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Los habitantes del abismo

Mario Halley Mora



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  —I→  

ArribaAbajoExordio

En el virtual espacio (si existiere) entre el «realismo mágico» (Arturo Uslar Pietri) y lo «real maravilloso» (Abel Posse), se instalan estas narraciones de Mario Halley Mora. Esto responde más que a una adscripción a modas o escuelas contemporáneas, a la filiación de un impulso intelectual que intenta salvar (con todos los riesgos), la frontera potencial que delimita la imaginación de la fantasía.

Es cierto que es muy sutil, convencional y hasta arbitrario diferenciarlas, y que ello obedece fundamentalmente a las respuestas que se den a ópticas filosóficas o teorías estéticas afines, pero si la fantasía es el último tramo de la imaginación y si se la puede connaturalizar con el sueño antes que con los resultados de las representaciones sensoriales y la memoria reproductiva, ella es el ámbito genuino de este libro. Wolfgang Kayser, llamaría a esto «actitud narrativa», por cuanto la misma deviene de la «relación del narrador con el público y con la materia» (objetividad). Y porque ello establece el vínculo esencial con el estilo de la obra.

Pero se caería en un error si se pensara que «pivotear» la fantasía, en una narración, confina a ésta, ineluctablemente, a los dominios claramente circunscriptos de la «literatura fantástica», en sus diversas modalidades.

Lo que el narrador paraguayo pretende es la comprehensión empática de realidades fantásticas y no la mera aprehensión de fantásticas irrealidades.

  —II→  

Decía Aldo Pellegrini que: «La realidad y el hombre son dos procesos que transcurren paralelos y parecen destinados a no encontrarse jamás».

J. B. Vico, podría explicar esta aguda observación, como consecuencia de la imprecisión de lo real, que para el pensador napolitano «es justamente todo lo contrario de lo claro y lo distinto». Buscar un punto de coincidencia, parece ser la empresa, unas veces, prometeica, otras veces epimeteica de este libro.

Los hitos que enmarcan el recorrido de estas ficciones pueden ser nítidamente enumerados así: lo real mágico, lo mágico real, lo «real maravilloso».

Mas el objetivo de Halley Mora no es referencial (la naturaleza, el medio, el hábitat) sino central: el hombre real, que no es precisamente el hombre «normal», ya que como señaló C. G. Jung, corrientemente, este está concebido como hombre «propiamente ideal».

Además Halley Mora percibe con lucidez que el destino no procede «humanamente». Por lo contrario, despliega una conducta irracional e incongruente. Y cuando el destino humano desborda sus propios cauces, su energía inmanente «se estanca y se vuelve destructiva».

Esta es la clase de seres que visualiza el narrador paraguayo, que no se conforma con la imagen superficial que estos proyectan, porque la seguridad aparente referida al comer y el dormir, esconde una dimensión acallada, pero no por ello menos feroz, de ambiciones frustradas, apetencias insaciadas y rebeldías contenidas.

Poner en la lupa sus causas, formas y efectos, inventariar sus modos, sus tipos, sus géneros, son los cometidos del narrador.

«Los habitantes del abismo», es una obra que enfoca más que «todo lo de siempre», «todo lo de nunca» de la realidad paraguaya, es decir, que da cabida a lo que se supone y por eso no se dice, a lo que se imagina y por eso se descuenta. Sólo que el «descontar»de Halley Mora, no es la asunción displicente y pasiva de un asentimiento tácito, sino un intento serio de   —III→   acendrar la realidad que emerge de la resta de la realidad vivida menos la realidad no vivida, que el autor certeramente, la intuye no menos viviente por ello.

«Descontar», también, supone una «decomposición» del lenguaje, una inversión del flujo narrativo, un imperativo comienzo por lo último, un tratamiento «sincrónico» de la materia, que explique por su estructura los procesos de cambio histórico-temporales que la precedieron y no a la inversa.

El «abismo» es precisamente en esta narración el sitio donde no existe el «tiempo histórico», donde sigue imperando la cronología de los ritmos de la naturaleza, pero donde, por otra parte, el espacio se transforma y con él, inexorablemente la substancia de la realidad, con la irremediable tensión que ello apareja para la conciencia de los que viven los términos de la contradicción («los habitantes»). La lucha absurda por querer transformar el espacio y sus elementos y querer, sin embargo y contrariamente, detener el tiempo, es la clave angustiante de este cuento, que marca el ritmo de los demás. Pero esta clave no está abordada metafísicamente, sino a través de sus expresiones y símbolos sociales, culturales y políticos. El contrasentido de instituciones obsoletas, las ritualizaciones contraculturales, las prácticas y costumbres subcivilizadas aparecen denunciadas en el discurso narrativo, no ideológica sino moralmente, no programática sino histriónicamente, no racional sino estéticamente. No está, por ello, la obra construida sobre la lógica sino sobre los sueños. Su textura, consecuentemente, en su mayor parte, es paradojal, tiene la calidad irracional del anticuento.

En la cuentística de este narrador, es esta obra, su aportación más significativa, más honda, más original. Pero lejos de cerrar un ciclo narrativo, ofrece, más bien, la impresión de abrir otro, como si toda su obra fuera una red expandida de vasos comunicantes, que no se ocluyen nunca, sino que multiplica sus contactos, funda nuevos parentescos, e incorpora nuevos valores. Hecho, por lo demás, harto explicable en un autor de la talla de   —IV→   Halley Mora, que ha encarado su vasta obra como un «proceso» a la realidad paraguaya, con las falencias propias a esta clase de trámite, pero, también, con hallazgos de piezas excepcionales, que no le son ajenas, y que resultan indispensables e insustituibles en la compulsa histórico-cultural de un pueblo.

Padre de su propia obra, tanto como hijo de la misma, Mario Halley Mora, es uno de los escritores más representativos del Paraguay contemporáneo.

Roque Vallejos





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ArribaAbajoLos habitantes del abismo

Hubo cierta conmoción cuando con el camión que aparecía periódicamente -la última vez, seis meses antes- llegó la nota con la firma del Presidente del Directorio autorizando el traslado a Asunción de don Nicanor Pérez.

En realidad, no era un traslado lo que se había resuelto, sino sucedió que allá en la Casa Matriz alguien había recordado que don Nicanor ya tenía como 81 años, y cerca de sesenta como empleado de la firma. Bien podía ser que le esperara una jubilación de sueldo completo, y una fiestecita de despedida, y el obsequio de un reloj de oro, una máquina de lujo de medir el tiempo, que a los 81 años sirve para nada.

Para más, y para irritación de todos, don Nicanor se negaba a marcharse. Nadie podía rechazar una resolución sacrosanta de la Casa Matriz. De la Casa Matriz, nada menos. Y no sería aquel viejo arrugado y caprichoso y senil quien pudiera interferir la armoniosa maquinaria, aceitada con obediencia y espíritu empresarial.

-Es que no tengo dónde ir... -se quejaba.

-Tus parientes...

-Me habrán olvidado, o ya no están. Hace más de cincuenta años que estoy aquí. Soy de aquí. Soy de aquí. Soy esto. -Y abarcaba con la mirada las polvorientas oficinas, los depósitos de mercaderías, los inacabables mostradores delante de las inclinadas estanterías.

-Con la Firma no se discute -le decían. Y no era una sola voz, sino un coro de voces, donde se distinguía la voz ronca de don Anselmo, Gerente de Sucursal. La voz tabacal de don Narciso, Contador General, y la voz del Jefe de Depósitos, y otras voces atornilladas a la Firma.

-¡Soy Jefe del Depósito A! -se defendía   —2→   don Nicanor.- ¿Quién cuidará del Depósito A? ¿Quién va a hacer el inventario mensual, en triplicado? ¿Quién, quién, quién?

Entonces todos se azoraban. No habían pensado en ello. ¿Qué sería del Depósito A sin el control responsable de un Jefe que hiciera mensualmente un inventario por triplicado?

Fueron en tropel detrás del Gerente General que corría a su oficina para darle una nueva lectura a la carta de la Casa Matriz. El gerente General la volvía a leer y los demás la leían por encima del hombro del Gerente General. Se miraron extrañados. La carta no decía palabra alguna sobre quién reemplazaría a don Nicanor en el puesto de Jefe del Depósito A. Era consternante. La propia Casa Matriz produciendo una quiebra en un orden de cincuenta años, de más de cincuenta años.

-Señor Gerente General -decía don Narciso, el Contador General, rascándose las peludas cejas como siempre hacía cuando algo le preocupaba-. Sugiero que con el debido respeto elevemos a la Casa Matriz una nota rogando aclaración sobre el punto. Don Anselmo reflexionaba profundamente, y dijo lo que siempre decía cuando no tenía nada que decir.

-Racionalicemos.

Era como una señal, una clave para que todos callaran y esperaran los resultados de la racionalización que se producía en el cerebro del señor Gerente General. Por fin, don Anselmo continuó:

-Existen varios hechos...

Cabezas calvas, cabezas grises, cabezas blancas asentían al unísono. Varios hechos.

-El primero, que don Nicanor regrese a Asunción -un dedo se elevaba significando el primer hecho.

-El segundo -otro dedo-. No tenemos órdenes con respecto a la Jefatura del Depósito A.

-El tercero -otro dedo-. Que debemos enviar una carta solicitando instrucciones.

-El cuarto -cuatro dedos-. No tenemos   —3→   forma ni de enviar la carta ni de enviar a Asunción a don Nicanor, porque el camión ya se fue y sabe Dios cuándo volverá. Señores... ¿alguien tiene una idea de la solución que podamos dar a este asunto?

Se levantó una mano. Era la forma ritual de pedir la palabra.

-Si me permiten... -era don Pablo, el Tenedor de Libros-. Estamos dramatizando mucho -al decirlo se arrugaba con timidez, temeroso de haber sido demasiado audaz.

-¡Explíquese! -la orden del Gerente General era tajante.

-Sucede que... -vaciló, aspiró aire, se atrevió-. Bien mirado, no es mucho trastorno que el Depósito A quede sin Jefe.

Le miraron escandalizados.

-Como hace cuarenta años está vacío -susurró el Tenedor de Libros.

Un coro de protestas llenó la polvorienta oficina del Gerente General. Este levantó la mano, requiriendo silencio.

-Para conocimiento del señor Tenedor de Libros -la voz de don Anselmo era helada- lo importante no es que el depósito contenga algo, sino que sea Depósito. Está allí ¿no? Es parte de la Sucursal ¿no? Forma parte de la Firma ¿no? Es nuestro trabajo ¿no?

Todos asintieron con energía, y un rumor de aprobación se alzó en el despacho, con mayor acento en don José, Jefe del Depósito B, don Rubén, del Depósito C y don Aníbal, del Depósito D, que también estaban vacíos.

-Es que sólo pensaba que... -débilmente, don Pablo, el Tenedor de Libros, trataba de defenderse.

-¿Está poniendo en duda las atribuciones de la Casa Matriz? -le cortó don Anselmo.

-No, no, no -repetía aterrorizado don Pablo.

-¡Entonces no se hable más del asunto del   —4→   Depósito A!

-Pero queda el problema de qué hacer con don Nicanor -dijo don José.

Otra vez reinó el silencio confuso, dudoso. Una mano se levantó.

-Tiene la palabra, don Aníbal -concedió el Gerente General, dirigiéndose al Jefe del Depósito D.

-Me pregunto si en los estatutos no hay algo referente a esta cuestión.

-¡No tenemos estatutos! -le replicó don José.

-Pero los tiene la Casa Matriz -intervino irritado don Pablo- ¡Y puede aplicarse a una Sucursal! -Miró a su contendor con aire vidrioso, y de reojo a don Anselmo, a ver si ese había anotado un punto.

-Racionalicemos -decía don Anselmo. Y el silencio se aposentó. Don Anselmo prosiguió: -Es un hecho que la Casa Matriz tiene sus estatutos. Pero... ¿Alguien está enterado si los estatutos de la Casa Matriz dicen que una Sucursal tiene atribuciones para aplicar esos estatutos?

Todos bajaron la vista, avergonzados de no conocer los estatutos de la Firma. Don Anselmo tampoco los conocía, pero estaba en Juez y allí se quedaba, aunque le resultaba molesto que todos estuvieran esperando que dijera algo aclaratorio.

Oportunamente para él, el reloj de pared dio las siete campanadas de la tarde.

-Hora de cerrar -dijo don Anselmo, y la antigua maquinaria empezó con el ritual de medio siglo, y un poco más.

Don Pablo se marchó a vigilar que los dependientes de mostrador hicieran su correspondiente balancete del día, mientras el sereno cerraba cuidadosamente las cuatro puertas que daban al exterior, todas con doble cerradura y además, la barra de hierro de seguridad. Don Narciso fue a instalarse en la Caja, a vigilar el arqueo y comprobar que los ingresos coincidieran con los balancetes diarios. Más tarde recibiría   —5→   el «parte del día» de los depósitos A, B, C, y D, para entregar después copia de la carpeta de documentos al Tenedor de Libros, y los originales y la suma recaudada al Gerente General, el único que tenía la combinación de la Caja fuerte. Ese día estaba un poco desconcertado porque no atinaba a resolver si debía recibir o no el «parte diario» del inestable don Nicanor, Jefe del Depósito A. Decidió recibir el «parte» y ponerle debajo una observación a modo de constancia, no sea que fuera acusado después de negligencia o de imprevisión.

Poco a poco el ceremonial diario se cumplía hasta que la enorme nave del Almacén de Ramos Generales fue quedando vacía y silenciosa. Como correspondía, los dependientes fueron los últimos en marcharse, y don Anselmo, el Gerente General, después de comprobar personalmente la seguridad de las puertas bien cerradas, hizo un gesto de asentimiento al sereno, y este apagó las luces.

Durante mucho tiempo, el sereno dormía en un catre, dentro del inmenso almacén, con sus estanterías obscuras y sus mostradores rajados. Pero unos 25 años atrás, descubrió que era supersticioso, y que el vasto recinto parecía una catedral muerta. Además, había crujidos provenientes de las estanterías y del mostrador. Y ese olor de cebollas podridas no resultaba muy agradable al olfato. En la obscuridad, las docenas de escobas puestas en un barril, le parecían brujas de erizada cabellera contemplándolo desde las sombras. Además, aquellas oxidadas latas de carne conservada y sardinas dejaban escapar vapores que brillaban, como almas en pena salidas de sus ataúdes. Los arruinados fardos de tabaco parecían latir como corazones asustados, y el en un tiempo agradable aroma de la alfalfa, se había convertido en olor a estiércol. Entonces decidió llevar su catre al Depósito D, cuya llave tenía en su llavero múltiple, y allí durmió desde entonces, sin cuidarse mucho de que todos daban por sentado que seguía durmiendo en lo que llamaban la «nave», sin conocer nunca la razón de esa denominación fluvial.

  —6→  

Esa noche, en el sector Viviendas del Personal nadie podía dormir, desvelados por el problema que había venido a poner una tuerca suelta en los engranajes de la maquinaria que funcionó bien durante cincuenta años, y más de cincuenta años. El más insomne era el causante de este evidente malestar general, don Nicanor. Previendo que el disgusto le produciría dispesias y flatulencias nocturnas, sólo cenó una taza de infusión de hojas de naranjo con leche, y dos galletas. Evitó el ataque de los gases, pero no pudo conseguir conciliar el sueño. De modo que se levantó, cruzó el gran patio de descarga bordeado por un lado por la mole del almacén, y por los cuatro sombríos depósitos A, B, C y D, que formaban juntos los tres lados de un cuadrángulo. El cuarto lado correspondía al sector de Viviendas del Personal, una estrecha fila de casitas dormitorios, entre las cuales sobresalía, por más grande y cómoda, la vivienda del Gerente General.

Don Nicanor cruzó el gran patio, tomó por el pasadizo de Acceso de Vehículos y salió por el portón al camino, o a la calle, o a como se llamara ese enorme trozo de carretera arenosa que pasaba por delante del Almacén de Ramos Generales. Don Nicanor cruzó la calle y se detuvo allí donde debía estar la acera opuesta, pero no estaba, porque sólo estaba la alambrada de La Propiedad, y más allá de la alambrada, un matorral raquítico y algunos árboles de troncos delgados y flexibles que habían sobrevivido después de...

-¿Después de qué...? -se preguntaba don Nicanor, que había estado en la Sucursal desde que se fundara. Miró La Propiedad desolada e interminable, bajo aquella luna llena de agosto, un poco fría para sus huesos.

-Después del fracaso -se contestó a sí mismo- recordando que... ¿cuántos años hacía? Incontables años. La Propiedad (¿15.000 hectáreas? No lo recordaba muy bien) fue adquirida por una firma, o no, por alguna entidad de vaya a saber qué parte del mundo para instalar allí una Comunidad Rural Modelo (se sorprendió de lo   —7→   bien que recordaba) con familias de refugiados (o ¿«apátridas»? Podía ser) que en alguna parte de Europa, Hungría o Polonia, o algunos de esos países que siempre estaban en guerra, habían quedado sin país. Vendrían a instalarse allí con sus tractores, sus carros de cuatro ruedas, sus caras rubicundas bajo anchos sombreros y sus mujeres gordas y silenciosas con un pañuelo en la cabeza. Y sembrarían toda la tierra, construirían sus viviendas de madera cepillada, y tendrían corrales para sus lecheras y graneros y caballos de tiro y pozos de agua con sus bombas de viento. Se oiría de noche el prometedor crujido de los maizales y se vería de día perderse en el horizonte el verde ondular del trigal. Quinientas familias, nada menos. En la Casa Matriz de la Firma, alguien pensó que el negocio estaba en instalar la Sucursal en la acera de enfrente de aquel emporio por nacer, y sin perder tiempo levantaron aquella mole del Almacén de Ramos Generales, en rigor, Almacén de Ramos Generales-Frutos del País-Acopios y Suministros, con sus Secciones de Almacén, Ferretería, Tejidos y Artículos para el Hogar, sus cuatro depósitos, el Acceso de Vehículos con su báscula y sus Oficinas Generales estratégicamente ubicadas para ver por la ventana sur el patio de descarga, por la ventana norte la calle, y por un mirador interior, con vidrios, la nave comercial. También habían proporcionado el camión Dodge, de 7 toneladas con su correspondiente conductor que había muerto como treinta años atrás, y desde entonces el camión empezó a podrirse en el patio de descarga, reposando sobre sus llantas, porque las gomas estaban hecha tiras.

La Comunidad Rural Modelo jamás nació. La Propiedad que fuera en principio una apretada floresta padeció de las incursiones que la devastaron. La primera, como 25 años atrás, de los «madereros», que traían tropas de hacheros y cortaban los árboles grandes y se llevaban los troncos en aquellos poderosos camiones. Después llegaron los «leñeros» que acabaron con lo raquítico que habían dejado los «madereros», y finalmente   —8→   los «carboneros» que cortaban a machetazos lo que quedaba. Con las lluvias, los raudales arrastraban grandes, espesas sopas de barro, y La Propiedad se volvió desolada y arenosa.

Pero el Almacén de Ramos Generales persistió, o lo olvidaron allá en la Casa Matriz, o pensaron que desmantelarlo era más caro que sostenerlo, y allí quedó, con su personal envejeciendo y muriendo, su báscula trabada hacía decenios, el camión podrido en el patio y las mercaderías cubiertas de moho y de polvo en las estanterías, donde de vez en cuando estallaba misteriosamente una lata de duraznos en almíbar, ocasionando que el Tenedor de Libros tomara nota, lo comunicara por escrito al Gerente General, que providenciaba para el Contador General que asentaba en sus libros la pérdida.

Don Nicanor miró la mole obscura donde había llegado a los 22 años, y se sintió orgulloso. La Casa Matriz no podía quejarse. No era culpa de la Sucursal que la Comunidad Rural Modelo no se fundara y que los «refugiados» no vinieran. Pero nadie podía decir que la Sucursal no funcionaba como una máquina aceitada, cumpliendo puntillosamente con todos los rituales, aunque los Jefes de Depósito no tuvieran nada que inventariar, la báscula nada que pesar, la Caja una sola moneda de que dar cuenta y los libros Mayor y Diario sólo contuvieran fechas y vacías sus columnas. Pero eso sí, siempre al día

La Sucursal se justificaba a sí misma, como un dinosaurio en paz con su conciencia de dinosaurio. De menor importancia era que La Propiedad fuera un erial interminable y que la erosión había secado los arroyos. La Sucursal estaba allí, funcionaba, emplazada en aquella altura donde terminaba una cuesta del camino y empezaba el descenso, como una atalaya dominante de un vasto contorno, aunque ese contorno estaba vacío en diez leguas a la redonda.

Por cierto -se decía don Nicanor- a veces se sentía el peso de la soledad (¿o la futilidad?) pero   —9→   eran sólo momentos fugaces de pesimismo, o de depresión. No le habían mandado a contemplar paisajes, sino a trabajar en la Sucursal, y lo había hecho. Nadie podía reprocharle nada.

Habían pasado así algo más de cincuenta años. A veces, la novedad y el alboroto rompían la armoniosa comunidad de disciplina empresarial (cuyo celoso custodio era el Gerente General, al mérito, mérito) cuando aparecía el camión de la Casa Matriz, con un chofer gordo y un auxiliar de Contaduría imberbe, que traía algunas notas y se llevaba una carpeta con las novedades del semestre. Después todo volvía a la normalidad.

Una sola vez, conforme recordaba don Nicanor, se produjo la intrusión de aquellos japoneses sobre un alto y monstruoso vehículo lleno de engranajes por debajo, y llevaban rifles e incontables cámaras fotográficas, y se detuvieron delante del Almacén, descendieron del vehículo y entraron en tropel, parloteando palabras de una sola sílaba. La esperanza de vender algo galvanizó a todos, y hasta el sereno rompió la consigna de permanecer de guardia en el patio de descarga para asomar curiosamente la nariz en la nave. Pero eso sí, todos tuvieron la elegancia de no mostrar el desencanto cuando sólo pidieron agua para el radiador del monstruo motorizado. Después volvió la monotonía.

¿Monotonía? -se reprochó don Nicanor. Aquello no era justo. No podía entregarse a la chochez de llamar «monotonía» al trabajo de toda su vida. La Casa Matriz había creado la Sucursal. La Sucursal era la responsabilidad de todos, y entre todos la tenían funcionando. Era lo que se esperaba de ellos, y lo que ellos hacían. Las calificaciones estaban de más, se decía don Nicanor.

Un dolor lacerante le atenazó el pecho. Era la tercera vez que le sucedía en una semana. Pero este dolor era distinto, porque contenía un elemento final, un desprendimiento desgarrante. Le ordenaban marcharse. ¿Adónde? ¿Acaso había otro lugar donde la vida era   —10→   posible además del Almacén de Ramos Generales? ¿Vida? ¿Acaso le ofrecían vida? ¡Le estaban ofreciendo muerte! La voluntad de la Casa Matriz era que muriera. Semejante conclusión lo deslumbró. Con paso tardo regresó a su dormitorio. Tomó una cuerda, le hizo un lazo que se pasó por la cabeza, trepó a una silla y ató al extremo de la cuerda a la viga. Dio un puntapié a la silla y murió.

Don Pablo, el Tenedor de Libros, tampoco podía dormir. Sabía que había tenido razón en su discusión con don José, pero pasaron por alto la lógica de su razonamiento. Estaba irritado. Vivía irritado. No se trataba de irreverencia contra la Firma ni con la Casa Matriz -Dios me guarde- sino de algo más denso, más indefinible, que estaba de nuevo allí, y le hacía murmurar «no tiene sentido». Se sorprendió de que aquella voz fuera la suya, y las tres palabras también suyas. Pero de que las había dicho, las había dicho. ¿No tiene sentido qué? Debo estar perdiendo el juicio. Con mis setenta años... a ver si me vuelvo un anarquista.

Se levantó de su lecho desplazando las frazadas tibias que se las puso a manera de manta, sobre los hombros. Se calzó los zapatos y salió afuera, con una obscura sospecha de que el «sentido» podía estar allí mismo. Oyó que el viento batía una puerta abierta. Era la de la vivienda de don Nicanor. El pobre viejo está durmiendo en una corriente de aire -se dijo- y fue a cerrar la puerta. Entonces vio a don Nicanor, colgado del techo, y con la silla volcada a sus pies. Algo denso e indefinible se removió en su estómago, tal vez en su conciencia. Levantó la silla y fue a colocarla modosamente alineada contra la pared, en el extremo más alejado de la pieza.

Cuando volvía a su vivienda, sólo tenía una idea larval de la razón que le había movido a desarticular el testimonio del suicidio, la silla. Larval -se decía mientras se acostaba en su lecho y se arropaba con la frazada-. Larval, ahí estaba, tenía adentro una larva. ¿De qué? No lo sabía, pero estaba creciendo, le estaba inundando. Se durmió con el temor de tener una pesadilla,   —11→   como solía suceder en los últimos tiempos.

Todos, incluido el sereno, menos los cuatro dependientes que debían permanecer en sus puestos en el mostrador, se apiñaban en la oficina del Gerente General, y don Anselmo leía la nota que se enviaría a la Casa Matriz cuando hubiera forma de enviarla.

-Señor Presidente del Directorio. Casa Matriz. Asunción. Con inmensa pena, cumplo en comunicar para lo que hubiere lugar, el fallecimiento de nuestro jefe del Depósito A, señor Nicanor Méndez, con lo que estimo respetuosamente y, salvo mejor parecer de la superioridad, que se dé por cancelada la atenta Nota que ordenaba su traslado a la Capital. Como providencia de emergencia, que ruego a la Presidencia disimular si se tratara de impertinencia o extralimitación de funciones, he tomado las medidas del caso para que el señor José Quiñónez, Jefe del Depósito B interine la jefatura del Depósito A hasta nuevas instrucciones de la Casa Matriz. Con la solidaridad y la pena de todos los señores funcionarios de esta Sucursal hemos procedido a dar cristiana sepultura al leal servidor de la Firma, cuyo espíritu de trabajo y gran calidad humana nos queda como ejemplo y legado para seguir dando a la Firma, lo mejor de nuestros esfuerzos. Atentamente. Anselmo Gamarra. Gerente General.

La concurrencia aprobó con reverentes inclinaciones de cabezas. Pero por primera vez, no había unanimidad.

-Señor Gerente General -era don Pablo- quiero felicitarlo por el correctísimo contenido de la nota de la Casa Matriz -vaciló muy poco- pero allí no está toda la información.

-¡Cómo que no! -ladró don Anselmo, que se había pasado toda la mañana con la laboriosa escritura de la nota.

-La Firma debe saber... -insistió don Pablo.

-La Firma debe saber -le interrumpió don Anselmo- que don Nicanor está muerto.

-¡A los efectos administrativos del caso!   —12→   -completó don Narciso, el Contador General.

-¿Qué diferencia hay entre uno que muere de un paro cardíaco y otro que se suicida? -exclamó don José, el del Depósito B, interino del A.

Don Pablo suspiró hondo. La larva, estaba allí, mordiéndole las entrañas, sacando brillo a olvidadas espadas.

-Que se labre un acta y que conste mi desacuerdo con el texto de la nota -consiguió articular al fin, sintiéndose de paso irremediablemente lanzado a lo desconocido.

Aquello fue como una bomba. En cincuenta años nunca había sucedido nada igual. Don Pablo se sintió como el escarabajo caído en un hormiguero.

-La nota no dice nada de la forma en que murió don Nicanor -insistió.

-¡Fue un suicidio! -le replicó don José- ¿Ha de ser nuestra sucursal la que arroje una mancilla sobre la Firma propalando a diestra y siniestra que uno de sus empleados se suicidó? ¿Y qué importancia tiene un suicida de 81 años?

El apoyo fue unánime, y general la mirada de rencor colectivo que caía sobre don Pablo. Pero la larva le decía que ya estaba en el punto de no retorno.

-No fue un suicidio. Fue un crimen -argumentó con arrojo.

La segunda bomba había caído con mayor intensidad que la primera. Se desataron las furias, la oficina se llenó de gritos y aullidos enloquecidos. El Gerente General alzaba las dos manos como ofreciendo rendición, pero en realidad estaba pidiendo silencio. Por fin el alboroto se atenuó, cesó, y en las envejecidas caras donde se habían aposentado cincuenta años de pacífica formalidad, había rictus de ira, rubores acalorados, palideces asesinas.

-¡Esto es terrorismo contra el buen nombre de la Firma! -aulló sin poder contenerse don José, cuya autoridad moral se veía aumentada al tener dos depósitos a su cargo.

  —13→  

Don Anselmo volvió a pedir silencio. El silencio cayó, tenso como nunca se había visto en la oficina de la Gerencia General.

-Racionalicemos -don Anselmo, y después de una larga pausa continuó-. Debemos pensar en primer lugar, en el prestigio y el buen nombre de la Firma. No somos ni policías ni jueces. Somos leales servidores de la Firma. ¿De acuerdo?

Asentimiento colectivo y miradas hostiles a don Pablo.

-Lamentamos mucho -su voz se había vuelto paternal- la desaparición de nuestro querido don Nicanor. Y eso es todo lo que la Firma espera de nosotros. Espero que el querido don Pablo sepa comprenderlo por el bien de todos.

Miró a don Pablo con mirada mansa, la sonrisa amistosa y las palmas abiertas, como un pastor bonachón que pide arrepentimiento a un pecador.

-Fue un crimen -se repitió tozudamente don Pablo.

Contemplando los desconciertos, los asombros y las iras que le rodeaban, don Pablo se sintió extrañamente eufórico. Nunca había conocido una sensación semejante y se preguntó si en eso consistía el estar vivo.

Tenía la certidumbre de que don Nicanor se había suicidado. Y recordaba su impulso de alejar la silla. No tenía idea de la razón de semejante proceder, pero sí tenía idea del alborozo interior que sentía allá adentro, donde la larva estaba triturando hierros con mandíbulas potentes.

-Racionalicemos...

La mirada de don Anselmo se clavaba en don Pablo con una extraña intensidad que atemorizaba. Pero la voz era controlada.

-Don Pablo -dijo- ¿en qué se funda para creer semejante horror?

-Don Nicanor estaba colgado de la viga. La única silla de la habitación estaba muy lejos, en su correspondiente lugar. Don Nicanor no se colgó. Lo colgaron.   —14→   Todos Uds. son testigos que la silla estaba donde debía estar. Recuerden cuando el sereno dio aviso, acudimos en tropel. Y no había silla, ni nada a qué subirse.

Gozaba interiormente de intensa felicidad. Adivinaba la presencia de una sensación de culpa, un embrión de culpa en aquellos que habían visto la evidencia que no querían ver.

-¿Y qué se supone que debemos hacer? -era la voz de don Anselmo, que se alzó en medio del silencio, porque las otras voces se habían acallado, atemorizadas por esta aventura que les estaba llevando tan lejos de la normalidad.

-Redactar una nueva nota a la Firma, formando de todo lo sucedido, y alertándola de que entre nosotros hay un asesino. Si no lo hacen, me lanzo al camino hasta encontrar un policía.

Ese día, las actividades de la Sucursal fueron un desastre cuyo recuerdo avergonzó a todos hasta el último día de sus vidas. Dos de los dependientes olvidaron firmar los formularios de las ventas del día, el Cajero no sabía a qué atenerse con respecto a rendir cuentas, porque don Narciso, que debía recibirlas, estaba padeciendo de su diarrea nerviosa, y al Gerente General le sobrevino una laguna mental donde se hundió la combinación de la Caja Fuerte. El sereno olvidó poner en las cuatro puertas las barras de seguridad, y don José andaba enloquecido buscando entre las pertenencias del difunto don Nicanor la llave del Depósito A. La perfecta maquinaria de cincuenta años y algo más se reveló ese día enmohecida, bufante, trabada.

Fue un alivio cuando la iniciativa personal de don Anselmo se impuso sobre el desorden, obligándose el Gerente General a violar algunas reglas y perdonar ciertas faltas en aras del restablecimiento del orden, o de algo parecido al orden, amenazado por la demencial actitud de don Pablo. Ya era noche cerrada cuando se retiraron a sus viviendas.

Don Pablo permanecía despierto, felizmente   —15→   despierto, ebrio de esa sensación nueva que se había apoderado de él, que trataba de definir, y sólo encontraba una palabra algo insípida: júbilo. Un desmesurado júbilo, como sintió cuando niño, cuando se estaba ahogando en aquella laguna, y pateaba hacia arriba, superficie estaba siempre lejos, muy alta, pero lo logró y saco la cabeza, y respiró aire. Respiró júbilo, como le estaba ocurriendo ahora.

A la mañana, lo encontró el sereno. No estaba acostado en su cama. Estaba desparramado, descuartizado como por uñas y dientes múltiples y enloquecidos, como si se hubieran turnado para matarlo una y otra vez, como lo había hecho el sereno cuando era soldado, y se turnaba con sus camaradas para violar a aquella mujer, que se cansó de gritar, o murió, no recordaba bien.

«Posdata: Lamento informar al señor Presidente que a poco de redactar la presente nota, se produjo el fallecimiento de nuestro querido Tenedor de Libros, don Pablo Aguilera, por causas naturales atribuibles a la penosa impresión causada por el fallecimiento de don Nicanor Pérez, ya comunicado más arriba. Igualmente don Pablo Aguilera ha recibido cristiana sepultura. Espero instrucciones con respecto a la vacancia producida en la Teneduría de Libros».

Don Anselmo estampó una media firma a la posdata, dobló cuidadosamente la nota, la ensobró y la guardó en el cajón de su escritorio, a la espera del camión que llegaría aproximadamente en seis meses, para llevársela a la Casa Matriz.



  —16→  

ArribaAbajoDiálogo del tiempo

La anciana se sentó en un banco. Sostenía en las manos su mercancía. Vendía flores, que no eran flores, ni eran flores de plástico, sino un trozo de cuerda de cáñamo deshilachado en la punta y abría así sus pétalos rígidos, teñidos de anilina roja, que apenas era rosada. Las había hecho ella misma, como un último intento de decoro, de recibir limosna dando algo en cambio.

Era muy vieja, pero no una vieja vieja, sino una niña vieja, con esa cara de doce años que se fue arrugando, pero conservando la calidez de los doce años, y con una mirada también de doce años.

Él también era viejo, y que se sentara a su lado en el banco era una casualidad, o simple fatiga. El banco parecía gemir bajo el peso de casi dos siglos, aunque la niña vieja era flaca, y el anciano anciano también. Estaban allí, compartiendo el mismo banco y el mismo cansancio, la niña vieja y el viejo anciano, que lo era, porque resultaba imposible que aquel delta de arrugas fuera una vez una cara lisa, y que en esas hendiduras apagadas brillara un par de ojos.

El hombre tenía sobre sus rodillas una cajita de madera, con una tapa, una miniatura de baúl. Levantaba la tapa, miraba adentro y la volvía a cerrar. La mujer no resistió la curiosidad y echó un vistazo al contenido del baulito. No había nada. Aquel curioso viejo guardaba nada en su cofrecito. Y comprobaba una y otra vez que estuviera debidamente vacío.

En cierto momento el hombre viejo sorprendió el espionaje de la mujer, cerró con elocuente violencia la cajita y echó una mirada despreciativa a las flores artificiales que tenía en su regazo. Ella adivinó el desprecio, y escondió las flores bajo su rebozo, pero después las volvió a sacar y se puso a acariciarlas con un retintín de desafío.

  —17→  

Fue ella quien habló primero.

-¿Qué fecha es hoy?

La cabeza del viejo se meneó atrás y adelante tratando de atrapar la fecha de hoy, que no le importaba nada, pero debía saberla, porque no saberla era como estar muerto.

-23 de setiembre de 1987 -respondió con voz algo ronca, con sílabas resbaladizas en sus encías sin dientes. Ella apartó una flor.

-¡Entonces es nuestro aniversario! -dijo sonriendo, y le ofreció la flor.

Él tomó la flor y no sabía qué hacer con ella.

-¿Nuestro aniversario? -preguntó.

-¡Hace cincuenta años! -suspiró ella, como si todos los recuerdos de una vida le rebosaran del alma, y después prosiguió-. Fue exactamente el 23 de setiembre de 1937.

-Sí, suman cincuenta años -dijo él.

-¿Pero qué ocurrió exactamente el 23 de setiembre de 1937?

-¡Olvidadizo! -reprochó ella.- Fue el día en que no nos conocimos.

El viejo trataba de aprehender aquello con su acentuado meneo de cabeza.

-Si pudiera explicarme mejor...

-Todo el mundo celebra el aniversario en que se conoció. ¿Por qué no celebramos nosotros los cincuenta años en que no nos conocimos?

Lo miraba con el aire maternal de quien está enseñando a un niño una aritmética imposible. El viejo no terminaba de poner en su sitio las piezas de aquel inesperado acertijo. Hacía innumerables años que había renunciado al fatigoso ejercicio de pensar. Su mente sólo admitía recuerdos, borrosos, con ternuras diluidas por el tiempo, frutos pulposos de los que sólo quedaban semillas secas. Por fin captó la idea, rozada por una sospecha de locura. Pero decidió ser cortés.

-Señora mía... ¿cómo vamos a celebrar un aniversario de algo que no sucedió?

  —18→  

-¡Tonto! -dijo ella con una risita como de hada vieja. ¡Estamos aquí porque no nos conocimos!

-No es precisamente un final feliz.

Ella se enojó y le arrebató la flor. Se arrebujó en su rebozo, sintiendo frío, un frío de cincuenta años bajo cero, y murmurando sobre la pérdida de tiempo de explicar a un hombre senil que dos más dos son cuatro, y que razonar con ese viejo asqueroso era como caerse de culo en el Polo Norte. Sin embargo, fue ella, otra vez quien habló, empeñada en rescatar de la obscuridad a aquel hombre que ni tenía idea del valor de un aniversario. Con aire serio, de maestra severa, requirió:

-¿Qué no tiene en esa maldita cajita?

El anciano apretó la cajita contra su pecho, temeroso de que la arrebatara, como la flor.

-Está vacía -explicó.

-¡Por eso pregunto! -su severidad de maestra se acentuaba.

El viejo se sintió humillado, como pillado en falta. Debía memorizar qué contuvo en un tiempo el cofrecito. Sólo recordándolo podía explicar qué no contenía ahora, pero su memoria se negaba a formular algo, un retrato (¿de quién?). Un paquete de cartas. No recordaba haberlas recibido. ¿Joyas, dinero? Qué locura. Tal vez sus documentos. Sí, podía ser eso, de cuando necesitaba probar que él era él y lo que tenía era suyo. Pero ese tiempo estaba muy lejos, más allá del olvido.

-Mis documentos -respondió por fin, intimidado.

Cuando se dio cuenta, ella ya le había arrebatado la caja. Vieja rápida como un pájaro de rapiña, pensó con ira. Trató de recuperarla, pero ella le apartó la mano con un ademán y abrió la cajita, y miró adentro, y por añadidura, la volteó y la sacudió, comprobando hasta la totalidad la nada que había adentro. Le devolvió la cajita.

-Ud. no existe -le sentenció.

La ira del anciano aún no se había apagado.

  —19→  

-¡Cómo que no existo, señora!

-No existe -se empecinó ella.

-¿Y quién es el torpe que está sentado a su lado? Yo, yo. Toque, toque.

Aferraba las manos de ella y la obligaba a tocarlo. Ella terminó palpándolo metódicamente, con ánimo de asegurarse bien.

-Existo, ¿no? -insistió él.

-Debo convenir que sí -confesó modosamente, pero enseguida comenzó a alumbrar una risa burlona-. Si es que existe ahora, no sé cómo puede negar que ya existía el 23 de setiembre de 1937.

-¡Por supuesto que existía!

-¡Y aquél día no nos conocimos!

-De eso estoy seguro.

-Entonces -la voz de ella era triunfal- es nuestro aniversario. Hoy.

Deseó que no le dolieran tanto las rodillas, y que las punzadas en las caderas desaparecieran, para marcharse rápidamente. No pudo, estaba cansado. Además, 1937 fue un buen año, no recordaba por qué, pero fue un buen año. El 23 de setiembre...

-El 23 de setiembre de 1937 -dijo ella- yo estaba seguramente detrás del mostrador. Era vendedora de Segura Latorre y Compañía...

-...donde un peso vale dos -rememoró él.

-Nooo. Eso se decía de la tienda de Gastón y Compañía... -le aclaró ella.

El anciano se sumió en profundas reflexiones.

-¿Detrás del mostrador? -preguntó.

-Había empezado en 1935 -explicó ella.

-¿Y si hubiera sido domingo?

-Estaría en el Belvedere, con algunas amigas. Íbamos en el tranvía 2.

-Yo trabajaba en la Cervecería.

-¿Y los domingos? -la voz de ella tenía cierto matiz de ansiedad.

-No recuerdo, dormía.

-¿No iba al Belvedere...? -urgía ella.

  —20→  

-No recuerdo. Tal vez sí, tal vez no.

-¡No iba! -reprochó ella.- ¡Con razón no nos conocimos! -hizo una pausa- ¿Pero por qué me enojo? ¡Gracias a que no iba al Belvedere estamos aquí, a cincuenta años! Es embrollada la vida, ¿eh?

Tú eres la embrollada, vieja loca, pensó él. Y decidió no escuchar más disparates. Pero era imposible no oír el parloteo de ella. -Esperar cincuenta años para estar juntos en esta plaza...

Él se sobresaltó, la miró.

-¿Plaza? ¿Qué plaza?

-¡Pero si estamos en una plaza señor!

Él miró alrededor. Arena sucia, pedruzcos, un pasto gris, y un montoncito que parecía caca de perro.

-Yo diría que es un baldío... -opinó.

También ella miró en torno.

-O una cancha de fútbol abandonada -prosiguió él.

Sintió que ella temblaba, que se aferraba a su brazo, temerosa.

-¿Y ahora qué le pasa? -preguntó impaciente.

-Las casas -susurró ella con voz temblorosa- están allí, las veo.

-Por cierto que están allí, al otro lado de la calle -aseguró él.

-¿Y la gente?

-¿Gente?

-No hay gente. No hay nadie -lloriqueaba la niña-vieja y se aferraba a él.

Una angustia compartida unió a los dos en el mismo miedo y en el mismo frío, que no era el frío de los vientos dentados que venían del Sur, sino un frío de profundidades, de allí donde se produce la resolución final del polvo que vuelve al polvo.

La calle sin transeúntes y las casas sin sonidos pintaban sin colores un paisaje de desolación, como de puerto abandonado y sin gaviotas, o como un barco   —21→   varado que se pudre en aguas espesas.

-¿Dónde estamos? -preguntaba la mujer, tiritando una forma de lenta agonía.

-No sé. Pero debemos irnos -respondió el anciano. Y se levantó. Y se levantó la mujer, aferrada él.

-¿Adónde vamos?

-Adonde sea.

La niña-anciana miraba a lo lejos. Volvió a sentarse. Conforme, entregada, resignada. Sin ánimo de luchar.

-¿No viene, señora?

-No podemos -susurró ella, apretando el liviano rebozo contra su pecho.

-¡Cómo que no podemos! En algún lugar hay una esquina con sol. O una pieza con una estufa.

-Las alambradas -dijo ella.

-¿Alambradas? ¿Cómo va a estar alambrada una plaza?

-No es una plaza. Y hay alambradas altas por los cuatro costados. ¿No las ve?

El viejo rebuscó en sus bolsillos.

-¿Dónde están mis anteojos?

-Los tiene puestos.

-Caramba -miraba a la distancia- ¿alambradas?

-Como en esas películas de los campos de concentración.

-No alcanzo a verlas.

-Están ahí, y hay torres para los centinelas. Pero están vacías las torres.

La voz de ella ya no contenía miedo, sino una forma invencible de fatalidad aceptada, más allá de la realidad y de la rebeldía.

-Yo no creo que sea capaz de trepar una alambrada -susurró el viejo y volvió a sentarse junto a ella.

Sintió el frío que la estaba congelando. Que le estaba congelando a él también. Se volvió a ella.

  —22→  

-Tenía razón, señora. Estamos compartiendo algo muy importante. No sé qué. Pero es importante, antiguo como de medio siglo.

-Nuestro aniversario...-musitó ella.

Entonces, él le pasó los brazos sobre los hombros. Ella reclinó la cabeza en su pecho, y quedaron en silencio, sintiendo crecer el frío.

Y compartiéndolo.



  —23→  

ArribaAbajoEl preso

Sospecho que cuando mi amigo Manuel, el Comisario, hizo arrestar a Cleto, por «vagancia y sospecha de latrocinios varios», según asentó en el libro de actas, lo que en realidad quería era mano de obra gratis para pasar dos manos de cal a las paredes de la Comisaría.

Por supuesto, Cleto era vago de marca mayor, pero eso en él no era delito, sino costumbre. En cuanto a lo de «latrocinios varios», Cleto le venía de perillas para cargar con la culpa de algunos casos pendientes, como el denunciado por el cura cuando a un mal cristiano se le ocurrió colarse de noche en la Iglesia y usar el confesionario como excusado, que bien podrían ser una venganza por alguna penitencia demasiado severa. También estaban «pendientes de solución» el caso del robo de candelabros de bronce en el cementerio, y el de la puerta de hierro torneado de la Capilla del Barrio San Agustín. Decididamente, el desconocido ladrón tenía algún vicio sacrílego que bien podía empezar con la palabra «necro...», lo que no encajaba con el carácter manso y entregado de Cleto, uno de esos hombres que lo único que pide a la vida, es que la vida lo deje en paz. Por eso pareció algo exagerado de parte de mi amigo el Comisario que enviara dos hombres armados a arrestar a Cleto, y hacerlo atravesar todo el pueblo con los dos soldaditos apuntando sus fusiles a la espalda del preso. Pero concluyo hoy, aquel gesto de soberbia era un testimonio más de la metamorfosis operada en la personalidad de Manuel, que desde luego, no era policía de carrera, sino sobrino de don Agustín, el Caudillo, a quien le convenía tener por máxima autoridad policial a un pariente y dependiente.

El pueblo no era gran cosa como para merecer un policía de carrera, ni Manuel era tampoco gran cosa en ese pueblo a diez leguas de la ruta asfaltada,   —24→   y dependía de un ramal, en realidad «El Ramal» que era una carretera demasiado barrosa cuando llovía y demasiado arenosa cuando no llovía, y llegar a la ruta asfaltada era toda una aventura. Era uno de esos pueblos viejos rodeado de tierras agotadas y estancias prósperas donde nadie se sentía a gusto y pocos tenían el coraje de irse. Yo tampoco me sentía a gusto ni sentía coraje para irme, y había llegado allí porque el Ministro me llamó a su despacho, me dijo que mi padre fue su protector y amigo, y después, aunque era abogado, el Ministro, no yo, me diagnosticó «una gran fatiga nerviosa» que se adivinaba en mis artículos periodísticos y me recetó una temporada de reposo en San Rafael, un pueblo cuya existencia yo ignoraba hasta entonces. Entendía el mensaje y me vine a San Rafael, no recuerdo ya hace cuántos años. Cuando llegué el Comisario era otro, que me ordenó presentarme a su despacho cada mañana a las ocho, hasta que se cansó de recibirme, informó el Caudillo de mi «comportamiento ejemplar» y levantó la orden, sospecho que para seguir dándose el gusto de levantarse a las once, según era su costumbre hasta que yo llegué.

Como es de comprender, la gente, cuyo denominador común era no buscarse complicaciones, me evitaba. Salvo Manuel, a quien su calidad de sobrino del Caudillo le daba ciertas impunidades y privilegios, y los usó para hacerse mi amigo, o más bien, mi discípulo, porque a pesar de que había alcanzado con mucho heroísmo el sexto grado de la primaria y era nada brillante, tenía una pasión enorme de saber, y de paso, me daba a mí el consuelo de enseñar a alguien en ese pueblo donde no saber nada era lo mejor, y donde me aburría a muerte.

Había tratado de hacerme amigo del cura, que parecía tan viejo como la Iglesia cuyo origen se discutía, pues unos decían que la fundaron los dominicos, otros los franciscanos y los de más allá los jesuitas. Pero mi intento de trabar relaciones con el cura no prosperó, porque el anciano tenía la idea fija de que el   —25→   Anticristo había llegado empezando por prohibir la misa en latín. Y era bastante amargado y amargante.

Alguna vez pregunté a Manuel por qué, teniendo medios, no había ido a la Capital a seguir estudios secundarios. Y sólo me respondió con evasivas. Más tarde, recogiendo trozos dispersos de conversaciones armé la historia completa. Don Agustín, el Caudillo, había tenido una variedad impresionante de mujeres, pero ningún hijo. Aquello era su corona de espinas, allí donde la masculinidad se demuestra con una siembra de hijos legítimos, naturales, «reconocidos» y bastardos. El robusto Caudillo era tan sensible en ese aspecto, que cuando a un borracho lleno de coraje etílico se le ocurrió llamarle «espoleta vano», que significa infértil, perdió la cabeza, literalmente, porque don Agustín se la arrancó con lo primero que tuvo a mano, una raja de leña que después pasó a ser «reliquia», porque a algún opositor se le ocurrió llamar «mártir» al borracho deslenguado.

Manuel, pues, hijo como era de la difunta hermana del Caudillo, fue criado como hijo único y primogénito por su tío y desde luego, también su heredero político. En tal carácter, lo que más debía hacer era aprender a leer y escribir. Toda la sabiduría que necesitaría en el futuro, la podía abrevar en el «viejo tronco», como decían algunos del Caudillo, nunca supe si por adulonería o por ironía. Pensaba que Manuel no tenía pasta de Caudillo. Había en él cierta flojedad, cierta timidez. Un apocamiento que revelaba un mundo interior maleable y algo vacío de energías. Por eso me sorprendí cuando al morir el Comisario al caer de su motocicleta, designaron a Manuel como reemplazante.

Tantas fatigas había pasado yo, leyendo para Manuel, y para mí, a Platón, Rousseau, Julio César y Ortega y Gasset y Unamuno y José Ingenieros durante cuatro años, que si Manuel había captado el uno por ciento de lo trajinado en mis libros, haría un buen Comisario, si bien no estaba seguro de que los grandes   —26→   pensadores fueran capaces de dar las agallas que necesita un Comisario. Pero fui el primero en felicitarle y expresarle buenos deseos.

No me sorprendió por eso que su primera visita oficial fuera para mí. Lo esperaba, pero lo que no esperaba fue el cambio que se operó en mi transparente Manuel. Se había puesto uniforme y botas, y tenía en la mano una fusta inútil, porque no tenía caballo, sino un maltrecho jeep, regalo del tío. Se había erguido tanto que hasta parecía más alto, y cuando hablaba, golpeaba la fusta contra sus botas, como el rabo de un tigre irritado.

Casualmente, por la mañana había recibido yo un telegrama de la capital, anunciándome que podía volver, pues «las cosas habían cambiado». Aproveché la oportunidad para comunicárselo a Manuel, filosofando de paso sobre semejante coincidencia. En un mismo día terminaba nuestra relación amigo-maestro-discípulo, yo me marchaba del pueblo y él entraba a la grandeza de la autoridad.

Su respuesta me sorprendió.

-No, Doctor, Ud. no se me va.

Que se emperrara en llamarme Doctor (no lo era) ya me tenía acostumbrado, pero aquello de «no se me va» bastante cuartelero no me sentó bien A un maestro no se le dice «no se me va». Se lo dice a un soldado. Se me pone de centinela aquí. Se me barre bien la cuadra. Ud. Doctor no se me va. Mierda.

Aduje que tenía una vida que vivir y una carrera que seguir. Que mi mundo era otro mundo distinto a este, o por lo menos algo más movido.

-Ud. se me tiene que quedar, Doctor.

-Dame una razón, Manuel.

-Necesito un colaborador, y Ud. me viene bien.

No pude menos que reírme. (Ahora, a tantos años, me río de haberme reído.) ¡Colaborador! De maestro a colaborador.

-Muy honroso para mí, Manuel. Pero sucede   —27→   que no puedes impedir que me vaya. Ya me levantaron la penitencia.

-No. No le puedo impedir que se vaya.

Y rió. No hablamos más del asunto, quedando por sentado que yo me marcharía dos días después, con el ómnibus de los martes. Sin embargo, cuando se fue manejando su jeep y con la fusta colgando de su muñeca, reflexioné sobre la actitud de Manuel. Había sido demasiado tajante en aquello de no se me va, y demasiado complaciente en admitir que no tenía atribuciones para retenerme. Confieso que esa noche dormí algo inquieto, porque este nuevo Manuel cuya alma me parecía un libro abierto, ahora con botas y fusta, me resultaba completamente desconocido.

Al día siguiente, lunes, cuando estaba desayunando en mi pensión, oí que un ruidoso diesel se detenía, el motor pareció masticar hierros y se detuvo. Al parecer tenía visita. En efecto, mi visitante era don Agustín, el Caudillo, que entró, robusto, panzón y sanguíneo, con ese peculiar olor suyo que solía parecerme a una mezcla de sobaco y alfalfa. Me puse de pie, como correspondía.

-No, no, no. Doctor -me dijo él- termine, termine.

Me volví a sentar, le ofrecí asiento, se sentó, estiró las piernas, se cruzó de brazos y me miraba como al conejo preferido que se come una zanahoria. A Dios gracias -pensé- mañana me alejo de todo esto. Sin embargo, tragué deprisa mi cocido con leche. Me levanté. -Estoy a sus órdenes, don Agustín.

-¡No pues! -me pasaba los brazos por los hombros y me envolvía en su fuerte aroma rural- a los amigos no se les da órdenes.

En verdad, lo que dijo fue «npue a lo samigo no lendá órdene», pero como tengo la esperanza de que este escrito le sirva a alguien, lo pongo más claro. Notó mi desconcierto, y sonrió. Los dos sabíamos que nuestras relaciones nunca fueron cordiales, porque adivinaba en él una obscura ebullición de celos, en la   —28→   medida en que quien estaba «formando» a su sobrino era yo con mis libros y no él con sus experiencias prácticas. Sabía además que tampoco le sentaba bien que su sobrino hablara de un tal Platón, y de un Rusó, que parecían tener ideas inconvenientes. De ahí mi desconcierto ante la inesperada cordialidad de ese lunes de mañana. Pero no me dio tiempo de analizar mucho la cuestión, porque me había aferrado del brazo y me llevaba afuera diciendo que íbamos a dar un paseo.

Apretujado en la cabina del enorme transporte de ganado, sentado entre el chofer con su desleída camiseta de fútbol y el Caudillo, y respirando esos vapores de gasoil y bosta que inundaban la cabina, sentí cierto temor, y esa pregunta que se hicieron tantos hombres en el mundo para encontrar al fin una respuesta terrible: «¿Qué me van a hacer estos dos?» empezó a corroerme por dentro.

Felizmente, el viaje duró poco. Apenas media hora por un duro y desigual camino de tierra roja. El camión se detuvo y descendimos. Don Agustín, con aire protector, me tomaba de los hombros y me condujo al borde del camino, allí donde empezaba una valla de alambre de púas.

-Mire -me dijo, señalando el campo verde, muy verde, que se extendía tras los alambres- son ochocientas hectáreas. Buen pasto. Tiene un arroyo. Se puede tener un animal por hectárea, pero sólo hay 200. Su cara se ensombreció de pena porque sólo había doscientas vacas, o toros, o novillos, o lo que fueran.

-Muy bonito, don Agustín -le dije por cumplimiento- ¿Pero qué tiene que ver conmigo?

-Es de Usted, Doctor, con las doscientas cabezas. El campito tiene título aparte y no hay problema en...

-¿Me está sobornando, don Agustín?

Me miró extrañado. La palabra soborno no tenía sentido para él. Favor con favor se paga...

Considerando que ya estaba todo arreglado se volvió al camión. Subió a la cabina. Yo no.

  —29→  

Quedé tieso. Volvió a descender. Sonreía, contento de sí. Papi regalando al hijo un viaje a París. Tanto es así que dijo.

-Vamos, mi hijo (ya no me llamaba Doctor), si es una zoncera...

Aspiré hondo, no recuerdo si juntando aire o coraje.

-Déjeme entender, don Agustín-conseguí hablar por fin- supongo que la idea es que suspenda mi regreso a Asunción.

-Más o menos (masomeno).

-Y a cambio soy dueño de 800 has. y 200 vacas.

-Así es mi palabra, che ra'y (ya no era Doctor, ni mi hijo, era che ra'y).

-¿Pero por qué?

Arrancó un alto y delgado tallo de pasto, y se puso a masticarlo.

-Manuelito le aprecia demasiado -me contestó, y calló, como si esa fuera toda la respuesta que yo esperaba.

Pero no lo era, y callé esperando que continuara, y lo miraba que se ponía colorado, como si tuviera que decir algo y le diera vergüenza decirlo. Por fin habló:

-Necesita un colaborador con cabeza. Quiero que llegue lejos:

-Pero alguna vez va a ser caudillo.

-Más lejos. Quiero que sea dirigente.

En ese momento sentí por aquel basto personaje, que no se había hecho así a sí mismo, sino lo habían hecho así, una mezcla de lástima y respeto.

Los merecía, en la medida del poderoso esfuerzo de imaginación que hacía, para atisbar el mundo por esa hendidura abierta por la intuición, y ver avanzar en el horizonte vientos desconocidos, aires que no estaban hechos para sus pulmones. Quería que su heredero fuera «dirigente». Y que respirara.

Allí entraba yo. El Caudillo reconocía la   —30→   derrota de su magisterio y la validez del mío. Pero me estaba comprando.

De todas maneras -colegí entonces- el asunto no me concernía. Tío y sobrino debían enfrentar sus problemas y yo los míos, que no eran menudos, dado que se hacían síntesis en que yo debía vivir de mi trabajo, no muy bien remunerado si vamos al caso, pero dentro de lo que yo amaba, conocía, o en el peor de los casos, soportaba sin muchos sufrimientos.

-Le agradezco mucho su generosidad, don Agustín, pero...

-No, no, no -me atajó- no me conteste ahora. Piense un poquito.

-Pero si mañana me voy.

-En un día se puede pensar mucho, Doctor.

Otra vez «Doctor». La confesión de su derrota parecía haber restablecido mi rango. O fue una sutileza increíble en tan tosco personaje.

Volvimos al pueblo, me dirigía a la pensión y me puse a embalar mis libros en unos cajones desechados de jabón.

Manuel vino a despedirse y a desearme buena suerte, y le conté lo que ya sabía, lo de la oferta de su tío.

-Es un buen campito, y el ganado bien surtido. Y hay cincuenta vacas preñadas. El año que viene puede haber unos cuarenta y cinco terneros -comentó simplemente.

Me reí.

-Lo único que sé de los vacunos es que tienen cuatro patas y cuernos...

-¿No le dijo mi tío? El campito va con un administrador. Y además nuestro veterinario también va a cuidar.

Otra vez me deseó buena suerte y se marchó, sin darme la mano, ni despedirme con un abrazo.

El martes a las ocho de la mañana ya estaba esperando con mis bártulos en el cruce. Se suponía que el destartalado ómnibus que venía de San Agustín,   —31→   llegaría aproximadamente a las 9. Esperé en vano hasta las cinco de la tarde. Acepté aquella irregularidad como normal, porque el añoso vehículo solía tener muchas fallas mecánicas, y eran frecuentes sus ausencias. Sólo mucho tiempo después me enteré que Manuel en persona, con tres soldaditos, había hecho un retén caminero dos kilómetros antes del pueblo, ordenando que el vehículo tomara un desvío cruzando a campo traviesa la Estancia Las Tres Herraduras, y alcanzando por allí la ruta asfaltada.

Me resigné a pasar una semana de espera, bastante aburrida, y no sin cierto desaliento, porque recién entonces, un algo reprimido empezó a salir a flote: el sentimiento de que aquel pueblo me asfixiaba que había logrado sostener prudentemente enterrado, pero que asomaba vigoroso con la frustración de mi regreso.

Esa Iglesia caduca, esas rezadoras de rosarios que como fantasmas embarazadas cruzaban la plaza rumbo al templo al crepúsculo, las casas que se caían de vieja, las gallinas picoteando el pasto de las calles y los desesperados chillidos de los chanchos que se degollaban, y también la gente que nunca se tomó la molestia de comunicarse conmigo, como si hacerlo fuera comunicarse con el mal, me habían sumido en un aplastamiento de cuatro años. Y quería irme, erguirme, volver a vivir mi vida, y mi trabajo, y mis angustias, y mis expectativas algo confusas, pero expectativas al fin.

Fue entonces, en aquel interludio de ocho días de espera, que Manuel hizo arrestar a Cleto, por vago y por supuesto cagador de confesionario y ladrón sacrílego.

El miércoles y el jueves, desde los corredores de mi pensión, veía a Cleto trabajar con extraordinaria diligencia, poniendo capa tras capa de cal a las paredes exteriores e interiores de la Comisaría. Quiere terminar pronto para recuperar su libertad -pensé entonces- sin embargo, el trabajo terminó y no soltaban a Cleto, a quien el viernes y el sábado observaba lavando interminablemente el jeep de Manuel.

  —32→  

El domingo, aburridísimo, fui a visitar a Manuel a la comisaría, pero no estaba. Charlé con el sub-alcalde, que usaba su gorra de reglamento, pero en la comisaría vestía un pijama y calzaba zuecos de madera. Le hice referencia a Cleto:

-¿Por qué no lo sueltan?

-Ya le soltamos.

Me pareció que no era así, porque veía a Cleto apilando rajas de leña debajo de una inmensa olla de hierro en el patio. Pintor, lavacoches, ahora era cocinero. El sub-alcalde rió.

-No se quiere ir -aclaró.

De algún olvidado rincón de mi memoria surgió una frase, no sabía si oída y leída: «El hombre ama la libertad». Miré a Cleto. Qué idea tienes de la libertad, hermano Cleto. Quizás ninguna. Pero tu vagancia irredimible es una forma de libertad. Quizás la más total. ¿Por qué renuncias a ella?

Crucé el patio y me aproximé a Cleto, que estaba arrodillado y soplaba los leños que empezaban a humear. Cuando sintió mi presencia, se levantó de un salto y se puso en tiesa posición de firme. Me sentí molesto, no porque Cleto se pusiera firme, sino porque de repente floreció en mí un idiota sentimiento de halago.

-Dejate de... -¿cómo se decía? Recordé mis días de servicio militar y ladré:- ¡Descanse!

Cleto se aflojó como si dentro de él se hubiera soltado un resorte.

-¿Ya no estás preso?

-¡No mi doctor!

-¿Y por qué no te vas?

Me miró como si la idea de irse fuera una locura.

-Y... tengo comida y me dejan dormir en el calabozo.

Capté la idea de su inmediatez casi animal. Comida, techo, seguridad. Sin mucho esfuerzo había trocado la vagancia por la servidumbre. Me pregunté   —33→   si le dolía. Me contesté que no. Bienaventurados los pobres de espíritu.

El ómnibus tampoco apareció el martes, y tampoco esa vez caí en la cuenta de que Manuel me estaba haciendo trampa. Pero como me parecía insoportable la espera de ocho días más, recurrí a algunos vecinos de las afueras que tenían vehículos, ofreciendo pagar el viaje hasta la ruta. Por extraordinaria coincidencia, todos estaban muy ocupados o tenían sus chatarras en tan mal estado que no se atrevían a aventurarse por El Ramal, y para más, todo el lunes había llovido torrencialmente.

Entonces sucedió la desgracia. Mataron a Don Agustín. Le dieron una muerte sin grandeza. Mientras dormía, le redujeron la cabeza a pulpa, a martillazos. Sentí pena por él. No hubiera querido morir así. Quizás soñaba morir en una trinchera, o cayendo de un caballo, con dos tiros de fusil en el pecho.

De un culpable no se tenía ni idea, pero de un sospechoso sí: el hermano de aquel beodo que fuera decapitado por don Agustín con un golpe de raja. No tuve ánimo de discutir semejante teoría, ni a explicar aquello de «justicia poética». Por lo demás, el hombre aquel hizo a su vez su propio análisis del asunto. La forma en que murió don Agustín suponía una venganza. Y él tenía harto motivo para vengarse. Que fuera culpable o no, pertenece a los secretos de Dios, lo cierto es que no perdió el tiempo en desaparecer. Pero no fue muy lejos. La patrulla, al mando de Manuel lo localizó en los grandes esteros del Sur, y lo acribillaron. El cuerpo se hundió en el espeso lodo. Y allí debe seguir.

Esperé que se organizara todo, y pusieran el ataúd en la capilla ardiente, para ir a darle los pésames a Manuel. Aceptó mi apretón de manos. Dijo gracias, Doctor, y que él respetaría la voluntad del muerto. Creí que se refería a las cuestiones generales suscitadas por su condición de nuevo caudillo.

-Es lo que él hubiera esperado, Manuel.

-También en lo del campito.

  —34→  

Aquello me pareció inconveniente en semejante ocasión. Permanecí en el velatorio un tiempo decoroso, y volví a mi pensión. No pude dormir, de modo que estaba despierto cuando sentí movimientos en la madrugada, y entró Manuel después, acompañado de un apuesto muchacho que yo conocía de vista, Jorgelino, hijo de un próspero hacendado de la zona, cuyos hermanos vivían una vida regalada en Asunción, pero él prefería la vida de campo.

-Perdone que le despierte, Doctor -decía Manuel.

-No estaba dormido. ¿Qué pasa?

-Jorgelino tiene que hablar en nombre de las fuerzas vivas en el entierro de mi tío. Quiero que le escriba un buen discurso, Doctor.

Lo de «quiero» me irritó un poco, pero lo dejé pasar. Muchas emociones estaba pasando mi discípulo velando a un tío después de matar a un hombre.

-Con mucho gusto. Se lo debo a tu tío -respondí.

Encendí la lámpara y desenfundé mi pequeñita Hermes portátil. Se fueron diciendo que volverían al amanecer. Y entonces me puse a escribir el discurso fúnebre, sin exigirme mucho, aunque sintiendo cierta vergüenza por la enorme cantidad de lugares comunes que estaba apilando en el papel. Pero en ese ambiente y con aquella concurrencia sonarían a versículos de una Biblia política.

Jorgelino envió al amanecer un peón a caballo a buscar el discurso, y que después de guardar con aire reverente el papel en el bolsillo de su campera se alejó al galope.

No fui al entierro, pero me contaron que Jorgelino había tenido un gran éxito con su oración fúnebre, y que en la parte de las «banderas enlutadas que se inclinan...», la gente había llorado. Me sentí feliz de haberle hecho un favor a aquel muchacho que en el fondo admiraba, pero al contento sucedió la confusión, cuando a la tarde (el entierro fue en la mañana)   —35→   reapareció el peón a caballo que se apeó, se despojo respetuosamente del sombrero, y me entregó, de «parte del patrón-í» un pesado paquete y un sobre. El paquete contenía un flamante y monstruoso revólver Smith Wesson Barracuda calibre 38 largo, que sería considerado una joya para quien tuviera inclinaciones por las armas, que no era precisamente mi caso, cuyo odio más grande era al viejo fusil que durante dos años debía cargar y tener limpio en mis días de conscripto. El sobre contenía un cheque por una cantidad asombrosa. No esperaba que mis dotes de escritor se cotizarían tan alto ni que mi fama de «sabio» me significaría en el futuro un tonto y reverencial sentimiento de respeto. Pensé en devolver semejantes regalos. Pero supuse también que aquello sería considerado una ofensa, o peor, que mi obsequiante pensaría que consideraba insuficiente el pago por mi brillante trabajo oratorio.

Me quedé el revólver y el cheque.

Y el martes apareció el ómnibus. Nadie vino a despedirme, lo que me dolió mucho, porque sinceramente, esperaba que Manuel lo hiciera.

En Asunción no me fue muy bien. Mamá había vendido mi sufrido Simca para poder enviarme dinero a San Rafael y no conseguí trabajo en ningún diario, en parte porque no había vacancia. Y en parte porque tenía fama de «meter en compromisos» a los diarios.

Incidentalmente, el cheque de Jorgelino me permitió sobrevivir dos meses, con abundante dispendio entre los reencontrados amigotes del Bar San Roque, y cuando el dinero terminó, un amigo, rico, filósofo y apolítico me dijo que «la política es el arte de esperar», y me ayudó a esperar ofreciéndome un empleo (a comisión) de vendedor de seguros. Resulté un fracaso. El seguro más rentable, en cuanto a comisiones, es el seguro de vida. Y confieso que jamás encontré la forma de convencer a nadie de que era ventajoso apostar contra la muerte.

Entonces encontré a Jorgelino por casualidad.   —36→   Tenía un trabajo provisorio como guía y secretario de un yanqui que había venido interesado en instalar una industria (no recuerdo si era de papaína) y se marchaba desinteresado. Mi último compromiso fue conducirlo al aeropuerto, y allí encontré a Jorgelino, de vacaciones, me dijo, que se embarcaba para Punta del Este con una esplendorosa morena. Me abrazó con cordialidad, me preguntó cómo andaba, le dije que así así y haciendo ademán de sacar la billetera me dijo que si podía hacer algo por mí. No sé ahora, si no le pedí un préstamo por vergüenza de mí mismo o por vergüenza de la morena, carne lujosa de departamentos con aire acondicionado y espejos en los techos, que me miraba con lánguida conmiseración.

Aún en la lona, uno tiene su orgullo, y no acepté la ayuda de Jorgelino, llamaron a los pasajeros de su avión, me desinteresé de mi yanqui desilusionado y despedí a Jorgelino. Cuando pasaba la puerta destinada a pasajeros, me dijo con un brillo especial en los ojos, demonio de tentación, el hombre.

-Manuel siempre habla recordándote. Y el campito está todavía allí. Ahora él es el caudillo. Te necesita.

Y se fue.

Esa noche no fui al San Roque, sino a un barcito de la plazoleta del puerto que olía a prostitución y a orina, donde pedí una cerveza y rechacé varias ofertas. Curiosamente, fue una mujer que se ofertaba, la que desencadenó primero una serie de reflexiones, y después una serie de decisiones. La pobre diabla, rechoncha, o mejor, cuadrada dentro de su apretado pantalón vaquero y una remera que estallaba con el peso de dos pechos como sandías, se sentó a mi mesa, descaradamente, y fue directamente al grano.

-¿No querés coger, mi amor?

La miré. Sapo hembra. Repulsiva, con sus dientes postizos amarillos que parecían el teclado de un piano abandonado. Había un mundo de distancia entre aquella morena hecha a mano que Jorgelino se   —37→   llevaba a Punta del Este, y este pobre producto de la cloaca.

Lo malo era que sólo estaba a mi alcance aquella sifilítica realizada o en potencia.

El campito.

Ochocientas hectáreas.

Doscientas vacas preñadas que ya serían mamá, algunas.

Mi oficio de escribidor en situación de paro forzoso, rechazado por el pecado de pensar «con exceso», como me dijo aquel Director que nunca tuvo una idea, pero un instinto formidable para ganar plata.

Esa noche, en mi cama, añoré San Rafael, y me dormí.

A la mañana siguiente, quemé las 145 cuartillas de la novela que estaba escribiendo, armé mis valijas, y fui a dar un beso a mamá. El viento cruzaba la sala y se llevaba las cenizas de mi novela.

-¿Te vas, hijo?

-Sí, mamá.

Ella conocía de mis angustias económicas. De hecho, nunca supe de dónde sacaba resecos billetes que me ponía en los bolsillos.

-¿Te vas para mejorar?

¿Qué podía responder a aquello? Por una misteriosa asociación de ideas, recordé a Cleto. Ahora lo comprendía mejor, aunque la comprensión me producía un nudo en el estómago.

Mi pobrecita mamá, siempre tuvo una fe ciega en mi talento de escritor. Soñaba que había concebido un candidato a Premio Nobel.

-¡Pero no dejes de escribir!

Un sollozo se disparó en mi estómago y se me hizo nudo en la garganta. Pobre mamá. ¿Cómo explicarte que escribir es como la vagancia de Cleto?

-No dejaré de escribir mamá -le debía esa ilusión.

Al mediodía, tomé el ómnibus a San Rafael.



  —38→  

ArribaAbajoEl juicio de Dios

Había fracasado -por segundo año consecutivo- en los exámenes de ingreso en la Facultad de Ingeniería, y se me abría la triste perspectiva de un año más de espera, entre cursillos de ingreso más o menos eficaces y la tornería de mi padre, que no me reprochaba el fracaso, pero decía que mientras tanto hay que hacer algo útil, y me instalaba al pie del torno más pequeño, en el aburrido trabajo de fabricar bujes y pulir bielas.

La situación no se presentaba muy placentera.

-Trabajas por el techo y la comida -decía papá, si bien debo reconocer que los sábados me entregaba algún dinero para «diversiones», cuya suma aumentaba con las furtivas aportaciones de mamá que sencillamente, se limitaba a depositar en los bolsillos de mi campera, algunos billetes extras, que provenían de «sus ahorros» de misterioso origen, porque en verdad, ella no trabajaba en nada, es decir, era ama de casa, y lo lógico era colegir que tales ahorros se debían a su sabiduría de administrar el dinero que le proporcionaba mi padre para los gastos del día.

Fue entonces cuando se presentó aquel hombre de rostro cadavérico a ofrecerme un trabajo extra. Era dueño de un viejo ómnibus, Volvo Diesel, que quería fuera llevado, rodando, claro, a Puerto Empalme, como a 240 kilómetros de Asunción, sobre el río, allá en el litoral Norte. Me ofreció una suma bastante tentadora, y también la bienvenida aventura de conducir aquel armatoste, y de paso romper la rutina del taller y del torno.

Más tarde, las cosas no parecieron tan atractivas, cuando fui a echar un vistazo al vehículo. De gomas, estaba bien, pero todo lo demás era poco menos que una   —39→   ruina. Los tapizados de los asientos rotos y los cristales rajados cuando no ausentes. Además, olía a cosa vieja, como olería el cadáver de un camión.

-Mecánicamente está bien -me dijo el hombre cadavérico- se le hizo un cambio de aceite, limpieza de filtros y un ajuste de caja de velocidades.

Probé el mastodonte dando una vuelta a la manzana. Los frenos eran bastante holgazanes, y la dirección tenía tendencia a desviarse a la izquierda, pero me dije con optimismo que con la ayuda de Dios podría llegar a destino. Sin embargo, la confianza casi se diluyó cuando el hombre cadavérico me dijo:

-El problema es que no lo podrás llevar por la ruta asfaltada...

La razón era simple. El vehículo había estado como diez años parado. No se habían renovado los papeles municipales ni fiscales, y ni siquiera tenía placas de identificación. Además, estaba en tan ruinosas condiciones que en el primer puesto de la Policía Caminera me sacarían de circulación, de tal suerte que si quería llevarlo a Puerto Empalme, debía tomar la carretera diagonal, poco menos que una sugerencia de camino donde se daban todas las condiciones para hacer fracasar la empresa, arenales larguísimos, arroyos sin puentes, tramos barrosos interminables, y huellas en las picadas del monte que despreciaría un conductor de carretas.

Mi afán de aventura y mi deseo de liberarme del torno paterno, triunfaron. Acepté el compromiso. Debería llegar a Puerto Empalme, embarcar el vehículo en una chata. Y ahí terminaba mi trabajo. Me enteré más tarde que la chata lo conduciría río abajo hasta Puerto Alemán, donde el ómnibus sería usado para el transporte de los agricultores de un vasto contorno de Puerto Alemán, sobre el río, donde existían almacenes, una farmacia, ferretería, tienda y hasta una casa de artículos electrónicos. En verdad, el ómnibus había sido adquirido por la Cámara de Comercio de Puerto Alemán, si así puede llamarse a una sociedad pequeñita   —40→   y amorfa de comerciantes interesados en vender, especialmente en épocas de acopio.

No expresé mis dudas sobre la eficacia del servicio que podría prestar el ómnibus recorriendo caminos vecinales, porque eso no me concernía en absoluto. Mi trabajo -y mi aventura- era llevar aquella ruina rodante a Puerto Empalme.

Examiné sin mucho celo el equipo de viaje. Rueda de auxilios, un gato hidráulico que perdía aceite, herramientas y un gran cajón de madera conteniendo repuestos, unos pocos nuevos y otros evidentemente usados y al fin de su existencia útil. Mi madre agregó por su cuenta un botiquín de primeros auxilios, y como dos docenas de botellas de agua mineral. Esto, porque desde que había visto en la televisión una documental de Cousteau, había madurado un entrañable horror al agua contaminada.

Me puse en marcha a las tres de la mañana, hora de poca vigilancia policial, no fuera que la aventura terminara en su comienzo, por el celo de algún inspector de tránsito, y salía ya de los límites de la ciudad y encaraba el primer tramo de ripio en las afueras, cuando estaba saliendo el sol. Sólo más tarde, comprobé que el aparato de radio del tablero no funcionaba. No alivió mi irritación que dijera carajo tres veces y diera puñetazos al mudo receptor de radio. Olvidaba agregar que los 240 kilómetros sobre ruta asfaltada, se convertían en 310 por la diagonal.

El viejo Volvo se portaba bastante bien, y el motor respondía con potencia, si bien soltaba una humareda espesa y negra, y la caja de cambios hacía ruidos extraños, dándome ocasión de distraerme un poco haciendo el catálogo mental de los mismos. En primera, sentía un latir de diente roto y dolorido. En segunda un gemido cual moribundo pidiendo confesión. En tercera el camión iba a tirones, dudando entre ir adelante o detenerse. En cuarta se afinaba, con un zumbido casi jubiloso de tomar velocidad. La quinta nunca la usé, porque había que ponerla al alcanzar los   —41→   sesenta kilómetros por hora, y estaba seguro que aunque condujera por el asfalto, sería una hazaña alcanzar los cincuenta.

Calculé que ya me había alejado como 180 kilómetros de Asunción, y cuando estaba ponderando la «nobleza» del vehículo que había arremetido contra arenales profundos, galopado sobre roca dura y agresiva, hundido hasta los ejes en el barro sin darse por vencido jamás, salvo las veces que yo me detenía a orinar o a agazaparme tras un yuyal, cuando me di cuenta que el humo del escape ya no era negro, sino azulado, y el motor ya no se mostraba tan vigoroso como al principio. Sin embargo, logré cruzar un arroyo bastante ancho, pero de piso arenoso y plano, y allí el ómnibus se declaró derrotado. Tosió, masculló obscenidades de hierro y se detuvo con un gorgoteo, como dicen que hacen los degollados.

Había pasado por parajes distintos, bellos algunos, pero tocados todos por la desolación de los campos y los bosques cuando ningún camino ofrece perspectivas a la aventura de sembrar y cosechar. Ranchos aislados y minúsculos; algunos chicos cazando palomas con sus honditas de goma elástica, carreteros de mirada baja y expresión hostil cuando tenían que ceder la huella al contrincante rugiente. Paisajes hermosos pero tristes, en los que se adivinaba el cauce de los arroyos por el mayor acento del verde de la vegetación. Y gente ausente, salvo aquellos desdibujados hombres sentados en largos bancos a la sombra de una enramada frente al rancho que ostentaba su bandera blanca, que no era señal de paz ni de armisticio, sino de que había «expendio de bebidas». Así, en plural, aunque las bebidas se reducían a poderosa caña clandestina.

Examiné el motor impetrando que mis conocimientos mecánicos adquiridos en la tornería alcanzaran para hacer un diagnóstico, y reparar el daño. Lo primero no fue difícil: la junta estaba quemada. Reponerla era más difícil, comenzando por hacer una apuesta contra el destino, revisar el cajón de repuestos, y encontrar allí una junta nueva. La encontré. Todo lo   —42→   demás sería un tedioso trabajo de aflojar decenas de tuercas, extraer la tapa y reponer la junta quemada. Calculé que me llevaría tres días.

Empece a sentirme optimista cuando comprobé que en los alrededores había gente. Cuatro ranchos de adobe que parecían apretujarse unos contra otros, como para defenderse de la vacía soledad del vasto, verde y silente contorno. Alrededor, dos o tres vacas lecheras de ubres arrugadas, gallinas que picoteaban libres, y pequeñas parcelas sembradas al modo que los economistas llaman agricultura de subsistencia, y más bien resultaba de supervivencia.

El primero que se aproximó a ofrecer ayuda fue don Nicasio, hombre avejentado que no parecía hecho de carne, sino de fibras tirantes, sin un solo diente en la boca, que poca falta le hacían, porque nunca sonreía. Le agradecí su buena disposición, y él se limitó a asentir y marcharse. Más tarde, cuando empezaba a obscurecer, se presentó una joven mujer de lindos cabellos rubios que si hubieran conocido de champúes resplandecerían, pero de hecho estaban resecos y enmarañados. Tenía todos los dientes hasta donde podía verse, un bebé en brazos y los pechos erguidos, llenos de leche, observé con cierto escozor libidinoso. Dijo llamarse Nila, Nila-í, supe después. Dijo ser hija de don Nicasio, y que su padre decía que si pasaba la noche en el ómnibus los mosquitos me comerían vivo, que uno de los ranchos estaba deshabitado y podía acomodarme allí. Acepté la oferta y fui a instalarme en la tapera.

Obscurecía y no tenía idea de cómo hacer para dormir, cuando se presentó ña Casiana, otra vecina, portando una gruesa manta, una vela de sebo y a sus dos hijos. Carmen, rolliza y mofletuda, y Liborio, que debía ser de otro padre, porque era tan alto y esbelto como redonda y torpe era su hermana. Agradecí su amabilidad a ña Casiana, que sonrió y murmuró un «Jesús pero si es zoncera» y se marchó después de tender la manta en el piso de tierra apisonada y de encender la vela. Los dos jóvenes se quedaron, curiosos, reflexioné   —43→   entonces; interesados, lo sé ahora. Liborio no era un gran conversador, pero demostraba mucho interés en conocer la naturaleza de la avería del motor, el tiempo que me llevaría componerla y si necesitaba ayuda, todo un rosario de preguntas que respondí cortésmente, que sí, que era verdad que mi destino era Puerto Empalme. Su hermana, apenas pasada la adolescencia, escuchaba absorta, como si de mis respuestas dependieran sus vidas. Tiempo después, supe que en cierto modo, era así.

Se fueron, me acosté sin apagar la vela y usando mi campera como almohada, sintiendo en carne propia que en cuanto al acoso de los mosquitos, el ómnibus sin cristales no tenía gran diferencia con aquella tapera sin puertas ni cristales ni nada parecido en las ventanas.

El cansancio me adormecía cuando la silueta de Nila-í se dibujó en la puerta, a la luz de la vela. Traía un plato de comida, algo así como un guiso donde flotaban algunos fideos, porotos blancos y unos trocitos de carne. La cuchara apenas tenía la mitad del mango. Sólo entonces me di cuenta del hambre que tenía. Comí con apetito, y dejé que Nila-í me mirara comer, recostada en el marco de la puerta.

Terminado el yantar, dudé si aquella comida traída por la silenciosa muchacha, la debía pagar o agradecer. Buscaba la billetera en los bolsillos de mi campera, cuando ella, recogiendo el plato, me decía:

-No.

Se marchaba y salía por la puerta cuando se volvió y preguntó:

-¿Cierto que se va hasta Puerto Empalme?

Era la segunda vez que me interrogaban sobre mi destino.

-Cierto -le dije.

Me pareció que quería decir algo, pero que lo pensó mejor y se fue sin agregar nada.

Apenas amanecía, cuando apareció de nuevo Nila-í, con un jarro de espeso mate cocido apenas   —44→   endulzado, y dos trozos de chipá de gomoso almidón. Los dejó sobre la mesa y se marchó. Tomé aquel desayuno y me dirigí a encarar mi trabajo de mecánico. El sol prometía ser inmisericorde, y no me resultó extraño que Nila-í apareciera de nuevo trayendo para mi uso un sombrero pirí ancho y algo usado ya. Supuse que había adoptado el papel de hada madrina.

Cruzamos el patio del rancho vecino, y allí estaba lo que fue alguna vez un hombre, un hombre sin edad, o con la edad del dolor humano, tendido en un catre, despierto, con los ojos abiertos, pero tan inmóvil que ni movía las pestañas cuando las moscas se posaban sobre sus ojos lagañosos. Evidentemente sufría de parálisis, pero de un tipo que inmoviliza también el alma. ¿A qué profundidad de la resignación había llegado para entregarse hasta a las moscas?

-Es don Quitó -me informó Nila-í con su lenguaje corto y seco-. Venía borracho. Se cayó de la carreta y la carreta le rompió su espinazo.

Ese mismo día me enteré que aquella señora que desplumaba una gallina era ña Jacinta, esposa del inválido, y que tenían dos hijos, Acela y Amancio, que estaban en el bañado cortando adobe.

Cuando llegué al ómnibus me llevé una sorpresa. Don Nicasio me estaba esperando, sentado en el suelo. Sobre un trozo de alfombra que había encontrado en el interior del vehículo, el nervudo viejo había dispuesto mis herramientas con un orden impecable. Una enfermera no lo hubiera hecho mejor con los instrumentos de un médico cirujano.

-Gracias -le dije.

-Es para que se vaya enseguida -me respondió con acritud.

Apretaba los labios sin dientes, como si lo importante para él fuera que arreglara el motor y saliera a la disparada. Manías de viejo, me dije, y empecé la tarea.

No es nada fácil aflojar tuercas que llevan veinte años sosteniendo hierro contra hierro, y el trabajo   —45→   se complicaba por las inadecuadas herramientas que disponía. Pero me estaba dando maña. Y además tenía ayuda. El más diligente, hábil y forzudo era, Liborio, que se metió en mi trabajo como si se hubiera jurado ser útil o morir. Confieso que dos de cada tres tuercas que se aflojaban no cedieron a mis fuerzas, sino a las de Liborio, que tenía unas manos enormes y unos brazos flacos pero duros como acero. Su gorda hermanita tampoco se dejaba estar, cebando incansablemente el tereré con que combatíamos el calor y que se suponía prevenía contra la insolación y la deshidratación. En todo caso, calmaba la sed.

Trabajamos toda la mañana y no avanzamos mucho. La maldición de los motores es que para desmontar una pieza hay que desmontar tres que dificultan la tarea. Pero Liborio ayudaba, y hasta se había conseguido una vara tubular de hierro, que había sido un trozo de arado, que servía de palanca a nuestras casi inútiles llaves inglesas. Don Nicasio no cesaba de mirar con el aire impaciente de «a ver si cuándo terminan», y Nila-í, sentada bajo un naranjo agrio, sacaba el pecho blanco y rotundo y amamantaba a su bebé.

Al mediodía comprobé que la gallina sacrificada por la esposa del paralítico era en mi homenaje, o para darme fuerzas, según se mire. Mi almuerzo, que tomé en la mesa de la buena señora puesta a la sombra de un mango, y cuidando de dar la espalda al pobre enfermo, consistió en un nutritivo puchero de gallina, con dos trozos de mandioca suaves como manteca. No comían conmigo. Me miraban comer, una situación que siempre resulta algo molesta, pero razonaba entonces que no era momento ni lugar para remilgos de ninguna naturaleza.

Ntilde;a Jacinta me miraba inquisitivo desde el otro extremo de la mesita. Esperaba oír de un momento a otro la consabida pregunta sobre mi destino en Puerto Empalme. Pero ya lo sabía, porque la pregunta que seguía era: -¿Va a tardar demasiado para arreglar su camión?

  —46→  

-Dos o tres días -dije con optimismo. Injustificado, porque de hecho tardé 12 días.

Al retomar mi trabajo por la tarde, tuve dos nuevos ayudantes, hijos de ña Jacinta, Acela, que de mala manera arrebató a Carmen su tarea de servir el tereré. Tenía cómo imponerse, pues era alta, robusta, con enérgicos pómulos indios y porte casi varonil y espigado. Si no fuera por los pechos y cierta gracia al caminar, en Asunción podría pasar por un travesti. Toda una ruda trabajadora de los ásperos bañados, amasadora del barro rebelde y cortadora de adobes. Me dio lástima la gordezuela Carmen, desplazada de su apasionada tarea poco menos que por la fuerza bruta. Y no sentí extrañeza cuando Nila-í, al ver el papel que asumía con insolencia Acela, le diera al bebé que lloraba unas palmadas en las nalgas en vez de darle el pecho, y se marchara con aires de enojo.

Comencé entonces a intuir que en aquel paraje abandonado de Dios, estaban aflorando inesperadas tensiones. Aquellos viejos querían que me fuera lo más pronto posible. Los jóvenes se desvivían por ayudar. Los motivos se abrieron paso lentamente en mis razonamientos. El resorte que soltó las tensiones era yo, o mi vehículo. Pero la razón última estaba en Puerto Empalme, a cientos de kilómetros de allí, donde terminaba esa carretera que me estaba matando, y se abría la ancha perspectiva de la vía fluvial, sin límites al norte y al sur. Aguas arriba, la oportunidad, y aguas abajo, más allá de donde el río se precipita al Paraná y el Paraná desemboca en el Río de la Plata, la aventura.

Yo era la tentación para los jóvenes y la maldición para los viejos que quedarían librados a su suerte. Sin los jóvenes, la tierra moriría de hastío, y los viejos de necesidad.

¿Quién diablos, con perdón de Dios, me había arrastrado a esa situación?

El breve caserío estaba allí desde el principio del tiempo. Forzando el concepto, era una comunidad, un trozo de humanidad que estaba destinado a vivir   —47→   o sobrevivir, siguiendo el indoblegable curso del destino. ¿Debemos intervenir para alterar el curso de las cosas? ¿Cómo es que el bien para unos es el mal para otros? ¿Cómo es que la libertad se funda en la desesperación de los abandonados?

Todo lo que presumía se confirmó esa noche, después de consumir la cena que con talante rencoroso me trajera Nila-í. Me aprestaba a acostarme, cuando entraron sin mayor ceremonia Liborio y Amancio. Como que yo estaba sentado sobre mi frazada en el piso, se sentaron en cuclillas, frente a mí, con sus miradas escondidas en la sombra de las alas de sus sombreros.

-Queremos ir a Puerto Empalme -dijo Liborio.

-Podemos pagar -agregó Amancio.

Metían las manos en los bolsillos, sacaban rollos de astrosos billetes, y lo ponían en el piso, frente a mí.

El fajo de billetes de Liborio era mucho mayor que el de Amancio. Adiviné más que vi la mirada asesina de Amancio, y no me sentí inclinado a apostar por la integridad de Liborio. Decidí aplastar lo que podría ser una larva de violencia.

-Guarden su dinero -les dije- si los llevo no será por dinero.

Vacilantes, embolsaron su dinero.

-¿Pero nos vas a llevar? -inquirió Liborio.

-No sé -respondí sinceramente.

-¿Por qué no ha de hacernos ese favor? -insistía Amancio.

¿Favor? ¿A quién? ¿Contra quién? ¿Con qué derecho?

-Quiero dormir -dije, me acosté, les di la espalda y apagué la vela. Oí el rumor de sus ropas cuando se iban, elásticos como gatos.

Pero no dormí, porque cuando empezaba a hacerlo, sentí compañía sobre la frazada. Era Acela, cuyas manos me hurgaban la entrepierna. Mi vida sexual, hasta entonces, había sido algo promiscua para un joven   —48→   de 21 años. Pero a través de ella había aprendido que todo consistía en poseer a una mujer. Esa noche aprendí algo nuevo y atemorizante: que uno puede ser poseído por una mujer, que después de dejarme exhausto hasta el desfallecimiento, pegó un salto, se arrodilló, desnuda en la frazada, y me susurró:

-¿Me vas a llevar a Puerto Empalme?

De modo que era eso -murmuré- y volví la espalda. Pero la aventura de esa noche no terminó ahí. Al instante siguiente de marcharse aquella insaciable amazona, estalló afuera el alboroto. Me asomé curioso. Dos hembras luchaban como gatas y se escupían insultos increíbles. Acela y Nila-í.

Me acosó la necesidad urgente de terminar con el maldito motor.

Parte de la mañana siguiente la dediqué a curar, con el botiquín de primeros auxilios de mi madre, un terrible arañazo que dividía en dos las mejillas de Nila-í. Sólo pude desinfectar y vendar sabiendo con cierta frustración que aquella cara requería unas suturas, o empezaría a volverse vieja en torno a una cicatriz. Mientras fungía de paramédico, Nila-í me clavaba los ojos en la cara.

-¿Me vas a llevar a Puerto Empalme?

-No sé. Y por favor, no se te ocurra hacerme compañía esta noche.

-Soy mejor y más limpia que Acela. Y tengo leche.

Me produjo una revulsión profunda. Sexo con leche, de lo sublime a lo bestial. Sexo con lactancia tardía y viciosa. Se adueñó de mí el asco. Por mí mismo porque la idea me había excitado. Pero la rechacé, consciente de que toda esa oferta malsana respondía a un poderoso anhelo de libertad. Dios perverso, qué problemas nos planteas.

-¡Guárdate tu leche para tu bebé! -le respondí de mal modo.

El bebé.

-¿Quién es el padre?

Se encogió de hombros como diciendo que   —49→   podría ser cualquiera.

Terminé la inexperta curación, unté la herida con una pomada de antibiótico, puse gasas desmañadas y cinta adhesiva encima. Recordé que un pedicuro que me extrajo una uña encarnada me recomendó que no mojara la herida, e hice la misma recomendación a la muchacha. Después fui a trabajar con el motor, con el ferroso don Nicasio sentado a la sombra, Liborio y Amancio esperando impacientes, y Acela, la de nombre de cierva esbelta y sexualidad de tigresa, con el tereré listo, ante la mirada llorosa de Carmen, observando a prudente distancia.

Trabajamos duro hasta el mediodía y sintiendo hambre me encaminé al rancho de ña Jacinta, dando por sentado que lo de la sopa de gallina se repetiría. Pero no era así.

-No hay comida -me dijo de mala manera.

-Le voy a pagar, ña Jacinta.

-Si le hago comida, capaz que le pongo veneno.

Me miraba con odio. Ya estaba enterada. Yo le iba a arrebatar a sus hijos. Al menos eso pensaba ella.

Salvó la situación Amancio, que escamoteó de su madre un poco de miel de caña y un trozo de queso maloliente, y me los trajo.

Durante las noches siguientes, las visitas de Acela se repitieron. A veces no sentía ganas, otras sentía asco, y además experimentaba el bloqueo que se produce cuando se tiene conciencia de ser observado desde las sombras. Observado por Nila-í. Quería rechazar a aquella hembra caudalosa, pero no lo hacía, me entregaba a ella, quizás por el temor de llegar alguna vez a Puerto Empalme con la mitad de la cara en ruinas.

Ntilde;a Casiana, la madre de Liborio y de Carmen, también me negaba comida, lo que ya no fue problema, porque Acela se había adueñado de mí, y entre sus obligaciones incluyó la de alimentarme hasta el hartazgo con huevos fritos en grasa de cerdo, y grandes cantidades   —50→   de mandioca. Era su ejercicio de un señorío sobre mí, pero era un señorío del tipo que no se acepta, sino del que se huye.

Sucedieron hechos que parecían querer conducir a desbordes de la violencia, como cuando don Nicasio molió a palos a Nila-í, que protegía a su bebé contra su vientre, se inclinaba y ofrecía la espalda sumisa a los garrotazos del padre. O como cuando pude ver a la obesa Carmen, arrodillada sobre sal en el piso de su rancho, y a Liborio arrebatando con fuerza de las manos de su madre una fusta que ella blandía contra el hijo, y perdía la fusta y caía al suelo, desparramando sus viejas trenzas desechas.

Ntilde;a Jacinta exudaba rencor, sabiendo que su hija dormía conmigo, y que Amancio lo hacía en el ómnibus, con un gesto terminante de comunicación rota con la madre.

El clima se había vuelto espeso y el aire me parecía irrespirable. Pecador y fornicador por añadidura, rogué a Dios que me ayudara a terminar con el estúpido motor. Y se sucedieron días de tenso trabajo, hasta llegar al día aquel en que don Nicasio no estaba haciendo su guardia permanente a la sombra del árbol. Pregunté por él y me dijeron que había salido a cazar con su rifle. Un miedo frío trepó por mi espinazo cuando me enteré de que el sombrío viejo tenía un rifle, y el temor creció cuando a lo lejos sonaron disparos y fue como un zumbido que pasó sobre mi cabeza. Caí sentado instintivamente.

-Es una avispa -me dijo Liborio. Amancio asentía. Era una avispa. Pero los tres sabíamos que era una bala. Un mal tiro o un buen tiro de advertencia. Trabajamos desde entonces, hasta de noche.

Finalmente, asenté la tapa sobre la nueva junta y empezamos a apretar tuercas con afiebrado frenesí. Dos días después el trabajo estaba terminado. Era ya de noche, y recién entonces se me ocurrió averiguar si la batería había conservado su carga. Conecté los polos con un alambre, y saltaron unas chispas debilitadas.   —51→   Sólo Dios sabría si en la batería había fuerza para girar el motor de arranque. No hice la prueba esa noche, ni fui a la tapera. Quedé a dormir en el ómnibus, rogando que no apareciera Acela.

Sentado en uno de los asientos rotosos, cavilaba. El problema de los jóvenes que querían marcharse y de los viejos que no aceptaban la condena a la soledad, ya me había sobrepasado.

¿Arrancaría el motor con la débil batería?

¿Llevaría a mis desagradables pasajeros?

Entonces, las cosas se iluminaron, y cerrando los ojos y uniendo las manos cargué sobre las espaldas de Dios toda la responsabilidad.

Sí el motor arrancaba con la batería saldría disparado a la mayor velocidad posible. Si no arrancaba, necesitaría de todo el que tuviera voluntad y fuerzas para empujar el ómnibus. Todos, mujeres, Carmencita, y aquellos grises habitantes de los bañados con los poros llenos de arcilla. Arrancaría así el motor, y que subieran todos los que querían marcharse de aquella lenta asfixia. Me liberarían para liberarse.

Amanecía.

Me senté al volante, introduje la llave de contacto y la giré. En el tablero se encendieron lucecitas verdes, rojas y amarillas.

Aspiré todo el aire que necesitaba mis pulmones, y tiré del botón de arranque...



  —52→  

ArribaAbajoLa quiebra del silencio

Empezaba a caer la noche sobre el pueblo. De la iglesia salía el rumor del mujerío rezando el rosario. El centinela de la Comisaría dormitaba apoyado en su fusil y con la cara infantil casi escondida dentro de su casco de plástico. Las vacas dormitaban en la plaza, echadas sobre sus enormes panzas, y rumiando su vieja pereza.

En el taller y herrería de don Facundo, una linterna daba luz y otra luz más intensa, azul, se desprendía del soplete que soldaba hierros bajo un camión elevado sobre tacos de madera. En la Seccional, dos hombres jugaban a las damas, y el mayor movimiento estaba en el Bar Billar El Arribeño, cuyo orgullo era la mesa de billar recientemente adquirida, a esa hora bastante nutrida de jugadores y mirones. El silencio crepuscular hubiera sido completo si no fuera por el golpe de los maderos sobre las bolas del billar, y la lejana música de los altavoces del Club 15 de Junio, anunciando el baile y elección de reina del próximo sábado.

Entonces llegó el visitante.

Manejaba un automóvil azul lustroso, pero cubierto de polvo. Lo vieron detenerse en la posada, entrar, volver a salir a recoger unos bultos de la baulera del coche y regresar adentro. Poco después reapareció, se sentó al volante e introdujo en el patio el vehículo que estacionó debajo de un árbol.

Mucho más tarde, el oficial de patrulla llegó a la pensión y preguntó a don Segundo si había registrado los documentos del viajero. Azorado, el posadero confesó que se le había olvidado. Prometió que mañana a primera hora cumpliría con su deber administrativo.

-¿Es gringo? -preguntó el oficial.

-Parece -dudó el posadero-. Habla bien el castellano.

  —53→  

No agregó que aquel hombre, de pelo demasiado largo para su gusto, y con barba que bien mirada era bastante sospechosa, todo de extraño color cobre, hablaba bien el castellano, pero con voz lenta, pausada, pensada, «como si pensara en otro idioma y hablara el nuestro».

-¿Trajo equipaje?

-Una valija y un bulto -contestó el posadero.

-¿Bulto? ¿Dijiste bulto, don Segundo?

-Sí. Un bulto -lo pensó mejor- o una funda. O un estuche grande. -Y extendía los brazos y abría las palmas para indicar el tamaño del bulto, o la funda, o el estuche.

El oficial salió al patio, atravesando el comedor a esa hora desierto de clientes. Observó el automóvil debajo del árbol. Sonrió. En ese árbol dormían las gallinas, y el auto se estaba cubriendo de salpicones de mierda. Regresó a la posada. Mirando pensativo al posadero.

-Así que un bulto... -habló como para sí.

-Bastante alargado -informó el posadero, que veía asomar una sospecha en los ojos del oficial e intuía que mejor era colaborar.

-¿Dónde está?

-En la pieza de arriba, con balcón.

El oficial subió las escaleras, tras hacer señas a los dos soldados de la patrulla que lo esperaran abajo. No le daría motivo al posadero, ni a nadie, para pensar que era un flojo. Golpeó la puerta, y esta se abrió enseguida. La gran flauta -pensó el oficial- parece Tarzán. El hombre con su cabello largo y su barba que parecía haber retenido la luz de la luna, estaba desnudo, salvo un calzoncillo anatómico. Alto y musculoso. Sonrió con mansedumbre.

-¿Señor?

-Quiero pasar.

El hombre se hizo a un lado, pasivo, sonriente, tenso como quien quiere paz con el mundo y consigo mismo. El comisario penetró en la habitación, donde   —54→   había una lámpara encendida.

-¿Sus documentos?

El visitante asintió. Hurgó en un bolsón de mano que decía «Eastern» y sacó una libreta verdosa y se la pasó al oficial. El oficial la examinó a la luz de la lámpara. Carajo, en inglés. Empezó a hojear y vio sellos de distintos tonos de azul, de verde, y hasta de rojo que decían Tel Aviv, Hong Kong, París, Amsterdam, Tokio.

-Soy canadiense, señor -le ayudó el extraño.

-Ya vi eso -respondió el oficial, que realmente no había visto más que aquellos sellos-. Canadá. Mucho frío por allá -opinó, irritado de ser considerado un ignorante, y él conocía Canadá, porque había visto una película con trineos tirados por perros y con la gente que se hundía en la nieve hasta las rodillas.

Le devolvió el documento.

-Mañana se me anota abajo.

Dio un vistazo circular a la pequeña pieza. Allí estaba, negro, alargado, lustroso, el bulto, o funda...

Se tensó. Sin disimulo, soltó el broche de la pistolera.

-¡Siéntese en la cama!

-¿Cómo dice, señor? -no cesaba de sonreír.

-¡Que se siente en la cama!

-Sí señor -obediente, el atleta se sentó en la cama.

Cuidando de no dar la espalda a aquel hombre que mentalmente ya había bautizado Tarzán, el oficial se acercó a la mesa donde reposaba el bulto, o funda... o lo que fuera. Tenía un larguísimo cierre de cremallera, de uno a otro extremo. Comprobó que la empuñadura de su revólver estaba a mano, y de un tirón, corrió el cierre de la cremallera. Adentro era de un suave terciopelo rojo, y sobre el rojo, brillaba deslumbrante un instrumento musical.

-Es una trompeta -se oyó la voz modulada con cuidado que venía de la cama.

-Conozco lo que es una trompeta -respondió irritado el oficial-. ¿Es músico?

  —55→  

-Digamos que sí -el hombre sonreía.

El oficial extrajo el instrumento. Olvidó un poco su empaque de autoridad. Aquel metal dorado era cálido, amistoso, perfecto y bello, pulido y suave, de carne de mujer aparecida en sueños, con cuatro botones de plata para una túnica de sonidos.

-Es lindo...-murmuró, y regresó la trompeta al estuche, y decidió marcharse.

Ya en la puerta se volvió. -¿Hasta cuándo se queda?

-No sé.

Poco satisfecho con esta respuesta, descendió la escalera. Don Segundo lo miraba con miedo y curiosidad.

-Era una trompeta -le informó el oficial.

-¿Es norteamericano? -preguntó el posadero.

-De por ahí cerca.

Y se marchó a continuar su ronda nocturna, seguido por los dos soldados, enojado por el ruido que hacía uno de ellos cuando masticaba la galleta que llevaba en los bolsillos, que le impedía pensar en aquella cosa de carne de oro, dormida sobre terciopelo rojo, como debe dormir la Diosa de la Música -dudó- si la Música tiene Diosa.

-¡Sí señor, un bife grande con cuatro huevos fritos! No señor tocino no hay.

-No. Jugo de naranja no pero le puedo hacer jugo de pomelo, de allá del patio...

Sí, señor. Su auto está lleno de caca de gallina, señor.

El hombre sonreía despreocupado. Y comía. Y bueno, que se agarre un cólico cerrado, si quiere, y que su auto se llene de porquería esta noche. Y el posadero volvía a lo suyo.

El hombre terminó su desayuno y salió a caminar por el pueblo. En el Bar Billar alguien dijo que el gringo ese parece que tiene pila, le mira a uno y sonríe. Una vendedora en el mercado, de vieja a vieja, le murmuraba a otra que «O yoguaitépa Nuestro Señor   —56→   Jesucristo pe». Y el rumor creció en el mercado, y se aposentó en las cocinas, paró las máquinas de coser, circuló entre las viejas que bajaban la voz en susurros reverenciales. El hombre se parece mucho a Nuestro Señor Jesucristo.

El golpeteo sobre los morteros de madera cesó y la molienda de maíz tuvo una pausa. En alguna olla de hierro el chicharrón se iba quemando, y la jalea de guayaba se pasaba de punto en los hervidores de cobre. Y un santo quedó sin su vela y un difunto sin su aniversario. El horno de barro sobre estacas perdía su calor acumulado. Corredores quedaron sin barrer, y las aguas del cántaro sin renovarse, y los huevos no fueron recogidos de los yuyales. Doña Luz, orgullosa de su blancura fue a visitar a su comadre y se olvidó de su sombrilla eterna. Don Servando se fue furioso al Establecimiento después del imperdonable mate frío que le sirvió ña Cayetana, con aire ausente y distraído.

Oyoguaitépa Jesucristo pe...

Reían las jovencitas irreverentes y decían que Nuestro Señor no maneja autos y que el hombre era churro como en el cine, deseando más que nunca ser elegidas reinas del 15 de junio.

El oficial, sentado en su Comisaría y con su deber de saberlo todo, no cesaba de pensar en el hombre aquel. Y en su trompeta. Con su instinto afinado de autoridad, parecía asomarse a una conclusión inquietante. Con la llegada de este hombre, algo estaba cambiando. O algo se estaba quebrando. Lo malo era que no sabía qué. Decidió no decirle nada al Comisario, porque al final de cuentas, no tenía nada que decirle. Pero la inquietud volvía. Había más gente por las calles. Más ruido y más ventanas abiertas en las casas. Y se hablaba más, como si el hombre hubiera hecho un agujero en viejos diques de silencio. Miró por la ventana, y hasta el cura había perdido su costumbre de estar ausente, porque se le veía pasear por la plaza, meditando, con las manos cruzadas sobre sus flacas nalgas. Paseando, sin prisa, dándose tiempo a pensar más hondo.

  —57→  

Lo inesperado sucedió al caer la noche. El hombre salió de la posada con la trompeta en la mano. Cruzó la calle y penetró en la plaza, donde antes había pasto, que las vacas se habían comido, y un «parque infantil» con tobogán y hamacas que colgaban destrozados, pero sobrevivía un banco despintado, sobre el pedregullo suelto de lo que debió ser la Avenida de la Iglesia.

El hombre se sentó en el banco, se llevó la trompeta a los labios, y emitió un sonido áspero. Un chiquillo, valeroso, descalzo, y con mundos de inocencia en los grandes ojos abiertos se había acercado al músico. Él le sonrió, se levantó, hizo una reverencia y murmuró:

-Bienvenido al concierto.

Volvió a sentarse, y decía al chiquillo:

-El Réquiem, de Mozart.

Y después, agregó:

-Es música para los muertos.

Fue demasiado para el niño, que huyó a llevar la noticia. El extraño tocaba para los muertos.

Entonces la música empezó, y el pueblo y las cosas y las personas quedaron detenidas en el tiempo. Un taco de billar quedó a medio camino. En la Iglesia el rumor llegó apenas susurrado al «Ruega por nosotros, pecadores...» y se diluyó. El cura perdió el hilo de las cuentas del rosario.

Todo quedó pendiente del purísimo sonido del metal, el cielo y la tierra se volvieron música, y la música era un enorme lamento que era la suma de todos los lamentos por todos los muertos. Gentes se aproximaban, convergían en silenciosa, espectral procesión hacia aquella fuente de sonidos doloridos e impetuosos, y un círculo humano, respetuoso y silente, rodeaba al extraño, que tenía las mejillas rojas y los tendones del cuello tensos, y los ojos cerrados para mirar mundos más allá del mundo y oír silencios más allá del silencio de las estrellas del cielo.

Dentro de la iglesia, al rumor de los rezos   —58→   reemplazó aquella vibración que rajaba el alma con puñales de cristal, para que las almas perdieran sus viejas cáscaras y se asomaran al borde de un abismo de luz de donde surgía una tentación de maravillas, y del conocimiento de la verdad última de lo sobrenatural. Ni el mismo cura escapó a la seducción, contenía la respiración e inspiraba de a poco, como si quisiera respirar la música que flotaba en el aire y se adueñaba de todo.

Manto espeso de dulce tragedia, resignación iluminada, peso funerario y triunfal al mismo tiempo, genio que no vence a la muerte pero la viste de majestad, el Réquiem de Mozart se abatió sobre aquella inocencia cruel y raigal del pueblecito perdido, y la mujer y el hombre, la anciana y la viuda, sintieron que sus muertos estaban allí, en medio de las sombras, respirándoles en la nuca un aire cálido de tristeza y salvación.

Terminó la música. Y un silencio más ensordecedor que todas las ovaciones de todos los teatros, premió al músico, que sonrió, hizo una reverencia y se alejó con su paso largo con rumbo a la posada.

La multitud no se dispersó, rodeando el banco vacío. Una anciana se santiguó. El Presidente de Seccional quiso decir «I porá», pero se le atragantó la palabra. Y el oficial se alejaba deprisa hacia la comisaría, bajando la visera de la gorra sobre los ojos, no sea que vieran que le corrían lágrimas, y más curioso que nunca de saber qué diablos estaba pasando en el pueblo.

El día siguiente, en la posada, el extraño comía en una mesita que pidió se colocara en el rincón más alejado. En otra mesa almorzaban el Presidente de la Seccional, el Juez de Paz y el Comisario, y en otra más alejada, un robusto chofer de camión ganadero con dos ayudantes, bulliciosos al principio, pero algo inquietos después al observar que el Comisario, el Juez y el Presidente hablaban en susurros, consideraron prudente hablar también ellos en susurros. En una cuarta mesa, el oficial que tenía delante sólo una botella de   —59→   cerveza, se preguntaba por qué aquellos tres hombres llenos de poder hablaban con voces tan quedas. Y se hubiera reído si no fuera inconveniente cuando llegó a la conclusión de que la presencia del gringo los sobrecogía, como a él.

Poco después llegó el cura, se dirigió directamente a la mesa del extraño que estaba devorando su postre, una piña entera, y enjugándose la boca y la barba húmeda con la servilleta se puso respetuosamente de pie.

-Por favor, siéntese -pidió el cura.

-Usted primero, Padre.

El sacerdote se sentó frente al hombre, unió las manos sobre el mantel.

-Lo de anoche fue hermoso.

-Gracias, Padre.

-¿Piensa seguir tocando?

-No le entiendo, Padre. ¿Perdón?

El cura sonrió azorado.

-Perdóneme a mí. ¡Preguntar a un músico si seguirá tocando! Es tonto. La pregunta es si piensa seguir tocando en el mismo sitio y a la misma hora.

-Sí, hora.

El extraño iluminó su perpetua sonrisa.

-Perdone que me ría, Padre. Un médico, allá lejos me dijo que me olvide de la hora o me volveré loco. Por eso estoy aquí, el lugar más aproximado al lugar donde no existe el tiempo -rió-. El médico me decía que tengo el cerebro intoxicado de tiempo, y de prisas, y de relojes, y camarines y grandes telones de terciopelo.

El oficial, que no perdía palabra, se platicaba a sí mismo que el diagnóstico y la cura habían llegado tarde. El pueblo, su pueblo, un lugar donde no existe el tiempo. Locura.

-Entonces le diré de otra manera, señor -decía el cura- comprendo que Ud. toca, como...

-No encontraba la idea.

-Como un acto de liberación, Padre. Toco   —60→   cuando siento ansias de tocar. Entonces, no me pregunte dónde y a qué hora.

-Entiendo, entiendo -decía el cura, que sólo entendía a medias- ¿Pero me aceptaría un ruego?

-Sí, Padre. ¿Qué?

-Si siente ganas de tocar a la hora en que mis feligreses rezan, por favor, aguante un poquito, hasta que terminen.

-Lo haré, Padre -contestó con humildad el músico.

El sacerdote se levantó, le estrechó la mano.

-Gracias. Es Ud. un buen hombre. Y un gran artista. -Soltó la mano del músico, hizo un ademán para marcharse, pareció vacilar, se volvió de nuevo al hombre y preguntó-. ¿Es Ud. católico?

-Creo en Dios, Padre.

-¿Qué Dios?

-No puedo describirlo, Padre. A veces veo su rostro reflejado en mi trompeta.

No es nada chistoso, se decía malhumorado el cura. ¿Se había burlado de él? ¡La cara de Dios en la trompeta! Regresó a la Iglesia.

Loco. Definitivamente loco, coincidió con él, sin saberlo, el oficial.

La tarde del mismo día, las rezadoras parecían distraídas, con el oído atento a los sonidos de afuera, y al cura no le sentó nada bien semejante conducta. Entretanto, en la plaza, el círculo se iba macizando en torno al banco vacío, pero el músico no apareció ese anochecer, ni en el del siguiente, ni en el del siguiente.

Un sentimiento de vacío entristeció el corazón del pueblo, y al quinto día, ya no había gente esperando frente al banco de la plaza.

A los siete días, la rutina había vuelto, y más o menos los pocos que pudieron entender las explicaciones del oficial, también tuvieron una idea de la conducta del músico.

-Es un gran artista, pero tiene stress -explica a el oficial, y callaba, esperando que esa palabra   —61→   bárbara, stress, penetrara en las mentes de sus oyentes. Él conocía su significado, pues se lo había dicho el mismísimo cura-. Es una enfermedad de la cabeza -continuaba- de repente se piensa y de repente no. De repente se hace y de repente po se quiere hacer. El cerebro funciona medio caprichoso. Al hombre le da un ataque cuando ve un reloj -esto último lo había inventado por su cuenta, y después finalizaba con una sentencia inapelable-. Desde luego, todos los artistas son medio locos.

En los días siguientes, todo el mundo hablaba de «stress». La enfermera de Puesto de Salud aseguraba que era consecuencia de tomar demasiado pastillas. En plena sesión de la Seccional, el Consejero Honorario, de ochenta años, y que había perdido un ojo en 1947, decía que es como «una lepra del pensamiento». Su esposa, ña Emerenciana, oía las explicaciones y decía que el stress era como cuando el pombero toca a los perros, que amanecen enloquecidos, y aseguraba que al gringo seguro que le tocó el Demonio.

Llamó también la atención que desde la visita del sacerdote, el hombre se había encerrado en la pieza, donde el posadero le llevaba la comida. Y las almas supersticiosas pensaban que su demonio había quedado con miedo.

Todo empezó a renovarse cuando cerca de la medianoche, irrumpió el oficial en el Bar Billar, anunciando que el extraño estaba sentado en el banco de la plaza. Unos acudieron en tropel, otros fueron a despertar a sus mujeres. El cura se enojó cuando el sacristán le arrancó de su placentero sueño, pero se levantó y sin sotana, salió a la plaza. Cuando llegó, la concurrencia ya era numerosa, esperando, en silencio, mientras el músico, con la mirada perdida, pasaba una franela sobre el lustroso metal de la trompeta. Y todos lo notaron. La barba y el cabello mucho más crecidos, las mejillas antes lozanas, de un desvaído gris-rosado y los ojos hundidos, como si tuviera fiebre.

Pareció recobrar algo de su apostura entre   —62→   inocente e irónica cuando se puso de pie, hizo una reverencia y murmuró:

-Bienvenidos al concierto -sonreía.

No es su sonrisa de siempre -observó el oficial-. No sonríe, muerde la sonrisa.

-Louisiana -decía el músico-, tierra de algodones y de esclavos negros que soñaban con su perdida Patria africana. Querían lanzar a la cara de Dios su tristeza infinita. Y encendían fogatas en la noche y cantaban con lamentos de leones ciegos.

Hombres y mujeres asentían respetuosos. El sacerdote sintió un escalofrío. Lamento de leones ciegos. La totalidad de la tristeza.

-Pero Dios, o sus dioses de troncos labrados no alcanzaban a escucharlos -continuaba el músico-. Y entonces un negro encontró una trompeta, bella como esta, sopló, y allí estaba el sonido para los oídos del cielo, o de todos los cielos que inventa el hombre para no perder la esperanza.

El oficial se preguntó si no era llanto lo que brillaba en los ojos del extraño.

-Damas y caballeros... -no tomó asiento. Tocó de pie, soplando con una energía inconcebible y girando, retorciendo el cuerpo esbelto, apuntando el instrumento al norte, al sur, al poniente y al occidente, al paraíso y al infierno, con esa poderosa protesta de almas múltiples y encadenadas, precipitando rebelión, ira, alegría que llama a una esperanza lejana. Y entonces cada hombre, cada mujer, anciana, viuda, niña, soldado y civil, sintieron suyos esa música, que hablaba un idioma que por fin había encontrado una traducción en cada soledad, en cada asfixia, en cada presentimiento de otro espacio donde el aire que se respira no es pecado sino límpido y puro.

El hombre terminó de tocar. Miró demudado cada rostro de la concurrencia, se sentó en el banco, y se echó a llorar como un niño, y la gente asistía al llanto con la misma reverencia con que había escuchado la música.

  —63→  

-Pobre hombre, merece consuelo -se dijo el oficial.

Pero el cura se había adelantado, pues ya estaba sentado al lado del músico, le pasaba un brazo protector sobre los hombros y le murmuraba que Dios tiene un consuelo para cada dolor y que debemos orar juntos y...

Pero el músico no pareció oír, se levantó y se dirigió a la pensión, con la trompeta brillando a la luz de la luna.

Desde entonces, el músico no paró de tocar.

Siempre a medianoche, sin perder nunca su cortesía algo cínica, para el gusto del oficial, y con «esa cara que se muere cada día», según escribía el sacerdote en su cuaderno de notas, que alguna vez serían sus memorias.

Con un trozo de Carmen, de Bizet, incendió las almas varoniles y el oficial se vio así mismo a caballo y con armadura en un desfile triunfal, llevando en pos una ristra de cautivos encadenados.

Los pulmones se ensanchaban hasta una dimensión celeste y triunfal con Aida, de Verdi. Otra noche, los hombres entrevieron entre brumas azules como vapores de una nube caída, la silueta y el rostro de una mujer, suma de todas las mujeres y síntesis de todos los sueños, que se llamaba Leonora, cuya belleza inalcanzable había pintado con música un tal Beethoven, sordo, según el músico, que había dicho también que «hay que ser sordo a todos los sonidos para alcanzar el límite del verdadero sonido» (apuntes del sacerdote) que nadie entendió, pero todos presintieron que era una verdad absoluta.

-Me quebranta el hombre -decía el posadero-. Hace días que no come.

El oficial se preocupó. Había empezado a ¿respetar?, ¿querer?, ¿venerar?, al hombre extraño que desparramaba genio en el pueblo. Consultó con la enfermera del Puesto, que no supo darle una explicación satisfactoria. Y entonces coincidieron en opinar que   —64→   todos los artistas son medio locos. O medio divinos, se dijo para sí el oficial, recordando alguna lectura olvidada.

A medianoche, a la hora exacta de medianoche, cosa rara en un enfermo de la cabeza que odiaba los relojes, colegía el oficial, ya se encaminaba el músico al banco de la plaza. Aquella puntualidad inquietó al soldado, como que la medianoche es la hora de los rituales misteriosos. Bah, cosas de películas de miedo.

Su público estaba esperando, un poco inquieto porque en el cielo pesaban nubes de tormenta, y relámpagos destellaban en el horizonte. El músico probó su instrumento disparando algunas notas. Después, tras la acostumbrada inclinación ante el público, anunció.

-La Marcha Fúnebre de Beethoven.

Lo de fúnebre no sentó bien a nadie. La noche era muy obscura, el cielo muy iracundo. La muerte parecía demasiado cerca. Pero el músico no se dio por enterado. Empezó a tocar. Y a caminar. Tocaba caminando al mismo ritmo que su música, cruzó frente a la Iglesia, encaró la calle, dobló en una esquina, después en otra. Era obvio ya que el concierto era para el pueblo, cuyas casas más importantes rodeaban la Iglesia. Tocaba aquella música estremecida, triste y marcial, como para la muerte de los héroes. Y su auditorio, compacto, silente, marchaba tras él, siguiendo el mismo paso, aterrado por esa apertura de las puertas de un más allá temido. El cura no se sumó al auditorio caminante. Es una procesión malsana bajo las iras del cielo -se decía-. Es una procesión de la muerte. Y se sobrecogía cuando estallaba el trueno como un enojo de Dios, pero oh fuerzas diabólicas, la música era más que el trueno. Un trueno interior germinando en el silencio de los sepulcros. La lluvia cayó torrencial y la procesión se dispersó, pero el músico siguió tocando, y de la trompeta salía un gran gorgoteo de agonía. El cura se hizo la señal de la cruz y corrió a refugiarse en la Iglesia, y allí estuvo hasta que la música cesó, ahogada por el torrente que caía de las alturas.

  —65→  

Lo encontraron muerto en la mañana mojada de lluvia e iluminada por un sol lavado. Fue simple, prosaico, siniestro. Había puesto en marcha el motor de su automóvil, conectó una manguera al escape, cerró las ventanillas y aspiró muerte hasta morir.

El oficial encontró dinero -dólares- en el equipaje, y se lo entregó al Juez de Paz. Hubiera querido quedarse con la trompeta, pero se la llevó el Presidente de Seccional. Se le hizo un entierro decente, con gente, mucha gente, muy silenciosa, que aún tenía en los oídos aquella marcha fúnebre bajo el tronar del cielo. El automóvil quedó a cargo del Juez de Paz como «arma homicida». Lo guardó por un tiempo decoroso, y como nadie se presentó a reclamar, empezó a usarlo como propio.

Entonces el pueblo empezó a vivir un tiempo de ausencia. Nadie se sentaba en el banco porque allí estaba ese vacío que nunca, nadie, podía llenar. La rutina volvió, pero el recuerdo persistió como un anhelo callado y compartido.

Un frío anochecer de agosto, fue el sobresalto. Hendía el silencio el sonido de la trompeta, grosero, torpe, pero era la trompeta. El pueblo enmudeció. El Presidente de Seccional sonrió.

-Es mi hijo, que está procurando aprender a tocar la trompeta -explicó.

Y entonces se inauguró una larga espera. Tal vez con el tiempo, el muchacho llegaría a tocar como el extraño. Era cuestión de esperar. Y entretanto, vivir.



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