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Los idilios teatrales de Salvador Rueda: (con una apoteosis final)

Gregorio Torres Nebrera


Universidad de Extremadura

Una parte importante de la escritura poética de Rueda está acompañada, en paralelo, por su escritura para el teatro, pese a que solo en una ocasión, al comienzo de la cronología de esa segunda vocación, pudo ver representado uno de sus textos, y, desde luego, con notable éxito. El hecho ocurrió en Buenos Aires, en septiembre de 1901, en el teatro Odeón, cuando la prestigiosa compañía de Fernando Díaz de Mendoza y María Guerrero estrenaba el «idilio» en tres actos La Musa, representación que se repitió, ya en Madrid, en el Español, la noche del 6 de diciembre de 1902, y antes en La Coruña. A esas alturas su bibliografía poética está bien cumplida, pues, tomando como referencia el mencionado 1902, Rueda ha publicado ya estos libros: Sinfonía del año, Estrellas errantes, Himno a la carne, Cantos de la vendimia, En tropel, La Bacanal, los seis cantos de Fornos o los sonetos de Piedras preciosas, por no hacer la lista demasiado larga, sin olvidar los títulos iniciales de «cuadros andaluces» o de «costumbres populares» que, si bien no tienen especial relevancia en su trayectoria como poeta, sí tendrán repercusión en sus textos dramáticos, como enseguida se verá.

La aportación de Rueda al teatro hay que entenderla, y enmarcarla, dentro de la convocatoria que se hace por entonces a los poetas para que, con su calidad literaria y expresiva, vengan en ayuda de una renovación teatral que se resiste a llegar. Fue su peculiar modo de animar el hombro en la común empresa que se llamó «teatro poético» o «teatro lírico» dentro del tiempo modernista. Así lo diagnosticó, por ejemplo, la Revue d'art dramatique de París, que en su número del 15 de junio de 1903, y con motivo del estreno de La Musa, hablaba de un «nuevo género teatral» que consistía en

una tendencia en la cual la sencillez del asunto se asocia a una delicadeza extrema, que no excluye el relieve de algunos tipos, encarnación de un realismo exacto; unido a esto, un lenguaje fascinante, a veces versos sonoros que llamean imágenes sucesivas, cuyo efecto es el de una melodía indefinida, inspirada por reflejos del ideal clásico, radiante en la obra de Rueda.1



La bibliografía teatral de Rueda se reduce -por lo que sé- a algo más de media docena de piezas escritas, o al menos editadas, a lo largo de la primera década del siglo cinco de ellas -La Musa (1902), Luz (1904), La guitarra (1907), El poema de los ojos y Vaso de rocío, ambas de 1908-, enmarcadas por una pieza temprana, de 1890, titulada El secreto, y otra algo tardía, de 1921, que se conoce por La vocación. En fecha intermedia queda situada una obra particular y diferente con respecto al conjunto de las mencionadas, La epopeya del templo, a la que dedico el último apartado del presente estudio. Varias de estas obras tienen como indicador definitorio, que las unifica, las siguientes expresiones: «poema escénico», «idilio», «idilio griego», «teatro lírico», aunque las otras ostentan los marbetes más habituales, y asépticos de «comedia», «drama» y hasta «novela escénica», probablemente en razón de la colección por entregas que la editó, pues La vocación fue el número 280 de «La novela corta», colección gemela a «La novela teatral», dirigidas ambas por José de Urquía.

Naturalmente que esta escasa producción, pero suficiente para apreciar las posibilidades del autor malagueño en la literatura dramática, no puede examinarse ni valorarse al margen de su ingente obra poética. En muchas ocasiones es posible, y hasta necesario, establecer vasos comunicantes entre ambos registros, caras inseparables de una misma moneda. Y, a juzgar por la alegría y satisfacción enorme con que Rueda gozó de su primera incursión en la cartelera teatral, habría que pensar que los textos siguientes al de 1902 nacieron con ese propósito, pero la suerte se le tornó esquiva y ya no hubo más ocasión de ver sus invenciones convertidas en representaciones teatrales. Por una vez fue suficiente. Y conste que no me parece que se eligiese la mejor ni la más capaz de sus ocho creaciones, aunque sí la que mejor podía cuadrar al lucimiento de una primer actriz como la Guerrero.

Las siete obras antes enumeradas pueden acomodarse a dos subgrupos en razón del desarrollo y desenlace, feliz o infeliz, de sus respectivos argumentos, si bien lo lírico, es decir, lo «idílico», con cara de sonrisa o con cara de llanto, sea denominador común en todos los casos. Por ello propongo distribuirlas en dos epígrafes: «los idilios gozosos» y «los idilios dolorosos».






ArribaAbajoLos idilios gozosos

Antes de La Musa Rueda se dejó llevar por el tono melodramático del teatro de Echegaray y sus seguidores, imitándolos en la primera de sus comedias, El secreto2, pieza sencilla, elemental y de final fallido para evitar un conflicto que se vislumbraba bastante incómodo, y que podía llevar al dramaturgo a meterse en un embrollo difícil de resolver. En realidad es un conflicto sacado de una casi futilidad, pero que en aquel teatro de aspavientos y galeotes tenía una relevancia suficiente para que una muchacha, como la protagonista de esta obra, viviese su tensa congoja por defender un secreto en el que se encerraba su honra y, sobre todo, la realización de su personal idilio amoroso. Porque esta obra inicial ya tiene, en su meollo, el núcleo común al que obedecen las otras seis piezas (hago excepción, en este caso, de La epopeya del templo): la mujer que lucha por un amor que acaba siendo feliz o fallido, que unas veces arrolla víctimas y otras las salva al filo del telón último.

La breve trama de la comedia se desarrolla en un medio burgués acomodado, y por supuesto en Andalucía. Este segundo dato resulta, en el caso concreto de esta obra, casi inoperante, pero no puede pasarse por alto que, desde su primera pieza hasta la última -exceptuando Vaso de rocío y La epopeya- Rueda siempre ambiente sus piezas teatrales, con mayor o menor dosis de costumbrismo, en una geografía andaluza, de pasión y de pintoresquismo, que se adelanta en algún sentido al gran protagonismo escénico y ambiental que le acabó otorgando a esta región el teatro de los Álvarez Quintero. En esa casa de una familia sevillana de posibles, con doncella, criados y hasta modisto particular, Sofía está ultimando los preparativos de su enlace matrimonial con Fernando, recibiendo los regalos de las amistades invitadas a la ceremonia, probándose su traje de novia para que ajuste a la medida, y deseando el rápido paso de las horas que restan para ser mujer de un hombre bueno, honrado, honorable... Pero pronto advertimos, en los primeros versos arromanzados que dice en escena sobre una coloquial discusión del servicio doméstico, que en el fondo de Sofía pesa la piedra de una inquietud que ahora se empeña en golpear de nuevo:


Creí del alma en el fondo
faltas de un tiempo perdidas,
y hoy, que velos y azahares
en torno de mí se agitan,
renacer siento el pecado
de entre las muertas cenizas,


(pág. 13)                


¿De qué pecado se trata? Del que es más fácil de adivinar: la mujer tuvo una infortunada relación amorosa tiempo atrás, antes de iniciar sus relaciones con el inmediato cónyuge, cuando era totalmente libre, y de la que no se derivó más consecuencia que el dolor por una ruptura, al parecer, propiciada por una despreciativa conducta machista. Nada que debiera inquietar a la fémina a punto de desposar pues, ni se siente ofendida, ni a nadie ofendió aquella relación antigua. Pero entonces ¿por qué nos hace confidencia de su inquietud? Porque en tiempo tan inoportuno -la mujer lo presiente- hace acto de reaparición el antiguo amante. Pero ello simplemente no es suficiente. Rueda tiene que tensar más la situación y jugar con la fatal casualidad: el amante de antaño vuelve como un invitado especial al enlace, porque es el hermano del futuro marido, un marino de guerra llamado Luis, que aprovecha un imprevisto permiso para asistir a la boda de su hermano y conocer a su cuñada. Fernando, el novio, se empeña en colocar sobre la cabeza de su prometida un tocado de flores de azahar como consabido simbolismo de una pureza de la que Sofía no se siente digna merecedora, o que la historia antigua le hace no estar a la altura de la nobleza y de la bondad de quien la va a desposar. Hay un pasado que gravita todo el tiempo sobre la escena, un pasado con amenaza incluida, que llevaría al dolor, al drama, y que depende de la decisión del intruso, del que aparece/desaparece con la única función teatral de provocar una tensión interior, la de Sofía (transmitida al espectador) o la de sosegarla, una tensión que en casi nada aflora a la superficie de la trama, que se desliza por lo convencional, por lo amable, por lo chistoso y hasta por lo incidentalmente cómico. Y entretejido todo ello con hallazgos líricos, con metáforas descriptivas que se incrustan en el diálogo continuamente. Si la mujer se dispone a tocarse con la mantilla de blonda, el novio requiebra la prenda con estos versos:


Cancela de tu decoro
su encaje se me figura,
y quiero ver tu hermosura
tras su enrejado de oro.


(pág. 23)                


y hasta es capaz de piropear a la dama con versos que resuenan a letanía: «virgen del amor preciosa / pura bendita y hermosa / entre todas las mujeres» (págs. 25-26)3.

Como en las comedias amorosas del Barroco, Rueda equilibra el empalago amoroso de galán y dama con otra pareja que, puesta en análoga tesitura, ofrece el contrapunto cómico. Esa función aquí la ejercen la doncella Teresina y el modisto Donato, ella desenvuelta interesada y atrevidilla; él, tímido y torpe, cuando resulta audaz en sus diseños modistiles; curiosa situación a la que se suma el criado Blas que también aspira a los beneficios de la muchacha, perfilando entre los tres un simpático trío que tiene esa misión, el contrapunto relajante a la tensión que se advierte en el otro triángulo de personajes.

Rueda cae en un elemental error maniqueísta al diseñar los caracteres: para que el intruso se nos aparezca, hasta su último gesto, como hombre rencoroso, incluso malvado, es necesario ponderar en demasía la imagen de la mujer, y con ella su bondad, su hermosura moral, su «dolor de corazón», aquello que pudiese ser suficiente para redimir de la antigua culpa, si es que la hubo. Por ello, y frente a las sombras de envidiosa maledicencia que luego echan más fuego a la situación llevada hasta un cierto límite, el modisto, que ha diseñado tan acertadamente el vestido de la novia, hace un figurín casi perfecto de su belleza moral, parejo con la física:


No hay corazón más bendito,
de hacer el bien tiene mil modos,
y conoce y trata a todos
los pobres de su distrito.
Así es que cuando la miran
pasar, el bien derramando,
quedan los ojos llorando
y muchos labios suspiran.


(pág. 41)                


La madre de la novia intuye el dolor, el temor, de su hija. Respeta su intimidad, pero, adivinando su inquietud, la declara convertida en una lírica parábola formulada en una tirada de ocho cuartetas, la del espléndido rosal nacido, para su contra, en estéril arena, de cómo el rosal resistió y esperó la llegada del «galano Abril» para florecer pujante, de modo que -copio la última estrofa- «Abril de galas hermosas / ornó sus sienes divinas; / y aquel rosal, todo espinas, / fue al fin rosal, todo rosas» (pág. 59). Notemos la importancia de las metáforas florales en la trama de la comedia, recordándonos la espléndida utilización de ese recurso poético que hace Lorca (lector seguro de Rueda) en su drama Bodas de sangre. El nubarrón de primavera que envuelve la escena en la que Sofía estalla en llanto es otra poética manera de asociar Naturaleza e interior anímico, un binomio que es fértil y frecuente en la poesía del vate malagueño. Claro que aquí no solo es ese efecto meteorológico-teatral metáfora visual-auditiva de la «tormenta interior» de la protagonista, sino envolvente ocasional de otra escena amorosa, de contrapunto, entre Teresina y Donato: la electricidad ambiente espolea la timidez del hombre y el arrojo de la mujer hasta que surge el relámpago del flechazo y el trueno de la declaración, que se expresa como una síntesis del «poema del año» (nuevo guiño de correspondencia con su mundo poético) pues como bien dice Donato, «así han ido mis amores / estaciones recorriendo, / en unas frutos trayendo, / y en otras trayendo flores» (pág.72).

Rueda ha planteado una situación dramática que tiene enormes riesgos de derivar hacia el melodrama cainita, exceso que debe evitar a toda costa. Pone al personaje de Luis en el filo de la navaja a través del monólogo -recurso típicamente decimonónico- que le hace pronunciar en escena: se siente el hombre, complacido en el fondo, instrumento de una sociedad hipócrita que se goza en condenar a la mancillada, como impura, y alabar la hombría y dignidad del seductor. En nombre de un honor familiar que el marino no comparte más que como pose en la galería, Luis se cree en la obligación de denunciar ante el hermano el borrascoso pasado de su futura. Pero en esa reflexión Rueda deja ya una puerta abierta al arreglo final, pues Luis tan pronto se siente convencido del deber de la denuncia como advierte el riesgo moral que contrae al hacerlo. Ser egoísta, hablando, o generoso, callando para siempre, es el dilema que tensa el interior del personaje, contradicción que resume en esta imagen a modo de acorde final: «¡Soy la mariposa negra4 / en medio de tanta luz!» (pág 82). Y como contraste a esa escena que cierne el peligro sobre el matrimonio de Sofía le sucede otro monólogo bien distinto del novio Femando, que imagina, con brillantez expresiva, el momento deseado de la ceremonia nupcial, o sea, de la exaltación de la mujer, cuando su hermano está planificando la caída: lo blanco y lo negro de una vida que se siente al albur de dos jugadores de ajedrez. Luis la imagina vencida, desgraciada, arruinada; Fernando, en cambio, la ve victoriosa en medio de una exaltación litúrgica, en medio de nubes de incienso. Y se prolongan los temores de Sofía en metáforas florales, cuando le cuenta sus sueños-temores al prometido esposo como «secas y pálidas hojas / y deshechos azahares» (pág. 87). Es una tensión previa al primer encuentro de los contendientes con la partida sobre el tablero, encuentro que aplazado queda, porque así lo quiere el dramaturgo, al hacerlo coincidir con el final del segundo acto: la cuestión queda latente, el nudo gordiano por deshacer, gracias a las dudas de Luis, dudas que lo salvan y salvan el conflicto de una forma, como decía al comienzo, demasiado ingenua. Hacer que el malvado desaparezca en el momento justo de su denuncia, hacerlo cambiar espontáneamente de opinión y marchar mar adentro, del mismo modo que se le hizo comparecer de improviso en la casa de la celebración, es un recurso que evita una complicación a la que el dramaturgo no quiere, o no sabe, llegar. Aquel riesgo, como ineluctable hado, que gravitaba sobre las heroínas románticas, aquí se deslíe como azucarillo en la tormenta de primavera: sale el sol, se deshace el nublado, el azul celeste se vuelve a imponer sobre el gris anubarrado... y aquí no ha pasado nada: simplemente, estuvo a punto de pasar. Por ello la tercera jornada de la comedia juega con la expectativa del espectador que cree, como Sofía, que se avecina el desastre, y que lo único de que se cerciora es de la virtud y templanza de la mujer que compensa ampliamente el desliz amoroso de antaño. Todo en derredor de la inminente casada es atención, amor, ternura, ofrenda floral y simbolismo de luz. Solo Clara -materialización del tópico de la intuición materna- advierte un oculto pesar en la hija. El desposorio sigue, en la imaginería poética de Fernando, cifrándose en el simbolismo de la corona de azahar que el limonero del huerto de Sofía ha ido gestando de la raíz a la luz. Por ello, coincidiendo con tantos momentos de la poesía mediana, puede afirmar la mujer «que vive se ve / como lo humano una planta» (págs. 99-100) y preparando la corona floral que lucirá en la ceremonia, Sofía intenta la reconciliación consigo misma, al pensar que, como en los seres vegetales, también los seres humanos van cambiando sus ramas y su hojas, van evolucionando, de modo que el cuerpo de un tiempo antiguo queda superado por el cuerpo de un tiempo nuevo: «que varía la materia / pero el alma nunca muere!» (pág. 100). Sofía quiere desembarazarse de la piel de seducida que la coarta, librarse para siempre de la mancha moral que la tiñe por dentro. Así lo cree cuando llega un momento clave en el simbolismo floral de la pieza: el tejido de la corona de azahar que hacen mano a mano los novios, interpretando en cada una de las hojas del nuevo objeto-símbolo un momento de ese cariño: «son la historia de dos vidas / impresa en hojas de flores» (pág. 110). Será ante la presencia del objeto floral cómo Sofía tendrá el valor suficiente de defender su pureza ante el hombre que ahora la amenaza con deshonrarla; por la fuerza de la corona de azahar, que ya ha ceñido en su ánimo, se atreverá a retarlo, en un desafío que mucho tiene de eco de drama romántico. Tras un monólogo de Luis, otra vez tejido de contrarios caminos a seguir, el hombre abatido pide luz para actuar. Una luz, una decisión, la de huir y ocultar para siempre el secreto deshonroso, que le da la reflexión de la madre, que -determinantemente- se llama Clara. Ella, con sus pensamientos y la corona en su mano, es el precio suficiente para comprar el silencio. Todavía, sin embargo, el dramaturgo sujeta al espectador ante un último riesgo: una de las envidiosas amigas que ha ido a jalear a la desposada lee en voz alta, de un libro tomado de algún sitio, la «Poesía de la culpa y de la esposa». Es como proclamar a los cuatro vientos el secreto que amenaza la felicidad de Sofía y de Fernando. Pero Rueda utiliza argucias del oficio, y la llegada de un notario corta lo que no parecía más que anécdota en medio de la bienhadada expectativa. Es una pequeña crisis que vuelve a repetirse, cuando todo está dispuesto para la ceremonia, al desprenderse unas cuantas flores del tocado de la novia. Sofía vive toda la secuencia con miedo y amargura («¡Pienso que va mi honor muerto / en medio del funeral!», pág. 125) mientras Luis parece decidirse, de una vez, a la denuncia en el momento en que la ceremonia está iniciándose fuera de escena, en una capilla próxima. Y su reflexión concierta en un instante con la imagen de angustia que había expresado antes Sofía: «Esos velos ideales / que miro agitarse allí, / se trocarían por mí / en horribles funerales» (pág. 126). Pero súbito cambia de decisión: una esquela escueta de felicitación y ventura y salida hacia el muelle para embarcar. Como decía antes, pudo trocarse todo en drama, pero finalmente ganó el buen gusto del silencio. Tal vez -pensaba Rueda- lo mereció el esfuerzo de purificación de Sofía.

Es el momento de abordar el análisis de la única pieza de Reina que llegó a los escenarios. La Musa5 es algo más que un retrato de mujer, es un poema a la diosa de carne y hueso. En una naturaleza pletórica, amable, sensual, la mujer tiene su templo, su lugar, su éxito arrollador. Si es difícil resistirse a las bondades del agro, que nos regala con flores y frutos, más aún lo es cerrar los ojos a los encantos y atractivos de una hembra que domina cuanto se extiende, como homenaje, a su alrededor, incluidas las voluntades resistentes de dos hombres que se creen mundanos y nada proclives a entretener su tiempo prendidos de una mujer, poniendo en peligro su antigua y sacrosanta amistad por rivalidad amorosa. Con esta pieza ya vislumbramos el perfil del teatro de Rueda, en su mayor parte: obras en prosa, ambientadas en la Andalucía que tan bien entendió y plasmó, que armonizan una historia de amor en el marco de una naturaleza que sirve más de coprotagonista que de simple fondo de música, color y sabor.

Cuando el estreno madrileño6, Rueda publicó en la revista El Arte del Teatro una autocrítica en la que prácticamente no dice nada de la obra, y de la que selecciono solo estos dos párrafos:

Como yo he escrito el idilio, claro es que lo siento con su ambiente de Naturaleza en primer lugar, y en segundo con sus figuras simbólicas y reales. [...] No doy con la manera de hacer una auto-disección de un idilio de ambiente de Naturaleza, como no veo la manera de poder encerrar en la mano un rayo de sol, porque éste, si se le echan los dedos, se escapa; si se echa una tela encima, se fuga; si se le tira una piedra, no se quiebra; si se le quiere sujetar con los labios, se escurre. Él solo, en cambio, se entra por los poros, como un efluvio, llega al alma y la besa con un beso de salud y de hermosura7.


En el fondo de estas palabras no hay la argucia de evitar el compromiso y salir del paso con vaguedades, sino el exacto reconocimiento de que estamos ante una obra de atmósfera, de sensaciones, de sentimientos, más que de trama y de conflicto; en un «idilio dramático», que es una modalidad del teatro poético que se quiere conseguir como alternativa a un cansado teatro neorromántico o naturalista.

Si hacemos un recuento de los juicios periodísticos que el estreno en España cosechó, nos encontraremos con este ramillete de opiniones:

concierto de armonías habladas, de sentimentalismos gráficos; una oleada de vida, algo que sin apartarse de las realidades del mundo, hace de éste un paraíso, instruyendo al espíritu en la contemplación de las grandes bellezas de la Naturaleza Madre, donde reside el gran principio de las bondades supremas y la belleza indestructible [...] Algo nuevo, algo desconocido hasta ahora en el proscenio; es un cántico hablado; una voluptuosidad de espíritu artista y soñador.


Así de entusiasta se pronunciaba el crítico Adolfo Lahorra del diario coruñés La Mañana. José de la Serna, corresponsal de El Imparcial, enviaba desde la capital gallega su crónica empezando por reconocer que

La Musa es un paisaje con figuras, obra espontánea, sin artificio teatral, sin unidad de composición, caprichosa, reflejo de la sensibilidad extrema del poeta, que se manifiesta sin las trabas de la disciplina escénica.


De su representación en Valladolid se opinó que

para Rueda lo principal es el color, la forma, la armonía. Desde que se levanta hasta que cae el telón, parece que se oye la lectura animada de una poesía lírica.


Y también que:

Rueda ha intentado con su primera obra teatral un género nuevo, y su mayor mérito (aparte de las bellezas de forma) está en haber triunfado sin asunto, sin interés dramático y sin situaciones conmovedoras.


A su paso por Sevilla, el crítico Alfonso Murga decía que

La Musa es la mujer inspirada y alegre que convierte las almas frívolas a los amores más hermosos y fecundos de la vida: es altamente poética la idea.


García de Candamo, en Vida Nueva, subrayaba lo que había en la pieza de «iniciadora de una tendencia» y lo mismo se afirmaba desde las columnas de El Globo. Y, para acabar, la muy importante revista teatral ilustrada del momento, El Teatro, le dedicó amplia atención en el número 28, enero de 1903, a cargo del prestigioso crítico Alejandro Miquis (incluidas dos fotografías de Company correspondientes a la representación del Español):

el propósito del poeta es desde luego muy plausible: tiende a exaltar el amor a la naturaleza, y para ello la canta de admirable modo en escenas perfectamente combinadas, y en las que no se ve la impericia del principiante, sino por el contrario, la destreza de mano de un verdadero maestro en lides escénicas.


Y todas las críticas coincidieron en encendidos elogios a la interpretación que hizo María Guerrero de la ideálica dama inventada por Rueda.

Estamos en un cortijo malagueño, que podría ser perfectamente trasposición a la escena de aquella «casa de campo» dibujada en la prosa costumbrista de un libro de 1887 titulado El cielo alegre8; estamos en un cortijo, repito, y en el espacio exterior que lo rodea, aquél en el que es posible encontrarse criados, jornaleros y propietarios burgueses; espacio abierto en el que también es dado contemplar la Naturaleza con todas sus prerrogativas. Y en efecto, la práctica totalidad del primer acto de esta comedia es una introducción a los beneficios de esa Naturaleza, malagueña por más señas, que nos ofrece sus óptimos frutos en forma de excelentes y variados racimos de uva, a saborear con migas regadas con un málaga añejo y oloroso9. Dos amigos, que se han alejado momentáneamente del ruido urbano, que tanto les place, descansan cómodamente en esta especie de aislado vergel en el que falta lo que más les preocupa, la mujer, fuente de sempiterna tentación. Esa situación de partida la envuelve Rueda en unas secuencias costumbristas andaluzas, con unos matices fónicos y una capacidad léxica popular en los diálogos y las réplicas que se acerca totalmente a los mejores momentos del teatro quinteriano. El manijero, el capataz, la criadita Dolores y su insistente pretendiente Roque y, sobre todo, dos tipos que son otras tantas creaciones sobresalientes del dramaturgo, por su desparpajo y gracia expresivos: la gitana Tía Garduña y el feo «Medialmeja». Con personajes como ellos el colorido, la gracia, el humor y la vivacidad coloquial están totalmente asegurados.

El acto primero pone simplemente en suerte la situación central: la llegada de una elegante y atractiva dama -María- a ese paraíso rústico para demostrar a dos elegantones instalados en el misoginismo que la Mujer es el centro perfecto de ese cuasi paraíso, y que el idilio satisfactorio solo se da -como nos enseñaron los poetas bucólicos- en el binomio Naturaleza-Amor. El primero lo tienen al alcance de los cinco sentidos; el segundo acaba de llegar cuando baja el primer telón. El reto está servido para que se desarrolle y se desenlace en los dos siguientes actos.

Por ello el escenario de la segunda jornada se hace aún más campestre, o sea, más bucólico: de la entrada al cortijo pasamos a la «huerta de la quinta». Escenario detallista, como un cuadro costumbrista de principios de siglo, como los que el mismo Rueda había sabido plasmar en todas las estampas del citado volumen El cielo alegre, pues en la didascalia que ha redactado el poeta-dramaturgo no faltan la noria con su borriquillo uncido, haces de heno, plazoleta con bancada de madera, altos plátanos americanos y, en el foro, una perspectiva de huerta con los frutos logrados, a punto de recoger. Y por si el cuadro ya no es idílico de por sí, no falta en un rincón un piano: todo al servicio de los cinco sentidos. Lo subrayará pronto el personaje de la dama María, que hasta ese momento no habíamos contemplado sobre la escena: «Qué días de Naturaleza llevo. Esto es darse un baño de ella por los poros, por los ojos, por el oído, por el olfato, por el paladar y por el alma entera» (pág. 12).

Como el dramaturgo ha preparado ese lugar para que en él surja, por fuerza, el amor, la primera secuencia, ejecutada entre los criados-graciosos del elenco, es un gráfico ejemplo del amor humano que imita a la Naturaleza: Roque compara su querencia por Dolores con la imagen del nido de ruiseñor (en este texto se inicia ya un motivo muy repetido en las obras siguientes, cual es el del pájaro enjaulado, o sea, la belleza natural como objeto de armoniosa decoración, pues ofrece simultáneamente música y color) o con las matas de «jabichuelas» enroscadas en las cañas. La aparición de la misteriosa mujer, cuya llegada hemos conocido al terminar el acto anterior, sucede como si un pintor moderno reflejase a la misma Flora pagana: «traje elegantísimo de fantasía», «sombrero de paja, también de fantasía» y un ramo de flores en la mano, que va esparciendo alrededor suyo. Y por si faltaba algún detalle para la pintura, la nueva y elegante Flora lleva en las manos un libro, el modelo del idilio clásico, la novelita de Longo Dafnis y Cloe10. Y protagonizará una primera secuencia que es la escenificación de un poema que bien podría titularse «La mariposa muerta». La joven adolescente de la casa se precia de tener una espléndida colección de mariposas disecadas y ansia coger, viva, una de rara especie. María, verdadera Flora rediviva, le ofrece la liberación de la cautiva por una joya que imita al insecto, y cuando la caprichosa muchacha acepta el canje y María lanza al aire al hermoso lepidóptero, ya liberto, para que vuelva a volar, éste cae al suelo ya muerto; y María exclama lo que hubiese podido ser el final reflexivo de ese poema tan similar a tantos que Rueda escribió: «¡Dios mío, con cuantas cosas juega uno en la vida y las mata, al quitarles el polvo divino de las alas!» (pág.13)11.

Esta secuencia es el introito a la incidencia de esta Musa («musa de la Naturaleza») en el ánimo de los dos hombres a la defensiva. Primero el llamado Arturo (que ya anda galanteando a la dama, como respuesta al reto que ella parece haberle hecho desde su llegada) y al que María le hace, suavemente, caer en la cuenta de que está bordeando el ridículo, cuando lo vemos tirando de la noria como un paciente asno. El vaso de agua fresca que el hombre llena y que la mujer deleitosamente bebe es la primera lección de neoplatonismo moderno que María pronuncia en escena ante su ocasional discípulo. Un neoplatonismo que repetirá a renglón seguido con el otro hombre, con Carlos tomando pie en uno de los insectos que más veces llamó la atención poética de Rueda, la cigarra (a la que le dedicó un famoso soneto en su libro La sinfonía del año y otros poemas en diferentes libros). El hombre, impelido por el seductor encanto de la mujer, quisiera repetir la imagen libresca de Longo, cuando nos cuenta cómo Dafnis colocó sobre el pecho de Cloe una cantora cigarra. Y en la escena en cuestión, y con la ayuda de la escenografía, Rueda pone en evidencia una oposición que es también consustancial a su mundo literario: el poste de telégrafo que se yergue detrás del rústico banco en el que descansan los dialogantes incorpora el mundo de la técnica, de la manipulación urbana, a la libérrima y espléndida Naturaleza; el poste del telégrafo en el que Carlos reposa su cabeza frente al haz de heno sobre el que reposa la suya la mujer. Naturaleza e Historia, así, en vigilante, pero posible, maridaje. Ese poste del telégrafo al que ya se le había dedicado una lírica reflexión en otra prosa de El cielo alegre:

Clavado en el suelo el denegrido esqueleto, como lo estaba cuando vestía ramas y hojas, no siente al llegar la primavera bullir las savias en su tronco, ni subir la vida del centro de la tierra por sus fibras lozanas empujando los últimos brotes para que se abran a la luz del sol. Para él no habrá ya noches de estío llenas de fragancias y de estrellas, porque convertido en fijo centinela del progreso, no podrá extender sus ramas para recibir la oleada de luz de aquella luna que antes bajaba, como en misteriosa cita, a dormirse a sus brazos.12


María está procurando humillar la soberbia burlona y machista de los dos hombres con su lección de humildad y de admiración ante la Naturaleza. Falta tan solo el detalle de cierre del acto: la música que completará el idilio pastoril es música leída en el pentagrama de la misma Naturaleza: «Vean ustedes los alambres del telégrafo llenos de golondrinas; ellas son las notas vivas de un raro pentagrama. Es la música escrita por Dios. Voy a interpretar esa música extraña» (pág.17). Estamos ante una curiosa formulación del neoplatonismo casi luisiano (y el poeta agustino fue eco consciente en otros momentos del estro poético de Rueda).

Llegados a este punto, el acto tercero no añade nada nuevo, sino la confirmación de lo mostrado y conseguido en el acto anterior. Los dos recalcitrantes varones se han convertido en nuevos apóstoles de la contemplación y alabanza de la Naturaleza, gracias a la inspiración de «la musa»; y María insiste en la musicalidad que envuelve a todas las criaturas -animadas e inanimadas- de esa misma Naturaleza («en la creación todo es un compás») elevando a categoría lo sugerido en el cierre del acto anterior. Es un canto a la Naturaleza que podría tener un perfecto correlato poético en un hermoso poema mediano, el titulado «En la siesta», con el significativo subtítulo de «escala de vidas»13. Y como acorde final del «idilio», María cierra brillantemente la comedia recitando ante el mar rielado por la luna un hermoso poema, que vendría a ser prolongación y amplificación de aquellos otros varios poemas dedicados al mismo motivo, desde el temprano «Oda al mar» del primerizo libro Renglones cortos14


También ¡oh mar! Soberbio y dilatado
cual otros llego ante tu altiva frente;
también arrebatado
con ansia loca y entusiasmo ardiente.
[...]
¡Adiós, cuna de perlas adorada:
cantarte en vano mi pasión desea;
pues no hay lira vibrando arrebatada,
que digna oh mar de tu grandeza sea!


Aquellos loci amoeni, armónicos entre seres, cosas y clases, que pintarían tantas veces los Álvarez Quintero, tenían ya en este «idilio» de Rueda un claro modelo a seguir.

Hay un poema ocasional de Rueda titulado «Auto-bio-crítica» en el que hace referencias a su trayectoria literaria. Es una especie de autorretrato que la criatura dedica al creador. Allí se dicen estos versos alusivos al exitoso estreno de La Musa:


Una noche ¿te acuerdas Maestro?
me abría su seno el teatro
y cual una rama que agita un torrente
estaba mi pecho temblando;
se representaba un idilio, una égloga
que escribió mi Musa con luz de los prados,
con olores y esencias silvestres,
con sones de norias y pájaros.
Al llegar a una escena en que vibra
en el hondo silencio del cuadro
el insecto, la ardiente cigarra
que llevo en la lira por siempre cantando,
cortóse la escena por la áurea armonía
de un río de aplausos
que pidió con amor mi presencia
y la estuvo de luz coronando,
y luego siguieron más salvas de gloría
crujiendo en el ámbito,
hasta que al final del eglógico idilio
se alargó el fervoroso entusiasmo

La importante revista del Modernismo «Helios» acogió la publicación de la tercera obra teatral del malagueño, Luz15, fechada en 1902. ¿Qué es Luz? Sin temor a la exageración, podría decirse que es un antecedente de Yerma, desprovista del telurismo simbólico y del final trágico del drama lorquiano. Una burguesa acomodada, artista, soñadora, que quiere rellenar el único hueco que le falta para colmar su felicidad conyugal: el hijo que no tiene ni parece esperar. No lo busca en alternativas maritales ni en profanas y báquicas romerías de fertilidad, sino a través de una paternalista caridad de ricos: mediante una adopción por la vía rápida y alegal, apropiándose la hija del jardinero, pobre y viudo. Pero no con la violencia ni el agravante del rapto sino so capa del amor generoso y bienintencionado a la hija ajena, para hacerla la hija propia, negando aquello que desde Cervantes llamamos la fuerza de la sangre y el derecho inviolable a la paternidad.

Pero Rueda deja entrever otra carencia en la vida, algo mecida en la ilusión, de la soñadora Luisa, que es lo que verdaderamente acerca esta pieza a la referida de Lorca: su marido, hombre muy ocupado en los negocios mercantiles y bursátiles, no parece participar de la inquietud por la carencia de hijos que tiene su mujer, ni tampoco es capaz de percibir la importancia de esa falta en su cónyuge. Para Carlos tener o no tener un hijo es secundario, no le desasosiega, lo interpreta como un capricho más de su ocurrente mujer, parecido al de llenar la casa de espejos que reproducen virtualmente imágenes, una manera de que Luisa no se sienta tan sola en su jaula de oro (en la estancia hay un vistoso ruiseñor enjaulado) pues la silueta de lo que quiere o necesita se mantiene más tiempo en la retina, después de ya haberse alejado de su vera. Los espejos, que juegan repetidamente en escena, son elementos de identificación de la mujer yerma como mujer fértil: ante los espejos se recrea en que la que no es su hija la llame «mamá», deseando incorporar a su vida real el reflejo virtual de unos espejos deformantes hacia arriba, hacia el embellecimiento. Que en el comienzo del acto segundo uno de esos espejos se haya roto, no es sino indicio premonitorio de que el aparente estado feliz de Luisa también se puede hacer añicos, porque acaba dándose cuenta de que la amenaza un comienzo de infelicidad. Por ello advertimos que a lo largo de ese acto segundo la alegría de Luisa se va tornando tristeza, malestar, disgusto («mi corazón está cansado de la soledad, la cabeza se me va llenando de pensamientos tristes [...] la pena me va llevando el alma al verme un día y otro día, un año y otro año, enclaustrada con mis pensamientos en este palacio que tiene frialdades de muerte»; XI, pág. 154), que se confirma su sentimiento de soledad, su sentirse incompleta, su insatisfacción, que si antes era como madre, ahora lo es también como esposa. Como luego, con más profundidad, lo denunciará Yerma, esta Luisa de Rueda también siente que su marido, lejos de desear la hija que podría templar su soledad, la desdeña, la rechaza. Sobre la escena se miden el idealismo exacerbado de la mujer y el pragmatismo materialista del hombre. Las pésimas noticias de las desgracias sobrevenidas en unas fincas andaluzas, que suponen poner al borde de la ruina la saneada fortuna del matrimonio, no merman el ánimo de Luisa, aunque sí consternen al marido. Dejándose llevar de esa fiebre de idealismo, de ilusión, Luisa quita hierro a las malas noticias, porque esa ilusión en la que quisiera vivir instalada «es lo único seguro de la vida, lo único que no quema el incendio, ni arrasa la tormenta, ni destruyen las plagas» (XI, pág. 157). Incluso las pérdidas le alegran porque ello puede suponer el único modo de recuperar la atención del marido, es el precio a pagar por la mejora de su matrimonio. Rueda pone en boca de su personaje una exaltación algo ingenua, abnegada, pero hermosa en su mensaje verbal: «quedándome pobre, triste, desposeída de fortuna, tú, por lástima, acaso me querrás un poco. Por verte alegre ardería yo misma; y porque me amaras como yo a ti... ¡resucitaría de nuevo y ardería mil veces más!» (XI, pág. 157). Ese día de las infaustas noticias es día de luto para el marido, pero es día de gloria para la enamorada mujer que ve en la ruina la recuperación de una de sus dos carencias. Y la convicción que muestra la fe de la mujer parece atraer al interesado marido a su noble causa, sustentada sobre ilusión, y no sobre realidad, que ahínca en el terreno del idilio: «Tal vez la ilusión, el amor, la poesía, sean las únicas cosas firmes y grandes de la vida» (XI, pág. 159). Este posible final de la comedia no es sino un espejismo, un falso reflejo de la galería de espejos. Pues en el acto siguiente, que amplía el mismo espacio escénico de los dos actos anteriores con el fondo de un típico y ensoñador jardín modernista bajo la luna incipiente (surtidores, cisnes, kioscos y macizos de flores, y hasta una reproducción de la Venus de Milo en el centro; todo parece acorde con lo idílico del espacio) hallamos a Luisa recostada en su felicidad, y a Carlos, el converso, el «gran desengañado de la vida» material, convencido de que es «la poesía la única cosa a la que nada puede destruir ni desvanecer» (XII, pág. 310). Ambos se miran en un espejismo de paternidad recién estrenada, que Rueda recrea en un apasionado diálogo de felicidad suma entre los esposos, al comienzo de ese tercer acto, refiriéndose a la niña prohijada como un auténtico destello luminoso en sus vidas algo penumbrosas. Nótese el título de la comedia, algo cursi desde nuestro punto de vista actual, y que se adelantaba -si se me permite la asociación- al título de aquella película taquillera de los primeros sesenta que dirigió Luis Lucia, descubriéndonos una encantadora niña intensamente rubia que convertía un adusto anciano en un abuelo bonachón, y que acabó titulándose, como también podría haberlo hecho la comedia de Rueda, Un rayo de luz. Y unas escenas después se insistirá en esa iluminada transformación que ha sucedido en la vida de la pareja, como benefactor efecto de la niña16. En el momento más alto de la borrachera por la paternidad apócrifa, la pareja podría ser expulsada de su paraíso-jardín cuando regresa el jardinero que seguramente reclamaría sus prerrogativas de padre auténtico, actuando de ángel exterminador. Pero como ocurría en la comedia El secreto, Rueda se abstiene de plantear la ruptura, de formular el conflicto, de romper el espejo de su idilio, sino que lo afirma, lo deja estar sin empañarlo apenas nada. Ni el padre renuncia a la hija ni los que la han adoptado tampoco. Luz es mucha luz para satisfacer e iluminar a todos. Un mantenido canto del ruiseñor enjaulado debe poner el acorde final en un mundo artificial, totalmente idílico.

El último de los idilios gozosos es la pieza, otra vez «en llano romance», Vaso de rocío17. Y es la única que Rueda no ambienta ni en su querida Andalucía ni en su coetaneidad, sino en el arcádico pasado greco-pastoril, esa suerte de exotismo en el tiempo, en el arte, en el clasicismo de que también gustó, y mucho, el Modernismo. Porque en esta pieza Rueda se propone imaginar nada más y nada menos que la pasión amorosa y la pasión artística del legendario Fidias18 (por aquellas mismas fechas Marquina lo hacía con Benvenuto Cellini19). Para ello imaginemos una Arcadia casi de juguete, de la que aspira a ser su rey un habilidoso y melómano pastor llamado, como no podía ser de otro modo, Salicio, amigo de un par de jóvenes que viven y se educan en ese espacio feliz, sin sombra de mal alguno (y, por si fueran escasos los ingredientes de ese inefable locus amoenus, la chica, hija de rey, se llama Gracia) y actúan como ayos vigilantes de la misma dos personajes próximos al perfil funcional de los graciosos barrocos, que tienen por nombres respectivos Ariadna y Teseo. Y conste que nada más lejos de Rueda que la intención de la parodia; todo lo indicado se presenta como algo amablemente serio. A lo largo del acto primero el clima de idilio va in crescendo hasta la escena final, cuando los jóvenes confían a la inmensidad del universo su comunión en amor, y son conscientes de algo que ya habíamos oído afirmar en La Musa: la armonía sideral, como una inmensa música, pulsada por la luz: «¡Todo el cielo es una lira!, ¡Toda la creación un arpa!» (pág. 23) son los dos últimos epifonemas de ocho sílabas que ponen telón final a la primera jornada de la comedia. Y ello sin que antes no hayan faltado contemplaciones líricas, entusiastas y atentas de la naturaleza, en sus microcósmicos detalles, como el canto al ejemplo social de las hormigas o la imagen del amor como un panal permanentemente laborado por las abejas20.

En este Vaso de rocío importan dos motivos prioritariamente: el de la constancia amorosa, el de la lealtad, y sobre todo el de la vocación artística, sentido como una pasión irrenunciable (faceta que se intensifica en La epopeya del templo«Parece un panal de miel / y los pobres los insectos» (pág. 31). La situación evoca algunos de los romances de la sección «Vidas con alas» del libro Fuente de salud). Este último aspecto, el de la creación artística, Rueda lo expresa con cierta brillantez a través del personaje Andrónico, el muchacho que ve en cada piedra del camino, en cada bloque de mármol, en cada montaña, unas formas esbeltas, hermosas, casi espiritualizadas, que están esperando la mano creadora y liberadora del escultor que aspira a ser.

No menos arcádica resulta la decoración del acto segundo, auque ahora estemos en una «deslumbradora estancia del palacio del rey» (pág.27). Allí tres objetos sobre los que debemos parar mientes: la archirepetida jaula de oro con ave encerrada, la reproducción, esculpida o pintada, de la legendaria estatua de Fidias dedicada a la diosa Palas, y entre ambos una humilde flauta. Si el pájaro enjaulado simboliza el feliz espacio de la inmarcesible Arcadia y la estatua es metáfora del tiempo por llegar, del deseo por cumplir, la flauta es el elocuente testigo de un amor «que es ánimo de las cosas / y que idealiza el cerebro» (pág. 28)21.

Están separados los prometidos, pero la melancolía de Gracia presupone un inmediato reencuentro. Como un anuncio del mismo, llega antes el retorno de Salicio, que ha ido a reclamar el nombramiento prometido, lo que aprovecha Rueda para introducir la secuencia de fino humor que no suele faltar en sus comedias, basada en este caso en la desorientación e incomodidad del rústico en lugar refinado.

Para introducir un pequeño componente de tensión, Rueda se hace eco de un hecho que encontramos en la biografía de Fidias: había caído en desgracia y fue acusado de haberse apropiado de parte del oro y marfil que había empleado para la realización de su legendaria estatua criselefantina22. La muchacha, aun sin saber que detrás del nombre de Fidias se esconde el de su amado Andrónico lo defiende ante el rey como se defiende la integridad de un artista que es víctima de envidiosas injurias23. Con estos antecedentes, es lógico que la escena siguiente sea la llegada a palacio del encausado escultor y su reencuentro con la amada de juventud, sin reconocerla en un primer momento (como ocurre en tantos textos clásicos). Y eso que el Fidias que Rueda nos presenta tiene mucho más del joven ingenuo y soñador Andrónico que del consagrado artista, a pesar de que esté en riesgo de enjuiciamiento. Es más un hombre aquejado de melancolía que un creador ocupado en la magna obra que tiene entre manos. Más aún, parece que la acusación de robo que pende sobre él pasa a ser una preocupación menor; que lo que le abstrae verdaderamente es el recuerdo de la joven Gracia, la muchacha de la que estuvo y sigue enamorado. Sin embargo, a la hora de buscar alegato de autodefensa, Rueda habla por boca de su particular Fidias para hacer un elogio de la creación artística, logro exclusivamente espiritual que difícilmente puede mezclarse con las contingencias materiales. El rapto creador se opone a cualquier cálculo mercantil. El escultor, como el poeta, crean desde una especie de arrebato irracional que desdeña el minucioso realismo consciente del comerciante. Una vez más (como tantas otras en la cosmovisión de Rueda) el arte -y el artista- procede como la Naturaleza, la copia, se inspira exclusivamente en su deleitable contemplación:


¡y hace el mar igual, tirando
olas sublime y soberbio,
la noche tirando estrellas,
y el sol torrentes de fuego!


(pág. 43)                


Ante la mesura de lo artificial, Fidias sabe bien que la Naturaleza, en la que tiene su modelo, actúa con largueza, con hermosos y emocionantes excesos. Toda una poética metafórica, basada en el lenguaje de la Naturaleza, es la que escuchamos en labios del personaje:


Interrogad a un crepúsculo
por qué es brillante y espléndido;
decid que tasado sea
su tono rojo y violento;
pedid que parcos se ostenten
los cien verdes de su incendio;
suplicad a sus azules
que se precien de correctos;
interrogad a los oros
por qué son tan opulentos;
a los carmines decid
por qué fulguran ardiendo,
y multad a los añiles
por tener tantos reflejos.
La mesura y la armonía
son el dibujo correcto,
pero no la inspiración,
la fantasía ni el estro,


(pág. 43)                


Para terminar el acto falta aún el reencuentro de los enamorados, que habían quedado emplazados para tal cita al final del acto anterior. Y para que el paralelo gozoso se revista de mayor encanto, los versos de mutua alegría del artista y de la hija del rey tienen como fondo la misma melodía pastoril salida de la flauta que un día, allá en la Arcadia, había labrado Salicio. Y, en medio del júbilo, la pareja encuentra la fórmula perfecta del idilio griego que, además, justifica el título de la comedia : la flauta canora es como «un vaso de rocío / que se derrama en el viento» (pág. 46).

Solo queda el desenlace, gozoso por supuesto, de las dos cuestiones planteadas en el acto primero: de la confirmación del sueño artístico y del logro del poder temporal. El pastor Salicio atisbará lo que le supondría ser rey de un territorio como la Arcadia, pero ese reinado, si ha de ser tan similar al de las ciudades, no le satisface porque es incompatible con su experiencia de la libertad y su conclusión de que es totalmente inaplicable en la Arcadia lo que el hombre se ha inventado en la polis: «¡porque ni sirve un pastor / para las altas esferas, / ni tampoco sirve un Rey / para guardar las ovejas!» (pág. 57). Una variante, al fin, del viejo topos de «menosprecio de corte y alabanza de aldea» que enlaza con el motivo de la «ínsula barataria» sanchopancesca. Como el noblote escudero de don Quijote, Salicio también se harta de ser centro de mofa en la corte griega. Y, al hilo de esa postura, Rueda aprovecha la ocasión de dejar fluir su capacidad lírica para enjaretar un romance más en homenaje a la vida campestre, insistiendo en la música de esa misma Naturaleza, producida por los miles de élitros de los insectos, el rumor de los arroyos, y la dinámica del viento. Una descripción que acaba resultando coherente en labios de un pastor especializado en flautas hechas de cañas. La escena de sobresalto y renuncia del pastor-gracioso de la comedia se ha visto antecedida de otra -intimidad paterno filial- en la que el rey y la princesa se han comportado con la sinceridad (debilidad física de uno, por vejez; grandeza moral de la otra, por juventud y nobleza) que les devuelve a la estatura de lo humano.

La culminación de este acto, y por ende de todo la comedia, llega en su secuencia séptima y última, cuando el monarca, tras liberar de la culpa imputada al escultor, recibe la embajada de las polis griegas, reproduciendo en escena, hasta donde fuera posible, una réplica del desfile que se ofrecía en uno de los frisos del Partenón, obra, al fin, del mismo Fidias24. Por ello Rueda imagina que el liberado y agradecido escultor concibió el magno templo y sus decorados inspirándose en esta secuencia sublime del rendimiento de pleitesía al monarca bondadoso y bienhechor. Lo que sigue es como un poema modernista, en verso corto, acerca de la hermosura de las diversas islas griegas, rematado todo, como en los finales de fiesta escénicas, con el danzar de los bailarines griegos, de fama universal. Una recomendación del autor en la acotación correspondiente que hubiese sido todo un reto para el escenógrafo de una hipotética representación: «El original aparato de la danza ha de imprimir- grandiosidad al cuadro» (pág. 64). Inspirándose en lo que entonces se conocía del magno templo griego, Rueda sugiere ofrecer en la apoteosis final, enmarcada en el foro, una reproducción de la Procesión de las Panateneas, tal «como lo pinta mi sueño» (pág. 66) -dice el personaje-. El arte como idilio, porque esa creación le es inspirada por el amor, por la mujer. Y el arte como el gran maestro de la vida, afirmación rotunda que cierra el texto, en donde música, poesía y arquitectura se corresponden, en una desiderata de transferencias bien próxima a la que, desde Baudelaire, hizo suya toda la creación modernista25. Como apuntó al respecto González Blanco, «se diría una apoteosis de la escultura y de la poesía, la fusión de las dos artes« [...] y el idilio termina con la más alta exaltación de la poesía que se ha escrito en lengua española»26.

El desfile de numerosos grupos rematados por una cuadriga de oro «con los cuatro caballos lanzados al cielo y pataleantes de soberbia» (pág. 67) es un alarde escénico que estaba más próximo de las posibilidades escenográficas de la gran ópera que del raquítico teatro de verso del momento. Un adelanto de lo que luego se sugerirá, con mayor aparato escénico aún, en La epopeya del templo.




ArribaAbajo Los idilios dolorosos

Tres títulos caben en este segundo apartado del teatro de Rueda, en los que el final feliz, apacible, armónico y hasta brillante de los cuatro anteriores se trueca por remates de dolor, de pathos que imprimen un sesgo en cierto modo trágico al conjunto, siempre melodramático.

El andalucismo de Rueda vuelve a pujar en La guitarra27, drama bronco que es como el desarrollo de uno de esos cantares flamencos que encierran la síntesis de una desgracia. El mundo de los tablaos con sus bailaores y cantaores, es el fondo que enmarca esta historia de una pasión tan absorbente como destructora. Y ese mismo título tuvo un poema de Rueda que principia: «La guitarra tiene / la forma de un pecho»28.

Estamos en un ventorrillo de cierto postín que, sin embargo, pasa por un mal momento económico si no fuese por la largueza de un viejo adinerado que se ha encaprichado de una bailaora de fama -el único activo con garantías que tiene el local- de la que, a su vez está perdidamente enamorado un pintor mediocre. Ya tenemos un triángulo en ciernes, en el que el ángulo que ocupa la mujer, la tal Concha, tiene la particularidad de ser el personaje que quiere mantenerse al margen del capricho senil del uno y de la pasión del otro, pese a que la presión a la que se le va a someter la colocará en el centro de un desastre que acabará con su vida. Como apuntó González-Blanco, esta obra es una «historia de las almas gitanas que van por el mundo adelante con sus guitarras al hombro, explayando sus nostalgias por los cafés cantantes, donde se reúnen los señoritos degenerados y los ancianos libidinosos»29.

Ambientación del colmao, de su aire de fiesta, y del toque de guitarra (el instrumento, que da título al drama, presidiendo la escena desde el principio): esa es la secuencia inicial, mientras se prepara la mesa para una fiesta por todo lo alto, pagada por el viejo verde. Un conjunto en el que pronto destaca -mitad ambientación costumbrista, mitad documentación de época- la figura del cantaor «Maoliyo», pero ya en sus horas bajas. En boca de este personaje -con la fonética y el léxico más convenientes al grupo social que representa- Rueda explica la relación entre sentimiento y cante, al tiempo que pasa revista a grandes glorias del flamenco de entonces -Chacón, Niño de Cabra, el Canario- trenzadas en una curiosa explicación que da el personaje acerca de cómo se produce el cante, comparándolo con el trino de los pájaros (otra vez la Naturaleza como el mejor referente comparativo de lo humano). Y no solo se aprovecha la escena para hacer una landatio del cante y del baile flamencos, sino también de la manzanilla y de la habilidad de saberla escanciar con la venencia, si bien se advierte del mismo modo que ese mundo del flamenco es «mu arrastrao», que del éxito y la vida fácil se puede pasar, en un descuido, a la pobreza, al olvido, a la marginación y al sufrimiento30: «Cantaor ronco, cantaor ajorcao; er tablao der cante se convierte pa él en patíbulo, donde muere» (pág.4). Las dos caras -luz y sombra- que es necesario llevar al ánimo del espectador para que se espere la aparición del drama.

Lo que resta del acto primero es para perfilar delante del espectador los dos caracteres protagonistas del conflicto: el enajenado y débil Paco, totalmente entregado a la pasión que siente por la bailaora, y la reciedumbre moral de Concha, que detesta los amoríos que acaban produciendo dolor (habla desde la personal experiencia) y por tanto se esfuerza en desengañar al hombre que, en otro tiempo y sin tanto acíbar en el alma, hubiese aceptado de mil amores. Y es en la palabra imaginativa, poética, de Concha en donde se justifica la guitarra como símbolo de la pasión malsana, destructiva, asociándola con el copo de los pescadores: «Las maromas son estas cuerdas, y el copo es el interior de la guitarra. Corazón que se cae por este boquete abajo, no vuelve a salir, y quea amarrao pa siempre a su sino ahí dentro, como se quea er pez entre las mallas del copo» (págs. 6-7). Un simbolismo que a continuación, y para hacerlo más evidente, la protagonista lo concreta en su persona: «aunque usté no ve en mí trastes de guitarra, ni escarapelas colgás de las clavijas, ni labores de nácar, yo vengo a ser como la guitarra: hombre que se asoma a mi corazón, cae de cabeza en él y se pierde; hombre que se asoma al interior de mi pecho, se busca su propio calabozo, yo soy como una guitarra de carne» (pág. 7). y tomando pie en una asociación ya vieja entre el perfil de la guitarra y la anatomía de la mujer, Concha repite el tópico en un despliegue de comparaciones poéticas que están a la altura de la fraseología popular, de habla andaluza, que sabe desplegar Rueda en esta pieza.

La escenografía del acto segundo, en casa de la bailaora, podría haber sido sacada de alguna de las pinturas costumbristas de Jiménez Aranda, de García Ramos, de Moreno Carbonero, de Salvador Sánchez Barbudo, de Antonio Reyna, de Gonzalo Bilbao o de muchos de los cuadros de Romero de Torres: adornos taurinos en las paredes, castañuelas, panderetas y mantas jerezanas en los huecos de las figuradas puertas y ventanas. En resumen, como lo indica Rueda en el remate de su didascalia, «todo lo que dé vivo color a un brillantísimo cuadro» (pág. 8).

Y en ese lugar Concha resiste las presiones surgidas de la encrucijada en la que las circunstancias la han metido. Los amigos, los admiradores, quieren que intensifique sus actuaciones en el colmao, para salvarlo del desastre económico, pero la artista desearía retirarse y dejarse llevar por la nueva aventura amorosa que ha decidido iniciar, aceptando el amor del pintor. Concha busca un sosiego, una felicidad, que no ha tenido hasta ese momento, en la nueva situación, entregada sin reservas primero, y ante todo, al hijo, y luego al hombre que le ha devuelto la dignidad y la tranquilidad de la que se sintió tanto tiempo falta. Y porque se siente madre, ante todo, Concha quiere corregir algunas desviaciones en su hombre: ha abandonado el trabajo y, sobre todo, se ha alejado de su madre. Tantas veces se ha sentido arrastrada, despreciada, vilipendiada, que ahora quiere que la vean como la más digna de las mujeres: accede a incrementar sus actuaciones para ayudar a sus colegas, y, especialmente, está dispuesta a renunciar al amor de un hombre, por tal de no destrozar la relación de ese hombre con su madre. Concha, huérfana de nacimiento, que ha rodado sin la defensa ni el apoyo maternos, tiene muy presente la importancia de esa relación, quiere apoyarla, dignificarla, incluso a costa de su propia renuncia como mujer amante. En una escena digna del mejor folletín neorromántico, una madre demasiado protectora, demasiado egoísta exige a Concha que renuncie al único hombre que la ha tratado con dianidad y comprensión. El miedo a un día sentirse también negada como madre puede en el ánimo de Concha, que promete -eso quedará para el acto tercero- arrancar de su lado al alienado Paco.

En el acto tercero, Rueda quiere hacer un esbozo de experimento teatral con el recurso de la cuarta pared, incorporando figuradamente a la escena la propia sala del teatro en donde pudiese representarse La guitarra, al imaginar al fondo del espacio escénico esa misma sala. Estamos en un escenario, el del tablao en donde actúa Concha, visto desde su fondo, y antes de que las cortinas del foro se descorran, que sería como si entonces se descorriesen las cortinas de la representación a la que asistimos. En ese lugar, con el juego del dentro/fuera de la escena ofreciéndonos ese mundo callado de lo que ocurre entre cajas, tiene lugar el desastroso desenlace de este primer «idilio doloroso». Como largo preámbulo, la acostumbrada escena costumbrista que de forma similar abría los otros dos actos: las cantaoras y el guitarrista que acompañan a Concha discuten las críticas y las exigencias del empresario de turno; y que se alarga con la presencia de otro tipo divertido, ladronzuelo de baja estofa y de tierna picaresca, escenas en las que Rueda vuelve a hacer despliegue de su capacidad fraseológica andaluza. Dos o tres ejemplos entre cien, y todos sacados de las ocurrencias verbales del Tío Clavijas: cuando se le censura su manía cleptómana, el simpático pícaro se justifica con esta salida: «yo he soñao arguna vez que mis déos habían sío, antes de ser déos, ganchos de romana»; cuando el tocaor Pérez le hace otra recriminación, el susodicho se defiende con la consabida maldición: «¡Anda, mal age; así se te güervan los déos diez setas y no pueas tocar!»; y cuando una de las muchachas le acusa de haberle sustraído, en un suspiro, los polvos de maquillar, le responde «¡Repéyate la cara con un palustre!» (las tres citas de la pág.15). Tras este prólogo llega el momento climático del texto: la función está a punto de comenzar y se advierte, en el colmao, la presencia del pintor, que ha vuelto a ser rechazado por Concha, fiel al cumplimiento de sus promesas. El diálogo surge tenso entre la antigua pareja, suplicando él, intentando mantenerse en su insincera frialdad ella; este diálogo prevé el final funesto que se precipita inexcusable. Un premonitorio anuncio lo advertiremos en la copla que una de las muchachas canta, todavía tras la cortina corrida del fondo:


¡Si se contaran las muertes
que hechas tiene la guitarra,
más muertos se contarían
que arenas tiene la playa!


(pág. 18)                


Todo ya ocurrirá de seguido. Concha insiste en que Paco la olvide, que se aleje definitivamente de su lado; el hombre se resiste, suplica, grita, se altera... De improviso llega el momento de la actuación de Concha, se abren las cortinas del fondo, los espectadores de verdad se miran en el espejo de los espectadores fingidos o pintados al fondo del escenario; equidistante entre los dos focos de la elipse queda atónito el enajenado artista mientras la mujer baila en el tablado, de espaldas a los espectadores reales, de frente a los figurados. Es el momento en que cabría recordar un famoso soneto dodecasílabo de seguidilla titulado «Bailadora» (del libro Camafeos, 1897), y del que me permito repetir sus tercetos:



Cuando enarca su cuerpo como culebra
y en ondas fugitivas gira y se quiebra
al brillante reflejo de las arañas,

estalla atronadora vocinglería,
y en un compás amarra la melodía
palmas, risas, requiebros, cuerdas y cañas.31


Todo es muy rápido: la danza se acompaña del parlamento desgarrado del hombre, como el desarrollo de una copla flamenca de desamor y celos. E inmediatamente después el homicidio, de un disparo, de Concha (su baile ha sido danza de la muerte). La acotación da idea clara del patético momento que Rueda ha imaginado: «La bala atraviesa a Concha, que aún agita un momento los brazos bellísimamente; antes de morir da un grito terrible, se lleva ambas manos al corazón y cae entre el inmenso tumulto del público aterrado» (pág.19). Final en clímax absoluto, como los ejemplos de dramas neorrománticos que advertimos en su trasfondo. Una historia que apenas se sostiene hoy día, en la que interesa resaltar, sin embargo, lo que hay de figuras y lenguaje costumbrista-andaluz.

Lo mismo cabría decir, pero ahora trasladándonos a la ribera del mar, entre los pescadores malagueños, en el siguiente idilio, El poema de los ojos32, pues los dos actos de este drama se ubican en un paisaje marino, al filo del mar, y entre gente del pueblo.

Dos familias cercanas, tanto que entre ellas se establece el lazo amoroso de los respectivos jóvenes, pero sobre las que pronto gravita un problema nuclear, la ceguera, por accidente, del pescador Juan. Las condiciones económicas perentorias de estas gentes han hecho de la abnegada señora Frasca un ejemplo de «madre coraje», que ha sustituido en las tareas de la pesca a su hijo, inútil, con el apoyo del patrón de la jábega que faena en aquella costa. Si el cuadro costumbrista entre flamencos se ofrecía en la obra anterior, ahora le toca el tumo al cuadro de pescadores preparándose para echar el copo y luego para recogerlo ahíto de pesca, y la señora de edad, y abnegada madre como un pescador más en el tajo. Hay una escena en la que vernos a los fornidos pescadores, ayudados por la madura mujer, arrastrar hasta la playa la red, soportando el esfuerzo con alegría, y viene a la memoria un soneto mediano inserto en Cuadros de Andalucía, 1883 que oportunamente merece copiarse aquí:




El Copo


Tíñese el mar de azul y de escarlata,
el sol alumbra su cristal sereno,
y circulan los peces por su seno
como ligeras góndolas de plata.

La multitud, que alegre se desata,
corre a la playa, de las ondas freno,
y el musculoso pescador moreno
la malla coge que cautiva y mata.

En torno de él, la muchedumbre grita,
que alborozada sin cesar se agita,
doquier fijando la insegura huella.

Y son portento de belleza suma,
la red que sale de la blanca espuma,
y el pez que tiembla prisionero en ella.


Y como en obras anteriores, también aquí Rueda perfila un par de personajes que además de funcionar como enlace de situaciones, les confía un cierto humor, una cierta ternura, y, en este caso concreto, la voz lírica del drama. Y por ello, tal vez, los hace llamar el dramaturgo con los sobrenombres de «Primores», el pinturero mozo que va de pueblo en pueblo, con sus cenachos malagueños, voceando y vendiendo el pescado, y «Calamar», el muchachillo huérfano y andrajoso, pero enormemente simpático, que gusta bucear («hacer recalas», dice él) para conseguir preciosas conchas del fondo marino, me regala a Rosalía, su amiga y protectora. Es como un antecedente del «niño mariscador» que luego poetizara el poeta Pemán. El carácter ambulante del primero le sirve para ponernos en antecedentes de la trama y anunciar el motivo del triángulo dramático: nos dará noticia de un antiguo, y posiblemente renovado, pretendiente de la muchacha casadera llamada Rosalía, la mujer por la que rivalizaron en otros tiempos, y con furia cainita, los dos pescadores más señalados de la comarca, Pedro y Juan. En el tiempo anterior al de la acción el favor se había inclinado de parte del ahora ciego, y el sano se dispone a reclamar su revancha. Y al segundo, «Calamar», Rueda le otorga una enorme capacidad imaginativa y descriptiva, que hace del personaje un excelente contemplador de la naturaleza marina, describiendo magníficamente las sensaciones del buceo libre.

El conflicto es bastante simple, como en todo el teatro mediano, y sirve para actualizar viejos motivos del drama folletinesco. La muchacha que siente haber agotado el amor por un hombre, cuando éste ha perdido la vista de sus ojos, y la posibilidad inmediata de que torne a enamorarse de un pretendiente anterior que goza de la visión, pues para Rosalía, como una derivación popular del clásico símbolo neoplatónico, la mirada del hombre -sus ojos encendidos- es el resorte fundamental para acrecentar su pasión amorosa. Y en medio de ese argumento-marco Rueda procura introducir motivos lírico-descriptivos o, si se tercia, alegatos regeneracionistas. Así, por ejemplo, cuando el Tío José compara el descabalado y deteriorado peso de la pesca en que ofrece la mercancía, y que es leve recordatorio del emblema (la balanza) de la Justicia, con el estado de esa Justicia en su tierra, plagada de tantas desigualdades:

La [Justicia] de España es este peso. Está así porque tós los españoles lo han pisoteao; porque tós los militares le han dao con el pie; porque lo han apedreao los notarios, y lo han llevao a rastras los abogaos, y le han arrancao el fiel los comerciantes, y le han roto mil veces las cuerdas los ministros. No se ha escapao naide sin ponerle la mano encima. Estas tazas [...] jartas de servir pa tó, las colgaron de una cruz de jierro, es decir, las crucificaron, y resultó un peso.


(pág. 7)                


El remate del acto primero, tras la escena costumbrista de la compra del pescado recién traído, ocurre entre el ciego Juan, por primera vez en la escena, con sus ojos vendados, y la aguerrida madre. El pescador expresa, desde su acentuado estado depresivo, la terrible carencia de la ceguera. Juan echa de menos el entorno natural visto con la intensa luz de los parajes marinos, y el sonido pujante de esa Naturaleza. Al igual que en alguna obra anterior, y sobre todo en su poesía, Rueda no puede evitar el elogio de las cigarras -«¡las cuaja el sol; ya ve usted si serán hermosas!» (pág. 8)- al lado del elogio al mar intensamente refulgente bajo el sol. Como necesita que la acción concluya con la elegía que de sí mismo, de su carencia, hace el desvalido Juan, agarrando los que fueron sus remos cuando veía, unos sus brazos, otros sus alas, con los que navegaba y se alzaba hacia la luz: como un nuevo Ícaro, la luz le quemó y lo precipitó en el pozo de la negrura.

El parlamento de Rosalía, al iniciarse el acto segundo, reitera esa importancia del sentido de la vista, tan potenciado en la literatura simbolista y modernista, sobre los otros cuatro, como el indicio más veraz de que su amor por uno de los dos hombres era solo parcial, que era el amor tan solo a unos ojos, y cuando estos se rompen, se agota el amor que se les tenía. Esta reflexión de la mujer, sintetizando el punto de partida ofrecido en la parte anterior del drama, sirve de perfecto prólogo a la primera secuencia escénica de esta segunda mitad, que no es otra que el reencuentro de Rosalía con su otro antiguo pretendiente, que vuelve ahora a recuperar la victoria perdida en la otrora batalla, tres años atrás: el pescador Pedro.

Rueda sitúa ese encuentro en un lugar, y en una tesitura, que tienen gran efecto metafórico-simbólico en relación con lo que la trama plantea. Rosalía está sacando agua de un pozo para llenar su cántaro, y cuando lo tiene por la mitad aparece el hombre que se presta a llenarlo del todo, repitiendo, ahora como punto de reinicio, una situación idéntica anterior que se había consignado como punto final de una relación, en otro momento de sus vidas. Así los tres años que median entre ambas idénticas acciones no han sido sino un paréntesis sin consecuencias, y ahora, terminando la tarea interrumpida antes, se prolonga la situación que, afectivamente, resulta válida para Rosalía, pues su amor por Juan había sido solo un espejismo, ya definitivamente deshecho, apagado como los ojos de aquél. Porque, por una parte, el cántaro vacío o lleno de agua es emblema -explicitado por Pedro- de la propia mujer, vacía o llena de cariño, y lo es también el pozo con su fondo circular de agua-espejo, a cuyo brocal ella puede asomarse para hundirse en él, pero también para verse reflejada, reconocida, en su fondo (como si de un gran ojo se tratara). Un parangón que acentúa el lirismo del diálogo entre los renovados amantes, en el que no falta ni el recurso ponderativo de la hipérbole sacroprofana:

PEDRO.-   Ven, y asómate al pozo. ¿Ves allá, en el fondo?

ROSALÍA.-  Veo mi cara bajo el agua.

PEDRO.-   Pues cuando te asomes a mis ojos, quiero también te veas así, como si vivieras dentro de mí

ROSALÍA.-  ¿Cómo si fueras un pozo profundo?

PEDRO.-   Cristalino y fresco; tó pa tenerte en ellos como una hostia metía en un sagrario.


(pág. 11)                


La aparición de Pedro en aquella zona de la playa coloca el sentimiento de Rosalía en una difícil encrucijada entre el vitalismo que es sinónimo de pasión, que ahora representa el recién regresado, y el antivitalismo, que se asocia con el afecto simplemente y con el hombre ciego. La muchacha lucha entre el respeto y la fidelidad que el uno le merece, y la pasión que el otro le inspira. Como la cantaora del drama anterior, Rosalía también se debate en una contradicción de sentimientos y de deberes morales. Quisiera amar, como esposa, a Pedro, pero sin herir más aún el vacío en negro de Juan, a quien ya solo sabe querer como amiga, o como hermana.

En realidad la ausencia/presencia de la vista en esta historia no es sino una variante de la importancia de la luz en textos anteriores del teatro mediano, y en su rica y extensa obra poética. Por ello esta obra teatral se remata con dos excrecencias versificadas, una el «Romance de los ojos» que pregona un vendedor ambulante de pliegos de cordel, y otra el poema en serventesios dodecasilábicos «El elogio de los ojos» que -apostilla Rueda- «si la actriz fuese una buena intérprete de la poesía lírica, declamaría inmediatamente después del drama» (pág. 19)33 y en donde campea la idea motriz que, a su modo, también quería expresar Rosalía, para justificar su preferencia por Pedro en detrimento de Juan: los ojos como ventanas del alma para contemplar y aprehender el mundo. Dicho con sus palabras, que son como una primera formulación, en el lenguaje que corresponde al personaje, de lo que luego el poema culto expresa: «¡Dices que los ojos son agua, carne miseria! Miseria, sí, pero una miseria que ilumina Dios; son carne pero una carne de luz, de claridá divina; son agua, pero agua cuaja en un espejo pequeñito, que es capaz de copiar el mundo» (pág. 18).

Tardía -de 1921- fue la última escritura de Rueda para el teatro. Tardía y hasta más pesimista, si cabe, que las otras dos piezas que forman, con ésta, el grupo de los «Idilios dolorosos». Rueda se aplica aquí al talante moralista desde argumentos marcadamente truculentos, que en esos años notamos en algunos epígonos del naturalismo, como el extremeño Triso o el madrileño Noel. En La vocación34 que es el título de la comedia en cuestión, se pretende elevar una explícita condena (como dice el autor en una breve nota preliminar de intenciones) de «varias significaciones sociales sin vocación en sus carreras -el médico, el artista, el maestro, el político, el legislador, el sacerdote sin fe- para con lo cáustico de la repulsa, reintegrar la pureza de los valores humanos a la vida» (pág. 1). Es decir, que en esta obra se pondrá de manifiesto lo noble de las sinceras vocaciones y lo perverso de las vocaciones falsas, sancionadas con lenidad y hasta con grave perjuicio de ingenuos e inocentes.

Volvemos a un ámbito andaluz, al seno de una familia de clase media, y de maniática beatería -tiene el propósito de llevar a su hija al convento para que profese- y a una virtuosa y agraciada señorita a la que además se le obliga a que rompa, por prejuicios de clase, con un novio humilde, que «viste blusa de ebanista», que «no tiene palabras finas», que no es señorito, aunque sea honrado a carta cabal.

En esa situación, tan vieja como el teatro, Rueda introduce el riesgo de una variante que le da nuevo aire al conflicto: el dolorido novio del pueblo tiene celos de un cura algo mundano y piropeador de feligresas, bien recibido entre las familias de postín, y está dispuesto a creer que su novia acepta sin rechistar la imposición familiar porque está demasiado encantada por el curita de marras.

Todo el acto primero despista un tanto, porque nos hace confiar en que estamos ante un juguete cómico arrancado de Moratín y pasado por los Quintero, el de la joven casadera que puede ser víctima de una madre a la que le han comido el seso los deliquios religiosos, y quiere sentir el orgullo y la victoria de tener una hija monja, sin averiguar antes si la vocación de la muchacha es vivir en el siglo o en el claustro. El antiguo tema de la imposición autoritaria familiar, de la anulación de la voluntad de los hijos, y la cómica y feliz resolución del conflicto en ciernes. Y todo ello contando con un sacerdote cómplice de esa captatio pro uxore dei que empalaga con su tartufismo y su retórica, pero que esconde una rijosidad apenas disimulada con simpática elocuencia de pastor de almas de moderna facha. Y por si faltara poco para el divertimento, el pater familias es contrario a las beaterías de su cónyuge y le insta a que «si quieres paz en nuestro matrimonio, tira el rosario y coge la aguja, suelta el devocionario y coge la escoba, rompe el porrón de agua bendita que tienes atado a la cabecera de la cama y déjate de clérigos y de monjas, de oficios y de maitines, de hermanitas descalzas y de hermanitas con calzado, y entra enjuicio» (pág. 5).

La primera vez que el Padre Alegrías comparece en escena y nos hace su filiación, incide sobre la causa que explica su carácter «demasiado profano» y, a la larga, el meollo ácido de la obra: la madre le presionó para que fuera sacerdote, cuando a él le atraía el cante y el baile flamencos, de modo que «no tengo yo la curpa de que el hábito no vaya puesto con la formalidá que se debe en este cuerpo, porque cura me hicieron sin vocación» (pág. 6).

Y esa falsa vocación, sus consecuencias y la conducta negativa, destructora, que de ella se deriva, se empieza a demostrar en el acto segundo, que Rueda sitúa en una casa de lenocinio, de elegancia aparente, entre cuyas pupilas el inmoral sacerdote quiere colocar a la muchacha de buena familia, tan lejos del convento añorado por la beata madre. Allí alterna con la madama de turno un curioso aristócrata que desea ser algo así como un contrahecho mecenas de alguna muchacha que, por su vocación y esfuerzo, sea capaz de liberarse del mísero y triste destino que le ha llevado a aquel lugar. Tal empresa, que no deja de escandalizar a la doña Paca de ocasión, se concreta en el caso de una de las alojadas, llamada «Gloria», que se desvive por ser actriz; una muchacha que, en opinión experta del entendido marqués, «imita a la Guerrero, a la Cobeña, a Rosario Pino, a Loreto Prado, y a otras celebridades» (pág. 10), cita con la que Rueda rinde homenaje a algunas de las más renombradas actrices teatrales de aquellos años.

Antes de que aparezca la tal Gloria, y reconozcamos en ella un caso de sincera vocación, y no vocación espuria, como la del mal sacerdote, Rueda deja manifestarse a las muchachas que se quejan de su mala suerte vital. Así la obra alcanza también un matiz de crítica social, rompiendo una lanza a favor de seres marginales, como estas prostitutas a la fuerza35, para quienes la vida ya no tiene demasiado sentido, pues se sienten como «acorcha, como de hule o yesca» (pág 11), obligadas a mostrar una risa falsa, de máscara, ante los clientes que las manchan cada día de indignidad, tratándolas como un fardo de muy escaso valor, encerradas siempre en el prostíbulo, en esa suerte de cárcel de explotación.

Y en una obra de trasfondo amargo, Rueda busca la presencia del idilio poético en varias ocasiones. La putilla Gloria, mujer sensible, inteligente, dotada de una capacidad poética natural, le sirve de portavoz de ese componente lírico. Ella sabe ganarse un clavel rojo porque aprecia en él la simbolización de cosas hermosas, que por un momento liberan a las encerradas de su inmediata miseria vital, pues en la bermeja corola de esa flor se cifra el mantón de Manila, las rondallas de Aragón, las parrandas andaluzas, los naranjos de Valencia, las palmeras de Alicante y hasta los balcones de Sevilla: todo un idealizado locus amoenus a donde les gustaría escapar a las míseras huríes que viven en el rebaño de doña Paca. Es un esbozo de poema al clavel que Rueda pone en boca de su personaje, como preámbulo al recitado de otro poema en quintillas de tema taurino, con él relacionado, mostrando así la muchacha unas indudables dotes de rapsoda, una especial capacidad para triunfar en un escenario, debidamente educada e instruida para ello. Capacidad que en seguida ratifica, y ahora ante un empresario teatral, con el recitado de un segundo texto -romance octosilábico- dedicado al motivo del pescador que, enamorado, vocea su mercancía y canta las bellezas de su amada, y su insistencia en requebrarla a la reja cada día y cada noche: un poema que bien podría haberse insertado en algún momento de la obra anterior, El poema de los ojos.

En este punto de la acción, que el dramaturgo ha empleado para referirnos, como decía, el caso de una vocación digna y sincera, que merece todo el apoyo y toda la confianza, enlazamos con lo ocurrido en el acto primero: hasta el prostíbulo llegan el cura avieso y la engañada Ángela. Y como era de esperar, la muchacha humilde -Gloria- que es la fuerte, defiende con uñas y dientes a la inocente víctima -Ángela- para que no sea una de ellas, para que la trata de blancas que allí practica un inmoral sacerdote tenga su primera derrota. Gloria, la mujer tachada, preserva a la mujer impoluta, de buen nombre, de los seguros riesgos de aquel infierno. Una tarea que se ve secundada -como en los más elementales y primarios melodramas- por la aparición oportunísima del novio despedido, que le ha seguido la pista y puede ahora liberarla, como un redivivo Orfeo encastrado en humilde ebanista. Hasta aquí los hechos. Queda el enjuiciamiento moral, que llega con el desenlace, y todo ello conjuntamente en el acto tercero y último.




ArribaLa apoteosis en tres cantos

La epopeya en el templo, que es el título de la «apoteosis» escénica de la que ahora quiero tratar, no se escribió pensando, probablemente, en una posible escenificación, sino que se incorporó a la amplia antología poética (una especie de segundo volumen recopilatorio de sus libros anteriores) que Rueda publicó en 1914 en Cantando por ambos mundos36. Se trata de un largo poema dialogado y versificado (por ello no extraña en una antología poética) escrito, si hemos de creer la verdad de las fechas indicadas, en un tiempo desusadamente breve, entre la Nochebuena del año 11 y la Epifanía del 12 (lo que nos pone una vez más de manifiesto la capacidad versificadora del vate malagueño).

Rueda imagina un tiempo profundamente convulso (curiosamente la publicación coincidió con el estallido de la primera Gran Guerra europea, pero no fue ésta la causa directa de su génesis) que podría conectar con los sucesos previos a la guerra del 14, en los que la autoridad moral de la Iglesia, y hasta su poder temporal, se vieron -desde León XIII y Pío X- fuertemente comprometidos e incluso amenazados en medio de un clima profundamente anticlerical en buena parte de una Europa prebélica. La creación de la Segunda Internacional, la definitiva separación entre Iglesia y Estado en Francia o Portugal, los sucesos de la Semana Trágica en España, etc., es el contexto de convulsión social y de combatividad religiosa en la que se gestaría este texto. Así surge en nuestro poeta esa imagen, fundamental en la Epopeya, del templo en construcción, amenazada, sitiada y atacada vandálicamente por una plebe enfurecida y manipulada, que lo acaba destruyendo37. Pues ése es uno de los temas que se desarrolla en este texto: la controversia Iglesia/Estado, la independencia y libertad de la primera frente al segundo que quisiera imponer por la fuerza un laicismo alienante, que niega la libertad que parece falsamente procurar. El otro tema que se trenza con el primero es el de los supremos valores espirituales del arte, conducto para el hombre -por su práctica o por su contemplación- por el que acercarse a la divinidad que consuela, liberta y salva. En definitiva, una tesis de defensa y exaltación de la religión católica que se sintetizaría en esta propuesta gritada en el tercer acto de la obra:


Sin Dios, sin alma y sin ley,
lo sabe el Pueblo que aclamo,
es imposible la vida
de los hombres, pues el barro
lo aclara el alma con luz,
la ley lo eleva de rango,
y Dios lo vuelve oro puro
al revolverlo en sus manos.


(págs. 531-532)                


Teatralmente Rueda está bastante cerca del procedimiento alegórico del auto sacramental. En ese sentido esta obra (que de pensarse para la escena, sería «de gran espectáculo», cercana a la ópera wagneriana o a los grandes ballets rusos) se adelanta a la renovación del «auto sacramental» que se registra en el teatro español a finales de los años veinte y a lo largo de los treinta. La acción sucede en un espacio tan simbólico en sí mismo como revela el topónimo «Cosmópolis» y con un largo elenco de dramatis personae entre los que podemos entresacar figuras plenas de alegorismo como INSPIRACIÓN y su oponente TRAGEDIA/MALDAD, junto a NOBLEZA, PODER, PRENSA, ORO, ARISTOCRACIA. Naturalmente, y en función del segundo tema concurrente en el texto, aparecen los artífices de las artes tan correspondidas en la estética simbolista/modernista: EL POETA (la palabra), EL ESCULTOR, EL ARQUITECTO (los volúmenes artísticos) y EL ORGANISTA (desdoblado, en cierto modo, en la figura más cercana del CAMPANERO) que representa la música. Todos, además, sirven a INSPIRACIÓN y por ella son continuamente ayudados, incentivados. Servidores varios, una mujer de confianza (también significativamente llamada SAULA) una Modista y una Bordadora, junto a cohorte de damas y caballeros conforman este elenco, en el que -por último- destacan unas peculiares figuras que incorporan a este «espectáculo total» las aportaciones de la kinésica y de la luz, los ingredientes fundamentales del ballet, en las figuras que representan la armonía de las columnas del templo, de sus hermosas vidrieras policromadas y hasta el PAN ÁCIMO de la comunión (para que aún más el texto de Rueda apunte hacia el modelo del auto sacramental de gran aparatosidad y magnificencia).

La Iglesia, y más concretamente la fe sobre ella aposentada se siente fuerte en medio de su amenazante zozobrar por la enorme fuerza moral de la Inspiración. Rueda rinde homenaje al arrebato vivificador de la creación artística. Y, como poeta creyente, de marcada vertiente religiosa, eleva aquí también su hosanna particular por lo indeleble de la cruz, cien veces derribada, quebrada, quemada ultrajada, y cien veces enhiesta de nuevo, triunfante por encima de todo. Es evocador a todas luces del suceso que convierte a Saulo en Pablo que esas palabras de confianza plena las dirija, en la escena primera del canto primero, la Inspiración a su temerosa confidente llamada precisamente Saula.

Desde el primer momento Rueda propone su tesis a defender: la Humanidad ha de fundamentarse en una armonía de las diversas artes, y todas rindiendo apoteósico homenaje a Cristo y su Iglesia:


Han de sumarse la almas
en el cuadro, en la cadencia,
en el cincel, en el verso,
en el color y en la idea,
y ha de alzarse sobre todos,
como cúpula perfecta,
Cristo extendiendo los brazos.


Y no solo el arte, sino también la armonía que encierra y desprende de sí la misma Naturaleza. Es en esta pieza en donde llega también a su particular apoteosis un motivo escénico que hemos visto repetirse en otros textos dramáticos de Rueda, con particulares funciones y significaciones: las canoras aves enjauladas que ornan un espacio escénico. Aquí también Inspiración se recrea, en su palacio, con la más completa colección de aves que simbolizan las diversas partes del mundo, y en particular la misma España (naturalmente que Rueda muestra un candoroso nacionalismo triunfante, en la tradición del acendrado catolicismo de la nación española). Es el derroche descriptivo de plumajes y cantos de la escena segunda. Y es que los pájaros españoles, y más concretamente los pájaros andaluces


más bellos los cinceles no los modelan;
su Sol, pájaros vivos volviose un día
y desde entonces fingen llamas que vuelan


claro que como está hablando Inspiración, el binomio metafórico ya manido del ave=poeta acaba aflorando, como homenaje a tres grandes nombres de la historia poética hispana: el ruiseñor que canta junto al Tajo, en Toledo, evoca «los deleitosos versos de Garcilaso»; el que lo hace en la vega granadina parece una copia «de la voz de oro y gloria del gran Zorrilla» y el tercero, en Sevilla, «solloza como Bécquer el doloroso». Y aquel viejo mito de Filomena trasmutada en ruiseñor para cantar su pena se recoge una vez más en esta pregunta de Inspiración: ¿Serán tan solo, acaso, los ruiseñores / las almas inmortales de los poetas?

Es también este texto una exaltación cristiana del trabajo (arenga de la Inspiración a los trabajadores que construyen el templo en la págs. 493-494) como lo es igualmente de exaltación de un folklore nacional, cuando el mismo personaje canta las excelencias de la jota, como resorte efectivo del coraje patrio, y de la guitarra como el más castizo instrumento, pues en él «palpita la raza, / se esconde la musa rebelde y bravía / del genio de España» (pág. 496).

Una particularidad del sobresaliente motivo del arte al servicio de un credo se concentra en la estatua de un Cristo crucificado que ha de presidir el altar del templo en construcción. El escultor responsable ha podido impregnar su obra de un emotivo realismo, pero pide ayuda a la omnipresente Inspiración para lo más delicado e importante: hallar el misterio del amor y de la entrega en la mirada plena del Cristo; dotar la fría materia de una espiritualidad que mueva a devoción, que convierta en algo trascendente un simple trozo de mármol. Esa estatua del Cristo redentor jugará, como efectivo objeto escénico, al finalizar el canto primero, cuando la iglesia siente el primer asedio de las turbas y la figura del Cristo recién acabado ilumina con la fuerza de la fe la debilidad de los sitiados.

El canto segundo es un ejemplo de la idea que pudiese tener Rueda del teatro total -palabra, música y danza- al imaginar las mil columnas de su inmenso templo como otras tantas cariátides-danzarinas38 cubiertas de mil túnicas blancas, con un evidente recuerdo de los grandes frisos de los bajorrelieves griegos, según se apuntaba en otra apoteosis menor en el idilio Vaso de rocío39. Y que han de simbolizar, en esa especie de cosmogonía, las Ciencias, las Artes y los Oficios, Profetas, Evangelistas, Doctores sacros, místicos poetas... porque todos ellos son los «sostenes / en donde el templo se asienta». Y unas cuantas serán como las «góticas vidrieras» del templo, con los múltiples colores de las tales reproducidos en sus peplos y clámides «cual sublimes páginas de santa poesía»40.

El final de este segundo canto, con la amenaza de la TRAGEDIA, portadora del mal, de la violencia, contra la efigie del Cristo, se resuelve en una segunda apoteosis religiosa y en un aplazamiento de la definitiva lucha final entre el BIEN y el MAL (Inspiración versus Tragedia) al que conducirá la acción en el canto tercero. Estamos ahora en la «severa sacristía» adjunta al emblemático templo, con toda una enorme riqueza de muebles, objetos y vestiduras eclesiásticas preparadas para la inmediata consagración del templo. INSPIRACIÓN quiere evitar el sentimiento de denota que parece generalizarse, e insta al POETA (homenaje implícito a lo que representa el tal en la sociedad moderna y cristiana) a que ayude a fortalecer los corazones de todos con su palabra encendida, inspirada. Vuelve de nuevo Rueda a insertar el poema de largo aliento y largo verso (alejandrinos agavillados en tercetos ligados: AAB'-CCB') y que vuelve a tomar de un libro anterior, las Poesías Completas de 1911, en donde se titulaba «La palma».

El desenlace vuelve a proponer un gran aparato escénico para emular el incendio, asalto y destrucción del templo en el momento de su inauguración. Tras la gran escena de la turbamulta y la matanza, la dialéctica definitiva entre los dos supremos contendientes, INSPIRACIÓN y TRAGEDIA, enlazando con el encuentro (aplazado) del final del canto segundo. Y Rueda, hábilmente, diseña la escena sobre el leit-motiv del castigo al supremo traidor (piénsese en el mitema de Judas) ahorcado bajo el peso de las treinta monedas y de su inmensa culpa. TRAGEDIA esgrime permanentemente una soga con la que amenaza ahorcar a INSPIRACIÓN y antes hacerlo con la misma efigie del Cristo que preside la escena41. Pero la heroína de la epopeya usará del único instrumento que aún había quedado sin función en la fábrica del templo, la cadena que, pendiendo de la bóveda central, habría de izar la gran lámpara: y con ella iza hasta la muerte el cuerpo exánime del enemigo, como un nuevo Judas, que acaba transformado, a la vez, en la luz del templo apagado y el badajo de una inmensa campana de triunfo. Sobre cenizas se impone, así, la apoteosis al filo del telón último.





 
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