Los límites de la escritura femenina: vida y obra literaria de Antonia Díaz de Lamarque
Marta Palenque
Isabel Román Gutiérrez (coaut.)
Universidad de Sevilla
El siglo XIX, tan grande, y tan calumniado injustamente, que ha destruido preocupaciones sin cuento, que ha confirmado el principio de igualdad de inteligencias y aptitudes en el hombre y en la mujer, aunque sea todavía cuestión litigiosa la igualdad de derechos políticos, ha facilitado a aquélla el estudio de las ciencias y de las letras: el áspero dictamen de los que sólo le permitían la lectura de los libros de rezo va siendo sustituido por una idea de justicia que ya no acapara exclusivamente para el hombre la educación y la enseñanza. Por eso, como la literatura, y con especialidad la poesía, son hijas predilectas de la civilización, aumenta el número de las escritoras a medida que la mujer aprende y se ilustra. Muchas hemos contado, y contamos, en este siglo, que atestiguan el talento y la inspiración de las mujeres españolas1.
Escribía
estas palabras el poeta José de Velilla al frente de la
corona poética que los compañeros y amigos de Antonia
Díaz publicaron tras su muerte. Cita Velilla a
continuación los nombres de Concepción Arenal,
Fernán Caballero, Patrocinio de Biedma,
María del Pilar Sinués, Emilia Pardo Bazán,
Gertrudis Gómez de Avellaneda, Rosario de Acuña,
Joaquina García Balmaseda, Ángela Grassi, Carolina
Coronado, Concepción de Estevarena, Mercedes de Velilla y
Rosalía de Castro. Termina: «Brilla, entre tantas, con luz propia y como
estrella de primera magnitud, D.ª Antonia Díaz y
Fernández [...]»
2.
El nuevo papel que la mujer escritora ha alcanzado en el siglo XIX
es un tema ya estudiado y no parece necesario entrar aquí en
reflexiones de orden general3.
Varias de las escritoras presentadas en la bibliografía,
hasta fecha no muy lejana desconocidas e imposibles de leer en
ediciones actuales, cuentan ya con trabajos que han puesto de
relieve sus particularidades bio-bibliográficas. Antonia
Díaz no ha gozado en ellos de gran protagonismo: incluida en
el completo diccionario preparado por María del Carmen
Simón Palmer, no se la menciona en los ensayos y
antologías sobre esta parcela de la creación
decimonónica. Sólo en libros circunscritos a las
letras sevillanas o andaluzas se encuentran referencias algo
más extensas acerca de su vida y obra. Además, merece
algunas páginas en el manual de José M.ª de
Cossío y un breve juicio en la historia de la literatura de
Francisco Blanco García4.
Sin embargo, la autora se relacionó con sus
compañeras de oficio, publicó textos en la prensa
andaluza y madrileña dirigida a la mujer, y, sobre todo,
retomando a Velilla, «brilla» con singulares contornos
en el ámbito literario sevillano, donde, aunque se codea con
otras mujeres como Mercedes de Velilla, Concepción de
Estevarena y Blanca de los Ríos, a veces figura como
única fémina en índices y cabeceras de
colaboradores de prensa. Según indican todos los testimonios
que hemos consultado, Antonia Díaz alcanzó una gran
reputación y mereció los más elevados juicios.
José Cáscales la califica como «una verdadera gloria
sevillana»
5.
La obra de Antonia Díaz manifiesta deudas diversas: heredera del espíritu clasicista y continuadora de registros y motivos románticos ya tópicos, sus momentos más felices se encuentran en su poesía de tono menor, en las fábulas, apólogos, leyendas y composiciones intimistas. Sus versos más atractivos son aquellos que, lejos de la entonación civil y circunstancial, permiten entrever rasgos directos de su personalidad como escritora y mujer, facetas difícilmente separables, y más en una señora que, sin hijos y padeciendo una enfermedad que la mantuvo en apartamiento y reposo (anemia cerebral a decir de Pineda Novo6), dedicó sus horas a las letras y la caridad. Su boda con el también poeta José Lamarque de Novoa, quien la apoyó y animó siempre, contribuyó a esta principal dedicación. Juntos vivieron primero en Sevilla y, más tarde, en un hermoso y especial hogar que Lamarque construyó para el descanso de su esposa: la Alquería del Pilar, en la ciudad de Dos Hermanas, población inmediata a la capital, que, cedida al Ayuntamiento, aún se conserva. En esta casa Antonia Díaz se entregó a la lectura y a la escritura y, en compañía de su marido, recibió a poetas sevillanos y foráneos que dejaron testimonios de su paso por el lugar en prólogos y libros de memorias.
Para el estudio de su vida y obra hemos podido consultar valiosas fuentes: el epistolario, el álbum de la autora y parte de la biblioteca del matrimonio, que, en manos de sus descendientes, han pasado ahora a los fondos de la Fundación José Manuel Lara, radicada en Sevilla, y que se utilizan aquí con fines de investigación por primera vez.
En definitiva, el propósito final de este ensayo es presentar a la autora y a su obra, situarla en el contexto de la poesía decimonónica, y profundizar en su actividad como mujer de letras. Entendemos este trabajo como una primera entrega de un proyecto en marcha de mayores proporciones. El material en el que ahora trabajamos nos permitirá ofrecer otras tantas reflexiones acerca de costumbres y modas literarias decimonónicas relacionadas con la mujer, en el caso del citado álbum, así como aportar nuevos ejemplos de la comunicación entre escritoras a partir de la correspondencia cruzada entre María del Pilar Sinués y Antonia Díaz. Otras epístolas nos llevarán hacia conspicuos representantes de la poesía sevillana de la segunda mitad del XIX como José Fernández Espino y Narciso Campillo.
Antonia Díaz y Fernández (Marchena 1827-Dos Hermanas 1892), hija del médico Francisco Díaz, residió desde muy pequeña en Sevilla, donde recibió una cuidada educación en la que, además de las clases de francés, música y manualidades características de aquellos años, se la introdujo en la lectura de los clásicos españoles y sevillanos. Su amor a las letras la llevó a iniciarse en la escritura casi en su adolescencia y, lejos de mantenerse en silencio, comienza a publicar en las revistas sevillanas en 1846 para terminar haciéndose frecuente en sus páginas. Muy pronto también logra alcanzar el reconocimiento de los autores héticos que, además de acogerla en sus proyectos periodísticos, la hacen partícipe de sus tertulias y libros colectivos organizados en torno a diversas efemérides.
El mundo de las letras parece absorber por completo a Antonia, pues se mantuvo soltera hasta 1861, cuando contrajo matrimonio, en abril del mismo año, con el también poeta José Lamarque de Novoa (Sevilla 1828-Dos Hermanas 1904); ambos habían coincidido con anterioridad en revistas y libros. A partir de este momento, la biografía de la que pasó a llamarse Antonia Díaz de Lamarque es inseparable de la de su marido, y su esfera de amistades y relaciones es común, desarrollando una intensa actividad no sólo literaria sino también interesada en el mundo del arte, en particular de la pintura (el mismo José Lamarque fue pintor aficionado) y en el estudio de la historia sevillana, de sus tradiciones y leyendas. Fueron amigos de Valeriano Bécquer, que pintó dos retratos de los padres de José, además de uno de Antonia realizado entre 1860 y 1862, antes de su marcha a Madrid. Lamarque poseía además, al parecer, una serie de seis cuadros de personajes populares obra de Valeriano.
Una de las primeras ocasiones en que Antonia Díaz Fernández utiliza su nuevo apellido es en el volumen Tertulia literaria. Colección de poesías selectas leídas en las reuniones semanales celebradas en casa de Don Juan José Bueno (1861)7, donde, tras un interesante prólogo de Antoine de Latour, por entonces residente en Sevilla como secretario del Duque de Montpensier, se publican versos de los asiduos a la misma. En galante situación, la serie la abre Antonia Díaz, ya 'de Lamarque', seguida, entre otros, por Andrés Bello, Eduardo Asquerino, Julián Romea, el propio Juan José Bueno, Narciso Campillo, León Carbonero y Sol, José Fernández Espino, Fernando de Gabriel y Ruiz de Apodaca, Juan N. Justiniano, José Lamarque... En definitiva, lo más granado de la moderna escuela sevillana de poesía, además de algunos invitados, como Bello, tampoco ajenos a la trompa épica a lo Quintana y a otras maneras características de dicha escuela. Esta tertulia, celebrada en la casa del poeta, jurisconsulto y bibliógrafo Juan José Bueno sita en la calle Mármoles, se reunía con el deseo de alentar la permanencia de una escuela poética andaluza, heredera de las grandes figuras de los siglos XVI y XVII. Antonia Díaz se cuenta entre las pocas féminas que asisten a los encuentros.
A partir de aquí el matrimonio Lamarque se enlaza de forma continua en la prensa. Más aún, en los estudios sobre la poesía de la segunda mitad del XIX, marido y mujer aparecen unidos, como en su propia vida, escapando a otras clasificaciones, y sus rasgos poéticos se analizan al alimón. Es así en La literatura española en el siglo XIX, de Francisco Blanco García, o en el monumental ensayo de José María de Cossío, donde figuran bajo el epígrafe «Los Lamarque». El que ella utilizase el apellido Lamarque para firmar sus libros favoreció el establecimiento de esta especie de sociedad8.
En cuanto a José Lamarque, hijo de francés y de trianera, es autor de una extensa obra poética de calidad desigual marcada por su admiración al estro poético de Zorrilla, Núñez de Arce y a los poetas clásicos9. Repasar sus libros y poemas -y en esto coincide con los de su esposa, según comentaremos a continuación- es también revisitar el mundo literario del clasicismo sevillano y, más allá, también el de la oligarquía social y cultural andaluza de entonces. Empresario, dueño de un negocio de hierros y maderas, dedicado a la importación y exportación, fue cónsul del Reino de Nápoles, de El Salvador y, hacia 1880, del Imperio Austro-Húngaro. Figura, además, como socio del Ateneo y de la Sociedad de El Folk-Lore Andaluz y perteneció a la Academia de los Áreades de Roma (su sobrenombre era Ibero Abantiade), al igual que Antonia, entre sus pares Eufrosina Elísea. En coincidencia con su mujer, era un católico ferviente y activo, y, en el terreno político, un monárquico convencido, partidario de la restauración borbónica tras la caída de Isabel II, por lo que alcanzó la concesión de la Gran Cruz de la Real Orden de Isabel la Católica en 1876. Ambos extremos se atestiguan en la vinculación de los esposos a la sociedad «La Juventud Católica» y a su portavoz La Verdad Católica. Los poemas religiosos de Antonia Díaz son testimonio de su fe. Dedicó a este tema un volumen completo: Poesías religiosas (1889).
Mecenas y
protector de artistas y escritores, Lamarque se cuenta entre los
fínanciadores de la primera edición de las
Obras de Gustavo Adolfo Bécquer, en 1871, de la que
se conserva un ejemplar en su biblioteca. Ya en su vejez y
fallecida su mujer, sigue en contacto con algunos poetas
jóvenes como el cordobés Enrique Redel, que prologa
su libro Remembranzas (1903), y con Juan Ramón
Jiménez, a quien ofrece la composición «La
galerna» de Desde mi retiro (1900). Éste le
correspondió ofrendándole el poema
«Nubes», de Almas de violeta, y le
regaló su libro Rimas con la siguiente dedicatoria
autógrafa: «A Don José
Lamarque de Novoa. Cariñoso recuerdo de su admirador y
amigo, J. R. Jiménez. Madrid 1902»
10.
El joven Juan
Ramón Jiménez recuerda, en «El modernismo
poético en España e Hispanoamérica», su
relación en Sevilla hacia finales de la década de
1890 con los escritores de la generación anterior, uno de
los cuales era Lamarque, en torno al Ateneo de la ciudad. Juan
Ramón, deslumbrado por la poesía de Rubén
Darío (a quien había leído en las
páginas de La Ilustración Española y
Americana), habla a Lamarque del nicaragüense y cuenta
que éste, sin conocerle, le pregunta si es «otro cursi»
, calificativo que, al
parecer, merecían para él todos lo modernistas, e
intentó desencantarle de imitar a «esos tontos del futraque, como Salvador
Rueda»
11.
Por lo que escribe Jiménez, Lamarque le escribía casi
a diario y le animaba a seguir a los maestros del siglo XIX, y lo
cierto es que este influjo primero está en los inicios del
moguereño.
La Alquería del Pilar, construida en 1872 por Lamarque, se convierte en un lugar idóneo de reunión para escritores y artistas. Allí recibieron los Lamarque la visita de todos aquellos que, sevillanos o extranjeros, desearon compartir su conversación. Pero la casa es, sobre todo, y como remedando usos cortesanos de antaño, el palacio de Antonia Díaz, la 'señora' a la que los caballeros van a presentar sus respetos y sus muestras de admiración.
La finca es descrita por algunos de ellos (Velilla, Cáscales, Guerra Ojeda) como un lugar de ensueño: una especie de castillo rodeado de exuberantes y cuidados jardines, en los que crece amplia gama de árboles y flores, una cascada y una ría navegable, grutas con estalactitas artificiales, un laberinto vegetal, invernaderos con plantas venidas del trópico y una especie de museo de historia natural, con ejemplares de diferentes especies. Reproducimos la singular impresión que causó en Cáscales:
Rodeados de cuantas comodidades se pueden apetecer, se consagraron al estudio los dos felices esposos en una mansión tan deliciosa que sólo es comparable a uno de aquellos vergeles que los califas de damasco regalaban a sus vates favoritos. Cuando yo visité aquellos extensos jardines, en cuyo centro se levanta artístico palacio, me creía transportado a la Isla encantada, donde Armida detuvo enamorada al valiente Reinaldo, y seguramente les ocurrirá lo mismo a cuantos hayan leído la inmortal obra de Tasso y contemplen aquel sitio en el que la señora de Lamarque ha escrito sus mejores libros [...]12. |
En la corona que los escritores sevillanos compusieron a la muerte de la autora, a instancias de su marido, la Alquería aparece confundida con ella misma. Antonia era el centro de este espacio maravilloso; su ausencia deja en silencio el lugar y mudos a los pájaros:
|
Todo en la casa y el jardín hace pensar en una recreación literaria: un jardín romántico, una casa de evocación de tiempos antiguos, con cristales de colores a través de los que se ve el parque y la fuente... Se puede decir que los Lamarque hicieron de la literatura su entorno vital.
A los recuerdos de
Juan Ramón Jiménez asoma también la
Alquería. Los ojos de un joven de otra generación ven
aquellas reuniones con gran distancia; y es que estas modas propias
del XIX le resultarían por completo ajenas. Para él
los amigos en la literatura y en la vida de los Lamarque
(aquéllos que como él ven en el modernismo mera
cursilería y siguen anclados en la poesía
decimonónica) formaban la que llama «la peña poética sevillana del
instante parado»
:
[A Lamarque] cuando le gustaba más un soneto o un romance míos, me mandaba unos magníficos cajones de naranjas de sangre, de su finca de Dos Hermanas, donde él y su mujer, doña Antonia Díaz de Lamarque, escritora como él, revivían tiempos pasados españoles, vistiendo con trajes anacrónicos y representando escenas de serenatas trovadorescas. Don José Lamarque me daba siempre consejos y me decía que leyera a don José de Velilla y a su hermana doña Mercedes, a don Luis Montoto y Rautenstrauch, a don Francisco Rodríguez Marín y otros, que formaban la peña poética sevillana del instante parado, y que me dejase de aquellas revistas de Madrid, que no sabían nada de poesía14. |
Antonia Díaz muere en 1892; su marido habría de sobrevivirle hasta 1904.
Estas amistades y relaciones se reflejan en el epistolario del matrimonio. En el fondo localizado en la Fundación José Manuel Lara se encuentran cartas enviadas por distintos personajes a los esposos; en su mayoría es una correspondencia puntual sobre temas muy concretos que cubre el periodo 1856 a 1902. Escriben sobre todo a los Lamarque personajes sevillanos y andaluces: José Amador de los Ríos, José Antonio Asensio, José de Gabriel, José Gutiérrez de Alba, Luis Herrera, Francisco Rodríguez Zapata, Juan José Bueno, el poeta granadino Mariano Batanero...; de otra procedencia: el poeta valenciano Juan Brunenque, ocasionalmente Juan Eugenio Hartzenbusch, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Victorina Sáenz de Tejada, etc. La correspondencia más extensa o interesante, y que aún estamos revisando, procede de Narciso Campillo, Juan Fastenrath, José Fernández Espino, José Marco, Fernán Caballero y María del Pilar Sinués, muy amiga de Antonia Díaz, a la que escribe cartas en las que vierte su opinión acerca de otras escritoras15.
El otro elemento fundamental para conocer el entorno y la actividad artística de los Lamarque es el álbum de la autora, sobre el que aún estamos trabajando, y del que cabe hacer aquí una presentación somera. Por su valor documental, la riqueza artística de su contenido y la participación en él de un nutrido grapo de escritores y artistas sevillanos, españoles e incluso europeos, el álbum presenta un enorme atractivo e interés. En él figuran los escritores de la llamada escuela poética sevillana de orientación clasicista, en su mayoría relacionados con el círculo de los Lamarque (Juan José Bueno, Rodríguez Zapata, Narciso Campillo, Arístides Pongilioni, José Fernández Espino, entre otros) y algunas otras figuras de singular relevancia, como las citadas Fernán Caballero o Pilar Sinués. En este sentido, las composiciones que contiene, en su mayoría inéditas, bien pudieran ejercer una función «canónica» similar a la que desempeñan antologías y coronas poéticas (las formas estróficas y los temas responden, en su mayoría, a los presupuestos clasicistas, aunque por otro lado se mantienen también las convenciones propias de la poesía hecha para un álbum) y, sin lugar a dudas, ofrecen un apreciable panorama del ambiente poético de la Sevilla de la segunda mitad del siglo. Y, por descontado, de la actividad literaria que se desarrollaba en la Alquería del Pilar (de hecho, la magnífica portada del álbum parece reproducir una imagen de los jardines de la Alquería). Obviamente las colaboraciones son bastante desiguales en cuanto a su calidad, pero, por el contrario, todas ellas ofrecen una esmerada presentación, lo que indica que en ningún caso se trata de improvisaciones (encargar colaboraciones para un álbum era, como es sabido, una práctica habitual). No ofrecen menor interés las pinturas (acuarelas y óleos en su mayoría, aunque se recogen muchas otras técnicas), que ocupan sobre todo la segunda mitad del álbum y que representan fundamentalmente, entre otros variados motivos, paisajes de corte romántico y tipos y escenas costumbristas: podemos encontrar en ellas nombres muy conocidos, como los de Virgilio Mattoni, José Diez o Eduardo Cano. Cabe resaltar aquí un dibujo a lápiz de Gustavo Adolfo Bécquer y la más que probable participación de su hermano Valeriano.
A partir del año 1846, una joven Antonia Díaz comienza a publicar poemas, artículos y, en menor proporción, algunos escritos en prosa en la prensa sevillana, a veces en revistas misceláneas que, además de las habituales secciones de Literatura, Artes o Ciencias, incorporan la de «Modas» como respuesta a una demanda ejercida por el lectorado femenino. En Sevilla es notoria la proliferación de este añadido en el subtítulo a partir de 1840. Seguir las apariciones de la autora en estos papeles periódicos permite comprobar su integración en las letras héticas y su comunión con los personajes habituales en las tertulias y animadores, en general, de la vida literaria de la capital. Todos ellos forman parte del círculo de compañeros y amigos de Antonia y de su marido, como corroboran su epistolario y su álbum.
Antonia Díaz hace su debut en La Aurora con un poema de corte esproncediano titulado «El esclavo» (16 marzo 1846). Da un paso adelante en El Álbum de las Bellas (1849), periódico dirigido a la educación de la mujer, con varias composiciones poéticas y dos breves artículos. Destaca el titulado «Safo» (pp. 285-91), que, como es común en la prensa femenina de entonces16, se centra más en sus amores con Faón que en su obra literaria. A partir de la década de los cincuenta su nombre adquiere cada vez más protagonismo ya no sólo en la prensa sevillana sino también en la madrileña especializada en el público femenino, además de figurar ocasionalmente en la de otras provincias. Enumeramos los títulos y fechas, que figuran detallados en el libro de Simón Palmer17. En Sevilla: en la prestigiosa Revista de Ciencias, Literatura y Artes (entre 1855 y 1859)18, La España Literaria (1863), El Ateneo (aquí utilizó el seudónimo Enriqueta Madoz de Aliana; 1874 y 1875), Sevilla Mariana (entre 1881 y 1883); en Madrid: La Aurora de la Vida (1861), La Violeta (entre 1863 y 1865), La Educanda (entre 1863 y 1865), El Ángel del Hogar (entre 1865 y 1869), El Amigo de las Damas (1873), El Correo de la Moda (entre 1866 y 1883), La Época (1876); en Valencia: El Museo Literario (1865 y 1866), El Recreo de las Familias (1871 y 1872); y en Granada: La Madre de Familia (1875). A partir de Chaves Rey19 añadimos otros títulos héticos no citados hasta ahora, aunque la falta de ejemplares haga imposible la verificación de las referencias en varios casos: en 1849, Chaves la incluye entre los redactores de El Regalo de Andalucía, junto a Rodríguez Zapata, José Velázquez y Sánchez, el joven Gustavo A. Domínguez Bécquer y varias escritoras (Carolina Coronado, Rosa Butler y Amalia Fenollosa); La España Literaria se reconvierte en Revista Sevillana Científica y Literaria, de la que se conservan dos números en la Hemeroteca Municipal de Sevilla, en uno de los cuales se inscribe «Las poetisas españolas. Epístola a una amiga» (n.° 30, 2 agosto 1863, pp. 6-7); en La Verdad Católica se lee «Fe, esperanza y caridad» (8 octubre 1866, pp. 254-256); y en Granada y Málaga en los jardines del Alcázar de Sevilla, «Caridad» (número único, febrero 1885, pp. 2-3, folleto de finalidad benéfica). Aunque consta su nombre en los números sueltos consultados de El Obrero de la Civilización (1874-1877) no encontramos más composiciones20. Para terminar, también la menciona Chaves en El Renacimiento (1884), en donde, sin embargo, y pese a figurar en su cabecera entre los colaboradores, no inserta ningún texto.
La paulatina consagración de Antonia Díaz en las letras sevillanas se significa también en su presencia en numerosas coronas y libros colectivos de asunto circunstancial, en los que, a veces, ella es la única representante femenina. Relacionados por M.ª del Carmen Simón Palmer, se la encuentra desde la Coronación del eminente poeta D. Manuel José Quintana, celebrada en Madrid, a 25 de marzo de 1855, publicada por Rivadeneyra en el mismo año, a la Corona fúnebre a la buena memoria del Cardenal Lluch y Garriga, promovida por el matrimonio, en 1882. En su mayoría se trata de composiciones poéticas de raíz clasicista, con predominio de una entonación grave y sublime que cuadra con los asuntos circunstanciales objeto de la celebración o pésame. A las citadas por Simón Palmer añadimos tres nuevas colecciones: Corona poética del Augusto Sacramento de la Eucaristía y ala Inmaculada Concepción de María (1860), en la que inserta dos sonetos alusivos a la festividad, La paz: Corona poética... con motivo de la terminación de la guerra civil (1876), y su participación en La mejor corona: loa para celebrar el aniversario de D. Pedro Calderón de la Barca, junto a Adelardo López de Ayala (1868)21.
Muchos de estos poemas se recogen posteriormente en los cinco libros de la autora, muy valorados y aplaudidos en su tiempo, cuyos ejes centrales son la tendencia al pensamiento filosófico y moral, y un general tono entre cándido y optimista que individualiza su expresión.
Su primer libro, Poesías (1867), se divide en dos secciones, «Poesías religiosas» y «Poesías varias». Se observa aquí la preferencia por la inspiración religiosa, repetida en su obra posterior, la preocupación moral y el valor circunstancial de su estro que, como es común en estos años, se compone como forma de comunicación con parientes y amigos, de tal manera que hay un verdadero abuso de las dedicatorias. Los poemas en torno a la Naturaleza («La Primavera», «La vuelta del verano», «El otoño»...) se convierten en cantos a la grandeza de la Creación. También ensaya el tono heroico en «La destrucción de Numancia», con entonación épica a lo Quintana.
En 1877 aparece Flores marchitas, en dos volúmenes, uno de sus libros más interesantes. En el primer tomo, de gran variedad métrica, se encuentran canciones, baladas y leyendas breves de las que se desprende un fin moral («Las dos rivales», «El avaro», «La vanidad burlada»...). Lo mismo ocurre con las leyendas sobre personajes y espacios sevillanos («Leonor Dávalos», «La Calle de la Gloria», «La más noble caridad», sobre Ambrosio de Spínola), enlazando con la senda del Duque de Rivas y su coetáneo Leopoldo Cano y Cueto. El tomo segundo reúne dos leyendas extensas: «El alma de Garibay», sobre un personaje del siglo XVIII, y «El Ave prisionera», que parte de un poema popular originario de las Landas francesas.
En
Poesías religiosas (1889) se vuelven a coleccionar
composiciones ya insertadas en Poesías (1867). Su
prologuista, Joaquín Rubió y Ors, elogia el contenido
sin reservas, alaba el espíritu creyente que los anima y
cree que esta veta es la más brillante de su
producción. José Cáscales la compara con Santa
Teresa de Jesús y la llama «la
más hermosa personificación de la poesía
religiosa en España»
22.
Siguen siendo abundantes las de corte circunstancial, varias
tomadas de álbumes de celebración (destaco el caso de
«La Virgen de la Rábida. Romance
histórico»). Se incluye aquí
«María en Monsterrat», cinco cantos en octavas
reales, poema con el que Antonia Díaz obtuvo el primer
premio en un certamen celebrado en Lérida en 1863. Las
más atractivas son las que trasladan sentimientos e
inquietudes más directas: «Inquietud del alma»,
«Al disiparse la tristeza»..., presididas por un
permanente anhelo de soledad y paz y de inclinación
melancólica, a veces con ecos de Lamartine.
En la tradición del apólogo en verso de motivos florales al estilo de José Selgas, el autor de La primavera y El estío, está Aves y flores (1890), colección de fábulas morales en varios metros que parecen influidas por las Fábulas ascéticas del también sevillano Cayetano Fernández. Como en el caso de los poemas de Selgas, van dirigidas a receptoras femeninas. La belleza material del volumen (primorosa encuadernación con letras doradas, papel y tipos de calidad, páginas enmarcadas con motivos vegetales y pájaros en distintos colores, pequeños grabados alusivos al frente de las composiciones) hacen pensar en una especie de devocionario de enseñanza moral para las mujeres, que recibirían lecciones acerca de temas como «Las ilusiones», «La sencillez», «Brevedad de la belleza», etc. Este libro fue declarado de texto por el Consejo General de Instrucción Pública23.
Como último homenaje a su esposa, José Lamarque impulsó, en 1893, la publicación de Poesías líricas, dos tomos que recogen textos ya publicados y algunos inéditos, además de incorporar una corona compuesta por sus amigos y textos críticos. Se retoma el índice del primer libro (Poesías, 1867) y se suman textos de Flores marchitas y otros dispersos en la prensa, coronas y álbumes, además de los inéditos, entre ellos un conjunto de cantares. Siguen un breve número de traducciones del francés, portugués y catalán: «Dios. A Mr. L'Abbé F. de Lamennais», de Lamartine; «Infancia y muerte», de A. Soares de Pasos; «Los Romeros de Montserrat», de Joaquín Rubió y Ors, y «La campana de la ermita (Balada)», de C. Menessier24.
Cultiva también Antonia Díaz la prosa. En El Álbum de las Bellas (1849) publica dos breves ensayos: el citado «Safo» y la disquisición filosófica «Esperanzas y recuerdos». En El Ateneo (1874 y 1875) utilizó el seudónimo Enriqueta Madoz de Aliana al pie de varios artículos titulados «Paseos por los alrededores de Sevilla», en los que describe una excursión a las ruinas de Itálica y al Monasterio de San Isidoro del Campo. Mezcla de paseante ilustrado y romántico, la autora aporta datos arqueológicos e históricos con apoyatura de citas eruditas, al mismo tiempo que transcribe leyendas relacionadas con el lugar. Aquí, con el mismo seudónimo, comenzó a publicar por entregas su novela El precio de una dádiva, que se editará como libro en 188125.
Además participó en Las mujeres Españolas, Portuguesas y Americanas pintadas por sí mismas (s. a.), colección en la que, al igual que otras de los mismos años, se pretende ofrecer el retrato de la mujer de la época. A decir de M.ª Ángeles Ayala26, esta serie aporta como rasgo diferenciador su talante reivindicativo aunque sin extremismos: se pretende que las mujeres piensen, sientan y trabajen, pero ello para ser buenas hijas, madres y esposas. Sólo mujeres se encargan de redactar estos artículos costumbristas, lo que permite saber qué pensaban acerca de sí mismas. En lo relativo a Andalucía figuran varios trabajos, dos de ellos centrados en Sevilla: «La sevillana rica», de Prudencia Zapatero de Angulo, y «La sevillana», de Antonia Díaz de Lamarque27.
Francisco Cuenca señala entre sus obras la novela titulada Tres flores, que no encontramos citada en otro lugar28.
Todos los juicios sobre Antonia Díaz insisten en subrayar como rasgos destacados de su carácter su profunda fe religiosa y su dulzura. Por otro lado, se abunda en lo obvio: es una mujer, y ello la singulariza en el panorama literario, más aún dentro del grupo sevillano, con tan escasas voces femeninas. Interesa conocer qué opinaba Antonia Díaz acerca de las mujeres literatas y cómo entendía que debían desenvolverse en un mundo dominado por hombres. Su vida y profesión dicen ya mucho, pues nunca abandonó la escritura ni dejó de acudir a tertulias, sobre todo, antes de que su enfermedad la mantuviera más recluida. No vivió su profesión como ejercicio silencioso, como un desahogo, sino que se atrevió a publicar sin miedo a las consecuencias de una notoriedad pública que muchas veces acarreó burlas y críticas a tantas escritoras. Muy joven comenzó a presentarse a premios literarios, tal vez buscando el espaldarazo necesario para ser reconocida y, por ello, respetada. Todos sus libros fueron prologados y elogiados por hombres, destacados personajes de las letras.
Sus poemas son el principal testimonio para penetrar en su intimidad y conocer sus ideas acerca de estos temas. Antonia Díaz valora la capacidad de la mujer para la escritura pero está en desacuerdo con una instrucción que la equipararía con el hombre, lo que para ella no es sino soberbia. Y ciertamente no es una mujer combativa y se entiende por qué en el trazo de su biografía parece muchas veces a la sombra de su marido. La humildad es la cualidad que la autora parece valorar más en la mujer; la soberbia el mayor pecado, y ello está en la base de sus juicios acerca del papel que ésta debe desarrollar en la literatura.
En «Las poetisas españolas. Epístola a una amiga» refiere sus dudas en los comienzos y las burlas que tuvo que soportar por parecer una mujer instruida, algo tan negativo para muchos hombres (y mujeres) de la época:
. |
Ante la pregunta que abre la cita, debate importante en la época según se sabe, ella dice responder siguiendo la Razón, que le dicta huir de las ambiciones:
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El criterio está claro: en la polémica educación frente a instrucción, ella está a favor del primer extremo, aunque esta educación sea tan deficiente como conocemos. Termina la autora recomendando a las mujeres que usen una conversación sencilla, y se burla de la pretensión de las que aspiran a saber griego o latín. Para ella la poesía será siempre sólo materia de ocio. El poema anterior resume la opinión de la autora, que se entiende fuese tan amiga de Fernán Caballero y María del Pilar Sinués, quienes compartían sus ideas conservadoras con respecto al papel de la mujer en la sociedad. En la composición titulada «A una poetisa» concreta cuál es el verdadero lugar de la mujer:
|
De tales ideas
acerca de la escritura femenina y su confinamiento en los
límites de la domesticidad cabría deducir algunas
conclusiones interesantes. Todo parece indicar que la autora se
inserta en lo que Íñigo Sánchez Llama califica
como el «canon isabelino»
,
caracterizado por su talante monárquico, religioso
-neocatólico y moralizante (conviene subrayar a este
respecto que Lamarque colabora en la financiación de la
Restauración monárquica y que ambos esposos mantienen
estrechas relaciones con las más altas jerarquías
eclesiásticas sevillanas), cuya vinculación a la
propuesta lamartiniana -la belleza estética depende de la
virtud moral del contenido- y connivencia con el poder establecido
posibilitó el prestigio de algunas escritoras, como A.
Grassi, F. Sáez, P. Sinués32.
Ahora bien: Tal canon pierde vigencia, como es lógico, desde
1868. Da la impresión de que A. Díaz mantiene (como
también A. Grassi), a la altura de 1890, una actitud
anacrónica, al no evolucionar un punto hacia posiciones
más liberales que se manifestarían con el
afianzamiento del realismo. Posiblemente contribuya a esta actitud
anacrónica el estatismo de la 'escuela sevillana', que se
convirtió en un reducto de la poesía clasicista
más conservadora. Tanto la ideología explícita
de su poesía como los cánones formales a los que se
somete explicarían su escasa relevancia fuera del
círculo sevillano, como también su enorme
predicamento dentro de él.
José María de Cossío concluía así la consideración de su obra poética:
Fue merecido el singular prestigio de que gozara esta distinguida poetisa sevillana. Su espíritu piadoso, su concepto del papel de la mujer en la literatura [...] impidieron que desarrollara toda su capacidad poética, que, sin duda, era muy grande. Las muestras que ofreció le aseguran un puesto preeminente entre las poetisas del siglo XIX, ciertamente fecundo en ellas. De aptitud literaria nada tenía que envidiar a las más eminentes33. |
Nos preguntamos si los elogios de sus compañeros, que insisten en subrayar su humildad, su bondad, etc., no se apoyan en la imagen que la misma autora fabricó para sí misma: mujer delicada y bondadosa, sensible y entregada a su marido y a los necesitados. A diferencia de otras compañeras de letras, Antonia Díaz no fue de ninguna forma una amenaza para sus amigos escritores, pues supo conservar siempre su lugar.