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Los libros de viajes de Miguel de Unamuno

Ramón F. Llorens García



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A Sara            [4] [5]

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Prólogo

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El viajero entusiasmado

     No es empresa fácil escribir sobre Unamuno, y aún menos hacerlo aportando novedades a la imagen que de él tenemos formada y a los criterios con que solemos enjuiciar sus textos. Don Miguel es uno de los escritores españoles que más bibliografía crítica ha reunido sobre su vida y su obra, y su actividad -vital, creadora- ha sido abordada desde diversas perspectivas y disciplinas: filosofía, historia, política, religión, psicología, literatura... La personalidad del genial vasco -y archiespañol- llena el largo tercio de siglo que precede a la guerra civil, y sus escritos, en torrente incontenible -como su pensamiento- se derraman por periódicos y libros, e invaden todos los géneros literarios en manifiesta demostración de vitalidad y anhelo de pervivencia.

     De entre las miles de páginas entregadas por don Miguel a la imprenta, y entre los géneros que de manera original fue adaptando a sus necesidades expresivas, hay un sector de escritos que tanto el autor de este libro como quien esto escribe apreciamos mucho: los artículos en los que fue recreando literariamente sus viajes y excursiones, luego recogidos en volúmenes de títulos alusivos a sus «andanzas» y a sus «visiones» por las tierras de la península. Sector poco estudiado por sí mismo, atendiendo a sus propios valores, y tratado a menudo como apoyo para otros intereses biográficos o ideológicos; nos ofrece, sin embargo, la imagen del hombre [8] cotidiano que recorre lugares y paisajes, dejando constancia de los sentimientos que en él despiertan. Se produce aquí esa íntima relación entre creación y conocimiento: se recorre un lugar, se habita un espacio nuevo imaginando al mismo tiempo, o con posterioridad, aquello observado y vivido. El paisaje, la ciudad, el lugar o la cumbre dependen, ante todo, de la persona que los contempla, y de este modo lo contemplado y recorrido es recreado, es conocido en su esencia, al tiempo que quien contempla se va descubriendo, conociendo y creando a sí mismo. El conocimiento de los lugares es solidario del conocimiento de la propia personalidad; de manera que el viaje «externo», el recorrido objetivo a través de la geografía hispana, es una profundización, un viaje interior que lleva a la creación de la propia personalidad.

     Paisajes del alma llamó Manuel García Blanco a una recopilación de artículos unamunianos de esta temática. El paisaje es identificación del propio espíritu, que va adoptando su forma y adquiriendo su ambiente, va configurándose en el espacio para lograr evadirse de la pura inmaterialidad. Azorín, en su artículo «El ideal de la vida» (recogido en Escritores) extremó estas consideraciones con su peculiar precisión expositiva: «El paisaje en Unamuno se halla impregnado de espiritualidad. Casi no son paisajes, casi no vemos lo que pretende pintar el autor. Vemos el corolario moral, místico muchas veces, que el autor hace apoyándose en las ciudades, en los bosques, en las montañas». No carece de razón el escritor monovarense, delicado y minucioso paisajista él mismo, y aun evocador de parajes «espirituales» espiritualizados por la literatura, o de ambientes sugestivos, pero es preciso decir que la realidad física y geográfica está siempre presente en estas páginas de Unamuno, y es esa realidad concreta la que despierta su imaginación poética, y la que garantiza y mantiene la diversidad de sus visiones, y de sus páginas.

     Pero el verdadero protagonista de este libro no es tanto el texto -o los textos- como el hombre. Ramón F. Lloréns se interesa por el Unamuno viajero, el que aprovecha las vacaciones para abandonar su gabinete de profesor y escritor, el que pasea por las viejas ciudades provincianas -a las que suele acudir con motivo de haber sido invitado a pronunciar una conferencia-, o el que escala [9] una arriscada cumbre afrontando como aliciente el riesgo de la escalada. Es un Miguel de Unamuno dinámico, inquieto, hasta cierto punto insólito, observado -y aquí reside lo novedoso del libro- en su humana actividad viajera y excursionista, actividad que participa de lo cotidiano tanto como de lo íntimo. Es el Unamuno que hace de sus escapadas creación, al tiempo que descanso y fatiga liberadora, evasión y renovación de energías; y, de este modo, confiesa de manera bien explícita en cita que debe figurar al frente de un libro como éste: «Y yo mismo, ¿cómo podría vivir una vida que merezca vivirse, cómo podría sentir el ritmo vital de mi pensamiento si no me escapara así que puedo de la ciudad, a correr por campos y lugares, a dormir en cama de pueblo o sobre la santa tierra si se tercia? A sacudir, en fin, el polvo de mi biblioteca».

     En este libro se contiene, convenientemente adaptada, la parte central de la Memoria de Licenciatura que Ramón F. Lloréns presentó y leyó en la Universidad de Alicante, y que tuve el placer de dirigir. De cuando en cuando sucede en la Universidad que las iniciales relaciones del profesor con algún alumno acaban convirtiéndose en relaciones de amigo a amigo, sin más. Amigos somos, pues, Ramón y yo, y unidos en nuestro común gusto por los libros de viajes y paisajes, y por la común experiencia de la lectura unamuniana; pero también hemos podido contemplar, en una salmantina noche del mes de diciembre, la misma «Torre de Monterrey, a la luz de la helada», no lejos de la última casa que habitara el rector.

     Escrito con sabiduría y pasión, el libro presente es un ameno y documentado ensayo: una lectura atenta y matizada resuelta en prosa vigorosa y ágil. A la conclusión y sabia organización del discurso se añade la riqueza de unas notas que amplían datos y sugerencias, y muestran las bases sólidas de este trabajo que, surgiendo del ambiente académico, pretende difundirse entre quienes comparten con nosotros la pasión por la lectura y por el viaje: unión íntima de literatura y vida cuya sustancia permanece preservada -íntegra, potente- en las páginas de un libro.

Miguel Ángel Lozano Marco

Universidad de Alicante

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Nota introductoria

     Los materiales que forman parte de este libro proceden de la Memoria de Licenciatura que, con el título Los libros de viajes de Unamuno o el anhelo viajero de una época, presenté en la Universidad de Alicante en enero de 1988. Las variantes introducidas se refieren a la primera parte de la obra. He considerado oportuno suprimir los dos capítulos introductorios -más académicos y generales- dedicados a la literatura extranjera de viajes por España y a los viajeros españoles de la época; y sustituirlos por una breve introducción que sitúe a Unamuno en una época caracterizada por el viaje.

     He preferido conservar el resto del libro tal como lo redacté y defendí en el momento de su lectura.

     Como indiqué en el título, los libros de viajes de Miguel de Unamuno fueron mi objetivo desde un principio. En ellos existía toda una teoría del viaje dispersa y olvidada que había que modelar. Su obra en prosa -género al que me he limitado- se extendía desde finales del siglo XIX hasta los comienzos de la guerra civil española. Al ocupar tan largo período y conocida la facilidad unamuniana para matizar sus opiniones con arreglo a los años y a las situaciones, había que comprobar si su teoría era dinámica y constataba su fluidez de pensamiento.

     En la Casa-Museo de Miguel de Unamuno en Salamanca pude consultar las noticias directas de sus viajes por las tierras peninsulares; [14] en la Casa-Museo Azorín accedí a la biblioteca que el escritor de Monóvar reunió y a otros documentos relacionados con la época.

     Con todo este material -al margen de la selección de estudios de conjunto- procedí a rastrear la teoría del viaje de Unamuno en las páginas en prosa que agrupan su obra viajera, complementándolo con autobiografías, recuerdos, ensayos, discursos... Creí conveniente establecer una doble faceta que correspondería a la geografía vital y literaria de Miguel de Unamuno. Por una parte, la faceta urbana, profesional y, por otra, la faceta peregrina, que muestra al Unamuno contemplativo de Blanco Aguinaga y al viajero intrahistórico.

     Esta teoría refleja el pensamiento y la biografía unamuniana: ansia de pervivencia, afán de conocimiento, ubicuidad, huida de la civilización, duda agónica, etc., que también podemos hallar en cualquier otro apartado de su producción literaria.

     Nos encontramos ante una faceta más del escritor vasco que adquiere importancia por la influencia que sus libros de viajes tendrán en la literatura de la época y en la posterior, y porque ellos son reflejo de su trayectoria.

     Desde la fecha de lectura de este trabajo han aparecido diversas ediciones de las obras de viajes de don Miguel y trabajos sobre el hecho del viaje. Quiero recordar, de entre todos ellos, el magnífico artículo del profesor Richard Cardwell publicado en Anales de Literatura Española de la Universidad de Alicante, 6, sobre la importancia de las andanzas unamunianas en el contexto de fin de siglo y la desaparición de las barreras entre Modernismo y 98 («Modernismo frente a 98: el caso de las andanzas de Unamuno»); la edición de Luciano G. Egido de las Andanzas y visiones españolas; y la publicación de las Actas del Congreso «Cincuentenario de Unamuno». Por último, no desearía que la indiferencia se convirtiera en un hábito, y por ello, quiero dejar constancia de mi gratitud a todos los que han hecho posible la aparición de este trabajo. En primer lugar, al Dr. Miguel A. Lozano Marco, Director de mi Memoria de Licenciatura, quien me aconsejó con sabiduría y paciencia y con quien compartí algunos paseos unamunianos «a la luz de la helada»; en segundo lugar, a los miembros del Tribunal [15] que tuvo a bien otorgarme la máxima calificación: Dr. Guillermo Carnero, Catedrático de la Universidad de Alicante y Dr. Enrique Giménez, Catedrático de la misma Universidad, a quienes agradezco sus valiosas y precisas observaciones. También hago extensivo mi agradecimiento a D. José Payá, Director de la Casa-Museo Azorín, por la colaboración que en todo momento me prestó y, especialmente, a doña Salvadora, viuda de Azorín Polo, y a los hermanos Terol, Fernando y Alfonso, por facilitarme la carta de Miguel de Unamuno que figura al final de este trabajo.

     Capítulo aparte merecen Sara, Juanjo y mis padres, quienes me acompañaron en estas andanzas unamunianas.



TEXTOS

     A lo largo de este trabajo indicamos los textos de Unamuno con abreviatura de página según la edición:

     OC.: Obras completas, Madrid, Escelicer, 1966-1971, IX tomos.

     Además, citamos por sus siglas las siguientes revistas:

     A.L.E.U.A.: Anales de Literatura Española de la Universidad de Alicante.

     B.E.I.E.: Boletín de Edificación e Instrucción Evangélica.

     C.C.M.U.: Cuadernos de la Cátedra Miguel de Unamuno.

     CC.HH.: Cuadernos Hispanoamericanos.

     R.E.E.: Revista de Estudios Extremeños.

     S.O.: Solidaridad Obrera. [16] [17]



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Introducción

                                           Como quiera que sea, antes de acostarme me quito el traje de viajero, sucio de polvo y de barro y, como dice elegantemente Maquiavelo, me revisto con el pensamiento un traje de corte, con manto de armiño, para anotar las impresiones del día.
     Tal es la génesis de este libro, que a Dios plegue sea muy leído para que cunda la afición a las excursiones, a los entretenimientos peregrinos al aire y al sol, dispensadores de salud y fortaleza.

Ciro Bayo [18] [19]

     La aparición de un grupo de escritores españoles que comienza a publicar sus primeros artículos y libros referidos a los temas del paisaje y del viaje -Baroja, Bayo, Azorín, Regoyos...- a comienzos del siglo XX es la consecuencia lógica de una trayectoria literaria.

     La única literatura que se había preocupado por recorrer el país fijando su atención en las costumbres y los paisajes había sido la literatura extranjera -en lengua francesa o inglesa-. Sus representantes más destacados fueron Richard Ford que confeccionó una guía de recomendaciones útiles para la época; don Washington Irving que se refugió en una España de morerías novelescas más próximas al Abencerraje que a la realidad y Prosper Mérimée, gran conocedor de España, a quien le sobrevivió la liga femenina española junto a una navaja manchega. Sólo Gautier y Dumas indagaron en el paisaje español -no al modo de los escritores españoles de entonces- y llegaron a descubrir la «esencia» del país visitado.

     Por otro lado, el panorama literario español se encuentra en lo referido a nuestro tema en un estado precomatoso, si exceptuamos el interés romántico por lo popular de la literatura, el Trafalgar de Galdós en opinión de Rozas, y la filosofía krausista y sus intentos de identificar historia y literatura.

     Los costumbristas españoles limitan su producción casi exclusivamente a la crítica de lo extranjero sin aportar nada a la visión intrahistórica; algo de esa nueva orientación podemos vislumbrar en Somoza y Alarcón -precedente viajero-; Mallada y Picavea [20] denuncian situaciones; Castelar es un viajero de la época; y la Institución Libre de Enseñanza intenta promocionar el viaje, la excursión, como medios idóneos para la aproximación al conocimiento del país, convirtiéndose en la predecesora de la generación posterior. Por su importancia en la utilización del viaje, merece especial atención.

     La Institución Libre de Enseñanza y su figura más relevante, Francisco Giner de los Ríos, representan en España el precedente más inmediato de la llamada Generación del 98 en lo que a la importancia otorgada a la experiencia viajera se refiere.

     La revolución de septiembre había desembocado en una situación que resultaba imposible de compartir para los institucionistas. Éstos, ávidos de reformas profundas y alejados de posturas ochocentistas, sufrirán un desengaño que les llevará a distanciarse de la España oficial en busca de una España auténtica. Tal decepción se reflejará en su nuevo concepto de historia y en su aproximación a corrientes más acordes con el pensamiento europeo de la época.

     Giner y la Institución iniciarán también el descubrimiento del paisaje como cuerpo físico del país -o de la patria.

     Miguel de Unamuno, excursionista y viajero destacado -tema central de este trabajo- es uno de los autores (1) de la época que recibe ese influjo institucionista en apartados como el aprecio por [21] los místicos españoles, la oposición a la historia de los Austrias y la Contrarreforma o la búsqueda de la España intrahistórica en los viejos monumentos artísticos. En esta línea, don Miguel comparte con F. Giner (2) ese afán excursionista como modo de hacer geografía viva y de conocer el cuerpo físico del país.

     Aunque partiendo de posturas distintas -Giner del conocimiento, Unamuno de la primera impresión (3)- ambos entienden que hay que recorrer el país para conocerlo y darlo a la luz. La excursión es lo más adecuado, «favorece la educación integral y los postulados del método intuitivo que ese ideario entraña» (4). Giner de los Ríos y la Institución se dirigen a la raíz del problema: la educación (5) entendida como modo de salir del cráter en el que está sumida la situación española, necesaria para poder formar «hombres, personas capaces de concebir un ideal, de gobernar con sustantividad su propia vida y de producirla mediante el armonioso consorcio de todas sus facultades» (6). [22]

     El paseo, la excursión, el viaje sirven a los intereses defendidos por la Institución: el individuo permanece en contacto con la Naturaleza, lo que le proporciona un modo insustituible de formación: «Viajar es para la Institución Libre de Enseñanza, la mejor escuela que cabe aceptar» (7).

     Miguel de Unamuno y Francisco Giner coinciden en la forma de divulgación del viaje: la creación de sociedades excursionistas (8), la publicación de boletines informativos, etc.; medios, en suma, que fijen su atención en la Península, al modo de otras asociaciones existentes en diversos puntos de la geografía europea. Giner de los Ríos fue «el primer impulsor de la actividad excursionista en la Institución Libre de Enseñanza» (9). Sus numerosas excursiones se limitan preferentemente a la zona castellano-central, como región significativa del espíritu español de la época (10). Entre otros lugares, Giner recorrió los pueblos madrileños en 1876; durante 1883 anduvo por Guadarrama: Villalba, El Paular, Navacerrada, La Granja, Segovia...

                Para sus discípulos y amigos íntimos, Giner predicó su doctrina en conversaciones múltiples y con el ejemplo de sus excursiones continuadas, que se hicieron sistema pedagógico en la Institución Libre y que conquistara para el arte y la comunión con la Naturaleza a tantos hombres, que quizás de otro modo no hubiesen sabido gustar nunca otro espectáculo «natural» que el del Retiro o la Castellana (11). [23]           

     En los diversos temas tratados por Altamira en el texto precedente acerca de Giner encontramos algunas coincidencias de éste con el pensamiento unamuniano. Giner y Unamuno predican desde el nivel más elemental -la conversación- sobre la práctica del excursionismo y teorizan acerca de ello; ambos alcanzan la comunión con la Naturaleza como modo de integración en el paisaje y en la renovación del país y descubren lo que la Naturaleza oculta de sentimiento religioso (12), un sentimiento que, como herederos de la tradición romántica, hallaron.

     En Guadarrama (13) -Giner-, en Gredos -Unamuno-, aunque forjan el paisaje con distintos útiles, persiguen la misma finalidad: la comunión con la Naturaleza que, en Unamuno se traducirá en el sentimiento de la Naturaleza. Paisaje y naturaleza «hay que observarlos y aprehenderlos intelectualmente -el rigor empírico y científico no queda excluido, sino todo lo contrario-, pero al tiempo hay que llegar a sentirlos y aun vivirlos» (14).

     No obstante, profundicemos en el distinto ángulo que cada autor toma ante el paisaje (15). Tomemos el artículo «Paisaje» de Giner, y seleccionemos un par de textos:

                Respecto de los materiales de los terrenos arcaicos, v.gr., pueden observarse delicadas diferencias entre las formas graníticas y las [24] gneísicas, diferencias tan visibles casi como las que separan ambas clases de formas de las que ofrecen los conglomerados de Montserrat o las calizas carboníferas en las cumbres de los Picos de Europa, o los depósitos lacustres de los llanos de la Tierra de Campos (16).           

     Giner, en tanto que científico, maneja los datos y utiliza las descripciones geológicas y geográficas para construir su paisaje. Sin embargo, algunos de sus párrafos añaden ciertos componentes que se encuentran próximos a los «estados unamunianos» ante la contemplación del paisaje y que, en ocasiones, hacen olvidar la fría precisión de éste entendido como un código cifrado.

     Con todo, Giner se detiene en la observación del paisaje dejando un mínimo resquicio a la contemplación:

                Jamás podré olvidar una puesta de sol que allá en el último otoño vi con mis compañeros y alumnos de la Institución Libre desde cerca de las Guarramillas. Castilla la Nueva nos parecía de color de rosa; el sol, de púrpura, detrás de Siete Picos, cuya masa fundida por igual con la de los cerros de Riofrío en el más puro tono violeta, bajo una delicada veladura blanquecina, dejaba en sombra el valle de Segovia, enteramente plano, amoratado, como si todavía lo bañase el lago que lo cubriera en época lejana. No recuerdo haber sentido una impresión de recogimiento más profunda, más grande, más solemne, más verdaderamente religiosa.           

     Nos hallamos ante una descripción geográfica encubierta por un uso correcto de la adjetivación cromática, pero el paisaje, en ningún momento, adquiere vida propia; es un paisaje inerte, coloreado, en bruto, que es necesario descubrir. No obstante, aunque la observación gineriana no destaca por los «matices poéticos» que pueden intuirse en el texto, estos «matices» apuntan hacia las nuevas direcciones que el paisaje tomará con el grupo del 98 que destacará por la impresión y sentimiento religioso que vivirán ante el paisaje. Se trata todavía de una observación, no de una contemplación del paisaje.

     Y éste es el punto que viene a continuar Unamuno. El paisaje en bruto, descubierto por Giner y los institucionistas, necesita de [25] una labor de orfebre que lo pula y perfeccione sin olvidarse de sus motivaciones -divulgar el conocimiento del cuerpo físico de la patria- y al que es necesario añadir la contemplación estética.

           ...cuando, recién puesto el sol, nos arrancó de la tierra una celestial visión de espléndida magnificencia.

     Hacia el poniente de la aérea bóveda que coronaba a la llanura, de un remolino de áurea nube irradiaban, cual inmensos pétalos, otras nubes esplendorosas. Fingía una de ellas inmenso dorso de mitológica bestia, lanuda piel de vellones de abrasado oro, dominados por espesa y sedosa melena. Corríanse otras por el cielo de un lado y de otro vistiéndose de abrasado rosa; algunas, con tornasoladas tintas de profundo violeta en el cuerpo y en los contornos de ascua de oro. (...) A la izquierda en la mar verdosa del último fondo, islas de apacible quietud en la región de los ensueños...

(...) La intensidad y pureza de la visión penetrándonos por completo y esponjándonos en ella, reducía nuestras almas a contemplación pura, a sentimiento sin liga de idea (págs. 73 y 74).

          

     La nueva perspectiva está servida.

     Para Unamuno, el paisaje en todo momento ha de huir de los datos científicos (17), aunque utilice mapas de apoyo. De este modo, tal como apreciamos en el texto anterior, el paisaje observado -puesta de sol- se transforma en paisaje contemplado. Ese paisaje contemplado se convierte ocasionalmente en visión -como en el texto anterior-, en contemplación estética; en otros casos, en paisaje del alma, en espejo -tal vez, deforme- de su situación personal o de la situación del país. Unamuno tiene, por tanto, una [26] recepción múltiple ante el paisaje: conocimiento del cuerpo físico y del alma del país, búsqueda dinámica del yo, y un sentimiento estético ante lo contemplado. Don Miguel se enfrenta al paisaje abiertamente, sin decorum, receptivo a todo lo que éste le ofrece.

     Los institucionistas aplicarán nuevos métodos y su paisaje será observado a través de las ciencias positivas y humanas y «de aquí que considerase que éste debía ser geológicamente investigado, científicamente experimentable, expresión de la historia nacional y, por tanto, perfecta proyección de su ética y de su estética» (18).

     Por último, hay que insistir en la importancia que el viaje, el paseo, la excursión, en suma, la experiencia viajera, y la nueva perspectiva en la observación -contemplación del paisaje iniciada por la Institución- hallaron un grupo, una época, que asumiría tales enseñanzas aportándoles originalidad y arte.

     Ante esta situación surgen, tras un proceso evolutivo previsible, escritores que ofrecerán una nueva perspectiva del país distinta a la de los institucionistas (19) y pintores que lo trasladarán a sus obras -Pío Baroja, Unamuno, Ciro Bayo, Regoyos, Solana, Azorín-.

     Los autores del 98 comienzan sus viajes por España a comienzos de este siglo. En 1905 viaja Azorín por La Mancha y Andalucía; en 1911 publica Unamuno sus viajes de años anteriores en Por tierras de Portugal y de España, y el mismo año Ciro Bayo publica Lazarillo español...

     Algo en común encontramos en los autores de esta época: la réplica a los viajeros -escritores- extranjeros por España y, al mismo tiempo la necesidad de crear una literatura de viajes española por España.

     Los viajes aparecían periódicamente en las publicaciones de la época y posteriormente se recopilaban en libros por los mismos [27] autores o por algunos editores; pretendían con estas crónicas dar testimonio de la situación del país y dar a conocer su faceta invisible.

     Los viejos pueblos, los paisajes, los habitantes, la intrahistoria son los temas fundamentales de estos libros -Baroja es un caso especial, aunque afín-. La localización de estos pueblos se sitúa principalmente en Castilla, la siguen Andalucía y Extremadura, Levante y País Vasco; en un tercer grupo, Galicia, Asturias, Cataluña y Baleares; y en último lugar Canarias (20).

     Miguel de Unamuno -a quien nos referiremos en el trabajo- elaborará a lo largo de su producción literaria una teoría de la experiencia viajera que afectará a todos sus elementos.

     Rubén Darío -aun siendo nicaragüense ha de estar incluido en este grupo- refleja en las crónicas de su España contemporánea la situación de la época y al mismo tiempo «constituyen el manifiesto estético e ideológico del Modernismo español».

     Azorín es otro de los grandes teóricos del viaje. Señala unas pautas que todo buen viajero ha de asumir: distanciamiento temporal; la no utilización de lo que se está viendo; la fatiga como obstáculo para la contemplación del viaje; la huida de las recomendaciones turísticas; la búsqueda de lugares inexplorados; los momentos idóneos para realizar el viaje; el turista como antiviajero; medios de transporte... (21) Todo ello, unido a la herencia aceptada por el escritor alicantino de la Institución Libre de Enseñanza.

     Pío Baroja es, sobre todo, un novelista y sus viajes viven en sus novelas sin ser su objeto principal. El novelista vasco destacó la conveniencia de adquirir conocimientos geográficos, geológicos... para hacer el viaje más agradable. También habría que destacar su faceta de lector de libros de viajes (22). [28]

     Ciro Bayo, vagamundo español, tiene una variada obra de viajes. De ella destacamos El peregrino entretenido. Viaje romanesco, 1910, y Lazarillo español. Guía de vagos en tierra de España por un peregrino industrioso, 1911, por su temática española. Las incomodidades del viaje, la huida de las rutas turísticas, las ventajas del viaje a pie o en rocín, la búsqueda de la España invisible son algunos de sus temas que muestran una España «pintoresca, irreductible a la modernización, país de sol y de pícaros, de hombres rígidos y dignos, de mujeres enlutadas y agria policromía» (23).

     Otros escritores de la época que han de ser citados por sus aportaciones a la literatura de viajes son: Verhaeren-Regoyos y su alucinante España en busca de la antropología del país; Gutiérrez Solana y su visión caricaturesca y trágica; los viajes extranjeros de Julio Camba que descubren impresiones viajeras y comentarios humorísticos; Eugenio Noel, andariego, es considerado como un Solana literario por su visión pesimista y deformada; Las memorias de un vagón de ferrocarril de Eduardo Zamacois; algunas reflexiones de Pérez de Ayala y de Miró sobre el viaje y el excursionismo; Antonio Machado, gran viajero, cuya aportación se refleja en su poesía principalmente; Ortega y Gasset, por último, se caracteriza por los itinerarios enciclopédicos y descripciones exactas.

     La España invisible está, pues, comenzando a dejar de serlo. [29]



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Los libros de viajes de Miguel de Unamuno

                                                                     Mucho se pondera el placer que los viajes procuran. En realidad cuando existe, es un placer bastante melancólico. Está, más que en el viaje mismo, en el recuerdo, y el recuerdo casi nunca es alegre...

M. Díaz Rodríguez

 
El cronista ha de tener la celeridad frenética de Mercurio, ha de recorrer 46'811 metros por segundo o sea más de un millón de leguas (...). Y (...) no quiero afligiros (...) soy, seré como Mercurio.

M. Gutiérrez Nájera [30] [31]



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I. Localización de los libros de viajes en la obra de Miguel de Unamuno

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1. Poesía

     En 1907 publica Unamuno Poesías, primero de sus libros dados a la luz, si excluimos sus intentos poéticos juveniles y sus publicaciones en revistas literarias madrileñas. En este libro, al margen de los poemas alusivos a su crisis religiosa -tema reiterado en su obra literaria-, Unamuno dedica especial interés al tema del paisaje y del viaje. Salamanca, Tarrasa... desfilan por la obra como puntos de referencia paisajística.

     Destaquemos que esta parcela de su producción aparece transcurrido el año 1902, es decir, superada la crisis de 1897 -aunque a partir de 1891, año de su instalación en Salamanca, ya había des cubierto el paisaje castellano «desde el cristianismo» (24)- «algo así como si en suelo de la patria buscara enraizarse, una vez que se frustró el sentido ortodoxo de su religiosidad» (25). En Poesías asistimos al rito iniciático del sentimiento del paisaje en la poesía unamuniana: Castilla ya existe y también sus pobladores, permanece la evocación del País Vasco, Cataluña «el paisaje sin referencias» (26).

     En 1911 publica Rosario de sonetos líricos o «más bien trágicos» en palabras de Unamuno, el paisaje vasco y castellano de nuevo aparece: Orduña, Medina la del Campo... [32]

     En 1920 publica El Cristo de Velázquez -comenzado a redactar en 1913-. En 1922 incorpora cuatro sonetos y ocho «visiones rítmicas» escritas entre 1907 y 1913 a Andanzas y visiones españolas. Algunas de ellas no tienen forma de verso sino que se encuentran insertas en la prosa, en un afán de buscar un lector activo.

     En todos sus poemas advertimos el interés de Unamuno por constatar el lugar y la fecha de sus composiciones, lo que indica la importancia otorgada al lugar de composición.

     1923 es el año de la publicación de Rimas de dentro, con poemas de 1907 a 1912.

     Teresa. Rimas de un poeta desconocido, presentados y presentado por Miguel de Unamuno aparece en 1924.

     En 1925 publica De Fuerteventura a París. Diario íntimo de confinamiento y destierro vertido en sonetos, compuesto como indica el título entre Fuerteventura y París y en el que predomina la nostalgia de su país.

     Romancero del destierro, compuesto en casi su totalidad en Hendaya con la nostalgia nuevamente como eje, fue publicado en 1928.

     Ese mismo año comenzó a redactar un Cancionero, formado por mil setecientos cincuenta y cinco poemas, a modo de diario poético de sus últimos años, publicado en 1953.

     Confrontemos las fechas de publicación de las obras poéticas no referidas al paisaje con las referidas a él; éstas se encuentran presentes a lo largo de toda la producción, una vez iniciado el ciclo en 1907.



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2. Prosa

     Paisajes es el primer libro publicado en prosa por Unamuno referido a la contemplación paisajística en el año 1902. Aunque su fecha de publicación coincide con la de Amor y pedagogía, el origen del libro se remonta a 1897 -«Puesta de sol»- y 1898, cuyo proyecto inicial llevaba el título de Celajes y paisajes. Su composición coincide con la publicación de Paz en la guerra, 1897; [33] dos años antes, en 1895 ya ha publicado En torno al casticismo, epicentro de la obra intrahistórica posterior. La unidad del libro Paisajes se halla en la localización de paisajes y situaciones próximas a su nuevo entorno, Salamanca.

     En 1903 publica De mi país, libro dedicado al paisaje vasco y que contiene artículos de costumbres; intenta Unamuno el contraste entre paisaje castellano y paisaje vasco.

     Por tierras de Portugal y España, publicado en 1911, es el libro propiamente viajero y paisajístico: la experiencia viajera es el elemento coordinador de la obra. Los doce primeros escritos están dedicados a Portugal o a temas portugueses; los catorces restantes a regiones españolas: Galicia, Castilla, Canarias, Extremadura, Cataluña, País Vasco. Fueron apareciendo entre los años 1906 y 1909 en La Nación de Buenos Aires, en España de la misma ciudad y en El Imparcial madrileño. Quiere decir esto que durante las fechas de publicación como artículos periodísticos, Unamuno publicó Vida de Don Quijote y Sancho, 1905, Recuerdos de niñez y mocedad, 1908; dos obras teatrales, La Esfinge y La Difunta.

     En 1922 aparece Andanzas y visiones españolas, compuesto por relatos de sus excursiones, publicados ya en La Nación y en El Imparcial entre los años de 1911 y 1922. Coincide en su génesis con Contra esto y aquello, 1912; Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, 1913; Niebla, 1914; Abel Sánchez, 1917; Tres novelas ejemplares y un prólogo, 1920; La tía Tula, 1921. Los paisajes de Andanzas... son las tierras leonesas, zamoranas, abulenses... El libro incluyó las «visiones rítmicas» ya mencionadas.

     García Blanco recopiló sus trabajos basados en experiencias viajeras de los años 1906 y 1936, ya póstumamente.

     En prosa, salvo San Manuel Bueno, mártir y tres historias más, 1933; Cómo se hace una novela, 1925, y La agonía del Cristianismo del mismo año como obras a mi juicio más importantes de esa época, su producción en prosa no referida al viaje es escrita a la par que su obra de experiencia viajera. Unamuno alterna los géneros literarios sin excluir ninguno. [34]

     Hasta aquí, pues, la localización de la obra unamuniana de viajes en su doble vertiente de prosa y de poesía. Vengamos ahora con la teoría de la experiencia viajera o teoría del viaje.



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II. Teoría del viaje

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Introducción

     Los libros de viajes y de paisajes de Miguel de Unamuno, alejados de un concepto elemental de anecdotario de hechos fútiles, carentes de importancia estética y humana, al modo de las guías Baedeker (27) o Michelín -por otra parte de agradecer por sus recomendaciones gastronómicas, irrelevantes para don Miguel- constituyen una parcela fundamental en la producción unamuniana. La visión global de la obra del escritor vasco quedaría incompleta sin la referencia obligada a su obra paisajístico-viajera. Esta parcela tal vez sea la que más nos aproxime al escritor y al hombre, configurando estética y personalidad en una obra original y escasamente tratada hasta la fecha salvo por las conocidas alusiones al paisajismo como característica fundamental de esa supuesta generación del 98 (28).

     Resulta significativo que sea el mismo escritor vasco quien haya delimitado con tanta claridad su obra paisajístico-viajera, tratando que el resto de su producción no se inmiscuya (29) en ella, salvo algunos prólogos y epílogos a libros ajenos, determinados artículos periodísticos y escasos libros. [35]

     La obra paisajístico-viajera de Miguel de Unamuno presenta una característica omitida siempre en el resto de su obra: la sensibilidad, que con palabras de Azorín «lleva a Unamuno a escribir las páginas de paisaje acaso más finas que hayan salido de su pluma y que hayan sido escritas en castellano» (30).

     Por otra parte, de su producción paisajístico-viajera se deriva una completa teoría del viaje -hecho tan importante para la época- y de todo lo relacionado con él: viajero, medios e incluso recomendaciones para el alpinismo.

     Esta teoría del viaje constata dos puntos: en primer lugar, la fluidez y el dinamismo del pensamiento unamuniano (31) del cual forma parte su teoría del viaje -elaborada y localizable en su obra no novelística: desde En torno al casticismo y sus primeros libros de paisajes de 1902 hasta los artículos de 1936-, en segundo lugar, aunque de menor importancia, la obra paisajístico-viajera de don Miguel ratifica su ya conocida facilidad para la elaboración teórica.

     La teoría unamuniana del viaje o de la experiencia viajera (32), aunque ya original por sí misma, aporta un dato insólito para un teórico: la puesta en práctica de su teoría. Sí, don Miguel de Unamuno, fundamentalmente individualista y consecuente, practica el viaje y lo realiza tal y como lo ha establecido en su teoría, aunque cayendo en ocasiones en algunas incoherencias (33). [36]

     Comprobamos, pues, que Unamuno no es un viajero al uso, sino el viajero (34) -no aventurero- por excelencia y el teórico del viaje, teoría y praxis al alimón.



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1. Dos tipos de viajero: urbano y peregrino

     Unamuno es consciente de la labor que realiza viajando: es excursionista-montañero para descubrir enteramente la patria y obtener de ella una visión distinta; es viajero-peregrino para indagar en el alma de España y en el de sus paisajes menos conocidos; es viajero urbano para conocer capitales y aportar una nueva perspectiva. Estas tres facetas, reflejadas en sus crónicas y libros, podemos resumirlas en dos:

     a) Viajero eminentemente urbano.

     b) Viajero-peregrino, dentro de esta faceta podemos hablar de una sub-faceta: montañera-montaraz.

     Si atendemos a las fechas de los discursos y conferencias pronunciadas por Unamuno (35) a lo largo de toda la geografía peninsular -fundamentalmente por capitales de provincia (36)- y las cote jamos con los viajes que hemos dado en llamar urbanos, podemos colegir el motivo laboral de estos viajes. Todas las ciudades quieren recibir al personaje público capaz de enfrentarse a dictadores, a reyes y a repúblicas. Don Miguel viaja pronunciando conferencias y discursos, eso inferimos al menos a partir de las conferencias y discursos recopilados en sus Obras Completas y de los viajes realizados por el rector según se desprende de las biografías consultadas (37). Ahora bien, éste es el probable motivo de sus viajes urbanos, sin embargo como apunté anteriormente, Unamuno no es un viajero común: sus viajes van precedidos de una preparación cultural -o ampliación cultural-. Unamuno emprende un viaje [37] tras haber consultado las historias locales (38), tras haber leído a los escritores y poetas nativos (39) y tras haber estudiado los monumentos característicos. Una vez confeccionada esta particular guía, se traslada al lugar y continúa elaborándola; mientras tanto las guías turísticas las utiliza (40) a conveniencia.

     Don Miguel no se parece al Augusto Pérez de Niebla (41) que camina al azar tras un perro o una moza en abierta confesión de abulia, aunque pretenda extraviarse por las calles de la ciudad (42).

     La finalidad cultural no es el objetivo primordial del viajero o al menos no es su único componente. Don Miguel necesita el contacto directo con esas gentes anónimas: historiadorcillos locales conocedores de las mil y una anécdotas irrelevantes, atrincherados en los sillones de un casino decimonónico (43). Unamuno pertenece a la estirpe de viajeros que queda clasificada en lo que ramón Pérez de Ayala llamó viaje aristocrático (44). Dicha estirpe no se limita [38] a recorrer los lugares mil veces visitados por los turistas, sino que trata de aprehender ese lugar y reelaborarlo. Se trata, por tanto, de un viaje y no de un tránsito.

     Unamuno viaja, contempla y recorre la ciudad pero no la transita, y hablo de transitar y de viajar estableciendo la misma diferencia que puede existir entre ver y mirar. El viajero que lo es por trabajo realiza un acto involuntario y además es un turista potencial que en el tiempo justo ha de transitar por la ciudad visitada y recordarla con un souvenir; frente a este viajero, existe también otro por motivos profesionales que, partiendo de un acto voluntario -Unamuno, por ejemplo, trabaja en ello pero no es su profesión- convierte el camino en un motivo para viajar. En la ciudad recorre las calles con su guía espiritual y con las informaciones recogidas in situ. Cuando la ciudad le es grata la unamuniza, la asume; cuando le desagrada el resultado es una terrible propaganda turística.

     Don Miguel de Unamuno es, por tanto, un viajero ejemplar: intenta conseguir la visión del nativo acerca de su historia y de su literatura. Con este bagaje intelectual y humano sus conocimientos superan a los del propio habitante de la ciudad, capta su totalidad (45).

     Las crónicas de Unamuno son itinerario físico y guía espiritual al mismo tiempo; y los viajes, aunque profesionales y urbanos, son una forma de huida. [39]

     La segunda faceta que establecimos al comienzo de este trabajo es la de viajero-peregrino. La distinción entre éste y el viajero-urbano es evidente y radica en la importancia que para ambos tiene el camino. Mientras que para el peregrino se convierte en un fin, para el urbano es un medio. En el caso de Unamuno el interés se encuentra en el camino, como él mismo afirma (46).

     La preocupación constante del peregrino Unamuno es la búsqueda de su espíritu y del alma de España por sus campos y montañas. Viaja caminando lentamente en el espacio y en el tiempo al modo de los antiguos peregrinos, intentando recorrer al mismo tiempo sus paisajes del alma; se trata de una doble búsqueda. Don Miguel, peregrino, parte de un acto totalmente voluntario para la realización de estos viajes -al contrario de lo que sucedía en su anterior faceta- y esto me parece fundamental: la libertad de elección permite al peregrino meditar el camino y reflexionar sobre él, haciéndolo más receptivo a todo lo que contempla. Por otra parte, permite la libertad de eludir o de afirmar una realidad, y al mismo tiempo la búsqueda de un doble conocimiento: externo -paisaje- e interno -escritor-.

     El peregrino jamás transita, puesto que transitar equivale a no darle importancia al camino, a preocupación por el destino, por el fin del viaje. El peregrino es un excelente receptor; la peregrinación le ofrece la posibilidad de asimilar en una primera visión lo que sucede en el camino, debido a que éste -el medio- y la finalidad, tienen la misma importancia para él. Sin embargo, don Miguel no transita, viaja y peregrina, siempre interesado por el viaje mismo, por el camino, de ahí su receptividad ante todo lo que contempla: la finalidad está en el medio o el camino es un fin en sí mismo. [40]

           «(...) Hoy el camino es un puro medio, y se va a devorarlo o suprimirlo en lo posible, atento al fin del viaje. Fin que tampoco suele importar mucho». (pág. 479)           


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2. Teoría del viaje

2.1. El desconocimiento de España o el viaje como instrumento de conocimiento

     Se afirma a menudo que el conocimiento de España, de su cuerpo físico, es requisito indispensable para los escritores del llamado grupo del 98 (47), pero se omite que un número indeterminado de autores que no admiten clasificaciones -como Ciro Bayo o Solana- coinciden en que el «viaje» es el modo más directo de conocerla: les permite recorrer los lugares más lejanos y, en ocasiones, olvidados e inhóspitos, tomando contacto directo con la patria -constituida por paisaje y paisanaje- en su totalidad (48). Los escritores de esta época heredan una situación histórica y literaria contra la que se rebelan, y para ello resulta imprescindible conocer (49) la tierra en que habitan como paso previo para tomarle apego. Es necesario [41] un conocimiento profundo del hecho para amarlo, según opinión de Unamuno. Conocer y amar son verbos necesariamente recíprocos en el caso que tratamos, pues la ausencia de uno de ellos inutiliza el concepto global del hecho. Han de enfrentarse con la realidad del país y para reivindicar han de conocer: ésta será su tarea inmediata.

     Sin embargo, para llevar a cabo esta tarea precisa y urgente, prescindirán de métodos científicos (50), de estadísticas o de estudios exactos precedentes; fijarán su atención en la observación detenida y profunda y en la contemplación, que les permitirán llegar a lo profundo del país -su intrahistoria- donde discurre la vida de sus legítimos habitantes y donde conocerán su cuerpo -paisaje- con el que se identificarán. Estos elementos les conducirán a un interiorismo peculiar (51) e intrahistórico «que será o pretenderá ser delicado, poético y humano» (52), y que les diferenciará del interiorismo historicista de Menéndez Pelayo y del «tosco, seudocientífico e iberizante interiorismo» (53) de Costa (54). [42]

     El binomio verbal descrito: conocer y amar, coincide plenamente con la personalidad del autor que nos ocupa, intelectual y emocional a un tiempo.

     Para don Miguel de Unamuno el modo directo de empezar a amar la patria es conociéndola y, por tanto, ha de recorrerla, el viaje supone acceso directo:

                Para conocer una patria, un pueblo, no basta conocer su alma -lo que llamamos su alma-, lo que dicen y hacen sus hombres; es menester también conocer su cuerpo, su suelo, su tierra (pág. 282).           

     La importancia del medio físico para don Miguel resulta evidente y la forma de acceder a él no es, desde luego, exclusivo del atlas geográfico (55); hay que salir al campo y a las montañas funda mentalmente, pero también, por qué no, a las ciudades, aunque no sean lugares de devoción para el rector: hay que conocer. Viaja por todos los rincones de España (56), recorre su cuerpo en todas direcciones, y no olvida recorrer Portugal como buen iberista (57). El conocimiento es necesario y tiene una finalidad tomarle apego a la patria, amarla (58):

                Estas excursiones no son sólo un consuelo, un descanso y una enseñanza; son además, y acaso sobre todo, uno de los mejores medios de cobrar amor y apego a la patria (pág. 280). [43]           

     Excursiones que nada tienen que ver con el excursionismo del que hablaba un contemporáneo como Gabriel Miró (59), puesto que cumplen una triple función: consuelo, por lo que supone de momentos libres para la reflexión (60); enseñanza, por el afán de conocer de don Miguel que extiende a todos los ámbitos de su vida y que halla su perfecta expresión en el viaje o en la excursión (61); amor, porque sin él no existiría el interés por el conocimiento -al menos en el plano al que nos estamos refiriendo-: la patria -siempre entendido al modo unamuniano- y porque el amor es la finalidad del escritor vasco (62).

     La excursión es, por tanto, la puesta en práctica de una teoría que Unamuno asume cuando intenta promocionar la excursión como forma ideal de patriotismo e incluso sugiere a los prebostes de la patria la brillante idea de promocionar el país: [44]

                En todo país deberían preocuparse los que lo rigen y conducen de que sus hijos lo conocieran de visión y de contacto (pág. 225).           

     Visión y contacto como forma más directa de conocer. El interés por el conocimiento de la matria surge en el momento en que Unamuno descubre Castilla. Sucede esto en Alcalá de Henares, pero producirá en el escritor vasco una respuesta negativa. En esta primera etapa su interés se centra en el País Vasco, en sus indagaciones carlistas. España, simbolizada en Castilla hasta su vuelta del destierro, no aparecerá delimitada en su obra hasta el asentamiento profesional que le permitirá viajar desde Salamanca en busca del cuerpo físico de la patria que correspondería a la segunda y tercera serie de viajes trazada por Cardis; la primera se refiere al período de asimilación sensitiva: las impresiones espontáneas sin trasfondo son lo único importante; en la segunda y tercera series aparece en Unamuno el problema de España, si bien en la tercera éste se convierte en eje central, situado en Castilla hasta el destierro y en Cataluña y Levante a su vuelta (63):

                Por razones de patriotismo deberían fomentarse y favorecerse las sociedades de excursionistas, los clubs alpinos y toda asociación análoga (pág. 281).           

     Unamuno prescinde de los viajes al extranjero al no aportarle nada nuevo, salvo nostalgia de España (64). Su atención ha de concentrarse en España y en Portugal, en sus pueblos y paisajes, y éste es el objeto de sus libros de viajes. El lema de Unamuno y de Azorín podría ser: «Descubra España... viajando»: [45]

                Los hombres del 98 ven la tierra que pisan, la que recorren en sus paseos y en sus excursiones; la describen. Y tras el descubrimiento, la van llenando de sentido, y -sin perder la realidad- la convierte en un símbolo. En símbolo de España (65).           

     Unamuno, teórico y práctico, recorre España y pocos son los escritores que la han visitado y descrito «con la pasión que es cualidad permanente de su alma» (66).

     Conocer es imprescindible, y es el modo de identificarse plenamente con un paisaje, y por ende, con una nación de la que forman parte a un mismo tiempo hombres y tierras: geografía humana y física; y éste es un punto importante para don Miguel, que comparte su raza con una encina o con el Tormes -por poner dos ejemplos-:

                Cóbrase en tales ejercicios y visiones ternura para con la tierra, siéntese la hermandad con los árboles, con las rocas, con los ríos; se siente que son de nuestra raza también, que son españoles. Las cosas hacen la patria tanto o más que los hombres (pág. 282).           

     La patria, por tanto, es la suma de los elementos que la constituyen: árboles y ríos, montañas y hombres; todos ellos integran el carácter étnico de la patria unamuniana.

     Tras la obtención de su plaza universitaria, Salamanca se convertirá en el punto de partida de los viajes que emprende para conocer la España física (67). Unamuno necesita de lo físico y concreto de la patria, no le basta el concepto inmaterial, necesita un concepto intelectual previo al acercamiento emotivo a la patria que le permita proyectarse en el cuerpo físico de la nación (68). [46]

     Como ya precisé anteriormente, quiere a su patria al conocerla y los viajes son la forma de acceder al concepto intelectual de ésta más directamente, de modo que «su patriotismo cobra intensidad y definición en la abstracción hecha de esta misma actividad» (69).

     Formando parte del viaje, el paisaje le interesa como un modo de aproximarse a la patria y como elemento imprescindible para el conocimiento de su cuerpo (70). El viaje en sí no le interesa: viajar por viajar no es atractivo para don Miguel si esto no constituye una identificación con el lugar por el que se viaja y hacia el que se va; interesa el camino por lo que éste supone de conocimiento.



2.2. Causas del desconocimiento de España

     Don Miguel, reflexivo y teórico, delata, en primer lugar, el desconocimiento de España por los españoles, matiz que resulta certero, dado el enorme número de obras literarias de viajes escritas por extranjeros en sus visitas a España (71):

                España se ha dicho muchas veces, está por descubrir para los españoles.           
     . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
     España en su aspecto pintoresco está por descubrir en su mayor parte. [47]

     Unamuno utiliza sus libros de viajes para reflexionar sobre el hecho mismo del viaje, para darse a conocer, para conocerse, para meditar; demasiadas finalidades que resuelve y que prueban la importancia de este olvidado apartado de su producción literaria.

     Una de sus reflexiones consiste en intentar explicar los motivos por los que existe tal desconocimiento de España.



CARENCIA DE ESCRITORES ADECUADOS

     Arguye, en primer lugar, la carencia de escritores que hayan dado a conocer el país, es decir, rechaza la tradición inexistente de escritores españoles que hayan viajado por España -siempre según don Miguel y exceptuando a Castelar y Cánovas- (72). Al no existir tal tradición literaria viajera, la labor divulgativa no ha existido y, por tanto, es difícil que si tome apego a una patria, conscientemente, si no se conoce y ni siquiera se recorre aunque sea en libros de viajes: [48]

                Y si España es todavía tan poro y tan mal conocida en su aspecto pintoresco -lo que a este respecto corre por ahí no son, de ordinario, sino disparates- débese a la falta de escritores de mérito, amenos a la vez que concienzudos, que la descubran a los curiosos amantes de esas cosas (pág. 627).           

     Si la literatura española carece de escritores-viajeros que recorran España, también se encuentra privada de escritores que den a conocer sus paisajes que se encuentran sin pulir y desconocidos:

                Así sucede con nuestros paisajes, que permanecen en bruto, como primera materia de recreo y solaz para el espíritu, por falta de viajeros que lo refinen a nuestros ojos con artísticas descripciones. Porque es indudable que mucho de la belleza de un paisaje está en los ojos que lo miran, y que los educados a mirarlo le sacarán mucha mayor sustancia de belleza que los incultos (pág. 617).           

     Se trata, pues, de un problema de educación de los viajeros-escritores que no han sabido enseñar a ver los paisajes -remontándonos unos años atrás, Pereda que describió los ambientes norteños tan precisamente fue incapaz de transmitir el sentimiento del paisaje- y de un problema de los viajeros que no han sido educados y ni siquiera lo han intentado.

     Ciertamente la amenidad de Unamuno es siempre discutible, aunque probablemente sean sus libros de viajes los que más deleiten al lector. Los escritores «amenos a la vez que concienzudos» son una de las causas del desconocimiento de España, pero don Miguel reduce más el número de escritores adecuados, limitándolo a aquéllos que escriban de forma amena y concreta.

     España carece de escritores modélicos y como es costumbre, da preclaros ejemplos:

                España no ha tenido todavía para el público de lengua inglesa, que es el que más viaja, un Ruskin (73) o un Symonds, como los ha tenido Italia (pág. 627). [49]           

     Esta ausencia de literatura viajera española por España queda reflejada en la opinión que don Miguel expone a propósito de la fama internacional de Granada, opinión que resulta crítica y distante:

                Y si hay concurrencia tan grande de turistas ingleses y yankis en Granada se debe, ante todo y sobre todo, a Washington Irving, que la ha popularizado, revistiéndola con los colores románticos y un poco fantásticos de la morería novelesca (pág. 627).           

     Desacuerdo total con esta «visión fantástica» de Granada (74) de un Unamuno poco dado a morerías novelescas y escasamente habituado a divergencias referidas a lugares que le sugirieron visiones profundas. Don Miguel que reivindica la necesidad de escritores que descubran España y poeticen ciertos lugares, disiente de estos viajeros propagadores de erróneas etiquetas, alejadas del concepto que de España tiene, y por otra parte, los viajeros extranjeros no nativos, a la manera de un Ruskin o un Symonds que se permiten dar a conocer España sin conocerla. La hipotética solución al problema hubiera consistido en la visita a los lugares poetizados, que considera tan importantes e históricos como los así catalogados:

                Los lugares cantados por excelentes poetas y en que éstos pusieron el escenario de sus perdurables ficciones son tan históricos como aquellos otros en que ocurrieron sucesos que hayan saludado los mares del olvido (pág. 57).           

     Esta solución hubiera sido, qué duda cabe, válida para promocionar los lugares del país. Peregrinaciones artísticas inexistentes en España debido al escaso interés que la poesía despierta en sus moradores:

                Si en España hubiese entrañable cariño al tradicional consuelo de nuestra poesía, serían los lugares que inspiraron a nuestros poetas y los que éstos de cualquier modo consagraron, términos de visita, como lo son en otros países los lugares allí poetizados (pág. 57).           

     Y es que, dice Unamuno anticipándose a cierto personaje público muy reciente, España es diferente: no se aprecia la poesía [50] y su tradicional consuelo. Los tiempos que corren no son buenos para la lírica -siguiendo con referencias actuales- y ni siquiera los amantes de ésta peregrinan hacia esos lugares:

                Ningún amante de nuestra lírica dejaría de visitar, una vez en Salamanca, el rincón apacible de La Flecha como ningún amante de la lírica inglesa deja de visitar, así que se le ofrezca ocasión propicia, aquel río Duddon al que cantó el dulcísimo Wordsworth (pág. 57).           

     Fray Luis (75) y Wordsworth, poetas especialmente importantes para don Miguel por la sensibilidad y el amor que sienten hacia la naturaleza, son los seleccionados para motivar al lector a viajar hacia los lugares que cantaron.



FALTA DE VÍAS DE COMUNICACIÓN

     En segundo lugar, Unamuno intenta analizar el desconocimiento de España y sus posibles causas y soluciones, debido a la falta de vías de comunicación que posibiliten el acceso a todos los lugares de España -tarea actualmente inconclusa-. Asimismo la existencia de grandes rutas -Granada, Santiago, Toledo, principalmente, dice Unamuno- impide el conocimiento del país, puesto que señala cuáles han de ser las visitas obligadas y de este modo numerosos lugares quedan igualmente aislados.

     La distancia que aislaba resultaba fundamental para la contemplación y para el camino:

                Han sido las grandes rutas, los caminos que han suprimido las distancias, y con las distancias el goce reposado de los pasos comedidos y contemplativos, los que han aislado a ciertas regiones y hasta las han vuelto salvajes (pág. 479).           

     Este aislamiento, no obstante, permite que no accedan a determinados lugares personas indeseables, con lo que Unamuno no resuelve el problema:

                Y acaso sea mejor, pues los pocos que los visitan no se ven asediados por los molestísimos cicerones, ni explotados por fondistas y vendedores de curiosidades (pág. 627). [51]           

     La falta de vías de comunicación es lamentable, sin embargo y volviendo a lo que anteriormente exponía: «han sido los caminos los que han hecho no pocos desiertos», y es Unamuno quien razona con datos históricos esta parcial forma de propagandismo debida a la existencia de caminos:

                Porque a ciertas regiones, y más de sierra, las carreteras primero, con sus diligencias y postas, los ferrocarriles después, las han aislado más que estaban (pág. 479).           

     Pero Unamuno está lejos de los males de la patria o del problema nacional, sus reflexiones son acientíficas; se encuentra más preocupado por dar a conocer el país -hablamos del período com prendido entre 1906 y 1920- que por sus soluciones prácticas. A Unamuno le preocupa la faceta intrahistórica que obstaculiza la falta de vías de comunicación. Y hasta la tradición castiza sucumbe ante las grandes rutas:

                Los modernos medios de transporte les descomulgan de la tradición castiza. La vida de industria y comercio influye a los que, junto a las líneas férreas por lo común, ofrecen conveniencias mayores al tránsito y al tráfico (pág. 667).           


DESINTERÉS DE LOS HABITANTES

     El escaso interés demostrado por los españoles para conocer su país y una excesiva inclinación hacia la comodidad serían otras de las causas del desconocimiento de España:

                La España pintoresca y legendaria sería mucho mejor conocida que lo es -para los españoles, se entiende- si tuviéramos mejores caminos y vías de comunicación o si fuésemos más entusiastas y menos comodones (pág. 21).           

     Unamuno, andarín y corredor de fondo, a pesar de las dificultades de las vías de acceso y de los medios de locomoción se replica recurriendo al refranero «a quien algo quiere algo le cuesta». E insólitamente, el crítico de la urbe y de los avances del progreso (76) considera que el automóvil es un artefacto útil para descubrir rincones: [52]

                Otra de las cosas que contribuyen hoy aquí a desarrollar la afición al campo y al goce de las bellezas de la Naturaleza es el automóvil (pág. 340).           

     El automóvil, pues, permite un acercamiento del individuo a sus tierras patrias:

                El deporte automovilista ha llevado a muchos a conocer campiñas y rincones que antes ignoraban, ha hecho que muchos empiecen a descubrir España (pág. 340).           

     No obstante, Unamuno viaja en automóvil (77) cuando es imprescindible y recomendable su utilización, sin embargo, si no le es posible utilizarlo se dirige hacia el lugar a pie, pues la visión final le recompensa tras el esfuerzo:

                Yo he hecho una excursión de treinta kilómetros desde Zamora, por caminos muertos y en coche -y a no habérseme ofrecido coche, lo habría hecho a pie como he hecho otras muchas- nada más que para ver el antiquísimo templo visigótico (pág. 340).           

     A pesar del coche, Unamuno tuvo que andar para contemplar el templo visigótico puesto que la carretera no llegaba hasta él.



2.3. El viaje como método didáctico

     Don Miguel, en efecto, intenta «hacer patria» al recorrer España, [53] y también intenta hacerla al proponer a sus lectores extranjeros la creación de sociedades excursionistas:

                Y dígame, amigo, ¿no hay por ahí sociedades de excursionistas? ¿No se les ha ocurrido organizar la afición, hacer propaganda, dar conferencias con aparato de proyecciones...? (pág. 340).           

     Unamuno reconoce la utilidad del «aparato de proyecciones» para divulgar las excelencias de la patria, y expone la labor que se realiza en su país, labor digna de elogio y de admiración que constataría la idea del viaje como experiencia pedagógicamente adecuada para el conocimiento del país:

                Aquí funcionan algunas de esas sociedades, publican sus boletines, en que nos dan a conocer bellezas de paisajes y arquitectónicas, y algo se consigue con esto. ¿No hay por ahí algo análogo? ¿No daría resultado? (pág. 340).           

     No deja de ser sorprendente el interés de don Miguel por potenciar el excursionismo con la finalidad de conocer la patria -incluyendo su excursionismo montañero- y amarla (78), oponiéndose al excursionismo de boy-scouts (79). El viaje es el modo directo de conocer el país, y desempeña una función pedagógica como puede desempeñarla una diapositiva, un film o un libro, aunque con la enorme ventaja de ser teoría y práctica a un tiempo; el viaje es la propuesta pedagógica de Unamuno para la aproximación al país (80). [54]



2.4. El viaje: ansia de pervivencia

     Los viajeros españoles reivindicados por Unamuno son escasos: Cánovas y Castelar -a quien admira- y a quien, pienso, pretende emular en su faceta viajera. Es cierto que don Miguel viaja para conocer su patria, pero también lo es el hecho de que en don Miguel siempre permanece el afán de darse a conocer, de sobrevivir en la historia; su ansia de inmortalidad no es faceta extraña para los estudiosos del escritor bilbaíno (81) y, por tanto, no resulta ajena a sus libros de viajes y de paisajes: don Miguel pisa todas las tierras, todos los lugares, y probablemente en su motivación no sólo exista un planteamiento altruista y haya un claro afán de dejarse conocer, de ser conocido como prueba uno de sus comentarios:

           [...] aquel hombre, aquel gran español fue uno de los que mejor conocieron de vista su Patria, de los que más viajaron por ella. Apenas hay rincón adonde vaya, lugarejo que retenga algo de historia o de leyenda, en que no oiga decir: aquí estuvo Castelar. Apenas hay álbum de esos que se ponen en monumentos y lugares curiosos en que la firma de Castelar no aparezca (págs. 282-3).           

     Unamuno y Castelar viajaron por España, el primero tras los pasos del segundo.

     En don Miguel habita el ansia de pervivencia y qué duda cabe que sus viajes (82) son una forma de perdurar: en los diarios locales de la época, en los diarios locales que posteriormente conmemorarán su visita, en la tradición oral o en sus artículos periodísticos; es un magnífico modo de estar presente en todos los lugares y en todos los tiempos. Apenas hay diario local, nacional o internacional que no comente (83) las visitas de don Miguel o arqueólogo local [55] con quien no haya conversado y compartido una de sus andanzas; podemos hablar, pues, de unamunocentrismo. Unamuno es siempre motivo de recuerdo en cualquier época, los artículos sobre sus estancias se propagan, aportando datos irrelevantes aunque anecdóticos, que justifican la ya de por sí extensa y voluminosa bibliografía unamuniana.

     Recapitulemos.

     El viaje es el método pedagógico idóneo para el conocimiento del país; el viaje, desde el punto de vista de Unamuno supone poseer el don de la ubicuidad, hallarse en todo lugar y en todo tiempo, don reservado a dioses -recordemos a Unamuno-Dios en Niebla-; y, por último, el viaje solventa el desconocimiento de España y el automóvil es un hábil colaborador.

     Hasta aquí el viaje como modo de conocimiento externo de la patria con una alusión al viaje con afán de ubicuidad y cierta dosis de erostratismo.

     Intentaré a continuación exponer la tesis del viaje como método de conocimiento interno del propio escritor y de qué modo la experiencia viajera afecta a las ideas unamunianas.



2.5. El viaje: ¿forma de escapismo?

     El viaje supone para don Miguel una forma de huir de la vida diaria. Por una parte, el viaje urbano le proporciona el contacto oficial: asociaciones culturales, comparte banquetes en los que figura como principal invitado y recorre pueblos de las provincias que visita; el resultado de todo ello es evidente: le sirve como huida de Salamanca, como forma de conocer nuevos lugares, como fuente de ingresos (84) y como forma de darse a conocer.

     A pesar de todas estas ventajas del viaje urbano, su escapismo no es total hasta que viaja al campo o a la montaña, que representan la huida de la civilización y que quedaría clasificada dentro de la faceta peregrina que anteriormente hemos descrito (85). Y precisamente [56] es el peregrino Unamuno el que se escapa y reflexiona, quien tiene visiones y ensueños, preocupado más por el camino que por su fin.

     Esta forma de escapismo cumple una triple función.



HUIDA DE LA CIVILIZACIÓN

     Esta huida significa acercamiento al campo (86) y alejamiento de convencionalismos sociales y del paisaje urbano:

                Y luego, en estas ascensiones a las cumbres, en estas escapadas por los campos, se desnuda uno del decorum, de ese horrendo y estúpido decorum, y se pone uno el alma en mangas de camisa (pág. 352).           

     Unamuno, tan dado a este tipo de expresiones: alma en mangas de camisa, chapuzarse, restregarse... no podía evitar la referencia al alma. Alejarse de la civilización es vivir sin obstáculos, hablar a un tiempo de lo trascendente y de lo intrascendente:

                Y en estas correrías por campos y montes, ¡qué alivio, qué hondo sentimiento de libertad radical cuando dejando todo decoro se pone uno a hacer y a decir chiquilladas! Se cuentan cuentos ambiguos o grotescos o simplemente sin sentido, se chapuza uno en la infancia. ¡Oh, estas sumersiones en la remota infancia! (pág. 352).           

     La huida de Unamuno como postura vital, no puede quedar en anécdota y desde su púlpito periodístico invita al lector a escapar de la civilización de vez en cuando:

                Escápate cuando puedas a la cumbre, ve a pasar unos días al pie del Aconcagua, donde más alto puedas. Deja de pisar el asfalto de los bulevares. Aprende a desdeñar eso que llamamos civilización, y que rara vez es tal, y a extraer de ella lo que de cultura encierre (pág. 353).           

     La civilización no es lo importante, es un caparazón, un decorum innecesario; lo verdaderamente fundamental es el «meollo», [57] la cultura, lo permanente: el alma en mangas de camisa o la intrahistoria:

                Deja la civilización con el ferrocarril, el telégrafo, el water-closet, y llévate la cultura en el alma. La civilización no es más que una cáscara para proteger las pulpas, el meollo, que es la cultura (págs. 353-4).           

     La huida de la civilización (87) funciona como una válvula de escape, como un balón de oxígeno. Es necesario «chapuzarse» en la naturaleza para olvidar la civilización y renovar las fuerzas.

     Visitar la naturaleza implica ejercicio físico, reflexión, aire puro.

     La huida es una tregua en la lucha diaria que mantiene Unamuno, un modo de acumular reservas de oxígeno para proseguir la lucha, se diría que es una forma de chapuzarse (88) en la intrahistoria, en lo que permanece:

                ¿Cómo podría uno soportar esta terca lucha de un día tras otro y un mes y otro mes y uno y otro año, si no hiciera de cuando en cuando una escapada a las cumbres libres o a los abiertos campos? (pág. 352).           

     Esa intrahistoria queda reflejada en las visiones que aprehende en sus viajes o en sus salidas breves, pero al mismo tiempo cuando está sumido en esa España primitiva, recuerda la ciudad de Salamanca, como si no quisiera desprenderse por completo de ese decorum del que hablamos anteriormente:

                Aún hay más, y es que durante el verano y en las siempre breves vacaciones de que durante el curso puedo gozar, salgo a hacer repuesto [58] de paisaje, a almacenar en mi magín y en mi corazón visiones de llanura de sierra o de marina, para irme luego de ellas nutriendo en mi retiro. Así como también llevo al campo el recuerdo de las espléndidas visiones de esta dorada ciudad de Salamanca (pág. 360).           

     Pero la huida tiene una finalidad profesional: su responsabilidad de escritor no le abandona ni en los momentos de descanso:

                Ya que tanto os sermoneo desde mi rincón académico de Salamanca, no os parecerá mal que alguna vez dé suelta a las sugestiones de estas libres escapadas por los valles y cumbres de mi tierra (pág. 293).           

     Su conclusión sobre la necesidad de escapar de la ciudad parte de un análisis de su personalidad y de la metamorfosis que ésta le produce:

                ¿Quién sabe si dentro de este rector universitario enjaulado en Salamanca, si dentro de este hosco predicador, no se revuelve prisionero el libre zorro cazador? (pág. 293).           


DESCANSO DEL GUERRERO

     Por otra parte, huir al campo es una forma de respirar para sumergirse en la ciudad con la suficiente reserva de oxígeno y de recuerdos, no olvidemos que los recuerdos son el fundamento que permite la principal afición de Unamuno: «soñar» los viajes:

           [...] el recuerdo del campo y la esperanza de volver a él es una de las cosas que más y mejor nos sostienen en medio del tráfago de las ciudades. ¿Hay acaso placer mayor que, sentado en las largas noches de invierno junto a la leña que arde y zumba en la chimenea, soñar en un paisaje favorito? (pág. 360).           

     Soñar es una constante unamuniana y el viaje puede convertirse en sueño si se realiza desde una cómoda butaca casera; el reposo resulta propicio para realizar viajes desde la ciudad, pero distanciándose siempre de aquel viajero descubierto por Unamuno que recuerda sin conocer el lugar del que habla tarjeta postal en mano; se trata, pues, en el caso de Unamuno de un viaje que ha necesitado previamente cumplir las premisas fijadas por el rector: un viaje a través de los recuerdos de lugares visitados. [59]

     Si bien el viaje significa sustancialmente huida para recordar, para aprovisionarse de visiones o de oxígeno, también supone descanso, recordemos aquí ese locus amoenus de uno de sus viajes y la sensación que ofrece de tranquilidad:

                ¿Se acuerda usted, amiga mía, cuando tendidos allí, sobre la roca, al pie de un árbol, entre aquellos cenobitas vegetales, usted, su marido, Gabriel Alomar y yo veíamos al sol acostarse entre los nácares de la lontananza del mar latino? ¡Mediterráneo! (pág. 451).           

     El viaje suponga o no suponga descanso es una obsesión en vacaciones. Unamuno ha de viajar y huir de los lugares que en determinado momento llegan a agobiarle:

                Tres días de vacaciones (...). La cosa está clara: a huir de la ciudad y de sus cuidados, a respirar aire de campo libre, a correr tierras, villas y lugares (pág. 320).           

y huyendo al mismo tiempo de las gentes con decorum que la habitan y que le impiden el contacto directo con las gentes anónimas e intrahistóricas:

                ¿Cómo aguantar a todos esos señores que se nos vienen dando consejos o disparándonos insultos, si no se recrease uno charlando con cabreros, mendigos, gañanes y toda laya de gente sencilla y a la buena de Dios? (pág. 352).           

     Y, sin embargo, por encima del viaje entendido como huida o como descanso, siempre prevalece su condición de escritor -como antes señalamos- y su fundamental embajada: el conocimiento de la patria, conocimiento previo y necesario para su labor de escritor y divulgador.

     El viaje es necesario para evocarlo posteriormente y para evocar Salamanca mientras lo realiza, es decir, el viaje es una forma de «tomar apego al rinconcito en que se vive», se trata de una evocación peculiar:

                Viajar, sí, viajar; pero no sólo para poder contarlo luego y decir en el sosiego de la casa a los hijos, a los amigos: «También yo estuve ahí», que esto las más de las veces no pasa de vanidad, de esa vanidad de parvenu norteamericano, de especiero neoyorkino o de salchichero chicaguense, sino además, y sobre todo, para recordarlo y paladearlo a solas y para encender con el recuerdo de esos viajes [60] a ajenas tierras el tibio y recalentador apego al rinconcito en que se nació o en que se vive en nido propio (pág. 362).           

     El descanso halla su ubicación perfecta en la naturaleza que se convierte en refugio del batallador Unamuno.

     La evocación, el recuerdo en soledad sirven para paladearlo como si de un vino se tratara: en primer lugar, Unamuno se traslada geográficamente, toma notas y vuelve a la ciudad: examen visual; una vez allí, procede al examen gustativo y olfativo tras rotar sus recuerdos y capta los aromas que se desprenden de la contemplación para más tarde regurgitarlo, perfilando lo que al final será un recuerdo de viaje que concluirá en artículo periodístico.

     Este proceso de cata del viaje unamuniano remite a uno de los postulados del Unamuno escritor -tan inexorablemente unido a cualquiera de sus facetas-: la importancia que en el artículo de viajes concede don Miguel a la primera impresión (89).

     El escritor vasco es un constante observador que anota todo aquello que llama su atención en libretas con pastas de hule negro o en cuartillas (90) dobladas por la mitad para posteriormente llevar a cabo sus meditaciones, sin embargo, concede una importancia extraordinaria a la primera impresión que le produce un lugar, relegando la reflexión a un plano aparentemente secundario.

     A propósito de un viaje a Galicia, Unamuno intenta disculparse por haber hablado con exiguo conocimiento de la región:

                Pero esto tiene dos disculpas, y son: la primera, que es siempre la impresión más fresca y espontánea, la más hondamente verdadera, por ser la que nos hiere más la sensibilidad que no la inteligencia (pág. 306).           

     La primera impresión es la más válida por hallarse próxima a lo emocional y al mismo tiempo le permite contemplar sin intervención de la inteligencia y de la razón. [61]



EL VIAJE HACIA SÍ MISMO

     El viaje, como señalamos anteriormente, facilita el conocimiento de sí mismo. Unamuno, ajeno por unos días a la urbe, es capaz de intentar encontrarse a sí mismo y llama desdichado a aquél que no es capaz de permanecer aislado en el campo durante unos días:

                ¡Desdichado del hombre que se aburre si tiene que permanecer solo unos días en medio de la campiña libre! ¡Desdichado del hombre que no puede prescindir del ruido y el trajín de sus prójimos!, porque este tal no se ha encontrado a sí mismo ni ha sabido siquiera buscarse, ni se ve sino reflejado en los demás (pág. 363).           

     Parece deducirse de este texto unamuniano que el medio adecuado para encontrarse con uno mismo pasa irremediablemente por una aproximación a la naturaleza, y para ello es necesario una preparación o una voluntad de preparación, el gurú hindú ha de aislarse, el predicador español también, ha de existir un estado propicio de paz y calma, cuasi místico de preparación para hallar al «Amado». De ahí que la utilización de «chapuzarse, restregar[se] el alma en la desnudez ascética de la vieja Castilla» o poner el alma en mangas de camisa siempre remitan a estados de integración en el medio que le rodea, a comunión sin decorum. El viaje se convierte en un camino de conocimiento interno, en un camino de perfección que le aproxima simultáneamente a la naturaleza (91) y a la tradición eterna.

     La huida tiene, por tanto, tres vertientes en Unamuno:

     a) huida de la civilización con ciertas reservas;

     b) un balón de oxígeno;

     c) propicia el encuentro consigo mismo. [62]

     A modo de conclusión podríamos decir que el viaje como forma de huida es el comienzo de un nuevo viaje interno.

     Hasta aquí utilidad y finalidades del viaje en Unamuno; vengamos ahora con lo que podríamos denominar «Guía del viajero».



2.6. Guía del viajero. Normas y usos

     Sin olvidar nunca la distinción efectuada al comienzo del presente capítulo entre viajero urbano y viajero peregrino, observo dos formas de realizar el viaje urbano en Unamuno:

     a) viajar sin conocer a nadie;

     b) viajar en solitario.

     Ambos puntos facilitan la labor de descubridor de nuevas tierras que pretende.



VIAJE Y PERSPECTIVISMO

     El viajar sin conocer a nadie implica para el escritor no ser conocido, el anonimato, y esto a su vez le conduce al «más íntimo encanto» del viaje: la soledad.

     Unamuno disfruta callejeando, flaneando, recorriendo calles y lugares que desconoce y perdiéndose por ellas -este ansia por descubrir lugares que encontramos también en sus excursiones a las cumbres: llegar donde nadie ha pisado, descubrirlo- sin ser reconocido:

                ¡Qué encanto éste de recorrer a la ventura calles por una ciudad que no se conoce! Perderse y volver al mismo sitio, descubrir que este callejón lleva a aquella plazuela que ya vimos, satisfacer así a poca costa el instinto del descubridor de nuevas tierras (pág. 227).           

y sin conocer, lo que le permite plantearse la perspectiva del habitante que lo ve. Veamos este curioso perspectivismo que don Miguel imagina, oculto tras un anonimato premeditado y «durante un paseo provinciano de esos en que hacen conocimiento los novios». Tal perspectivismo tiene una doble vertiente:

     1. la del escritor que imagina a su observado;

     2. la del escritor que imagina lo que el observado piensa de él. [63]

     Antes de continuar conviene aclarar que resulta extraño que un personaje con tal carisma viaje anónimamente, sin ser reconocido -si exceptuamos sus viajes a Portugal-.

     Pero, volvamos al tema. En el primer caso, Unamuno observa lo que sucede a su alrededor, lo que le procura un extraordinario motivo para la meditación, y crea su realidad a partir de esta observación:

                ¿Quién será aquel filósofo sentado allí al pie de aquel tilo? ¿me pondré al habla con él? No, no sea que me estafe; quiero decir, no sea que me resulte no un filósofo, sino un simple holgazán. Pero, ¿es que los filósofos son algo más que unos holgazanes? Los portugueses no son, según confesión propia, filósofos, es decir, metafísicos, lo cual no quiere decir, claro está, que no sean holgazanes (pág. 229).           

     Su perspectivismo, cargado siempre de una extraordinaria ironía, es asombroso, pero no lo es menos la perspectiva del que Unamuno supone que lo está contemplando:

                Y ellos, a su vez, serán a decirse: ¿quién será ese señor de las grandes gafas y el chaleco cerrado, con facha de extranjero en todas partes, que toma notas en un cuadernito? ¿Qué apuntará? (pág. 229).           

     Unamuno, personaje y creador de este ficticio perspectivismo (92) de formas humanas reales, esconde un «as en la manga» que le permite su condición de creador; suya es la solución al enigma: «Lo que menos sospechan, de seguro, es que hago cuentas del coste de la expedición». De nuevo esa ironía unamuniana a la que se le ha prestado poca atención, aparece. Al final, el Unamuno partidario del viaje en el anonimato -sin conocer y sin ser conocido- se cansa de tanto flanear y hasta de viajar sin conocer a nadie: «Es que el flanear cansa, es que el estar tantas horas en una ciudad donde a nadie se conoce...» (pág. 230). No conocer y no ser conocido implica soledad y Unamuno es partidario de ella por lo que ésta supone de disfrute del viaje: [64]

                Viajar en compañía no es viajar, pues quita al viaje su más íntimo encanto: la soledad. ¡No conocer a nadie! ¡No ser conocido! (pág. 238).           

     De nuevo aquí quiero hacer un inciso.

     La soledad del viajero Unamuno es testimonial: no hemos de perder de vista que sus viajes urbanos suele realizarlos por invitaciones para conferencias y discursos -no estamos analizando el viaje obligatorio que supone el exilio-, lo que supone que haya anfitriones que lo reciban y le enseñen la ciudad, aunque tenga sus horas libres (93); por otra parte sus excursiones montañeras siempre las realiza acompañado por amigos y en ocasiones con guías nativos:

                Solo, en ciudad extraña, sin conocer a nadie, sin recuerdos que me liguen a lo que veo... (págs. 229-230).           

     La soledad lo es más si no existen recuerdos que liguen al lugar que se visita, aunque permita un descubrimiento más genuino de éste (94).



EL TURISTA: ARQUETIPO DEL ANTI-VIAJERO UNAMUNIANO

     El viajero ha de huir de toda recomendación turística. Ante esta sugerencia Unamuno toma diversas posturas:

     -Su puesta en práctica. De este modo cumple una de las características atribuidas a sus compañeros de generación, que quedaría clasificada en su faceta peregrina: es el modo de penetrar en el alma de España. Huye -relacionémoslo con la huida de la [65] que ya hablamos- de los lugares conocidos, de las grandes rutas ferroviarias y de sus recomendaciones; y, al mismo tiempo, los viajes le sirven al escritor vasco de escaparate en el que exponerse, aunque curiosamente pretenda viajar como un desconocido: se trata de peregrinaciones campestres, alejadas de grandes y de pequeñas ciudades:

                Pero es preciso salirse de las grandes rutas ferroviarias por donde circulan los turistas deportivos, Baedeker en mano... (pág. 282).           

     Y esas grandes rutas han aislado lugares y caminos, y han convertido el viaje en un medio, haciendo las distancias más largas:

                Han sido las grandes rutas, los caminos que han suprimido las distancias, y con las distancias el goce reposado de los pasos comedidos y contemplativos, los que han aislado a ciertas regiones y hasta las han vuelto salvajes (pág. 1.479).           

     El peregrino Unamuno basa la importancia del camino en la contemplación de éste, en su goce, y por ello una de las críticas que realiza se refiere a este importante apartado de su teoría -que ya expusimos en la introducción-. Sin contemplación y sin goce no existe el peregrino sino el turista preocupado por el fin y despreocupado de la contemplación:

                Han sido los caminos los que han hecho no pocos desiertos (pág. 479).           

     Unamuno, como Azorín, busca pueblos desconocidos, sin historia, que son los más intrahistóricos, en los que parece que nada cambie porque el fondo continúa inalterable:

                Siempre me han atraído esos lugares y villas que desfilan a nuestros ojos según va el tren ganando tierra, campos adelante. Son los más de ellos pueblos sin historia, donde a nadie conocemos (pág. 242).           

     Y en este interés unamuniano por los pueblos sin historia (95), desconocidos, se oculta el peregrino: [66]

                Yo no sé si será que en mí, como en casi todos los hombres, duerme el nómada, el peregrino andariego y errante, y despierta de cuando en cuando (pág. 242).           

     Dentro de esta «Guía del viajero», Unamuno personifica en la figura del turista lo que nunca ha de hacerse. Veamos.

     La figura del turista representa el viaje turístico, las guías Baedeker, obviamente todo ello rechazado por Unamuno, que reconoce en aquél al destinatario de los consejos y recomendaciones pre fabricadas y cuya consecuencia supone la aparición de «molestísimos cicerones, fondistas y vendedores de curiosidades».

     El turista es, por tanto, el enemigo del viaje; puntualicemos que, para don Miguel, turista es el gourmet que viaja para degustar cocinas variadas, o la persona que viaja con un exclusivo afán cultural -ver espectáculos, comer- o bien el turista que viaja por topofobia. El mismo escritor vasco delimitó las diferencias existentes entre los turistas especialistas y los turistas ociosos:

                Pero los más terribles son los turistas especialistas, los que vienen, no a divertirse, no a ver, sino a informarse de algo, a estudiar. Son algo así como viajantes de la ciencia, no viajeros de la contemplación (pág. 1.387).           

     Viajeros de la contemplación, ésta es la idea central de la teoría unamuniana del viaje. El viajero necesita de la contemplación para su recorrido; su desarrollo dependerá en gran medida de ésta, sin la cual el viaje se limitará a enumeraciones y datos.

     Se pregunta el rector por los motivos que impulsan a la mayoría de los viajeros a viajar.

     Releamos el siguiente texto:

                Pero ¿para qué viajan la mayoría de los que viajan? ¿Hay algo más azarante, más molesto, más prosaico que el turista? El enemigo de quien viaja por pasión, por alegría o por tristeza para recordar o para olvidar, es el que viaja por vanidad o por moda; es ese horrible e insoportable turista que se fija en el empedrado de las calles, en las mayores o menores comodidades del hotel y en la comida de éste. Porque hay quien viaja, horroriza el tener que decirlo, para gustar distintas cocinas. Y otros para correr teatros, cafés, casinos, salas de espectáculos, que son en todas partes lo mismo y en todas [67] igualmente infectos y horrendos. Y hay quien viaja, lo he dicho antes de ahora, por topofobia, para huir de cada lugar, no buscando aquel a que va, sino escapándose de aquel de donde parte (pág. 362).           

     Cita extensa pero substanciosa que aclara el concepto que de turista tiene Unamuno. El turista se diferencia esencialmente del viajero unamuniano en la importancia otorgada al camino: mientras el viajero gourmet o el viajero cultural o el viajero topofóbico viajan por una necesidad voluntaria que se halla en el fin del camino (96), el viajero unamuniano viaja atendiendo al camino, sin una invalidad aparente. Viajar por pasión, viajar para olvidar o para recordar, por alegría o por tristeza. Es viajar no preocuparse por el destino final, sino únicamente por el camino; de ahí la oposición existente entre el turista y el peregrino o viajero unamuniano. Unamuno rechaza al turista vanidoso, de vanidad de «parvenu norteamericano, de especiero neoyorkino o de salchichero chicagüense». El turista es cómodo por naturaleza y por ello «no conocerá el mundo». Don Miguel es partidario de la incomodidad de la caminata (97), de la comida casera, del agua de manantial, es decir, de todo lo que suele detestar el turista, preocupado más por un buen viaje que por el viaje. El turista, por tanto, es ajeno al descubrimiento de nuevas tierras y ajeno también al conocimiento de España; desconoce su país y hay que huir de él:

           [...] no saben dormir, ¡pobrecillos!, sino en cama de hotel, ni saben comer sino con una cualquiera de esas infinitas aguas embotelladas que tienen perdido el estómago a todos los tontos, y una comida internacional, que es la peor de las comidas. Para estos desgraciados unas horas de diligencia, de carro, a caballo, en burro, y nada digo a pie, son el peor tormento. Esos pobres jamás conocerán el mundo (pág. 285).           

     Unamuno insulta y critica al turista por su superficialidad e ignorancia, [68] por su comodidad. El escritor vasco es casi un monje en monasterio de piedra, a quien no le importa la incomodidad:

                Se habla a esto -aquí por lo menos- de dificultades de locomoción, de malos alojamientos, de molestias; pero todo esto, sobre ser, cuando no falso, exagerado, no pasa de pretextos. Y además, «a quien algo quiere, algo le cuesta», dice el refrán. Los trenes expresos y de lujo, los hoteles confortables, han enmollecido a las gentes sin que por eso resulten muy gratos (pág. 281).           

     Y no es un impedimento para viajar, si acaso la comodidad. Y Unamuno, incapaz de contener su verbo, arremete contra el turista comodón:

                Por mi parte, me llevan los demonios cada vez que oigo a uno de esos insoportables petimetres de moquero perfumado, y que se han hecho una cabeza en colaboración con el peluquero, quejarse de las comidas, de los trenes o de las camas. Todo eso es pedantería, y los más de ellos no vivirán mejor en sus casas (pág. 281).           

     Ocurrente y chistoso, llevado por los demonios (98), don Miguel deduce una ventaja del viaje y de la excursión «la de acostumbrarse a todo y dejar melindres. Con ello bastaría».

     Los pueblos de casta ibérica no han de temer a la incomodidad y a las penalidades, he aquí su superioridad; el hombre ibérico se transforma de este modo en un superhombre nietzscheano capaz de lo imposible: la incomodidad es secundaria en todo zorro cazador.

                Nada denuncia tanto la ordinariez de espíritu, la ramplonería y plebeyez del alma, como el apego a la comodidad. El señor que no sabe viajar sin almohada y baño es un mentecato. El desprecio a la comodidad es aún una de las evidentes superioridades de los pueblos de casta ibérica. En ninguna parte estalla tan a las claras la [69] ramplonería humana como en la mesa del comedor de un gran hotel (pág. 354).           

     El turista evidencia «una falta de selección del viaje» que le conduce siempre a visitar los mismos lugares que miles de turistas como él visitan, atractivos por una rutinaria «lindeza de cromo»:

                Es una lástima que la ramplonería de la rutina española lleva a tantas gentes a pueblecillos banales, de una lindeza de cromo que encanta a los merceros enriquecidos, y haga les asuste pasar incomodidades para ir a gozar de visiones que están fuera del tiempo (pág. 264).           

     Las visiones unamunianas se encuentran entre las visiones fantásticas y las visiones teológicas: desde una base real alcanzan una percepción imaginativa infusa; de este modo conjugan la imaginación del primer tipo de visiones y la iluminación del segundo. La producción paisajístico-viajera de Unamuno en su vertiente de viajero peregrino abunda en visiones, principalmente producidas en los campos y montañas, puesto que allí se encuentra la España eterna.

     Asimismo el turista busca paisajes turísticos y naturaleza domesticada. Y tal diferencia entre paisaje turístico y paisaje unamuniano es señalada por el mismo escritor:

                En la aulaga (99) ha expresado sus entrañas volcánicas, el paso de su corazón de fuego, esta isla entrañable [se refiere evidentemente a Fuerteventura]. No es, no, el verdor ficticio de los platanares que allá, en la Orotava de Tenerife, encantan a los boquiabiertos turistas que se enamoran de hojarasca y de perifollos. Ese es paisaje de turistas, no de peregrinos del ideal ultraterrestre, no de romeros de la inmortalidad (pág. 557).           

     Sin querer detenerme más de lo necesario en la obra referida al exilio -puesto que no entra en los límites de este trabajo al pertenecer [70] al viaje forzoso- considero conveniente referirme a este elemento, la aulaga, por la importancia que Unamuno le otorga.

     La aulaga representa un tipo de paisaje reservado exclusivamente a los peregrinos que buscan paisajes fuera del tiempo (100); el turista nunca podría alcanzar a comprender ni tan siquiera alcanzar a ver tal planta:

                La aulaga ahuyenta a los turistas, a los desocupados, a los frívolos; pero la aulaga atrae a los peregrinos, a los ocupados en el eterno problema de la finalidad del universo, a los cordiales.

     La aulaga rechaza a los machos sin más que serrín en la mollera y pus en el corazón (pág. 557).

          

     Estos paisajes se hallan fuera del tiempo, accesibles sólo a peregrinos. Unamuno distingue en estos viajes intemporales un nuevo verbo: emigrar, que aporta una nueva visión al peregrinaje: ya no se trata de un viaje turístico ni de una excursión, ni de viajeros ni de excursionistas, este peregrino es una nueva especie contemplativa:

                Pero es que este viajar por el tiempo no es propiamente viajar, no es lo que hacen excursionistas y turistas, que van huyendo de todas partes -por topofobia- y sobre todo huyendo de sí mismos; ese viajar por el tiempo es propiamente emigrar. Como emigran las golondrinas y las cigüeñas en busca de sus nidos de antaño [...]. Los animales emigrantes no son turistas, no son excursionistas, no son viajeros. Ni lo son en rigor los peregrinos ni los mendigos errantes. Golondrinas, vencejos, cigüeñas, peregrinos, buhoneros, mendigos errantes, pastores trashumantes recorren no el espacio, sino el tiempo (pág. 712).           

     Y Giacomo Leopardi, el escritor italiano, le proporciona a don Miguel el modelo de peregrino por y en el tiempo, el modelo de peregrino contemplativo: [71]

                El leopardino pastor errante de las estepas asiáticas que interroga a la luna por su destino, peregrina por el tiempo, no por el espacio. ¿Andar y ver? Mejor acaso sentarse y esperar (pág. 712).           

     Conclusión. Ni turismo ni excursionismo. Unamuno acaba su recorrido en el conocimiento de sí mismo, emigración por el tiempo, por los recuerdos:

                ¿Turismo? ¿Excursionismo? Mejor emigración por el tiempo, tiempo atrás, a través de recuerdos (pág. 713).           

     Don Miguel aporta un nuevo enfoque a la visión del viajero que confirma la faceta del viajero Unamuno que señalamos en la introducción a este capítulo: el peregrinaje en el tiempo. El mismo Una muno afirma que los viajes por el tiempo recrean el alma -omnipresente-:

                Sólo recrean el alma los viajes por el tiempo. Y por el tiempo íntimo, por el tiempo de los recuerdos personales (pág. 712).           

     El turista, lógicamente, se encuentra a considerable distancia del viaje por el tiempo, de la emigración o del peregrino; se trata, en suma, de un viajero que ignora su país y al que no le preocupa el conocimiento de su alma.



SU INCONSECUENCIA CON LA PROPUESTA DE HUIR DEL TURISMO

     Ocurre principalmente en sus viajes a Portugal, pero al Portugal que no conoce -no a Espinho- y por el que circula turísticamente -recordemos el viaje aristocrático-.

     La postura de Unamuno ante la recomendación turística en este segundo caso que nos ocupa es variada.

     En primer lugar, tomemos un ejemplo. Visita aquello que se encuentra recomendado: «Estando en Portugal hay que ir a Braga; es uno de los deberes del turista...» (pág. 224). Aunque oculta tras este deber una misión innata: su responsabilidad de escritor «ineludible en el que quiere escribir sobre lo pintoresco de esta tierra». Unamuno se convierte en obediente turista por alto motivo: escribir. Sin embargo, alterna la utilización de una guía -Guía do viajante em Braga- sin «especialismos», seleccionando los datos enciclopédicos, [72] con el descubrimiento de la ciudad, recorriendo sus calles al azar. El mismo Unamuno toma distinta postura que el turista y así lo afirma:

                Los honrados burgueses, a los que les sube allá el genial y arrojado elevador, no van a subir por su pie, o montados en un caballejo, a lo alto de la sierra de la Estrella o al Marao [Unamuno sí sube por su pie] (pág. 232).           

     Su utilización de la Guía difiere de la que puede hacer cualquier turista. Unamuno inserta textos de ella en sus propias crónicas, y dichos textos sustituyen los comentarios del propio escritor con los que se identifica plenamente. La guía para Unamuno es una base sobre la que cimentar sus divagaciones (101); para el turista es un libro sagrado que le impide ir más allá de lo que contempla.

     Hasta aquí he intentado exponer las dos posturas que Unamuno toma ante lo que él considera esencial: la huida del turismo y, por ende, del turista; por una parte la pone en práctica; por otra no lo tiene en cuenta; ahora bien, en ambas prevalece el rechazo del turista aunque él, en ocasiones, sea un «turista aristocrático» según el término de Ramón Pérez de Ayala. El turista es enemigo del viaje: tiene un fin y no le importa el camino; es cómodo e ignora rincones que no vengan en las guías turísticas; es vanidoso y su selección del viaje consiste en atenerse a recomendaciones turísticas; busca una naturaleza domesticada. Todas estas características se oponen al concepto que del viaje y del peregrino tiene Unamuno, de sus viajes en el tiempo y en el recuerdo. Frente al turista arquetipo de la comodidad y del descanso surge un viajero al que no le importa la incomodidad y para el que el cansancio es un elemento imprescindible (102). [73]



EL VIAJE Y LA RESPONSABILIDAD DEL ESCRITOR

     El escritor-viajero Unamuno defiende la función pedagógica del viaje valiéndose de medios didácticos de apoyo, tales como postales o ilustraciones, siempre y cuando éstas no eliminen la crónica viajera:

                Figúrate, lector, que esta divagación fuese ilustrada con vistas de Gredos, la subida por la barranca, un ventisquero, el pico de Almanzor, el Ameal de Pablo, la choza de un pastor, la laguna vista desde arriba, etc. ¡Cuánto no ganaría esto para los que quieren cosas! Y el recurso es excelente (pág. 354).           

     Para don Miguel la responsabilidad del escritor no ha de ser olvidada durante el viaje, de ahí que critique a los escritores cuyas crónicas resulten artificiales.

                Sé de un cronista a quien no le interesan ni los paisajes ni los monumentos arquitectónicos; llega a una ciudad, compra una colección de vistas de ella, se encierra en el hotel, donde se cuida, ante todo, del menú, y se pone, con una guía al lado, a escribir su viaje (pág. 354). [74]           

     La honestidad del escritor no ha de temer al cansancio o a la incomodidad, ya que está por encima de ellas. Veamos un ejemplo que demuestra hasta qué punto Unamuno es consciente de su responsabilidad.

     En 1908 viaja a Portugal. Durante su visita pasa por la línea de Beira, y ve una ciudad que en otros viajes le había llamado la atención, Guarda, que no se encontraba recomendada en «el mapa excursionista que en los vagones de primera de los trenes (103) ha hecho fijar la Sociedad Propaganda de Portugal». Unamuno incurre en el descuido de visitar la ciudad sobre todo si la Sociedad no la recomienda. Tras permanecer un día en Guarda, «un mortal día», su descripción de la ciudad es la siguiente: «[...] esa Guarda fría, ventosa, húmeda, fea, denegrida y fuerte, que vigila España».

     Adjetivación lúgubre, sensación de algidez. Con tal descripción su conclusión no puede ser más negativa: «tiene razón la Sociedad Propaganda de Portugal».

     Guarda no podía haber causado peor impresión al esperanzado descubridor vasco, que, sin embargo, intenta extraer de tan infausta visita su crónica:

                Pero cuando se llega a un sitio hay que sacarle el jugo, sobre todo nosotros los forzados del cálamo -el subrayado es mío-. Es cosa terrible esto de ver algo para escribir de ello, más bien que escribir porque se ha visto. Pero el oficio... y, una vez allí, no iba a perder el viaje (pág. 238).           

     El escritor acompaña siempre al viajero Unamuno que no puede nunca desaprovechar su viaje: por encima de éste tiene una labor y una misión, la de escritor. [75]



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3. La cumbre como lugar idóneo para la reflexión

     Cuando al comienzo de este trabajo propuse la existencia de dos vertientes -urbana y peregrina- en la obra paisajístico-viajera de Unamuno anticipé una subfaceta montañera adscrita a la faceta peregrina, cuya localización puede apreciarse en cualquiera de sus artículos de cumbres (104).

     Su importancia -al margen de la que le otorgan las constantes referencias de Unamuno- podemos sintetizarla del siguiente modo: la cumbre actúa como palingenesia y al mismo tiempo es el lugar idóneo para poderse sincerar con sus lectores y consigo mismo; desde allá arriba las visiones se suceden; la fatiga -entendida como sufrimiento- y posteriormente el descanso le permiten alcanzar una contemplación y una meditación apacibles -como ya sucedía en la faceta peregrina-, adecuada recompensa para el esfuerzo. La regeneración de espíritu -común al peregrino-, el filtro que la cumbre supone para sus visiones y pensamientos, y, ¡cómo no!, la perspectiva interesante y novedosa que observa de su patria, son argumentos suficientes para concederle un apartado en este trabajo.



3.1. La montaña

ELEMENTO FÍSICO

     El primer elemento que destaca en las lecturas montañeras es el elemento físico, representado en la montaña. Este elemento geográfico fue uno de los símbolos materiales que mejor sirvió para significar el alma romántica. Rousseau, Chateaubriand y Sénancour utilizaron el citado símbolo de diferente manera, pero es la visión de este último (105) la que mantiene importantes vínculos con la visión [76] unamuniana de la montaña. Sénancour como Unamuno mitifica el espacio de alta montaña, lugar idóneo para la solución de sus respectivas crisis. Unamuno, como es habitual, reflexiona sobre ésta. Dentro de su particular orogenia, dedica un apartado especial a la descripción de las montañas, a su orografía.

     En primer lugar se refiere a su cuerpo -su altura- que no resulta imprescindible para su goce -aunque sí, como veremos, para su escalada-. A pesar de ello, Unamuno prefiere las montañas altas para escalarlas -ejercicio físico- aunque no interfiera para nada su contemplación:

                [...] el efecto y la sensación que las montañas nos producen no crece, ni con mucho, a medida de su altura (pág. 365).           
     . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
     La altura geométrica es de una importancia secundaria en el respecto estético. Y una cosa parecida ocurre con los lagos, y con los ríos (pág. 365).

     La altura, pues, no importa al rector: doscientos sesenta metros o dos mil setecientos no le privan del placer de la escalada que al fin y al cabo es su pretensión: ascender y llegar a la cima: «Todos los años tengo que hacer alguna ascensión a la montaña». Al margen del ejercicio físico, la ascensión le proporciona al escritor-escalador un doble placer: estético y sensual:

                Esto de ascender a las cimas de las montañas, y más si son rocosas, es un placer que tiene tanto de sensual como de estético (pág. 462).           

     He de aclarar que me refiero al concepto de cumbre no entendido al modo unamuniano -las llanuras castellanas son cima-, sino como parte superior de una montaña.

     Unamuno y su afán de proselitismo de la fatiga alcanzan la cota máxima en este aspecto montañero, llegando a hablar de «la voluptuosidad de la fatiga». Pues bien, este voluptuoso escritor considera [77] que cada cima es distinta por la sensación que cada una de ellas produce. Sustenta su teoría en un símil gastronómico:

                No cabe decir en qué tal cima es distinta de la otra, como no cabe expresar en qué se diferencia el gusto de un manjar del de otro manjar cualquiera (pág. 462).           

     Y si resultaba poco convincente tal símil utiliza otro musical -fijémonos en que música y gastronomía no fueron especialidades del rector salmantino-:

                Pero así como cada manjar debe de dar, a través de la economía animal, un tono distinto a nuestro espíritu y sugerirle por tal modo distintas formas de ideas, así cada cumbre es como otra música que nos pide otra distinta letra (106).           

     Al margen de la utilidad que las montañas tienen para el hombre -como veremos en este trabajo-, las montañas cumplen una función: dividen y separan hombres y naciones:

                Y volviendo la vista a éstas, que defienden y abrigan a los pueblos, dividen las razas y naciones, distribuyen entre ellas las aguas mismas que las consumen, embellecen y fecundizan los valles.           


ELEMENTO HUMANO

     En cualquier tipo de viaje, peregrinación o escalada, de Unamuno siempre encontramos la obligada referencia a las gentes que habitan o recorren los lugares que visita: montañeses y pastores con los que convive.

     Si para Unamuno un árbol, un río o una montaña forman parte de una nación en igualdad de condiciones que un hombre, no es de extrañar, pues, que junto al elemento físico: la montaña, figure el elemento humano: el montañés.

     Curiosamente la figura de este tipo no está ligada a la cumbre sino a la ladera. Unamuno considera que la montaña achica al hombre [78] puesto que le obliga a vivir oculto en ella; de este modo el ascenso a la cumbre es el único modo de vencerla y de no sentirse empequeñecido ante ella:

                La montaña achica al hombre, porque se agazapa a vivir a su pie o en sus rinconadas y repliegues. Sólo se engrandece cuando pisa su cumbre. Pero, ¿qué montañés gusta de subir a ella? El montañés no es hombre de las cumbres, sino el hombre de los repliegues del pie de la montaña; no es el que domina a ésta, sino el que es dominado por ella (pág. 417).           

     Sin embargo, el montañés es el óptimo representante del sentimiento de la naturaleza. Si el arquetipo unamuniano para este sentimiento había sido el labriego, en este entorno había de serlo el montañés.

     El sentimiento de la naturaleza no es exclusivo de los poetas, que pueden apreciarla sin esperar beneficio material de ella, al contrario de lo que sucede con el que la trabaja -labriego o montañés- que depende de la naturaleza y por tanto sus facultades de contemplación y de goce permanecen atrofiadas:

                En el labriego que mira con amor su terruño duerme ese sentimiento, sofocado en gran parte por los cuidados y ansiones que le inspira la fuente de su material sustento, pero no se muestra al mismo que lo abriga, como lo hace en el poeta, que, libre de la pesadilla económica en tal respecto, contempla al campo como lo contempla un hijo y no un esclavo, bajo la apariencia de dueño de la tierra (pág. 58).           

     El campesino o el montañés aman la naturaleza por su utilidad y no por su belleza: el amor que ambos sienten es un amor instintivo por lo que aquélla les reporta. El trabajo les impide apreciar la naturaleza. Dice Unamuno que «la belleza es ahorro de utilidad» y esta máxima parece confirmarse aquí: lo bello no es rentable al menos en los términos en que nos referimos. Si es útil el labrador no llega a descubrir la belleza:

                El campesino lo ama, pero lo ama por instinto, casi animalmente, y lo ama utilitariamente [...]. El que tiene que tener su frente encorvada sobre la estera del arado no es el que mejor puede gozar de la hermosura del campo (pág. 336). [79]           

     Aunque Unamuno piensa que la utilidad cercana al goce del sentimiento de la naturaleza resulta necesaria en el origen de ésta: el trabajo impide apreciar la naturaleza, pero es necesario para amar la tierra. La utilización de la tierra sólo puede conducir a un idilio asexuado de ésta con el hombre: el trabajo aproxima al hombre a la naturaleza:

                Y es, sin embargo, ese trabajo el que nos ha de enseñar a querer la tierra. El amor desinteresado al campo, el sentimiento de la naturaleza tiene su origen en la utilidad que aquél nos presta (pág. 336).           

     El goce estético está destinado a todo aquel que no encuentra útil el campo, puesto que de este modo lo siente bello; la lucha entre hombre y campo, sin embargo, resulta fundamental para el idilio:

                [El campesino] nunca llegaría a sentir la hermosura del campo si no hubiese tenido antes que luchar con él para arrancarle el pan de que se nutre, regándole con el sudor de su frente (pág. 58).           

     El padrenuestro unamuniano acaba refiriéndose a la recompensa que esta invisible belleza ha ofrecido al labrador. Ahora bien, la identificación íntegra con este sentimiento estético se produce cuando se acepta la visión que de la tierra se tiene, es decir, en el momento en que el campesino se transforma en dueño y abandona su período de esclavitud; de objeto poseído se convierte en poseedor:

                Así es como el sentimiento estético de la naturaleza, nacido del agradecimiento a los favores que nos hace, sólo se perfecciona y acaba a medida que nos hacemos dueños de esos favores mismos, de los que antes éramos esclavos (pág. 59).           

     El hombre apreciará la belleza de la tierra cuando la identificación entre ambos sea plena y la tierra sea obra del hombre, es decir, cuando ambos elementos, tierra y hombre, formen parte de una misma naturaleza: hombre natural y naturaleza humana:

                Cuando sea la tierra por entero del hombre hallará éste la utilidad de aquélla reflejada en belleza y a belleza reducida (pág. 59).           
          . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
[...] el ideal de un hombre enteramente natural en comunión íntima con una naturaleza, a la que podemos llamar ya humana (pág. 59). [80]

     Unamuno acaba identificando el sentimiento de la naturaleza con un sentimiento cristiano.

     Labradores, montañeses, pastores... simbolizan la intrahistoria como «gentes sin historia», pero son los héroes de ésta frente a los héroes públicos -políticos, escritores-. Aquella laya de personajes anónimos constituyen lo inmutable de la intrahistoria frente a la historia oficial: son la tradición eterna. La diferencia esencial entre héroes históricos e intrahistóricos se encuentra en la consciencia: «La historia es consciente; la intrahistoria es inconsciente» (107).

     Unamuno convive con los pastores, les sigue aunque «cayendo alguna vez», reconociendo «la pasada firme, sin hacer ruido» del pastor ágil. Se sorprende de la ignorancia en la que viven felices allá en la cumbre (108).

     El pastor, como el montañés o el labriego tienen una significación especial cuando se trata de Unamuno. Los tres representan la España eterna (109), la España intrahistórica que permanece. Forman [81] parte de una misma raza junto a ríos, montañas o campos y viven ajenos a los acontecimientos del país; sin embargo es necesario acercarse a ellos para conocer el alma de la patria y para «poner el alma en mangas de camisa», lejos de la ciudad y de sus habitantes.

     El decorum al que ya antes nos habíamos referido (110) desaparece ante esta gente; no es necesario el caparazón para convivir con ellos. De ahí que el pastor no sea únicamente el guía que conduce a don Miguel a través de paisajes más o menos impresionantes, sino que también supone el contacto con otra España no urbana.



3.2. La cumbre como palingenesia

NUEVA PERSPECTIVA DE ESPAÑA

     Las montañas constituyen el esqueleto de España, y Unamuno, desde la cumbre, la siente como un cuerpo que puede contemplar en toda su extensión. La perspectiva que ofrece la altura permite al escritor vasco una contemplación diferente «todo como en un plano, todo humildemente a nuestros pies», que abarca un espacio mayor del país y lleva a «sentirse guerrillero, al ver a los pies el magnífico ajedrez de los valles y las montañas». Don Miguel utiliza un método panorámico de observación: «Se coloca [...] a distancia del paisaje que quiere contemplar [...] y mira a grandes extensiones unificadas por la lejanía»; esta envidiable ubicación distante del punto observado le «altera las proporciones de las cosas y les da muchas veces una apariencia de delicadeza de que carecen vistas de cerca. El mirar de lejos le da a Unamuno el doble interés de saber cómo son y verlas distintas» (111):

                Más de una vez, contemplando el rocoso esqueleto de España, no hace aún un mes en Gredos, y hace pocos días, llenando el alma con la visión de los Picos de Europa desde Potes, al pie de la vieja torre del Infantado, volvimos a rumiar nuestra antigua figuración de que eran las entrañas óseas de la patria sorbiendo el beso ardiente del sol desnudo, su padre. [82]           

     La cima, desde la que otea y descubre una España física y a la vez inmaterial, le proporciona el locus amoenus preciso para indagar en el alma del país y del hombre:

                Viendo desde una cumbre de una de las sierras de Castilla desplegarse a mis pies como alfombra en el cielo, desprendida de todo grosero peso de materialidad, un vasto retazo del cuerpo de España, me surgía del corazón la confianza de que el sol que lo curte ha de alumbrar todavía grandes glorias y perdurables proezas.           

     Allá en la cumbre Unamuno razona de acuerdo con el siguiente proceso: en primer lugar, imagina el país, lo sueña; en segundo, lo ve, por este orden, imaginar y ver. Desde allá arriba intenta conocer y descifrar su cuerpo y su alma. Para conocer la patria no basta con verla desde la tierra, hay que verla desde arriba, y previamente imaginarla -soñarla-:

                No me ha sido dado otearla, en panorama cinematográfico, desde un avión, pero sí columbrarla a partes, a regiones, desde sus cumbres. E imaginarla viéndola así, con el ánima y con el ánimo. ¡Imaginar lo que se ve! (pág. 705).           

     El proceso unamuniano de imaginación entra en funcionamiento paralelamente al del ensueño: estar en un lugar y la conciencia de saberse en él vivifica la imaginación (112); por tanto, el paisaje que tiene ante sus ojos pasa a ser un paisaje soñado, en este caso España. E inmediatamente se acciona el dispositivo que le facilita una interpretación subjetiva de la matria:

                Si el catecismo nos enseñó que es creer lo que no vemos, cabe decir que fe -conocimiento, ciencia- es crear lo que vemos. E imaginar lo que vemos es arte, poesía. Tener fe en España y conocerla, pero también imaginarla. E imaginarla corporalmente, terrestremente. He procurado, sin ser quiromántico, a la gitana, leer en las rayas de esta tierra que un día se cerrará sobre uno, apuñándolo; rastrear en la geografía de la historia (pág. 705). [83]           

     La integración en el paisaje de la cumbre es plena: válida para soñar otro paisaje -soñar el páramo palentino en Gredos y Gredos en el páramo-, idónea para sentirse «uno todos los que uno es».

     La cima le proporciona la perspectiva para el análisis geográfico: el país es un ser vivo dotado de cuerpo y de alma, vigilado por un Dios -Unamuno- que lo observa desde las alturas de Gredos. Según Cardis, el escritor vasco mira el país con ojos de pintor y, sobre todo, de escultor: «Ve la tierra en masas y planos y llega a descubrirla con perfiles y profundidad. Para él la hermosura de la forma está en la línea: y cuanto más desnuda es, mejor» (113). La desnudez ascética de Castilla, sus líneas sencillas, la aulaga, el ciliebro, son elementos sobrios y comunes en la obra unamuniana, como si todos ellos intentaran representar el meollo, aquello que, sin caparazón, permanece en el interior: lo más sabroso.

     Según las ideas que desarrolla en sus textos, Unamuno es el escritor que más se aproxima a España: conoce el país porque lo ha recorrido; sueña e imagina lo que ve terrestremente; y, por último, hace su lectura del país -de sus líneas de la mano-. La original perspectiva de la cumbre le confiere un papel propicio para penetrar en el alma del país: el silencio y la paz de la cima (114) favorecen la meditación y la contemplación. Pero Unamuno no se detiene en el conocimiento físico o espiritual de la patria y su meditación cimera le conduce a la revelación divina:

                En mi vida olvidaré una noche en que, durmiendo sobre el santo suelo de mi patria, sobre la tierra misma, en una de las cumbres españolas, me sorprendió antes del alba una tormenta. Viendo ceñir los relámpagos a los picachos de Gredos se me reveló el Dios de mi patria, el Dios de España, como Jehová se les reveló a los israelitas tronando y relampagueando en las cimas del Sinaí. La revelación de Dios baja de las montañas (pág. 285).           

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

     «Cumbres de Guadarrama y de Fuenfría, columnas de la tierra castellana», cantó García Tassara en su inmortal soneto. Columnas de [84] mi tierra, columnas que sostenéis su cielo: quien nunca se abrazó a vosotras, ¿cómo va a sentir la patria? (pág. 285).

     Este texto nos resulta valiosísimo a pesar de su extensión para llegar a un par de conclusiones: por una parte, Unamuno y Moisés son testigos de revelaciones divinas que encuentran el lugar idóneo para manifestarse en las montañas; por otra, las columnas son el esqueleto de la patria que la sostienen, y por tanto hay que conocerlas para contemplar e imaginar la patria (115). Este particular conocimiento permite a Unamuno realizar observaciones sobre el país: paisaje y situación social se entrelazan. No es sólo el autor el que transmite sus estados de ánimo al paisaje, también éste refleja, en ocasiones, la situación del país:

           [...] y entre aquellas ronchas de lo que fue monte y es hoy desierto veíamos a la patria rezumando pus y sangraza por entre agrietadas costras de cicatrices.           

     Al margen de este nuevo enfoque para el conocimiento del alma de España, existe un afán por conocer su cuerpo «científicamente»; para ello Unamuno se valdrá de la cartografía adecuada.

     Desde la cima no se limita a dar un vistazo al paisaje que contempla y a descender inmediatamente. No. Unamuno consulta mapas que le indican qué es cada uno de los accidentes del terreno que contempla: montañas, valles, ríos... La panorámica desde la cumbre ya supone por sí misma un mapa:

                Y luego horas y más horas en ver tenderse a nuestros pies, como un mapa que sobre una mesa se despliega, el llano (pág. 417).           

     El conocimiento siempre interesa al inquieto rector y el asesoramiento cartográfico es una interesante base teórica -a ello hay que añadir la ya señalada ascensión en compañía de guías y de pastores y los libros «(buenos libros de botánica, geología y biología [que] me han enseñado a sentir el paisaje más que descripciones de otros»)-: [85]

                Con el mapa en la mano contábamos y reconocíamos, hacia la otra ladera, los pueblecitos de la llanada de Álava (pág. 291).           

     Pueblecillos y montañas que no escapan a la mirada de Unamuno que escudriña lentamente. Veamos una de las panorámicas que contempla en mano:

                En derredor las cimas de las montañas, de las montañas de nueve provincias españolas -incluso las tres vascas- emergiendo de un mar de nieblas, claras y resplandecientes al sol de España. Allí, al pie de nosotros, en el fondo de la quebrada, debajo de un imponente precipicio aguileño, la montaña de Santander, la tierra de los pasiegos y a lo lejos, entre la bruma que vela el mar, alguna playa brillando al sol. Todo como en un plano, todo humildemente a nuestros pies. Y nosotros con un mapa en la mano, reconociendo cada lugar, buscando el nombre que los hombres le han dado a cada repliegue de terreno (pág. 284).           

     Esta es la visión de Unamuno desde el Castro de Valnera, a mil setecientos metros, descripción detallada, siguiendo las indicaciones de un mapa y ampliando de este modo sus conocimientos externos de España (116):

                Y luego, tendidos en la cumbre, bajo el sol, que en tales alturas acaricia sin herir, a contemplar los pueblecillos, a hacer geografía (pág. 357).           

     En el fondo lo que don Miguel intenta es hacer «geografía viva», sentir el pulso de su país recorriendo sus infinitos vericuetos (117). Erosiones, formas del terreno, botánica, geología, ríos, son constatables en la producción de Unamuno y la prueba de su geografía [86] viva (118). La minuciosa observación le conduce a la siguiente conclusión:

                Y de las visiones de esos pueblecillos tendidos a mis pies parece subir la llamada de la patria. Esta alfombra que se despliega aquí, debajo mío, es un pedazo del cuerpo de España (pág. 419).           

     Cuerpo y alma forman parte de un mismo elemento, la simbiosis perfecta de la patria, y ambos se encuentran interrelacionados en cualquiera alusión unamuniana.



LA FUNCIÓN PALINGENÉSICA DE LA CUMBRE

     La cumbre desempeña una función palingenésica y afianza la condición humana a juicio de Unamuno; es el lugar apropiado para el descanso profesional y espiritual de Unamuno; además, en ella respira libremente y se funde con la naturaleza (119):

                Se desnuda uno el cuerpo, y el sol lo seca y reconforta y le seca a la vez la ropa. Y se siente más hombre de la tierra respirando a pecho descubierto el aire de la cumbre (pág. 284).           

     Al mismo tiempo las páginas en las que más claramente se advierte el intercambio de matices entre estados de alma y estados de paisaje -paisajes del alma- son, sin lugar a dudas, las referidas a pasajes de cumbres. Ante el sol cimero no es posible ocultarse:

                Allí, a solas con la montaña, volvía mi vista espiritual de las cumbres de mi alma, y de las llanuras que a nuestros pies se tendían a las llanuras de mi espíritu. Y era forzosamente un examen de conciencia. El sol de la cumbre nos ilumina los más escondidos repliegues del corazón. Había subido, además, con una recogida angustia, con una punzante preocupación de origen familiar; sobre mis esperanzas de padre se cernía una nubecilla que mi aprensión convirtiera en nubarrón (pág. 356). [87]           

     La situación personal se manifiesta con más claridad en la cumbre: es el lugar idóneo para reflexionar, para ocultarse -como lo fue el regazo de la madre según Blanco Aguinaga- y donde emer gen la conciencia y la voluntad de Unamuno que en ocasiones conducen a Dios -omnipresente- (120):

                Allí, en la cima, envuelto en el silencio, soñaba en todo lo que habiendo podido ser no he sido para poder ser el que soy; soñaba en todas las posibilidades que he dejado perder... (pág. 357).           

     La cumbre que aísla y preserva de todos los problemas materiales y espirituales «donde no llegan las nieblas, tampoco llega el añublo del espíritu». La palingenesia se ve favorecida por el silencio y la paz de la cumbre (121), desde ella cuerpo y alma se regeneran y el regreso a la ciudad es inevitable (122):

                ¡Ay, qué bien se estaba allí, en la riscosa cumbre de Gredos, columna dorsal de Castilla, junto a las crestas que aserra el cielo, a más de dos kilómetros y medio sobre el ras del mar, viendo ponerse el sol -y qué puestas- a nuestros pies, lejos de estas plazas, donde rompe el rumor de las luchas políticas del día! ¡Ay, qué bien se estaba allí almacenando sol y aire y serenidad y soledad! Pero hay que bajar, hay que bajar a estos llanos y valles en que se libra la batalla (pág. 637).           

     La cumbre propicia la meditación y la contemplación, favorecidas [88] ambas por el silencio y el reposo que le permiten acceder a un estado contemplativo alejado del estado agónico -utilizando términos de Blanco Aguinaga-:

                ¿Distracciones? ¿Diversiones? ¡no; Dios gracias, no! Ni distracción, ni di-versión, sino más bien in-tracción e in-versión. Al perderse así en aquel ámbito de aire hay que meterse en sí mismos. Pero en lo mejor de sí. Meditar, esto es, vagabundear con el espíritu por los campos de lo indefinido, mientras se contempla [...] (pág. 416).           

     El locus amoenus está servido (123); el conocimiento de uno mismo encuentra su caldo de cultivo en la cumbre -Obermann-, la meditación, anacoresis para el ciudadano hastiado: un paisaje del alma desde un estado del alma o la cumbre como palingenesia.

     A modo de conclusión podemos decir que la cumbre supone paz y sosiego, silencio y reposo que potencian la contemplación y la meditación -sin dejar de lado lo que implica de conocimiento geográfico y de ejercicio físico-:

                Escápate cuando puedas a la cumbre, ve a pasar unos días al pie del Aconcagua, donde más alto puedas (pág. 353).           


3.3. La ascensión

     Como cierre sirvan estas reflexiones acerca del intrépido escalador don Miguel de Unamuno.

     La ascensión es un excelente ejercicio físico que airea y desinfecta cuerpo y alma. Tal ejercicio tiene como finalidad, al margen de la deportiva, la nueva visión de España y el autoanálisis del escritor. [89]

     Vayamos, pues, con la ascensión desde una perspectiva externa: riesgo, fatiga...

     El riesgo o la vanidad del escalador resulta inseparable de la escalada y, sin embargo, no supone ningún obstáculo para el osado escritor vasco. Unamuno encuentra en el riesgo un doble placer: por un lado, es un estimulante para continuar la ascensión; por otro, le ayuda a demostrar su audacia al tiempo que corona la cima con el goce sensual y estético al que ya aludimos.

     En 1909 Unamuno escribe sobre una experiencia montañera que conviene perfectamente a nuestro objetivo.

     Un campesino se dirige a él:

                Pero ¿quiere usted subir más arriba? -nos decía otra vez otro campesino-; ¿allá?, allá no se puede subir; aquel pico es inaccesible; allá no ha subido nadie. Y le dije: de que nadie haya aún subido no se deduce que no se pueda subir y sea inaccesible; vamos, sí, a subir allá (pág. 337).           

     Para Unamuno no existen obstáculos ni psicológicos ni geográficos; a ello hay que añadir el reto planteado por el campesino, que el rector -corre el año 1909- acepta:

                Declararon la empresa imposible, y a nosotros, que la intentábamos, locos de remate. Y llegamos a la cima y nos vieron encaramados en ella, y al bajar y decirles [atención al comentario]: «¿Ven ustedes cómo hemos llegado allá y cómo es posible subir a esa pingorota?», nos contestaron: «¡Otra! Pero pudieron ustedes matarse...». Y yo repliqué: «Sí pudimos habernos matado, y éste es el mayor encanto de haber subido, el que pudimos matarnos al subir» (pág. 337).           

     Ante este texto caben dos interpretaciones: o don Miguel es en verdad un alpinista intrépido o un suicida encubierto.

     El riesgo, no obstante, nunca intenta ser evitado por Unamuno, y aunque, obviamente, se da más en sus andanzas montañeras, lo hallamos también en las campestres.

     Durante el mismo año, 1909 -año para temerarios-, Unamuno visita el monasterio franciscano de La Verde jurisdicción de Aldeávila de la Ribera-. Al parecer, el descenso hasta el cenobio resulta arriesgado: [90]

                Yo he bajado allá dos veces; a pie por escarpados y abruptos senderos, y espero, si Dios me da vida, volver a visitarlo otra vez; pero comprendo que no a todos aquella hermosura les recompensa del sacrificio de la bajada. Para mí la dificultad y molestia mismas de ésta tienen su encanto (pág. 341).           

     Esta dificultad permite que sea visitado por un número limitado de personas y ésta es la recompensa que obtiene el rector (124).

     Dejemos que el mismo Unamuno compendie su pensamiento:

                He estado hace pocos días en los altos de la sierra de Gredos, espinazo de Castilla; he acampado dos noches a dos mil quinientos metros de altura, sobre la tierra y bajo el cielo; he trepado al montón de piedras que sustenta al risco de Almanzor; he descansado al pie de un ventisquero contemplando el imponente espectáculo del anfiteatro que ciñe a la laguna grande de Gredos, y viendo el Ameal de Pablo levantarse como el ara gigante de Castilla, he convivido un momento con el pastor de las cimas y he recorrido, al bajar, las tierras teresianas, pasando mi fatiga del viaje por entre los nogales de Beceda, donde durante unos meses trató a la Santa -a Santa Teresa de Jesús ¡claro está!- una curandera. Traigo el alma llena de la visión de las cimas del silencio y de paz y de olvido, y, sin embargo, nada se me ocurre, lector, decirte de ello (pág. 350).           

     Gredos como espinazo de Castilla, el ejercicio físico para el descanso, la contemplación, el contacto directo con paisaje y paisanaje -con la tradición eterna-, referencias religiosas, la fatiga, el alma y las visiones, sin olvidar la obligada referencia al lector, dan fe de lo expuesto en el presente trabajo acerca de una parcela más de la obra y del pensamiento unamunianos. [91]

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