executando o va a executar y aquí, en Horacio, argumento, asunto, sugeto sobre el que se está escribiendo. Vea usted cómo traduce Pedro Simón Abril los siguientes pasages de Terencio (Andr., acto I, escena V): Hoccine est humanum factum, aut inceptum?, Hoccine officium patris?: ¿Esto es hecho ni empresa de hombres?, ¿esto es oficio de padre? (Heautontimor., acto I, escena I): Ambo accusandi; etsi illud inceptum tamen animist pudentis signum, et non instrenui: Los dos sois dignos de reprensión, aunque aquella empresa es señal de vergüenza y de valor; en la misma comedia (acto IV, escena VI): ut te quidem omnes dii deaeque quantum est, Syre, cum istoc invento cumque incepto perduint: Que los dioses y las diosas todos juntos con quanto poder tienen, Syro, te destruyan con tu invención y empresa15. ¿Qué dirá usted aora del principio altisonante de nuestro traductor? Nos citará quizá la interpretación para el uso del Delfín, la traducción de Bateaux y otras mil y quinientas; pero, el señor traductor, ¿se propuso traducir a Horacio o lo que le han hecho decir sus intérpretes? ¡Ha!, ¡y éstos son los humanistas! Mihi quidem, hercle, non sit verisimile!

«Verso ventinueve. Horacio dice: et fortasse cupresum scis simulare. El traductor: sabrás pintar acaso un ciprés. No dijo esto el poeta. Estaría bellísimo si dixera: Sabrás pintar acaso solamente el ciprés

«Verso ochenta y seis. Dice el poeta: sumite materiam vestris qui scribitis equam viribus et versate diu, etc. Poniendo la traducción en prosa, suena así: El que escribe tome asunto que no sea superior a sus fuerzas, reflexione quál es la carga que pone, en sus hombros, piénselo bien, y, en suma, quien elige argumento adecuado a su ingenio hallará método y elocuencia. La gramática que hay aquí es singular: quien elige... hallará es frase nueva. Un autor de la era de las golillas hubiera escrito: el que elija o quien elija. El mismo Horacio usa del verbo erit y no del est. Además desto, el traductor con aquél y en suma forma una algarabía que él sólo podrá entender. Vea usted aquí lo que dice Horacio»:


Sumite materiam vestris que scribitis aequam
viribus et versate diu quid ferre recusent
quid valeant humeri. Cui lecta potenter erit res
nec facundia deferet hunc nec lucidus ordo.



«De manera que en estos versos el lecta potenter equivale al sumite y al aequam viribus, y el res al materiam. Aora juzgue usted si está bien expresada en la traducción esta correspondencia y el legítimo sentido della. ¡Buen humanista...!»

«Verso ciento uno. Dice el inventar palabras por lo que en Horacio, serere verba. El poeta no quiso dar a entender con el verbis serendis la invención de los vocablos, sino el uso de ellos. De otro modo no hubiera puesto inmediatamente notum verbum

«Verso ciento diez. Ha omitido el cinctutis cethegis, poniendo en su lugar rancios ascendientes. Esto se llama alterar, no traducir. El cinctutis tiene su cierto misterio en el original.»

«Verso ciento dieciséis. Si graeco fonte cadent traduce: si su origen dimana de alguna fuente griega. Según esto, la lengua griega está dividida en muchas fuentes. ¡Fons graeca, señor traductor, no quiere decir alguna fuente, sino la fuente griega

«Verso ciento treinta y seis. Aunque se emprenda, etc. Este pasage es de los más ridículos de la traducción. El traductor da a entender que sabe contradecirse admirablemente: Horacio habla de cosas ya hechas y por eso usa de presentes (arcet, alit, sentit). Pero decir aunque se emprenda, aunque se pretenda es hablar en profecía. Lo mejor es la algarabía endiablada que hay allí. Dice: Aunque se emprenda secar y convertir en prado la laguna que surcó antes el remo y hoy surca el arado, dando ya grano a vecina región. Si ya da grano, si la surca el arado, si está seca, en una palabra, ¿cómo se ha de pretender secar, señor mío? Un presente que indica estar ya la cosa hecha unido a otro que muestra no estarlo es una contradicción bien graciosa. ¡Buen gramático!... ¡buen gramático!...»

«Verso ciento sesenta y cinco. El traductor dice que sólo en otro tiempo era la elegía con versos desiguales propia del que llora, etc. ¡Mal! Horacio con el rodeo versibus impariter iunctis quiso dar a entender el artificio de la elegía. El traductor dice primero elegía y luego versos desiguales. Uno u otro sobra, porque lo mismo es uno que otro, y, además, tiene la repetición el inconveniente de inducir a creer que hay elegía de versos iguales. Horacio elegantemente: primum... post etiam, como si dixera: los desiguales dísticos. Así traduce el abate Batteux: sirvieron primero a las quexas; después, se aplicaron también a los regocijos

«Verso doscientos setenta. Orestes, de tu furias agitado. Esto es limitar el concepto de Horacio sin necesidad. Horestes estaba también triste quando meditaba la muerte de su madre y de Egisto, y no estaba aún agitado de las furias.»

«Verso trescientos diecinueve. No así aquel escritor, etc. Dos cosas noto aquí: una, mala exposición de la mente de Horacio; otra, hacerle decir lo que no dixo. Aquel no así de la traducción, como que indica que este período pende del antecedente (porque es partícula comparativa que se refiere siempre a otra locución ya preceda ya sea precedida). Aora, ¿qué tiene que ver con las descripciones de Caribdis, Scilia, Antíphates, etc., el que un escritor estravagante empezase la buelta de Diomedes desde la muerte de Meleagro? Son dos preceptos, distintos entre sí, que el poeta debe dar lumbre del humo y que no ha de empezar la narración de las causas remotísimas que dieron principio al acaecimiento o acción. Débese, pues, mudar el no así en ni haga como. Lo segundo que me desagrada es la añadidura del escritor estravagante y el otro que empezó, etc. Esto es traducir no al poeta, sino a sus anotadores. He observado que lo practica así tal qual vez el señor don Tomás. Y esto no es prueba de grande humanista. Confidenta traduce en otra parte a lo que es en Horacio sedula nutrix, porque está así en una nota de Juvencio. Deste modo, podía haber intitulado su obra Traducción de los Intérpretes de la Poética de Quinto Horacio Flaco. Dirá que nadie es capaz de traducir sin tales auxilios; pero yo digo que un verdadero humanista debe explicar por sí los poetas, oradores y historiadores sin otro auxilio que el de su erudición; que un Brocense, un Turnebo, un Nebrija, un Beroaldo, un Vosio, un Lipsio, un Jusepe de Salas y otros quinientos que hicieron profesión de humanistas no tuvieron otros socorros para entender, interpretar y corregir a aquellos A. A. que su inmensa lectura y conocimiento de la antigüedad griega y latina y, en fin, que ésta es la verdadera profesión y ciencia de los gramáticos, según la descripción que hace de ella Suetonio en su libro De los Gramáticos Esclarecidos: Caeterum proprie sic appellandos poetarum interpretes qui a Graecis grammatikoi/ [grammatikoí] nominentur, eosdem litteratores vocitatos

«Ve aquí lo que cree Segarra y sus semejantes que comprende la voz humanistas. Y, ve aquí la voz en que cree Segarra y sus semejantes que no está comprendido el señor don Tomás con su semejante y discípulo Geta. Y allá lo veremos quando salga la traducción de la Eneida. Entre tanto, vea usted, amigo mío, la última prueba tomada de la famosa traducción de Horacio»:

«En el verso trescientos ciencuenta y seis dice del niño que lo que oye refiere, por lo que es en el original reddere voces. ¡Grandes soplones deben de ser los niños! Éstos, señor traductor, se sueltan a hablar pronunciando, profiriendo, articulando las voces y locuciones que oyen. No, como usted dice, refiriéndolas. Referir vale tanto como relatar, contar, informar, hacer sabedor... y esto no es lo que quiso decir Horacio.»

«No es mi voluntad, señor Pandolfo, molestar a usted con largas relaciones de defectos agenos. Los que acabo de referir los noté la primera vez que leí esta traducción. Llegué aquí y no tube el valor para devorar el fastidio de concluir su lectura. Hallé un lenguaje mui lejano del que he visto yo en nuestros buenos poetas y, por consiguiente, de la verdadera elegancia de nuestra lengua. Una versificación insípida, arrastrada, dura en muchos partes y desapacible. ¡Quánta diferencia, amigo Pandolfo, entre el sólido, elegante traductor de la Athalia de Racine y el descuidado y caprichoso consonador de la Poética de Horacio! En aquel estado y punto la dexé y en aquel la dexaremos aora, pues lo dicho basta, a mi parecer, para dar razón de la causa que me asiste para creer que el señor don Tomás no es tan humanista como juzgan él y sus semejantes. Otras pruebas exibiría en caso de necesidad que o le abergonzarían o le desesperarían. No gusto de hacer mal a persona viviente. Pero ninguna cosa hace tanto mal al señor don Tomás como su latín. Poco he visto suyo. Mas, si es cierto que ex ungue leonem, júzguele usted por esta inscripción que forjó para el Jardín Botánico»:


HORTUS AD BOTANICES CULTUM
IUXTA AMBULACRUM PUBLICUM CONSITUS
CAROLO III, P. P.
CIVIUM SALUTI ET OBLECTAMENTO CONSULENTE,
ANNO MDCCLXXX

«Huerto para el cultivo de la botánica, plantado cerca del paseo público, cuidando Carlos III, Padre de la Patria, de la salud y recreo de los ciudadanos.»



«¿Es éste estilo de inscripción, amigo mío? Sepa usted, señor don Hilarión, que yo he nacido en una colonia romana, donde se hallan amontonadas las inscripciones, tengo un padre que ha sido y es infatigable recogedor dellas (prueba dello esa Historia de las Antigüedades de Mérida que ve usted ahí, trabajada por él con grande estudio y desvelo y que algún día verá la luz, he registrado, en fin, por curiosidad algunas colecciones de las más famosas y abundantes y he notado siempre que el que dedica, consagra o hace el monumento no está expresado en lo que llaman absurdamente muchos gramáticos (entre ellos don Juan de Iriarte) ablativo absoluto, sino en caso recto: Velilla, muger de Paculo, consagró este templo a Marte. El Emperador César, hijo del Divo Augusto, restituyó este camino. Y así de las demás. Y, ¿no es bueno que quieren decir todavía que se enfadó mucho nuestro humanista porque no se puso su inscripción con preferencia a la que se ha puesto, la qual es tan superior a la del señor don Tomás quanto excede la elegante simplicidad a la pesadez semibárbara? ¡Querría, seguramente, que leyeren los estrangeros en letras de oro la reconditísima noticia de que el Jardín Botánico está plantado junto al paseo público! ¡Qué lástima que no hubiese añadido al ambulatum publicum: vulgo pratum

-«Señor», me dixo aquí don Hilarión, «¿a qué tanta arenga? Las demostraciones son buenas para quien dude. Y yo (¡Bendito Dios!) no dudo nada del señor don Tomás. Desde que vi que su discípulo le trata a usted de ignorante por haber dicho que el hacer fábulas no es negocio de gran dificultad nada me queda ya que dudar acerca de la instrucción de aquel grande hombre. Porque, en efecto, usted en esto no ha hecho más que copiar a Vives o, por mejor decir, a Aristóteles, de quien lo copió Vives literalmente. Parézcale a usted o no pedantísimo, allá van las citas originales y muérase la muerte: pra/gmata me\n [prágmata mèn] (dice Aristóteles) eu(rei=n o(/moia gegenhme/na xalepo/n: lo/gouj de\ r(a=?on [heureîn hómoia gegeneména chalepón: lógous dè rhâon]. Y, Vives: res gestas quae ad propositum tuum faciant non semper invenies, apologos facile erit confingere»16.

«Y me confirmo en ello», dixe yo, «a pesar de todos los Getas deste mundo. ¿Quiere ese buen discípulo que creamos que el hacer fábulas es una gran obra sólo porque las ha hecho su maestro? Los franceses ponderan a La Fontaine. Bien está. También los franceses afirman que La Fontaine es superior a todos los fabulistas antiguos, siendo así que no poseemos las legítimas fábulas de Esopo ni ninguna de otros que las escribieron para que se pueda hacer juicio comparativo. Y, además, por grande que sea el mérito de los apólogos deste escritor francés, ¿equivalen acaso todos los que escribió y pudo escribir a una sola Ilíada, a una sola Eneida, a un solo Órgano Dialéctico de Aristóteles, a una sola oración de Cicerón? ¿Acaso un triste apólogo, limitado a unas quantas gracias del lenguaje y a caracterizar los genios de algunos hombres en los que no lo son, es alguna de aquellas grandes composiciones en que trabajan a un mismo tiempo la razón, el ingenio, el juicio inventando, ordenando, describiendo, eligiendo y haciendo, en fin, un uso ahincado y extenso de su vigor? No se muela, pues, el buen don Eleuterio ni nos muela acriminándome sobre que no me contento ni satisfago con aquellas verdades claras; pero, el que las escriba no presuma de hombre grande, sino de menudo y simple, compóngase fábulas buenas o malas, frías o calientes, pasadas por nieve o por fuego, como usted quiera; pero el que las componga no se represente en la primera de ellas como elefante que va a instruir a los brutos, sino como rana que quiere imitar al buey, a puro sorber viento, o como cuerbo que está siempre graznando por no saber hacer otra cosa. Esto es de lo que me burlé y me burlaré si Dios no lo remedia, mientras haya plumas, tinta y papel en el mundo, por todos los días de mi vida».

«¿Qué me toca aora decir sobre la verosimilitud en quanto símbolo, contra lo qual alega mi eruditísimo y simbólico don Geta que peca la del Asno erudito

-«¡Quitad allá!», dixo don Hilarión. «Pues, ¿acaso ese símbolo es el de la fe para que hayamos de creerle? Las reglas fabulísticas todas, a excepción de tres o quatro, son arbitrarias y de puro antojo, diga don Geta lo que quiera. Y, con esto, ríase usted a carcajadas de los miserables palillos de la cantidad y de la calidad, palillos que han nacido de genio menudenciero de los gramáticos y de su imperiosa inclinación a establecer leyes literarias. Y, si no, ¿qué razón hay para que, así como el maestro del señor don Geta ha inventado (según él dice) una nueva calidad de fábulas con nombre de literarias, no le sea lícito a un carpintero inventar otra nueva calidad de fábulas carpinterales, a un albañil de albañiles, a un sastre de sastrales o de-sastradas y así de los demás? Y, ¿qué razón hay en la naturaleza, madre de las artes, para que la cantidad no haya de ser tanta como lo es en la Batrachomiomachia, Los Perros Cipión y Berganza, El Gallo Pytagórico de Luciano, La Gatomachia, La Mosquea y en las demás composiciones desta especie? ¿Negará el señor don Geta que son apólogos todos éstos? Pues, a fe que son bien extensos y que alguno dellos no lo trocaría yo por todo La Fontaine junto y entero. Y, ¿qué diremos de la fábula de La golondrina y las aves que ingirió en una sátira Bartolomé Leandro de Argensola? Fábula que, considerada en sí sola, arrancada de donde está, vale más que todas las Literarias juntas. ¿Reprenderemos aquella narración hermosísima, aquella delicadísima enumeración de las aves (que parecerá extraña y superflua al señor Geta y sus semejantes) porque pasa de cincuenta tercetos?

-«¡Sí, señor!», le repliqué yo. «El doctísimo Geta y el redoctísimo maestro suyo la reprenderán y ello dirá. ¡Harto será, si no pretende ajustar la golilla a...»

-«¿Golilla dixiste?», saltó don Hilarión. «¡Por Dios!, ¡que la habíamos hecho buena! ¡No es nada lo del ojo! Ya se me iba de la memoria una de las más tremendas borriquerías con que ha exornado su libelón nuestro amigo»:

«Después de una llubia de impertinencias, con que procura defender la desdichada fábula del Retrato de Golilla, cita aquí en la página cuarenta y una los quatro últimos versos della. Helos»:


Lo que es afectado juzga que es primor,
habla puro a costa de la claridad,
y no halla voz baja para nuestra edad,
si fue noble en tiempo del Cid Campeador.



«Conque, ya tiene usted ahí una nueva doctrina literaria y, lo que es más original, conviene saber, que la pureza del lenguaje se opone a la claridad y ¡váyanse mui en hora mala todos los retóricos no originales que constituyen en la pureza la primera y principal virtud del habla! Es imposible de toda imposibilidad, amigo mío, que puedan decirse en quatro versos más disparates. Porque, dígame usted: una voz por ser anticuada, ¿se hace baja? ¡Claro que no! Lo que pierde la tal voz siendo noble es el uso; pero ella en su fuerza se queda y, a veces, suele contribuir a la magnificencia de la oración. Y solamente el señor Geta y su maestro ignoran que la antigüedad imprime en todo una cierta magestad que nos suspende. Ajuste usted, pues, aora entre sí los dos últimos versos»:


Y no halla voz baja para nuestra edad,
si fue noble en tiempo del Cid Campeador.



«Señor don Tomás, mi dueño y buen amigo: ¿En qué humanidades ha hallado usted que las voces nobles antiquadas se hacen bajas por el no uso? ¿Usted es el grande humanista? Mihi quidem, hercle, non sit verisimile! ¡Se conoce, a fe mía, que ha leído a Cicerón! Rebuelva, rebuelva las obras de ese grande horador, no salpicándolas, sino estudiándolas metódicamente y hallará que las voces antiguas usadas en tiempo y lugar hacen magestuosa la oración. Lea usted a Séneca, el padre, y verá que Tito Labieno, el Historiador, aquel que fue llamado Rabieno por su libertad en el decir y cuyas historias fueron quemadas públicamente, dio a su eloquencia el color de la oración antigua y la fuerza o vigor de la nueva, el ornato medio entre el de su siglo y el del anterior, de suerte que cada uno podría vindicársele, esto es, atribuírsele a sí: Color orationes antiquae vigor novae. Cultus inter nostrum ac prius saeculum medim, ut illum possit utraque pars sibi vindicare17. ¡Quiere usted saber qué color de la oración antigua era éste? Pues sepa usted que sería, poco más o menos, como si entre nosotros hubiese alguno que, dejando las frases de poner en voga, entrar en el por menor y otras tales, quisiese imitar aquella juntura y conformación que tienen las palabras en los versos de Garcilaso o la prosa de fray Luis de Granada. Hallará usted un buen exemplo deste color antiguo en la égloga que premió la Academia años pasados, la qual a usted le pareció mui mal y pareció y debió de parecer mui bien a todos los que saben distinguir de colores. Pero, ¿me pide usted exemplo entre los latinos? Pues ahí está nada menos que el sucinto y severo Salustio, cuya elegancia no acaban de admirar todavía los más relamidos gramáticos. Fue solemne ladrón de palabras antiguas»:


Et verba antiqui multum furate Catonis,
Crispe, Iugurthinae conditor historiae.18



«Y, a fe que el latrocinio fue bien honorífico para él, a no ser que el señor Geta nos quiera probar con la fábula del Retrato de Golilla que Salustio llenó todas sus historias de palabras o voces bajas. Tengo mui presente un testimonio de Quintiliano. Allá va como él lo escribió, porque no tengo gana de traducir: Cum sint autem verba propria, ficta, translata, propriis dignitatem dat antiquitas, namque et sanctiorem et magis admirabilem laciunt orationem, quibus non quilibet fuerit usurus, eoque ornamento acerrimi iudicii P. Virgilius unice est usus. Olli enim et pone pellucent et aspergunt illam,quae etiam in pincturis est gratissima, vetustatis inimitabilem arti auctoritatem19. ¿No le parece a usted, amigo, que es buen modo éste de hacerse bajas las boces nobles antiguas? Pues si pasamos a conformar los dos citados versos con toda la fábula, hallaremos que contrapone las mo(ne)das del tiempo de Carlos V, Felipe II y Felipe III a las voces del siglo del Cid, que es como decir que los estilos del siglo en que nuestra lengua estubo en su mayor esplendor y perfección son tan rancios como los que usaban quando estaba en mantillas, ¡buen don Eleuterio! El infeliz le cita a usted aquellos quatro versos en tan mala hora nacidos como que resumen quanto hay que saber en materia de estilo y tiene tan legañosos los ojos del entendimiento que no acierta a ver las disparatadas y ridículas contradiciones que contienen en sí.»

«¿Desea usted convencerse de los efectos que causan esas doctrinas magistrales en el discípulo?», le dixe yo. «Pues oiga la elegancia que encierra el siguiente período: Mas desafíe usted a todos los Segarras del universo a que apropien la fábula del Asno erudito a otro que a don Tomás de Iriarte... cuyo don Tomás recibió una carta... del señor abate Pedro Metastasio... Éste sí que es color y no el de Salustio y de Tito Labieno, que fueron unos bajos y menguados pedantes.»

«¿Qué cuyo don Tomás de mis pecados es éste, amigo mío? Lo más gracioso en el caso es que éste mismo cuyo don Tomás o don Tomás cuyo dio una valiente carda al colector del Parnaso español sobre el uso de esta misma voz y aora nos sale un discípulo suyo autorizándolo con su exemplo. ¿Qué fe debe hacer en materias de estilo un hombre que habla desta manera?»

«A buena cuenta», replicó mi amigo, «aténgase usted al Retrato de Golilla y aprenderá a ser un celebérrimo impugnador del habla de nuestros mayores autores con una inconsecuencia originalísima. Y si le notan a usted que escribe disparates, el mérito de ser original sobrepuja a todo y ya sabe usted que en las ciencias profundas qual lo es la de componer fábulas en que se enseñe que un libro bien enquadernado puede estar mal escrito, vale mucho un pensamiento nuevo y nunca pensado».

«¡O!, si a eso va», dixe yo, «el señor don Eleuterio camina a paso bien largo a lograr el mérito original de su maestro. Aquí, en la página quarenta y siete, riñéndome mui formalmente, porque escribí en mi fabulilla que la esperanza mortifica dice que no hay nada de eso y que yo soy un pobre mocoso que no he estudiado filosofía; porque, aquí de Dios y del rey, ¿quién ha visto hasta aora que padezca mortificación alguna un triste pretendiente que esté esperando seis u ocho años un empleo? El refrán castellano dice: quien espera, desespera; pero don Eleuterio, filósofo agudísimo, no cree en él más que en Mahoma, porque tiene para sí (¡y con quánta razón!) que la desesperación no sólo no es mortificación, sino que es un gusto, que es un regalo. Y nos citará, si le apuramos para confirmarlo, noventa o cien textos de las obras filosóficas de su maestro, bien conocidas de toda la Europa, que nos pondrán para pelar».

-«Todavía me parece a mí», replicó don Hilarión, «que se han de desesperar algo mejor el señor Geta y su embidiable y célebre pedagogo con nuestras malditas ironías si llegan a su noticia».

-«Abandonémoslos, pues», le repliqué, «y vayan en gracia de Dios».

-«¡Mui bien!», me dixo; «pero, ¿qué tiene usted que responder a las demás obgeciones del libelón?».

-«Nada. El público docto ha dado ya por mí la respuesta.» Esto le dixe y nos despedimos.

Concluyó Chu-su la lectura y quedóse atónito.

-«¿Qué hubiera sido de mí, Santo Dios» (exclamó), «si así como mi suceso fue semejante al que acabo de leer hubiera havido igual semejanza entre éste y mi impugnador? ¡Yo con amor propio desmedido! ¿Quién soy yo para creerme el único sabio de una nación?, ¿yo, que no sé más que especies sueltas y ninguna ciencia metódica y útilmente aprendida?: ¡Nueva vida y nuevo método de estudiar!»

En efecto, hizo un firme y grave propósito de guardar moderación con todos, de desprenderse de la vanidad que le hacía ridículo, de no maltratar a ningún estudioso con dictados denigrativos, de estudiar más y ostentar menos, de aplicarse a la decencia de las musas severas renunciando a vagatelas sonoras, de no escribir por capricho propio sino por la regla del desinterés ageno, de no levantar el punto de sus cosas con intolerable desprecio de las no suyas, de sugetar sus escritos a una lima amigablemente mordaz y al juicio de los verdaderamente sabios, de no hacer gala de la autoridad propia entre ignorantes, de ser humilde, moderado, dócil, juicioso, sólido y, en fin, de estudiar con el único objeto de ser útil y no con el ridículo de ser tenido por oráculo. Si lo cumplió así, como se lo propuso, lo dirá la continuación de esta portentosa historia, luego que lleguen a mis manos las restantes Memorias que espero recivir brevemente.




ArribaAbajoConclusión

Las que me entregó el camarada de Chu-su al tiempo de salir de aquí para acompañarle hasta los Pirineos contienen sólo los acontecimientos que se han referido


El lector ha visto la grande semejanza de algunos sucesos desta historia con otros que han acaecido en Madrid. Esto, lo que quiere decir es que los hombres, por mucho que se diferencien en los usos, trages y manjares, no se diferencian en lo que verdaderamente toca al ser de hombre. Los caracteres de los apetitos y pasiones son universalmente unos mismos. Si las circunstancias llegan, por casualidad, a semejarse o ser unas, las acciones se semejarán también en distintos países. Un gramático arrogante de Madrid, puesto en una misma ocasión, obrará de la misma suerte que un gramático arrogante de Pekín y, al contrario. La causa desto no la saben los humanistas. Sábenla los que estudian al hombre para conocerse a sí y a los otros.

Si alguna causa me ha movido a entretenerme en la ordenación deste pedazo de historia, la principal ha sido mostrar en una serie de diálogos o razonamientos quán equivocados viven el señor Geta (sea quien quiera) y su colendísimo maestro si creen que las humanidades o estudio vario son suficientes para el recto exercicio de las potencias del hombre. Conviene que sepan que las humanidades (tomada aún esta voz en su lexítimo sentido) no son a propósito ni para dirigir la razón ni para hacer útil al entendimiento, ni para fixar la prudencia, ni para moderar la voluntad, ni para nada, en fin, de lo que es esencialmente necesario al uso de la vida y al bien de la sociedad, si se tratan separándolas del estudio y práctica de las ciencias. Dixe antes estudio vario, porque, si no me engaño, han dado en nuestra edad en aplicar el título de humanidades a una miscelania de estudios vagos, amontonados y faltos de método, con que se juzga haber derecho para hablar de todo en los corrillos y tertulias de librería. Feixoo, la Enciclopedia, el Diccionario de Bayle, las Miscelanias de Voltaire, D'Alambert, los Diarios y toda la demás turba de libritos de moda son los códigos de la sabiduría universal deste género de humanistas; pero, ¡qué humanistas! Lo peor es que pervierten y hacen despreciable el uso de muchos de aquellos libros, útiles para la pronta investigación de algún punto ya olvidado, pero perjudicialísimos, quando se consagran a la primitiva o fundamental instrucción.

Estamos en un siglo de superficialidad. Oigo llamarle por todas partes siglo de la razón, siglo de luces, siglo ilustrado, siglo de la filosofía, y yo le llamaría mejor siglo de ensayos, siglo de diccionarios, siglo de impiedad, siglo hablador, siglo charlatán, siglo ostentador, compuesto de gentes tinturadas de todo e incapaces no sólo de imitar, pero ni de conocer el estudio y desvelos que costaron a nuestros mayores los adelantamientos de las ciencias. Un siglo tal como éste no es mucho que sea pródigo en dar a qualquiera el honor y crédito de sabio. Un poemilla, un discursillo, un librete semibárbaro basta para la reputación de la literatura de uno. El que se siente con genio algo más inventor, echa mano de lo que mejor sabe y, ordenándolo según su antojo, pare una obra originalísima y Dios nos libre de negarle la originalidad: el pecado de Adán no nos sería tan funesto como la furia original del autor.

¡Perversos charlatanes, jactanciosos ostentadores!, ¿queréis merecer el título de sabios?, ¿deseáis una reputación honrosa que os busque sin que la busquéis?: Trabajad, estudiad, quemaos las cejas, desvelaos, meditad, reflexionad, seguid el camino de los Vives, Montanos, Agustines, Canos, Pincianos, Brocenses, Nuñeses y demás exército de hombres sapientísimos. Estos humanistas deben ser vuestros guías; no algunos miserables librejos del otro lado de los montes. Librejos que paladean el gusto y no llenan el entendimiento, reliquias lánguidas de una impertinente comezón de escribir. O, si no tenéis ánimo para desasiros de la prevención que habéis contrahído, seguid los pasos de los Cartesios, Gasendos, Huetios, Bossuets, Menagios y los restantes que son el verdadero honor y lustre de aquella nación. Pero, a buena cuenta, yo he venido a dar en predicar sin saber cómo. Mire usted, señor lector, ¡qué me importará a mí que no pueda correxirse en España el método de los estudios, porque no hay quien se dedique a inquirir fundamentalmente el buen gusto de las ciencias y que se pierda el gusto, acomodado al genio y carácter de nuestra nación, por darse los escritores a imitar las obras de otra nación de diverso genio y carácter! Y, ¡qué me importa a mí que no se conozca hoy entre nosotros la robustez de nuestra elocuencia, por la maldita inclinación a remedar l'esprit de nuestros vecinos, ni nuestro verdadero lenguaje poético, por querer trasladar la exactitud francesa a la fogosidad de la poesía española! Todas éstas son meras vagatelas y no es cosa de que por ellas haya de enemistarse un autor honrado con sus lectores. Lo que sí, tal vez, los enemistará contra mí será hallarse con una historia plagada de arriba abajo de episodios, digresiones, extravíos y asuntos que, si bien tienen alguna conexión con ella, todavía pudieran haberse excusado sin detrimento de la narración. Confieso mi pecado y démonos las manos. Un remedio hallo facilísimo a este mal y protesto, para aquí y para delante de Dios, aplicarle para descargo de mi conciencia histórica. Encargo, pues, a mis testamentarios y albaceas que, quando de aquí a cien años hagan la segunda impresión de esta obra me la limpien de episodios y digresiones, conforme a las instrucciones que les daré y me dexen la historia tan en carnes y tan despejada, como la de Gibraltar. Y si, por ventura, se hiciese la reimpresión viviendo yo, hágome a mí mismo el encargo, para lo qual medio todo el poder que se necesite.



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