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ArribaAbajoCapítulo XX

El ex-consejero de Rosas


Bajo el título de ex-consejero de Rosas, vamos nosotros a conocer, al doctor Maza, Presidente de la Cámara de Justicia, Presidente del Senado o Congreso y Ministro de Gracia y Justicia.

El Doctor Don Manuel Maza, fue el protector y el amigo de Rosas, hasta que subió éste al poder; desde el asesinato judicial de los Reinafés casi no se veían.

El Dictador detestaba a su cómplice, porque éste como ya lo conocía bien, no quiso firmar la sentencia de muerte de los gobernadores de Córdoba, sin una orden positiva y escrita de Rosas, que el Juez guardó como su documento defensivo, para el día en que el tirano lo llamase a juicio por aquel mismo proceso seguido por él con tanto encarnizamiento, para el día en que juzgando oportuno echar a otros la culpa de la muerte de Quiroga proclamase la reconocida inocencia de los Reinafés y quisiere hacer recaer la sangre de éstos sobre su juez.

A más de este documento, poseía el Dr. Maza   —126→   otros muchos de alta importancia para Rosas, y que éste temía ver aparecer a luz de la verdad.

El Dr. Maza era el padre de la mujer de Avellaneda, y como si este delito no fuese bastante a hacerlo odioso, tenía un hijo, joven de 22 años, lleno de valor, de honor y ¡entusiasmo por la libertad!

Este mancebo que recién aparecía en la escena del mundo, empezaba a excitar los rabiosos celos del tigre.

En los arrabales de la ciudad estaba situada una quinta que hasta hoy es conocida bajo el nombre de «la quinta de Maza». Era esta la habitación ordinaria del Dr. Maza, su mujer y su hijo, por nueve meses del año, pues únicamente los tres meses del invierno venían a pasarlo en el pueblo, en unas habitaciones que el doctor tenía en la casa llamada: «Sala de Representantes», de los cuales él era el jefe.

En el momento que introducimos al lector con estos nuevos personajes que tan eminentes papeles han de desempeñar para lo futuro en esta historia, la familia del Dr. Maza, compuesta en lo presente de estas tres personas, se hallaba reunida en una vasta sala con ventanas sobre un bonito jardín cubierto de las últimas flores del año.

El ruido que llenaba la ciudad no había llegado aún hasta ellos, el eco mismo de los repiques apenas se percibía.

El Dr. Maza ocupaba una enorme poltrona cerca de una ventana y con la mano sosteniendo sus rugosas sienes miraba en silencio al cielo azul y   —127→   transparente. Tendría el doctor tal vez unos sesenta y tantos años, debió ser grueso y de tez lozana, antes que la espina aguda del remordimiento le destrozase el alma. Su frente alta, calva y bien delineada, era el asiento de una alta inteligencia y grande fuerza de espíritu; sus ojos azules, oscuros, aterciopelados, sus cejas y pestañas negras, contrastaban con dos blancas madejas plateadas que lo caían de ambos lados del rostro. Sus facciones eran varoniles y regulares, ¡con todo una profunda pesadumbre estaba grabada en su rostro! Su voz estaba como empapada de una especie de amargura desesperante.

En el todo de aquel hombre, había algo de tan horriblemente doloroso, de tan desgraciado, que al verlo no se podría dudar que su alma estaba herida por una incurable desesperación, y que él no veía rayo de esperanza ni de perdón, en el cielo o en la tierra.

Su alta estatura se había curvado poco a poco y sus manos temblaban de continuo.

Su mujer sentada a pocos pasos de él, trabajaba una obra de tapicería; era tan semejante a su hijo, que sólo la edad los podía diferenciar.

De tiempo en tiempo suspiraba y echaba una ojeada de profunda compasión a su marido.

El joven Maza, de pie al lado de la otra ventana, dejaba errar sus ojos negros y brillantes por el jardín, las flores y las mariposas que de una en otra rosa volaban. Evidentemente el joven tenía su pensamiento muy distante de allí y estaba entregado   —128→   a una de esas abstracciones del espíritu, en las cuales ausentándonos del mundo que nos rodea, volvemos a las regiones doradas de las ilusiones juveniles, regiones pobladas de los aromas del amor, de la esperanza, de la gloria y del porvenir.

Este joven era hijo natural del Doctor, fruto de unos amores clandestinos, su madre murió al darlo a luz y Maza antes que abandonarlo como un vil, prefirió hacer una franca confesión de sus extravíos a su mujer y apelar a su generosidad y delicadeza. Doña Mercedes, no era una mujer vulgar, ella acogió el huerfanito, y jamás se pudo conocer que hiciese por él menos que por su propia hija.

Ramón (era el nombre del mancebo), el Doctor Maza era su padre y Doña Mercedes su madre, pagándole sus cuidados con la más fina y acendrada ternura.

Era Ramón uno de esos hombres que raramente y de tiempo en tiempo aparecen en la sociedad.

Tenía una estatura perfecta, su rostro oval, noble, varonil y bien delineado, estaba sombreado por una barba castaña, fina y rizada; sus cejas arqueadas sobre una frente blanca como el alabastro, parecían dos pinceladas; su boca punzó y húmeda brillaba como si fuera de esmalte, entro su bigote rizado y sedoso; los cabellos largos y castaños le caían por los hombros y cuello en rizos naturales; parecía el ideal de aquel verso de Rivera Indarte22 en su poema de Cuaguazú, que dice:

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«Para las lides del amor formado,
era su rostro pálido y doliente,
y su mirada altiva y elocuente,
de la mujer fatal al corazón».



Con efecto, Ramón era una de esas figuras esencialmente poéticas, cuyo corazón y cuya cabeza están en armonía con la expresión del rostro; su voz sonora y de un timbre raro, por la pureza del acento, tomaba todas las inflexiones, si era tierna traía el llanto a los ojos, si terrible hacía temblar de emoción sus oyentes y su elocuencia natural se realzaba más con este don de la naturaleza.

Era un ser superior, de esos que están destinados a ejercer una influencia cierta e inevitable entre los otros mortales.

Su alma era el receptáculo de todas las esencias más puras y santas, y de todas las virtudes que ennoblecen a los ojos de Dios y de los buenos al individuo; su cabeza el asiento de nobles y grandes pensamientos.

A primera vista parecía débil y enfermizo, pero si era necesario desplegar la fuerza material, su adversario encontrarla unos miembros de acero.

En los primeros días de su adolescencia había naturalmente encontrado una infinidad de aventuras   —130→   y amores de un día, porque era bello e interesante, pero él ambicionaba algo menos vulgar y lo había hallado.

A pesar de la adoración que prodigaba a su novia, Ramón no podía ver con rostro sereno, el estado de las cosas en su país y sólo esperaba una leve circunstancia para hacer frente al tirano y derribarlo, o morir como un libre.

Cada uno entregado a sus pensamientos, todos guardaban un profundo silencio.

De repente una especie de esqueleto pasó a galope tendido por frente a la puerta, y luego volviendo la brida al caballo entró al trote por el gran portón de hierro y poco después hizo irrupción en la estancia, con la peluca vuelta lo de atrás para adelante.

Si la vista de aquel hombre no estuviese considerada por cada uno, como el anuncio de alguna desgracia, el desorden del peinado, harto grotesco, y el aire estúpido del sujeto que lo traía, habrían provocado la risa de los circunstantes.

Con todo, los rostros quedaron serios y aun tomaron una expresión de ansiedad bien marcada.

Corbalán, a quien habrán reconocido nuestros lectores, se sentó y con la mayor reserva posible explicó la captura de Avellaneda y las funciones que se preparaban para el día siguiente, a las cuales venía a invitar al Doctor Maza.

Heridos como del rayo, los tres individuos de la familia Maza, casi no podían proferir palabra.

  —131→  

El Doctor se puso lívido como un cadáver; él imaginaba cuál iba a ser la suerte de su yerno.

Doña Mercedes contenía apenas las lágrimas prontas a correr por sus mejillas, rasgándosele el corazón en pensar en sus hijos y en su nieto, ignorando, sin embargo, cuántos infortunios les restaba por saber.

El joven Ramón temblaba de cólera y hacía esfuerzos para contener su coraje e indignación.

Por fin el Doctor rompió el silencio, mandó ensillar el caballo y se dispuso a acompañar a Corbalán con el designio de obtener una entrevista con Rosas.

¡Poco después salían ambos de la quinta!

Apenas llegó la noche, un hombre embozado en una larga capa, salió también de la quinta y tomó a paso largo el camino de la ciudad.

Este hombre era Ramón que iba a indagar el destino de su hermana y su sobrino.



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ArribaAbajoCapítulo XXI

La mazhorca


Frente a un inmenso paredón, llamado el Juego de Pelota, en una casa de regular aspecto pero sucia y mal conservada, se tenían en aquel tiempo las asambleas mazhorqueras.

Eran poco más o menos las siete de la noche cuando los miembros de aquella horrible sociedad principiaron a llegar.

Era esta reunión en una sala interior sumamente grande y capaz de contener los doscientos y tantos individuos que componían la sociedad. Una gran mesa, cubierta con un mantel sucio y cargado de botellas de bebidas, estaba en medio del cuarto, esperando la orgía.

En uno de los cuartos interiores ya se habían reunido las dignas esposas o amantes de aquellos bandidos.

En la cocina, una porción de negros se ocupaban de los asados y frituras que debían componer la cena de aquella noche.

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Los muebles eran pocos y en ruina, el resto do la casa estaba enteramente despojada.

Los mazhorqueros en grupos diseminados por toda la casa (cuya iluminación eran unas hediondas candilejas), conversaban sobre la importante captura de Avellaneda, la habilidad, el talento y el patriotismo de Rosas; empezaban también a tirar indirectas odiosas sobre el Doctor Maza y su hijo, del que no podían sufrir, las maneras finas y verdaderamente superiores.

Formábanse mil proyectos de muerte y de venganza sobre el preso y sobre el resto de su familia.

Por otra parte se discutían los asuntos de la guerra civil en Montevideo, se comunicaban las noticias favorables y el eterno refrán de odio, muerte y venganza sobre todos los unitarios, se repetía en coro por todos.

Nosotros no repetimos al lector palabra por palabra de estos horribles diálogos, para evitar las repeticiones de semejante bárbaro lenguaje.

Poco tardó en llegar el triunvirato terrible de la Mazhorca-Salomón-Parras y Cuitiño23. El primero de estos individuos era el presidente, y los otros dos, los más famosos asesinos del siglo XIX. Corbalán los acompañaba esta noche, semejante siempre a la parca, en vez de guadaña traía la larga espada al lado, y la peluca constante en su movimiento de rotación alrededor de su cabeza, así   —134→   como un planeta alrededor del sol, ocasionaba en aquel momento el eclipse del ojo izquierdo del edecán, por la yuxtaposición del voluminoso jopo entre el rayo rimal y la luz; este accidente hacía que el elástico del coronel se posara enteramente sobre su oreja derecha, de manera que sintiéndose sordo de un oído y tuerto, Corbalán se proponía en cuanto concluyera las comisiones, ir a consultar un médico, atribuyendo a la fatiga de aquel día la pérdida de dos órganos tan importantes: la vista y el oído.

Julián formaba el quinto personaje de la nueva comitiva. El dinero de Rosas, había servido a metamorfosearlo completamente; el vestido ordinario del gaucho estaba sustituido por un vestido completo de paño pardo, único color que no estuviese proscripto24, un chaleco grana hacía resaltar su color cetrino, no tenía corbata porque en su vida se la había puesto, el sombrero con una anchísima divisa era de la misma forma, y unos zapatos negros de badana hacían menos mal a Julián que cualquier otro calzado con que hubiera reemplazado sus botas de potro.

Salomón, el digno jefe de la Mazhorca, antes de esta época de sangre, ya se había hecho célebre en los fastos del Himeneo, por haber enterrado cuatro consortes; según aseguraba el vecindario estas damas morían todas, en fuerza de los muchos palos,   —135→   puntapiés y suaves tratamientos del tierno esposo; conocimos este modelo de marido en su quinta mujer y tuvimos ocasión de presenciar el extremoso frenesí con que la arrastraba de los cabellos y lo daba de bofetadas una tarde en que Salomón había tenido una larguísima entrevista con el dios Baco, de cuya secta es muestra, héroe y furioso partidista.

Tuvo un hermano a quien ahorcaron por asesino y ladrón.

Antes de llegar a ser presidente de la Mazhorca, Salomón era lo que llaman en el Río de la Plata, pulpero, que vertido al español quiere decir tabernero. Décimos vertido al español, no porque allá no se hable este idioma, sino porque la diferencia de costumbres ha introducido en el lenguaje multitud de palabras que no pertenecen a idioma alguno, particularmente en la manera de hablar del pueblo.

Salomón es viejo y creemos que desciende de la unión entre indígena y mulato.

Tiene el color y el cabello de los pampas, la boca gruesa y la soberbia natural de los mestizos, reunida en una alma de demonio, y un espíritu mezquino y limitado; si el «pecado» pudiera tener cara y personificación se encontraría en Salomón.

Párras es un mulato colosal, de pie descalzo, porque ni la bota de potro le viene bien; era peón de matadero, borracho y cuchillero de los que llaman en Buenos Aires, «no me corte, compadre»; antes que Rosas lo hiciera coronel.

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De manera que Párras, no pudiendo, a pesar de su deseo, calzar bota y pantalón, traía siempre el calzoncillo largo, el pie descalzo, su chiripá colocado y una rica casaca militar, toda bordada con sus dos charreteras de oro; por sobre el collarín de terciopelo morderé, asomaban los cuellos mugrientos de su camisa que por costumbre antigua se mudaba cada quince días.

Una rica faja de seda ajustaba su corpulento talle, un puñal grande se sostenía atravesado en la faja, y un sable ordinario y sucio le pendía al lado derecho, porque Párras es zurdo.

Su cara es feroz aunque afeitada, conservando sólo las motas escasas del bigote; su cabeza, donde jamás entra peine, lleva un rico elástico con un penacho blanco finísimo.

Sucio, inmundo, grasiento y feroz, Párras es uno de los famosos héroes de lo que Rosas llama «La Federación».

El coronel Párras tenía a su disposición una partida de cincuenta mazhorqueros, que hacían las veces del regimiento que en su calidad de coronel debía mandar.

Cuitiño, coronel de Rosas también, era, a más de eso, «Juez de Paz» de una sección; antes de llegar a estos puestos creemos que era oficial de zapatero o lomillero25.

De los tres, el más instruido es Salomón, pues   —137→   con el motivo de tener taberna, sabía escribir un poco; contaba tal cual bien por los dedos y en lugar de llamar los extranjeros «de gringos» carcamanes o bisteques, los llamaba políticamente godemis, lo que entre los suyos pasaba por un inglés correcto y por término fino.

Eacute;l y Cuitiño se calzaban, usaban corbata y, en fin, pasaban por hombres de mundo y sabían sentarse derechos; en cuanto a Párras, una vez sentado cruzaba una pierna sobre la otra a manera de un 4 y principiaba a escarbarse los dedos de los pies y a raspar el talón con el cuchillo, y era esta manera que el orador mazhorquero obtenía sus mejores triunfos.

Los miembros de la Mazhorca, gentes de la ínfima clase de la sociedad, ordinarios y chabacanos, tienen una gran semejanza entre sí; y nuestros lectores, pueden imaginárselos todos poco más o menos, como los tres jefes cuyo bosquejo hemos trazado a la ligera.

Buscar algún rasgo característico o distintivo entre esta gente, sería inútil; tal vez Julián, este gaucho fanático, era el único original cuyo carácter puede tener alguna leve diferencia con la masa de sus compañeros. Por lo demás, uno y único es su objeto: degollar, robar y cometer toda clase de latrocinios.

En la época en que estamos aún, los desórdenes no habían llegado a su extremo, y la Mazhorca no era lo que llegó a ser después, como se verá al paso   —138→   que los acontecimientos que nos ocupan se vayan desenvolviendo naturalmente.

A la entrada del Presidente y su comitiva, los mazhorqueros se apresuraban todos a reunirse en la grande sala, la cena fue puesta en la mesa y los corchos de las botellas volaron.

El Presidente presentó a Julián como un nuevo sectario de la «Sociedad Popular Restauradora», un aplauso lo saludó, el segundo brindis fue a su salud, porque el primero era siempre de Rosas, y la cena comenzó.

Así que las cabezas empezaban a calentarse con los espíritus, Salomón se paró en su silla y dijo:

-¡Señores, orden!

-¡Orden!, ¡Orden! -repitieron los mazhorqueros.

«¡Señores! ¡Estoy encargado por el supremo jefe de la República, nuestro ilustre restaurador de las leyes!

¡Viva! gritaron todos.

¡Silencio, amigos! -continuó Salomón-, si empiezan a gritar se me interrumpe el hilo26. Como iba diciendo, el restaurador me encarga que acompañado por todos vosotros vaya mañana a la Alameda27 a desembarcar al salvaje unitario Avellaneda, pues será paseado en triunfo por las   —139→   calles, para que vea todo el mundo, ¡que realmente venía a asesinar al gobierno!... El día de mañana después que su excelencia decida el destino de ese salvaje unitario, será consagrado a beber a la salud de S. E.; en seguida, armados de tijeras y navajas cortaremos todas las barbas que encontremos, porque vosotros no sabéis que la patilla cerrada forma una U ¡¡¡que quiere decir unitario!!! ¡¡¡Es necesario hacer cesar el escándalo!!!

¡¡¡Abajo las barbas!!! -gritaron todos.

¡Acabo, señores! ¡Estáis autorizados por S. E. para llevar un chicote en la mano con el fin de corregir los perversos y perversas unitarias que no lleven la divisa federal! ¡Estáis autorizados a pegarles un moño celeste con brea en la cara! ¡¡¡He dicho!!!

¡Interminables aplausos y vivas siguieron!

Esto visto y oído a medias por Corbalán, se retiró a dar cuenta de su comisión, lo más breve posible, pues a más de la privación de uno de los dos órganos impedidos, sentía en ellos un calor extraordinario y quería ver al médico y curarse cuanto antes.

Una de esas orgías espantosas e interminables, siguió..., ¡la moral nos aconseja correr sobre ella el velo del silencio!



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ArribaAbajoCapítulo XXII

Nuevos conocimientos


Al salir Ramón de la quinta, se proponía indagar el destino de su hermana y tomar ya las medidas convenientes para ver de salvar a su cuñado. La ciudad iluminada, los cohetes, los repiques y salvas anunciaban la grande festividad del día siguiente.

Ramón atravesó rápidamente la plaza de Monserrat hasta donde había llegado ya; dobló hacia la calle detrás de las monjas Capuchinas, y se detuvo junto a una casita pequeña, frente al costado del huerto de las religiosas.

Era habitada esta casa por el coronel Rojas y sus hijas.

En la azotea de la casa había faroles encendidos, pero las hojas de las ventanas estaban entornadas por dentro y la sala alumbrada como siempre.

Era ésta, más bien pequeña que grande, más bien pobre que rica. Un tapete usado, un sofá y unas sillas ordinarias, dos mesas de arrimo, un piano y uña mesa de té al medio de la sala completaban el menage.

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En las paredes blancas, sólo se veía un grande cuadro conteniendo el retrato de una mujer, mas un inmenso crespón negro lo cubría y no era posible distinguir sus facciones.

En la mesa del medio ardía una lámpara, a su luz trabajaba una joven que apenas salía de la adolescencia, de pie frente al retrato estaba un hombre alto y robusto pero marcado por una de esas pesadumbres incurables que dejan en el alma y en el rostro su eterno sello.

El hombre con los brazos cruzados sobre el pecho se paseaba en silencio de un extremo a otro de la salita, y de tiempo en tiempo se paraba en frente del enlutado retrato, al cual la joven daba la espalda.

El hombre miraba ya la graciosa y adolescente cabeza de la joven, ya las nubladas facciones de la pintura que sin duda muy grabadas estaban en su memoria. Después ahogaba un suspiro, levantaba los ojos al cielo como pidiendo en vano consuelo y continuaba el paseo; el ruido de sus pisadas era lo único que interrumpía el absoluto silencio que reinaba en la casa.

La joven continuaba su trabajo; mas al menor ruido de pasos en la calle, se estremecía y miraba al hombre de soslayo para ver si él notaba su inquietud, esto quiere decir que ella ya tenía en su corazón un secreto, que temía fuese sorprendido por los demás.

Ramón había llegado sin ruido hasta la reja y a su sabor contemplaba aquella joven y hechicera   —142→   criatura. Allí habría permanecido la noche entera, pero su deber habló más fuerte que sus pasiones y acercándose a la puerta dio un aldabonazo que resonó en la calle y en la casa, silenciosas ambas.

La joven quedó color de carmín y el hombre fue en persona a abrir la puerta, volviendo acompañado de Ramón.

El coronel Rojas y su hija Emisena eran las dos personas que estaban en la sala. Ramón se sentó entre ambos y la palidez de su frente, la tristeza profunda de su mirada no pudieron menos de excitar el curioso interés de sus amigos.

-Me parece Ud. triste e inquieto, capitán Maza, -dijo Rojas a Ramón, quien poseía en efecto el grado militar que se le daba.

-¡Es verdad, Coronel! ¡Una horrible desgracia ha caído en mi familia!... ¡Y tengo el presentimiento que no es sino el preludio de otras mayores! contestó Ramón.

Rojas aproximó su silla, Emisena dejó caer su labor de las manos, cerró los postigos de la calle entreabiertos y volvió a sentarse toda temblorosa. Los tres se miraban en silencio, Ramón disgustado tanto por el ingrato acontecimiento, cuanto porque sabía que el coronel iba a recibir un golpe terrible con la noticia de la prisión de Avellaneda. Sus amigos temían igualmente interrogarlo; al fin Rojas, venciendo su repugnancia, le dirigió la palabra:

-Hable Ud., capitán... ¡está Ud. delante de un hombre cuyo corazón ha probado cuanto infortunio existe en el mundo!... ¡He visto la muerte mil veces   —143→   cara a cara y he sufrido todos los dolores que puede sufrir una criatura humana! Hable Ud.

-¡Ah, coronel! Temo que no esté Ud. preparado a este acontecimiento! ¡Yo sé que los hombres de alma grande soportan mejor sus desgracias que las de sus amigos!

-¡Paciencia! -dijo Rojas, después de una pausa-; es peor la incertidumbre; ¡sea lo que sea, quiero saberlo!

Maza titubeó aun, y luego dijo en voz baja y apenas perceptible.

-¡Mi cuñado ha caído en las manos de Rosas!

¡Rojas empalideció hasta el fondo del alma! No pudo proferir una palabra, sus ojos despedían llamas, sus narices fuertemente dilatadas anunciaban su furor, levantose con aire resuelto, tomó una daga que estaba sobre una de las mesas de arrimo y se dirigió a la puerta de la sala.

-¿Dónde va Ud.? -le gritó Ramón deteniéndolo.

-¡A librar la tierra de esa fiera carnicera! -le contestó Rojas con voz sorda.

Emisena y Ramón lo abrazaron a un tiempo.

-Es verdad -continuó el coronel-, ¡antes de llegar hasta él, mi cabeza caería cien veces inanimada! Entonces dejó caer los brazos como quien pierde todo coraje y una lágrima fue a perderse entre su espeso y encanecido bigote. ¡Pobre Avellaneda!, murmuró en voz convulsa, y volvió a su asiento apoyando ambos codos sobre las rodillas, la cabeza entre las manos, quedó en silencio, mientras los dos jóvenes se miraban uno a otro tristemente y contemplaban   —144→   al viejo guerrero ¡postrado el ánimo a tantas amarguras!

Al fin Rojas levantó la cabeza, como quien despierta de un sueño.

-Pero, capitán -dijo él-, esa noticia tal vez es falsa; Don Valentín nos escribió de Montevideo que intentaba pasar a Corrientes; ¿cómo lo han agarrado?-Ignoro -contestó Ramón- las particularidades de semejante captura, pero empiezo a conocer los hombres que aquí y en la Banda Oriental manejan los negocios políticos y no dudo que la traición no sea ajena en este asunto.

-¡Pero sabe Ud. que sería horrible eso! -dijo el coronel, a quien su brío volvió con la cólera que esto le inspiraba.

¡Nada debemos extrañar hoy, Coronel!... Los Reinafés... (y al pronunciar este nombre Ramón bajó la cabeza recordando que su padre había sido el juez que los condenara).

Rojas comprendió cuán penoso era para el joven aquel recuerdo y dijo: -fue una cosa horrible, pero, ¡toda la odiosidad del hecho recae sobre Rosas!

-¡Y sobre su juez! -le contestó Ramón, con ese timbre de voz que anuncia un corazón herido pero resignado a la afrenta que la acción de otro ha arrojado sobre él.

Maza amaba a su padre, pero al verlo pronunciar la sentencia que condenó a muerte los Reinafés y sus ocho inocentes compañeros, el mancebo había sufrido un vivo e intenso dolor. Su padre muerto en el patíbulo le hubiera legado un nombre   —145→   puro y del que él podría ensoberbecerse, pero el verdugo de los Reinafés, lo deshonraba... Con todo, Ramón sabía que los remordimientos más agudos destrozaban el alma del anciano y él rogaba a Dios que lo perdonara y aceptara su expiación.

Un corto silencio volvió a reinar; en esta vez fue Emisena quien lo rompió, como si supiera que el eco dulce y melodioso de su voz, fuera capaz de serenar al joven capitán y distraerlo de sus amargas reflexiones.

-¿Y la señora Adelaida y Adolfo? -preguntó la joven con timidez y sonrojándose.

-Es verdad -gritó el coronel-, ¿y la familia estaba con Avellaneda?

-Es natural -repuso Ramón-. En la adoración que mi hermana tiene por su marido y con la intención que tenían de ir a establecerse en Corrientes, debían estar todos juntos.

-¡Dios mío! -dijo Emisena- ¿Y qué habrá sido de ella?

-No sé -dijo Ramón-, pero he venido a saberlo. Mañana desembarcarán a mi cuñado y hay grande festividad por ello.

-¡Ah! -exclamó Rojas-, ¡esos son los preparativos de hoy!

-¡Sí, Coronel! y mañana será probablemente paseado en triunfo por la Mazhorca.

-Pero nosotros podemos estorbarlo -añadió Rojas poniéndose en pie, y su ardor lo engrandecía en una cuarta.

¡Reunamos nuestros amigos y vamos a pelear!

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Basta media docena de hombres para poner en fuga esa canalla infame y cobarde que se intitula la Mazhorca.

-Tal vez haríamos matar a Avellaneda -respondió Ramón-. ¡Prudencia y esperemos!... La suerte de mi cuñado no creo que se decida tan pronto; Rosas lo aborrece demasiado para matarlo de una vez; mañana yo debo encontrar a mi hermana y mi sobrino, ¡sea como sea!... más tarde, si Ud. quiere oírme, ¡yo le hablaré de otra cosa!...

El coronel le sacudió la mano militarmente y dijo:

-¿Pero no cree Ud. que habrá algo a intentar para salvar a Avellaneda?

-Mañana no; después quizá.

-¿Y qué piensa Ud. hacer?

-En primer lugar voy desde esta noche a ocultarme en la Alameda en un bodegón inglés y desde allí espiaré mañana la salida de la ballenera del Resguardo; yo tendré listo un bote, me visto con otras ropas, en seguida me embarco y desde el bote observaremos la ballenera del Resguardo; así veo el buque en que está mi cuñado; después que lo bajen a tierra yo voy al buque porque infaliblemente allí debe estar mi hermana, o a lo menos deben saber de ella.

-Yo iré con Ud. -dijo Rojas-; ya se sabe que iremos armados.

Ramón sacó un par de fulminantes de su bolsillo y una grande daga del seno.

-Bien; ¿quiere Ud. que vamos ya?

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-Sí -dijo Maza-, ya será hora de irnos acercando a la Alameda.

La pobre Emisena, nada decía, pero gotas brillantes de llanto le humedecían las largas y rizadas pestañas.

Cuando el coronel embozado en su capa, se dispuso a acompañar a Ramón, ella le besó la mano con ternura, los acompañó a la puerta y sólo allí se atrevió a dar al joven capitán un nardo que tenía oculto en su seno, menos blanco y puro que su alma de ángel buena y cándida.

Emisena los siguió con la vista y cuando el ruido de sus pasos se perdió enteramente a la distancia, cerró la puerta y apenas en su cuarto arrodillose ante una pura y limpia Concepción que tenía a la cabecera de su cama, y la doncella pasó orando por los que amaba y por el alma de su madre gran parte de la noche.

Las primeras luces del alba la encontraron otra vez en oración por los dos seres más caros de su corazón. Su padre y... Ramón.



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ArribaAbajoCapítulo XXIII

El coronel Rojas


A pesar de la natural impaciencia con que nuestros lectores deben esperar la decisión de la suerte de la familia Avellaneda, el coronel Rojas, este personaje cuyo nombre y cuya existencia son una de las verdades que encierra esta obra, es demasiado interesante para no detenernos un momento, en conocerlo más particularmente y saber qué relaciones lo ligaban al Doctor Avellaneda.

La historia del coronel Rojas y su famoso proceso, fueron en Buenos Aires acontecimientos que hirieron la atención general y lo constituyeron en uno de esos héroes de romance, como dicen aquellos que niegan que la vida y todas sus faces no son un verdadero romance.

Los hechos que transcribimos, son tan ciertos, tan llenos de incidentes dramáticos y terribles, que por esta vez la naturaleza nada ha dejado que hacer a la invención. Lo que escribimos no es un romance, es la relación de acontecimientos muy recientes y que en aquellos desventurados países se   —149→   renuevan todos los días; sin embargo, no de la naturaleza de los que pertenecen a la historia privada del coronel Rojas y que vamos a revelar.

En la época en que estamos, Rojas podría tener unos cuarenta y cinco años. Era uno de esos hombres que recuerdan el Alcides de Homero. Su rostro, noble y marcial, estaba tostado por la nieve de los Andes y ¡por los rayos ardientes del sol de Quito! En su juventud debió ser un gallardo mozo, pero los combates y las desabridas vicisitudes de la vida lo habían desfigurado mucho.

Alto y fornido, sus anchísimas espaldas no perjudicaban a una cierta elegancia del talle, realzado por su aire abierto y marcial. La frente alta y desnuda de cabello dejaba ver un hondo sablazo recibido en Cancha Rayada, que semejante a una corona de martirio le cogió los extremos de ambas sienes; su barba negra y brillante todavía, crecía en todo su rostro, particularmente sus bigotes eran enormes. Sus labios gruesos y húmedos debieron ser muy punzó, pero habían empalidecido para siempre; la mirada triste del coronel, sus abstracciones continuas, sus estremecimientos frecuentes, traicionaban alguna horrible imagen, siempre ante los ojos; mas cuando este hombre se abandonaba completamente a los martirios que lo despedazaban, era cuando estaba solo y encerrado en su cuarto.

Entonces paseaba con agitación de un lado a otro, sus puños crispados, sus miradas hoscas e inciertas, su respiración agitada; parecía entregado   —150→   a un profundo furor; de repente los síntomas iban desapareciendo, poco a poco se tornaba más triste, hasta que al fin, se desataba en un mar de lágrimas y su llanto era sofocado, de sollozos y suspiros profundos.

Es que en el alma del coronel Rojas había una pasión incurable que sobrevivía a la muerte y a la ingratitud de un objeto amado, y ante sus ojos de continuo el cadáver ensangrentado de esa mujer que tanto idolatró y ¡cuya cabeza había él visto volar en pedazos!

Era Rojas uno de esos individuos sobre los que pesa un misterio insoluble: el mundo, lo había condenado primero y absuelto después; lo habían llenado de execraciones en su primer movimiento y derramado lágrimas de interés o de simpatía por él, más tarde.

Su proceso fue uno de esos casos excepcionales de la ley, en que sólo Dios podría revelar la inocencia o la culpa del reo.

Esa incurable desesperación, ¿era el efecto del remordimiento, o la llama no sofocada de una pasión que aún ardía en su pecho?

¡He aquí lo que ningún mortal podría afirmar! Para absolver al Coronel Rojas de esa sombra de crimen que pesaba sobre él, era necesario poseer las más santas esencias; era necesario creer en el honor, en la inviolabilidad del juramento y en la franqueza de la conciencia; infelizmente en el siglo en que estamos sólo se cree en el metal; si brilla, si   —151→   suena, entonces es buen oro y ¡el símbolo de toda creencia y de toda virtud es el peso fuerte!

Educado en los campos de batalla, sus maneras eran rudas, pero eran sólo la corteza de un corazón sensible y ardiente; era uno de esos hombres que aman o aborrecen sólo una vez en la vida. Tenía la palabra rápida y decisiva, sus sensaciones vehementes y profundas, irreflexivo pronto en su cólera o en su compasión; el primer movimiento era seguido por él sin calcular un sólo minuto y con aquella franca imprudencia de los hombres de ímpetus generosos y caballerescos.

Habituado a las emociones de la gloria, la menor palabra que encerraba una idea magnánima o un peligro le animaba y su entusiasmo jamás era inútil.

Sentía Rojas con la misma vivacidad de un joven de veinte años, porque su corazón no estaba usado por las afecciones y si bien una pasión incurable y frenética lo poseía, mas era la única que hubiera sentido en su vida y por eso mismo estaba al alcance de sentir mejor, porque el amor verdadero y profundo en vez de gastar la sensibilidad la despierta y al paso que mejora la naturaleza del individuo lo predispone a todos los sentimientos buenos y selectos y lo hace simpático a los males ajenos.

¡Una acusación horrible pesaba sobre el coronel Rojas! ¡La de haber asesinado su mujer en un exceso de furor y de celos!

¿Sería esto verdad? ¡Cómo! ¡Aquél hombre tan   —152→   bueno y generoso se había manchado con el homicidio de la madre de su hija!

La pasión que había concebido por su esposa desde el momento de verla, estaba aún intacta en su corazón, era invencible y consumió en luchas espantosas su salud y su brío, ¿cómo, pues, esto había sucedido?

¡He aquí el misterio!

Una cosa juraba Rojas, era que él amaba a su mujer ciegamente y que era ella misma quien se había quitado la vida, con todo, aquellos que corrieron al ruido del tiro, a la habitación donde Rojas se encontraba con su mujer, ¡sólo vieron el cadáver ensangrentado de ésta entre los brazos de Rojas desalentado y casi demente!

El Coronel había hecho un casamiento de amor, con una joven diez o doce años menor que él; pero, valiente y atrevido, trillado de cicatrices, coronado de laureles, premiado por el Gobierno, su edad y su aspereza natural desaparecían tras el prisma encantador de la ilusión que naturalmente realzaba un guerrero citado por todos, como un modelo de valor y caballería.

La posesión del objeto querido, no hizo más que avivar el amor del coronel y se tornó en una ciega idolatría; su vida estaba consagrada a ella y era uno de esos sentimientos raros en la vida, una excepción de la vulgaridad de los hombres, enamorados antes de casarse, indiferentes desde el día siguiente a su matrimonio.

Los que conocemos esta historia sabemos que la   —153→   esposa de Rojas, una vez unida al hombre de su propia elección, sintió resfriarse su pasajero entusiasmo, voló de su mente el prestigio con que había adornado al héroe, al campeón valeroso y sólo vio a su lado un soldado rudo, del que no podía apreciar el alma magnánima y ardiente y cuya pasión ya le era pesada.

La escala de las afecciones humanas, es rápida; del enfriamiento en el cariño, pasó a la indiferencia; a ésta siguieron las primeras impulsiones de hastío; la repugnancia principió a roerle el corazón, el odio estalló como la consecuencia natural, y sobre estas diferentes faces vino el peor de todos los errores e infortunios de una mujer: ¡la infidelidad a su marido y la guerra doméstica!

Nosotros no nos atrevemos a condenar ni el uno ni el otro. Son muchos los motivos que pueden influir en la desunión de dos seres que al marchar al altar sólo ven las flores de los primeros días de su unión y la mágica embriaguez de la pasión.

De la pasión que deja en un corazón la huella profunda, la llama inextinguible, en tanto que por el otro pasa rápida y momentánea como el aroma de una flor.

Para vivir de una misma vida, ¡qué armonía de ideas, de temperamento y de opiniones no se necesita! ¡Qué igualdad moral tan perfecta para el buen equilibrio de la vida privada, de la conciencia de cada individuo!

Acaso la engañosa simpatía de un día los aproximó un instante y cuando otro aliciente que la inclinación   —154→   natural entre dos personas de diferente sexo fue necesario, uno de los dos, vio estallar su alejamiento por el otro que encontraba ¡antipático y repulsivo!

Los misterios del corazón, son como los misterios del cielo; lo que encierra en sí cada corazón humano, nuestros ojos mortales no pueden penetrarlo.

Como sucede a casi toda criatura que aquello que menos puede alcanzar es lo que más desea, Rojas doblaba de atenciones, de fineza y de amor y llegó a verse subyugado enteramente por aquel sentimiento, tanto, que el menor favor de su esposa lo ponía en el cúmulo de la dicha, así como el menor desdén lo arrojaba en una violenta desesperación.

Con todos sus celos, dormían aún sus sospechas y la esperanza de ser como él amaba lo hacía tolerante.

Sin embargo, Rojas debió probar este martirio y probarlo con la impetuosidad natural a su carácter.

Nosotros corremos un velo sobre los incidentes domésticos que tuvieron lugar y sobre otras particularidades de su vida interior para llegar al horrendo drama que amargó su existencia para siempre.

La señora de Rojas amaba efectivamente a un joven militar que se encontraba bajo las órdenes de su marido y llegó a tal extremo su imprudencia y acritud para con el coronel, que éste se separó de ella, continuando no obstante a vivir bajo el mismo techo.

  —155→  

Una casualidad reveló a Rojas este amor del que ella ya no hacía misterio. El primer movimiento de él fue matar a su rival y tal vez a la desleal o ingrata mujer; no obstante, fue prudente acaso por la primera vez en su vida, y tomó las más cuerdas medidas, tanto para hacer cesar el escándalo, como para no verse hecho la burla de los otros.

Mandaba Rojas en aquellas circunstancias la fortaleza de Bahía Blanca; sin ver al joven escribió al gobierno poniendo otro en lugar de aquel ayudante y dando sus razones buenas o malas lo despachó a Buenos Aires.

Los hombres que se hayan visto en iguales circunstancias comprenderán toda la amargura que pesaba sobre Rojas, su desesperación y cuán duro debió serle a quien pensaba descansar en el seno de una esposa virtuosa de los rudos afanes de la guerra; encontrar las espinas en vez de las rosas, la ingratitud en vez del amor que merecía.

La partida de su amante fue deplorada altamente por aquella señora, y a pesar de la moderación del coronel, llegó a provocarlo sin rubor alguno.

Una explicación fue el término a que ella llegó, manifestando claramente que quería ir a reunirse con su amado.

Rojas con su natural impetuosidad, y los celos que en esta ocasión le trastornaban el juicio la siguió a su cuarto.

De este momento solemne para aquellos desventurados, ¡¡¡sólo resultó un pistoletazo y el cráneo destrozado de una mujer!!!

  —156→  

¿Acaso aquella mujer a la idea de una eterna separación del que amaba, para quedar al lado de un esposo detestado, cometió aquel suicidio?

¿O el celoso y exasperado marido se vengó de ella de un modo tan horrible?

Rojas fue acusado ante la justicia criminal, ¡su nombre infamado por la acusación de asesino! Dos célebres abogados defendieron su causa y la sentencia de muerte fue el resultado. Entonces se presentó un hombre en el calabozo del reo; este hombre era el Doctor Avellaneda. (Los abogados fueron Gamba y Belgrano).

El coronel le abrió su corazón, lloró con él y Avellaneda, convencido de su inocencia, tomó la causa sobre sí. Rojas no sentía morir, era un viejo soldado y había visto la muerte de muy cerca; pero morir por asesino y dejarle a su hija una herencia tan horrible, he ahí lo que le desesperaba.

La causa fue abierta de nuevo28, Avellaneda le hizo tomar un aspecto diferente y el día supremo en que pronunció la defensa del acusado, cuando después de pasar por la parte judicial de ella, se fue elevando poco a poco al lenguaje poético del sentimiento y de la vida interna del hombre, su voz, grave y sonora, su locución fácil y grandiosa, la manera con que supo atraer los corazones de sus   —157→   oyentes y cautivar la atención, arrancó lágrimas de todo el auditorio.

El pueblo entero corrió a la defensa, sollozos sofocados se oían por todas partes, al fin el defensor, como inspirado, abrazado con el reo, levantó su mano derecha hacia el cielo y con voz conmovida y religiosa le pidió iluminara los Jueces y aceptara la buena voluntad y la sana intención con que respondía en aquel momento ante Dios y los hombres de la inocencia del acusado.

Eacute;l supo excitar todos los sentimientos tiernos y humanos, vistiéndoles de elocuencia, y al concluir su discurso no hubo sino un eco en la sala.

¡Perdón! ¡Absoluto! ¡Absoluto! Y los jueces por un movimiento espontáneo puestos en pie dijeron con solemnidad:

-¡Coronel Rojas! ¡La justicia humana te absuelve! ¡¡¡Apelamos a tu conciencia y a la Justicia Divina para la que nada hay oculto!!!

-¡Soy inocente -murmuró Rojas, cayendo pálido e inanimado en los brazos de su amigo y defensor!

Al día siguiente la alta Cámara de Justicia declaraba absuelto de toda inculpación de asesinato al coronel Rojas, restituyéndole su grado y a la estimación y simpatía de sus amigos y del público en general.



  —158→  

ArribaAbajoCapítulo XXIV

Los pasajeros de la Constitución


Sobre la cubierta de la Balandra, fondeada a poca distancia de la orilla, se veía el Juez de Paz del Baradero, con su gente, marcados y dándose al diablo por verse aún en aquella hamaca, que tan mal les hacía pasar de salud. En efecto, no acostumbrados al movimiento del buque, era para ellos un suplicio el continuo balanceo de éste, y casi todos, acostados sobre cubierta, estaban pálidos, exánimes.

El Juez de Paz sufría tanto como los otros, pero creía que no convenía a su dignidad de Juez el aparecer marcado porque era ésta una cosa que naturalmente no debía sentir la gente civilizada y de una cierta posición social; así, pues, para disimular durante el viaje, se achacó una indisposición de estómago que nada le dejaba comer sujetándolo a continuos vómitos.

El día del desembarque había por fin llegado, hermoso y sereno, aunque un viento caliente del norte, anunciase que no debía ser de larga duración la claridad de la atmósfera.

  —159→  

La gente del Juez de Paz, se había levantado cada cual como pudo, el Juez por su parte, no hacía sino que pensar en el grado que por fuerza le iban a dar y la perspectiva de los nuevos honores lo tenía en continua inquietud; así también había principiado a ponerse más serio y estirado, porque estaba fuertemente convencido, que las maneras agrestes y groseras y los aires imponentes convenían a las personas de elevado coturno, y no encontraba tampoco allá en su mente otro modo de diferenciar el funcionario del simple particular.

Ardía el hombre por hablar a alguno de todas estas ideas tan bellas, pero temía comprometer su dignidad presente y su dignidad futura; el único a quien había podido dirigir la palabra sería a Caccioto, pero ya saben nuestros lectores según su propia confesión, que no entendía ¡«el carcamán»!

Junto a la entrada de la bodega, estaba sentada una mujer pálida y deshecha por la enfermedad y los pesares, a su lado estaba un niño que a la lozana alegría de la infancia veía ya suceder los llantos y las amarguras de edad más madura.

La puerta de la bodega estaba perfectamente cerrada y dos hombres la guardaban noche y día.

En aquella infecta y pequeña bodega, yacía el infeliz Avellaneda, cargado de cadenas y privado de aire y de luz.

Su mujer y su hijo salvados de una muerte cierta por los marineros de la balandra, estaban allí cerca de él, sin que lo pudiesen ver ni dirigir una palabra de consuelo o cariño.

  —160→  

A las diez de la mañana todas las campanas de la ciudad repicaban, cohetes se quemaban por todas partes, tiros, músicas, mueras y vivas estallaban de continuo, la Mazhorca y el populacho más sucio e indigno se dirigían a la Alameda.

El comandante y capitán del puerto, era un joven bastante bien parecido, pero de cara imbécil y ordinario, había ascendido de cortador de las piedras de la calle, a cierto ejercicio bastante deshonroso a que lo destinó el finado Don Manuel Dorrego29. De allí principió a ser espía y finalmente, de puesto en puesto, llegó al de capitán del puerto y este cargó creemos que sería vitalicio en él porque es demasiado estúpido para ser mudado por otro.

Así que el movimiento y la bulla empezaron a crecer, el capitán del puerto mandó preparar la ballenera y se dirigió a bordo de la balandra.

En aquel instante dos hombres al parecer marineros ingleses, salieron detrás de unas toscas y entrando en un botecillo allí amarrado, principiaron a maniobrar de suerte que no perdían de vista la ballenera.

Así que el Juez de Paz, avistó la ballenera del Resguardo, respiró con toda su fuerza, en primer lugar porque se veía libre de la responsabilidad, en segundo porque ya iba a saber lo que le destinaba el gobierno y en tercero porque encontraba al fin un viviente a quien podría hablar de igual a igual.

  —161→  

Una vez llegado a bordo el capitán del puerto, -cuyo nombre es Jimeno-, hiciéronse ambos los cumplimientos de estilo sobre la dicha de la Patria, salvación de los días de S. E., etc., etc.

El Juez contó la tentativa de evasión del preso, el celo, la inteligencia con que lo había de nuevo capturado y dio sus puntadas sobre la recompensa debida a los buenos federales que se sacrificaban por la sagrada causa de la Federación.

Esta jerigonza que Jimeno oía con su bestialidad habitual, fue interrumpida por Adelaida, quien al ver llegar al capitán se imaginó que iban a buscar al prisionero y la desgraciada quería saber con justicia el destino que reservaban a su marido, así venciendo su repugnancia se acercó a Jimeno.

Tan demudada estaba que éste la desconoció, a pesar que no eran extraños uno al otro.

-Señor -dijo Adelaida-, ¿puede Ud. decirme si viene en busca de Avellaneda, dónde lo van a conducir y cuál es el destino que lo reservan?

-Jimeno la miró de arriba abajo y le contestó:

-Vengo efectivamente a llevar al salvaje o inmundo unitario Avellaneda, pero ignoro aún dónde debo conducirlo ni lo que S. E. dispondrá de él; además de eso, a Ud. qué se le importa, ¡no sabe que los inmundos unitarios no tienen parientes!

-Yo sé -replicó Adelaida- que Ud. es un miserable instrumento de la tiranía ¡y yo debo y quiero saber lo que Uds. pretenden hacer de mi esposo!

  —162→  

-Vaya Ud. a preguntárselo a S. E. el Restaurador -respondió Jimeno con ironía.

-¿Por qué no? ¡He visto más de un tigre en mi vida!

-¡Esa mujer es muy insolente! -exclamó el Juez; ¡malditos sean los gringos que no la dejaron ahogarse en el río!

Adelaida entretanto reflexionaba que era peor dejarse llevar de su indignación y que lo más prudente era sufrir las injurias y malos tratos para poder a lo menos saber lo que iban a hacer de su marido.

-Señor Jimeno -continuó ella-, perdone Ud. el arrebato de que me dejé llevar ahora poco; mi cabeza no está buena he sufrido mucho estos días, mas por el amor de Dios y cuanto más caro tiene Ud. sobre la tierra, le suplico que me diga qué lo van a hacer a Avellaneda.

-Yo no sé -dijo Jimeno-; tal vez lo fusilen hoy o...

-¡Oh! ¡No!¡No! -exclamó la pobre mujer cayendo de rodillas.

Los dos verdugos echaron a reír.

-¡Qué diablos quiere Ud! -añadió Jimeno-, ¡no soy yo quien lo mataré, serán los soldados!

Los sollozos sofocaban a Adelaida, y su hijo con aquella simpatía natural por su madre, lloraba también.

-¡Qué hombres tan crueles! -decía ella ahogada en lágrimas- ¡fusilar a un inocente!

  —163→  

Inocente llama Ud. a un salvaje unitario -dijo el Juez.

Déjela Ud. hablar -replicó Jimeno- ¡a quien hace caso de Unitarios! ¡¡no ve Ud. que están locos!!

Los alaridos de la Mazhorca y del populacho llegaban hasta a bordo.

-Oiga Ud. -continuó Jimeno-, ¡oiga Ud. el eco del pueblo que pide sin duda la cabeza del salvaje Unitario!

Aquellos gritos tan siniestros y horribles, pusieron en pie la dolorida mujer; sus lágrimas se secaron, su rostro pálido, su mirada ardiente, su negra cabellera flotando al viento parecía la imagen viviente de la desesperación.

-¡Hola! -dijo Jimeno- venga el preso, ¡¡¡el pueblo lo pide!!!

El Juez de Paz llamó en gente y se dirigieron a la bodega.

-¡No! ¡aún no! -gritaba Adelaida fuera de sí.

Jimeno la agarró por un brazo y la empujó de la manera que casi va al río.

Adolfo furioso le agarró una mano y se la mordió con tanta fuerza, que Jimeno le dio un horrible puntapié, pero el muchacho lo sufrió en silencio y fue a abrazar a su madre que había quedado contra el borde, pálida e inmóvil.

Los hombres que habían bajado a la bodega tornaron a subir con el preso.

Al verlo su mujer y su hijo se echaron en sus brazos olvidados de su situación y entregados al placer que sentían de apretarlo a sus corazones.

  —164→  

Avellaneda, a pesar de sus cadenas, los abrazaba también con delirio acaso por última vez.

Aquella escena muda, de lágrimas y suspiros ahogados, sólo a aquellos tigres no podía conmover. En cuanto a los marineros genoveses que estaban a bordo lloraban sin reserva ninguna.

La Mazhorca impaciente arrojó un horrible alarido y Avellaneda entregado hasta aquel instante a las caricias de los suyos, ignoraba dónde estaba; pero al oír aquel bramido de fieras volvió el rostro y la ciudad de Buenos Aires se encontró ante sus ojos.

Un rayo de gozo bañó el pálido semblante del proscripto y tendiendo los brazos cargados de cadenas hacia la tierra exclamó:

¡¡Patria!! ¡¡¡Patria mía!!!

Vamos -gritó Jimeno-. ¡Basta de comedia! ¡Ea! -dijo a los soldados-, ¡échenlo a la Ballenera!

Los hombres obedecieron y arrancaron el Doctor de los queridos brazos que lo rodeaban.

-¡Bárbaros! -decía Adelaida-, ¿por qué no me quitáis primero la vida?...

-¡Dejadme mi papá, asesinos! -exclamaba Adolfo.

En cuanto a Avellaneda, se conducía como hombre, sin arrojar un grito o derramar una lágrima.

-¡Adiós! ¡Adiós! -murmuraba entre sollozos su mujer-. ¡¡¡Adiós para siempre!!!

Y al proferir estas palabras cayó sin sentidos. El niño empezó a llorar con ese lamento fúnebre   —165→   de los niños cuando tienen realmente dolorido el corazón.

A estos lloros se mezclaban los alaridos horrendos de la Mazhorca.

La Ballenera se separó llevando el preso.

En ella iba Jimeno, el Juez con su gente y Caccioto.

Del otro lado de la borda se acercaba un bote, y dos hombres disfrazados de marineros ingleses subían a la balandra.

Cuando Adelaida volvió en sí, su hermano Ramón y el coronel Rojas estaban a su lado.



  —166→  

ArribaAbajoCapítulo XXV

Triunfo de la santa causa de la federación


La Mazhorca dividida en dos cuerpos de ejército, era precedida por una música militar que iba tocando el Himno del Restaurador, la media caña30, la perdiz y otras músicas de este jaez. Marchaba a la vanguardia, Salomón y Cuitiño y el nuevo adepto, Julián Molina, todos cubiertos de cintajos colorados, los puñales desnudos y la ferocidad en el rostro.

Avellaneda entre cuatro soldados armados de punta en blanco, como se suele decir, caminaba, sereno y con frente altiva y desdeñosa; lo habían aliviado de los grillos convencidos de que absolutamente no podía dar un paso con ellos, preparándose a ponérselos dobles a la vuelta del paseo, ¡si quedaba vivo!

  —167→  

Párras tal cual como lo hemos diseñado al lector, iba a la cabeza del otro cuerpo de ejército que formaba la retaguardia.

Delante, en los dos costados y detrás de este grupo, caminaba en desorden, roto, andrajoso y sucio el populacho, la escoria de la sociedad de Buenos Aires. Mujeres, blancas y negras, mulatas y chinas, viejos, muchachos y pampas, todo iba reunido vociferando a la par de la Mazhorca, apedreando por entretenimiento las casas y rompiendo los cristales de las ventanas y hasta los faroles del alumbrado público.

De esta manera llegaron al frente de la casa de Rosas, donde se preparaba otro resto del acompañamiento.

Era éste compuesto de hombres a caballo con el sable desnudo al hombro, comandados por Manuela Rosas31, hija querida y digna de S. E. el Ilustre Restaurador de las Leyes. Iba la amazona vestida con el traje de los gauchos y enormes espuelas teniendo por montura el mulato Bigúan enfrenado y ensillado, a quien lo cabía en esta solemnidad el papel de caballo y que recibía de los pies de la señorita Manuela tamaños espolazos con objeto de imitar los corcobos del animal que representaba.

En el coche de gobierno, con su competente escolta, iba el mulato gobernador, haciendo las veces de su Excelencia.

Sucio y medio desnudo, vestía la casaca de general   —168→   con la banda de presidente y en la cabeza un elástico de papel con plumas de avestruz; al lado una espada de palo y en la mano, ¡¡¡el bastón insignia del mando supremo de la República!!!...

La tercera parte de este acompañamiento, era un rico carro de terciopelo carmesí, guarnecido de franjas de oro y en una especie de trono levantado al medio, ¡iba el retrato de Rosas! Era este carro tirado por cuatro señoras32, ¡cuyo nombre debe conservar la historia con curiosidad!

Damas y negras mejor vestidas, con el Estado Mayor General, rodeaban el carro.

En el balcón del cabildo, estaba Rosas, con un grande sombrero de paja envuelto en un poncho y aplaudiéndose a sí mismo su fortuna y su invención.

La Mazhorca se había formado en hilera delante de la Policía y esperaba las órdenes del Dictador y el nuevo aspecto que tomaría la comitiva. En efecto, no tardó Corbalán en aparecer; estaba el edecán galanamente vestido y libre de las aprensiones de la víspera, pues en una grande junta de médicos que había convocado, resultó, después de una discusión de cuatro horas, que la privación del uso de los órganos atacados, provenía del desorden y dislocación de la peluca del Señor Coronel Edecán Corbalán, etc., etc.

He aquí la nueva dirección que tomaron los procesionistas:

  —169→  

La música siempre la primera, después de ella, la comitiva del retrato, en seguida la Mazhorca en el mismo orden anterior; Manuela con los cien hombres de a caballo y Bigúan dando corcobos y llorando, seguía de cerca cerrando la marcha, el coche dentro del cual iba el mulato gobernador, haciendo cortesías a derecha o izquierda, poniéndose de pie y profiriendo ¡cuánta blasfemia e insolencia cabe en la boca de un loco ordinario y desenfrenado!

Las principales iglesias de Buenos Aires, tenían orden de hacer cada una un Te-Deum, el último era a las cuatro de la tarde.

La Catedral, La Merced, El Colegio, Santo Domingo y San Francisco eran los designados.

La Catedral, sita en la Plaza de la Victoria, era la primera a la cual se dirigieron. Estaban los cuatro lados de la plaza ocupados por la Guardia Nacional, a quien sólo le habían dado cartuchos de pólvora, (y mojada), la caballería de extramuros, el batallón de Marina y el cuerpo de Serenos con lanzas y las linternas encendidas, semejantes a una procesión de fantasmas.

En la puerta de la Catedral, los obispos de Buenos Aires, Medrano y Escalada, con lo principal del clero, ¡esperaban revestidos de sus hábitos sacerdotales la comitiva!

Allí, el retrato de Rosas fue bajado del trono y   —170→   bajo de palio y al humo de los incensarios, entró en el templo destinado a la Divinidad, donde fue colocado en el altar mayor junto al Tabernáculo, en vez de la imagen de Jesús, ¡¡¡crucificado por la Redención del hombre!!!

¡Sacrilegio horrible! ¡Cuántos de nuestros lectores no acusarán este cuadro de apócrifo!... ¡Ojalá lo fuera! Acaso al revelar al mundo civilizado hechos tan escandalosos e infames, ¿no sentimos la espina del dolor en el alma y el calor de la vergüenza en el rostro? ¡Oh... que sí! ¡Oh! Que al escribir estas penosas verdades, cumplimos con el más difícil de los deberes: confesar nuestra infamia y la torpeza, la tolerancia, ¡la deshonra de la nación a que pertenecemos!

Y sin embargo, preferimos mostrar el baldón esculpido en nuestras frentes que consentir y escuchar tranquilos que un monstruo tal como Rosas, sea considerado aún por las naciones, como un noble caudillo y como el digno jefe de la que fue un día ¡¡¡la nación Argentina!!!

Al llegar a cada una de las iglesias repetíase esta farsa, el retrato del Tirano era colocado en el altar, su comitiva entraba y el mulato gobernador bajaba del coche y haciendo cabriolas, intentando abrazar a las señoras que hallaba al paso o imitando de tiempo en tiempo el tono de un personaje de distinción, entraba en los templos.

Manuelita Rosas, entraba también siempre en su nueva montura y la Mazhorca de hora en hora más frenética y exalta da, en tanto que dentro de la iglesia   —171→   se parodiaba un Te-Deum; ¡gritaban de fuera vivas y mueras que repetían los sacerdotes! Y aquel populacho todo que los acompañaba unía sus alaridos y desórdenes al espectáculo general.

El último templo que restaba era el Colegio, ocupado en aquel tiempo por los Jesuitas refugiados de España.

A la proximidad de la procesión Federal, la comunidad se hallaba reunida en la Sacristía, sin pompa ni aparato, la iglesia estaba a oscuras y la compañía vestía su traje talar ordinario.

Un joven pálido de rostro severo pero no desagradable, estaba en el medio de ellos: era el superior (Dn. M. Verdugo).

Cuando los gritos se oyeron más cerca, el joven se dispuso a salir por otra puerta que daba al atrio, sin ser la del templo.

¡Valor, hermanos! No os atribuléis, ¡es necesario soportar el martirio antes que ser cómplices o autores de un sacrilegio!

Diciendo esto, salió solo y con los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos fijos en el cielo esperó los vociferadores, en medio del atrio.

El resto de los padres Jesuitas, apiñados uno contra otro, se miraban asustados no atreviéndose ni a respirar, y oyéndose sólo en la vasta sacristía ¡el apresurado latir de sus medrosos corazones!

Cuando al llegar frente al Colegio, en vez de la iglesia abierta e iluminada, en vez de la compañía entera preparada a recibirlos; los que se titulaban Federales, vieron sólo un padre en medio del atrio   —172→   y el silencio más profundo en el cerrado templo; la comitiva paró. Los gritos cesaron, el populacho alzando las curiosas cabezas, unos sobre los hombros de los otros miraban al Jesuita con estúpida curiosidad.

Todo el mundo estaba admirado y no sabían a qué atribuir aquella soledad.

El joven jesuita aprovechándose de la estupefacción general, se adelantó algunos pasos y con voz clara y profunda les habló así:

«¡Hijos! Ayer recibimos orden de S. E. el señor Gobernador, para celebrar un Te-Deum hoy a las cuatro de la tarde, cosa prohibida por los ritos de la Iglesia Católica Apostólica Romana, de la cual ¡somos indignos servidores! El Templo del Señor está con todo abierto a los cristianos que a cualquier hora del día y de la noche quieran dirigir sus oraciones al Altísimo, porque nuestro Señor dispuesto está también a oírles siempre; pero lo que la Compañía de Jesús no hará jamás, será colocar en los altares, donde sólo puede y debe estar la efigie del Redentor, el retrato de un hombre pecador, sea el Gobernador o rey de la tierra; es un horrible sacrilegio que no permitiremos en tanto que nos reste un soplo de la vida que el Señor nos concede y que hemos consagrado a su santo servicio».

Al concluir estas palabras el Jesuita les dio la espalda, y con paso sosegado volvió a reunirse al resto de la compañía.

La multitud estúpida, quedó en profundo silencio   —173→   y sólo el mulato Gobernador gritaba desde el coche:

-¿Qué diablos es eso? ¿Qué, están de purga los padres Jesuitas?

Sin embargo, sordo rumor corría las filas, estaban indecisos, sobre si forzarían las puertas de la iglesia o retornarían a decir a Rosas lo que pasaba.

Este último partido fue adoptado por unanimidad de votos y la multitud en desorden y murmurando se dirigió a la casa del Dictador, bien ajeno de tal contratiempo.

Entretanto, el tiempo se había nublado, negros escuadrones de nubes corrían el cielo y a lo lejos ya principiaba a oírse la ronca y fatídica voz del trueno, acompañado de vivos relámpagos.

Rosas oyó sin inmutarse la relación de lo sucedido y después de un instante de silencio, ordenó a Corbalán que hiciera conducir al preso al Pontón y remacharle dos barras de grillos, prohibiéndoselo toda y cualquiera comunicación con persona alguna de dentro o de fuera del Pontón, bajo pena de la vida del comandante y centinela de vista.

Estas órdenes fueron ejecutadas con toda puntualidad y el Dr. Avellaneda vuelto a conducir por la Mazhorca al embarcadero, fue de allí en una ballenera armada, a bordo de la horrenda y peligrosa prisión33 que le era destinada, no sin que antes de embarcarse se hubiera visto cargado nuevamente de hierros.

  —174→  

Acabadas sus proezas del día, fueron los Mazhorqueros a prepararse para las de la noche que ya se acercaba triste y tormentosa, como si la naturaleza tomase parte un momento, en los dolores de la humanidad.

Un festín de carne con cuero y sin él, con dos o tres barriles de vino, otras tantas docenas de botellas de ginebra, etc., esperaban por orden del Restaurador a sus heroicos sectarios.



  —175→  

ArribaAbajoCapítulo XXVI

La recoleta


La señora de Avellaneda había quedado a bordo con sus dos amigos, pero tan abatida y enferma, que apenas pronunciaba uno que otro monosílabo. Sus fuerzas físicas y morales, la habían abandonado del todo.

La incertidumbre, este cáncer del alma, la roía con sus venenosos dientes, con la ausencia de su marido, parecía haberse ausentado su espíritu y sólo la esperanza era capaz de volverlo su natural energía, o un exceso de desesperación.

El día se había pasado en consuelos y palabras de esperanza por parte del coronel Rojas y Ramón, en silencio e incredulidad por parte de Adelaida. Estaba casi persuadida que aquel día no se acabaría en bien para su marido y la infeliz a esta idea caía en terribles convulsiones.

Sin embargo, casi a la puesta del sol, a pesar de lo nublado que estaba la tarde, las personas que estaban en la balandra pudieron distinguir la ballenera   —176→   que conducía al preso, y pudieron verlo a él mismo en persona gracias a un excelente anteojo de Lostardo, que encontraron a bordo.

Cuando la noche llegó enteramente, Ramón, el coronel, la señora de Avellaneda y su hijo, entraron en el bote que conservaban desde por la mañana.

Una vez fuera de la balandra, Ramón los dirigió hacia la Recoleta porque era el lugar más solo para efectuar su desembarque.

Con el nombre de la Recoleta, es conocido un antiguo y abandonado Convento que, según tradición, fue habitación de los trapistas o cartujos.

Tres son hoy los monumentos que comprendo el nombre que dejamos citado y que encabeza este artículo.

Los silenciosos y elevados claustros, morada un tiempo de congregación tan vigorosa, la iglesia conventual, sombría y despojada de adornos, y el vasto huerto del viejo Convento, convertido hoy en cementerio de Buenos Aires.

A dos pasos de este lugar corre el Plata.

La historia de la vida humana está allí escrita con sublimes e indelebles caracteres...

Aquel convento que levantado por los hombres en momentos de fe o fanatismo, un tiempo teatro de los sacrificios, de las penitencias o de la desesperación de los que lo habitaban, hoy desierto y despoblado, parece decir a los que lo contemplan curiosos: «con la hora que corre vuela la vida» la hora que viene arrasará la presente, el lema de la   —177→   verdad está escrito en mis silenciosas arcadas: destrucción e inestabilidad.

La iglesia despojada y sombría, parece llorar en sí misma la pérdida de sus días de gloria, en que iluminada y florida resonaban en el coro los himnos del Altísimo... ¡Ella sabe que lo pasado no retornará jamás!

Y el cementerio, ese campo de olvido y de igualdad, también está allí con sus cruces por blasones ¡como la única verdad del destino y de las ambiciones humanas! ¡La eternidad! ¡El polvo!

En el mismo momento en que nuestros amigos del bote se dirigían a la Recoleta, dos hombres entraban a pie por el camino que viene de la campaña. Ambos parecían fatigados de largas jornadas; con todo, antes de descansar, quitaron sus sombreros y se arrodillaron en la puerta de la iglesia orando con sencillo fervor.

Verdad eterna e indisputable que el pueblo necesita una religión, ¡una creencia! Que el pobre, el hombre que no pertenece a la clase que llaman pensadora, necesita la forma religiosa que le presente una creencia y la palabra de la oración con que levanta su corazón a Dios; porque infelizmente no todas las cabezas están organizadas de tal manera que puedan ofrecer por homenaje a la Divinidad, esas celestes abstracciones poéticas, en que el espíritu humillado y confundido se pierda en la grandeza de la idea del ¡Creador infinito!

Y cuando los propagadores de la verdad hayan destruido toda sombra de creencia en el pueblo;   —178→   ¿qué le darán? ¿La conciencia del deber? ¿La religión sin formas, la convicción por la sola fuerza del espíritu?

Está muy lejos ese día para la humanidad, esa resolución que debe hacer tomar una nueva forma toda nueva a la sociedad no es la obra de uno o dos siglos... ¡quién sabe cuándo se empezarán a notar los efectos de esta doctrina!... y a las generaciones que van sucediéndose entretanto, ¿qué se les deja? ¡La duda, la lucha y la incredulidad!...

Ha mucho tiempo que estamos convencidos, que los hombres de fe, amantes de la humanidad en vez de la palabra debían poner en práctica la acción, en vez de destruir en un día las viejas creencias sobre las que reposa la moral social, emprender un trabajo más lento pero más seguro, ¡la educación del pueblo! dejar al hombre hecho, acabar como principio e insinuar las nuevas doctrinas ¡en el corazón de la juventud!

Los que tienen una convicción profunda del bien que emprenden, deben desdeñar la palabra y hacer mucho por la acción.

Entre tanto, los que hayan perdido sus primeras creencias, los que hayan llegado a la altura de ciertas verdades y quieran cumplir su deber con buena voluntad, emprendan la grande obra en silencio, porque de romper las sencillas convicciones del pueblo nada se reporta, sino el desorden o la confusión.

Pero es verdad que en todas nuestras acciones y palabras ¡trasluce la vanidad y la miseria humana!

  —179→  

Los dos hombres que oraban estaban vestidos muy pobremente, y eran de edades muy diferentes. El uno tenía el cabello más blanco que la nieve, el otro apartaba a veces de su frente los muchos rizos rubios que a porfía la velaban, rebelde a la mano que los separaba.

Reinaba en aquel sitio, un silencio profundo, sólo interrumpido por el murmullo del río que a dos pasos de allí llevaba sus arenas al Atlántico, el confuso rumor de las funéreas ramas del ciprés lo respondía, y en las desiertas rejas del claustro, pasaban como errantes suspiros, las ráfagas de la brisa... había una armonía tan profundamente triste en aquellos tres ruidos, que los dos hombres suspiraban ¡como quien siente el alma mortalmente herida!

El cielo cubierto de negras nubes tenía un aspecto amenazador y relámpagos de fuego lo iluminaban a cada paso mientras a lo lejos se oía el trueno ¡con su voz majestuosa y solemne!

Los dos hombres acabada su oración se alzaron y tornaron asiento al pie de la ancha puerta de hierro que cierra el cementerio.

Al vivo resplandor de los relámpagos se divisaban las blancas losas de las tumbas, los pedestales y las estatuas, fragmentos de la vanidad humana que no perdona ni el polvo de los muertos y que aun allí, se ostenta como el escarnio de nuestra miserable vida.

El joven del cabello rubio, miraba en silencio aquel vasto recinto, donde la grandeza, el talento,   —180→   el vicio y la virtud están confundidos sin chocarse ni reprocharse nada entre sí... al fondo del cementerio, se alzaba una altísima cruz y al lado de ella promontorios de cráneos blancos y secos se elevaban diciendo al observador:

«Aquí residió la inteligencia humana».

«El pensamiento humano ardió bajo esta vacía calavera, ¡expuesta hoy a la intemperie y a las lluvias! ¡Ya fue mi turno descansar sobre la blanda almohada cuando mi dueño vestía el traje mortal!»

Los truenos continuaban a retumbar pavorosos, los relámpagos los sucedían, la brisa silbaba, el río corría indiferente y el ciprés murmuraba siempre ¡como el eco eterno del dolor humano!

El viejo rompió el silencio.

-¡Estás triste amigo!

-Es verdad, -respondió el mozo- ¡hacen algunos días que me siento mudado! Me vienen a la cabeza cosas que yo mismo no sé descifrar, y después de todo, ahora en este momento particularmente la vista de este campo de los pecadores... me hace como estremecer.

-¿Es la primera vez que vienes aquí?

-¡Sí, la primera!... vea Ud. he visto algunos entierros en los pueblitos, los he visto también allá en la Pampa cuando iba a visitar al indio Yuncagüí y a veces por la llanura, a lo lejos divisé alguna cruz que señala los muertos en medio del campo... ¡mas aquí todos están juntos!

¿Y tú no ves tantas estatuas?

  —181→  

-Sí, es verdad; ¿cuanto dinero habrá costado esto? ¿para qué lo ponen esto a los muertos?

-¡Qué quieres tú! ¡No quieren que el sepulcro de uno que fue rico se parezca con el del pobre! ¡Por eso hacen costosos monumentos!

-Es cierto... sólo debajo de la tierra se encuentra la igualdad... allí, todos los huesos se parecen y lo mismo se pudre el cuerpo de un rico que el del pobre, el de un blanco que el de un negro...

-¡Así es hijo! Los hombres siempre hablan de un modo, y obran de otro, ¡la verdad de lo que ellos piensan sólo Dios lo sabe!

-Es mejor entonces vivir en el desierto, errante, ¡como yo he vivido hasta hoy!

El viejo meneó la cabeza en señal de desaprobación.

-¡No! Los hombres no nacieron para vivir como las fieras, en el bosque... es otro el camino que debemos seguir...

¡Y vos no decís que todos son ingratos! ¿Qué os han pagado con olvido vuestras cicatrices?

-Sí, pero cada uno debe obrar según su conciencia y yo no me arrepiento de lo que he hecho, si ellos me han pagado mal, ¡esa no es cuenta mía!

-Pues una vez que hemos venido al pueblo, para seguir adelante nuestra empresa, crea Ud. que yo me quedaría aquí de buena gana, yo sé cavar la tierra y si me quisieran para enterrar   —182→   los muertos... las calles y las casas me oprimen... aquí a lo menos estoy a cielo raso...

-Como quieras -contestó el viejo-, yo veré si puedo obtener el lugar de sereno, en ese empleo puedes ser más útil a nuestro intento.

En aquel momento el bote tocaba a la orilla.

-Me parece ver gente en la orilla del río, dijo el joven.

-Sí, -contestó su compañero- ¡como no sea alguna ronda que viene por aquí, alguna patrulla que llega por el río! Ven aquí dentro de esta zanja estamos bien.

Miguel y Simón, pues eran ellos mismos, se escondieron, por cerca de donde ellos estaban, pasaron los personajes del bote a quienes ya conocemos y tomando la calle larga de la Recoleta empezaron a caminar hacia la ciudad, la cual les era necesario atravesar para llegar a la Quinta de Maza, situada al otro extremo de la población.

Cuando los escondidos no oyeron más ruido de gente, salieron, y Simón dijo:

-Si quieres quédate aquí, yo conozco bien la ciudad, aprovechando la noche iré a buscar la casa de mi coronel, es un hombre de los de otro tiempo y el único que me podrá servir para encontrar un empleo.

Y Simón, despidiéndose de su amigo echó a andar hacia la casa de Rojas de quien pocos minutos antes había huido imaginándose que tal vez era una partida que venía a reconocer la orilla.

¡Todos somos ciegos en esta vida!



  —183→  

ArribaAbajoCapítulo XXVII

Los Corta-Patillas


Mientras que Simón y Miguel conversaban mano a mano sentados contra el portón de la Recoleta y que la señora de Avellaneda se dirigía a tierra con sus amigos; la Mazorca, había ya terminado su orgía y munida de un acompañamiento de hachones encendidos, recorría las calles de la ciudad destinadas esa noche a ser el teatro de los más horribles y abominables excesos de aquellos desenfrenados salteadores.

Una orden de Rosas, la cual se nos había olvidado mencionar; (porque en el caos de desatinos y maldades de aquel hombre, muchas cosas se escapan a la imaginación fatigada) había prevenido que desde aquel día, todo el mundo se presentaría de bigotes, fuese cual fuese su cargo o empleo; de manera que los que no lo tenían se los pusieron postizos, los unos de cabellos pegados con goma, que les mortificaba la carne, y otros hallaron más   —184→   breve el ponerse los tales bigotes con corcho quemado34.

La Mazorca adoptó unánimemente este último partido. Imagínense nuestros lectores, si les es posible, doscientos hombres, todos ebrios y exaltados por los vicios más asquerosos y por los excesos más vergonzosos de la humanidad, mal vestidos, con los brazos desnudos, las caras tiznadas, porque el sudor provocado por las frecuentes libaciones, había desfigurado los bigotes de nueva invención, con las manos armadas de tijeras de trasquila y de enormes puñales que cortaban al aire.

En medio de una noche, triste y tormentosa a la luz amarillenta de los hachones que hacía empalidecer el reflejo de fuego de los relámpagos, aquella procesión diabólica cuyas vociferaciones, blasfemias y palabras obscenas, se confundían a los truenos y al ruido de los cristales, que de camino iban rompiendo por las casas; todo esto unido al himno del Restaurador que iba ejecutando la música, cada instrumento en el tono que le cuadraba, parecían todos los demonios que la imaginación más exaltada puede crear, evocados un instante sobre la tierra para aterrorizarla.

El objeto de la Mazorca era cortar toda patilla que cerrase sobre la barba; fuese el que fuese que   —185→   así la llevase, por que estaban autorizados a no respetar cosa ninguna en este mundo.

Ya habían encontrado una infinidad de hombres indefensos, a quien en su horrible lenguaje decían ellos haber «afeitado».

Cada individuo que se encontraba con la barba cerrada, era agarrado entre cuatro hombres, sentado sobre una mesa que a propósito llevaban los de los hachones y la multitud de la Mazorca lo rodeaban, el sujeto era naturalmente despojado primero de su dinero, reloj y cualquier otra joya que poseyese, los faldones de la levita o frac cortados y después su rostro desfigurado a tijerazos, que a veces le llevaba parte de una oreja por una cuchillada que le bajaba un carrillo y cuando el tajo tirado con toda malicia hacía saltar la cabeza del infeliz y que sólo quedaba su cuerpo palpitante, vivas y risotadas acogían al asesino; la cabeza recogida era izada en un palo y la procesión seguía adelante, mientras que tal vez acababan de robar al seno de una honrada familia, su jefe, su apoyo ¡o a una madre su hijo!

Esos males, esas lágrimas hechas derramar a las familias, ese duelo y desesperación, desparramado con profusión por los secuaces de Rosas, todo eso es nada; ¡son justos homenajes a la santa causa de la Federación!

Otros individuos que ellos conocían por federales netos, como decía Rosas, sufrían también la operación, a estos les quemaban la barba y a chicotazos   —186→   lo perseguían hasta que conseguían escapárseles de las manos.

Al dar vuelta una esquina, un joven alto de rostro serio y fiero, se encontró de manos a boca con los corta-patillas.

Era este mozo hijo de una familia muy distinguida, su talle flexible y airoso, firme la marcha y algo de desdén en la mirada.

Sumamente blanco y rosado, tenía los cabellos y las largas barbas rubias, como el oro35, unos y otros, las cejas y pestañas blancas, los ojos azules y una suma regularidad en las facciones.

Parado naturalmente ante aquel espectáculo, miraba la Mazorca, con la natural sorpresa y curiosidad que ocasionaba su horrible conjunto, mas este examen era hecho con la sangre fría del hombre que no teme, que no conoce el peligro o lo desafía con rara intrepidez. Parose la Mazorca a su turno enfrente al valeroso mancebo, y comprendiendo ellos que él no se prestaría dócilmente a la operación, querían primero entablar una especie de diálogo, y los miembros de la infernal congregación sentían una especie de malestar que les ocasionaba la mirada fría, desdeñosa y escudriñadora del joven.

Salomón como el más docto y por su grado de Presidente tomó la palabra.

  —187→  

-¿Quién es Ud? Dijo, dirigiéndose al desconocido mancebo.

-¿Qué se le importa? Seguid vuestro camino que yo seguiré el mío; respondió el rubio con voz varonil y clara.

-¡Eso lo hemos de ver! Prosiguió Salomón.

-Agarrémoslo, y dejémonos de preámbulos, añadió Cuitiño. ¿Quién pide explicaciones a un Salvaje Unitario?

Y reuniendo al pensamiento la acción, levantó su brazo armado sobre el joven; pero éste le sacudió una tan tremenda bofetada, que el héroe mazorquero cayó por tierra cuan largo era, dando un rugido de dolor y de rabia, porque parecía que le hubiesen deshecho el rostro, y dislocado todos los huesos.

-¡Así se enseña la canalla! Dijo el desconocido.

-¡Infame Unitario! Gritó Salomón dando un paso hacia el batallador; mas, un puntapié aplicado en el estómago del Presidente, lo tendió de espaldas, y el joven viendo que la señal del combate estaba dada, sacó de sus bolsillos con suma rapidez un par de pistolas fulminantes que descargó al aire y aprovechándose del terror general, volvió al punto la calle y desapareció en la oscuridad con ligereza.

-Principiaba la lluvia a caer en gruesas gotas, pronto empezó a empaparse la tierra, las hachas se apagaron y los mazorqueros descontentos de haber acabado tan mal su empresa, empezaron a desfilar cada uno por su lado, prometiéndose   —188→   que en el resto del día siguiente, echarían abajo cuanta barba hubiese en Buenos Aires, para lo cual establecerían barberías volantes por todas las calles y plazas.

La tempestad se desató furiosa, y sólo se veían por la ciudad los negros bultos de los serenos con su linterna en la mano y su lanza; semejantes a una procesión de fantasmas.

Su voz lúgubre repetía en la oscuridad «Las doce han dado y tormenta».



  —189→  

ArribaAbajoCapítulo XXVIII

El pontón


-Es necesario para la inteligencia de los sucesos que vendrán después, que nuestros lectores nos acompañen al lugar donde fue conducido el doctor Avellaneda.

-Sabemos que existían o existen aún en Inglaterra y en algunos puertos de la Francia, prisiones marítimas con el nombre de Pontones. Los de Inglaterra hemos leído por descripción de cuya lectura no respondemos, que son horribles; pero estamos inclinados a creer que jamás existieron otros más inmundos y espantosos pontones que el de Rosas en Buenos Aires y que creó don Manuel Oribe en el tiempo de su presidencia en Montevideo.

-El Pontón de Buenos Aires estaba anclado en lo que se llaman balizas exteriores, esto es a unas dos leguas de tierra; el buque que a este objeto servía, era un casco viejo y podrido que amenazaba hundirse a cada instante y es casi incomprensible como podía soportar los horribles temporales del famoso Río de la Plata.

  —190→  

-Antiguamente se contaba esta prisión del gobierno destinada a los presidiarios muy ínfimos y relajados, aunque jamás en tan mal estado, ni elegida para presos políticos, porque es verdad que éstos sólo han abundado en estos últimos años.

-El Pontón donde fue conducido Avellaneda, era pues un viejo buque que por todos lados hacía agua y que los presos sin cesar día y noche componían, viendo la muerte delante de sí, a todas horas del día y de la noche.

-Con todo, Avellaneda no estaba destinado a estos trabajos; cargado de grillos y de cadenas fue bajado a uno de los calabozos más hondos del Pontón, donde había más peligro, y donde sin cesar rellenaba de agua, la cual era extraída cada cuarto de hora por cuatro presos acompañados por un oficial que los inspeccionaba.

Tenía esto doble objeto: primero mortificar al preso que se veía con el agua a media pierna, la cual mojándole los grillos se los amohosaba y los hacía parecer más fríos martirizándole las carnes; y segundo, saber lo que él hacía y espiarlo así cada cuarto de hora, a más del centinela de vista que allí estaba perenne y sin perderle movimiento porque cada cuatro horas debía ir a tierra el parte de las acciones del preso.

-Muchos otros presos, menos rigurosamente tratados o de igual manera, encerraba el Pontón. La tripulación de éste, constaba de cincuenta hombres escogidos, divididos en dos compañías de veinte y cinco hombres cada una, con su oficial,   —191→   un sargento y un cabo y además el primer Comandante y el segundo.

-Los sujetos que ocupaban estos puestos, eran un inglés y un Americano del Norte.

-El Americano tenía el primer puesto, y el Inglés el segundo.

-John Anderson, Comandante del Pontón; era un hombre como de unos treinta años, bien afeitado y serio, que no usaba jamás corbata y que leía constantemente en su biblia de marroquín punzó, interrumpiéndose de tiempo en tiempo para arrojar los negros bocados de tabaco que salían y entraban en su boca. Vivía la mayor parte de su tiempo a bordo y otras veces en tierra, en una pequeña casita situada en la Alameda, donde solían reunirse sus compatriotas a cantar el yankee doodle y beber chicha, porque Mr. Anderson pertenecía a los hijos de la temperancia y no admitía sino sus cofrades en esta virtud, así como en su religión, (era protestante).

-La chicha es un refresco inocente, hecho de algarroba y que jamás trastorna la cabeza. Por lo demás, Mr. Anderson es muy regular de rostro aunque completamente inanimado y sino temeríamos ofenderle, diríamos que era imbécil.

-Indiferente, silencioso y frío en los negocios ajenos, cuando le hacían sonar al oído un repleto bolsillo de dinero, Mr. Anderson se tornaba político, conversador y afable. Su primer Dios era el peso fuerte, después la Biblia y ¡en tercer y último lugar el rost-beef!

  —192→  

-El Inglés que hacía las veces de segundo Comandante era un hombre de cinco palmos y dos pulgadas de altura con el doble de diámetro y que consumía una barrica de cerveza diaria.

Llamábase Dick, era ya viejo y nunca salía del Pontón. Debió ser blanco en un tiempo, pero al presente era casi del color violeta; el rostro redondo y soplado, la boca gretada y babosa, los dientes negros, los ojos azules, hundidos entre los montañas de carne, le brillaban de contento y después de esto una nariz traicionera que parecía un fondo de botella según lo grande, lo encorvada y granujienta, contando a todos la pasión favorita del digno Mr. Dick.

-Es inútil decir que estos dos antípodos Mr. Anderson y Mr. Dick no se podían ver, ni en pintura; sin embargo, respecto al servicio ambos marchaban de acuerdo, porque ambos temían por su pellejo y sabían que Rosas no es hombre de chanzas livianas.

-Al llegar Corbalán a bordo con el preso, Anderson, mascaba sus enormes pedazos de tabaco leyendo la Biblia con suma atención, mientras que Dick bebía su décima quinta botella de cerveza. El buen hombre tenía la lengua sumamente trabada, mas no aborrecía tanto a su primer Comandante que a veces no intentase un poquillo de conversación, mas el Americano no se dignaba responder, y Mr. Dick se vengaba diciendo entre dientes:

-Very dam Yankee indeed ¡God-bad!

-Anderson tan insensible a la lisonja como a   —193→   la injuria, continuaba a leer en silencio y masticar sus tabacos.

-Era en una de estas escenas que llegaron el Edecán y el Prisionero.

-El Comandante del Pontón se presentó y las órdenes de Rosas le fueron repetidas, palabra por palabra puntualmente, y en seguida entregadas por escrito, con copia para el segundo comandante y oficiales de guardia.

Mr. Anderson guardó los papeles al preso a su calabozo de mar, y volvió a sentarse tranquilamente a leer.

-En cuanto a Mr. Dick, oficiosamente invitaba al Edecán a tomar un vaso de cerveza.

-Take this Mr. Corcoval -decía el buen Inglés- ¡mucho bueno! ¡estomacal! ¡mucho bueno for vos!

Corbalán sonreía como hombre que entiende lo que le dicen, pero no respondía.

-Toma Mr. Coloban -continuaba Dick- ¡bebe mucho bien for you!

-Y de esta vez arrimó el vaso a los labios de Corbalán, el que comprendiendo entonces por primera vez lo que le decía, se resignó a beber la cerveza, no sin convenir dentro de sí mismo del mal paladar de los hijos de Albión.

-Estos ingleses, -decía el Edecán dentro de sí- son unos burros para esto de comer y beber. Vea Ud., comen la comida cruda, ¡todo a fuerza de mostaza! la ensalada con azúcar, los budines y toman esta maldita cerveza.

  —194→  

-Entre tanto Dick tomaba los gestos de Corbalán por aprobaciones, y preparándose a darle otro vaso de su licor favorito, decía:

-¡Very good Mr. Corcobiar! Mucho bueno cosa está este pó bebé.

-Con todo por esta vez se esquivó Corbalán ¡bajando a su ballenera y murmurando! Ándate al diablo gringo medio sonso, con su trajín de mudarme el nombre, que tan pronto me llama Corcobas y ahora corcobiar; ¡como si yo fuera caballo!

-Dick quedó con el vaso en la mano, viendo huir a su convidado; empinó la cerveza, hizo sonar la lengua al paladar, y dijo:

-¡Very good indeed!... ¡Not better por Mr. Conbalar! Y se encogió de hombros con desdén.

-La importancia de las órdenes que había recibido Anderson, eran de tal naturaleza, que venciendo la repugnancia que le causaba su segundo, por esta vez cerró la Biblia y se dirigió a él, hablándole en inglés.

-Mr. Dick, -dijo Anderson- es necesario que se imponga Ud. seriamente de las órdenes que acabo de recibir, a respecto de este preso.

-Sí señor, respondió el inglés, ¿Ud. gusta un poco de cerveza?

-Yo no acostumbro a beber otro licor que el agua: mil gracias.

-Que lo haga a Ud. muy buen provecho, ¡yo tomo el agua como si fuera un vomitivo!

-Dejemos la cuestión de las bebidas aparte y   —195→   vea Ud. si quiero imponerse o no de las órdenes del señor Gobernador.

-A este título, dejó Dick su vaso que iba ya a aproximar a su gratada boca y se preparó a escuchar al primer comandante.

-Sin embargo Anderson que había dicho y hecho más que su seca naturaleza lo permitía; sacó la copia destinada al segundo comandante y se la entregó diciendo:

-Lea Ud. y aprenda de memoria cada una de esas palabras que ahí están escritas, y acuérdese Ud. que la más pequeña infracción de ella, le costará a Ud. la cabeza.

-Anderson al concluir estas palabras le volvió la espalda y fue él mismo a meditar sobre el escrito que lo había dado Corbalán.

-Dick cuya cabeza empezaba a no estar muy fresca ya, por aquel día, se esforzaba en abrir los ojos del espíritu y de la cara; los unos para leer las órdenes del Restaurador y los otros para comprender lo que ellas encerraban.

-Mientras el segundo comandante lucha con los océanos de cerveza que de tal modo le oscurecen la inteligencia; bajémonos nosotros un instante al calabozo destinado al doctor Avellaneda, porque todos estos son rasgos del ilustre Rosas.

-El lugar donde estaba el preso debió servir en el buque, de depósito de leña, comestibles de reserva, cadenas o cosa semejante; porque apenas tenía unos pequeños respiraderos a flor de agua y por los cuales no podía penetrar la luz.

  —196→  

Era un espacio cuadrilongo de seis palmos de anchura y tal vez diez de largura, continuamente lleno de agua y de ratones, y poseyendo por todo adorno una hamaca, un banco de pino y una lámpara de talco que con el preso había sido allí colocada.

El ruido de las ondas del río y los chillidos de los ratones era lo único que interrumpía el silencio de aquel horrible agujero, porque el ruido que se hacía sobre cubierta apenas llegaba allí.

Encima del techo demasiado bajo para que Avellaneda pudiera ponerse de pie, había una especie de claraboya, donde la cara de un hombre y el cañón de un fusil aparecían. Era este el centinela de vista destinado a vigilar al prisionero.

Sentado sobre un banco, pálido y fatigado de aquel día, de ridículo aparato; la amarillenta luz de la linterna, reflejaba en su rostro, dándole una tan singular expresión que se diría que era la expresión viviente de los sentimientos humanos.

Estaba Avellaneda en una de esas situaciones morales, de las cuales apenas el individuo puede darse cuenta a sí mismo. Reflexionaba el doctor cuán inestable o inseguro es el destino de la criatura. Acompañado de su adorable familia, se dirigía a buscar un asilo seguro y pacífico, ¡bajo el cielo sereno y hermoso de Corrientes! Allí, feliz en cuanto puede serlo un proscripto, contaba ser útil en lo posible a aquel país tan nuevo aún, y emplear las luces naturales de su espíritu, y las   —197→   adquiridas por el estudio, ¡siempre en bien y adelanto de sus semejantes!

-Al emprender su viaje, una fría confianza en la Providencia Divina, lo animaba; las mejores intenciones lo impulsaban en su marcha... Y no obstante había caído víctima de la más nefanda traición, entre las manos del enemigo cruel, de la humanidad, ¡y de su propia patria!

-Avellaneda estaba a su disposición, engrillado e indefenso...

-¡El hombre, el individuo, era de Rosas!... Aquella vida consagrada al bien de sus hermanos y de la sociedad, aquella vida presente del Altísimo estaba a la merced del asesino; y bastaba el más simple gesto para aniquilar de un golpe la obra del Creador.

-Al mismo tiempo que hacía estas reflexiones, sentía levantarse con toda la fuerza de la voluntad y de la razón, la libre convicción de su independencia y soberanía, como espíritu, ¡como alma que piensa y existe! Y ni los grillos, ni la prisión, ¡eran bastante a encadenar la libertad de sus ideas! (No había leído todavía la teoría de libertad por J. Simón), y los ojos de aquel centinela que espiaban su menor movimiento, eran impotentes a penetrar los misterios del «yo» ¡que sólo el ojo de Dios escudriña y conoce!

-¡Horrible aunque tenaz verdad! ¡Contra la que se estrella el despotismo de los hombres!... ¡Verdad que se burla de la esclavitud! De la tiranía y   —198→   ¡del odio de los tiranos! Contra la Humanidad y la Libertad de la conciencia individual.

-Una sonrisa de soberano desprecio, erró por los labios del preso.

-Con todo de estas ideas, fue pasando por una transición natural, a otras que hicieron completamente variar, la expresión de su fisonomía.

-Su mujer y su hijo a quienes ya no tenía a su lado y que habían quedado solos y abandonados a bordo de la Balandra.

-El recuerdo de otros días más felices, vine a su mente; empezó a echar de menos las tiernas y apetecidas caricias de aquellos dos caros objetos.

-Sus imágenes queridas estaban delante de sus ojos, en sus oídos se repetía el eco de la voz dulce y penetrante de Adelaida, y la infantil y cariñosa de Adolfo.

-¡Ecos tal vez que no tornaría a oír jamás! ¡Seres de quienes para siempre lo habían quizá separado!...

-¡Avellaneda era hombre!... Su corazón se partió de dolor y un impulso natural más poderoso que en orgullo, hizo caer de sus ojos una lágrima que se perdió en la sombría oscuridad de su prisión; quitándole a Rosas un triunfo cierto y deseado por él.

-¡El llanto de un hombre libre!

-En aquel momento una voz bien conocida por Avellaneda, la voz de uno de sus más queridos amigos pronunció estas palabras como un suspiro:

  —199→  

¡Aay, Dios mío!

Avellaneda se puso de pie exclamando: ¡hermano! Casi al mismo tiempo la voz de ¡Avellaneda! Y el ruido de las cadenas sacudidas siguió a estas exclamaciones.

Dos hombres engrillados, dos víctimas de la tiranía se confundieron en un estrecho abrazo tan largo y efusivo como lo permitió el momentáneo olvido del sitio y de la condición en que se encontraban, después de muchos años de no verse.

El hombre que no haya pasado por las angustias de las cárceles de Rosas no puede suponerse el placer que experimentaron aquellos dos seres al encontrarse encerrados por la misma causa y destinados a igual suerte en el horrible Pontón Sarandí. Porque los presos de Rosas, a diferencia de los de cualquiera cárcel de los países civilizados, saben que al entrar en la prisión el mejor beneficio a que pueden aspirar es una muerte rápida. No hay esperanza de salvación, porque Rosas, que es una hiena, no se conmueve por un salvaje unitario; no hay tampoco la más remota probabilidad de evadirse, porque Rosas cuenta con la mejor policía del mundo, como que se trata de hordas sedientas que él mantiene con la sangre y con el dinero de los unitarios, que habiendo sido   —200→   declarados locos oficialmente no tienen derecho a administrar sus bienes, sino por medio de curadores y eso cuando Rosas no ordena la expropiación por causa de utilidad federal.

El hombre con quien Avellaneda acababa de desahogar en un segundo seis meses de sufrimientos y amarguras era el coronel Manuel A. Pueyrredón, guerrero de la independencia, distinguido por San Martín, de cuyo ejército regresó cubierto de heridas recibidas en homéricas batallas. El coronel Pueyrredón pasaba entonces por uno de los primeros guerrilleros argentinos y por el más práctico en el arte de guerrear con los indios, por haber hecho diversas expediciones contra las tolderías, con el general Rodríguez y otros jefes. Como todos los hombres de algún valor era un decidido adversario de Rosas y aunque no había manifestado públicamente sus ideas contrarias al tirano, éste, que hacía tiempo lo vigilaba, lo hizo prender y encarcelar en el pontón Sarandí, de donde   —201→   no saldría, sino para ser fusilado en el momento oportuno con el doctor Avellaneda. ¡Dos ases unitarios fusilados en un día era la mejor fiesta que Rosas podía ofrecer a la Sociedad Popular Restauradora!



  —202→  

ArribaAbajoCapítulo XXIX

La fuga


Estaba de Dios que Rosas no saldría esta vez con su gusto. Una mujer, había de deshacer todos sus planes y esa mujer fue Adelaida, la esposa del doctor Avellaneda.

Desde que Adelaida supo que contaba con el apoyo del coronel Rojas y con el de su hermano, el bizarro capitán Ramón Maza, no creyó perdida la causa de la vida de Avellaneda. Se propuso arrancarlo de las garras del tirano, o sucumbir en su intento. Hizo entonces, esta noble mujer, uno de esos juramentos que cuando los ejecuta consigo mismo una alma fuerte llevan generalmente al éxito o al heroísmo. Si Juana de Arco se inspiró en la divinidad de su misión y la realizó, Adelaida buscó fuerzas, astucia y medios en el amor a su marido y en el cariño de su hijo a quien no concebía que tuviera que criar huérfano, y, como la heroína francesa, ésta heroína esposa salió triunfante en su empresa, sin pagar con la existencia la temeridad de su propósito.

  —203→  

Adelaida comunicó a su madre sus ideas y ésta después de haber hecho esfuerzos de todo género para disuadirla, le recomendó que guardase reserva hasta para con su padre, el doctor Manuel Vicente Maza. Adelaida que con su peculiar inteligencia se había dado cuenta que la base de su plan de operaciones era y debía ser el más absoluto secreto, empezó a preparar su ejecución.

¿Por dónde dar principio a este plan descabellado?

Adelaida tuvo una inspiración. Recordó que una morena vieja que había sido su nodriza, podía por intermedio de sus parientes, servir de espía ante el mismo tirano Rosas.

Para que el lector se dé cuenta de cómo la intervención de una morena podía ser de tanta importancia para los proyectos de Adelaida, es necesario que sepa que el gobierno de Rosas, fundadoen el espionaje, se vale de la delación de los esclavos y sirvientes de la gente decente, para estar al corriente de los mínimos detalles que ocurren en las intimidades del hogar de las familias que sospecha de inclinaciones unitarias.

En esta verdadera inquisición, los negros descendientes de los cargamentos de esclavos africanos vendidos durante el coloniaje, desempeñan un   —204→   papel prominente, porque constituyendo el elemento casi exclusivo del servicio porteño son los que están en condiciones de transmitir y delatar todas las novedades a doña Encarnación Escurra la esposa de Rosas, y a la cuñada de éste, doña Josefa Escurra, la Torquemada de este nuevo Santo oficio que deja muy atrás por los medios y fines que persigue, a la Inquisición de Estado que en la Edad Media organizaron los Dux de Venecia. ¡La autora señala estos hechos vergonzosos a la execración de la América y del mundo!

Los negros que no están colocados en casas particulares viven en comunidades, que llaman pueblos, situados en los barrios de extramuros, conservando sus usos y costumbres africanas y hasta el aparato de un reyezuelo para cada grupo de familias del mismo origen. Estos pueblos de negros adoran a Rosas que, a la verdad, les dispensa toda clase de favores y les acuerda su más ilimitada confianza, en lo que no se engaña, pues se sabe que es la fidelidad una de las características de la raza africana.

El pueblo bajo, compuesto en buena parte por negros y mulatos, está conforme con Rosas como lo estuvo en la Roma de los césares con Claudio, con Nerón o con Calígula.

Adelaida habló con la morena, la enteró de su pensamiento, le habló de su infancia que ella había alimentado en sus senos de nodriza, y la noble esclava lo prometió su ayuda: «Amita, le contestó, sé que lo que vuestra merced quiere hacer es   —205→   imposible, pero disponga de la vida de su esclava y haré lo que me mande».

Quiero, ante todo, que me digas, Marica, si entre tus parientes hay algunos que tengan entrada a la casa de Rosas y que sean capaces de enterarse de lo que allí pasa. Tengo, contestó Marica, al hijo de Carlos, que es asistente del señor Edecán Corbalán y a varios sobrinos que sirven a doña Josefa en asuntos de confianza que les encarga.

Pues bien, dijo Adelaida, quiero que vayamos ahora mismo a ver a tu nieto, el hijo de Carlos, para preguntarle quien es el encargado de suministrar las provisiones para los presos del Pontón Sarandí. Préstame una pollera añadió Adelaida, yo traigo un pañuelo grande; quiero vestirme en forma que no desconfíen de mis intenciones. Es posible además, que el general Corbalán, por más que es un desgraciado, llegará a reconocerme.

Adelaida vestida con una tosca pollera de balleta y uno de esos grandes pañuelones que usan en Buenos Aires las mujeres de la clase que, sin ser proletaria, puede llamarse trabajadora, se encaminó, con la morena Marica, a la casa de Rosas, nada menos.

Dio la casualidad que Celedonio, el asistente en cuya busca iban, se encontraba en ese momento sentado solo, junto a un brasero tomando mate   —206→   amargo, o verdeando, como llaman los paisanos al acto de servirse el mate sin azúcar.

Celedonio era un mocetón simpático, con alguna cruza de raza blanca, porque más bien que negro era pardo o mulato, aunque predominaba en él la sangre africana. Celedonio se paró inmediatamente, descubrió su cabeza, (a pesar de estar con Kepis y pidió, con esa respetuosa humildad peculiar de la gente del pueblo, «la bendición agüelita»; recibiendo la obligada contestación de «Dios lo haga güeno hijo».

Enterado Celedonio de lo que deseaba saber, aunque ignorante completamente de los proyectos de la señora de Avellaneda, dio a ésta los informes que por el momento precisaba.

Supo Adelaida que esa misma noche debían bajar a tierra Mister Anderson y Mister Dick, los dos jefes del Pontón Sarandí, por orden de Rosas y que quedaría a cargo de la flotante prisión el tercer comandante, un joven oficial llamado Conclair que por los datos de Celedonio, era uno de los oficiales más buenos y valientes de la guarnición de la Capital. Averiguó, también, que el día siguiente a las 10 de la mañana, conducirían en un bote de la capitanía, provisiones de boca y municiones destinadas al Pontón.

Adelaida volvió a la casa de Marica y con pasmosa actividad entró en plena campaña libertadora. Compró una cantidad de pan, tabaco y papel de cigarrillos; con maestría, que envidiaría el más experto, colocó dentro de dos de los panes   —207→   papeles escritos enterando al doctor Avellaneda de sus propósitos y escribió en algunos do los papeles de cigarrillos (que llenó de tabaco y armó perfectamente la morena Marica), lo que no había podido decir en los panes mensajeros.

Celedonio que por indicación de Marica se reunió con las conspiradoras, tan pronto como estuvo, franco de servicio, fue encargado, mediante protestas de que sólo se trataba de proporcionar buen alimento y buen tabaco al doctor Avellaneda, de entregar la encomienda al prisionero del Pontón.

Llegado el pequeño contrabando a su destino, no sin ser notado por el hábil ojo del jefe accidental Conclair, que fingió, sin embargo no verlo o no darle importancia, el doctor Avellaneda pudo ponerse al corriente de los atrevidos proyectos de su mujer que se reducían a lo siguiente: Catequizar a Conclair, aprovechando la ausencia de Anderson y de Dick, si era posible, y en este caso, o sin esa circunstancia conseguir una orden de Rosas, o falsificarla, que indicara al jefe del Pontón que el preso debía trasladarse a la cárcel de la ciudad para, una vez obtenida la entrega, fugar al extranjero.

El doctor Avellaneda suponía que Adelaida no se abandonaría en brazos de la desesperación. Sabía también que algunos de sus amigos, como el coronel Rojas y su cuñado Ramón Maza habían de intentar algo por salvarlo. Esta convicción unida a un presentimiento halagüeño, a un no sé qué inexplicable que en ciertas ocasiones hace anticipar   —208→   a la alegría o a la tristeza que nos suscitan motivos tristes o alegres, hicieron que Avellaneda tuviera la intuición de que en ese pan y esos cigarros estaba el secreto de su libertad.

El doctor Avellaneda se enteró del plan de Adelaida y aproximándose al coronel Pueyrredón le dijo casi sobre el oído: «es demasiado inteligente y enérgica mi mujer para rendirse al cúmulo de adversidades que sobre ella pesan... ¡prepara nuestra evasión!».

El coronel Pueyrredón desde que Conclair estaba a cargo del Pontón se veía frecuentemente y hasta conversaba largos ratos con el doctor Avellaneda pero no pudo menos de manifestar su incredulidad ante las esperanzas de éxito de su compañero. No, doctor, le replicó Pueyrredón, no nos hagamos ilusiones, de aquí saldremos para el patíbulo, no le quepa duda; lo que es yo, añadió, sí me salvé milagrosamente de las lanzas de la gente de Carrera en la batalla del Médano, donde perdimos al general don Bruno (Morón), no espero salvarme de aquí y lo único que deseo es que nos cuelguen de una vez, lamentando, de todo corazón, que no esté en mis manos evitar el triste honor de ser fusilado junto con Ud. doctor.

En cuanto a mí, dijo tranquilamente Avellaneda, moviendo resignado el entrecejo, no me asusta la muerte, he procedido siempre bien y si siento morir en este momento, es por la razón que daba Sófocles, si mal no recuerdo, de que lo peor no es morir, sino no poder morir cuando y como se   —209→   quiere. Sólo me preocupa una cosa, coronel, y es no poder contribuir a la reacción enérgica y sangrienta que forzosamente ha de iniciarse contra Rosas y no haber tenido el tiempo necesario, ni la suficiente edad mi hijo Adolfo, para morir con la convicción de que sabrá querer y defender a su patria, odiar al tirano y vengar los ultrajes que éste ha inferido a la Nación, guiado por el amor a la memoria de su padre. Si Adelaida me sobrevive algunos años, el porvenir de Adolfo está asegurado, pero si mi pobre compañera falta ¿qué será de ese niño huérfano, rodando por países extraños o viviendo paria en la tierra que ha nacido? Llegado a este punto de la conversación, el doctor Avellaneda, había perdido su serenidad, ocurriéndole uno de esos dobles estados de ánimo, tan frecuentes como contradictorios en apariencia, pues al mismo tiempo que las manos de Avellaneda se crispaban de impotente coraje contra Rosas, abundantes lágrimas humedecían los ojos del patriota que había imaginado en ese instante a su mujer y a su hijo vagando desamparados hacia la muerte; o peor aún, hacia el abismo de la miseria, víctimas de la barbarie del tirano argentino.

El coronel Pueyrredón guardó respetuoso silencio y en un momento oportuno cambió la conversación en el sentido de dar por factibles los proyectos libertadores de Adelaida.

La esposa del doctor Avellaneda obrando con rapidez inconcebible en otra persona que no hubiera   —210→   sido ella y no hubiera tenido su interés, había logrado contar si no con el asentimiento, por lo menos con la complicidad del mayor Conclair, quien visto por el señor Haymes, fiel amigo del doctor Avellaneda y muy íntimo de Rojas y Ramón Maza, llegó, en un transporte de entusiasmo, a confesar que el servicio de Rosas le repugnaba y que si bien había creído hasta entonces obra de patriotismo servirlo en los conflictos con el extranjero, estaba decidido a seguir, si necesario fuera el camino del ostracismo, separándose de la carrera militar.

Por medio de Haymes, Conclair comunicó a Adelaida el día en que probablemente Rosas firmaría la orden para que los presos del Pontón Sarandí fueran trasladados a la cárcel de la ciudad.

Desconfiando Rosas de Anderson y de Dick, llamó al mismo Conclair y le previno que el otro día a las 3 de la tarde viniera personalmente o mandara a uno de sus oficiales a buscar la orden de traslado de algunos presos.

Rosas estaba nervioso, furibundo, porque le habían hecho creer o se había creído, que los unitarios, dirigidos por Rivadavia desde un pueblo de la campaña oriental, mantenían relaciones y tramaban una conspiración ayudados por el mariscal Santa Cruz, presidente de la Confederación Perú-Boliviana.

Los periódicos de Rosas, cuya monotonía es peculiar, ocupaban entonces sus columnas vomitando   —211→   injurias contra Rivadavia, los unitarios y Santa Cruz y publicaban largas listas de suscripciones en dinero y en especie encabezadas por los empleados de todos los pueblos para ayudar, decían las notas de remisión, a sufragar los gastos de la santa causa de la federación contra el tirano Santa Cruz.

La amenaza de los unitarios impedía a Rosas enviar fuerzas al Norte, donde el gobernador Heredia, de Tucumán, preparaba unos cuantos gauchos para invadir Bolivia en combinación con la expedición al Perú que debía organizar el gobierno de Chile, aliado de Rosas.

La «Gaceta Mercantil» aseguraba que el Restaurador tenía en sus manos una carta del expresidente Rivadavia al mariscal Santa Cruz, que comprobaba la traición a la patria que intentaban los unitarios, añadiendo que (siempre según la supuesta carta) se tramitaba la disgregación de la Confederación Argentina, dividiéndola en tres partes: Tucumán, Catamarca, Salta, Córdoba y otras provincias del interior por un lado; Santa Fe, al Entre-Ríos y Corrientes por otro; dejando a Buenos Aires en poder de Rosas.

En esta situación se puede suponer la suerte que le estaba decretada al doctor Avellaneda.

A la hora señalada para salir de la casa paterna, Adelaida tuvo una contrariedad que pudo hacer fracasar su plan. Siendo ya tarde entró de visita una copetuda y sospechosa familia federal, que manifestó intenciones de permanecer un largo rato en la quinta de Maza.

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Adelaida conversó como si tal cosa con las visitantes y habló en forma tan natural que nadie hubiera, ni siquiera imaginado, que aquella mujer iba dentro de breves horas a ser la heroína de uno de los episodios más curiosos que relatará el futuro historiador de esta época de singular anarquía.

Pasando el tiempo y no yéndose las visitas, Adelaida hizo presente que le atacaba una muy fuerte jaqueca que le obligaba a pedir permiso para retirarse a su dormitorio, como efectivamente lo hizo.

Adelaida, no tuvo el gusto de dar a su querida madre el tierno y filial beso de despedida y su pobre madre, que sabía el verdadero objeto de la retirada de su hija, ¡tuvo que seguir cumplimentando a sus importunas visitantes! ¡Cuántas torturas morales semejantes en las familias argentinas deben su causa a Rosas! ¡El hogar paterno de Adelaida se vería pronto enlutado y ensangrentado por el asesinato del doctor Maza y el fusilamiento de su hijo Ramón!

El doctor Maza, no obstante sus opiniones políticas totalmente contrarias a las de su yerno el doctor Avellaneda, estaba ligado a éste por afectos de amistad y sobre todo, por el cariño de Adelaida. Es indudable que el doctor Maza influyó con   —213→   el caballero inglés Mr. Haymes y con el oficial Conclair para ayudar al plan de evasión ideado por su hija. Esta circunstancia, unida a otras, contribuyeron a que Rosas se decidiera a privarse de sus sumisos servicios, mandando asesinarlo, según unos, dirigiendo directa y personalmente el asesinato, según otros.

Adelaida se dirigió a casa de la fiel Marica, se vistió de militar, se colocó un kepis de capitán, bigote postizo negro, botas granaderas, sable y una ancha capa que envolviéndola completamente disimulaba su cuerpo de mujer.

Acompañada de Mr. Haymes y de su hijo se dirigió a la alameda, donde esperó impacientemente que atracara una ballenera preparada al efecto con la complicidad del generoso Conclair. ¡Esos momentos de espera parecieron siglos a Adelaida! ¡Cuántas preocupaciones, desfallecimientos, esperanzas asaltaron su mente!

Por fin llegó la ballenera tripulada por cuatro robustos marineros, y se embarcó en ella Adelaida con el niño Adolfo. Serían las 10 de la noche del martes 5 de septiembre.

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Amarrada la ballenera al Pontón, el supuesto oficial presentó a Conclair una orden de Rosas, de puño y letra del tirano, ordenando la entrega al portador de los salvajes unitarios Avellaneda y Pueyrredón. Conclair hizo llamar al oficial de guardia, le enseñó la orden superior y, ante la suspicacia reserva del oficial que se permitió indicar la conveniencia de custodiar los presos con un destacamento de las fuerzas del pontón, Conclair le respondió que no era necesario, porque él personalmente haría la entrega de los presos.

Con no poca dificultad a causa del peso de los grillos y de la extenuación que trae consigo la prisión, efectuaron su trasbordo Avellaneda y Pueyrredón. El primero había reconocido a su mujer y contenía a duras penas su emoción. Adelaida miraba a Conclair tratando de penetrar hasta el alma sus verdaderas intenciones. El niño Adolfo no se veía en la ballenera y su ausencia inquietaba al doctor Avellaneda que temía no poder contener su legítima ansiedad.

La ballenera se puso en movimiento con rumbo al Retiro, o sea la ciudad. Avellaneda perdió gran parte de sus esperanzas y Pueyrredón tosió bajo como indicando que triunfaban sus vaticinios pesimistas.

¡Solemnes momentos aquellos, que difícilmente se pueden repetir!

Alejada la ballenera algo más de una milla del pontón el mayor Conclair ordena virar a los marineros y que se dirijan hacia el Este.

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¿Regresamos al pontón, señor Comandante?, Se atrevió a preguntar el doctor Avellaneda. «He ordenado rumbo a la Colonia Oriental, replicó Conclair; si Dios nos ayuda mañana estarán Uds. libres en tierra extranjera y deberán la libertad a esta heroica mujer que ha sabido no sólo prepararles la evasión sino, lo que es más difícil aún, ha sabido convencerme, hasta el punto de que, ya lo ven, me embarco fugitivo con ustedes dispuesto a poner entre Rosas y mi persona, el Río de la Plata. Sin embargo añadió, ni una palabra más, hasta que no hayamos dejado bien lejos al pontón».

Avellaneda no pudo contener su emoción y sus ojos se anegaron con lágrimas de ternura y gratitud a la vez que el Coronel Pueyrredón le apretaba fuertemente la mano en señal de alegría y como satisfacción a su reciente incredulidad.

Alejados del pontón, Avellaneda abrazó a su esposa y a Conclair y preguntó inmediatamente por Adolfo. Una indicación de silencio dada por Conclair apagó la voz de los pasajeros de la ballenera al mismo tiempo que Adelaida tendía la mano de su esposo y le hacía tantear la cabeza del hijo que buscaba y que desde el principio de esta escena había estado completamente oculto bajo los pliegues de la capa militar de la madre.

Por fin después de asegurarse que estaban completamente salvos, la familia Avellaneda, Conclair y Pueyrredón se entregaron a los mayores transportes de alegría. Los presos, ya sin los mortificantes grillos se paraban y sentaban alternativamente   —216→   como para convencerse de que eran materialmente libres.

El doctor Avellaneda pasados los primeros momentos de natural expansión, preguntó por el gaucho Miguel y el viejo Simón, que tan noblemente se condujeron en la primera tentativa de evasión. He provisto a su suerte, se apresuró a decirle Adelaida; han ido a trabajar de peones en la Estancia de don Manuel Rico, en Dolores, y allí estarán completamente tranquilos, pues Rico, que en el fondo de su corazón es antirosin pasa por un buen federal desde que se ha apresurado a mandar a Rosas la lista de una suscripción levantada entre los vecinos del partido para contribuir a los gastos de la guerra contra Santa Cruz.



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ArribaCapítulo XXX

Conclusión


Atracada la ballenera al puerto de la Colonia del Sacramento los viajeros desembarcaron en tierra amiga, porque aunque dominante todavía Oribe en el Uruguay, el poder de éste tocaba a su fin, destruido en lucha tenaz y sangrienta por el partido revolucionario del General Fructuoso Rivera que, valiente y astuto, aunque gaucho e ignorante, batallaba con éxito hábilmente auxiliado por los jefes argentinos emigrados. El general Juan Lavalle que tan heroica cuanto desgraciadamente ha sostenido la causa de la civilización hasta inmolar su vida para conseguir destruir la tiranía de Rosas, acompañó a Rivera en toda su campaña contra Oribe, habiendo hecho con él, según se asegura, un pacto de alianza que continuaría contra el déspota argentino una vez derrocado su congénere uruguayo. Sin embargo, ¡la emigración argentina sabe como se cumplió ese pacto!

Llegados a Montevideo a los cinco o seis días de haber desembarcado en la Colonia, el doctor   —218→   Avellaneda, Pueyrredón y Conclair se presentaron inmediatamente a la Jefatura de Policía para registrar sus pasaportes, previa fijación de domicilio y amenaza de ser expulsados en cualquier momento. El doctor Avellaneda empezó de nuevo la vida del ostracismo, que ya le era conocida.

La derrota de Palmar y su inmediata consecuencia la Paz de Miguelete pusieron fin al gobierno de Oribe que renunció el mando, en apariencia resignado y patrióticamente impulsado, pero con el animo evidente de vengarse cruelmente de sus adversarios políticos. Inmediatamente, en efecto, de celebrar la paz, Oribe se embarca con sus principales secuaces en el bergantín inglés Spavao y desembarca en Buenos Aires para ponerse a las órdenes de Rosas de quien es desde entonces instrumento vil y sanguinario tanto en la República Argentina como ante los muros de Montevideo que hoy intenta en vano poder atravesar.

La furia de Rosas no tuvo límites al saber la fuga de Avellaneda y sus compañeros de evasión y desde entonces decretó la muerte del doctor Maza y de su hijo Ramón, cobardemente asesinado aquél y fusilado éste, por la mazorca capitaneada por Salomón.

Desde la fuga de Avellaneda las turbas de Rosas han añadido un nuevo grito a los muchos que traslucen su entusiasmo federal: ¡Muera el pardejón Rivera! es la frase de uso en las manifestaciones restauradoras de Buenos Aires, ya que no tiene objeto pedir la muerte «del asesino Juan Lavalle»   —219→   que la fatalidad ha decretado, privando a su patria y a la América del corazón más generoso y del adalid más brillante de la libertad de este continente.

El doctor Avellaneda consagra su existencia a preparar los elementos que han de concluir algún día con el tirano de Buenos Aires y en Montevideo su inteligencia contribuye a la heroica defensa que opone el último refugio de la civilización del Río de la Plata.

Considerado y respetado por todos, el doctor Avellaneda es el más caracterizado de la emigración argentina; es el hombre de confianza del señor Joaquín Suárez, el benemérito presidente de esa república reducida a los muros de una ciudad.

Los más grandes contrastes, el asesinato de miembros de su familia en Buenos Aires, la suerte siempre desgraciada de las armas unitarias, a pesar del lampo de esperanza que reflejó Caaguazú, no han sido causas bastante poderosas para quebrar el ánimo del doctor Avellaneda, fortalecido, es cierto, por la entereza de su fiel consorte, Adelaida.

Para terminar, diremos, que aquellos dos rudos campesinos que tan lealmente se condujeron con el doctor Avellaneda, han sido víctimas de la lucha contra Rosas, pereciendo ambos, brava, aunque anónimamente -como perece siempre el soldado- en la infausta jornada del Quebracho Herrado, lanceado Simón, según parece, al cubrir la retirada del General Lavalle y degollado Miguel, después de haber contribuido a la homérica resistencia de la   —220→   infantería del Coronel Díaz y de caído prisionero de guerra de las hordas del titulado. Presidente Oribe.

  —221→  

 
 
FIN