Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

«Los misterios del eco» o la expresión americana en busca de una memoria

Daniel Meyrán1





  —164→  

«Todo tendrá que ser reconstruido, invencionado de nuevo y los viejos mitos, al reaparecer de nuevo, nos ofrecerán sus conjuros y sus enigmas con un rostro desconocido. La ficción de los mitos son nuevos mitos con nuevos cansancios y temores». (Lezama Lima, José, La expresión americana, p. 16).

Así habla Lezama Lima cuestionando los mitos y cansancio clásico en busca de la expresión americana. El tema del coloquio de hoy sobre «las recuperaciones del mundo precolombino y colonial en los siglos XIX y XX hispanoamericanos» nos invita a contemplar «los misterios del eco» que, en la sociedad hispanoamericana de hoy, estructuran y acondicionan las prácticas y producciones culturales, entre ellas la representación teatral. Entendiendo por cultura «el espacio ideológico cuya función consiste en anclar a una colectividad en la conciencia que ella tiene de su identidad» (Cros, 1996) entonces, esta cultura sólo existe por diferencia y no funciona sino como memoria colectiva con valor de diferencia para la memoria individual. El punto de encuentro entre ellas es el lenguaje (lingüístico y extralingüístico) o más bien los códigos que se tuercen y destuercen, reflejos de las tensiones de un grupo a otro.

«Ahora que me acuerdo... y ahora que me acuerdo, estaban como están y tenían cien años. Son eternos. Son el alma sin edad de las piedras y la tierra sin vejez de los campos», así empieza Asturias sus Leyendas de Guatemala (1930). La memoria se organiza, si puedo decirlo así, alrededor de dos ejes temporales: el eje diacrónico y el eje sincrónico. La dimensión diacrónica representa la presencia del pasado en la mente mientras la dimensión sincrónica representa la reflexión sobre esta presencia a partir de unos principios de selección. El cruce entre los dos ejes lo representa el sujeto que construye el pasado como historia y así se construye a sí mismo como sujeto porque la memoria sólo se vuelve memoria subjetiva en este espacio, en este lugar crucial, nunca en uno de los dos ejes separadamente. Quiero decir que, en este sentido, la memoria no es un nuevo dato sino uno que se vuelve a construir gracias a un sistema semiótico tal como Edmond Cros, por ejemplo, pudo formalizarlo y como pude aplicarlo yo a mi lectura de la obra de Rodolfo Usigli o de Alfredo Bryce Echenique, ya que en un sistema semiótico cualquiera, se localiza a un sujeto en una estructura de alcance colectivo, siendo constituida la significación del sistema de signos por las diferencias y semejanzas simultáneas, enredadas y múltiples. Entonces mi noción de «memoria de la escritura» (Meyrán, 1997) me parece pertinente y esencial en tal contexto para dar cuenta de la individualidad, de la colectividad y del lenguaje. Es porque nos encontramos, con la escritura de la memoria y la memoria de la escritura, en la dimensión temporal, por lo que semejanza y diferencia se identifican respectivamente a la repetición continua y al contraste discontinuo. Contrariamente a la imagen que se suele dar oficialmente de la cultura, ella se define como un espacio/tiempo que sufre modelizaciones y   —165→   rectificaciones periódicas, igual que la historia que la orienta, y se fundamenta sobre una herencia menos auténtica de lo que se pretende. Un ejemplo es, en el ámbito de este seminario, la representación contemporánea del mundo prehispánico y de la colonia en el teatro mexicano y del desencadenamiento de pasiones que provoca todavía hoy (pienso en la puesta de La Malinche de Víctor Hugo Rascón Banda, por el director austriaco Johann Kresnik, en diciembre de 1998, como lo había sido antes para La noche de Hernán Cortés de Vicente Leñero en 1990, para Todos los gatos son pardos de Carlos Fuentes en 1969, para Moctezuma II de Sergio Magaña en 1953 o para Corona de Fuego de Rodolfo Usigli en 1960...

Rodolfo Usigli

Rodolfo Usigli.

Así en pleno corazón de nuestra historia, de la historia hispanoamericana y particularmente de la historia mexicana, existe una rica herencia artística, desconocida de nosotros en su gran parte. Es un espejo en el que podemos mirarnos y en el cual nos sorprende ver qué cara tenemos. Una cara menos nacional de lo que lo pensábamos y más intercultural. He aquí el teatro, en aquella confrontación temporal y espacial en la que el imaginario social en su tentativa de representación de lo real se pone en escena como pensamiento mestizo, afirmando su herencia patrimonial y su interculturalidad. Patrimonio e interculturalidad, dos nociones que ya he estudiado en otros trabajos, dos nociones que revelan a la vez el eco y la disonancia, la permanencia repetitiva y el contraste discontinuo del injerto, unidos por una instancia mediadora, el sujeto cultural, entre el lenguaje y el discurso, como señuelo del otro, entre el yo y el semejante, que se entrega en una relación o un comentario (lo he llamado «metacultural») que une un texto a otro texto del que habla sin necesariamente convocarlo ni siquiera nombrarlo, mostrando, metaforizándolo, a Cuauhtémoc detrás de César Rubio en El gesticulador de Usigli por ejemplo. En esta mirada crítica que pone en escena el poder de la imagen y de su representación que trasciende el tiempo y el espacio en busca de los grandes misterios del drama esencial, el drama del doble, de Janus, de la máscara del hombre y de los dioses como ya lo enfocaba Antonin Artaud en El teatro alquímico:

«Lá où l'alchimie par ses symboles, est comme le double spirituel d'une opération qui n'a d'efficacité que sur le plan de la matière réelle, le théâtre aussi doit être considéré comme le double non pas de cette réalité quotidienne et directe dont il s'est peu à peu réduit à n'être que l'inerte copie, mais d'une autre réalité dangereuse et typique où les principes, comme les dauphins quand ils ont montré leurs têtes, s'empressent de rentrer dans l'obscurité des eaux»


(Artaud, 1932).                


En este momento de «recuperación del mundo precolombino en el siglo XX», pienso en los esfuerzos vanguardistas y revolucionarios en los años 20 en México, por parte del Teatro Regional de Teotihuacán y de Michoacán, creados en 1922, auspiciados por Manuel Gamio y José Vasconcelos, o por parte de la experiencia teatral que iba a tomar el nombre de «Teatro Sintético» en 1923 que presentaba obras en un acto sobre costumbres populares, tratando de crear un nuevo lenguaje dramático, armonizando, sintetizando todas las experiencias artísticas: texto, actuación, música. Tres nombres destacan: Carlos González (pintor), Francisco Domínguez (músico) y Rafael Saavedra (etnólogo/dramaturgo). Los indígenas son los propios actores de su propia vida cotidiana: el texto se ha reducido a la mínima expresión. En La cruza de Rafael Saavedra todo está orientado hacia la plasticidad de los cuadros, hacia una estética buscada en la gestualidad, la musicalidad y la oralidad. Usigli comenta en México en el Teatro (1932) que fuera de La cruza sólo 3 obras de Saavedra llegaron a estreno: El cántaro roto, La Chinita y Un casorio. En mis investigaciones no he podido encontrar más que los comentarios de dramaturgos como Usigli o de críticos como José Juan Tablada en Revista de Revistas o Manuel Palavicini en El Universal Ilustrado. Podemos pensar que son ellas cuadros o «viñetas» estilizados de la vida campesina mexicana en sus costumbres y tradiciones, idealizada con canciones y danzas que se apoyan en el folklore de jalisco y Michoacán, danzas también que remontan a los tiempos prehispánicos como la «Danza de los viejitos (Huehuetl)» o tiempos de colonia como «las danzas de moros y cristianos», danzas todavía vigentes en las comunidades indígenas en el México de hoy (ver la labor del «Laboratorio de Teatro campesino e indígena» o del «Teatro comunitario» entre   —166→   otros...). A este respecto, entusiasmado, el crítico de El Universal Ilustrado Manuel Palavicini escribe en 1922:

«Después de lo que vimos en Teotihuacán, he quedado convencido de que sí podremos seguramente llegar a tener un teatro propio».


(1922).                


El mismo año Juan José Tablada subraya en Revista de Revistas la influencia entre este «Teatro sintético» y el teatro ruso de «La Chauve Souris» de Nikita Balieff que tuvo gran éxito en París y en Nueva York con su puesta en escena de decoraciones, músicas y bailes regionales. A esta premonición de Tablada contesta la creación del «Teatro del Murciélago» en 1924 por un grupo integrado por el poeta estridentista Luis Quintanilla, por Carlos González y Francisco Domínguez ya conocidos en el Teatro regional. Este «Teatro del Murciélago» hizo su estreno el 17 de septiembre de 1924 en el Teatro Olimpia en México D. F., hubo una segunda sesión en 1926 en el Teatro Principal, y presentaron ocho cuadros inspirados en la propia cultura mexicana desde la época precolombina hasta la actual:

  • - «El juego de los Viejitos» (Danza precolombiana de los Huehuetl)
  • - «El cántaro roto» (Temor indígena tradicional) ya conocido
  • - «Ofrenda» (Tradición de Michoacán: noche velorio en la isla de Janitzio con actuación de Tina Modotti)
  • - «La danza de Moros» (danza de la época colonial)
  • - «Caminos»: (época actual, modernismo interpretado por Antonio Frausto)
  • - y otros 3 cuadros: «Juana», «Noche Mexicana», «Aparador».

Como siempre la crítica teatral se dividió en 2 grupos, los pro y los contra. Los «pro» veían en esta experiencia una nueva manera de ver el teatro nacional dentro del ámbito sintético, apoyándose en la expresión de la mexicanidad como patrimonio e interculturalidad. Los «contra» no veían nada de eso porque no podían comprender que la tradición no es forzosamente convención, la tradición puede ser anticonvencional. Podemos juntar con esta experiencia la de Ortiz de Montellano en su esfuerzo de Teatro de títere y Teatro para niños con El Sombrerón en 1932 un poco más tarde.

Miguel Ángel Asturias

Miguel Ángel Asturias.

Es interesante también apuntar que casi al mismo tiempo, en la misma década 1920-1930, un joven guatemalteco, Miguel Ángel Asturias, exiliado en París entre 1923 y 1933, al contacto de las vanguardias europeas y particularmente las del dadaísmo con Alfred Jarry, del futurismo, del surrealismo con Antonin Artaud, (el grupo A. Jarry creado por Artaud y Charles Vitrac representó entre 1926 y 1928 cuatro espectáculos: Les mystères de l'Amour, Victor ou les enfants du pouvoir de Ch. Vitrac; Le Songe de Strindberg; Ventre brûlé de A. Artaud), descubre las tradiciones precolombianas indígenas colaborando con el profesor Georges Raynaud en la traducción al francés de Popol Vuh, asiste a una revalorización europea de las artes primitivas africanas y americanas y encuentra el teatro como primera forma de expresión americana. En 1930, al mismo tiempo que sueña con sus Leyendas de Guatemala, Asturias escribe un artículo que publica en francés en la Revue de l'Amérique Latine en París, traducido por Georges Pillement y titulado «Reflexions sur la possibilité d'un théâtre américain d'inspiration indigène». El texto original en español se publicaría en 1932 en el Imparcial de Guatemala con el título «Las posibilidades de un teatro americano» y se reproduciría en Paris 1924-1933. Periodismo y creación literaria, París, editorial universitaria, colección Archivos. Asturias constata, desde Europa, la pérdida del patrimonio teatral indígena en América, sólo se conservarían El Rabinal Achí (maya-quiché) y el Ollantay (inca) pero ésta con influencias españolas. De aquí parte su preocupación por la necesidad de crear un teatro americano con raíces indígenas. Según lo dice Asturias su propia reflexión teórica sobre el teatro se asentó durante la composición de Cuculcán, diálogo alegórico teatralizado de un mito maya-quiché que se publicaría en Leyendas de Guatemala. El artículo, dividido en cinco puntos, entronca con las preocupaciones de la época ya señaladas en el experimento mexicano del «sintético». Por ejemplo el autor basa su reflexión sobre la existencia de formas teatrales producidas por el sincretismo cultural y conservadas en las comunidades indígenas como   —167→   «Las danzas de moros y cristianos» o como el famoso «Mashimón» de Guatemala cuyo personaje principal, Judás, se asemeja e identifica al conquistador Pedro de Alvarado: «El tema es pobre, la representación coreográfica alcanza gran esplendor y es una fuente virgen para los futuros "ballets" "americanos"» (Asturias, 1988). Pide que este teatro aluda a las fuerzas telúricas y purgue en escena los ritos nahualistos en la amplia naturaleza americana, utilizando decorados no convencionales, basados en la magia de los colores, trajes y máscaras de animales y un lenguaje «que sea alado, libre, religioso». Es decir, una presencia de la memoria del pasado indígena que más tarde afirmaría su apego a un patrimonio intercultural en su obra narrativa requeteconocida y en una de sus piezas de teatro, Soluna, «comedia prodigiosa», publicada en 1955 y definida por Osvaldo Obregón como «obra que mejor refleja el mestizaje cultural euro-americano» (Obregón, 2000). Poco difundido el punto de vista dramatúrgico de Asturias traduce preocupaciones continentales americanas que desembocarían en los experimentos de Eugenio Barba, Enrique Buenaventura, Carlos Solórzano, entre otros...

Entonces uno puede preguntarse sobre las razones profundas que hicieron nacer en el hombre esta imperiosa necesidad de ponerse en escena por mediación de los grandes relatos míticos en los cuales su destino parecía inscribirse. Se trata de una necesidad de ritual y bien sabemos que el ritual, como ya lo he dicho, es una modalidad por medio de la cual el hombre se compone su propia imagen, creyendo así dominar su condición (Meyrán, 1998). Todo el espacio espectacular es invadido por las grandes corrientes del inmenso espacio social cuyo mensajero es aquel espectador a la vez motivado por el espectáculo y motivador para éste. El lugar escénico se vuelve espejo de una práctica social que rápidamente, por ser espejo, deviene espacio de posturas en las que el poder se pone en escena. Esta condición especular del teatro evoluciona conforme y al ritmo de los contextos socio-históricos. Lo que permite la significación o el sentido es el contexto de la recepción, el famoso «horizonte de expectativas», según el cual cada generación adapta la herencia cultural e histórica, transcribiendo las continuas rectificaciones que modelan al sujeto cultural.

Comprobamos cierta periodización en la historia de la recuperación del mundo precolombino en el ámbito de la dramaturgia mexicana. En el México decimonónico de la Independencia si «el indígena como tal constituía un obstáculo para la modernización del México nuevo» (María Sten, 1994) entre los vaivenes demagógicos de liberales y conservadores, la raíz precolombina, la presencia del mundo náhuatl o del mundo maya quiché, estaba afirmada como fundamento del nacionalismo mexicano contra la presencia española: «intuitivamente los antiguos intelectuales criollos [...] apoyaban a Moctezuma contra Cortés» escribe David A. Brading (1973). María Sten destaca cinco piezas que tratan del tema, sus autores son liberales, historiadores o narradores, sólo uno es dramaturgo, José Peón Contreras, son:

  1. Un amor de Hernán Cortés de José Peón Contreras (1876)
  2. La noche triste de Ignacio Ramírez (1876)
  3. Xóchitl de Alfredo Chavero (1877)
  4. Quetzalcoatl de Alfredo Chavero (1877)
  5. La hija de Moctezuma de Andrés Portillo (no lleva fecha y no se sabe si se estrenó).

En la lectura de estas obras se notan el romanticismo ahistórico y el patriotrismo con un tema común: el tratamiento peyorativo de Malintzin/Marina/Malinche. «La barragana de Cortés» como la llama Ignacio Ramírez, está condenada por su pasión excesiva y su traición a la patria. Peón Contreras hasta la olvida y la disfraza de doncella castellana. Chavero, siguiendo a Manuel Altamirano, la compara a Medea.

La dramaturgia del siglo XX coincide en justificar a la Malinche exclusivamente por medio del amor y, o de la pasión, hasta el mito de «La Chingada» de Octavio Paz que no hace nada más sino confirmar el ritual con el que el mexicano ha evocado su nombre hasta nuestros días.

Fuera de los experimentos novedosos del Teatro regional de Teotihuacán, de Michoacán y del Teatro sintético, el mundo indígena precolombino, así como el de la colonia, tiene poca incidencia en la producción dramatúrgica tradicional que nace de la revolución mexicana. Es de esperar los trabajos de Ángel María Garibay en los años 1940, los de Miguel   —168→   León Portilla y de Octavio Paz en la década de los 50, para que de nuevo se sientan latir «bajo las formas occidentales, todavía las antiguas creencias y culturas» (Paz, 1954). Narradores como Carlos Fuentes, dramaturgos como Sergio Magaña concuerdan con la problemática de la ontología del ser mexicano, iniciada de manera precursora por Samuel Ramos, retomada por Rodolfo Usigli y Octavio Paz y desarrollada en los años 1952-53 por los filósofos Emilio Uranga y Leopoldo Zea. Si pasamos revista a los dramaturgos mexicanos que abordan el tema a partir de los años 50, notamos: Sergio Magaña con Moctezuma II (1953), Cortés y la Malinche o Los argonautas (1967) y Los enemigos (1989 versión Libre del Rabinal Achí), Hugo Argüelles con El Gran Inquisidor, La dama de luna roja y La ronda de la hechizada (temas coloniales); Celestino Gorostiza con La Malinche (1958); Salvador Novo con Cuauhtémoc (1963), La Guerra de las Gordas (1969), En Ticitezcatl o el espejo encantado (1966); Rodolfo Usigli con Corona de fuego (1960); Emilio Carballido con El relojero de Córdoba (1955); Luisa Josefina Hernández con Quezalcoatl (1968) y el Popol Vuh (1974); Carlos Fuentes con Todos los gatos son pardos (1969), Ceremonias del Alba en su nueva versión (1991); Federico Inclán con La Guerra de los dioses (1960), Willebaldo López en Malinche show (1979); Juan Tovar con Las adoraciones (1983); Sabina Berman con Águila o Sol (1984); Mauricio Jiménez con Lo que cala son los filos (1988); Vicente Leñero con La noche de Hernán Cortés (1992) y Victor Hugo Rascón Banda con La Malinche (1998).

Todas estas producciones coinciden con un momento de la historia mexicana en el que la «identidad nacional» está en el centro del debate político y cultural, un momento en que la sociedad mexicana está puesta en tela de juicio: los años 50, ontología del ser mexicano e instalación del «presidencialismo despótico»; los años 60-70, revolución sesentaiochera y masacre de Tlatelolco; los años 80-90, la ola del neoliberalismo, el tratado de libre comercio, la degenerescencia del PRI; y los años 90-2000 con la pérdida repentina de la identidad, la reivindicación comunitaria indígena en Chiapas y el advenimiento de Vicente Fox, del PAN, a la presidencia de la república.

Otra característica es la omnipresencia del personaje de Malinche recuperado como el «Supremo Mediador» tal como aparece últimamente en la dramaturgia de Hugo Rascón Banda. No sólo Rascón Banda y Johann Kresnik trajeron a Malinche a la época actual sino que al multiplicarla (Malinche joven, Malinche adulta, Malinche vieja) la pasearon por todos los tiempos y todos los espacios que necesitaba recorrer. Concibieron a una mujer adelantada a su tiempo pero además una mujer de aquellos tiempos de transiciones, una mujer que intenta conciliar dentro del ser humano, el encuentro entre dos mundos tan diferentes como el europeo y el americano:

MALINCHE.-  Yo inventaba una verdad hecha de mentiras cada vez que traducía de ida y de vuelta entre los dos mundos. Una verdad que sólo podía ser verdad para otro mundo, para otro ser que estaba todavía por llegar. Lo intenté. No me arrepiento.


(Escena XXIII: invención de la verdad, Rascón Banda, 2000).                


No cambiaron en su representación la conquista española por la conquista estadounidense sino que enfocaron todas las conquistas, allanando y repasando la historia (las Hibueras, Acteal, Tóxcatl, Alena, Acuerdos de San Andrés...). A partir del caso mexicano la obra habla de todos los pueblos, de todos los asesinatos masivos, por eso será obra universal.

Malinche aparece omnipresente, «ixiptlatl» es decir delegada de los dioses, un ser semidios, una nueva «Coatlicue», una mediadora capaz de interpretar los designios de los dioses y de negociarlos. Y ¿Qué actividad realiza Doña Marina en la historia, si no la de «Mediadora», la de «faraute», la que traduce, es decir interpreta, los mensajes cifrados de Cortés a quien se asocia con el propio Dios Quetzalcoatl? Margo Glantz lo entiende claramente cuando subraya que: «sólo puede deificarse a alguien excepcional y por lo general cuando las mujeres descuellan se tiende a deshistoriarlas y a convertirlas en mito» (Glantz, 1994).

Malinche sigue viva hoy día para siempre como lo confiesa ella al sicoanalista en la escena final (XXXVII):

MALINCHE
Yo no morí el día que me mataron.
Sigo viva. Humillada, insultada.
Viva mientras sigan odiándome.
Soy el río de todas las culpas.

(Rascón Banda, 2000).                


Este mito ha sido concretamente recuperado por las comunidades indígenas, particularmente   —169→   en el estado de Morelos, donde se practica la lengua náhuatl, en el pueblecito de Tetelpan cerca de Zacatepec al celebrar cada 16 de septiembre el «Simulacro de la toma de la alhóndiga de Granaditas». Durante la fiesta ceremonial, dos figuras alegóricas, La Patria y La Malinche, actuadas por bellas mujeres montadas a caballo, cruzan el espacio de la fiesta ritual, ubicado junto al cerro de la Tortuga (animal simbolizando la fecundidad, el agua, la creación del mundo como lo son Coatlicue o Chalcihuatlicue en la cosmogonía náhuatl y maya). La primera trae la bandera nacional y la segunda una cesta con tamales envenenados que durante el desarrollo del evento ofrecerá a los españoles. Si se pregunta a uno de los participantes actores de la función, por el anacronismo de la presencia de la Malinche con los tamales, en tiempos de la independencia reconstituida, se oye contestar: «¿Cómo qué? Pues para darles los tamales envenenados a los enemigos de Hidalgo». He aquí una bella muestra de la recuperación del mundo prehispánico y colonial por parte de los pueblos indios que siguen manteniendo vivos el sincretismo y el deseo de emancipación, es decir el reconocimiento y la actualización del mestizaje cultural, los mismos deseos que he podido comprobar en los pueblos Chamula en San Juan Chamula y Tojolabal en La Realidad, o como Donald Frischman lo ha estudiado en las comunidades Toztziles y Tzeltales de «Sna Jtz'ibajon» (la casa del Escritor) en San Cristóbal de las Casas, desde los principios del movimiento zapatista en 1994, mostrándonos «cómo el movimiento social y reivindicativo indígena en Chiapas se sirve del mundo precolombino en el teatro como antes, como siempre para marcarle el camino a la sociedad» (Frischman, 1996).




A modo de conclusión


«Envuelve la niebla los cantos del escudo
sobre la tierra cae lluvia de dardos,
con ellos se obscurece el color de todas las flores,
hay truenos en el cielo con escudos de oro



Allá se hace la danza», así canta el joven príncipe poeta Cacamatzin, antes de ser atormentado y asesinado por Pedro de Alvarado, en la fiesta de Tóxcatl, en mayo de 1520, y evoca la conquista y la agonía de una cultura condenada a muerte, al silencio, al olvido. Pero ¿no es el olvido el mejor guardián de la memoria? Esta memoria que aparece entonces como una especie de revancha sobre el tiempo que pasa, no es una alucinación. Tanto los personajes de la ficción como los de la realidad no vuelven a vivir su pasado sino sabiéndolo pasado, pensándolo como pasado. De aquí la importancia otorgada en el teatro como en la vida, a los signos de esta memoria, a los nombres de la historia, a los objetos, a los libros sagrados o no. Así el teatro vuelve a visitar los acontecimientos de la historia que es su historia porque «representar el pasado es repasar el presente. Contamos historias viejas por ir corriendo la nueva...», escribe Juan Tovar en La madrugada en 1979. Dejaré la última palabra a Emilio Carballido, (gran creador y conocedor del teatro mexicano), cuando dice que:

La penetración colonial nos ha vuelto un país sin memoria teatral. Tenemos la más antigua y rica tradición del continente anterior al s. XVI. Es necesario revisar sobre la escena a nuestros clásicos que siguen vivos [...] La memoria de nuestra cultura, el amor a las raíces es necesario infundirlos porque dan identidad y potencia hereditaria a los artistas.


(Carballido, 2001).                









Bibliografía

Artaud, Antonin, Le théâtre et son double, oeuvres complètes, Paris, Gallimard, 1964.

Asturias, Miguel Ángel, «Reflexions sur la possibilité d'un théâtre américain d'inspiration indigène», Revue de l'Amérique Latine, Paris, Vol. XX, nm, 1930, págs. 434-439 (Traduction de Georges Pillement).

——, Leyendas de Guatemala, Buenos Aires, editorial Sudamericana, 1970.

Brading, David A., Los orígenes del nacionalismo mexicano, México, Sep Setentas, 1973.

Carballido, Emilio, «Observaciones a la cultura nacional», Tramoya, n.º 68, julio/septiembre 2001, Universidad Veracruzana, Rutgers University, págs. 133-134.

Cros, Edmond, D'un sujet à l'autre: Sociocritique et psychanalyse, Montpellier, CERS, 1996.

Frischman Donald, «Los Mayas se suben al escenario mundial: teatro y drama social en Chiapas», conferencia dictada en Oaxaca   —170→   en marzo de 1996 durante The Southern Association of Latin American Studies.

Glantz, Margo, Borrones y borradores, México, UNAM, 1992.

——, Marina, la Malinche, sus padres y sus hijos, México, UNAM, 1994.

Lezama Lima, José, La expresión americana, Santiago de Chile, editorial universitaria, 1969.

Meyrán, Daniel, «L'écriture de la mémoire, la mémoire de l'écriture chez Alfredo Bryce Echenique», Hommage à Alfredo Bryce Echenique, Co-textes, n.º 34, Montpellier, 1997, pp.. 127-139.

——, «Interpretación y Recepción: el espectador y el intérprete», Teatro, Público y sociedad, Perpignan, PUP, 1998, págs. 17-22.

——, «El Teatro breve y la Toma de conciencia de la mexicanidad: de Luis Quintanilla (Teatro sintético) a Elena Garro (Teatro Poético)», América, n.º XVIII, tomo 2, Paris, Presses de la Sorbonne Nouvelle, 1997, págs. 469-475.

——, «Teatro: patrimonio, interculturalidad y metaculturalidad», Gestos, Irvine, n.º 24, 1997, págs. 45-57.

Obregón, Osvaldo, Teatro Latinoamericano: un caleidoscopio cultural (1930-1990), Marges, n.º 20, Perpignan, Crilaup, 2000.

——, Théâtre Latino-americain contemporain, Paris (1940-1980), Actes-Sud-Papiers, 1998.

Paz, Octavio, El laberinto de la soledad, México, FCE, 1954.

Rascón Banda, Víctor Hugo, La Malinche, México, Plaza y Janés, 2000.

Sten, María, Dramas románticos de tema prehispánico (1820-1886), tomo XIII, México, CONACULTA, 1994.



Indice