Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Los jesuitas y la Ilustración1

Enrique Giménez López





En diciembre de 1978 el P. Miquel Batllori publicaba en Historia 16 un breve trabajo titulado «Notas sobre la Iglesia en el siglo de la Ilustración». Reflexionaba el historiador jesuita sobre las relaciones entre cultura eclesiástica y cultura ilustrada, y afirmaba que si excluyésemos de la historia de la Ilustración a todos aquellos personajes que no fueron radicalmente racionalistas, materialistas y, cuanto menos, deístas, la historia de la Ilustración quedaría reducida a bien poca cosa, y en España -podemos añadir nosotros- a prácticamente nada. Hubo, ciertamente, una «Aufklärung» o Ilustración católica, definida por el historiador Mario Rosa como un intento de superar la rígida contraposición entre un pensamiento conservador y ortodoxo y la nueva cultura nacida en las dos últimas décadas del Seiscientos y desarrollada en el siglo XVIII. Ludovico Muratori o Vico en Italia, Mayans o Jovellanos en España pueden ser considerados como representantes conspicuos de esta modalidad de la corriente ilustrada.




La Compañía de Jesús contra la Ilustración

Sin embargo las relaciones de la Ilustración con la Compañía de Jesús -la orden que pasaba por ser la más dinámica, la más adaptada al mundo, la que contaba con los hombres culturalmente más preparados- fueron, como las de la propia Iglesia oficial, difíciles y complejas. El principal objetivo de la orden fundada por Ignacio de Loyola era la defensa de la ortodoxia romana y el disciplinamiento católico, es decir, la defensa y propagación de la fe, o como se indicaba en el capítulo primero del Examen incluido en sus Constituciones, «el fin de esta Compañía es no solamente atender a la salvación y perfección de las ánimas propias con la gracia divina, mas con la misma intensamente procurar a ayudar a la salvación y perfección de la de los prójimos». A la vez, sus miembros actuaban con sentido práctico, se inmiscuían en asuntos temporales, se acercaban a los poderosos e intervenían en política cuando consideraban que tales actividades podían resultar beneficiosas para el catolicismo. Cuando Diderot redactó la voz «Jesuita» para la Enciclopedia destacó su «mundanidad», como religiosos «dedicados al comercio, a la intriga, a la política y a las ocupaciones ajenas a su estado e inapropiadas a su profesión», y David Hume los acusaba de ser «tiranos del pueblo y esclavos de la corte».

En el Setecientos se enfrentaron dos diferentes concepciones de la cultura: la que seguía defendiendo la supremacía de los sistemas teológicos, y aquella otra que favorecía los procesos de secularización. La Compañía estuvo en la vanguardia de la concepción tradicional y, en consecuencia, utilizó todo su prestigio y capacidad de influencia contra la segunda. El movimiento ilustrado puso todo su empeño en minar los fundamentos doctrinales de la actividad de la Compañía: al cabo, era la orden religiosa que contaba con los religiosos más preparados de la iglesia romana, quienes ofrecían la resistencia más firme a su reforma. Voltaire, en carta a Helvetius, no erraba en su objetivo: «[...] cuando hayamos eliminado a los jesuitas habremos dado un gran paso adelante en nuestra lucha contra lo que detestamos».

La Compañía de Jesús era una orden jerarquizada cuyo pilar básico era la obediencia, indispensable para «la unión de los ánimos», constituía su pilar básico. Pedro de Rivadeneira definió esa obediencia como ciega, «porque en ella el religioso no se sirve de sus ojos, sino de los ajenos; ni de la vista y luz de su entendimiento, sino de las que infundió Dios a su Superior, que es más clara, cierta y segura». Una sumisión que resultaba incompatible con la posibilidad de cuestionar mediante la crítica la tradición recibida, un ejercicio indispensable para la actividad ilustrada y que un jesuita español, el P. Antonio Codorniu descalificó en su libro Dolencias de la crítica (1760), como «invención de los Modernos cavilosos que en todo hallan que notar y morder». Los ilustrados consideraban, por el contrario, que la concepción misma de la Compañía hacía imposible la autonomía individual de sus miembros.

Roma condenó a Locke en 1734, el Espíritu de las Leyes de Montesquieu en 1751, las obras de Voltaire en 1753, y a La Enciclopedia y las opiniones de Helvetius en 1759. Aun cuando la Compañía había sido extinguida dos años antes, en 1775 la encíclica Inscrutabile diviniae sapientiae de Pío VI condenaba la cultura ilustrada en su conjunto como obra del diablo, propagadora del ateísmo y destructiva de los vínculos sociales.

Puesto que la Compañía era una orden sometida a estricta disciplina y servidora de las directrices romanas, el Journal de Trévoux, fundado en 1701 por los jesuitas Jacques-Philippe Lallemant y Michel Le Tellier, constituye un extraordinario testimonio para conocer la actitud oficial de la Compañía ante la cultura ilustrada. En el Journal de Trévoux participó el núcleo más preparado de la orden en Francia, los padres del Collège de Louis-le-Grand. El Journal, por una parte, representó un notable esfuerzo por ofrecer las novedades del pensamiento científico europeo de la primera mitad del siglo XVIII, y al mismo tiempo una plataforma muy crítica con la Ilustración. Se puede estimar como un ejemplo muy acabado de cómo el carácter erudito puede desarrollarse en disonancia con los principios ilustrados por dar prioridad a la defensa de la ortodoxia católica, que se consideraba gravemente amenazada.

A los jesuitas de Trévoux no les agradaba la metafísica especulativa de Descartes; tampoco concebían la Historia más allá de los textos sagrados. Por ello no aceptaron El Espíritu de las Leyes de Montesquieu, donde faltaba la referencia al principio religioso que debía servir de explicación última a los acontecimientos. La primera andanada que recibió el texto de Montesquieu llegó de la mano del jesuita Plesse y de su artículo en el Journal correspondiente a abril de 1749. El 2 de marzo de 1751 la obra sería incluida en el Índice, no sólo por la frontal oposición de los jesuitas, sino por el gran éxito que obtuvo, que alarmó a la Santa Sede, y por las presiones del embajador francés en Roma que solicitó a Benedicto XIV su condena.

A los jesuitas también les desagradaba la defensa de la libertad de pensamiento, de procedencia cartesiana, caballo de batalla en la lucha que enfrentaba a los ilustrados con los defensores del saber tradicional. Gregorio Mayans la consideraba indispensable «porque si los ingeniosos no tienen libertad, no se adelantan las ciencias». Diderot defendió en las páginas de La Enciclopedia una libertad de expresión que atendiera a la finalidad de los escritos, y por lo tanto moderada, pero los jesuitas sólo vieron en ello libertinaje. El jesuita americano Javier Miranda la comparaba con un «caballo troyano» mediante el cual «sugieren mañosamente principios de que se escandaliza no sólo la Religión, sino la Razón y la Humanidad. Y asombra el ver la desenvoltura y la franqueza con que sus autores nos quieren embocar como verdades indubitables los despropósitos más groseros y mazorrales».

Los ilustrados defendieron la felicidad terrenal e inmediata con tal énfasis que la idea de una felicidad pública y secularizada ocupó el centro del movimiento ilustrado. Muratori la definió como «la paz y sosiego que un Príncipe o Ministro sabio y amante del bien procura a su pueblo». Para los jesuitas la única felicidad posible era la celestial, que el hombre podía lograr, eso sí, en su relación con sus semejantes.

En el artículo «Autoridad política» incluido en el primer tomo de la Enciclopedia, Diderot defendió que toda autoridad política estaba justificada si existía el consentimiento de los gobernados, y se apoyaba en San Pablo para oponerse a toda autoridad ilimitada, ya que el apóstol había recomendado únicamente «una obediencia racional». El Journal de Trévoux acusó a Diderot de socavar el principio divino de la autoridad, y la denuncia fue determinante para que el Consejo del Reino retirase en 1752 el privilegio real que permitía su publicación en Francia.




El análisis ilustrado sobre la destrucción de los jesuitas

Los ataques lanzados contra la Ilustración por los jesuitas de Trévoux no cesaron hasta la desaparición del Journal en 1762 tras la condena de la Compañía en Francia. En 1765 el movimiento ilustrado realizó el más completo y sistemático análisis de los motivos que habían conducido al fin de los jesuitas con la publicación por D'Alembert de su libro Sur la destruction des Jésuites en France. Para el enciclopedista, los mayores cargos que pesaban contra la Compañía eran su excesivo apego a la teología y a un modelo de iglesia temporal, y el deseo de extenderse y de dominar, pues su objetivo último era el de gobernar el mundo por la Religión. Allí donde habían encontrado docilidad, como en el Paraguay, habían logrado establecer «una autoridad monárquica fundada sobre la sola persuasión», pero donde habían hallado resistencia, como en Europa, se habían transformado en «peligrosos y turbulentos».

D'Alembert, como los ilustrados en general, reconocía la excelencia de muchos jesuitas en las ciencias y las letras. Elogiaba sus métodos de selección, con noviciados dilatados y exigentes, y consideraba que su organización permitía a los jesuitas contar con tiempo para el estudio, por no tener que dedicarlo a devociones minuciosas, como les sucedía a las restantes órdenes religiosas que alentaban a «vagos salmodistas». También alababa sus tácticas misioneras y su moral laxa, mucho más razonable que la rígida moral jansenista.

Sin embargo, en el terreno de la filosofía los logros de los jesuitas eran escasos porque habían abrazado la escolástica, considerada por los ilustrados el «orujo y la hez» de la filosofía y, sobre todo, porque carecían, por su condición de siervos de sus superiores, de la libertad de pensamiento indispensable para el ejercicio filosófico. D'Alembert criticaba, sobre todo, su intolerancia. Para él los jesuitas eran «intolerables por sistema y por estado», y citaba numerosos ejemplos de esa actitud incompatible con las Luces: el confesor de Luis XIV, el P. Letelier, «un fanático de buena fe», era el responsable de la destrucción de Port Royal; la bula Unigenitus había sido obra suya; eran fanáticos de la superstición y, por ende, «la falange macedónica que importa a la razón ver destruida».

Los filósofos miraron siempre a la Compañía como la vanguardia del fanatismo, y a los jesuitas como «los más peligrosos enemigos de la razón». Para D'Alambert, como para todo el movimiento ilustrado, el aniquilamiento de la Compañía podía reportar a la Ilustración grandes ventajas, siempre que el jansenismo no ocupara su lugar, pues para los filósofos franceses llegado el caso de tener que escoger entre jesuitas y jansenistas, la Compañía de Jesús sería un mal menor por ser menos tiránica y más acomodaticia. «Los jesuitas -afirmaba D'Alembert- con tal que no se les declare enemiga, permiten que se piense como se quiera. Los jansenistas quieren que se piense como ellos».




Los ilustrados españoles y los jesuitas

Los ilustrados españoles coincidían con el análisis de D'Alembert en muchos puntos, si bien con acento propio, más derivado de las peculiaridades de la ilustración española, que no de cuestiones de fondo. La crítica siempre iba dirigida contra la Compañía, pues sus componentes, tomados uno a uno, recibían valoraciones muy positivas. Gregorio Mayans tenía una opinión muy negativa del espíritu de cuerpo de la Compañía, que había trascendido lo estrictamente espiritual hasta transformarla en una organización de finalidad política que propagaba el fanatismo, dominaba ámbitos claves de la vida española, como la administración y la enseñanza, e impedía que los más capaces pudieran alcanzar los puestos a que, por su valía, eran acreedores. Pero al mismo tiempo reconocía las notables cualidades de muchos jesuitas, como el P. Andrés Marcos Burriel que, en privado, manifestaban opiniones que se apartaban de la línea oficial de la Compañía. Una cosa era la orden de la que se formaba parte, que podía poner todas las dificultades posibles a la difusión del libro de Muratori Regolata divozione de Cristiani, y otra muy distinta las convicciones profundas de cada uno de sus miembros, como sucedía con el propio Burriel, que podía escribir a Mayans en 1740 un comentario sobre la denuncia a la Inquisición de la obra de Muratori en los siguientes términos: «[...] sepa del Muratori, de quien soy ya partidario en lo más, pero no se puede esto explicar porque vivimos sin libertad».

Una de las críticas más explícitas de la ilustración española fue la dirigida contra el modelo educativo de la Compañía. La Ratio Studiorum supuso un indudable avance pedagógico cuando fue formulada a fines del siglo XVI, y durante el siglo XVII pasó a ser, como ha señalado Kagan, «un único agente que presentaba uniformidad y coherencia en el desordenado e inconexo mundo de la educación en los territorios hispánicos». Pero en el Setecientos, la Compañía se mostró incapaz de adaptar la Ratio Studiorum a los cambios, y de hecho su revisión no se produjo hasta 1832. Según Antonio Trampus, «tanto en el plano político como en el cultural, la Compañía había perdido con el paso del tiempo su capacidad de adaptación y el dinamismo, que habían sido sus instrumentos más eficaces en la Contrarreforma».

Los ilustrados españoles consideraban la enseñanza como el elemento que debía sacar al país de la ignorancia en que se encontraba sumido, y ponerlo en sintonía con la Ilustración europea. En esa labor era inevitable tropezar con la Compañía de Jesús, cuyo expansionismo educativo le había llevado a controlar ámbitos docentes fundamentales, como el aprendizaje de las lenguas clásicas y, muy especialmente, el latín. La Ratio Studiorum establecía como obligatorias en sus centros docentes la Gramática del P. Manuel Álvarez y la Retórica del P. Cipriano Suárez, obras ambas de la segunda mitad del siglo XVI, y que en opinión de los ilustrados españoles habían quedado desfasadas. En las Universidades las lenguas clásicas se encontraban en estado lamentable. Muchos autores clásicos eran sometidos a expurgos o prohibidos por los jesuitas por razones de moralidad o de estricta ortodoxia. Plauto, Marcial, Ovidio y, sobre todo, Terencio eran parcial o totalmente mutilados, y el contacto con los autores clásicos quedaba reducido a la utilización de unas cuantas Epístolas Familiares de Cicerón. Para el novator y Deán de Alicante, Manuel Martín, los ignacianos habían cercenado el conocimiento del latín, eran ignorantes, y el control que ejercían sobre su enseñanza auspiciaba un retroceso a las oscuridades del medioevo.

La influencia de los jesuitas iba más allá de las lenguas clásicas. Los argumentos antinewtonianos en España se basaban en el Journal de Trévoux, y Torres de Villarroel, el pintoresco catedrático de matemáticas de la Universidad de Salamanca, llamaba con desprecio a Newton «amigo de la novedad y de intención torcida» apoyándose en la autoridad de los jesuitas de Trévoux, que habían escrito que «el gran defecto de los newtonianos es enredarlo todo con una Geometría profunda, sin necesidad». Los ilustrados rechazaban frontalmente el delirio escolástico que dominaba el mundo universitario porque los alumnos llegaban a la convicción de que la teología consistía exclusivamente en cuestiones especulativas. La escolástica había sido la ruina de los estudios teológicos y había fomentado la perversión de la Razón con una dialéctica inútil y el gusto por el sofisma, y ese gusto por la sutileza también había afectado a la enseñanza del Derecho, disciplina que a menudo quedaba envuelta en artificiosidades jurídicas que los ilustrados despreciaban.

Los ilustrados españoles tenían el convencimiento de que los jesuitas, en colaboración con los colegiales mayores, habían obstaculizado la aplicación de sus ideas de renovación de la cultura española, y creían que, pese a su reputación de sabios, los padres de la Compañía eran ignorantes salvo muy contadas excepciones, ya que su fama de eruditos era fruto de una hábil simulación.

Los colegiales ejercían un férreo control sobre las cátedras universitarias, en perjuicio de los manteístas, entre quienes se encontraban la mayoría de los ilustrados españoles, como el propio Mayans. Su irritación fue en aumento conforme comprobaron que los jesuitas eran en España los auténticos árbitros de las letras, y que miembros relevantes de la Compañía determinaban con su influencia los ascensos y ostracismos en el ámbito de la cultura.

Todos los ilustrados españoles eran católicos, y ambicionaban devolver la Iglesia a la pureza de sus primeros tiempos, lo que sólo podía ser posible si se lograba vencer a los enemigos de la verdad, que para los intelectuales adscritos a este movimiento eran el ultramontanismo, el exceso de escolasticismo y la Compañía de Jesús. La atribución de una jurisdicción excesiva al Papa y a la Curia había reducido indebidamente la potestad otorgada por Jesucristo a los obispos. La restauración del episcopalismo en el seno de la Iglesia estaba en el centro del ideario ilustrado, según el cual Roma oprimía a los obispos, por no hablar de los abusos económicos de la Dataría vaticana, que obtenía cuantiosos beneficios «de la pródiga tolerancia de los españoles». Ya que los límites entre Iglesia y Estado eran todavía muy borrosos, las reflexiones en torno a la potestad papal afectaban también a los príncipes. Ludovico Muratori, muy influyente entre los ilustrados españoles, había argumentado en su libro Della publica felicità ogetto dei buoni principi que el Príncipe era fuente de toda autoridad, pero que ésta debía orientarse al logro de la felicidad pública, y demandaba una «armonía perfecta y duradera entre el sacerdocio y el imperio». El regalismo anticurial de los ilustrados sintonizaba plenamente con tal postura. Los jesuitas, por el contrario, defendían una Iglesia jerarquizada, abanderaban la pretensión ultramontana de que la autoridad del papado prevaleciera en cuestiones temporales sobre la de los Príncipes, y descalificaban como jansenistas a quienes defendieran lo contrario.

El escaso apego de los jesuitas a la verdad se manifestaba en su desprecio de la crítica histórica. Los PP. confesores de Felipe V y Fernando VI se habían valido de la Inquisición para perseguir aquellos textos que, en su opinión, podían menoscabar las glorias nacionales o las tradiciones eclesiásticas, aunque respondieran a la verdad, y favorecían las supercherías que, so capa de patriotismo o piedad, exaltaban la historia fabulosa de la monarquía española, o el origen apostólico del cristianismo en la Península. El P. Jerónimo Román de la Higuera era el máximo exponente del «espíritu de mentira» que las Luces debían desterrar definitivamente.

El desprecio por la verdad de la Compañía también estimulaba prácticas devotas poco cristianas de filiación claramente jesuítica. La devoción del Sagrado Corazón la calificaba Mayans de fanática, y «antojo de entendimientos indiscretamente devotos y caprichosos», y el incremento de devociones marianas patrocinadas por la Compañía no era del agrado de los ilustrados españoles, por estimar que en su mayor parte eran supersticiosas.




Los jesuitas tras la extinción de la Compañía

En el verano de 1773 fue extinguida la Compañía de Jesús por el Breve papal Dominus ac Redemptor. Los componentes de la orden ignaciana recuperaron así su autonomía individual, pese a que para todos supuso un golpe muy doloroso. La extinción suponía el fin de la comunidad jesuítica, ya que el Breve disponía que se despidiera a los novicios, concedía un año a los coadjutores para buscar un nuevo oficio, y obligaba a los sacerdotes a ingresar en un nuevo instituto religioso o bien sumarse al clero secular.

Pero el fin de la comunidad trajo consigo el de un modo de vida, y el inicio de comportamientos impensables hasta unos días antes: hubo jesuitas que pasaron a vivir a casas de seglares; muchos de los que permanecieron en las casas de la Compañía, comenzaron a administrar sus propios asuntos y hacer vida separada de los demás. El cambio de vestimenta representó para los jesuitas el signo externo más inmediato de su pérdida de identidad. En Italia fueron obligados a vestirse de corto y de abates, «para que se parezcan menos a lo que fueron», y los primeros que se dejaron ver en público vestidos de seglares aparecieron vistiendo ropas de color azul, blanco y rojo, con el cabello rizado y empolvado. En Italia, muchos jesuitas se hicieron habituales de los teatros, sobre todo durante el carnaval, lo que motivó comentarios dolidos por parte de los que deseaban mantener las formas de comportamiento que habían distinguido a la orden.

Así como muchos ex jesuitas se adaptaron rápidamente a su nueva situación, también se produjo, en un tiempo breve, un acercamiento a la cultura de la Ilustración que supuso la participación de ex jesuitas en proyectos enciclopédicos, iniciativas periodísticas, organización de bibliotecas e, incluso, la presencia de jesuitas centroeuropeos en diferentes logias masónicas.

La mayor parte de los ex jesuitas siguieron enfrentados abiertamente con la Ilustración, que calificaban de «arsenal de errores, piedra de escándalo y escollo del que debe guardarse la fe», como afirmaba uno de sus principales representantes, Antonio Zaccaria. Pero otros asumieron la posibilidad de conciliar Ilustración y tradición e iniciaron un proceso de emancipación de lo que había sido la línea oficial de la Compañía. Ejemplos descollantes de esta posición son los casos del italiano Zorzi y de varios españoles exiliados en Italia, importantes humanistas de proyección europea, como Arteaga, Aymerich, Gallisà, y algunos otros, entre los que destacó la figura de Juan Andrés, son ejemplos descollantes de esta posición.

En 1777 el ex jesuita veneciano Alessandro Zorzi, abate en Ferrara, inició su proyecto para lograr publicar una Enciclopedia italiana, con el propósito de corregir la francesa de Diderot y D'Alembert y separar las ciencias y las artes de la «philosophie». En el «Prospetto» de su proyecto enciclopédico, mostraba su propósito de reinterpretar el mensaje enciclopédico desde el respeto por la religión, y evitar cuanto pudiera ofender a «la più delicata pietà». Su Enciclopedia nunca pudo realizarse, pero Zorzi fue conocido a partir de entonces como «il Diderot de Ferrara».

Juan Andrés, un ex jesuita de la Provincia de Aragón, que según el P. Batllori era la más avanzada culturalmente de las que formaban la Asistencia de España, culminó un proyecto que, por su ambición universalista y totalizadora, sólo podía parangonarse con la Enciclopedia francesa, aunque con concepciones epistemológicas distintas. La obra de Andrés no estaba concebida como Diccionario Enciclopédico, y tenía un sentido opuesto a la dirigida por Diderot y D'Alembert, ya que Andrés era un eximio representante de una corriente que contaba con algunos partidarios entre los ex jesuitas, la cual defendía la conveniencia de introducirse en los ambientes Ilustrados para cristianizarlos. Semejante intento de penetración partía del convencimiento de que los únicos capaces de dicha conquista, que requería un espíritu misional, eran los ex jesuitas por su erudición y preparación intelectual, y por su reconocida capacidad de adaptación, que les permitiría desenvolverse con soltura en el ambiente cultural racionalista. Completaba esta estrategia la defensa y elogio del Despotismo Ilustrado, que garantizaba la vía de las reformas prudentes y que era considerado la alternativa al materialismo filosófico. Reforma frente a ruptura, vendría a ser su lema, al menos hasta 1789.

El trabajo de erudición efectuado por Juan Andrés en su obra mayor, Dell'Origine, progressi e stato attuale d'ogni Letteratura, era extraordinario, sobre todo por haber logrado culminar en solitario un compendio de la cultura universal basado en un método historiográfico, que había dado como resultado un cuadro ordenado del saber global en su diversidad. La Historia servía de horizonte normativo que hacía inteligible la evolución de las diversas disciplinas que, hasta entonces, tan sólo ofrecían una masa de información inconexa, y que Andrés logró presentar dando el sentido debido a sus distintos procesos.

Sin embargo, aun siendo formidable la contribución de Juan Andrés a la cultura europea, siguió manteniendo sus reticencias jesuíticas hacia la «philosophie», que sin ser tan formalmente críticas como las de los jesuitas de Trévoux, encerraban una carga de oposición contenida muy notable. Por ejemplo, Voltaire es citado con frecuencia a lo largo de la extensa obra de Andrés, pero el tono refleja siempre un juicio poco positivo, y el filósofo es juzgado con severidad. Son habituales las insinuaciones de plagio en sus novelas y tragedias; Andrés expresa sus dudas sobre la idoneidad de los juicios críticos de quien llama con ironía «legislador del buen gusto»; pone en duda su fiabilidad como historiador, y su veredicto es que «no ha sabido darnos una Historia que pueda obtener la aprobación de los doctos»; los juicios literarios de Voltaire son habitualmente frívolos, propios de un hombre «superficial y ligero» y, sobre todo, la causa última de su desdén hacia el filósofo francés es que éste deseaba la ruina de la Religión. Andrés, aunque es el que muestra mayores simpatías hacia el fenómeno ilustrado de cuantos ex jesuitas españoles escribieron en la segunda mitad del Setecientos, se manifestaba sin embargo incompatible con quienes consideraba opuestos a sus creencias religiosas: «[...] yo venero profundamente la Religión, y este respeto genera en mi ánimo tal horror a los escritos nocivos que la contrastan que no puedo mirar sin indignación los miserables presuntuosos que, estando faltos de erudición, se venden por filósofos y se creen bastante doctos despreciando lo que debieran respetar». Una línea roja que era imposible traspasar por quienes pretendieron cristianizar la Ilustración desde su interior. Juan Andrés fue, pues, uno de los ex jesuitas que más se esforzaron por ofrecer una alternativa erudita a la Ilustración descreída, y mostró que el progreso de la cultura se había producido mediante avances acumulativos sobre el conocimiento aportado por generaciones anteriores, no mediante rupturas, sino con cambios paulatinos.




El efecto de la Revolución

Con la Revolución triunfante en Francia, los Jesuitas partidarios de esta vía de aproximación a la Ilustración pronto la abandonaron definitivamente y se sumaron, con mayor o menor energía, al combate en defensa del Antiguo Régimen desde trincheras mucho más tradicionales.

Se dijo que la filosofía ilustrada era responsable de una infección social que había destruido el tejido de la autoridad religiosa y civil, propagado un espíritu de desorden que constituía la seña de identidad del siglo XVIII, y difundió ideas de igualdad entre todos los hombres que implicaban el trastorno de la sociedad. El jesuita Rocco Bonola, en su libro La liga de la teología moderna con la filosofía, denunció que la filosofía descreída había difundido la doctrina de la igualdad y pretendido reducir el vínculo de los súbditos con su Príncipe a un contrato social imaginario.

La mayoría de los antiguos componentes de la extinguida Compañía creían en interpretaciones conspirativas de los acontecimientos. El P. François Garasse, en el siglo XVII, ya había señalado a los libertinos como apóstoles del Anticristo, y advertido del peligro que representaban para la Religión, el Estado y la moral, advertencia que había anunciado los ataques que iban a sufrir durante el Setecientos los filósofos «a la moda» o «modernos». Los jesuitas de fines del siglo XVIII estaban convencidos de que la Iglesia se enfrentaba a una colosal conspiración alentada por los libros «de los filósofos a la dernière», como los calificaba el P. Isla hacia 1778. La revolución francesa y la invasión de Italia por Bonaparte en 1796, afianzaron entre los ex jesuitas la teoría de la conspiración. Lorenzo Ignazio Thjulen, jesuita desde 1770, se consagró a la causa de la contrarrevolución, y en 1799 fue el primer traductor de Augustin Barruel, el ex jesuita francés que decía haber descubierto los orígenes de la conspiración de los «sofistas de la incredulidad y de la impiedad». El ex jesuita catalán Francisco Gustá escribió en 1794 una historia de las Cruzadas mediante la que trató de establecer un paralelismo entre los infieles de entonces y los herejes franceses. Francisco Masdeu solicitó que el Papa llamase a una Cruzada contra los «perseguidores de Dios y del hombre» en 1796. Para Masdeu también existía una conspiración contra Dios, en cuyo centro se hallaba Francia, opinión que ha sido calificada por el mejor conocedor de Masdeu, el historiador Roberto Mantelli, de xenofobia catalizada por la invasión napoleónica de Roma en 1798. Masdeu, que gozaba de gran ascendiente entre los jesuitas españoles, sentía un profundo desprecio por la rebelión -que consideraba intrínsecamente inmoral-, así como por la democracia, generadora de desconcierto y desorden, y rechazó siempre la igualdad, aspecto en el que coincidía con otros ex jesuitas tan distantes de él como el abate Raynal. Según Masdeu, la Monarquía era intrínsecamente buena e inspirada por Dios, de modo que cualquier ataque contra la Monarquía representaba una agresión contra una institución «lícita y santa».

Lorenzo Hervás, que gozaba de un prestigio extraordinario entre sus antiguos compañeros de orden, desarrolló por extenso su idea de la conspiración filosófica en su libro Causas de la Revolución francesa, cuyo manuscrito conoció una amplia difusión entre los exiliados jesuitas. Hervás, con un impresionante despliegue erudito, desarrollaba la tesis, habitual en la publicística católica de fines del Setecientos, de la conjura de la Filosofía para acabar con la religión cristiana y el orden político tradicional.

El propio Juan Andrés experimentó un giro radical en su postura ante la Ilustración a la vista de los sucesos acaecidos en Europa desde 1789. En 1808 ya había tomado partido claramente, y elogiaba a todos aquellos «que se han esforzado gloriosamente con una oportuna y útil Teología por defender la religión contra los osados asaltos de los filósofos libertinos», frente a los «desenfrenados autores», destructores «del buen orden de la sociedad católica». Su héroe era ahora el barnabita y cardenal Giacinto Gerdil, un cruzado contra los philosophes que, en opinión de Andrés, «caen abatidos ante sus irresistibles impugnaciones». Calificado de «verdadero atleta que combate y vence a los enemigos del Cristianismo y verdadera columna que sostiene la religión católica», fue el modelo que adoptó Andrés cuando la vía del despotismo ilustrado parecía definitivamente cegada tras la Revolución y las guerras napoleónicas. Las tesis de Gerdil eran las que defendía el ex jesuita valenciano en sus últimos años: un conocimiento de la verdad como revelación del orden existente de lo creado, y la promoción de una red de academias científicas para apoyar a los intelectuales católicos en las que se conciliase el empirismo con el platonismo. El proyecto de Andrés de unir la erudición jesuítica con la dimensión instrumental de la ciencia y ofrecer una alternativa católica al enciclopedismo deísta de los philosophes que, «despreciando la autoridad de nuestros mayores, aboliendo los misterios más sagrados de la religión», eran modelos de impiedad, se había modificado sustancialmente tras los seísmos sufridos por Europa durante la última década del Setecientos y los primeros años del siglo XIX.

La Compañía como enemiga de la Ilustración fue un argumento que recogió el dictamen del fiscal del Consejo de Castilla Gutiérrez de la Huerta para defender su restauración en 1815: la expulsión de los jesuitas de España había sido la causa del «lastimoso estado a que ha venido la educación pública en estos reinos, del escandaloso progreso que han hecho en ellos la irreligión, el libertinaje y los dogmas subversivos, con que los apóstoles de la impiedad y los sofistas de la rebelión han atacado sucesivamente la seguridad del Altar y el Trono, puesto en combustión la Europa y cubierto de horror, carnicería y crímenes todos los Estados del mundo Católico, después que por fruto de la más horrible y sacrílega de las conspiraciones, obtuvieran en la abolición de la Compañía de Jesús el suspirado triunfo de allanar la fortaleza inexpugnable levantada para contener sus progresos». Desde el absolutismo restaurado se rendía homenaje a quienes se habían opuesto a los ideales ilustrados de libertad, igualdad y soberanía nacional.






Bibliografía

  • BATLLORI, Miguel: La cultura hispano-italiana de los jesuitas expulsos, Madrid 1966.
  • DIAZ, Furio: Filosofia e politica nel Settecento francese, Torino 1962.
  • GIMÉNEZ LÓPEZ, Enrique (ed.): Y en el tercero perecerán. Gloria, caída y exilio de los jesuitas españoles en el siglo XVIII, Alicante 2003.
  • GUASTI, Niccolò: L'esilio italiano dei gesuiti spagnoli, Roma, 2006.
  • GUERRA, Alesssandro: Il vile satellite del trono. Lorenzo Ignazio Thjulen: un gesuita svedese per la contrarivoluzione, Milano, Franco Angeli, 2004.
  • HERRERO, Javier: Los orígenes del pensamiento reaccionario español, Madrid 1971.
  • MANTELLI, Roberto: The political, religious and historiographical ideas of Juan Francisco Masdeu S. J. (1744-1817), New York-London, 1987.
  • MESTRE SANCHIS, Antonio: Humanistas, Políticos e Ilustrados, Alicante 2002.
  • TRAMPUS, Antonio: I gesuiti e l'Illuminismo. Politica e religione in Austria e nell'Europa centrale (1773-1798), Firenze 2000.
  • VAN KLEY, Dale: The Jansenists and the Expulsion of the Jesuits from France (1757-1765), New Haven and London, 1975.



Apéndice

VOLTAIRE en Juan Andrés


Resta originalidad a su Zadig, deudor de las novelas orientales y árabes, como Las mil y una noches (I, 249), e incluso insinúa posible plagio: «[...] que Voltaire se haya querido aprovechar de los buenos escritores de todas las naciones es notorio aun a sus partidarios, los cuales por esto no le impondrán la tacha de plagiario» (I, 266). Vuelve a reiterar la velada acusación de plagio, en ese caso de la obra calderoniana El mayor monstruo los celos, de la que Voltaire escribió en 1724 su tragedia Marianne (I, 343). También alude a que imitó la obra china Huérfano en la casa de Tchao, traducida al francés por el P. Prèmare, y que Voltaire utilizó en su tragedia El huérfano de la China (II, 35). Juzga su Edipo comparándolo con el de Sófocles: «[...] si se coteja el Edipo de Voltaire con el de Sófocles, la fuerza de la evidencia hará confesar al más celoso francés que todo lo bello y todo lo trágico del Edipo francés está tomado casi literalmente del griego» (II, 206). De Crébillon tomó pasajes para su obra Semíramis, y de Catilina y Atreo de Crébillon «han nacido el Catilina y los Pelópidas de Voltaire, y generalmente, el amor a lo fuerte y a lo terrible, que forma la belleza y es como característico de las tragedias de Voltaire, lo toma de las de Crébillon», aunque ha copiado sólo lo bueno sin hacerlo con los defectos.

Compara el teatro de Voltaire con Corneille y Racine, y si bien «no tiene aquellos rasgos sublimes y notables que en las tragedias de Cornielle arrebataban en ánimo de los lectores, y no es tan fluido, suave, elegante y armonioso como el estilo de Racine», reconoce que es un gran autor, aunque no tan grande «como algunos quieren ponderar». Son defectos muy destacados por Andrés, «el abuso de la Filosofía, el perderse por las frías moralidades interrumpiendo el calor de la acción, y la ridícula pedantería de mezclar continuamente máximas poco convenientes a la Religión» (II, 268-277).

Censura que Voltaire considere a Dreyden el principal autor inglés, y alude a que Hume pone a Dreyden como ejemplo «de un ingenio corrompido por la indecencia y por el mal gusto» (I, 334).

También censura que Voltaire ensalce el teatro inglés. Llama a Voltaire «legislador del buen gusto», y ese elogio al teatro inglés se debe «al amor a una nación libre que por mucho tiempo le había acogido honrosamente, o por apasionado a la novedad, o por una vano capricho», y añade «los poetas españoles tendrán mucha razón de envidiar la fortuna de Shakespeare, que encontró un Voltaire para panegirista de sus méritos» (I, 337). A Andrés no le agradaba Shakespeare: «[...] confieso sin dificultad que en las tragedias de Shakespeare pueden encontrarse pasajes que, corregidos y reformados por un buen poeta, sean celebrados y aplaudidos en el más severo teatro» (I, 342).

Andrés creía que muchos ilustrados deseaban la ruina de la Religión, y se lisonjeaban de que sus críticas eran «efecto de la ilustración de la mente que de la corrupción del corazón». «Yo venero profundamente la Religión, y este respeto engendra en mi ánimo tal horror a los escritos nocivos que la contrastan que no puedo mirar sin indignación los miserables presuntuosos que, estando faltos de erudición, se venden por filósofos y se creen bastante doctos despreciando lo que debieran respetar; y me mueven a compasión los escritores doctos que, pudiendo emplearse con mucha utilidad en la ilustración de las Ciencias, han querido abusar perjudicialmente del tiempo y de su doctrina haciéndola servir para un fin tan dañoso. Pero considerando la religión y las letras como dos cosas distintas en un todo, veo que pueda un filósofo estar abandonado de Dios según los deseos de su corazón y tener, sin embargo, sutil ingenio y fino discernimiento», por ello acepta «el fino gusto de Voltaire, la elocuencia de Rousseau y la erudición de Freret» (I, 359-60).

Defectos de la Henriade, según Andrés derivan de «mezclar la Religión en todas las cosas y poner, sin venir al caso, rasgos satíricos contra Roma agradará tal vez a los locos libertinos, pero ciertamente enfadará a las personas juiciosas» (II, 142), además de sus muchos versos «bajos y prosaicos» (II, 144). Añade con ironía, «temo que algunos de los defectos de la Henriade que hemos referido hayan contribuido no poco a fomentar de algún modo la deterioración de la Poesía moderna» (II, 145). Ha intentado seguir las huellas de los griegos y romanos y de los modernos italianos y españoles, pero «se ha atrevido a abandonarlos en alguna parte, o no ha sabido seguirlos con la debida maestría» (II, 149). Manda al olvido, por merecerlo «por tantos motivos», la Poucelle d'Orleans (VI, 721).

Pone en duda su verosimilitud como historiador: «Si Voltaire se hubiera podido sujetar a la verdad y guardar en el estilo la gravedad que corresponde a un historiador y a un maestro de la vida humana, su ensayo de Historia Universal sería un nuevo modelo digno de que le tuviesen presente los historiadores» (I, 375). La Historia de Voltaire, reconociendo su amenidad, le produce enfado por ser «narraciones por la mayor parte o falsas, o alteradas, en impías reflexiones, en escandalosa doctrina». Le falta es «estilo grave y majestuoso correspondiente a la dignidad de la Historia». Su veredicto es: «[...] no ha sabido darnos una [historia] que pueda obtener la aprobación de los doctos» (III, 300-1).

Sus juicios literarios los considera frívolos: «[...] si yo, al dar una idea de los progresos de las letras humanas en estos tiempos, me hubiese sujetado al juicio de un escritor tan respetable como Voltaire, ¿cuántos escritos miserables no hubiera propuesto como obras magistrales y clásicas? Voltaire se deja arrastrar por la pasión, y elogia y desprecia por "apartarse del común modo de pensar"» (II, 15). Otra prueba de frivolidad en Voltaire: «[...] en un lugar llena de elogios a Brumoy2, y en otros le desprecia; da alguna vez la preferencia al teatro griego sobre el moderno, y otras dice todo lo contrario; hace compadecer con frecuencia a los ingleses llenos de inepcias y absurdidades, y con la misma frecuencia los eleva hasta las estrellas; ya llama bárbaro a Crébillon3, ya le dispensa los mayores elogios» (II, 16). También habla de frivolidad al hablar de Cándido, «una frívola confutación del optimismo», que no fue de su gusto: «[...] no sabemos encontrar mucho placer en aquellas aventuras mal preparadas, en aquellos pasajes satíricos fuera de propósito, en aquella tediosa repetición de expresiones filosóficas, en aquellas insípidas reflexiones y poco delicadas bufonadas» (II, 398). Las novelas de Voltaire «son, a la verdad, composiciones agradables, pero no buenas novelas» (II, 402). Voltaire es «superficial y ligero»: «[...] cualquier materia que él se propone tratar se presenta en sus manos libre de todas las embarazosas y difíciles investigaciones, y adornada sólo con amenas noticias, con graciosas imágenes, con fáciles y perspicuas razones, se quitan todas las espinas y se dejan sólo las flores». Pero en los libros de Voltaire se ve «abandonada la verdad, la Religión, la honestidad y la justicia por usar un dicho agradable o una brillante expresión» (III, 117).

Su poesía didascálica (epístolas morales y discursos) está deteriorada por una «afectada negligencia y descuido», y sus versos son «monótonos y secos». «Un aire burlesco y satírico rebaja mucho la gravedad de los alabados discursos, sin darles gracia y armonía», y lo considera muy inferior a Boileau (II, 183).

En el vol. V hay páginas dedicadas a los «filósofos irreligiosos», «fanáticos de pocos conocimientos y de ningún juicio», y son juzgados muy severamente Hobbes, Spinoza, Toland, Boyle, Helvetius, «y una chusma de libres e inconsiderados escritores», siendo «los oráculos de los espíritus corrompidos» Diderot, Rousseau y Voltaire, que «sólo procuraban alterar con sus discursos más respetables verdades». Su ejemplo ha servido para que proliferen obras que se llaman filosóficas en las que «hemos visto con dolor suelto el freno a todas las pasiones, hollado el respeto a toda ley divina y humana y llevados en triunfo el libertinaje y la impiedad» (V, 498).



Indice