Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —66→  

ArribaAbajoEl rally

El motor rugía, con la encadenada energía de ciento cuarenta caballos aprisionados en sus entrañas trepidantes. El volante en mis manos se sacudía en el límite de la sumisión y de la rebeldía, y en esa armoniosa y bruta al mismo tiempo estructura de metal, de engranajes exactos y de energía obediente a mis pedales y mis palancas de cambio, gozaba de esa sensación de señorío de sentirme alborozado Rey de la Creación, y Rey también de lo creado por el hombre, especialmente, esa máquina, esa bestia competitiva y vigorosa con sus grandes faros como ojos fuera de las órbitas en el supremo esfuerzo de obedecer a mi voluntad y mi coraje.

En el cristal del parabrisas había la opacidad que era la impronta del camino hostil, mezcla del barro pegadizo y del polvo sutil que se levantaba de la tierra como una neblina espesa de tierra convertida en gas por los pisotones de las cubiertas reforzadas, con «alma de acero» como decía el anuncio.

El paisaje del Chaco pasaba veloz y uniforme, como una película corta que se pasa en círculos. Maleza espinosa, palmas chatas y aguerridas, duras y con aspecto de sobrevivientes. Ramaje retorcido, torturado, follaje gris-verdoso como si nunca la clorofila pudiera completar su ascensión hasta el verde glorioso. Una Naturaleza a medio hacer, o a medio morir, donde las cosas más que vivir, parecían sobrevivir bajo un sol inmisericorde y con raíces desesperadas hurgando en la sequedad arcillosa del suelo.

Un horizonte azul y plano, sólo me mostraba a ratos la mancha de la polvareda volátil que producían los otros coches que venían detrás o que iban adelante, pero todo eso era telón de fondo. Los protagonistas éramos yo y mi bestia. Mi corazón era un velocímetro, mi mente un cuentakilómetros, y el conteo de las revoluciones   —67→   en el panel era la síntesis de mi audacia, alegre de aproximarse a los números rojos de peligro, de alcanzar la frontera de la rotura, de la quemazón de válvulas, del cilindro que se rasga o del pistón que sale disparado como una bala de cañón.

No me importaba que estuviera rezagado o en los primeros puestos. Vivía solamente el milagro de tener en la suave presión de mis pies aquella fuerza domesticada y dócil, poder de devorar esteros, de hacer saltar en astillas la dureza seca del arbusto, de reptar por el barro con furiosas embestidas y una bamboleante borrachera de energía, que me hacía sentir como Dios capaz de convertir el polvo en bruma que salía disparada hacía el cielo como un petulante desafío a los otros, los dioses reales que me estarían mirando estupefactos.

De pronto, en medio de la espesura espinosa, aquella recta de piso seco, como de talco impuro, donde habían quedado estampadas las huellas de los que iban delante. Aquello excitó mis sentidos. Qué desafío aquella recta como trazada para aproximarse a la victoria o caer en el abismo. No lo pensé mucho. Estaba allí para competir, para ser Dios entre Dioses, y no para vacilar. Apreté con euforia como de drogado el pedal del acelerador, las agujas saltaron enloquecidas, el rugido del motor sonó a ira y a lamento, las ruedas motrices se aferraron al polvo movedizo, y la bestia se lanzó en demencial impulso hacia adelante, mordiendo, tiempo y distancia, cantando mi divinidad descubierta, vibrando con una alegría viril que sublimaba el significado de mis testículos.

Ciento veinte, ciento treinta, ciento cuarenta, ciento cincuenta, la aguja del velocímetro trepaba triunfal y la del cuenta-revoluciones descendía hacia el rojo de las siete mil. Una aguja embriagándome, otra pidiendo tregua. Pero la recta deslumbrante a la luz del sol no era un camino, era una tentación cósmica, un deseo más que sexual de poseer lo inalcanzable, de violar lo imposible. Ciento sesenta, ciento setenta. Y abruptamente, el pequeño matiz desafinado en aquella bella   —68→   sinfonía de poder y de gloria, un gemido de hierro, una tos metálica como de caballos asfixiados, un gran suspiro de una tropilla vencida convertido en humo, espeso que vomitaba el motor, y el pedal que ya no respondía, la velocidad declinante, el número rojo como diciéndome «te lo dije». La bestia vencida rengueó, se arrastró, gimió, hizo unos últimos esfuerzos de saltar adelante con desvaído ímpetu, y se detuvo al final. Para mí, había terminado la carrera. Adiós divinidad diluida en esa grotesca soledad de vencido.

Descendí del coche. La Naturaleza salvaje me miraba en silencio, indiferente a ese ensayo de un loco que se creyó Dios, y tan poco Dios ya, que pensaba sólo en conseguir ayuda. No había visto vivienda alguna en los kilómetros recorridos. Quizás más adelante encontrara compañía humana, y caminé por aquel trazo recto que derrotó a mi bestia.

El camino hizo un recodo, y allí había una pulcra cerca de madera, y un portón, y allá lejos, en medio de esa soledad que era como una devastación de la vida y de lo viviente, la casa. Una casa fuera de lugar, como de estampa de navidades nórdicas, con su techo agudo para escurrir la nieve, su chimenea que nunca lanzaría humo, su jardincillo vigoroso y florido, intruso en ese campo de desolación y muerte en vida. Y sobre todo, la pintura, blanca en los marcos de las ventanas, roja en el tejado, verde violento en los pilares de las galerías, florida en las cortinas de las ventanas. En el fantasmal silencio, se me abrió paso el pensamiento de que aquella casa estaba fuera del tiempo y del lugar. Un absurdo violento en la monotonía consagrada del paisaje siempre igual y siempre hostil, algo disparatado como un sueño. Recuerdo que me repetí tres veces una frase tonta. «Imposible de creer». Sin embargo estaba allí, y tan absorto estaba yo, que no la vi a ella.

Digo ella, porque nunca conocí su nombre. Era «ella», síntesis de todas las «ellas» que el hombre sueña, busca, explora y convoca con esa desesperación idílica que todos llevamos a lo largo de los años. Pantalón   —69→   vaquero ceñido, una camisa suelta, y unas botas extrañamente masculinas, de caño corto. Sobre la cabeza, un sombrero de anchas alas, una de ellas graciosamente recogida, como los soldados australianos. Y rubia, trigalmente rubia, nórdica como su casa, la cara perfecta y los ojos verdes acentuadamente oblicuos, como si llevara en la sangre heredada de ancestros europeos la mancilla de un violador mongol que asolara allá lejos y hace tiempo su pueblecito cantarín y alpino. La miré, me miró, pero esos ojos tan perfectos no tenían vida. Posaba su vista en mí, pero sólo parecía ver lejanías más allá de mí, más allá del Chaco, más allá del mundo. Se apoyaba en el cerco de madera con una actitud que no decía nada, como si la aparición de un corredor a pie, con su ridículo casco en la mano y su caliente traje antiflama fuera para ella cosa de rutina. Cuando quise hablarle, simplemente se volvió y fue hacia la casa. Flotó hacia la casa. Truco burlón de la reverberación del sol o de mi imaginación. Ella se deslizaba por el sendero, y desapareció dentro de la casa. Yo tenía sed, mi cabeza ardía con aquellos innumerables grados al sol que estallaban sobre el contorno derrotado. ¿Ella? ¿Visión? ¿Delirio? No. Definitivamente no. Las hadas y las náyades no visten pantalón vaquero ni usan sombreros australianos. Además, estos no son los verdes prados de Irlanda ni las obscuras selvas de Baviera. Es el Chaco, donde todo es real, empezando por el sufrimiento de la Naturaleza y la resignación del hombre.

Escuché el ruido de un motor, y vi aparecer detrás de la casa un tractor conducido por un hombre inmenso y rubio, llegó al camino, saludó, le relaté mis desgracias y se ofreció a ayudar. Lo hizo remolcando mi bestia maltrecha durante 16 kilómetros, hasta una solitaria estación de servicio. Me senté a su lado, con la mente, con mis fibras llenas de «ella».

-¿Su hija...?

-¿Hija?

Dijo así: ¿hija?, como si la idea de tener una hija fuera insólita, una quiebra en el orden cronométrico   —70→   de su vida.

-¿Su esposa?

-Muerta. Esta tierra mata.

Y se calló. Hosco, no se sentía obligado a dar información. Estaba dando ayuda, y en ese territorio de elementales angustias, eso bastaba. Para él, no para mí, prisionero de un hecho que no sabía era realidad, sueño o pesadilla.

-Pero esa chica...

-¿Ud. vio una chica?

Preguntó con el tono de quien dice que uno no puede ver una chica, o no debe ver una chica, o que la chica no existe. Insistí con desesperación.

-¡La vi!

Elevó la vista al cielo, y murmuró:

-Este sol tiene fuego del infierno. ¿Lo sabía?

Y ya no habló más. Depositó mi chatarra, y se alejó. Más tarde llegó el furgón con el equipo de auxilio y el mecánico que miró el motor primero, y después a mí, con reproche. Me dijo que había que traer un motor nuevo de Asunción, y que me despidiera de la competencia. Convinimos en lo de traer el motor nuevo. Los del equipo de auxilio subieron a la camioneta. Yo no.

-¿Vamos?

-Me quedo.

¿Por qué dije «me quedo»? Hay decisiones que el hombre no toma, las toma su destino. Esas dos palabras: «me quedo» eran desde hace mucho tiempo, desde que un gen ciego empezaba a elaborar un hombre y su finalidad, el trazo, la encrucijada, la alternativa que me empujaba a un descubrimiento necesario, impostergable. Ella.

Debía esperar por lo menos cinco días el retorno del equipo de auxilio, y el silencioso encargado de aquella estación de servicio consintió en darme cama, un catre, y comida.

Al día siguiente, pasaron como trombas los rezagados, y cuando el último coche se perdía y se   —71→   convertía en un surtidor de polvo, encontré en mi profundidad un sentimiento nuevo, el de la soledad. No tenía idea de ella hasta aquel momento mágico en que la conocí en su insondable dimensión, como de abismo que está vivo pero parece morir minuto a minuto. Miraba a la bestia vencida y me preguntaba si al morir ella no había muerto algo de mí mismo, algo elaborado y artificioso como el coche mismo, esa máquina que me había seducido y se murió de hartazgo después de devorarme por dentro, dejándome hueco. Hueco no. Mejor «vacío», pero un vacío lleno de promesas. Un vacío para llenarme de «ella».

No recuerdo en qué momento lo decidí, pero de pronto era de noche y yo estaba en camino, rumbo a aquella casa que no debía estar allí, pisando con pies desnudos las elaboradas huellas de cubiertas estampadas en el polvo. Quien no conoce la noche en el Chaco, no conoce La Noche, no la pausa de la luz, sino la pausa de la realidad que reposa atenta, con sueño liviano de tigre, guardando la latencia de sus iras y de sus ferocidades en una musculatura tensa y vibrante aún en el reposo. Avanzaba por el camino y me adentraba en la noche irrepetible que no era la noche de los páramos cenagosos ni de los desiertos castigados por el viento helado. Por la noche del Chaco, como de ancha soledad dormida a la vista indiferente de miríadas de mundos muertos en el cielo. ¿Soledad dormida? Me desdigo, porque era soledad en vela, en el límite del sueño y la conciencia, con un latido de vida reducido a una pulsación mínima, cruelmente deliberada, vida poderosa arañando con uñas vegetales y burlonas las fronteras de la muerte, de la muerte de las cosas y quizás de mi propia muerte.

Diez y seis kilómetros no es una medida de espacio sino una medida más trascendente cuando la cita es con el misterio, y arrebujados en el misterio, el amor con un rostro desconocido, un deseo que pasa por el sexo y desde el sexo se proyecta a las estrellas; o simplemente quizás una compañía para una soledad que   —72→   me parecía irredimible, salvo con «ella».

Mucho antes de llegar a aquella curva, la noche primordial empezó a desnaturalizarse cuando un sonido extraño, intruso, se introdujo en mis oídos. Música. Flautas, violines, bronces y una percusión apasionada y enloquecida. Reconocí aquello. El Bolero, de Ravel, allí, en el corazón del Chaco, en el ombligo olvidado del mundo. Me aproximaba vislumbrando aquella cerca pintada de blanco, y la música crecía, retumbante, poderosa, sin tener sitio en la soledad fantasmal, pero abriéndose paso con un ímpetu majestuoso, alimentándose de sí misma, como queriendo reemplazar aquella creación de un Dios ya fatigado, por la creación del hombre en un momento de fulgurante delirio.

Apoyado en la cerca me entregué al absurdo. Una sola ventana iluminada en la casa, y saliendo de ella, la música torrencialmente sensual, atrapándome, sorbiéndome, elaborando en mi imaginación la figura semidesnuda de «ella», los muslos flexibles, el vientre cimbreante convocando simiente, de cabellera suelta y rubia, danzando sobre aquel cuadrado de luz, que no era luz, que era mármol, que no era mármol, que era losa, sí, una losa. Funeraria, tapa de un sepulcro sin leyendas dolientes, porque debajo estaba yo, con mi muerte sin memoria.

La música cesó y volvió la realidad a imponerse al delirio. Y náufrago es esa realidad, yo, presintiendo que atravesar la cerca era cruzar una frontera hacia lo irremediable, deseando, dudando, con presentido alborozo del encuentro y con reverente temor a aquel entorno sin razón, injerto alpino en el Chaco, donde verdad, mentira e ilusión se confundían en una espesa crepitación de lo arcano.

La luz de la ventana se apagó y cayó el telón sobre mis fantasías. Invitación, incitación, quedaron sin motivos. El faro se apagaba, la casa desaparecía en la noche, y detrás de la cerca bien podía no estar aquella casa, sino más noche, vacía, vigilante, infinita. Volví   —73→   a mi somero refugio de la estación de servicio.

Confieso que a la noche siguiente, y a la siguiente, y a la siguiente, volví a hacer aquella caminata de alucinado. Y todas las noches, se repetía lo mismo. El Bolero interminable, espeso, pulposo, que se me metía adentro para ponerle el latido de sus parches a mi soledad. Porque no podía verla, ni me atrevía a atravesar la cerca, temeroso de entrar en alguna dimensión desconocida donde la ilusión se revelaba solamente, eso, ilusión, y no existía camino de retorno. En mis caminatas de regreso, tenía la cabeza llena del pegajoso Bolero, y en los dientes y en los puños un insulto que me repetía una y otra vez, cobarde, cobarde. Co, un paso, bar, otro paso, de, el tercero. Llegué a preguntarme cuántas sílabas hirientes se contienen en 16 kilómetros.

Había llegado a interrogar al hosco encargado de la estación de servicio. Sí, conocía a «don Güilen». Gringo loco, mennonita blasfemo apóstata de la hermandad cerrada. Whilhem. ¿Cómo se llamaría «ella»? Greta, Ingrid, Karen, Gudrdum, un sonido gutural para una música viva, para un prado verde en un valle de montaña con ovejas y pastores niños.

-Ahí hay una mujer.

-¿Hay? -me interrogaba él.

-¡La vi!

-Entonces hay.

-¿Pero no la viste?

-¿Por qué tengo que verla?

-Es una mujer. ¿No te interesa una mujer?

-Tengo una.

Lo sabía. Una india obesa que en ese mismo momento, sentada en cuclillas, observaba el paso de una apretada nube de avispas volanderas. Su universo era aquella estación de servicio, su entorno, su trabajo, su india, su supervivencia. Ingrid, Karen, Greta no formaban parte de su inmediatez. Pobre hijastro de la soledad.

Fue el quinto día de mi espera que decidí   —74→   ir de día a-la-casa-que-no-debía-estar-donde estaba. Mal día, ventoso y polvoriento, con una neblina seca que se mete en los poros. Llegué cerca del mediodía. Entreviendo desde lejos la frontera blanca trazando rectas en la bruma movediza. La cerca, la casa desdibujada, como una postal empujada hacia el olvido. Sólo se oía el viento sacudiendo el follaje chato y espinoso, y en el fondo de ese rumor un golpeteo apagado. Maldito Bolero, esta vez no, esta vez no, por el amor de Dios. Dios me oyó. No era música, eran cascos de caballo, un galope que se aproximaba no sabía de qué dirección, pero de pronto estuvo allí, real, material, corporizado, un caballo blanco de crines blancas y cola blanca, bravío, atravesando la bruma como el caballo de un ángel vengador. Un ángel, «ella», esbelta amazona de cabellera rubia y suelta, oro inmancillado por el polvo. Pasaron veloces a mi lado, atravesando la cerca no sé cómo, si saltándola o desmaterializándola, pero ya se perdían allá lejos, detrás de la casa, galopando hacia algún territorio intocado, que era y no era. Llamé con desesperación a mi cordura. No delires, la viste, tienes en las narices el olor agrio y vital del sudor del caballo, en tu mente una imagen recogida por la retina, y en las vísceras ese latir especial que desarticula tu corazón en presencia, real, real, de «ella».

El golpeteo de cascos se apagó. Y con él me apagué yo, temeroso de haber sobrepasado las fronteras de la locura. Quise echarme al piso, hacerme un nudo, defenderme de la burla de lo imposible y arrugarme en la última fortaleza de la posición fetal. Y lo hice.

-¿Qué le pasa?

Abrí los ojos. Y allí estaba Whilhem, con un rifle en una mano y un venado muerto sobre los hombros, venturosamente real, macizo, humano, y de este mundo, surgido de la vorágine de polvo, pero con voz, con presencia, y con un venado muerto que aún goteaba sangre.

-¿Se siente mal?

Sentí vergüenza y me alcé del polvo.

-No. Gracias. Sólo un pequeño desmayo.

  —75→  

-Es el viento norte que nos hace agua por dentro, agua, no sangre.

Maldita explicación que yo no pedía. La que yo no necesitaba.

-Ingrid...

-¿Ingrid?

-¡Cómo se llame!

-¿Quién?

-¡Pasó montada en un caballo blanco!

Miró alrededor.

-Este viento trae locura.

-¿Me está diciendo que estoy loco?

-Le estoy diciendo que este viento es malo.

-No me eluda, por Dios. Dígame sí o no. ¿Existe «ella»?

Me observó pasivo, sonriendo. Vi que tenía grandes dientes amarillos.

-¿Existe Ud.? -me dijo, y se alejo con su carga sangrante.

No recuerdo haber hecho el camino de vuelta, pero de pronto tuve a la vista la estación de servicio, y la camioneta, y el mecánico con dos ayudantes que descargaban cuidadosamente un motor nuevo.

No tardaron mucho en montarlo sobre el chassis, apretar tuercas y unir cables. Al día siguiente el motor arrancó. Probamos el auto. Andaba. La bestia había renacido.

-Nos vemos en Asunción. No te pases de revoluciones que el motor es nuevo. Adiós.

Se fueron. Me volví al encargado.

-¿Cuánto le debo?

-Ud. debe saberlo, patrón.

Le di dos billetes de mil, que se los metió en los bolsillos sin mirarlos. Pensé que hubiera hecho lo mismo si le pasaba una bolsa de monedas de oro. Allá él con su universo de dormir, comer y copular con su india obesa.

Arranqué. El motor rugía, pero todo lo demás ya no estaba. Hacía milenios que en ese mismo asiento   —76→   me sentía Dios. Quizás andando. Puse en primera, dejé que el embrague se disparara cuando pisaba con furia el acelerador. La bestia saltó hacia adelante y encaró el camino. El camino del Rally, no el del regreso, y el viejo alborozo volvió, porque estaba enfilando hacia una espesura espinosa, donde se abría aquella recta como para aproximarse a la victoria o caer en el abismo. Una recta como de talco impuro... y apreté con euforia como de drogado el pedal del acelerador... vibrando con una alegría que sublimaba el significado de mis testículos... ciento veinte, ciento treinta. El velocímetro enloquecido. Una tentación cósmica, ciento sesenta, ciento setenta, el matiz desafinado en la bella sinfonía, caballos vencidos, incinerados en las entrañas del motor. Humo espeso, la bestia derrotada. El cielo mostrando la polvareda de los que iban adelante o venían detrás. Descendí del coche, caminé buscando ayuda, y en un recodo, vi una pulcra cerca de madera, y una casa que no debía estar allí, pero estaba, y sentada en la cerca una muchacha rubia que...



  —77→  

ArribaLas llaves de la sombra

Esther Landaburu

El atardecer caía sobre la inmensa casona para agregar sólo silencio al silencio. Porque aún cuando el sol de Diciembre caía oblicuo sobre ella, parecía generar por sí misma sombras que la envolvían en un tenue manto de melancolía y de ausencias. En el descuidado y arbolado jardín, la última lagartija se había deslizado veloz bajo los pedazos de yeso que alguna vez habían sido una Diana Cazadora corriendo hacia una fuente, que ya estaba seca y mohosa y hacía mucho tiempo, no susurraba su canción de agua. En la noche que llegaba, otras esculturas de yeso permanecían trabajosamente sobre sus pedestales invadidos por el matorral, el viento susurraba en los copudos árboles, y los grillos empezaban a chirriar un nocturno concierto, mentiroso anuncio de una lluvia que nunca llegaría.

La casa estaba rodeada por una alta verja de hierro que se extendía a lo largo de toda la cuadra. Dos portones, uno en cada extremo, entrada y salida de una senda para vehículos, ya comida por el matorral, mostraban sus gruesas cadenas aseguradas por herrumbrados candados cuyas llaves se habían perdido allá en el principio del tiempo. Sólo el portón frontal, más pequeño, mostraba un candado que por lo menos tenía el brillo de lo cotidianamente usado, y de ese portón, partía un caminito que llevaba a las escalinatas de mármol color difunto de la entrada.

Al cerrar la noche, una luz brilló, pálida, en una sola de las innumerables ventanas ciegas de la planta alta. Poco después, esa luz se apagó hasta que se encendió otra, en la planta baja.

Esther había cumplido su rito de todos los crepúsculos. Cuando se fue la luz del día y ya no pudo leer, encendió la lámpara, se miró al espejo componiéndose los cabellos grises, sonrió para sí preguntándose   —78→   para quién se aderezaba el peinado. Apagó la luz, y descendió por la ancha escalera en sombras hasta el gran salón, con todos los muebles, antiguos, pesados, forrados de desvaída cretona, y fue a sentarse, como todos los días, como todos los años, frente al piano.

La casona no se llenó de música. El «Sueño de Amor» de Liszt escapaba por los resquicios de la gruesa puerta frontal como un jadeo de vida fatigada, o como un eco encadenado que de pronto suelta sus amarras y escapa para diluirse tenuemente en las sombras.

Los dedos de Esther acariciaban el teclado, y la música surgía del piano, y más que amores, parecía convocar fantasmas, reptando por las escaleras y fluyendo por pasillos en sombras, sin respuesta en las puertas cerradas, sin poner luz a los ojos de los retratos, sin despertar ni el eco de un suspiro en los dormitorios polvorientos.

Para la misma Esther, el «Sueño de Amor» no era fuente del sueño y el regocijo de quien domina los secretos del teclado. Era una sucesión de notas y nada más. Eran los sueños de un hombre que ni siquiera se los llevó a la tumba, sino los dejó allá en la frontera de la juventud, en esa tumba viva que abre la vejez, cuando los sueños dejaron de ser.

-Aquí me tienen, queridos fantasmas, tocando el piano. Tocando para nadie. Ni para mí misma. ¿Por qué lo hago? Porque mi auditorio de fantasmas se ha sentado en los rincones. Se han sacudido sus polvos y sus telarañas, y han venido a mentirse vida. Esta vida que surge del piano, que no es vida, porque los fantasmas no tienen corazones que se hinchen de gozo, y de espera y de ansias cuando Liszt evoca el jardín iluminado por la luna, y una mujer con capelina de raso y rostro de pétalo que espera y tiende el oído para escuchar el rumor de los pasos del amado, por la avenida. Liszt suena en vano, porque suena a ilusión, y la ilusión es privilegio de los jóvenes, pero apenas el peso de un sudario para los muertos.

En los dedos de Esther, corriendo sobre el   —79→   teclado, no hay la rigidez de la rebeldía, sino la blandura de la aceptación.

-Mamá, papá, escuchen. Es Liszt, pero no aquel otro que tocaba Ricardo, con su cara de 17 años arrebolada de placer, mientras vos, mamá, juntabas las manos sobre tu vientre, como bendiciendo a tus entrañas que acunó a ese hijo maravilloso, y vos, papá, con una mano atrás y otra adelante, como Napoleón, incapaz de retener el brillo de orgullo que se te derramaba de los ojos, y la casa era soleada, con su jardín y su fuente y sus estatuas pulidas, y el Ford estacionado frente a la escalinata, como oliendo los jazmines y las rosas que convocaban a las abejas de alas doradas. Sí, papá, mamá. Ricardo tocaba otro Liszt. No este...

La melodía se detuvo abruptamente. Las manos ajadas, surcadas de venas azules, descansaban sobre la falda. El piano enmudeció, la sólida casa sin emitir un crujido. Los recuerdos volvían, arrolladores, y se abrían camino hasta los labios de Esther que más que cantaba, susurraba...

-«Robusto el cuerpo, la frente siempre erguida, alegres vamos, en pos de tu pendón...»

Y la letra se perdía en el olvido y la música de La Madelón, rebautizada Patria Querida, sonaba marcial en el piano.

-¿Recuerdan? Pasaban desfilando, cantando, niños casi, con botas altas, y la sonrisa desafiante a la invitación de la muerte venida del Chaco. Mamá, llorabas, papá no, pero tenía la nariz roja del que muerde el llanto para que no escape por los ojos. Y Ricardo iba con ellos, alegre de cambiar el marfil del teclado por las limaduras de hierro de las ametralladoras... «El lema del valor, que siempre ha de seguir, la raza paraguaya es vencer o morir». Y murió. Y con él, murió su Liszt, y cuando quise revivirlo para ahuyentar el luto que no se iba nunca de la casa, sólo logré soltar los perros de la pena que nos aullaban por toda la casa y por toda el alma.

Calló la canción guerrera en el piano, y fue   —80→   otra vez Liszt. Esther miró a las sombras. Adivinando la presencia del tío Jacinto. El «Sueño de Amor» calló, las manos recorrieron el teclado como buscando la punta de un recuerdo, y de pronto, tomó forma el bolero, pegadizo, meloso...

-Tío Jacinto, solterón empedernido. Te teñías el pelo y los bigotes, y no eran negros, sino con el color del cobre. Te aferrabas a la juventud como un náufrago se aferra al madero. ¿Recuerdas? «Nosotros, que nos queremos tanto, debemos separarnos sin preguntar por qué». Bailabas con la gracia de tus largas piernas de zancudo, y usabas aquellos zapatos bicolores, marrón y blanco, como Fred Astaire. Y eras Fred Astaire, y en cada jovencita que asías con impudicia de vejete, difícil de ocultar, por la cintura, soñabas en ella a Ginger Rogers. ¡Cómo vivías tus pobres sueños, querido tío Jacinto! Y allí te hubieras quedado, niño viejo de bigotes de cobre. Te hubieras quedado en eso de vivir del dinero del papá y de tus sueños de bailarín avejentado. Pero quisiste darte el lujo de tener ideales. Tal vez porque eras viejo y no querías morir bailando boleros de miel. Y 1947 te ofreció una bandera. Y vos, querido tío regalador de bombones y profesor de la buena vida, te pusiste aquel feo uniforme y aquel birrete con una cresta colorida, como un gallo de pelea, y te fuiste a morir en una batalla sin nombre en un estero sin nombre, por una bandera que te mentía un destino heroico, y te atrajo a ese grotesco final de soldado para un petimetre1 de salón...

Las manos abandonaron el teclado y volvieron a descansar en las faldas de Esther. Y Esther era toda recuerdos. Y los recuerdos eran una sucesión de adioses. El cáncer se llevó al padre, y la tristeza a la madre. Rosalía, radiante en su noche de bodas con aquel diplomático guatemalteco. Rosalía que partía tras su andariego de lujo. Rosalía, en el puerto, que la abrazaba llorando y decía que nos escribiremos siempre, hermanita. Y primero fueron las cartas, después postales, y por fin, nada.

  —81→  

-Papá, mamá, no sé ni siquiera si Rosalía vive.

No encontró respuestas en las sombras. Sólo el sonido del viento cruzando en el follaje de los árboles, parecía modular un nombre: Sofía. La menor, un vivo y fragante estuche de alegrías. Lozana y vital, parecía destinada a brillar en los jardines, y arremeter con su risa en ristre disipando a la tristeza como a bandadas de palomas negras. Pero un día se apagó aquel fuego. El color de sus mejillas perdió su lustre de manzana, y anunció:

-Me llama Dios.

Se fue a un convento, y ahora es superiora de otro convento, en un gris, frío y ventoso valle del sur de Chile.

-Y quedamos solos -le decía Esther al piano. Dueña de todo, de la casa enorme, del inacabable dinero en el Banco, de los fantasmas, y de su vejez.

Más tarde, apagó la lámpara y se marchó a la cocina, donde se preparó un emparedado de queso, y bebió un vaso de leche. Llenó el gran vaso de agua para sus dientes postizos, y caminando en la obscuridad, de memoria, subió las escaleras rumbo al piso alto, donde tenía su habitación. Entró, encendió la luz, depositó el vaso de agua sobre la mesita de noche, y volvió a descender al salón. Comprobó el cierre de la puerta de entrada, y por costumbre, el de aquellas ventanas de cortinas arruinadas que nunca se abrían, pensando para sí que soy una maniaca, comprobando si estas ventanas soldadas por la herrumbre están bien cerradas. Volvió a subir por la ancha escalera, alivianó su paso por el pasillo, y fue a llamar con los nudillos la puerta del dormitorio de sus padres.

-Buenas noches, papá y mamá.

Siguió su camino rumbo al dormitorio, entró, y poco después se metía bajo las cobijas recordando que el refrigerador estaba casi vacío y que mañana iría al supermercado.

-Tendré algo que contarte, papá.

Y se durmió.

  —82→  

-Papá... hoy fui al Banco. Retiré algo de dinero. Hice las compras en el supermercado...

-¿Cómo está la ciudad?

-Hostil.

-Antes era amable. ¿Por qué hostil?

-Porque el mundo es hostil.

-Explícame eso, hija.

-No puedo. El violinista tampoco me lo pudo explicar.

-No sé de qué violinista hablas...

-Me pidió dinero cuando salía del supermercado. No tenía trabajo...

-¿Y su violín?

-Lo vendió. Ya no le servía. Ya no podía tocarlo.

-¿Por qué?

-Le pisotearon las manos y le rompieron los dedos.

-¿Quiénes?

-El mundo hostil. Me dio lástima, pero más lástima me da el mundo que le rompe los dedos a los que hacen música.

-¡Vamos! Un caso aislado...

-Ningún ser humano es un caso aislado.

-¿Cómo era el hombre?

-Un derrotado.

-Hija, también en mis tiempos debían existir derrotados, para que existieran los victoriosos...

-Es que, papá, siento que ahora ya no existen victoriosos. Sólo sobrevivientes. Y no me digas «que para que existan sobrevivientes deben existir muertos», ya lo sé.

-¿Y vos, hija?

-¿Yo, qué?

-¿Sobrevives o mueres?

-Simplemente vivo.

-¿Para qué?

-Eso mismo me pregunté cuando le di un billete al violinista. Quise saber qué relación existe entre   —83→   él, que no tiene nada, y yo, que todo lo que tengo lo reduzco a nada. Sabes, papá, cometí una inconveniencia, invité a cenar al violinista.

-A tu edad ya no es inconveniencia.

-Claro... me olvidaba que vos estás muerto y que yo estoy vieja. Me da ganas de tocar para él el piano.

-Quizás te agradezca más la música que el billete.

-¡Qué va...! me agradecerá más la cena que la música. Ya te dije, es un derrotado.

-Si sólo aspira comer, es una derrota total. No sé qué puede enseñarte.

-Tal vez el sabor de la derrota.

-Curiosidad malsana, hija.

-No, siento que es el principio de una búsqueda.

-¿De qué...?

-No sé. Pero «búsqueda» es una palabra linda. Significa movilidad. Como lubricar los huesos de mi alma... y hacer algo.

-¿Qué?

-Algo, simplemente algo. ¿Por mí misma tal vez?

-Todo lo que hacemos, hacemos por nosotros mismos. Egoísmo visceral. Después empezamos a buscar nuestras justificaciones.

-¡Qué descreimiento hay allá donde estás, papá...!

-Lo trajimos hecho de allí donde estás... hija.

Mateo Ramírez

Mi viejo solía decirme que tome nota de todo. Y se me quedó el vicio. Tengo un montón de apuntes, cuadernos, libretas, sobres usados, y hasta algunas servilletas de papel. Y lo más irónico es que los guardo en el estuche del violín. Del violín que ya no está, de modo   —84→   que el estuche parece un ataúd de donde han robado al muerto. Muerto. El violín muere cuando no existe quién lo toque. El violín vive sólo cuando suena, llora, ríe, pinta, hurga almas y vagabundea por los circuitos de la conciencia. Mi violín no era un Stradivarius, ni yo un virtuoso, pero formábamos una unidad. El hombre y el violín, no el hombre y la música, porque la música es el resultado. Aquel orangután que me pisoteó la mano, mató mi mano, y mató al violín, y mató la música. Y me mató a mí, de la manera más cruel, porque me mató y me dejó vivir. ¿Por qué no me mató y me mató de una vez? ¡Pobres apuntes estos! ¡Lo que tienen que recoger! ¿Dónde estaba? En nada. Tomar apuntes es como divagar. Sólo que es más divertido. Además, la mano demuestra que todavía sirve. Ya no pulso el arco. Pulso el lápiz, y en vez de salir música, salen palabras. Toco palabras. Único en el mundo, aquí está Mateo Ramírez, concertista, solista de palabras. Al final, no es poca cosa, pero no suficiente para sacarme de encima esta no-vida que me arropa y me humilla, que me llevó a empujones por esa posta suicida de primero no creer en nada, después en la gente, después en mí mismo, elaborando una fórmula cuyo resultado final es cero. Lo malo es que el cero no tiene conciencia, y yo sí. Y soy un cero con conciencia. Para lo que me sirve. Si la conciencia sirve sólo para decirnos que estamos en el pozo, mejor no tenerla. Mejor ser un cero-cero.

Ayer me desperté con hambre y con resaca. Una combinación horrible, sobre todo cuando en la mesa no estaba el pan que dejé anoche (se lo llevó la rata esa, la peluda, la más atrevida) y en la botella de Parapití no había una gota. Ni pan para el hambre ni más resaca para la resaca. Vaya día ayer. Me levanté de la cama, y al levantarme se movió el aire a mi alrededor y subió a mis narices un olor a orina vieja. Mi olor. Una vez olí lo mismo en el hospital, cerca de la cama de un anciano enfermo. Yo huelo así. Pero no soy anciano. Tengo la edad para oler a agua florida y loción Madera de Oriente, u otra porquería semejante. Pero huelo a   —85→   anciano, estoy viejo por dentro y el viejo que está en mí me sale por los poros y se pega a mis2 calzoncillos. Qué asco. Qué resaca. Qué hambre. El sol había alcanzado las patas de la mesa y parecía decirle levántate y anda a la cucaracha que aplasté la noche anterior. Cuando el sol alcanza la pata de la mesa, son las diez de la mañana. Bueno, para mí las diez de la madrugada. Hora de salir a buscar algo, para comer o para chupar, la suerte dirá. Y salí después de frotarme la cara con la toalla mojada, sin resultado alguno, porque los pelos de mi barba se pusieron de punta y cuando los malditos se erizan, erizados quedan. Crucé la ciudad, y me encaminé a la Plaza Uruguaya. En eso, soy como el caballo que sueltan lejos y vuelve solo a la querencia. Mi querencia es la Plaza Uruguaya. Me suelten donde me suelten, voy a la Plaza Uruguaya, de noche para divertirme insultando a las putas y comprobar hasta dónde llega su paciencia. Algunas estallan enseguida y buscan una piedra. Otras ríen como diciendo que todo lo que yo inventaba en términos de insulto, ya le habían dicho antes, y que les resbalaba. Esas son las más antipáticas, porque no tienen salvación. Por lo que a mí me importa.

Se instalan en las sombras, las mujerucas esas. Y viene un coche, se estaciona como agazapado. Y trato de adivinar si el hombre va a dirigirse al kiosko en busca de un Shakespeare, o se va a dirigir a las sombras en busca de una Marilú. Eso es lo que me atrae de la Plaza Uruguaya. En metros de acera apenas, la síntesis de nuestras opciones. O la luz imperecedera del conocimiento o la caída a ese valle de perdición que se abre entre los muslos macizos de una prostituta barriguda. Bueno, opción para otros. Yo no sé si ya estoy por encima, por debajo o demasiado lejos de esas cosas. Me resbalan, como dijo aquel refinado artista. A veces doy en la verdad cuando digo que ese va a buscar un libro. Otras me equivoco, y sigo en el ejercicio hasta que me aburro, y me voy y le pego un susto al homosexual que también se instala en las sombras al acecho de lo suyo en esa plaza mágica, acercándome por detrás y disparándole   —86→   al oído la onomatopeya de un pedo soberbio, un pedo de Gargantúa, y él se mata de furia y yo me mato de risa (otra síntesis de nuestras opciones) y me voy caminando por ese universo cuadrado que también tiene su síntesis en esa calle donde es legal subir de contramano. Bueno, ¿síntesis de la plaza o síntesis de toda la maldita ciudad? Qué sé yo. Pero cuando fui ayer, no era de noche, sino la media mañana. Con hambre y con sed. Y me detuve en la esquina a interrogar a la Diosa Fortuna. ¿Dónde estaría más propicia la bondad humana? ¿Entre el gentío vago-proletario del centro de la plaza, con sus lustrabotas impertinentes, sus vendedoras de chipá, sus campesinos desconcertados y sus buhoneros que vendían relojes japoneses fabricados en Brasil y armados por los coreanos en sus lúgubres sótanos de Vista Alegre, o en alguna compasiva ama de casa que salía con sus compras del supermercado? Me decidí por la bondad burguesa y crucé la calle dirigiéndome al supermercado, sintiendo sobre mí la mirada hostil del veterano cuidador de coches para quien la Guerra con Bolivia había terminado hace cincuenta y dos años, pero él la prolongaba, contra mí. Es cierto que una vez quise disputarle el trabajo, pero me demostró que no en vano era uno de los que habían corrido a naranjazos a los bolivianos. Me corrió a palos a mí. De modo que mantuve una prudente distancia, y él hacía sonar su silbato organizando el tránsito, sin dejar de vigilarme. Observé a una vieja que salía con un bolsón bastante raído. La observé porque ella me observaba a mí. Me sorprendió. Tenía aspecto de cualquier cosa, menos de generosa, con su astroso bolsón que no hablaba de abundancia. Pero me miraba con insistencia. Pensé en una ninfomaníaca tardía, pero deseché la idea evaluando mi aspecto que debía parecer repugnante hasta a una ninfomaníaca tardía, lo que no es mucho decir en favor mío, pero la verdad es la verdad.

-¿Qué le pasó en la mano? -era ella, que se había acercado y me miraba directo a la cara.

-Tocaba el violín -le dije haciéndome el gracioso- pero un crítico escribió que yo tocaba como   —87→   un chimpancé. Lo malo es que tuvo razón, y entonces emprendí a mordiscos con mi mano.

-Sólo pretendo ayudar -me dijo con reproche, y se fue.

Quedé arrepentido. Aquella buena señora no merecía la sorna. Tenía una mirada mansa. Su interés parecía genuino. Además, olía a orina como yo. O a polvo y a moho. La seguí y la alcancé.

-Disculpe, señora -le dije, y ella se detuvo. Proseguí:

-Lo del violín es verdad.

-¿Y su mano?

Miré aquella mano izquierda agarrotada, y la derecha, con los dedos apuntando donde no debían.

-Mis manos pagaron culpas ajenas. Pero ajenas de verdad, porque hay culpas propias que no son realmente culpas, sino pasiones que nos instalaron en el alma para morir por una bandera o ser mutilado por un «ismo» que miente un sentido a la vida. Me lo demostró un caballero de mucho peso con hierro en los tacos del zapato. Entonces volví a Asunción, no sé para qué, porque el rencor no tiene fronteras.

-¿Y ya no puede tocar? -me preguntó ingenuamente.

-Señora, cuando uso el tenedor no sé si va a parar a mi boca o a mis narices. Así de torpes quedaron mis manos. ¿Se imagina? Manejar un arco es delicado como el beso de una mariposa a un lirio.

-Terminó como violinista y nació como poeta. Tenga, joven.

Y me tendía un billete impresionantemente bello de mil guaraníes. No lo tomé.

-¿A cambio de qué? -pregunté, desconfiado.

Me miró de pies a cabeza, y leía en sus ojos la pregunta de qué diablos puedo sacar de este despojo. Y tomé el billete. Dije gracias y me fui presuroso. Comida y bebida. No, en orden inverso, bebida y comida. Hay que respetar las prioridades. Dios mío, que cínicos nos vuelve la miseria.

  —88→  

Giré para saludarle cuando se iba. Pero no se había ido. Me había venido siguiendo. Me detuve cortésmente. Levanté elegantemente la ceja derecha como hacía antes, cuando tocaba el violín y vestía bien, y con ese gesto preguntaba ¿sí?

-Ocurre que vivo entre fantasmas -me dijo seriamente.

-Todos vivimos entre fantasmas -le seguí la corriente, porque si era loca, parecía del tipo manso. Además, un poco de mi tiempo valía sus mil guaraníes.

-Me refiero a fantasmas reales -me explicó con paciencia.

-Señora, sea lógica, si son reales, no son fantasmas. La realidad del fantasma es la irrealidad -me pregunté dónde había leído tal disparate, pero quedaba bien para la ocasión.

-No me entiende -replicó- lo que quiero decirle es que los oigo con el oído, pero sólo los veo con la mente, tal como eran cuando estaban vivos, y no eran fantasmas.

-¿Consultó un médico?

-¿Médico? ¿Para qué?

-Vamos... oír voces.

-¡Pero si las voces están allí!

Pensé aquello tan vulgar de cada loco con su tema. Además la dama de desteñida vestimenta y con olor a encierro parecía inofensiva.

-De acuerdo, las voces están allí -le dije-. Vinieron del cielo y...

-¡Pero si nunca se fueron!

Me miró con el aire superior de quien siente lástima por el asno con quien está hablando.

-¡Por supuesto! ¡La realidad es que soy un pobre iletrado en esta cuestión de fantasmas -confesé, mohíno.

-No todos podemos saber de todo -me consoló con bondadosa comprensión, y prosiguió:

-¡Oiga! -algo se le había ocurrido de repente-. ¿No quiere venir a cenar en casa? ¿Sí? Es   —89→   Ud. muy gentil al aceptar mi invitación.

Yo no había aceptado la invitación, en primer lugar porque no quería complicarme la vida de ninguna manera, y luego porque no me atraía la idea de conversar con unos comensales fantasmas. Pero no pensé en el significado social de la cena, sino en el significado proteínico de una comida gratis, y lo dejé correr.

-¿Mañana a las ocho de la noche? -me consultó.

-Sí. ¿Dónde es?

-No queda lejos. Vamos, se lo mostraré.

Y empezó a caminar. Yo detrás de ella. Arrugando en el bolsillo el billete. Tomó por España, luego caminó por las calles paralelas a las vías del ferrocarril, pasamos junto a los vagones abandonados del Cambio Grande, nos separamos de las vías y cruzamos haciendo equilibrios la avenida Artigas, y por fin, en un callejón diagonal, que lógicamente no debía estar allí porque no conducía a ninguna parte, ni tenía salida, llegamos a la casa.

-Es aquí -me dijo- mañana a las 8.

Abrió el portón que chirriaba y caminó por la avenida hacia aquello que debió ser ampulosa escalinata de mármol en otros tiempos.

Miré aquella casona guardada por hierros y silencio. El jardín convertido en matorral, las altas rejas terminadas en punta de lanza, y los árboles apretados, donde sólo faltaba una liana y Tarzán viajando por ellas. Y no estuve ya muy seguro si aquello de los fantasmas no sería verdad, después de todo.

Entré al primer almacén que encontré en mi camino, compré un robusto pedazo de salame, pan, y una botella de caña blanca. Y regresé a mi cubil, fiel a la última norma sobreviviente: no emborracharme jamás en público.

Sería el punto final.

  —90→  

Esther Landaburu

Como una concesión al visitante, Esther quiso encender el farol que iluminaba el portón y la avenida de entrada. Pero comprobó con desconsuelo que la bombilla estaba quemada, o que ya no había bombilla ni farol.

El violinista llegó puntualmente a las ocho. Ella vio su sombra vacilante allá en el portón y le gritó que entrara. El violinista avanzó y encaminándose al encuentro de su anfitriona, notando que tenía el mismo vestido desteñido de la víspera, pero por lo menos se había peinado, y el polvo de arroz de su cara disimulaba un poco el olor a vejez. Se alegró de haber traído aquella flor, que se la ofreció galantemente.

-Muy amable -sonrió ella, complacida.

-Es más valiosa, porque fue robada de un jardín con perro guardián -dijo él.

-¿Cómo, cómo?

-Es sencillo, mi distinguida dama. Comprar una flor es un acto comercial. Robarla es un acto de coraje. Deposito en sus manos la flor, y a sus plantas mi coraje. Y pongamos en claro algo importante, señora, no estoy bebido.

-Y se ha afeitado esa horrible barba de ayer.

-Otro homenaje a su persona.

-Pero no nos quedemos aquí, pase -y se hizo a un lado.

-¿No va encender la luz?

-La luz está encendida.

El violinista miró aquel único foco encendido en la araña que pendía del techo, redimiendo de la inutilidad a una veintena de camaradas definitivamente muertos, y entró en la gran sala. Vio el piano que se había salvado del amortajamiento general de los muebles, y la gran mesa tendida con un grueso mantel, y unas veinticinco sillas de alto respaldo alrededor. Pero sólo había cubiertos en la cabecera y el sitio a la izquierda.   —91→   Menos mal -pensó el hombre- con sillas para los fantasmas vaya y pase, pero si les pone cubiertos, me voy.

Estaban de pie, en ese sitio de tantos sillones y divanes prohibidos, sin saber qué decirse, con el desconcierto del primer encuentro. Por fin, ella rompió el hielo.

-¿Toco algo para Ud.? -dijo, señalando el piano.

-No, por favor, señora. La música me duele.

-Comprendo. ¿Una copita?

-¿De qué?

-¿De anís?

-No, gracias -y rió por dentro. ¡Anís a un tomador de caña!

-No sé qué otra cosa ofrecerle -dijo ella, compungida.

-Se acostumbra a ofrecer conversación -contestó él, retirando dos sillas de la mesa, y ofreciendo galantemente una a ella.

Ella se sentó, y él hizo lo propio. Ella mirándolo como esperando que iniciara la conversación.

-¿La casa es suya? -preguntó el violinista.

-Sí.

-Y... ¿vive sola?

-Sí, y no.

-Claro, los fantasmas, -pensó él.

-¿No se siente un poco sola?

-Sí, y no.

-Claro, entiendo.

-No, no entiendo nada. Usted está pensando en la compañía de los fantasmas. Yo sólo me refiero a la compañía.

-De sus recuerdos...

-No, de presencias. A los sepulcros van sólo los despojos. El resto queda impregnado a las casas.

El violinista sintió un escalofrío. Aquella gentil y sosegada locura tenía su perturbadora lógica. Deseó no haber venido. Ni por la comida.

-¿No nos estamos poniendo demasiado   —92→   lúgubres?

-Lo entiendo. Todo esto sólo incita a pensar en el pasado.

-Lo dice bien. También nosotros nos sentimos impregnados de pasado, señora.

-¿Le desagrada?

-Me da frío.

-Estamos en verano.

-El frío que siento me viene de adentro.

-Hábleme de Ud.

-¿Por qué me invitó?

Ella reflexionó un momento. Sus ojos se cerraron y se meció como en trance, con las manos unidas en la falda.

-Podría decir que fue una ocurrencia del momento -explicó ella.

-¿Y por qué no lo dice?

-Porque no sé si fue una ocurrencia del momento. Sospecho que Ud. es la punta de una madeja.

-Supongamos que empiece a tirar suavecito de la punta de la madeja. ¿Qué espera que salga?

-Acontecimientos nuevos, presumo.

-Los acontecimientos nuevos tienen razones, tienen sentido, consecuencias.

-Eso creo.

-Cree... ¿o quiere?

-¿Qué pretende decirme?

-Si está buscando liberarse de los fantasmas.

Ella rió.

-¡No! Supongo que trato de darles satisfacción a mis fantasmas.

-¿Cómo?

-Dando un sentido a mi vida.

Él la miró y pensó tristemente que empiezas mal, mi querida señora, invitando a tu casa a un violinista sin violín, y borracho.

-Empieza mal, empezando conmigo.

Ella calló. Las sombras apenas iluminadas por la solitaria bombilla de la melancólica araña de cristal,   —93→   parecían espesarse a su alrededor. El violinista miró en torno, y vio el bulto de los muebles cubiertos, y las escaleras que iban al piso alto y que se perdían en la obscuridad, como si condujeran al abismo, o a otra dimensión donde la nada se paseaba de la mano de la soledad. ¿Qué sentido, sentido a qué podría buscarse en este sepulcro mayúsculo? Se preguntó. Y la pregunta afloró.

-¿Qué entiende por dar sentido a su vida?

-¿Por qué me interroga? -preguntó a su vez ella, con irritación.

-Porque soy la punta de un ovillo, ¿recuerda? Usted me involucra en su búsqueda. Quiero saber cuál es mi papel.

-Su papel es cenar conmigo.

-Ese es un anzuelo. Mordí. Conforme.

-¿No ha pensado que la ciudad perdió la razón?

-No entiendo, pero digamos que sí.

-Devora a los más débiles, ¿no se dio cuenta?

-No he pensado en ello.

--A los que no puede devorar, destruye. Como a Ud. Ud. es una basura. Un despojo.

-Yo también.

-Tiene una casa inmensa.

-Y un alma atrofiada, como sus manos.

-De modo que la razón es...

-Que compartimos algo.

-¿Una identidad?

-Y tal vez un deseo de rebelión.

-Yo lo ahogo en una botella.

-Y yo en la obscuridad y en el silencio. Pero... ¿lo logramos?

-Digamos que no. ¿Qué propone?

-Propongo comer -dijo ella con aire grotescamente travieso, y se levantó para marcharse a la cocina.

Si algo es capaz de poner perplejo a un zombi como yo, es que todavía estoy vivo -se dijo el violinista-.   —94→   No es mala noticia, concluyó.

Cenaron. Nada parecido a un banquete. Una sopa espesa y tostadas crocantes con manteca. El violinista no se quejó. Con respecto a su menú de salame y pan, aquella comida caliente era casi un lujo o al menos, eso pensó.

Ella estaba acostada, a punto de dormirse, cuando la voz surgió de las sombras.

-Recuerda que tienes 67 años, hija.

-No es un romance, mamá.

-¿Qué es?

-La punta de un ovillo.

-Eso oí. No tiene sentido.

-Lo que no tiene sentido es la soledad. No tiene sentido este enorme cascajo vacío. No tiene sentido el dinero del Banco. Quiero que el violinista venga a vivir aquí.

-¡Jesús!

-¡Y otros como él!

-¿Cómo qué?

-Derrotados, marginados, golpeados, vencidos.

-¿Para darles una nueva oportunidad?

-No, para que sus heridas no sigan doliendo. Pienso que el derrotado que vive allá afuera, sufre, porque debe mirar siempre de abajo para arriba. Si aquí está entre iguales no sufrirá nada, y mirará de frente, de miseria a miseria.

-¿Y qué pretendes con eso? ¿Ser la reina de una corte de los milagros?

-Mamá, nunca me comprendiste.

-Tampoco ahora, hija.

-Ya no importa. Recuerdo a papá cuando hablaba con orgullo de su linaje. Soy la última. Papá merece que su abolengo se extinga en una llamarada, aunque sea en una llamarada de locura.

-¿Piensas morir rodeada de miseria?

-La miseria es también el último escalón del linaje humano. Todos tendremos algo en común. Nos   —95→   reuniremos en paz para esperar el final. Daremos la espalda a... afuera. Nos reiremos de los que nos lastimaron.

-¿Y dónde van a guardar el odio que traen? ¿En el desván? No se puede, hija. El odio está en nuestros poros, en nuestros ojos y en nuestros huesos.

-No les exigiré que guarden su odio. Tienen derecho a ejercerlo. Y aquí nadie les tapará la boca cuando lo gritan.

-Hija, creo que estás loca.

-Yo también lo creo, mamá. Pero pienso también que la locura es lo único capaz de sostenerme cuerda.

-Debiste casarte.

-Tuve tres novios, ¿recuerdas? Al primero lo ahuyentó papá, porque era pobre. Al segundo lo ahuyentase vos, porque aunque era rico no tenía apellido. Y al tercero lo ahuyenté yo, no recuerdo por qué.

-¡Qué cosas, Dios! Buenas noches, hija.

-Buenas noches, mamá.

Mateo Ramírez

Extraña, la dama. ¿Loca? No sé. En todo caso nunca supe qué es la locura. Pero si es loca es «loca mágica», porque su locura tiene un sentido, y que se atormenten los sicólogos tratando de interpretar esto. Pero basta que yo me entienda. Además, cuando ya no usamos ninguno de los valores de la Sociedad, los habitantes del abismo fabricamos nuestros propios valores. La cena no fue epicúrea. Pero no estaba mal, y sentí tanta placidez de barriga ahíta, que por fin consentí en que tocara el piano para mí. Toca horrible. Un mono bailando sobre el teclado, pero ejecutaba en todos los sentidos, a Schubert y me miraba sonriendo con los ojos y con los labios invitándome a compartir la dulzura de aquel tormento musical. Tal vez en otro tiempo tocaba pasable, pero esos dedos enfermos apenas podían aferrar las   —96→   perlas celestes de Schubert. Le di una alegría merecida con un aplausito cortés, y una sonrisita feliz que significaba algo así como un ¡bravo!, íntimo y enano, para uso de dos. ¿Por qué me burlo de quien me alimentó? ¿Y qué quería de mí? Claro, compañía humana, un tesoro en esa soledad inmensa, aunque provenga de mí. ¿Por qué me desprecio? Soy un ser humano. Mutilado, pero humano, al final de cuentas. Pero aquel orangután no se dio por enterado. Cuando un hombre cae preso ya no es un hombre, es una res. Terroristas de mierda, me decía. Yo le replicaba que no señor, no soy terrorista, porque el terror me enferma, soy violinista, hago música, no hago pum. Además, mi querido señor, soy extranjero, vine a perfeccionarme aquí, no vine a ponerle bombas a nadie, se lo juro. ¿Así que violinista? me decía, y agregaba a ver cómo suena esta flauta, y me pateaba en las bolas, y decía contá, contá, desgraciado, contá muerto de hambre, contá pajuerano. Y yo no sabía qué contar y agarrándome los testículos ardientes le suplicaba que por favor dígame qué quiere que le cuente y se lo contaré todo, y le pondré moñitos a la historia. Entonces él me decía que Tania cantó, indio de porquería. Yo no sabía quién era Tania, pero me asustaba, porque tenía nombre de espía, nombre de guerrillera. No conozco a Tania, señor. Me miraba y yo apretaba las piernas y escondía los huevos en los pliegues de mi trasero. ¡Tania durmió contigo anoche, desgraciado! ¡Tu bulín era un aguantadero! ¡Tenía la bomba en la valija! Me estaba hablando en marciano. La que durmió conmigo anoche era Alicia, o al menos así me dijo cuando la vi en la cafetería y me sonrió con esa sonrisa de esta noche podemos dormir juntos, ñato. Y tenía una valija, y bien podía ser Tania. Forniqué, señor, pero de todo lo demás soy inocente. Tania me usó. Pero el orangután me miraba con el aire ofendido de quien siente su inteligencia menoscabada. Y ahora quiero el resto, decía. Quería nombres, una lista de mis compinches, dónde conseguimos el explosivo. Qué explosivo, qué compinches, mi querido señor. Y entonces él me mostraba una foto, de una niña muerta,   —97→   con una pierna arrancada. Mirá lo que le hicieron, desgraciado muerto de hambre, y estaba a punto de llorar sobre el cadáver de la nena, y para consolarse me dio otra patada que casi me arranca el pene y caí al suelo, y él me pisaba la mano derecha y giraba el taco para asegurarse de que mi mano moría aplastada como si fuera una gran araña, y yo aullaba, y el canturreaba que voy a dejar a este violinista como para que sólo toque el tambor, y solamente el tambor, y su taco de hierro pasaba a mi otra mano, mientras yo pedía piedad a las paredes y lloraba a moco tendido la muerte de mis manos. Llorá, llorá, paragua flojo, decía el orangután. Y cuando el dolor llegó al extremo y ya no tuve nada que perder porque había perdido mis manos me levanté y le dije todo lo que quería, le di nombres falsos y proveedores falsos, inventé un diplomático argelino que nos proveía de explosivos, y le grité en la cara que adoraba el estampido de las bombas, y gozaba cuando la carne volaba y la sangre se aplastaba en las paredes y corría por la acera, y que bien podía matarme, pero él, el orangután, no se salvaría, porque estaba en la lista, juzgado en ausencia por un tribunal de enmascarados y que llegado el momento, sería ejecutado con un taco de dinamita en el culo. Increíble, pero vi el temor en sus ojos. Cobardía de verdugo, vieja como el mundo y vieja como el placer insano de provocarle dolor al prójimo. Me entregó a otro orangután, y fui pasando de orangután en orangután, dejando una fisura de costilla aquí, una uña arrancada allá, una clavícula rota más adelante, hasta que me tocó uno que me creyó, o me tuvo compasión, y me dijo aquí están tus papeles, volá a tu país de comemandiocas y dale gracias a Dios que estás vivo. ¡Ah!, y se me va bien calladito. Me marché bien calladito. Pero lo que no calló fue mi odio. Suena a queja de violín difunto, con un arañar de cuerdas que me estremece los dientes como si masticara piedras. Un odio que al final se va diluyendo, porque me sorprendo a veces pensando algo así como qué se le va a hacer, el mundo es el mundo, nacemos condenados a muerte, y   —98→   los más infelices, a la muerte en vida. Me tocó a mí, porque me acosté con Tania, tan cálida en la cama, tan femenina en sus caricias, tan tibia y dulce en la cueva gentil de su vientre, y tan monstruo que al día siguiente, puso la bomba que destrozó a aquella niña, y redujo mis manos de violinista a las garras que apenas sostienen el lápiz.

Esther Landaburu

Como todos los viernes, había ido al cementerio a visitar a sus difuntos. Aunque ella consentía muy en el fondo de su conciencia que lo que realmente hacía era abrir el panteón y descender a esa cripta obscura donde hasta el tiempo está muerto, y limpiar prolijamente aquel estante vacío donde alguna vez vendría su propio ataúd. Terminada la tarea, se sentaba a meditar rodeada de aquellos cajones de bronce verdoso y desvaídos lustres y respirando sin congojas aquel aire estancado en la última esclusa antes de la eternidad.

Salió del camposanto y la vida hecha de arranques, frenadas, aceleradas y semáforos autoritarios le golpeó la cara. Decidió, como siempre, volver caminando a su casa. Cruzó la calle y pasó frente a las severas paredes del Buen Pastor, de donde no salía rumor alguno, como si las cautivas estuvieran también condenadas al silencio, y siguió su camino. Pronto abandonó la ancha avenida para caminar por serenas y estrechas calles secundarias, donde se alzaban las residencias de gente de viejo abolengo, o de nuevos ricos que iniciaban su camino hacia futuros abolengos. ¿Por qué no? -se dijo-. En alguna parte debe nacer la aristocracia, y no está mal empezarla con mucha plata. Iba a pasar frente a un Instituto de belleza, que sabía regenteado por un homosexual de delicadas maneras, cuando vio salir del negocio a una dama, que caminó presurosa en la misma dirección que ella. Apretando el paso, Esther se puso al paso de la mujer.

  —99→  

-Buenas tardes -saludó gentilmente.

La otra se detuvo, entre curiosa e intrigada.

-Buenas tardes, señora, ¿qué desea?

-Yo, ya no deseo nada, a Dios gracias. Al menos nada que me pueda arreglar ese maricón de allí dentro.

-Le pregunto qué desea de mí, señora.

-Nada deseo de Ud., pero puedo darle algo.

-¿A mí? ¿Qué?

-Compasión, solidaridad. De mujer a mujer.

-¡Por Dios! ¿Quién le dijo que necesito compasión?

-Su aspecto. Sus años.

La dama rió divertida.

-¿Mis años?

-¿Cuarenta... cuarenta y cinco?

-¡No veo que le importe!

-Y su angustia.

-¿Me está tomando del pelo? No tiene aspecto de loca, ni de mendiga. Ud. parece una buena y mansa abuela. ¿Por qué me ofende? ¡Angustia!

-Escúcheme, lo tengo aprendido. Una mujer joven viene a un Instituto de belleza por coquetería.

-¡Vaya descubrimiento!

-Una mujer vieja viene por desesperación.

La mujer calló, sus manos se alzaron hacia su rostro maquillado. Toqueteó su pulcro peinado.

-¿Qué sabe usted? ¿Quién la envió?

-A la primera pregunta: todo. A la segunda, nadie.

-¿Sabe todo de mí?

-Sé lo que me está mostrando.

-¡Explíquese, señora!

Y Esther le explicó todo.

-Señora, Ud. no tiene una cara. Tiene una máscara sin vida. ¿Cuántas veces se hizo tirar los colgajos y planchar las arrugas? Dejó su cara en un quirófano y se compró esa careta viva, sin expresión. ¿El precio de qué, mi buena señora? Creo adivinarlo. El precio de la   —100→   tranquilidad. Pienso que Ud. tiene mucha plata, y veo su anillo de casada. Piensa que su oficio es ser bella y su salvación ser joven.

-Y si fuera así... ¿qué?

-Los maridos saben aritmética. Y mucho más para contar los años.

-¡Dios! ¿Es usted una gitana? ¿Una bruja?

-Soy una vieja arrugada que conoce la vida.

La mujer contempló pensativa a aquella extraña anciana. ¿Qué había dicho? ¿Desesperación? ¿Tenía que ofenderse y mandarle al diablo?

Pero... ¿y si tuviera razón? ¿No estoy tratando de retener la juventud acaso? ¿Para qué? ¿Para evitar el fracaso? Pero... ¿el fracaso ya no está instalado en casa? ¿Qué estoy haciendo, el payaso? ¿Un payaso de cara tirante y canas teñidas y pestañas aceitadas? Esta bruja los vio. ¿Y él? ¿Los habrá visto? Los payasos son para hacer reír. ¿Se estará riendo de mí? ¿Cuándo me toca es para sentir las vibraciones de mi amor y de mi deseo o para palpar la flacidez de mi carne? ¿De dónde ha salido esta vieja horrible? ¿Qué quiere? Su reacción la sorprendió a ella misma.

-Señora -dijo- vivo cerca... ¿me acompaña a tomar un café?

-Me encantaría.

-Vamos, por aquí.

Caminaron juntas por las lisas aceras de baldosas y aspirando el perfume acentuado de los jardines al atardecer. Llegaron a la casa, brillante, blanca, florida, presuntuosa, escuchando con soberbia el rumor de una fuente artificial que se deslizaba entre piedras traídas de los cerros y los helechos arrancados de la espesura, con un rumor híbrido, de sonido musical de agua al saltar de piedra en piedra mezclado con el eficiente latir de una bomba centrífuga escondida entre los peñascos.

-Nuevos ricos -sentenció Esther, para sí misma.

Cuando entraron en la casa, su opinión se confirmó. Nueva casa, sin historia. No huele a recuerdos,   —101→   ni a almidones antiguos ni a terciopelos añosos ni a polvo perfumado por el tiempo, ni a bronces de aliento dulce-amargo ni a mármoles, ni a la humedad a la que se quedan pegados los flecos del tiempo. Huelen aún a pintura, a lustramuebles en spray y a pino de embalar. Eso, eso. Esta casa está recién desembalada. Rió para sí misma, satisfecha de su clarividencia, que tenía algo de maligna, pero en el fondo, tenía dulzura.

Contempló el salón. Suntuoso y vulgar -se dijo. Muebles de diseño moderno, pero eso sí, todo cedro, todo cristal. Y los cuadros.

-Dios mío, el dueño de casa es un adicto a la potencia, o al poder -reflexionó.

La dueña de casa la dejaba mirar. Pensó que quizás me quiere castigar aplastándome bajo el peso de este lujo, y asustándome con estos cuadros en las paredes. Potencia. Poder.

Allí estaban. Un velero abriéndose camino en un mar furibundo. Y no se sabía si había más fuerza en el velero que en la tormenta. Y a su lado un diploma de reconocimiento. Más allá, caballos de poderosa musculatura galopando en tropel en las praderas. Parecía oírse el trueno de los cascos. Y a su lado, un pergamino de gratitud. En la pared siguiente, encima de la enorme bocaza de la chimenea, un león de airosa melena y afiladas garras cortando la huida veloz de una gacela, clavándole las uñas en los flancos. Y a su lado brillantes medallas sobre aterciopelado paño rojo. Sobre la repisa de la chimenea, un cañón de bronce desafiando al mundo, y un elefante de porcelana con la trompa en alto y una pata a punto de aplastar algo, a la Humanidad, tal vez. Más allá una espada de Samurai, en su lujosa vaina. Más poder. Y por fin, el sello del credo católico y apostólico romano del dueño de casa, San Jorge atravesando con su lanza al demonio.

-Su marido es un hombre de éxito.

-¿Cómo lo sabe?

-Sencillamente, lo sé.

-¿Tomamos café?

  —102→  

-Puede ser en la cocina -dijo Esther- el café me sabrá más a café.

Pasaron a la cocina.

Esa noche, Esther contaba a su padre que había encontrado otro náufrago.

-¿Los coleccionas? -la voz de su padre sonaba irónica.

-Algo así -respondió Esther, y trató de dormirse, pero sabía que no podría hacerlo. El café siempre la desvelaba.

Rosanna

Querido diario. Es fantástico y amargo lo de la vieja solterona. Es una persona que sabe mucho y quizás tenga algo de bruja porque me leyó, sí, me leyó como si yo fuera un libro, sí, como un libro me abrió y me leyó y me dijo lo que yo sabía pero me negaba a saber que sabía. Ahora le veo a Adrián como es verdaderamente, debe ser bruja, digo yo, porque ahí estaba la verdad, lo que digo el fracaso y la desilusión, porque nadie me va a negar que me rompí el alma con el desgraciado, no era más que cantor de orquesta y yo una tipa loca que le llevó el apunte porque tenía esa voz que parecía miel y las chicas se encantaban y yo me ponía celosa y decía que esa voz era sólo para mí, y le decía dejá la orquesta mi amor y estudiá, mi sueldo de Jefe de la Sección Costura da para los dos. Y nos casamos nomás, y yo trabajaba y él estudiaba, yo trabajaba doble y él estudiaba doble y qué felicidad era vivir sin necesidades y qué fiesta cuando él volvía de su examen me abrazaba y besaba y me decía saqué cuatro mi amor y nos íbamos a la parrillada a comer un asado y a tomar una botella de vino y así se recibió como abogado y salimos a comprar los trajes, los zapatos y las camisas que debe ponerse un abogado porque yo le decía quién te da un pleito con esa facha y nos reíamos y yo le decía pronto voy a dejar la fábrica y me quito el espiral y   —103→   vamos a tener un hijo y me voy a quedar en casa a cuidarle, pero él me decía que espere y no me apure porque recién comenzaba y yo decía que tenía razón y no dejaba mi trabajo y él se iba a buscar su primer pleito, y me besaba al salir y me decía que ruegue para que agarre una Sucesión bien gorda. Pero la cosa no salía así, y anduvimos lo mismo tres años y no traía dinero casi nada y lo único que cambió es que yo no mantenía al estudiante sino al abogado sin pleito, hasta que la cuestión se puso fea cuando el patrón nos reunió y nos dijo que este contrabando de mierda está matando nuestra linda empresa y con el dolor de su alma tenía que reducir personal, y primero le tocó a las costureras solteras y después a las casadas sin hijos y así nomás me vi en la calle. Qué situación fea pasamos, y nos mudamos una casa más chica, por el alquiler, y él traía el dinero a puñitos que no alcanzaba para nada, y yo tenía que salir a hacer de todo, encargada de limpieza del tercer piso del Banco Platense, y me daban ñandutí en consignación para vender a los turistas de los hoteles e hice de todo menos putear a Dios gracias, y todo por este infeliz de mierda. Yo le hice gente, y yo le alimenté y le puse en el camino, y creí aquella vez que terminaban las vacas flacas cuando me dijo que el Dr. Celestino le hacía llamar y que le soplaron que era por un cargo, y era un cargo efectivamente y esa noche me agarraba de la cintura y me hacía bailar y yo le preguntaba qué era su trabajo y él me decía qué trabajo mi amor, el trabajo es lo de menos, alrededor del Dr. Celestino da vueltas la plata y vas a ver cómo tu marido se sube a la calesita. Claro que subió nomás porque en menos de dos años teníamos una casa propia y un auto, y no me hacía faltar nada, pero nada de sacarme el espiral. Por la falta que hacía porque se olvidaba por meses de satisfacerme y cuando yo le preguntaba qué pasaba me decía que estaba mortalmente cansado, porque el Dr. Celestino era generoso pero exigente y tenía que vivir pegado a él, que andaba de aquí para allá sin cansarse nunca y con aquellos amigos que andaban a los codazos para andar   —104→   cerca del Dr. Celestino, y él no podía permitir de ninguna manera que le dejen atrás. Y no se quedó nada de atrás, porque se pegó al Dr. Celestino como una estampilla, y su vida no era su vida sino la vida de la sombra del Doctor, y su casa no era su casa sino la posada donde dormía si el Dr. Celestino no le llevaba o no le mandaba en alguna misión. Y otra vez nos mudamos de casa, pero alquilada porque ya comenzó la construcción de esta casa de porquería, y también empezó mi destrucción porque el tipo ya tenía plata y ya tenía poder y la plata y el poder no brillan nada si el muy macho no tiene alquilado un departamento donde tiene alquilada una modelo jovencita de 18 años más puta que modelo, y después otra y otra porque donde hay plata las chiquilinas puercas vienen volando como moscas hacia la miel y él se revolcaba con su dinero y la carne joven, y yo caminando para vieja, pero diciendo pobre, que es como todos los hombres que cabezudean y se desquitan de la miseria, pero después se cansan y vuelven al hogar, por lo menos al hogar, porque familia no le di porque cuando me quité el espiral y conseguí como por compasión que me haga el amor yo ya estaba seca, o ya estaba vieja. Dios mío, yo no quería ver eso, ni cuando el desgraciado le reemplazó al Dr. Celestino en el puesto y se convirtió en otro Dr. Celestino que se hace lamer por los adulones y le hace temblar a sus contrarios, y se va a Miami o a Camboriú con la podridita de turno, y yo dale que dale con mi esperanza y gastando plata en el Instituto de belleza y haciéndome planchar esta cara inútil en Buenos Aires. Y todo para qué, para que venga esta vieja loca sabia maligna generosa como mi Ángel de la Guarda que me dice que estoy vacía, que estoy vencida y que soy «la vieja», y la risa de mis amigas y la compasión de los extraños, como de esa vieja. Esa vieja que me dijo que voy a verle otra vez, porque ella tiene una salida para mí y escapar de esta miseria de vivir y no vivir en este lujo podrido que no me sirve de nada.

  —105→  

Mateo Ramírez

Miro a mí alrededor y el inventario de mi miserable pieza de pensión me golpea la cara como un insulto. La cama sin elásticos, el colchón que huele a claudicación, la mesa coja, la única silla que a la vez me sirve de percha, y haciendo de ropero, mi querida valija de cuero, en el suelo, recuerdo de tiempos mejores. La patrona me sirve comida sólo cuando se la pago al contado, es decir, casi nunca. Para cagar, debo bajar por una escalera de caracol de las que ya no se ven, y alcanzar la letrina y felicitarme si no está ocupada, porque somos muchos los pensionistas. A veces me es más cómodo hacerlo aquí mismo, sobre un papel diario, hacer un paquete y llevarlo después. Dios mío, qué bajo cae uno cuando cae. Será porque no hay intermedios ni medias tintas. Se cae o no se cae. Lo diferente está en la miseria, que unas veces es física y moral. Otras sólo moral. Y otras sólo física. Y quizás haya más, y si hay más, acumulen sobre mí todas las miserias del mundo, y todavía sobrará espacio. Vaya que estoy masoquista hoy. Pero la razón del inventario de mi pieza no es el masoquismo, sino la invitación de la vieja loca. Quiere que me mude a su casona. La idea me atrae, porque ella dejó bien sentado que no había compromiso alguno de mi parte. Sólo vivir allí, compartir su comida. Vivir en cualquiera de las piezas, entrar y salir cuando se me antoje. Nada de podar ligustrinas ni regar el césped ni destupir cañerías ni cambiarle cueritos a las canillas. Le pregunté la razón y me dijo que ninguna. Que no se moriría de pena si me negaba ni de alegría si consentía. Simplemente te estoy reclutando, me dijo. Y no entendí qué quería decir. Quizás ella tampoco se entienda. Lo cierto es que me invitó, y aclaró que no sería el único, porque ya tenía otro candidato, en realidad, otra candidata. Quizás otra bala perdida como yo, porque la intención se nota. Esta señora parece empeñada en alguna misión. Cierro los ojos y la veo dándole al remo en un bote salvavidas, recogiendo   —106→   náufragos. Náufragos. La palabra no es mía, es de ella, cuando me pidió que la ayudara. Lo dijo más finamente pero entendí su pedido como algo así que saliera a recoger escoria humana y se la llevara. De modo que de reclutado me estaba haciendo reclutador, y trato de entender y me hago un lío. Filántropa (?) no es, ni tiene el tipo maternal de la gran dama que vive haciendo caridad, porque ni ella es gran dama ni su caridad esponjada de olor a cirio de altares. No. Ni caridad, ni solidaridad. Simplemente que hay sitio de sobra en su casa y ella lo ofrece, pero para merecer vivir en esa gran mansión hay que demostrar que de ninguna manera se merece vivir en una gran mansión o que ni siquiera se merece vivir. Le pediré explicaciones más adelante. Mientras tanto, mi dilema es si le hablo o no le hablo de mi descubrimiento, es decir, de Vitalino, un candidato más que ideal para ser reclutado. Cualquiera que diga que lo encontré en la Plaza Uruguaya, da en el clavo. Estaba tan harapiento que a su lado yo parecía un caballero listo para ir al Centenario en una fiesta de Nochebuena. Nunca vi sujeto más calvo. Ni un pelo, y me dije que Dios es grande al privarle de cabellos, porque, sucio como era, los hubiera tenido grasientos y enmarañados. Tampoco tenía dientes. Y allí terminaban sus carencias, o mejor dicho, allí empezaban, porque el resto no era nada, es decir, era nada con figura humana. Ochenta años. Un traje negro que ya tenía color de tierra, camisa que fue blanca, corbata que fue corbata, y zapato que fue zapato. A pesar de todo, en esa misma vestimenta que ya no era, había un deseo de integridad, de conservar una estampa, de lucir como una persona respetable. Claro, con lamentable resultado, porque no hay nada más triste y desalentador que la elegancia reducida a ruina. Estaba sentado en un banco de la plaza y sostenía en la mano una cajita de ballenitas. Le pregunté estúpidamente si vendía ballenitas, miró mi facha, llegó a la conclusión que yo estaba lejos de necesitar ballenitas para el cuello, y no me contestó. Me senté a su lado, y nos pusimos a mirar nada. Que ese es uno de mis   —107→   secretos. Si quiero ver gente voy a otro sitio. Si quiero ver nada voy a la Plaza Uruguaya, quizás porque todo es transitorio, la gente y los jardines que se pisotean. Sólo son permanentes esas lamentables copias de estatuas griegas, que si tienen alma, la deben tener saturadas de rencor por el sitio donde han venido a parar.

-Lo suelo ver por aquí -me dijo de pronto.

-Yo no -le contesté.

Guardó un silencio de dos minutos, y luego señaló:

-No es nada raro. La gente ve sólo lo que quiere ver.

-¿Quién quiere ver a un viejo vendedor de ballenitas?

-De acuerdo, no es un espectáculo.

-Ud. tampoco. ¿Qué le pasó a sus manos?

-Un accidente.

-Mejor hubiera perdido las bolas. Las manos son importantes. Al menos creo yo.

Me obligué a pensar qué habría sido de mí, cómo hubiera tocado, convertido en un violinista castrado. Tema de reflexión que dejé para después.

-Aparte de vender ballenitas... ¿qué hace?

-No hay «aparte de vender ballenitas». Todo es vender ballenitas.

-¿Y el resto?

-¿Qué resto?

-De su tiempo...

-¿Qué tiempo?

No quería hablar. No, no tenía de qué hablar. Si un hombre ya ni da valor al tiempo, es que ha perdido todo. Pero vivía. Tenía vida. Y la vida no se detiene en el tiempo como un tren averiado en una vía muerta. La vida continúa, aunque sin objeto, por inercia, rodando por una pendiente que termina en una fosa, pero rodando. El movimiento se demuestra andando. La vida también, aunque sea andando hacia la tumba.

-Mire, don -le dije en un tono un poco irritado-. Usted vive, ¿no? Viene de alguna parte y no   —108→   me diga para dónde va, que ya lo sé.

-Me cago en su filosofía -me replicó.

Manera no muy refinada de decirme que le dejara en paz, mirando nada. Viviendo nada. Pero para mi sorpresa, abrió una pequeña compuerta en su hermetismo.

-No tengo sitio en ninguna parte -me dijo.

-¿A qué se refiere?

-A mi edad. Soy culpable de ser viejo. Y me juzgaron, todos, en el fondo de su corazón, y me condenaron a la soledad.

-¿Dónde vive?

-Con mi hija y mi yerno y mis nietos.

-Entonces... ¿de qué soledad habla?

-De la peor. La de estar acompañado y no ser tenido en cuenta. La de sentarse en una mesa y ser mirado como una molestia. La de enfermarse y oír que cuando traen el remedio de la farmacia murmuran a ver si cuándo revienta.

-¿No le aman?

-¿Amamos lo que nos molesta, lo que nos irrita? Esta mañana estaba sentado aquí mismo, y vino a sentarse a mi lado un soldadito que escuchaba una radio portátil. Hablaba alguien que decía que en 1940 la esperanza de vida era de 51 años, y que ahora es de 65 años. Esperanza de vida, ¿se da cuenta? ¿A eso se reduce la esperanza? ¿A acumular años? ¿Años para qué? ¿Eh? ¿Para qué? ¿Me da una respuesta, señor filósofo?

-No se las tomé conmigo, señor. Además no sé qué respuesta quiere.

-Si los años que acumulamos son vacíos... ¿de qué sirven? ¡Esperanza de vida! ¡Qué pelotudez!

-¿Debo entender que vive rodeado de gente insensible?

-No, que vivo rodeado de gente, simplemente. Ante la vejez, son todos iguales. Quizás ven en nosotros lo que serán ellos dentro de algunos años. Y no nos rechazan a nosotros, rechazan la vejez, la apartan de su   —109→   camino y de su vista. Y tienen razón. Llegar a viejo, amigo, no es la culminación de una esperanza. Es el cumplimiento de una maldición. ¡Esperanza de vida!

-Parece que quiere dar la impresión de que es Usted un caso perdido.

-En todo caso, soy un caso -y se rió sin alegría y sin dientes de su juego de palabras.

-¿Cómo ha llegado a esto?

-No llegué. Fui traído, empujado por los años.

-¿Años de qué?

-Años, sencillamente años.

-Pero dentro de los años se contiene nuestra historia.

-¿Y Ud. quiere conocer la mía?

-¿Por qué no?

-No existe.

Me sentí algo así como burlado. El viejo me estaba tomando del pelo, o realmente era un caso perdido, tan perdido que había renunciado a su historia.

-¡Vamos! -dije-. No me va a hacer creer que no tiene historia.

-Yo no dije eso. Sencillamente ocurre que hay hombres con historias que vale la pena recordar, y hombres cuya historia es mejor olvidarla.

-¿Su caso?

-Mi caso.

-¿Por qué?

-Porque mi historia es lisa, ancha, infinita. Un desierto plano. Un desierto para tártaros que siempre vienen de alguna parte y van a ninguna parte. No hay aristas, no hay montañas, manantiales ni palmeras ni playas, nada. Dios desperdició una vida en mí. Se la hubiera dado a otro.

-No, no, no -negué tres veces-. Usted me toma del pelo. No existen hombres sin historias. Aunque haya tenido una infancia nauseabunda y una podrida juventud, ha tenido infancia y juventud. Ahí está su historia.

-Es que no recuerdo.

  —110→  

Estaba empezando a sulfurarme.

-Vamos a poner en claro algo. ¿Se está burlando de mí?

-Mírese la facha, hombre. ¿Merece que alguien se tome la molestia de burlarse de usted?

-Ahora me ofende.

-¡No me diga que todavía tiene capacidad de ofenderse! Pero le he dicho la verdad -levantó solemnemente la mano- de basura a basura.

-¿Nada de nostalgia entonces? ¿La primera comunión? ¿El chocolate en casa de la tía? ¿Nacimientos y muertes? ¿Cunas y tumbas? ¿Sufrimientos y alegrías?

-Nada. Todo alisado por el tiempo, o por la arteriosclerosis que se metió en mi cerebro como cupi'is que comieron mi memoria.

-Ud. finge. ¿Cómo es tan lúcido como para hacer tan bien el idiota? Ud. habla bien. Me engaña. Un hombre que olvidó su historia también olvida su experiencia. Y Ud. es pozo de experiencias.

-Piense lo que quiera.

-Pensaré que Ud. es un misterio.

-¡Qué cursi!

-No tanto. A lo mejor Ud. nació simplemente para ser un misterio.

-Tal vez no tanto. En realidad, recuerdo algo. Creo que en mi juventud fui anarquista.

-¿Y después?

-No hay después. No puse bombas, ni escribí poemas iconoclastas, ni aceché a nadie en la noche con un puñal bajo la capa.

-¿Y cuándo dejó de ser anarquista?

-¿Quién le dijo que dejé de serlo?

-¿Lo sigue siendo?

-¿Por qué no? Lo que uno fue, lo es siempre. Le voy a contar un secreto. Cuando veo un mitin político siento ganas de poner una bomba. ¿Pero dónde voy a conseguir una bomba yo? Entonces me mezclo entre la gente y suelto un pedo. A propósito, si una habilidad tengo es lanzar flatulencias a voluntad, como   —111→   si tuviera una garrafa en la barriga.

Recién entonces me convencí de que desde el principio, el viejo aquel se estaba dando la gran fiesta conmigo. Lo curioso era que hacía de la verdad un crudo patetismo y del patetismo un arma para agredir y burlarse. Mezclaba realidad y fantasía, dolor y burla, desconsuelo e ira. Y el resultado daba un anciano impenetrable. Pero eso sí, de rica vida interior, tal vez una riqueza abonada por gusanos, pero riqueza al fin. Por eso lo anoté como candidato, y le pedí su dirección. De alguna manera, este caballero senil con la velocidad mental de un esgrimista, haría buena pareja con la vieja loca que recogía escoria en su casa, sin saber por qué, ni para qué. De suerte que le pedí su nombre para anotarlo.

-Vitalino Suárez -me dijo.

Esther Landaburu

Escribió en su libreta: Mateo Ramírez. Rosanna. Suspiró. Sólo dos nombres. Sonrió después porque pensó que ya vuelvo a tener familia. Familia de carne y hueso. Mateo no tiene otro camino que venir y también Rosanna. Pero son pocos, se decía, y como de costumbre, hablaba sola.

-Son pocos aún. Porque yo no los elijo. Tienen que venir, algunos rodando, otros perseguidos por la ciudad que no los acepta, o los acepta y los encasilla, hasta que se rebelan, como Rosanna. Pobre Rosanna. Ya sé de qué terminará huyendo, pero no sé de quién. Claro, de su marido, el exitoso Adrián Salinas. Qué caso, señor mío, el éxito. Eleva al marido y aplasta a una mujer. Suerte que no me casé. No, lástima que no me casé, pero hubiera sido horrible tener un marido de éxito. Pienso que una mujer casada puede competir con otra mujer por su marido. Pero no puede competir con el éxito, porque el éxito lo trasplanta a otro mundo, donde lo convierte en otro hombre, extraño, distante, siempre   —112→   con prisa. De irse, no de regresar. Pobre Rosanna. Esta noche voy a tener el gusto de conocer a su Adrián. Da una conferencia no recuerdo sobre qué. Pero vale la pena ir, conocerlo, porque al final de cuentas, le voy a arrebatar su mujer.

Salió de su casa cuando empezaba a obscurecer, y salió temprano, porque pensaba ser de las primeras en llegar para ocupar un buen sitio, para ver y escuchar. Mientras caminaba por las calles atestadas del centro, iba murmurando para sí misma...

-Señor Adrián Salinas. Qué fácil es decir su nombre mil veces escrito en los diarios y cien veces repetido por las radios. Ud. tiene el honor de contar en su auditorio con la presencia de Esther Landaburu, la última de los Landaburu, la última flor de un más refinado linaje que el de Adrián Salinas, a quien imagino, Dios me perdone, como hijo natural de María Salinas y padre desconocido.

Se detuvo en una esquina. O sus pensamientos la detuvieron, porque surgió de lo profundo de su conciencia una pregunta que merecía su atención.

-¿Todavía sos suficientemente mundana como para ser hostil al éxito ajeno? ¿Envidia, Esther?

-No -se contestó a sí misma-. Curiosidad. Pido perdón por haber pensado que Adrián Salinas es un bastardo. Aunque bien podría serlo. Y no soy hostil al éxito, sino a los recursos que se usan para llegar al éxito. Me parece oír a papá cuando digo esto. Solía decir que hay que distinguir entre un hombre de carrera y un hombre que corre. El que corre llega primero. Yo era joven y no le entendía. Ahora sí, pobre papá, tan sabio para sentenciar y tan diestro para ganar dinero. Curioso, mi papá. Pero aquí estamos. Veamos cómo es este señor Adrián Salinas.

Llegó al moderno edificio en cuyo salón de actos iba a dictar su conferencia Adrián Salinas. Le desalentó mucho encontrarse con un gentío que se apretujaba en la entrada del salón, pero para su agradable sorpresa, el salón estaba vacío, de modo que tuvo la   —113→   comodidad de elegir un buen asiento en la primera fila. Un hombre joven, flaco, de ojos saltones y con el pelo erizado como si estuviera soportando un ventarrón se sentó a su lado, la miró con sus grandes ojos de desvaído color celeste y le preguntó:

-¿Señora, es Ud. de la claque?

-¿Qué claque?

-¡La claque! -repitió furioso el joven que parecía poseído de una energía eléctrica que le salía por los poros.

-Por favor, joven, no se enoje, pero no sé de qué claque me habla.

-Entonces... ¿Por qué diablos se sienta en primera fila? ¿Está ciega? ¿Está gagá? -revoleaba las manos de dedos pálidos y largos, se mesaba los cabellos, se recuperaba la saliva que mojaba los labios al hablar con nerviosos lengüetazos-. ¿No ve la gente apretujada en la entrada? ¿No ve? ¿No ve?

-Dígame, joven ¿Está Ud. enfermo?

-Podrido, señora, podrido es la palabra.

-Púdrase todo lo que quiera. Pero no se las tome conmigo.

-¡Pero Ud. ha venido a sentarse en la primera fila! -aulló el joven, que parecía a punto de sufrir un ataque-. ¡Mire, mire! Allá en la entrada. El gentío. Nadie ha venido a sentarse, porque hay que estar allí afuera, a ver si no se da la suerte de que Adrián le vea al llegar, le pase la mano al llegar, tome nota de que ha estado en su conferencia.

-Ah, y Ud. supone que...

-¡Supone! ¡Supone! ¡Lo sé!

-¡Ya!, la primera fila es para los amigos...

-¡La claque! ¡La corte! ¡El entorno! ¡El círculo áulico!

-Le agradecería que no me escupa tanto.

-¡Es que está en la primera fila! -lo decía como si fuera un pecado mortal, y él un sacerdote fulminando anatemas.

-Sí, sí, ya sé. Y Ud. considera prudente que   —114→   me traslade más atrás.

-¡Prudente! -lanzó una carcajada que rebotó por todo el gran salón, y se peinaba los cabellos con los dedos y los cabellos volvían inexorablemente a su posición vertical.

Esther se levantó de su asiento, caminó por el pasillo entre las butacas. Estuvo a punto de sentarse en la tercera fila, pero lo pensó mejor y se sentó en la quinta. Miró al joven y vio que este a su vez la miraba con aire aprobador. Ella trató de hacerse oír.

-¿Y Ud. es de la claque?

La risa de aquel eléctrico joven de ojos saltones explotó esparciendo una neblina de saliva. Menos mal que me alejé, pensó la mujer.

-Si no es la claque... ¿Por qué está ahí?

-No me pregunte por qué, sino para qué.

-Está bien, para qué.

-Para que me echen.

-De modo que es masoquista.

-No, no soy masoquista -ahora se ponía travieso, riendo entre dientes, y empujando tanto los ojos hacia afuera que Esther temía que saltaran como el corcho de una botella de sidra. -Adivine lo que soy -se había levantado para ponerse de rodillas sobre la silla y acodándose en el respaldo como en un balcón.

-Soy mala para las adivinanzas, joven.

-¡Qué abuela estúpida! ¿No se me ve que soy un resentido?

Prefirió callar. Aquel pobre muchacho posiblemente estuviera demente. Soy un resentido. Nadie dice «soy un resentido», y menos, como este pobre diablo frenético por nada. Debe ser un poeta, pensó, atenta a aquello de los poetas son en general un poco locos. Había decidido cortar la conversación tan poco ortodoxa, pero se dio cuenta de que el joven la tenía enfocada con sus afiebrados ojos interrogantes. ¿Qué había dicho? Que soy un resentido. Estaba esperando una respuesta, u otra pregunta.

-Espero que se le pase pronto...

  —115→  

Saltó como si le hubieran herido de una pedrada, descendió de la silla y se aproximó a paso de carga. Traía violencia, y Esther tuvo miedo. Pero el joven se detuvo frente a ella, con los brazos en jarras y una expresión ofendida.

-Señora -dijo, con rabia apenas contenida- ¡el resentimiento no es un resfrío que pasa pronto! ¡Es un veneno que nos corroe las entrañas! ¡Un tóxico! ¡Y una droga! ¡Eso! ¡El resentimiento es una droga, y yo soy un adicto! ¿Qué le parece?

-Es cosa suya...

El muchacho iba a replicar, cuando observó que la gente empezaba a entrar, como un torrente siguiendo la huella luminosa de Adrián Salinas. Velozmente, fue de nuevo a sentarse en la primera fila, en busca de su extraña satisfacción de ser echado de ella.

Lo echaron.

Y vino a sentarse junto a Esther con una expresión de felicidad en la cara. Es masoquista, se dijo Esther. Está tragando la humillación con el deleite de un tigre masticando un trozo de carne.

Habló el presentador, haciendo el elogio del conferenciante. Cuando terminó, el joven le susurró al oído a Esther.

-¿Oyó? Al lado de nuestro Adrián, Nietzsche es una caca de pajarito.

-Mire que es resentido Ud.

-Gracias -agradeció como un cumplido.

El Dr. Adrián Salinas inició su charla, ante un silencio casi religioso. Duró dos horas, y un cerrado aplauso rubricó el final.

Esther se abrió paso trabajosamente entre el gentío. Cuando llegó a la calle, se encontró de nuevo con el desmelenado muchacho.

-¿Qué le pareció? -requirió el joven.

-¿Y qué le pareció a Ud.? -preguntó a su vez Esther.

-Habló mucho -dijo el joven.

-Eso oí.

  —116→  

-Y no dijo nada.

-Pero los aplausos...

-¡Los aplausos! ¡Los aplausos! -exclamó escandalizado el joven, zarandeándola de los brazos.

Ella se soltó de sus garras.

-Mire que si se pone impertinente...

-Perdón, señora. No puedo con mi genio. Pero Ud. debería ser un poco menos lela. Si yo voy a su casa y bato mis palmas en el portón... ¿la estoy aplaudiendo? ¡No! ¡No tengo una razón para aplaudirle! ¡Estos papanatas tampoco!

-Pero aplaudieron, ¿no?

-Sin razón.

-¿Cómo?

-Por misión. ¡A-lie-na-ción! Escuche -miró alrededor como si fuera a decir un secreto- estamos tan saturados de vaciedades que ya no buscamos la idea de aplaudir. Buscamos el momento, y a quién. Clarito. ¿No?

-Ud. pretende saber mucho, joven.

-¿Pretende? ¿Dijo pretende? -su cara se había puesto roja como si hubiera recibido un bofetón- ¡No pretendo, doña, sé mucho! Soy Doctor en Historia y Licenciado en Filosofía.

-Pero le echaron de la primera fila.

-Me echan de todas partes. Es que los efectos pasaron a ser causas y las causas efectos. Y si Ud. no entiende, me importa un pito. Me entiendo yo. Y a propósito, señora... ¿qué le pareció nuestro conferencista?

La miraba como si su vida misma dependiera de la respuesta. Si elogio a Adrián, me mata, pensó Esther. Y pensó también que Adrián no merecía elogio alguno. Y otra vez vino en su ayuda su padre, sentencioso, con las manos en los bolsillos y sacando la panza para ostentar con mayor garbo la cadena de oro del reloj. ¿Qué había dicho su padre? Ah. Sí. Hay hombres hechos y hay3 hombres fabricados.

-Me parece un hombre fabricado -dijo.

  —117→  

-¡Señora! Me descubro ante su sapiencia.

-No es mía, es de mi padre.

-¡Entonces me descubro ante el genial caballero!

-Murió hace tiempo.

-¡Me descubro ante su memoria!

-Le agradezco. Y ahora, joven dígame por qué es Ud. un resentido.

-Me agrada Ud. abuela. Fíjese, hasta me ha calmado. La invito a tomar algo y Ud. paga.

-¿Siempre anda así...?

-¿Cómo?

-¿Tan... frenético?

-Debo estar medio loco, señora. Yo persigo un sueño pero al mismo tiempo me persigue una jauría. Y me angustio doble, porque el sueño está demasiado lejos y la jauría demasiado cerca. Dios se burla de mí, señora. Él organizó el mundo entre cazadores y cazados. Yo soy cazador y cazado al mismo tiempo. ¿Pero tomamos o no tomamos el bendito café?

Caminaron juntos unas cuadras. Ella observando a su extraño nuevo amigo. Él, con las manos en los bolsillos, la corbata torcida, el cabello color tierra erizado, los ojos como contemplando una escena espantosa. Entraron a un restaurante. Ella pidió un café, y él un café con leche con gran cantidad de medias lunas que devoró en segundos. Satisfecho, eructó sin pudor alguno.

-Cuénteme. Es Ud. joven. ¿Tiene padres?

-Uno que engendró y otra que me parió.

-No hable así.

-Me crió mi abuela. Ellos se separaron. Figúrese. Se ayuntaron, me plantaron en el mundo. Ella dijo que esta vida no es vida y se fue. Él dijo... ¿y qué hago yo con este mocoso? El mocoso era yo. Me entregó a su madre, mi abuela, y también se marchó. La obsesión de mi abuela era que yo fuera un «hombre de provecho» y rezaba para que el nieto no le saliera tan amoral como la madre y tan hijo de puta como el padre.   —118→   Bueno, por «hombre de provecho» ella entendía un joven educado, instruido, con un buen puesto y con un buen sueldo. Fue generosa conmigo. Me ayudó a estudiar, bendita sea su memoria.

-¡Por fin se ha vuelto humano!

-¿Por mi abuela? Mire, si estoy sentado aquí, es porque Ud. es sedante. No es abuela, pero es abuela. Me calma, me seda. Estoy aquí, tranquilo, en paz, cuando debería estar en otro sitio, pateando algo, puteando contra alguien, escupiendo contra algún monumento. Mi abuela... es lo único digno en mi vida. Murió y me desencadené. Ya no tenía a quién rendir cuentas. Ya no tenía ante quién avergonzarme. Galopo por la vida como un potro al que le han puesto un cigarro encendido en el ano, dando coces y relinchos. No me puedo detener, maldita sea la inteligencia.

-¿Maldice la inteligencia?

-Es el cigarro encendido en mi ano.

-¡Vaya!

-Me ha robado la paz, me ha robado el sosiego. Me prohíbe la quietud y la reflexión.

-Pero, hijo, la inteligencia es...

-No me diga, no me diga.

-¡La inteligencia ilumina, señor mío!

-Exacto, doña. Ilumina. ¿Y qué me dice si le digo que mis poderosos faros sólo me muestran que estoy hundido hasta el cuello en la mediocridad? ¿Y que si no soy mediocre yo también, me ahogo? ¡Pero tengo que vivir en el mundo!, ¿no? Y se pregunta... ¿por qué no me adapto? ¿Y qué es la adaptación, le pregunto yo? ¡Rendir pleitesía a la mediocridad, inclinarme ante los Adrián Salinas! ¡Pero no puedo! ¡La inteligencia nos suelda el espinazo, señora! ¿Qué me dice?

-Que le compadezco mucho, joven.

-Gracias, abuela.

-¿Vive solo?

-Sí, en mi casa y en la calle y en el mundo.

-Necesita compañía.

  —119→  

-Pienso ir a buscarla al Manicomio. Cuando no se encuentra la razón en ninguna parte, la locura ha de ser buena compañía.

-No. Ud. necesita a su abuela.

-Ya no está.

-Puede encontrar otra.

-¿Ud.?

-¿Por qué no?

-¿Pero... no me encuentra insoportable?

-No encuentro nada que un poco de compañía no pueda curar.

-No trabajo. No tengo dinero.

-No necesita trabajar y yo tengo dinero...

-¿Qué me está proponiendo?

-Casa, comida, compañía, y si quiere llamarme abuela, llámame. ¿Cómo se llama?

-Víctor Lazarte.

El joven la miró con aire de duda. En el afiebrado mundo que se había creado en torno, aquella mujer parecía fuera de foco, absurda como un sueño, sin sentido como una divagación de borracho. Casa, comida, compañía. ¿Y paz?

-¿También me dará paz?

-¿Qué es la paz, joven?

-Estar contento de estar aquí y ahora.

-El aquí y ahora, se los puedo dar. La paz tendrá Ud. que encontrarla.

-¿Y cómo es el aquí?

-Una casa vacía y grande, llena de fantasmas.

-¿Fantasmas? Seres sin carne, huesos, ni apetitos ni competencias, ni postergaciones, ni injusticias, ni hombres fabricados ni claques de primera fila. ¿Por qué no?

-Acepto, señora.

Lo dijo con un tono de finalidad. Pero ni él mismo, sabía si por fin había alcanzado la ilusión, o si la jauría lo había alcanzado a él.

  —120→  

Víctor Lazarte

Abuela, soy Víctor, tengo que contarte. Perdona que no me ponga de rodillas, porque soy tanto hueso que me duele. Así que me siento, aquí, delante de lo que queda de vos. No te traje flores, ni una vela. No tienen significado, abuela. Sólo nosotros dos, y la tumba en este laberinto que ni siquiera huele a la sacralidad de la muerte, sino a la bestialidad de la caca. Tengo que pensar, tengo que averiguar, abuela, en la motivación profunda de los que defecan en los cementerios. Pero divago, abuela. Y me olvido de pedirte perdón. No tengo empleo, no soy un joven brillante, pretendí mostrar que soy inteligente, que tengo talento, y me miraron como si estuviera loco. Perdí mi empleo porque llegué diez minutos tarde, abuela. Bueno, los diez minutos no fueron la causa, sino la reacción del Jefe, que me dio una filípica por llegar diez minutos tarde. Yo le pregunté sencillamente qué significaba diez minutos en la vida de un hombre, y me salió con un sermón sobre la disciplina, la puntualidad, el deber, la contracción al trabajo. Y yo le dije, conforme, pero no me explicó qué significa diez míseros minutos de llegada tardía, y me dijo que no eran los diez minutos, sino mi «rebeldía», mi poco interés en el trabajo. Me dio rabia, y le pregunté si qué significación merece él cuando permanece quince minutos en el baño. Se ofendió. Me echó. Así es la cosa, abuela. Pretendo que todo sea lógico y me miran como un bicho raro. Defiendo mis puntos de vista y me echan. Debo ser un anormal en mundo de normales o un normal en un mundo de anormales, pero no quepo, no encajo, no me acomodo. Pienso, racionalizo, abuela, me pregunto qué voy a hacer de mi vida, o con mi vida, y siempre llego a la conclusión de que tratar de amoldarme a las circunstancias es como tratar de meter un paraguas en una caja de zapatos. Debo estar loco, abuela. Herencia. Algún desarticulado gene materno o algún gene zurdo paterno, y me hicieron al revés, quiero que el mundo sea armonioso   —121→   para que yo pasee cantando por sus avenidas, y el mundo quiere que yo sea una lagartija que huya por sus sótanos. ¿Puede ser la herencia, abuela? No hay respuestas. Metempsicosis, transmigración de las almas. Heredé un alma que vino a encarnarse en mí, abuela, pero se equivocó de camino, se equivocó de época. Debió aterrizar en la Edad de Oro, pero pegó un tropezón y aterrizó aquí, estúpida condenada a ser un alma forastera de su tiempo. Vaya, vaya, abuela, que suerte la mía. Extranjero en el mundo. Aprendí el idioma, aprendí la palabra, quise comunicarme. ¡Pero no aceptan mi voz! «No recibimos voces aisladas joven. Vaya a mezclar su voz con el rumor, los aullidos, los hurras y los vivas y podrá entrar». Me sulfuré y salí a buscar descontentos para unir mi grito al de ellos, pero me encontré con que los descontentos están mudos. Parece que la furia no se grita, abuela. Se traga. Mala suerte. No me convocan, pero lo mismo voy, y apenas digo «oiga, yo...» me miran escandalizados. No comprendo por qué, hasta que alguien me explica que «yo» es una mala palabra. Y me reprocho: ¿Quién soy yo para ser yo? Debo fundirme lo más rápidamente posible en la turba, la claque, la organización, el grupo, el círculo. Volverme sin nombre, como una abeja en un panal, y contribuir con mi zumbidito propio al gran zumbido. Pero no puedo. Soy demasiado yo, enfermizamente yo, místicamente, apasionadamente yo. Integridad o locura. No sé. Pero apareció la vieja señora, no quiere ser mi abuela, pero no le molesta que le diga abuela. No me pone en entredicho, no me juzga, no me compadece, no me ama ni me odia, ni me aprecia ni me desprecia, pero me acepta. Por fin alguien me acepta. Dormiré bajo su techo y comeré de su mesa. Yo no sé por qué. Y sospecho que ella tampoco. Un caso raro, abuela. La gente tiene razón para hacer algo. Ella hace las cosas por inercia, o porque no hay otra cosa que hacer. O por alguna razón profunda que no atino a comprender. Pero no me preocupa. Alguien me ha tratado como un ser humano. Una experiencia nueva. Vale la pena investigarla.

  —122→  

Vitalino Suárez

-Escúchame, hija, aunque fuera por una vez. Por favor, deja de pelar esas papas y escucha a tu padre. ¿Me estás escuchando? No, por favor, no me mires con fastidio. No me duele nada. ¿Quieres dejar de pelar esas malditas papas? Está bien, hijita, no te enojes, sigue dándole a la papa, a la bendita papa, pero escúchame. Encontré un nuevo amigo. ¿Da risa, verdad? A mi edad un nuevo amigo. En realidad, no lo encontré, tropecé con él, o él tropezó conmigo. Tipo raro, es violinista, pero no tiene manos de violinista. Sus manos parecen las garras de una comadreja, pobre. ¿Me estás escuchando, hija? Te dije que tiene el pobre las manos de una comadreja y no me preguntas cómo es eso. No tienes curiosidad o yo te provoco fastidio. Qué pena, hija, antes no nos tratábamos así. ¿Qué se hizo del cariño?, ¿hija? No me digas adónde fue, ya lo sé. No vamos a lastimarnos con reproches. Deja que tire esas cáscaras en el basurero. Así. Pero debes escucharme, hija, porque quizás sea la última vez que hablemos. ¿Por qué me miras así? ¿Qué veo en tus ojos? No alarma, parece alivio. Presumo que estás adivinando que me voy. No al más allá, toco madera. Me voy de esta casa. Ahora sí que veo alivio en tus ojos. No te reprocho. No soy lo que se dice un adorno en tu casa, lo sé desde hace tiempo, y aunque tu casa es en realidad mi casa, es tu casa. Yo tengo el título, y vos y mis nietos la posesión, y eso vale más. El título es un papel, hijita, la posesión es una impregnación de la vida en las paredes y en los rincones. Antes estaba impregnada de mí y de tu madre. Aquí nos mudamos cuando nos casamos. Después ella se fue y las paredes dejaron de oler a su piel y a su jabón de baño. Quedó mi olor a soledad, y al sudor de mi esfuerzo, a mi trabajo. Cuando ella se fue, me quedaste vos, hija. Y te casaste con el bueno de José. Tuvieron hijos y empezaron a impregnar todo de vida nueva. No encontré más aquel viejo olor del viejo amor y la antigua compañía, como del almidón de los encajes. Cambiaron   —123→   los muebles. ¿Me quejé yo? ¿eh? Respóndeme, hijita, no me quejé, aunque buscaba el olor de la madera vieja y aspiraba y aspiraba a plástico y pegamento. Cosas que duelen muy en la intimidad, hija. Ya no había esencias leves que me suscitaran recuerdos, sino efluvios nuevos, talco Jhonson para el bebé. Desodorante en spray. Con tu mamá usábamos limón. ¿Me estás escuchando? ¿Quieres dejar de hacer tanto ruido con esa maldita batidora de huevos? Te dije que no me quejé, porque todo andaba bien. Yo iba al trabajo y molestaba poco, y sonreía cuando notaba que era cada vez menos propietario y cada vez más huésped. Así es la vida, me decía y me digo. Pero el desastre empezó cuando hicieron el acto aquel. Me entregaron un reloj de oro y un pergamino y con palmaditas de afecto me dijeron que era una pena que me fuera, que iban a sentir mucho mi4 ausencia, pero que merecía un descanso. Yo había peleado. Le dije al patrón que una cosa es merecer el descanso y otra es no querer el descanso. Porque a mis 65 años el descanso era una condena. A enmohecerme y envejecer de veras, a tener realmente la edad que se tiene, y que se oculta mientras uno tiene una razón para vivir. Pero me jubilaron nomás, con aquel sueldo que entonces era potable, y ahora apenas da para una camisa nueva, de costurera, no de marca. ¿Quieres que te ralle el queso? Está bien, tal vez no sirva ya ni para eso. Pero sígueme en lo que te estoy diciendo, hija, porque es importante. Te decía del asunto aquel de la jubilación. Muerte laboral, pero más dura que la muerte-muerte, porque uno vive pero no sabe para qué. Los esquimales son más inteligentes. Cuando los viejos ya no pueden salir a cazar y las viejas ya no pueden parir, les arrancan los dientes y los sientan a mascar pieles de oso, para ablandarlas. Yo me jubilé, nadie me dio una piel de oso para mascar. Y el tiempo, querida hija. El tiempo del viejo que no tiene nada que hacer, un Sahara entre el amanecer y el crepúsculo, una nada que camina arrastrando los pies a través de las horas. Las horas todas iguales, porque lo mismo da que sean las nueve de la   —124→   mañana o las cinco de la tarde, porque nadie espera nada de uno, ni siquiera uno espera nada de sí mismo, sólo mirar el reloj y ver que pasan las horas y preguntarse para qué pasan y decirse una mentira, como «qué me importa», mentira, porque importa. Los objetos materiales no tienen peso en el vacío. Yo tampoco tengo peso en el vacío, y el que no tiene peso no tiene substancia. ¿Me estás escuchando, hija? Conocí al violinista con manos de comadreja. Sujeto raro. Me invitó a vivir en una gran mansión. No la suya. De una señora que no sabe por qué hace lo que hace. Pero si entendí bien, vive rodeada de fantasmas y quiere cambiar un poco y vivir rodeada de candidatos a fantasmas, como yo, como él, y no sé cuántos más. Acepté el convite, hija. Y cómo duele ese alivio que brilla en tus ojos. No. No. No. No lo niegues. Hay amores que terminan en un tolerable sosiego. Hay amores que terminan en la irritación. Como el tuyo. Pero el mío no, hijita. Te amo tanto que voy a privarte de mi presencia. Y saldremos ganando los dos. Porque estando aquí molesto y causo enojo. Si me voy seré un recuerdo y pensarás en mí con cariño, como se recuerda a los muertos. ¿Me has oído? ¿Y esas lágrimas, hija? Llora, si quieres. Es el recuerdo que nos queda para protestar contra la vida que nos hace como nos hace.

Mateo Ramírez

Conté a Esther que el viejo Vitalino aceptaba vivir en su casa. No me preguntó cómo era, pero lo dije. Por lo menos debes preguntarme cómo es el Vitalino ese, le dije y me respondió que le bastaba que hubiera hecho buenas migas conmigo. Insultante, en el fondo, porque daba por sentado que la derrota atrae y la derrota y los vencidos tienden a amigarse. Y a ella le bastaba eso. Que el que fuera a su casa ya no tuviera dónde ir, y punto. He decidido mudarme el sábado. Seremos muchos al parecer, una tal Rosanna, belleza decrépita y alma   —125→   rebelada según Esther, y un joven demasiado brillante o demasiado loco, Esther no lo sabe, pero le basta saber que su brillo lo exilia o que su locura le cierra puertas. Y yo. Vaya equipo que vamos a formar. Y Esther tendrá su satisfacción de abeja reina, si tal fuera su intención. Una colmena humana, pero no de abejas laboriosas, sino de seres humanos a los que la vida convierte en zánganos. A mí, en el fondo, me duele formar parte de este equipo. Si no hubieran destruido mis manos, hubiera sido otro, estaría tocando en una sinfónica, o en una orquesta de cámara, o sería un solista de renombre. Como soñaban papá y mamá. Suerte que murieron antes que mataran mis manos, porque entonces sí que se hubieran muerto de pena. Hijo único, yo. Papá tocaba el platillo en la Banda del Instituto. Pobrecito papá. Amaba la música y toda la música que hacía era batir los platillos, y estoy seguro que era mucho más feliz cuando tocaban una marcha, porque en las marchas el protagonista es el platillo, y ponía cara triste cuando tocaban alguna melodía que sólo requería del platillo en el crescendo final. Quiso ser violinista. No pudo, y terminó tocando el platillo. Entonces soñó que yo fuera violinista, y aquello fue toda armonía, porque yo también quería ser violinista, y él me miraba practicar y decía que de mis manos saldrían las más bellas melodías que sus torpes manos jamás pudieron arrancar. Mamá nos dejaba hacer. Mi buena mamá, era del tipo de mujer que es feliz cuando otros son felices, aunque le estuvieran arañando los oídos con los berridos de un violín infante. Mamá, al tomar estos apuntes, te recuerdo y te amo, y te pido perdón por este cuchitril donde he venido a parar, y por la botella y el salame, y hasta por la rata peluda que se come mi cena y me mira con descaro como diciéndome no te temo mutilado de porquería. Y te pido perdón porque he llegado al punto de pedirte perdón, porque sé que estás esperando aún, allá en tu lecho de madera y piedras, a que tu hijo triunfador te lleve en un día de Difuntos una serenata mágica florecida en las cuerdas y el arco del Maestro Mateo Ramírez,   —126→   tu hijo, tu orgullo, la gloria viva surgida de tus entrañas y el hombre de éxito empujado a la cumbre por la pasión de papá, y por el manso cariño de mamá. No pudo ser. Si existe un cielo donde reposan las almas felices, papá sería la excepción, un alma en pena en los paisajes dorados del paraíso, porque las manos de su hijo ni siquiera dan para batir el platillo. ¿Por qué, por qué, por qué me hicieron esto? Papá me enseñó a amar al mundo y a la vida, y por amor quise ponerle a la vida una corona de sonidos y consolar el miedo, la angustia y el sufrimiento del mundo con el bálsamo de mi música. ¿Con cuántas Tanias tropiezan los pobres de espíritu en el mundo? Me dijo que se llamaba Alicia. Y nos encontramos, así como así. Yo con mi violín en el estuche y ella con la bomba en la valija. Yo sólo soñaba con ser pájaro y brisa de una mañana de setiembre y agua que corre sobre piedra y reunir toda la sinfonía de las cosas hermosas en una sola nota mayúscula que llevara la rúbrica de Mateo Ramírez, artista. Ella llevaba la muerte en su valija. Cuesta creer que Dios nos hizo a su imagen y semejanza. ¿Qué semejanza tiene Tania con Dios? ¿Y qué semejanza tengo ahora yo con Él? ¿Me quiso igualar con Tania dejando que ella sembrara estruendo y muerte y condenándome a mí a sembrar silencio y amargura? ¿Por qué Dios da autoridad a los orangutanes que pisotean las manos de los violinistas? ¿Dónde diablos está la semejanza del hombre con su Creador? No sé. Qué tortura, madre mía. Quisiera tener una charla mano a mano con el orangután que pisó mis manos. Le enseñaría a torturar. Le enseñaría el sufrimiento más refinado que se puede infligir a un hombre. Obligarlo a descreer de lo que creyó. Vaciarlo de su fe. Convertirlo en una duda viviente, en una llaga viviente que sangra soledad, desamparo y furia. En fin, ahora voy a tener compañía. Esther se está saliendo con la suya. No sé de qué se trata, si de una araña maligna que ha tejido su trampa para atrapar bichos que extraviaron su vuelo, o simplemente una loca mansa que quiere dar sentido a su vida dándoselo a la vida de los demás.   —127→   ¿Pero... qué sentido puede tener cambiar la libre miseria de las calles por la sombría seguridad de una casona vieja? ¿Comida, techo? ¿Qué más?

Esther Landaburu

-Papá... ¡Ya tengo una familia!

-Sí, ya tienes una familia, hija.

-La casa volverá a vivir, papá.

-Sí, volverá a vivir.

-Rosanna será Rosalía, Víctor será Ricardo, Mateo el tío Jacinto y Vitalino serás tú. Yo seré mamá.

-Sí, hija, vos serás mamá.

-Papá, hablas como un eco.

-Los muertos somos un eco.

-¿Lo apruebas?

-Lo apruebo. Adiós, hija.

-¿Qué es eso de adiós? Papá... ¡Papá...! PAPAAÁ! ¿Mamá? ¡Mamamamamamamamá!

Desde afuera, la casa tenía el mismo aspecto de siempre. Nada mostraba que vivieran allí cinco personas.

¿Vivían?