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Los libros de Eugenio Cambaceres (Sud América del 30-10-1885)

Martín García Mérou

Claude Cymerman (Comp.)

Manuel Prendes Guardiola






- I -

Eugenio Cambaceres es hoy una personalidad intelectual que preocupa justamente a la juventud de nuestra tierra, de la que, como a todos nosotros, los años empiezan a alejarlo. Hace mucho tiempo que Cambaceres vive separado de nuestro movimiento político y literario, sin dar, como elementos de juicio a los que no lo conocen, más que sus libros y lo que los jóvenes de veinticinco años oyen hoy de nuestros labios a su respecto.

Cambaceres es uno de los hombres más... ¿Cómo diré?..., más impregnados de inteligencia que he conocido.

En aquel libro curioso y enfermo que llamó Silbidos de un vago, en una rápida ojeada sobre sí mismo, Eugenio confesó que su vocación natural habría sido el teatro. Esa peregrina ocurrencia que hizo asombrar a los que no lo conocen y sonreír a sus amigos, me intrigó y me hizo pensar. Nada más lógico: el artista, llamado a interpretar, lo que implica comprender, requiere, como condición esencial, la inteligencia, esto es, la percepción rápida de las cosas, los hombres y las ideas. La interpretación es un fenómeno de sustitución moral. Todo hombre organizado para llevarlo a cabo ha de sentirse atraído irresistiblemente hacia el teatro, por esa necesidad lógica de acción que hay en todos nosotros, que lleva a unos a ambicionar el poder, porque se sienten nacidos para él, a otros a comprar trapos y vender cueros y a no escasos a husmear en la Bolsa las oscilaciones de la cotización. Cambaceres, instintivamente, casi sin conciencia, ha visto en él todas las condiciones que responden a su ideal del artista dramático y de ahí su decantada vocación teatral. La inteligencia en primera línea, una locución clara y colorida, el aspecto físico, la educación, la tintura general de todo lo que al espíritu se refiere en nuestro tiempo, todo lo tiene y en una escala que muy pocos de los hombres de su generación han alcanzado. Pero una falta absoluta de ambición, que, en definitiva, es lo único que mueve al hombre, una tendencia disolvente por su mismo exclusivismo, a la vida fácil y sin obstáculos, han alejado a Cambaceres de una concepción seria y elevada del deber moral que tiene todo hombre de usar de sus facultades, no en el servicio de sus gustos, por delicados que estos sean, sino en la realización de cosas permanentes y útiles a la colectividad. Es ese el error de Cambaceres: no, no es sólo al teatro donde lo llamaban sus facultades excepcionales, es a la vida pública, es a las dignidades del parlamento, es a la acción misma en el gobierno, sin contar con los éxitos del foro, de los que confieso justifico su alejamiento, porque hay sacrificios de desnaturalización que no se pueden imponer a los hombres. Él mismo lo ha dicho, pero no podía decirlo con la fuerza que empleo al repetirlo: le ha faltado lo que todos nosotros hemos probado poco más ó menos, si bien no muy dura: la vache enragée. Le han faltado las dificultades primeras de la vida, que hacen pensar a los espíritus más triviales e indolentes, le ha faltado el empleo, que se mira con horror, al que se va de mala gana, que pone el libro en la mano, que aguza la aspiración, sostiene en el trabajo y lo muestra como el único medio de alcanzar la independencia y salir del infierno moral de la sujeción.

Adorado en la familia, con un nombre respetable, con todo el dinero necesario para realizar sus caprichos, bastándole abrir la boca para ir a dejar diez mil duros en un año de vida en París, joven, brillante, acogido en todas partes con los brazos abiertos, ¿cómo exigir de él el tesón en el trabajo, la persistente preparación del porvenir de un Del Valle, por ejemplo, que en la misma época vivía, casado ya, en una casucha perdida en los suburbios, haciendo prodigios para meter su presupuesto en los seiscientos pesos moneda corriente que ganaba en la Comisaría de Guerra?

Y bien, sí, siguió la vida cómoda, fácil, brillante, cuyo único beneficio líquido es poblar de recuerdos los áridos años del descanso. De tiempo en tiempo, una rápida aparición en el mundo político, un discurso que le abría con estrépito las puertas por las que se habría precipitado un hombre movido por la ambición. ¡Bah! Diletantismo intelectual, el vivo y fugitivo placer, al pasar, del anch'io, satisfacción de mostrar la fuerza dormida en acción, capricho aristocrático que no responde a una necesidad moral, ni importa un plan. Luego al arte, a los gustos fundamentales, en los centros donde lo que aquí es excepción, allí es atmósfera normal.

Esa vida gasta el cuerpo y el alma; se suele llegar a los treinta y cinco años habiendo usado de todo y con una admirable predisposición al fastidio. Enfermo, hastiado, Cambaceres, para distraerse, tomó un día la pluma y al correr, sin pretensión literaria, como si hablara con un amigo, en el mismo lenguaje familiar y criollo, escribió veinte páginas. Cuando miró el reloj, vio que había pasado bien un buen pedazo de tiempo. ¿Quién no vuelve a un remedio que alivia? Al día siguiente escribió otras veinte y al cabo de un mes tenía un volumen que tituló Silbidos de un vago.




- II -

Silbidos de un vago es no sólo un libro enfermo, sino un libro de enfermo. No se puede mirar el mundo más que al través del propio espíritu, y los diferentes aspectos que nos ofrece, según el estado del prisma intimo que lo refleja, son un poderoso argumento en favor de la curiosa doctrina de Fichte. Todo lo que puede inspirar la vida cuando se mira con horror el porvenir, cuando el presente es un sufrimiento lento y tenaz, cuando la suerte, amiga siempre, ha dado la espalda con indiferencia, viene revestido de una amargura infinita.

No justifico ese libro, no puedo justificarlo, porque la experiencia me ha enseñado que no nos es permitido erigimos en jueces absolutos, en tanto que no nos pongamos en armonía con el ideal de perfección, en cuyo nombre se toma el látigo. ¿Cuál de nosotros no tiene su debilidad, su explosión de amor propio, su ridículo o su neurosis?

No lo justifico, lo repito; pero solo veo en él un estado transitorio, que encuentra su explicación en el hacinamiento de agresiones silenciosas, de maldades impunibles, cuyos golpes, partiendo de la sombra, se reciben en el alma. Entonces, se toma la pluma, se da salida a todos los ascos morales, la pasión impera, las antipatías dominan solas y dictan y se escribe, se escribe hasta que el cansancio detiene el brazo. Luego... luego se publica, y ahí está el mal. El silencioso cajón del escritorio es y debe ser el confidente tolerante de todas nuestras intransigencias. Pero un libro escrito se va a la prensa como las golondrinas al sol, nada lo detiene.

Lo que determinó el éxito bullicioso de los Silbidos de un vago, no fue por cierto la crudeza de ciertas siluetas, que algo como una convención revistió de una violencia que en realidad no tienen, sino el indisputable talento que se reveló de improviso. Pongo aparte el estilo y la tendencia del libro, sobre la que hago reservas más expresas aún, para referirme solo a la observación, a la verdad admirable de ciertos cuadros. El equilibrio raro de las facultades de Cambaceres proviene quizá de que, en su espíritu, la imaginación ocupa un lugar normal. No tiene, como casi ninguno de los escritores de nuestro país, la protuberancia del zu fabulieren, como llamaba Goethe la facultad de crear, combinar tramas, forjar dramas. Cambaceres no hará nunca un libro de imaginación, en el sentido preciso de la palabra. Cuanto publique, será sacado del caudal inconsciente de observación que hay en cada uno de nosotros y que nos ofrece, bajo la excitación del trabajo intelectual, tipos y caracteres completos que no sospechábamos conocer tan a fondo.

Ese es el rasgo característico de Música sentimental, libro que habría quedado en nuestro cuadro literario si su autor hubiera empleado en escribirlo los elementos de buen gusto, de arte bien concebido, de armonía, que hay en su espíritu. Como observación, como verdad, hay páginas en ese libro dignas de los mejores escritores del género. Lo releía últimamente en viaje y no podía conformarme de ver a Cambaceres hacer artículos de diario largos en forma de libro, descuidados e incorrectos, cuando tengo la conciencia de que un poco de trabajo y un cambio de rumbo intelectual le permitirían producir obras que serían orgullo para nuestras letras y gloria para él. No, en el fondo, a un hombre de su valor, no puede satisfacerle el éxito de mala ley de sus libros, esa reputación de sadismo que empieza a rodear su nombre y contra la que quisiera protestar con toda mi energía. Ese espíritu claro y luminoso, ese corazón bien plantado y robusto, no va buscando lo que el público le acuerda como para alentarlo: la algazara del escándalo. Busca otra cosa, mezcla de una convicción artística y de un estado moral que no es ajeno a sus simpatías de escuela, busca pintar la vida tal como la ve, tal como la sufre, tal como quizá la abomina. La ve mal, amigo, porque no la mira sino de un solo lado, porque sus asperezas, sus groserías, sus bajos fondos atraen demasiado sus ojos, sin permitirle levantar la mirada hacia regiones que existen, en las que hay cosas bellas que consuelan, ideas generosas que levantan, ilusiones, si Vd. quiere, pero que son una necesidad moral para los hombres organizados como Vd. y que, en su inconsistencia, en su intangibilidad misma, prefiero a las realidades que Vd. nos muestra.




- III -

Sin rumbo, sí, ese organismo desequilibrado que Cambaceres pinta en su nuevo libro. La expectativa apetitosa de escándalo, la esperanza de revelaciones picantes, de siluetas mordientes, va a sufrir felizmente una decepción completa. El hombre que nos dibuja a grandes rasgos Cambaceres no es un tipo, un ser determinado, un amigo muerto ya, como se murmuraba, que le hubiera servido para modelo de su tela.

Puede haber tomado de él algo: la nobleza fundamental del carácter, la valentía de su resolución final. Pero el corte general, el pesimismo sin base, la tétrica concepción de la vida, o mejor dicho la ausencia de toda concepción, la falta de ideal, el sensualismo sin freno, la sujeción servil ante el hastío, que no encuentra barrera moral que lo detenga, son simplemente caracteres de una legión, que Andrés personifica. ¿Será la falta de tradición, la inconsistencia de nuestra vida pública, la estrechez irritante de nuestros antagonismos de aldea, nuestros detestables hábitos de educación, el niño hombre antes de llegar a la pubertad, la calle a toda hora, la falta de un régimen severo de estudios, nuestros liceos de disciplina blanda y perdonadora, el teatro, el más crudo, el más desnudo de los espectáculos, las comedias a medio vestir de Dumas o Sardou, permitido a niños cuya curiosidad intelectual adivina lo que no comprende, será la generosidad de los padres, la absurda ternura que los lleva a dar a sus hijos dinero en tal abundancia que sólo el vicio puede consumirlo? ¿Será, a más de esas causas inmediatas, la precocidad de nuestra raza, el ardor de nuestra sangre lo que determina la pasmosa cantidad de hombres sin rumbo que hay en nuestra sociedad?

El hecho es que existen y Cambaceres acaba de pintarlos con mano firme. Como sus dos obras anteriores, Sin rumbo es un libro de observación. Una vez más, Eugenio ha acudido al caudal acumulado y una a una ha ido retirando de él todas las escenas que pinta, la vida de teatro, entretelones, el excelente retrato del empresario Solari, que es más que una fotografía, porque tiene expresión, las pinceladas del Club, al pasar, la estancia, la esquila, etc. Muchas de esas descripciones dejan que desear, por su sobriedad excesiva (no me refiero por cierto a una o dos, la pintura del hombre en funciones de bestia, cuya supresión habría doblado el valor del libro). Parece que Cambaceres tuviera prisa de llegar al fin, o sintiéndose en día de mala vena, persistiera en trabajar. Él, tan minucioso, tan prolijamente exacto en ciertos cuadros, pasa indiferente ante la esquila, la hierra u otra escena de campo rebosante de colorido. Las cosas pintorescas parecen no atraerlo; como Ruysdael, no ama los paisajes tranquilos, encuentra insípida la serenidad de la naturaleza, necesita el viento azotando los árboles, los torrentes, el agua atormentada, las gruesas nubes negras rodando en el espacio. Sobre todo las tormentas morales. Ahí está en su elemento; toda la segunda parte del libro hace estremecer, despertando en nosotros una profunda simpatía de dolor. Las angustias de Andrés: la agonía de su hija bajo el crup, la operación, el cadáver rígido de la criatura, el padre sombrío, reconcentrado, enloquecido por el dolor, abriéndose las entrañas acabando con la vida en una blasfemia, y en el fondo de la tela, las llamas del incendio, el cielo negro y soberbio que da Munckassy a su escena del Gólgota, todo eso es de primer orden, y, o mucho me equivoco, lo mejor que ha escrito hasta hoy Cambaceres.

La distancia entre Sin rumbo y Música sentimental no es tan grande como la que hay entre el último y Silbidos de un vago; pero hay progreso, más dominio de sí mismo, más posesión de la pluma y en algunos momentos (¡helas, fugitivos!) más cuidado del estilo. Pero reservo éste punto para mi querella final.




- IV -

Lo que parece acentuarse cada vez más es la crudeza de ciertas escenas y la desnudez inexplicable de ciertas palabras vulgares y soeces. Lo que más me irrita al encontrarlas bajo mis ojos en la lectura, es que su superfluidad resalta de bulto. Una de ellas es solo empleada una vez, ¿por qué? Un hombre del carácter de Andrés debía repetirla a cada instante, y si el naturalismo de escuela exige la reproducción exacta de la vida, esa palabra debería encontrarse casi sin excepción en cada una de las páginas de Sin rumbo. Ponerla una vez sola, parece un acquit de conscience hacia Zola y nada más.

Shakespeare empleaba esa palabra, como su coetáneo Cervantes, como antes que ambos Rabelais, y en Italia toda la escuela del Aretino. Hace poco tiempo, traduciendo un pasaje del Henry IV del poeta inglés, me la encontré en labios de Falstaff; la traduje por una perífrasis. ¿Era acaso horror de la palabra misma? No, sino la conciencia de las exigencias sociales de nuestra época, menos ingenua, si no menos viciosa, que la Inglaterra de Elisabeth o la España de Felipe III. Me pregunto, me tomo la cabeza indagando en qué puede aumentar la belleza literaria de un cuadro, o acentuar la verdad de una descripción, el empleo de un vocablo soez que nos choca, oído, al pasar, en boca de un carrero, que proscribimos de los labios de nuestros hijos y de los nuestros delante de ellos. No me lo puedo explicar, como tampoco que Eugenio no haya comprendido que esa palabrota, sucia y compadre, es un pegote amarillo en el cuadro de tintas severas, solemnes, que refleja la muerte de Andrés. Un hombre como su héroe de espíritu cultivado y de cierta naturaleza de alma, que ha quedado incólume ante los azares de la vida, puede, delante del cadáver de su hija, morir profiriendo una blasfemia, pero no una compadrada...

Y déjeme, amigo, sonreír un poquito. ¿Cómo se le escapa a Vd., naturalista, hombre de verdad, la pintura de la mágica mansión de la calle Caseros, donde Andrés daba sus citas de amor?

«Era una sala cuadrada, grande, de un lujo fantástico, opulento, un lujo a la vez de mundano refinado y de artista caprichoso. El pie se hundía en una alfombra de Esmirna. Alrededor, contra las paredes, cubiertas de arriba abajo por viejas tapicerías de seda de la China, varios divanes se veían de un antiguo tejido turco. Hacia el medio de la pieza, en mármol de Carrara, un grupo de Júpiter y Leda de tamaño natural. Acá y allá, sobre pies de ónix, otros mármoles, reproducciones de bronces obscenos de Pompeya, almohadones orientales arrojados al azar, sin orden, por el suelo, mientras en una alcoba contigua, bajo los pesados pliegues de un cortinado de lampas vieil or, la cama se perdía, una cama colchada de raso negro, ancha, baja, blanda. Al lado, el cuarto de baño, al que una puerta secreta practicada junto a la alcoba conducía, era tapizado de negro todo, como para que resaltara más la blancura de la piel».



¿Qué estoy leyendo? ¿Es la descripción del boudoir del Fortunio de Gautier, es el nido de la Fanny de Feydeau? No, es la descripción naturalista de un rendez-vous criollo. ¿Dónde está, dónde se ha visto, en Buenos Aires, ese lujo, ese gusto, ese refinamiento? ¿No son todas iguales, las casas alquiladas de prisa, amuebladas a la carrera, por un tapicero de quinto orden, por prudencia, con sus muebles cubiertos de una espesa capa de polvo, proveniente del poco uso, con sus paredes desnudas y otros detalles naturalistas? Es cierto, a los veinte años, todos hemos soñado con un petit nid semejante, perdido allá en una oscura calle, Caseros u otra, con paredón enfrente, silenciosa, discreta, modesta en apariencia, sardanapalesca en el interior, con mármoles, bronces, fuentes, tapices de opulento vellocino, raso negro y tutti quanti. Pero esos son sueños, y para pintarlos están los románticos. ¿Qué nos va a quedar si los naturalistas invaden nuestro dominio?




- V -

Hay dos puntos en los libros de Cambaceres que son el tema de una desinteligencia constante entre nosotros y que, según temo, persistirá siempre, porque ella es la expresión de la diversidad de nuestra manera de concebir el arte literario: la tendencia y el estilo.

Cambaceres es naturalista de secta y lo llamo así, porque en cuanto a naturalista a secas, aspiro como el que más a merecer ese nombre.

El naturalista, o mejor dicho, la naturalidad en arte literario, ha sido en todos los tiempos, y lo será mientras las condiciones del espíritu humano no cambien fundamentalmente, el esfuerzo por interpretar, no reflejar la naturaleza, en toda su verdad, dentro de las exigencias del arte mismo. Para los naturalistas de secta, todo lo que en el mundo moral o material no viene revestido de un carácter típico de impureza, todo lo que toca, de lejos o de cerca, las manifestaciones humanas más en armonía con nuestro ideal de dignidad, no merece la atención de la escuela. El naturalismo de Zola, en una palabra, exige el retorno constante al vocablo soez, a la pintura que da asco. Los ejes de esa máquina se aceitan con pus. ¿Que Zola es un hombre de talento? Su última obra, Germinal, que es lo mejor que ha escrito, es simplemente una obra maestra que quedará como su mejor título literario. A los ojos de su autor y de sus fanáticos, sin duda, es la expresión más acabada del arte moderno, de la escuela naturalista contemporánea. Bah! «Sur des pensées antiques onfait des veis nouveaux» y todo está dicho.

Hay por ahí en un viejo libro, que empieza a ser poco leído, una familia de Atridas, cuyos miembros marchan en el mundo bajo el peso de la fatalidad. Hacedlos príncipes, poned su acción en el cuadro de la Grecia heroica: tendréis la Odisea. Dejad pasar tres mil años, convertid los héroes en mineros, y tendréis los Maheu de Germinal. Las dos familias vienen de una misma idea fundamental, con la que el naturalismo, a mis ojos, tiene poca conexión: la fatalidad. No lo veo tampoco, por cierto, en la descripción de la agonía de Eugenio, en el fondo de la mina inundada y que me recuerda la parodia romántica en los Quatre petits romans de Richepin, o las extravagancias de Chavette en Réveillez Sophie.

Lo que engrandece la obra de Zola, es la vida real, intensa y profunda, que respiran sus cuadros, es la huelga, es la sumersión del Voreux, es el aspecto de los hogares en la miseria. Lo que la empequeñece, la adultera y la mancha indeleblemente es precisamente el prurito naturalista, aquella inútil asquerosidad del trofeo triunfal de la huelga, es la ostentación de las carnes flacas y repelentes sobre los montones de carbón, es la palabra infecta, que detiene la admiración y la disuelve.

Cambaceres adora a Zola y nada es más peligroso, en arte, que la adoración. En Música sentimental, ese libro tan observado, tan cierto, tan vivido, hay descripciones, detalles, sondajes, que no son sino reverencias obligadas al maestro de elección y que, en definitiva, disminuyen el mérito de la obra de una manera considerable... En este terreno iría muy lejos, porque partimos de polos opuestos. Para mí, las artes todas responden a la necesidad del espíritu de educarse, de pulirse, de prepararse, por una especie de training constante, a la percepción de todas las delicadezas, de todas las armonías de que es susceptible. Se pinta, se canta, se esculpe, se escribe o se rima precisamente para crearse refugios contra las necesidades brutales de nuestra organización semi-animal. El día que la tendencia humana se aparte de la idealización, el día que el color, la forma o el libro, sirvan solo para interpretar las manifestaciones groseras o se complazcan en la reproducción de cuanto hay de bajo en nosotros, entonces la especie, como el héroe de Cambaceres, irá también «sin rumbo» a concluir en el suicidio moral de la barbarie.




- VI -

Si el estilo es, como dicen los viejos retóricos, la manera particular con que cada hombre emplea una lengua para expresar sus ideas, es necesario confesar que la manera elegida por Cambaceres se aparta en absoluto no sólo de toda vieja tradición literaria, sino de los preceptos mismos del naturalismo intransigente. Todos los que manejan una pluma saben que no hay nada más difícil que hacerse un estilo, aun en los casos en que la naturaleza ha puesto en nosotros esa facultad característica. «He pasado un año en apagar el estilo de la Vida de Jesús», dice Renan. Es decir, doce meses en podar, en abatir con mano firme la exuberancia de adjetivos, la sonoridad de la frase, la violencia del colorido, para alcanzar lo que alcanzó el maestro sin igual, una maravilla de flexibilidad, de sencillez y elegancia. El apóstol, el profeta, el Moisés del naturalismo, Flaubert, murió simplemente del estilo, en las angustias tremendas de la impotencia, luchando por armonizar su ideal con los medios de realizarlo. No había en él el instrumento nativo, quiso formarlo y rompió su naturaleza. Ese exceso, como el de la escuela ultra-naturalista que en el día empieza a tratar en Francia de ganache a Zola mismo, y que pretende que cada palabra tiene su color propio, como en otro tiempo se me ocurrió dar sonido a los colores, prueba por lo menos que no entra en los principios de la escuela el desaliño, la vulgaridad de la dicción, la incorrección de la forma. Os hablarán de horrores, de las pústulas de Nana, de los quejidos jadeantes de una mujer en parto, de las emanaciones pintorescas de un refugio medianero entre convento y cuartel, pero lo harán buscando la armonía del periodo y la ponderación de los miembros de la frase. Es lo más perdonable que tiene el naturalismo, y en ese sentido su acción ha sido benéfica, obligando a sus adversarios mismos a cuidar la forma.

¿De dónde, pues, puede haber venido a Cambaceres la idea de cambiar, de la noche a la mañana, toda tradición literaria y abolir, de un golpe, las reglas establecidas del buen gusto? Si escribiera en el único estilo de que es capaz, lo habría condenado, al pasar, sin insistir en él. Pero no, es un prurito, es un propósito fijo. Cambaceres habría podido, con más facilidad que la mayor parte de los dilettantis que escribimos en esta tierra, mejorar, pacificar, simplificar su estilo, como hemos tratado de hacerlo todos nosotros. Se le ha puesto por desgracia, explotar esta jerga grotesca que hablamos todos en la vida ordinaria, que no es español ni francés, ni lengua alguna, sino un argot compadre, absolutamente desprovisto de pintoresco, vulgar e incapaz de suministrar elemento alguno al arte literario. Indudablemente, un autor no sólo tiene derecho, sino está a veces en el deber de hacer hablar a un personaje característico en su lengua propia, como Dickens a los marineros, como Pereda al pae Polinar en Sotileza (un libro admirable). Pero emplear él mismo esa lengua, idéntica para todo, es la negación absoluta de todo arte. Hay cosas incomprensibles: cuando hablo con Cambaceres de un libro de primer orden, cuando recordamos la manera de Renan, el brillo de Macaulay o ciertas descripciones del mismo Flaubert, lo veo sentir, comprender y admirar toda la belleza del estilo. ¿Por qué se empeña, pues, en matar en él al artista y cuidar solo de la salud del fisiólogo? ¿Por qué no armonizar, con la audacia de incisión, la elegancia del movimiento y la cultura de la forma?

El estilo no lo salva todo, pero un libro sin estilo no vivirá jamás. ¿Qué más lejos de nuestro mundo intelectual que los clásicos del siglo XVII? ¿En qué pueden interesar nuestro espíritu las oraciones de Bossuet o nuestro corazón las tragedias de Racine? No obstante, abrid al azar uno de esos libros y veréis que el periodo, un tanto solemne pero admirablemente armonioso del primero o el verso flexible, diáfano, del segundo, hablan aún con dulzura a nuestro oído. No todo es fondo, amigo: por los ojos nos entra el mundo, todo lo que es, desde el infinito, en la única expresión visible que tiene, hasta el más delicioso finito que existe, las líneas de un cuerpo de mujer. Por el oído la armonía, que raro es el hombre que alcanza sin el auxilio de los sentidos.

Todo eso es forma. Esa exigencia, ¿es una debilidad de la especie? Como se quiera; pero en tanto no lleguemos a una purificación de la humanidad análoga a la que alcanzan los faquires de la India, para quienes los vocablos inefables no tienen forma ni sonido, será necesario responder, cuando se habla a los hombres, a las necesidades de su naturaleza. Y en hora buena, porque no conozco en el mundo del espíritu un placer igual al que deja la lectura del Lago de Tiberiades de Renan, o de las descripciones de las campañas rusas de Tolstoi.

Termino estas líneas escritas bajo la impresión del último libro de Cambaceres, con toda la independencia que el respeto y el cariño recíprocos nos impone, constatando una vez más que hay un progreso sensible, un talento real y enérgico, marcado con el sello de una fecundidad que veremos largo tiempo en acción. Con la pluma en la mano, Cambaceres ha visto un mundo nuevo abierto ante él. Por el momento, marcha en las vías sombrías y tristes; pronto, lo espero, entrará a las grandes avenidas, llenas de luz y de vida, porque va creciendo el guía que se las señalará con su manecita blanca y pura. Allí lo espero, para aplaudirlo sin reserva.





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