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Los libros del poeta renacentista

Pedro Ruiz Pérez





Sentado en una silla de tijera, ante una mesa cubierta de papeles, tocado con un bonete y con ropa de casa, el poeta escribe en su gabinete; a su lado y frente a él discurre una estantería llena de libros de diversos tamaños, en cuyas encuadernaciones unas letras góticas componen títulos en diversas lenguas; al menos en apariencia, los estantes circundan la habitación, rodeando por completo al hombre que se inclina sobre el agobiado tablero, llenando por completo su mirada, si no es por el horizonte que abre ante él una ventana, partida y profusamente adornada, por cuyos vidrios emplomados parece distinguirse el extremo de una ciudad, un puerto sobre un río y las primeras sombras de los árboles del monte cercano. La escena, compuesta como la plancha de un grabado del siglo XVI, no diferiría en lo sustancial -unas notas de color de época al margen: ropas, decoración, letrería y encuadernaciones de los libros...- de la manera en que concebimos la práctica de la escritura en un autor contemporáneo, como lo figuramos encerrado en su habitación, componiendo su obra entre la contemplación y el estudio, la inspiración y el trabajo. Nada más evidente, pero, sin embargo, nada más engañoso, si es que puede establecerse una diferencia de grado dentro de la extendida actitud de defenestración de todo sentido de la historicidad.

No se trata únicamente de que este hipotético grabado lo tiene todo de lo primero y nada de lo segundo: prácticamente nunca se llegó a grabar una escena tal, ajena por completo a la iconografía quinientista sobre el poeta, que, cuando accede a su perpetuación plástica, no aparece en el acto de trabajar, sino en las habituales poses de representación de personajes nobles, todo lo más con el libro en la mano, el libro como producto acabado, no como trabajoso proceso in fieri; tal representación se reservaba para el quehacer del humanista, entendido sobre todo en su sentido restrictivo de estudioso de las letras sagradas, todo lo más de comentarista de los autores clásico. Mucho más determinante -porque atañe a nuestra mirada y no estrictamente a la naturaleza intrínseca del objeto- es que, aunque tal escena sucediera en la realidad, podría establecerse una relación de semejanza entre los objetos, pero nunca entre las actividades humanas, entre las prácticas del poeta renacentista y del poeta contemporáneo: ni aquél escribía como éste, ni tampoco uno y otro leen de igual modo; consecuentemente, aunque el objeto libro -el ya escrito e impreso de las estanterías y el que se encuentra en trance de realización sobre la mesa del escritor- mantenga una casi inalterada continuidad en su naturaleza material, ha visto truncada, alterada sustancialmente, la de su funcionalidad, es decir, la de su significación: perpetuado como objeto, se transforma históricamente como signo1.

Proyectar nuestra relación con el libro, con los libros, a la esfera cultural del siglo XVI supone, además de ignorar o despreciar su radical historicidad, deformar su imagen, eliminando la complejidad de unos procesos de creación, reproducción, circulación, acumulación y consumo que en nada concuerdan con los presentes, ni en la propia materialidad del acto de leer ni en su significación, ni en el papel socio-cultural que desempeñaba la lectura ni en los efectos de sentido que de ello se derivaban2. Tomamos en este caso la lectura, en cuanto fenómeno más generalizado, como horizonte de referencia de un proceso de distintas vertientes o fases en interrelación estrecha y dinámica: si los modos de lectura se hallaban en una relación de dependencia -seguramente, bidireccional- con las formas mecánicas de producción y consumo, en el otro extremo ocurriría otro tanto con el acto creador, o lo que nosotros consideramos como tal, proyectando nuestra histórica sensibilidad y estética postrománticas. Por tanto, ningún acercamiento a la realidad histórica puede hacerse al margen de los datos y su valor documental; al mismo tiempo, éstos no bastan, sobre todo si son sometidos a una perspectiva distorsionante, que extrapola fuera de su contexto lo que -como práctica cultural específica- sólo en el mismo adquiere verdadera realidad y sentido.

En cierto modo algo de esto ha ocurrido en la reciente historiografía literaria, que para sortear los escollos de la crítica inmanentista de base psicologista o lingüística ha oscilado al extremo contrario, buscando la recuperación de un denostado positivismo con el doble objetivo de contrastar la realidad literaria fuera del plano de la subjetividad y de recuperar la dimensión contextual e histórica del hecho literario. Sin embargo, arrastrado por una declinante historiografía general de cariz material y cuantitativo, el dato ha sido hipervalorado, sin distinguir entre la dimensión estrictamente numérica y la cualitativa. Así, la atención a la lectura, como elemento de incardinación histórica del producto de la escritura autorial y como su contexto -social, económico, cultural, apreciativo e interpretativo-, ha alcanzado un primer plano en el marco de los estudios literarios más recientes en el hispanismo, aunque en excesivas ocasiones limitándose a la mera publicación de documentos o al recuento de las cifras que los mismos ofrecen, dejando de lado cualquier interpretación, es decir, la «construcción crítica» que dota de un sentido a la «realidad histórica».

No es momento éste de entrar de modo sistemático en tal tarea, ni -menos aún- de impugnar completamente la labor desarrollada; sí, tal vez, el de ensayar alguna vía de síntesis de ambos extremos, el de orientar la lectura del dato a una interpretación productiva, al tiempo que se ancla ésta en la solidez de algunas convicciones documentales. Para ello puede parecer oportuno3 atender, no a cualquier tipo de lector, sino a aquél que completa el círculo epistemológico de la cultura de las letras y la proyecta -con mayor o menor nivel de alteración- en una continuidad, es decir, al escritor, más concretamente, al poeta, y ello para enfrentar mejor la atención a ciertos elementos de la materialidad de su práctica a lo largo de los siglos XVI y XVII con la imagen de espiritualidad extramundana formada como paradigma de la modernidad literaria a partir del romanticismo. Como lector y escritor, como consumidor y alimentador de la cultura de las letras, en el gabinete del poeta renacentista -que debemos recomponer- podemos encontrar el taller completo de unas prácticas culturales que se moldean con el mundo surgido del humanismo y que encuentran en las raíces de éste muchas de sus claves de sentido y aun materiales.

Basten, como ejemplo, algunas consideraciones en torno a la conformación humanista de la cultura de las letras. Centrándonos, sobre todo, en el período clásico, en la segunda mitad del XV4, comprobamos cómo los studia humanitatis y su implantación social se despliegan por vías inseparables a las del desarrollo y extensión de la imprenta y en estrecha dialéctica con ella, una dialéctica de atracción y rechazo que culmina y da cuerpo a una serie de contradicciones que se manifiestan en el seno del humanismo y sus multiformes manifestaciones. Así, la irrupción renovada de los autores grecolatinos y la progresiva valoración de la experiencia no acaban de fragmentar una noción de saber, de raíces altomedievales, basada en el principio de la auctoritas, entendida ésta en un sentido religioso, que se proyecta a través de la centralidad de la Biblia como paradigma de la escritura, tanto en la hermenéutica judía como en la filología escrituraria de los predecesores y seguidores de Valla o Erasmo. A partir de esta consideración, las nociones de «saber» y de «texto», es decir, los núcleos duros de la «cultura de las letras», se impregnan de tal modelo de autoridad. El concepto hierático del saber -la esotérica sabiduría de las letras sapienciales- no se rompe por completo por parte de la «casta» de los humanistas, ahora profesionales orgullosos de un saber conquistado mediante su esfuerzo y que los enfrenta a una pugna entre la tentación de detentarlo y el deseo de divulgarlo. En paralelo, el concepto de «texto» -desde el texto del mundo al surgido de la escritura humana- se agita entre el mantenimiento de la noción medievalizante que tiende a su intangibilidad y perpetuidad y el amanecer de una nueva actitud, que apunta a la interpretación, al cambio y a la consiguiente fluidez, que tiene en la multiplicación -servida tecnológicamente por la imprenta- uno de sus instrumentos esenciales. Como consecuencia, la letra de molde y sus posibilidades de divulgación de los textos de los auctores, al tiempo que sus facilidades para la creación de nuevos textos, se convierten en aliados, pero también enemigos naturales de los humanistas y su práctica cultural, los cuales se vieron obligados a una escisión entre quienes asumieron su dimensión social de formación y quienes mantuvieron el rechazo a un invento que venía de Alemania y, todavía dos siglos después5, mantenía las sospechas de intervención demoniaca o, cuanto menos, de instrumentación luterana6.

Las líneas apuntadas, aun dejando sin apenas esbozar el mapa de la cultura de las letras surgida del humanismo renacentista, sí bastan para permitir entrever en ella la multiplicación de niveles, vectores y tendencias, que excluyen por completo una imagen plana y unilineal de la lectura, iluminando un trasfondo de movimientos en gran modo conflictivos para la cuestión de los libros del poeta renacentista, o, dicho con menor inexactitud, la relación del poeta renacentista con los libros, con los libros de los otros (como objeto material de posesión, como instrumento de conocimiento y como signo de una identidad), con los suyos propios y con la dialéctica entre unos y otros, entre su lectura y su escritura, entre ésta y su conversión en lectura para los demás.

Abordar estas cuestiones supone, en primer lugar, situarnos histórica y críticamente ante el problemático estatuto de la lectura con carácter general a lo largo del siglo XVI, un estatuto que oscila con rasgos específicos en aspectos concretos como el impacto de la imprenta y los usos que ésta impone, su auténtica «revolución cultural» en lo que toca al modo en que el lector -y, consecuentemente, el escritor- se sitúa ante el libro, cuyo significado textual se modifica en función de su nuevo objeto significante, su soporte material; y, en el marco de todo ello, valorar el rechazo de la ficción poética, sustentado en razones de tipo moral (es mentirosa e induce los malos pensamientos), estilístico (es sombra de una sombra, sin lugar en la poética aristotélica) y sociocultural (su práctica no es propia de nobles y caballeros más que como entretenimiento o complemento de su relevancia cortesana).

En segundo lugar, debemos llevar más allá de su aparente obviedad la constatación de que el poeta es, con anterioridad al hecho de su escritura, un lector; es más, como ha recordado Víctor Infantes7, se trata de uno de los pocos lectores seguros de este período, pero ello, sin embargo, no siempre coincide con la imagen documental que nos ha quedado de sus pertenencias y, más concretamente, de la formación de su biblioteca8, lo que indica con toda claridad que, si todos los poetas leyeron, no todos lo hicieron de la misma forma. De hecho, debemos admitir y atender al hecho de que la lectura que cabe recomponer para el poeta renacentista, para los poetas renacentistas, es una lectura heterogénea, de perfil oscilante en función de factores dispares, tanto cronológicos como socio-culturales ó de voluntaria elección del registro poético elegido para su escritura. Es aquí donde cabe atender, más allá de la simple atención a un posible, pero raro y deficiente inventario, a los libros concretos de cada poeta, a los libros que efectivamente poseía y/o leía, categorías que no siempre resultan coincidentes.

Finalmente -al menos, en esta exploración-, debemos completar el círculo con objeto de analizar la proyección de todos estos factores no sólo en la dimensión receptora del poeta, sino específicamente en su faceta de creador y divulgador, con el proceso de la creciente edición de libros de poesía, con los cambios -de lo cuantitativo a lo cualitativo- que ello conllevaba en su naturaleza, consideración y lectura. Del infolio en gótica al modesto pliego, del volumen póstumo al cancionero de «varias rimas», del rechazo y las protestas de humildad a la orgullosa ostentación de la publicación, del papel del comentarista a la edición exenta, son numerosas y variadas las incidencias en la transformación del libro de poesía, el más específicamente «libro del poeta», y en ello se despliegan todas las relaciones entre éste y sus restantes libros, los de su biblioteca, real o ideal, en la que se alimenta la creación poética y en la que halla su específica e histórica dimensión en el período renacentista.

En definitiva, se trata -y no de otra cosa- de atender, no de forma aislada, a las distintas facetas del conjunto sistemático de prácticas que tejen el diálogo entre los libros y el poeta, entre la escritura y el lector. Naturalmente, las páginas que siguen sólo esbozan una aproximación somera a tales facetas, aunque procurando insistir en su carácter sistemático, es decir, de fragmentos de una globalidad en la que adquieren sentido y que matizan con su rica diversidad. No obstante, entre ellas se perfilan unas líneas de continuidad, algunas bases imprescindibles para la cohesión y caracterización de esta suma de realidad. Comenzaremos su rastreo por un locus emblemático.



Si hubiéramos de señalar el verso fundacional de nuestra lírica renacentista, sin duda coincidiríamos en el arranque del soneto I de Garcilaso, «Cuando me paro a contemplar mi estado». Ahora bien, en el caso de que no quisiéramos reducirnos a una imagen tópica y plana, que debe mucho a la noción romántica de introspección y al valor concedido al alma del sujeto, y si, por el contrario, atendemos a la realidad histórica de una práctica de escritura que debe más a Petrarca que a todas las Isabel de Freire que el mundo han sido, reclamaríamos la necesidad de un endecasílabo paralelo: «Cuando me paro a releer mis libros». Recogeríamos en esta recreación el papel crucial de la biblioteca y de las lecturas en los discursos paralelos de 1) una poética de la imitación, 2) una formación culta basada en el principio de la autoridad y 3) el mantenimiento de la tensión entre dos nociones en conflicto: la que sostiene la vigencia de un Texto sagrado, soporte de un discurso de continuidad, repetición y, a lo sumo, glosa autorizada, frente a la que de manera incipiente, pero en progresivo aumento apunta a la vigencia del texto divulgado.

Los tres factores apuntados se corresponden, si bien en orden inverso al expuesto, con los aspectos esbozados páginas atrás: El concepto de texto condiciona la valoración moral de la lectura, a partir de la imposición del criterio de verdad, cuya hegemonía comienza a fracturarse a lo largo del siglo XVI en beneficio de un principio de erudición, antes de que éste deje paso al valor de la pura fruición estética.

La educación culta y el valor de la auctoritas encontraban en la biblioteca su soporte material y su signo tangible y definitorio, una biblioteca que oscila en su consideración entre fuente de sabiduría o belleza y signo de distinción social, ya sea en cuanto posesión física de una serie de objetos materialmente apreciables, ya sea como dominio por el conocimiento de unos textos prestigiados, dimensiones no siempre coincidentes en el mismo sujeto.

Finalmente, el mantenimiento o disolución del valor absoluto de la imitatio como principio de la escritura poética corren en paralelo al acceso de la poesía a su difusión impresa, esto es, a una divulgación que la enfrenta a una lectura amplia y heterogénea, no sometida, por lo tanto, a ningún mecanismo de control -al menos, en principio-, por lo que el círculo vuelve a cerrarse sobre sí mismo, devolviéndonos a la propia concepción del texto como escritura o como producto fijado para su repetición.

Como es sabido y ha sido suficientemente puesto de relieve, la historia de la poesía a lo largo del siglo XVI discurre entre el inicial acceso a la imprenta de la poesía más prestigiada y la resistencia y reticencia de los poetas cultos al cauce de la letra de molde. El éxito editorial del Cancionero general, las ediciones comentadas o no de Juan de Mena -el impreso poético más reeditado en el siglo-, la fortuna de las coplas de Manrique directamente o a través de glosas, entre otros datos, no son, si se analiza bien, más que el reverso de la moneda de la generalización de ediciones póstumas de poetas italianistas, en las primeras décadas y hasta bien entrado el último tercio de la centuria, pues en uno y otro caso nos encontramos con paralelos desdén por parte del escritor y demanda, bien que con décadas de retraso, por parte del público consumidor. Complementariamente, la regularidad editorial de la poesía de cordel y su antítesis, la épica culta, manifiesta, más que las limitaciones de la transmisión manuscrita y oral y el carácter instrumental de la imprenta, la estrecha relación entre la regularidad de un canon -sea éste de estricto carácter clasicista, sea de raigambre tradicional y popular- y su fijación y transmisión por la imprenta. Los poetas cultos del XVI, es decir, los cultivadores del verso italiano y conformadores de lo que hoy reconocemos como «cultura renacentista», se afirman, progresivamente conforme avanza la centuria, en la conciencia de la innovación (el seguimiento de Petrarca, la imitación de los clásicos, su emulación, la creación de una lengua poética; la experimentación métrica...), lo que los aleja, al menos momentáneamente, del instrumento divulgador de la imprenta. La distancia entre la creación y el consumo -en su definición masiva, iniciada por el barroco- a duras penas es salvada por el puente que tiende la lectura erudita; ahora sí y cada vez más sobre ediciones impresas de los auctores de la antigüedad.

En el punto central de esta trayectoria, como verdadero gozne entre dos épocas -no coincidentes con exactitud con la cronología de los siglos-, en la frontera entre dos estéticas, dos culturas y dos prácticas de lectura, se sitúan las Anotaciones de Herrera al «principe de la poesía castellana», con toda la complejidad de sus paradojas y dicotomías. Así, el sevillano aborda, con muy escasos precedentes en nuestras letras, una labor humanista de comento aplicada a un autor en lengua vulgar; como resultado, conforma la imagen de un clásico con todo su trasfondo de erudición culta, pero lo hace para situarlo en un cauce de divulgación9; en fin, Herrera confirma a Garcilaso en su papel de autoridad, como decantación de su proceso editorial, pero lo propone como objeto de emulación10. Resumen por todo ello de los rasgos esenciales de la relación del poeta renacentista con los libros, al tiempo que punto de inflexión en su trayectoria, las Anotaciones se perfilan como el resultado de la proyección de la cultura de Herrera -y de su círculo-, una cultura esencialmente libresca, forjada en una biblioteca y no en los viajes, experiencias y amistades de Garcilaso. Pero sobre este elemento emblemático volveré en las páginas finales.

Avanzando tres décadas para abordar una perspectiva de la realidad quinientista desde los inicios del siglo siguiente, encontramos una atalaya apropiada en la obra de un autor que no ocultaba sus raíces y modelos renacentistas al afirmar, por la boca de un perro, tras poner en solfa la educación universitaria, que «el andar tierras y comunicar con diversas gentes hace a los hombres discretos». En otra de sus Novelas ejemplares el narrador cervantino presenta a los lectores la partida de su protagonista a uno de estos viajes, el que le conduce a la Italia de las letras siguiendo la carrera de las armas: cambiando su hábito estudiantil por un disfraz de «papagayo», Tomás Rodaja, el futuro Licenciado Vidriera, «de los muchos libros que tenía los redujo a unas Horas de Nuestra Señora y un Garcilaso sin comento». El aspirante a soldado, alucinado y solitario buscador de un nombre y un destino, deja atrás la erudición pesada y farragosa, materializada en el lastre de la biblioteca, para moverse, ligero de equipaje, con textos útiles, bien para la salvación, bien para el deleite, para la reflexión y el ocio, las dos vertientes de la espiritualidad, cristiana y moderna, de su destino italiano: la Roma vaticana y la Florencia platónica. Nada nos dice el narrador de los libros que quedaron atrás, pero su omisión y los rasgos pertinentes de los dos títulos conservados en el equipaje viajero (el libro de devoción personal y el poeta sin anotaciones ni ilustraciones cultas), permiten caracterizarlos en su conjunto como una biblioteca escolar y académica, universitaria y humanista. Dando un salto atrás en el tiempo, los libros abandonados por Rodaja (tal vez vendidos en almoneda o a otro estudiante), podrían haber aparecido en el baúl que inventaría Arias Montano cuando prepara con juvenil entusiasmo y ardoroso academicismo el repertorio de los libros que le acompañarán a las aulas salmantinas; más cercano en la cronología y en la actitud, Girolamo da Sommaia daba cuenta en la primera década del XVII de un nuevo modelo de cultura universitaria, tanto o más atenta a la adquisición o copia de la nueva poesía castellana que a los infolios de los auctores11.

No obstante, las pretensiones de ruptura de Tomás Rodaja no impiden que los lances posteriores desencadenen una enajenación que se proyecta en la reproducción indiscriminada de un fárrago de sentencias, no siempre ajustadas y tendentes al disparate, resultado de la reducción del saber heredado a una materia inerte por un clamoroso error de lectura de los textos recibidos. En la contraimagen que representa el otro gran protagonista de la aventura de una lectura errada, en el Quijote de Avellaneda, encontraremos la supuesta receta para tales extravíos del alma y de la mente, el seguro infalible contra las amenazas de la lectura, contra los peligros de la ficción poética: de vuelta a su lugar manchego, el apócrifo caballero no lee su propia historia -como en el literario juego de espejos y temporalidades cervantino-, sino que, por «sabio» consejo del Cura y del Barbero, Ama y Sobrina atacan el estado de enajenación del hidalgo con sólidas y precisas lecturas, todas ellas tan avaladas por su éxito editorial como por su solvencia espiritual. Recordemos: un Flos Sanctorum, con toda probabilidad -si esto cabe en un texto de ficción, que es lo que dice ser12- alguna de las numerosas ediciones de las distintas entregas de la obra de Alonso de Villegas, traducción y paráfrasis de una larguísima tradición hagiográfica, que remitiría en última instancia a la medieval Leyenda áurea de Jacobo de la Vorágine; los Evangelios y epístolas de todo el año «en vulgar», identificado por Martín de Riquer13 con la obra de Ambrosio Montesino, publicada en 1512 y reeditada en 1615; y la Guía de pecadores, el gran éxito editorial de fray Luis de Granada, el más relevante de la floreciente literatura espiritual. A estas lecturas (hagiografía, liturgia y meditación) se suma la asistencia a misa con las Horas de Nuestra Señora (otra vez), con lo que se completa el panorama de la religiosidad escrita y publicada, y el personaje recobra en seis meses su antiguo juicio.

Para nuestro anticervantino autor la lectura monotemática reproduce inversamente, o lo que es lo mismo, se iguala con la monomanía lectora del hidalgo original, tal como ocurriera con las lecturas universitarias -el paradigma humanista- de Tomás Rodaja. A diferencia de la radical experiencia del don Quijote original, que incluye el ser lector de su propia historia, su auto-contemplación en forma de letra impresa, estos textos reflejan un universo de lectura en un sentido radicalmente distinto al que conforma la moderna experiencia literaria, un universo en el que se parangonan los libros religiosos, los libros escolares y eruditos y los libros de entretenimiento, objeto de una lectura similar ¿O no tanto? Es en la velada fractura que se introduce con esta última categoría -en estrecha contaminación con las categorías anteriores, de las que en absoluto se desprende- donde se instala el poeta con progresiva seguridad al paso de las décadas quinientistas; la componen unos libros que configurarían la perspectiva del poeta, pero sin que podamos olvidar que éstos se integran en el conjunto global de una cultura, es decir, en el marco de un sistema que llega a estar explícitamente formulado y definido, identificado con unos concretos paradigmas de títulos y autores, el canon.

La marginalidad de la poesía en este corpus de títulos, un Garcilaso sin comento, es paralela a la marginalidad de los personajes, pero las figuras que éstos componen iluminan en su conjunto algunos de los problemas básicos de la poesía y la lectura -o la lectura de la poesía; consiguientemente, también su escritura- a lo largo del siglo XVI. Las fronteras de la locura en que se mueven -y siempre al hilo de sus lecturas- el hidalgo y el estudiante los emparentan, también en esto, con la imagen del poeta en su dimensión de enajenado, ya sea por aparecer como poseído por el furor, más o menos sinónimo de la inspiración, ya sea por su desdén como un fantástico mentiroso, las dos vertientes de la consideración platónica, realzadas en el horizonte de una poética en la que se imponen cada vez más los principios neoaristotélicos. En el primero de estos planos la enajenación inspirada del poeta encuentra su contrapunto en el principio de arte, de la técnica aprendida en la lectura de los auctores, que se va desplazando con pasos contados al terreno de la erudición, soporte básico y obligado de una poética cultista; el guiño cervantino vuelve a aparecer en este punto cuando, en la segunda parte del Quijote encontramos contrapuestos con relativa cercanía el modelo poético del hijo del Caballero del Verde Gabán, en la paz silenciosa y sin libros de su interior doméstico, y el del primo humanista que guía al caballero junto a la cueva de Montesinos: su deseo de «componer libros para dar a la estampa» le lleva a disparatados proyectos que, tras los pasos de un clásico como Ovidio o un humanista como Virgilio Polidoro, reproducen una dinámica entre lectura y escritura ya directamente enmarcada en el horizonte de la publicación.

Estas (planeadas) obras de un humanista provinciano (el libro de las libreas, el Ovidio español y el suplemento al Libro de los inventores de las cosas) nos remiten al segundo de los planos de la dialéctica platónico-aristotélica, el que en el nivel de la escritura se plantea en la oposición entre verdad e imaginación, con su correlato en el nivel de la lectura con la antítesis entre utilidad y deleite, esto es, el debate entre los libros de devoción y los libros de caballerías, entre las Horas de Nuestra Señora y el Garcilaso sin comento. El debate está suficientemente estudiado, sobre todo a través de sus formulaciones horacianas, como para insistir en él, más allá de apuntar cómo la cuestión se extiende desde el gabinete del escritor al gabinete del lector, en un proceso que lleva a una -progresiva separación entre los textos -escritos y leídos- y el mundo de referencia, instituyendo unas relaciones cuya dinámica profundiza en el sentido aristotélico de la mimesis. En tanto este proceso llega a su culminación, la polaridad, como dibujan los ejemplos traídos a colación, se dibuja entre las lecturas concebidas con una finalidad de formación y/o salvación (de la curiosidad humanista a la literatura espiritual) y las lecturas tomadas directamente para el esparcimiento, para el disfrute del tiempo de ocio, categorías todas ellas (esparcimiento, disfrute, ocio) que aparecen como emergentes con el avance de la centuria. En medio de ambos polos, en plena tensión y, por tanto, con una dinámica fluidez, se sitúa el poeta áureo con sus libros, un poeta que lee para imitar, esto es, que lee para escribir.

Antes de adentrarnos en el universo de la biblioteca del poeta, detengámonos algo más en estos poetas frustrados que son Rodaja y Quijano y en su relación particular con los libros, en esta ocasión no tanto como lecturas, sino como objetos materiales. Los episodios citados nos ofrecen también la imagen de otras dialécticas de las que no podemos prescindir al acercarnos al universo de los libros del poeta renacentista. Pensemos en el abandono de sus libros por Rodaja o en los préstamos para las lecturas del repatriado hidalgo; una realidad se impone: en muchos casos -por no decir en todos- es imposible identificar posesión con lectura; se leen libros que ya no se poseen o que nunca se han poseído, pero también se es dueño de obras que nunca serán abiertas por las manos de su propietario. En correlación con ello, hay que distinguir (si ello es posible) entre la lectura individual, la que realiza el sujeto en la íntima soledad de su gabinete, y la lectura colectiva, atendiendo con ella no sólo a la que, por la vía de la oralidad, se multiplica en la simultaneidad, sino también a aquella recepción colectiva compuesta por una sucesión de lecturas: al par que el libro pasa de mano en mano en virtud de préstamos y recomendaciones, se va encadenando una lectura común, una descodificación que se canoniza en virtud de un doble principio de autoridad y repetición, especialmente actuante en el caso de círculos o escuelas. Precisamente en estos ámbitos, con el intercambio de ideas y de libros, es especialmente necesario distinguir entre bibliotecas reales, las compuestas por un conjunto de libros materialmente coincidentes en el tiempo y el espacio bajo una propiedad definida, y bibliotecas ideales, inventarios de lecturas no siempre ligadas a una posesión material. Precisamente, y de manera progresiva, son los círculos y entornos poéticos los ámbitos privilegiados tanto para la creación como para la relación con los libros del poeta del renacimiento, por lo que todas estas dialécticas esbozadas deben ser tenidas en consideración y de una manera determinante en muchos casos.



En consecuencia con las reflexiones anteriores, puede resultar de interés iniciar la consideración del papel de las lecturas en algunos significativos poetas renacentistas a partir de una comunicación amistosa y sobre la amistad, desde el intercambio epistolar entre Hurtado de Mendoza y Boscán, con sus noticias sobre las prácticas de su cotidianidad -bien que idealizadas en un modelo poético clásico-, que nos ofrecen dos imágenes complementarias de la llamada «primera generación petrarquista», aunque superando ya el estricto seguimiento de los modelos amorosos del toscano.

El llano trato familiar entre los dos hombres sortea la retórica oratoria y el sublimis stilus de los auctores para discurrir por un tono de coloquialidad en el que la sencilla experiencia de la naturaleza parece pesar más que las lecturas:



«Mira el sabroso olor de la campaña
que dan las flores nuevas y suaves,
cubriendo el suelo de color estraña;

oye los dulces cantos que las aves
en la verde arboleda están haciendo
con voces ahora agudas, ahora graves»14.


Aunque no deja de trasparentarse el registro horaciano y su imitación, la epístola se instala en una suerte de recusatio del saber afectado, que se muestra por igual en el modelo conversacional y en el amoroso, donde la pasión deja paso al vital y sereno disfrute de la relación y la convivencia. Al tiempo que Hurtado apea a su Marfira del pedestal cancioneril o petrarquista (el de la belle dame sans merci o el de la donna angelicata), se propone rústicos y sencillos entretenimientos para su ocio, entretenimientos de clave oral y aun tradicional:



«A la noche estaría dando leyes
al fuego a los cansados labradores,
que venciesen las de los grandes reyes;

oiría sus cuestiones en amores
y gustaría sus nuevas elocuencias
y sus desabrimientos y favores,

sus cuentos, sus donaires, sus sentencias,
sus enojos, sus fieros y su motín,
sus celos, sus cuidosas diferencias».


(Hurtado, vv. 197-195)                


La equiparación por Boscán del matrimonio a la «dorada medianía» culmina esta fusión de sentimentalidad y naturalidad cotidiana, que se despliega en todos los episodios de la vida familiar y amistosa trazada en la epístola con su fusión en el tronco natural:



«Allí podría mejor filosofarse
con los bueyes y cabras y ovejas
que con los del vulgo han de tratarse.

Allí no serán malas las consejas
que contarán los simples labradores
viniendo de arrastrar las duras rejas».


(Boscán, vv. 229-234)                


El menosprecio de corte y alabanza de aldea se proyecta en la oposición explicitada por Boscán entre vulgo y simples, personificados por los labradores que cuentan sus consejas (la tradición oral, el reverso inseparable de la tradición culta) y, como en el episodio pergeñado por Hurtado, exponen «sus cuentos, sus donaires, sus sentencias»; el gusto humanista por este tipo de manifestaciones revela, no obstante, su carácter de tópico (no siempre vitalmente asumido) al introducir Boscán, tras los pasos de su corresponsal, a su verdadero círculo de relación, compuesto por un amical y culto grupo de humanistas, poetas y escritores (Durall, Jerónimo Agustín, Monleón, Cetina...; véanse vv. 370-396, y Hurtado de Mendoza, vv. 196-210), vinculados tanto por relaciones personales como por lecturas compartidas.

Su identidad social (y cultural) se manifiesta en su bifronte naturaleza de personas privadas (en la convivial tertulia dibujada en la epístola) y personajes públicos (en su repercusión y presencia social), de la misma manera que el texto en el que habitan -y que los proyecta definitivamente a su dimensión más pública- se desdobla en comunicación íntima y privada (la carta misiva entre amigos) y el texto público y, no es lo de menos, publicado, autorizado por la tradición horaciana, que lo inscribe en un determinado círculo lector, y sancionado después por la imprenta, que lo traslada a una dimensión aun más distante. El mismo texto, pero tres lecturas distintas y diferentes. En la dinámica motivada por esta multiplicación de niveles y de universos de referencia, la pátina de lo natural y simple, como ocurre con la intimidad de la conversación establecida, se disuelve en el característico marco de hombres cultos que la propia epístola refleja en su texto, unos hombres cultos que idealizan las consejas y cuentos populares, pero se complacen en la cita de los autores, tanto filósofos como poetas, tanto como modelos de referencia como en cuanto manifestaciones de unas concretas prácticas de lectura que apuntan a los modernos hábitos de gabinete:


«Si en Xenócrates vemos dura vía,
sigamos a Platón, su gran maestro,
y templemos en él la fantasía».


(Boscán, vv. 112-114)                




«Tememos nuestros libros en las manos,
y no se cansarán de andar contando
los hechos celestiales y mundanos,

Virgilio a Eneas estará cantando,
y Homero el corazón de Aquiles fiero
y el navegar de Ulises rodeando.

Propercio verná allí por compañero,
el cual dirá con dulces armonías
del arte que a su Cintia amó primero.

Catulo acudirá por otras vías
y, llorando de Lesbia los amores,
sus trampas llorará y chocarrerías».


(Boscán, vv. 265-276)                


La nómina de autoridades elaborada con estos cuatro nombres mayores conforma un canon menos problemático en lo tocante al salto de la épica a la lírica que en la convivencia del griego y el latín, su no aclarada lectura por Boscán y la proyección en la propia escritura del poeta. Recuérdese que los textos originales limitaban su circulación impresa a círculos cultos, alimentando su continuidad principalmente por citas de segunda mano, referencias o repertorios; que ello venía condicionado por una escasa demanda lectora; y que, quizá por la escasez de ejemplares, los libros no se limitarían a un único lector, sino que tendrían una circulación de mano en mano difícil de precisar con exactitud. En todo caso, como señalaba Clavería, editarlos en España no era un negocio15.

Por lo que toca a las traducciones al castellano, la cronología de Boscán sólo le permitió conocer en el orden de la imprenta traducciones parciales de Virgilio, la de sus Églogas por Juan del Encina (en su Cancionero de 1496) y la del libro II de la Eneida, impreso por Francisco de las Natas en 1524; la primera traducción completa de la epopeya de Eneas no aparecería hasta 1574, la de Hernández de Velasco, adelantado en esto por Homero, de quien Gonzalo Pérez publicó la Ulixea en 1556; para los elegíacos, en cambio, nada de esto encontramos en el XVI, ya que las primeras traducciones impresas, los fragmentos de Catulo trasladados en las Flores de Espinosa (1605) y las Eróticas (1617) de Villegas, han de esperar a la siguiente centuria16.

El panorama, sin embargo, debe completarse en este esbozo, pues la problemática de la pervivencia y lectura de los clásicos es de complejidad aún mayor. De una parte, la distancia entre la lectura directa y el conocimiento oblicuo o limitado no siempre es significativa, especialmente en lo que toca al uso y multiplicación de lecturas de antologías y sumarios escolares, punto de partida para él conocimiento de los auctores para la creciente masa de poetas cultos y de los lectores que los justificaban; el extendido repertorio de Petrus Crinitus, con su sintética semblanza y presentación de los poetas latinos, en un extremo, y las frecuentes huellas del uso escolar de antologías, como la que lega a la posteridad el canon de la poesía elegíaca romana, son ejemplos relevantes de la función mediadora de la enseñanza humanista17. Las traducciones, de otro lado, al margen de sus limitaciones teóricas y prácticas, presentan el territorio de frontera representado por la latinización de los textos helénicos, primera vía de acceso a la Europa humanista y que, en este caso, afectaría claramente al conocimiento de Homero, separando la cultura helenista del conocimiento directo de sus textos originales. También hay que tomar en consideración que la circulación de textos clásicos no se reduciría en España a la de las obras impresas dentro de nuestras fronteras, sino que en ese espacio se daría un comercio librero de importación que, ante el auge de centros editoriales como el veneciano, ocuparía sobradamente el espacio de las ediciones propias. Finalmente, hemos de reiterar la llamada de atención a la falta de correspondencia entre la posesión y la lectura de las obras, dimensiones ambas en que la práctica social y colectiva sería más importante que la personal y privada.

De todos estos aspectos hay que extraer los elementos para perfilar el sentido de la biblioteca para estos autores, una biblioteca que, a tenor de los ejemplos, parece perfilarse como un contrapunto a la vida activa, como en el caso de Rodaja, y a la del retiro al locus amoenus del campo, si hemos de dar sentido al silencio de Hurtado frente a las explícitas referencias de Boscán en su epístola. Lejos queda de estos casos la quevediana identificación de lectura y retiro formulada en soneto «Desde la torre»: «Retirado en la paz de estos desiertos / con pocos pero doctos libros juntos, vivo en conversación con los difuntos / y escucho con los ojos a los muertos». Problema distinto será el del verso 5: «Si no siempre entendidos, siempre abiertos», que ya remite a una nueva distinción, la que podría apreciarse entre la lectura real y la verdadera asimilación profunda de los textos recibidos. Pero éste sería otro problema, tan vinculado o más que a los movimientos culturales y poéticos a la propia capacidad de cada escritor.

Lo cierto es que en la época de Quevedo -y aun antes- la familiaridad con los clásicos había tendido un puente efectivo entre la cultura popular y la letrada, patrimonializando a los auctores y permitiendo la popularización jocosa del discurso erudito, como demuestra Góngora a lo largo de toda su trayectoria poética. Así, en sus años juveniles, universitarios y de formación humanista, parodia el discurso horaciano del conocido epodo en su letrilla «Ándeme yo caliente», trivialización de la imagen del retiro del sabio y donde también aparecen las consejas del rey que rabió. Y en su madurez creativa los romances burlescos de Hero y Leandro y de Píramo y Tisbe culminan su poética de reescritura del discurso clásico y su solemnidad, incluso con la propia puesta en solfa del saber erudito presumible en el autor; el fragmento de 1610 que sirve de principio a la fábula de Hero y Leandro arranca con toda una declaración de principios:


«Aunque entiendo poco griego,
en mis gregüescos he hallado
ciertos versos de Museo
ni muy duros ni muy blandos»18.


En la cronología del erudito Quevedo Góngora ya ha invertido -como actitud poética- la relación entre lectura y escritura del poeta renacentista, la que en lo tocante a este mismo asunto mantenía Boscán respecto al epos de Museo.

Aunque Boscán amplía a casi 3.000 versos los 360 exámetros del poeta griego y contamina su escritura con la imitación, en el uso del endecasílabo suelto, del Trissino y Bernardo Tasso (autor también de una Favola de Ero y Leandro editada en 1537), por no mencionar las huellas que Menéndez Pelayo señala respecto a Virgilio, Ovidio y Marcial, su fábula se presenta como una directa imitación, hecha con seguridad con el texto de Museo ante la vista. Cuestión diferente es determinar qué edición pudo manejar de las distintas que recorrieron Europa desde la incunable aldina de 1494, reeditada en 1507, ambas con la traducción latina de Marcos Musuro.

Este hecho reabre un aspecto concreto del problema: el helenismo de nuestros poetas y su uso directo de los originales griegos o sus traducciones latinas. En el caso de Boscán, como más tarde en el de Herrera, la duda sigue en pie: de una parte, no consta su formación universitaria, pero sí sus estudios con Lucio Marineo Sículo, que le valieron el elogio de éste en su De rebus Hispaniae memoriabilibus (1530), obteniendo una educación cortesana que le valdría, entre otros méritos, el acceso al puesto de preceptor de la casa de Alba y en la que no faltarían nociones de bellas letras y studia humanitatis, posiblemente incluyendo algunos rudimentos de griego; de otra parte, al margen de las traducciones latinas, el poema de Museo se erigió pronto en un libro de texto para los aprendices de helenismo, para las prácticas de adquisición de la lengua, popularidad que le valió el honor de inaugurar en 1514 la imprenta griega de Alcalá impulsada por Cisneros.

La edición de Frobenius (Basilea, 1524), encerrando en su formato en octavo, entre otros, los textos de las fábulas de Esopo, la Batracomiomaquia homérica y el poema de Museo, sería un ejemplo de la divulgación de este uso, y bien podría Boscán haber tenido familiaridad con este tipo de accesos manuales a la cultura helénica, lo mismo que a la latina. A partir de la lectura directa en recopilaciones de este tipo se realizan los procesos de amplificatio y digressio, que, junto con una creciente contaminatio, dan paso del texto manual a la recreación poética, contribuyendo a la vitalidad de los textos antiguos frente a las pretensiones de erudición arqueológica que en tantas ocasiones salpicaron las prácticas humanistas y algunos de los aspectos de la cultura resultante.

Caso distinto es, en este aspecto, el de Hurtado de Mendoza. Además de su amplia experiencia italiana, que le pondría en contacto directo con los autores y sus textos (como en la biografía de Garcilaso), el embajador español acumuló una destacada biblioteca19, que llegó a merecer, por ejemplo, los elogios de Ambrosio de Morales en el prólogo de sus Antigüedades de España (1575). Aquí sí que nos encontramos con la realidad tangible de una apreciable biblioteca, formada por códices e impresos recogidos por toda Europa y que Hurtado puso al servicio de su propia actividad diplomática, como un elemento más de su prestigio cultural y social. Sin embargo, no podemos hablar de diferencias sustanciales en la proyección de las lecturas de uno y otro en sus prácticas creativas, pues las lecturas derivadas de la posesión de la biblioteca no trascienden para determinar un modelo poético distinto del de Garcilaso o Boscán, cuya bibliofilia, de existir, no dejó ninguna huella concreta.

Por contra, sí nos encontramos con una peculiaridad de Boscán, la de su proyección impresa, una conversión de la escritura poética en libro, justamente con una edición que, junto a la autoridad de una lectora privilegiada, la duquesa de Soma, adopta el modelo dispositivo de los auctores grecolatinos, con su división estilística, conformando, junto con su conocido prólogo, una concreta propuesta de escritura en lengua vulgar con el prestigio de un texto clásico. De la epístola amistosa a la publicación de 1543 un hecho cualitativo ha transformado la palabra poética de Boscán: su constitución en libro.

La reticencia de Hurtado, propietario de una biblioteca con numerosos impresos, para dar su propia escritura al molde de la imprenta se mantiene generalizada a lo largo del XVI en paralelo con el elitismo culto del humanismo proyectado en actitud manierista de constituir auténticos museos mientras sus propietarios se mantenían alejados -en lo tocante a la producción lírica- de la imprenta. Volviendo a Ambrosio de Morales, encontramos un buen ejemplo de esta actitud ante el libro en lo que toca a su colección y su relación con la propia obra.

Humanista de tercera generación y lejos de la asiduidad con la poesía, la relación de Morales con los libros lo sitúa en un lugar de encrucijada: al tiempo que usa las lecturas para ilustrar sus escritos, sobre todo de historia y arqueología, colecciona una notable biblioteca; además de sus pertenencias personales, su trabajo para Felipe II lo vincula a la gran biblioteca del Escorial; coleccionista de manuscritos (a su muerte pasan a engrosar la magnífica colección de Argote de Molina), se convierte en editor de las Obras (1586) de su tío, el también humanista cordobés Fernán Pérez de Oliva; apasionado de los libros, no duda en el prólogo a las Antigüedades de España en equiparar a su testimonio el de la epigrafía y la numismática20. En definitiva, con su curiosidad enciclopédica y la constitución de su museo, Morales se mueve entre la lectura y el coleccionismo, entre la cultura del impreso y la del manuscrito; esto es, ofrece un resumen prácticamente perfecto de la situación en el segundo tercio del siglo XVI.

La persistencia de esta cultura híbrida se prolongará hasta el siglo siguiente -al menos en sus primeras décadas y los autores forjados en la centuria anterior-, incluyendo en su ambigüedad no sólo la faceta de las lecturas del autor, sino también la de la difusión de la propia escritura. Es el caso paradigmático del manuscrito Chacón (1628)21, que fija tras la muerte de Góngora su dualidad de poeta culto y atento a las aportaciones más innovadoras, de subvertidor de la lectura canónica de los clásicos y de persistente conservador de la transmisión oral y manuscrita de la poesía. En el códice, aparte del cuidado caligráfico, que lo asemeja a la regularidad de la letra de molde, el prólogo del promotor, el señor de Polvoranca, es ilustrativo de la atención que el manuscrito presta a los modelos de la imprenta. Tras la correspondiente «Dedicatoria» y una «Vida i escritos de Don Luis de Góngora», que recoge la tradición del comentario helenista a los textos clásicos22, el prologal «Adviertese» resalta con respecto a la disposición de las obras:

«Que aunque la eminencia de las Obras de D. Luis permitia sacarlas de lo comun, y que en la disposicion de su orden succesiva se atendiese, como en los Poëtas Latinos, à la diferencia de los estilos, el temor de que este nuevo modo de colocacion no las confunda, i la imitacion del Maestro Francisco Sanchez Brocense, i de Fernando de Herrera, que en impressiones de la obra de Garci-Lasso han seguido en esto las de los poetas italianos, ha obligado à dividir, i graduar estas Obras segun los generos de sus versos. Si bien en cada uno van subdivididas las materias, i colocadas en el lugar que parece que se deve à cada una».


Las referencias directas a las ediciones garcilasianas traslucen la intencionalidad canonizadora del códice, que se despliega en todas sus características: ha sido autorizado mediante la consulta con el propio poeta, se ha realizado en el suntuario soporte de «hermosas vitelas y hermosissimos caracteres», ha sido promovido por un aristócrata y, finalmente, se dirige al más alto de los receptores, el valido Olivares. Los materiales y la iniciativa refuerzan los principios de belleza y verdad, que, sumados a la auctoritas del propio poeta y a la emanada del destinatario y su recepción cortesana y aristocrática, conforman y confirman la autoridad del texto, pero lo hacen al margen de lo que ya funcionaba a otros niveles como las marcas generalizadas del libro y la lectura renacentistas: el cauce impreso y las fuentes de autoridad recogidas en la biblioteca.

Frente a ello, el manuscrito, cuidadoso en marcas cotextuales como la de datación de los poemas, se muestra parco en la acción editora que representan las anotaciones, pues éstas escasean y, cuando aparecen, se limitan a aclaraciones referenciales, sin entrar en cuestiones de fuentes u otros elementos esenciales para la autorización del texto culto renacentista; significativamente, frente a la completa ausencia en los márgenes del texto de las Soledades, la parca anotación se concentra en el espacio de los sonetos: es decir, se anota el contexto de la poesía de circunstancias (Chacón da cuenta de que el propio autor le informó de los «casos» y «sujetos» de cada composición), pero se silencia lo relativo a la creación más gratuita y estrictamente poética.

Si tenemos en cuenta que la lectura de impresos poéticos por el poeta renacentista es, en gran medida, la imagen de su relación con los clásicos, el termómetro de la dialéctica de antiguos y modernos, resulta especialmente significativa la publicación, sobre todo impresa, del poeta romance y la forma en que ésta se presenta. Con el avance del siglo XVI, la impresión del poeta en lengua vulgar se traduce en una progresiva puesta en cuestión de una de las bases de la poética clasicista, la de la autoridad del modelo canónico, al disolver las diferencias entre éste y sus imitaciones mediante la difusión de la imprenta y la consiguiente multiplicación de los modelos. Cuando la edición del poeta romance se acompañaba con el comento, la inversión, aun siguiendo las pautas establecidas por la tradición humanista, es más radical, al plantear implícita o explícitamente la existencia de modelos clásicos en lengua vulgar.

El caso más evidente, el de las Anotaciones herrerianas, resulta paradigmático por antonomasia, más que por la adopción del cauce impreso, por el uso que el comentarista hace de la erudición para ilustrar no sólo la escritura de Garcilaso, sino también la tradición en que se inserta y que culmina precisamente en el propio Herrera y su círculo, como lectores privilegiados y, más aún, como émulos de la escritura del toledano. Con esta intención Herrera convierte la edición en un verdadero libro de libros, en una auténtica biblioteca de erudición, que representa la síntesis de toda una cultura, la del humanismo, y de toda una práctica de escritura, la de la poesía renacentista.

Sin una relevante biblioteca personal, pero apoyado en el uso de una librería compartida por el círculo en torno a Mal Lara23, Herrera distribuye en su volumen autores clásicos y vulgares, antiguos y contemporáneos, paganos y cristianos, laicos y religiosos, científicos y poéticos, históricos y didácticos, épicos y líricos, en esa auténtica enciclopedia que, de primera o segunda mano, constituyó en extenso el repertorio ideal de libros del poeta renacentista y su círculo de lectores.

Una somera clasificación a partir del índice de nombres citados en las Anotaciones ofrece perfiles y líneas de fuerza significativas24. De los 459 autores citados podemos reducir a 274 el número de los identificables con claridad y que cuentan con textos hasta cierto punto al menos localizables. Su distribución por apartados ya convencionales es la siguiente: religión, incluyendo patrística y moral, 20 (7'4 %); historia, tanto antigua como moderna, 18 (6'6 %); literatura clásica, 78 (29 %); literatura italiana, 25 (9'2 %); literatura peninsular, 46 (17'1 %); filosofía, 22 (8'1 %); humanidades, 41 (15'2 %); poesía neolatina, 16 (5'9 %); medicina, 4 (1'5 %); más autores tan singulares como el arquitecto Vitrubio, los naturalistas Plinio y Columela y los geógrafos Estrabón, Tolomeo y Pomponio Mela. Aunque esta división numérica no es un reflejo total de una realidad mucho más compleja, sí ofrece algunos datos de interés. Es de notar que 6 de los 10 grupos se sitúan entre el 6 y el 15 %, lo que perfila una apreciable regularidad y compensación. En esa línea media se sitúa el heterogéneo apartado de «humanidades», que incluye gramáticas y preceptivas latinas junto a las obras de comentaristas y filólogos renacentistas, destacando la ausencia -mejor habría que decir la omisión- de los característicos repertorios, oficinas y polianteas, aunque es seguro su uso por Herrera. No obstante, el mantenimiento de los auctores de bellas letras grecolatinos como el apartado más numeroso subraya la profundidad de la cultura libresca de Herrera y su manejo de las fuentes en la tradición recibida. Por contra, se hace notar que, sumando las citas de autores romances, el número (71) se aproxima hasta casi igualarse con el de los clásicos (78). Dentro de los primeros, el retroceso de los autores italianos los deja casi en la mitad de nombres citados frente a los cultivadores de una o más lenguas peninsulares, incluyendo a los portugueses Bernardin Ribeiro, Sa de Miranda y Camoens, a los catalanes Ausiàs March y Mosén Durall y al provenzal Arnau Daniel. El cambio de orientación en la tendencia de la cultura de fines del XVI (modernos frente a clásicos, nacionales frente a italianos) se completa con el repaso a los autores incluidos en sus respectivas nóminas; así, por ejemplo, se mantiene la vigencia de Petrarca, pero junto a él ocupan su lugar Bembo, Tasso, Molsa, Tansillo, Alamanni y Sannazaro, entre otros, mientras que en el caso español, aunque aparecen nombres contemporáneos -sobre todo del círculo herreriano-, adquieren especial protagonismo los autores del siglo XV o continuadores de su modelo poético: Mena, Santillana, Sánchez de Badajoz, Torres Naharro y el multiforme Hurtado de Mendoza, con mucho, el autor más citado (30 veces) de los castellanos. En términos absolutos, sin embargo, se mantienen la primacía, y a considerable distancia, los clásicos: Virgilio (162 citas), Ovidio (56), Aristóteles (45), Horacio (43) y Cicerón (42), en el selecto grupo de 12 nombres con más de 20 referencias, en el que de entre los poetas modernos sólo Petrarca (46) se sitúa al nivel del canon grecolatino.

En definitiva, nos hallamos ante un repertorio de citas, es decir, un conjunto de textos, marcado por una relativamente equilibrada diversidad de materias, sujeta a una suerte de sistematicidad orgánica, relacionada con la presencia de una jerarquización canónica, en la que se aprecia una cierta estabilidad surgida de la dialéctica entre antiguos y modernos, todo lo cual, sumado al paralelismo apreciable con lo que conocemos de bibliotecas humanistas de semejante entidad, nos permite insistir en la caracterización de esta nómina como el paradigma de la cultura libresca de un escritor de formación humanista, de un poeta culto. Sin embargo, la amplitud de referencias, sólo equiparable al número de textos de las bibliotecas más nutridas de los poetas contemporáneos, y muy superior en cualquier caso al de los ejemplares que pudo poseer Herrera, nos obliga a reiterar la necesidad de distinguir entre posesión, lectura y cita, ya que el número de elementos comunes a las tres categorías es muy inferior al de los incluidos sólo en cada una de ellas. Desde este punto de vista, los libros del libro herreriano pueden ser un paradigma de las lecturas humanistas y menos de sus efectivas bibliotecas.

De más trascendencia que estos datos numéricos es la información de tipo cualitativo que trasluce la empresa herreriana, singularmente en lo que toca a la naturaleza de la relación del poeta-comentarista con los auctores, sus textos y los libros que los contienen y prolongan. Hay que observar que, incluso tipográficamente, Herrera elimina la centralidad del texto recibido, en este caso el de Garcilaso, tal como venía manteniendo la tradición medieval de la glosa, para sustituirlo por una disgregación pareja a la de la multiplicación de las fuentes citadas, lo que deviene en la dispersión de la autoridad y, de paso, en su puesta en cuestión25. Su lugar lo ocupa el propio Herrera y, específicamente, la amplitud de sus lecturas, resaltada por Medina en el prólogo a la obra y ampliamente exhibida a lo largo de sus páginas, una amplitud que le permitía abarcar lo correspondiente a la res y a los verba, lo propio del trivium y del quadrivium, todo lo abarcado por los studia humanitatis, como manifestación erudita de un humanismo culto, sustrato imprescindible de la incipiente poética cultista. Activando este aparato de erudición, en el que Herrera tuvo que contar con la vitalidad y funcionalidad colectiva de las bibliotecas humanistas constituidas en círculos como el sevillano, el comentarista conforma la biblioteca más real, la de las lecturas efectivamente realizadas y, sobre todo, asimiladas, proyectándolas en el comentario como relevante espacio de intersección entre el universo de las lecturas y el de la escritura, con lo que queda dibujado el horizonte de referencias y de expectativas que, con su inevitable dinamismo, se despliega entre Garcilaso, Herrera y la diversidad de sus lectores. En su comento Herrera cumple en todas sus dimensiones su labor de mediador: entre lo que leyó y lo que escribió Garcilaso, entre éste y sus lectores y entre todo ello y su propia escritura. Por ello, las Anotaciones no son sólo un libro de libros, imagen de una biblioteca, sino la plasmación de unas complejas prácticas de lectura y aun de escritura.

El camino hasta este hito, ya en las últimas décadas del XVI, lo hemos visto avanzar lento y sinuoso, pero su proyección se afirma y se mantiene segura y estable más de medio siglo después, lo que confirma su entidad. En 1631, al publicar su tratado didáctico De bene disponenda bibliotheca, Francisco de Araoz fija la clasificación de categorías para agrupar los libros que sustentan las lecturas y conforman la tradición heredada del renacimiento. Dejando aparte los siete apartados finales, dedicados específicamente a obra jurídicas, eclesiásticas y religiosas, los ocho primeros apartados esquematizan el perfil de la biblioteca imaginaria que subyace en el comentario herreriano: diccionarios y gramáticas; repertorios de tópicos; retóricas; historiadores veraces y fabulosos; poetas profanos y cómicos; geómetras, músicos, aritméticos y astrólogos; filósofos naturales y médicos; y filósofos morales. Ninguna diferencia esencial encontramos si lo que examinamos es la clasificación establecida por Nicolás Antonio para su Bibliotheca Hispana años después, claro síntoma de la fijación del modelo libresco renacentista culminado por Herrera26.

Tampoco, en un orden de cosas más concreto, Salcedo Coronel se sale, medio siglo después, del modelo de comentario y aun de la materia erudita y libresca que lo sustentaba. En 162827, y con la aprobación del mismísimo autor del Antídoto contra la pestilente poesía de las «Soledades» (1614), el erudito poeta edita el Polifemo comentado. Sus propósitos son bien explícitos, y así se encarga de hacerlo el autor de la otra aprobación, fray Diego Niseno:

«pues con ser luz y esplendor de nuestra patria, sera admiracion y assombro delas estranjeras naciones, pues viendo este y otros semejantes escritos, conoceran como tiene España Cesares Cavalleros, que si con destreça belica saben jugar las armas, con prodigiosa erudicion pueden ocasionar admiraciones, y que todo lo produze España, Homeros, y Virgilios, tan misteriosos en sus palabras, tan graves en sus conceptos, tan singulares en sus locuciones, que no les rindan parias, y Servios tan eruditos, Donatos tan doctos, que ilustren, ponderen, descifren sus palabras, sus conceptos, sus misterios».


La reivindicación nacional a estas alturas del XVII no puede leerse ya en clave de rivalidad frente a toscanos o franceses, sino como clara voluntad de elevar a Góngora a la altura de clásico nacional, o de clásico a secas, a la altura -y con la profundidad- de Homero y Virgilio. Por ello el laudatorio preliminar no duda en traer para el comentarista el parangón de Servio y Donato, que, con sus comentarios de Virgilio y Terencio, se convirtieron en paradigma del comentario humanista, pedestal de la autoridad del clásico.

Las semejanzas del modelo tipográfico y la disposición de su comentario respecto a los establecidos en las Anotaciones se ve acentuada si realizamos el cotejo de las bibliotecas que subyacen a ambas obras, es decir, las fuentes de autoridad citadas. De una nómina de 123 citas de autoridad, 79 referencias coinciden con las herrerianas, concentrándose el núcleo de las innovaciones entre obras de religión (san Bernardo, san Cipriano, Savid, san Ambrosio, san Lucas, Orígenes, san Atanasio, Isaías y Tertuliano) y autores posteriores a las Anotaciones (el propio Salcedo, Díaz de Ribas, Collado del Hierro, Góngora, Silveira, Jorge de Tovar, Augurello, Jerónimo de Huerta, Covarrubias, Juan Luis de la Cerda o Argensola, entre otros), al margen de un grupo de autores menores o de obras muy específicas, ajenas al texto garcilasiano. O lo que es lo mismo, la continuidad de un canon tradicional alimentado, no cuestionado, por las aportaciones de la cultura barroca, con sus componentes de religiosidad, peculiaridades temáticas y, sobre todo, actualización de los modelos de referencia.

Más que la coincidencia en el canon de autores clásicos y aun de preceptistas contemporáneos (con llamativas coincidencias: Scaligero, Pontano, modelos como M. A. Flaminio, Sannazaro o Albinovano), llama la atención el uso de poetas castellanos contemporáneos, y aun de su propio entorno: Antonio López de Vega, Luis de Ulloa, López de Zárate, Jerónimo de Huerta, el conde de Salinas, Francisco Coronel, hermano del comentarista, y otros, pero, especialmente, la reiterada cita de Collado del Hierro y de Bocángel, autores de sendas composiciones laudatorias a la edición, incluidas en sus páginas finales, por no aludir a las no menos de siete autocitas que el poeta-anotador hace de sus propios versos. La diferencia de nombres no encubre la esencial continuidad con el modelo sancionado por Herrera: de lo antiguo a lo presente, y de entre lo presente lo más cercano a la propia escritura. Así, Salcedo muestra la esclerotización de un modelo formal de neta raigambre clasicista, forjado en la cultura libresca del renacimiento, pero apuntando en él el esbozo de una conciencia que, finalmente, transformará la poética de la imitatio en el discurso de la intertextualidad. Pero para Salcedo no era del todo así; al menos, no lo era conscientemente, pues la estrecha fisura apreciada lo es desde nuestra perspectiva de conocedores de la evolución de la historia literaria en los tres siglos y medio siguientes. Salcedo, evidentemente, no llegó a conocerla. Caso distinto es haber contribuido a ella.

Una última consideración. Aunque la nómina de auctores del comentarista gongorino apenas alcanza el tercio de las exhibidas por Herrera, el modelo apunta la continuidad: la auctoritas se asienta no sólo en el texto del poeta, sino, sobre todo, en lo que dicho texto trasluce de la biblioteca que contiene, así como en la capacidad del comentarista para explicitarla ante el lector. La erudición del autor dialoga con la erudición de su editor y anotador, que asume, desde su lugar de lector privilegiado, el papel de mediador28.

La poética de la imitación, sobre todo cuando ésta se hace compleja, convierte el texto en un palimpsesto, en una decantación de textos y fuentes superpuestas sin desaparecer totalmente, lo que sólo es posible a partir de libros y lecturas anteriores, los mismos que el lector ha de tener en cuenta para acceder a las claves de esta poética. Así, bajo la guía del comentarista, autor y lector comparten una biblioteca imaginaria, una librería ideal en la que se contiene el corpus de autoridades, es decir, el canon.

Todo poeta que acceda al buen uso de este canon podrá inscribirse en el mismo, o, lo que es lo mismo, incluirse en una tradición, poder llegar a alcanzar la categoría de clásico. Eso es lo que pretendieron los más conscientes de los poetas renacentistas. Eso es lo que se convierte en explícito empeño en la empresa herreriana. Y eso es lo que sólo se hará posible a partir de los libros, de la conversión en forma poética nueva de la materia recibida de las lecturas, de las innumerables lecturas que laten en la biblioteca ideal del poeta renacentista, pero también de sus comentaristas y lectores.





 
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