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Los niños en «Aires murcianos» de Vicente Medina

Juan Barceló Jiménez





La dilatada vida del escritor murciano Vicente Medina (1866-1937) le permite observar los movimientos de la literatura española al uso desde el postromanticismo hasta la generación del 27. Si es cierto que tiene ligeros contactos con determinadas tendencias -costumbrismo regionalista de finales de siglo, generación del 98-, permanece, por otra parte, al margen de cualquier escuela, y únicamente ha pasado a la historia de la literatura como un escritor regionalista que cultiva la poesía popular. Esta faceta del poeta de Archena fue destacada hace algún tiempo por Justo García Morales, y más recientemente el profesor Díez de Revenga, partiendo de la tesis de García Morales, destaca: «De toda esta cuestión, quizá el aspecto más atractivo, y el que dota a la poesía de mayor autenticidad, está en la fusión, en la fuerza de unión entre lo popular y lo nuevo, entre lo tradicional y lo artístico creado por el poeta. Vicente Medina se enlaza así con una de las más genuinas tradiciones de nuestra literatura española potenciada en nuestro siglo XX por poetas tan distintos a él y por investigadores de la lírica medieval, del romancero...».

Nos encontramos, pues, con un poeta que parte de lo tradicional, de lo localista, creando en este sentido verdaderos cuadros en los que siempre destaca la vida trágica y atormentada de los huertanos. Medina es, ante todo, un poeta sentido, inspirado, sencillo y popular. Es el artífice fino y delicado que ha cantado la huerta y a Murcia, porque las ha sentido de verdad, las ha llevado en el corazón. De la huerta, Medina ha extraído su temática, rica y compleja. Jamás resaltará el paisaje, sino como motivo de desolación para proyectar la vida de los personajes, como en definitiva hacen los del 98. Parece como si le interesara la vida con todas las amarguras que esta lleva consigo, y como sujeto de esa vida el hombre, con sus reacciones, sus pesares, sus estados al enfrentarse con ella. Pero esta consideración del poeta murciano no excluye en ningún caso el valor artístico de su obra, aunque su preocupación lingüística, la utilización de recursos, la cuidada expresión y su fácil inspiración poética estén siempre al servicio de la manera de ser del pueblo, circunstancia que intenta plasmar en su obra con espíritu auténtico y sincero.

La obra de Vicente Medina abarca una temática rica y compleja, como antes hemos indicado. El mismo lo señala a propósito de la primera edición de Aires Murcianos: «He tocado todos los temas amorosos en pasiones violentas, muy propias de la región murciana, y otros aspectos también muy de allí: constancia, abnegación, ternura. Además, he recogido noticias salientes y pintorescas de costumbres, creencias y supersticiones, procurando recoger la palabra rara y curiosa y dar el ambiente y la visión de mi tierra». También en esta compleja temática están los niños, no como tema literario, sino como seres que participan más o menos activamente en esa vida que nos va a narrar el poeta, y al mismo tiempo como actores de alegrías o de tragedias que orlan la vida de los mayores. No son, pues, los niños protagonistas, ni se trata de una actitud literaria que exija personajes juveniles, sino que los niños forman parte como elementos más o menos significativos de las escenas que nos relata.

Pese a que la obra de Medina ha sido en los últimos años estudiada en amplitud y profundidad -Ballester, García Morales, García Velasco, Barceló, Díez de Revenga (Javier y Mara Josefa), Linage Conde, Medina Tornero, Valenciano, Viera y Alvar, entre otros-, nadie, que sepamos, se ha percatado del papel de los niños en su poesía; participación interesante, si tenemos en cuenta que en la mente de Vicente Medina bullían ideas sobre la educación, y sobre todo su empeño a través de los poemas de Aires Murcianos de hacer partícipes a los niños de las adversidades de los mayores. Intentamos estudiar el tema en su obra principal.

Aires Murcianos es la obra más representativa del escritor murciano. De menguadas pretensiones en principio, Medina introduce ampliaciones en sucesivas ediciones, hasta llegar a la impresa en Rosario de Santa Fe en 1929, base de las posteriores, y que recoge poesías escritas entre 1898 y 1928. Nos servimos de la edición de la Academia «Alfonso X el Sabio» de 1981, preparada por el académico Dr. Díez de Revenga.

Azorín saludaba la primera edición de Aires Murcianos con estas palabras: «... sabe llegar al alma. Pinte escenas de la vega o fustigue en arranques pasionales la iniquidad social, Medina es siempre poeta delicado, genial, conmovedor». Esta poesía conmovedora, con desnudez expresiva, campea a través de las composiciones que forman el libro, sin lugar a dudas el más importante y personal de Vicente Medina. Si, como ha afirmado Díez de Revenga, una de las notas más características de la obra de Medina es el «sentimiento trágico de la vida», aun sin la trascendentalidad unamuniana, nos encontramos que los niños participan de ese sentido, pues «Medina, al captar el espíritu del huertano, capta también su tremendo sentimiento de la muerte, capta la hondura de un patetismo vital que preside toda su existencia, que antes o después -muchas veces demasiado antes- ha de ser coronada por la muerte. Su sentido de inexorabilidad cala hondo en el espíritu de estos poemas, y por eso no es raro que sean muchas veces los niños los que la reciban ante el dolor y la desolación de sus mayores», afirma con razón Díez de Revenga. De aquí que un profundo dramatismo ante la muerte aparezca siempre contrastado por una rebeldía innata, como trataremos de demostrar al estudiar los poemas referidos a los niños.

Independientemente del tema como recurso literario, en Medina, andariego y polifacético para sus quehaceres desde su más temprana juventud, se daban inquietudes en torno a la educación de los pequeños. Pensemos en la época que vive, y cómo a los escritores de su generación les preocupan más o menos las ideas pedagógicas basadas en programas de la Institución Libre de Enseñanza. El mismo Vicente Medina regenta una escuela entre 1916 y 1919 en Rosario de Santa Fe, en donde aparte de la labor docente ofrece ciclos de conferencias y veladas literarias. Más tarde -1936-, activo partícipe de las campañas frentepopulistas, se confiesa defensor de la cultura para todos, del acercamiento de los pobres a los bienes de la enseñanza y de la educación, y como él mismo afirma: «enseñar, leer, dar libros, y después, hablar de política». Pero si estas circunstancias de su entorno biográfico pueden testimoniar referencias en su obra, pensamos, de otro modo, que el tema de los niños no comporta en Vicente Medina el resultado obligado de sus ideas sobre la educación, que, por otra parte, surgen en algunos de sus escritos en prosa. El tratamiento viene dado, a nuestro juicio, por la necesidad de encuadrar los niños en el marco de las escenas huérfanas que constituyen la mayor parte de Aires Murcianos, y en este sentido los niños son seres copartícipes de ese vitalismo trágico, o a veces alegre, de los mayores. Sobre unos y otros Medina proyectará con la huerta al fondo su trágica existencia, para darnos una visión entre costumbrista y real, siempre lo más aproximada a la verdad y a la esencia del huertano, lejos de la faceta pintoresca de los escritores de la generación romántica.

En unos veinte poemas de Aires Murcianos hay referencias a los niños. Un primer apartado está formado por seis poemas que acusan un tratamiento similar en cuanto a la temática. Se trata de relatar momentos y situaciones de verdadera tragedia mediante la técnica del contraste, procedimiento utilizado bastante por el poeta, y que señaló con acierto Julián Viera a propósito de la Canción de la vida, otra importante obra de Medina. La muerte, como tema quizá obsesivo, constituye el punto central en que se apoya el relato o cuadro costumbrista que da vida a la acción. Por ello no es extraño que estas composiciones estén incluidas en las dos primeras partes de Aires Murcianos, que Medina subtitula «La canción triste» y «Cansera». En otra parte de su obra, concretamente en el poema «Fúnebre», incluido en Alma del pueblo (1900), aparecen, dando vida a un cuadro desolador y macabro de tinte social, las figuras de tres niños enlutados que junto con el padre, un obrero de blusa negra, acuden al entierro de su madre. Pero esta inicial entrada de los niños en la obra de Medina acusará en el futuro perfiles más sosegados. En el poema «¡Santa Rita, Rita!...», el poeta estructura la acción en cuatro tiempos: ansias de maternidad, gozo natural, tragedia por la muerte de la hija e inconformismo. Se vale como apostilla de la conocida copla popular, pero en el fondo lo que Medina nos ha querido mostrar es la fe profunda y sincera de esas gentes, el regocijo de sus alegrías, y como contraste, la intensa pena y el dolor. Estas notas son consustanciales al huertano de ayer y de hoy; por ello, la poesía de Vicente Medina cobra vigencia y actualidad, y se presenta como imperecedera. Predomina el aspecto descriptivo en el poema, mostrándonos un retrato de la niñez dentro del realismo ingenuo que en ocasiones utiliza el poeta, sin que podamos decir que faltan los recursos estilísticos que en este caso dan prestancia y agilidad al estilo:


Y creció la nena,
que era de lo hermoso
que en el mundo había,
¡igual que un dibujo,
de tan rebonica!
A la probe Juana
privá la tenía...
La zagala corre,
la zagala blinca,
la zagala canta,
la zagala chilla...
¡qué aciones de vieja!
¡qué zalamerías!
Pos ¿y las palabras?
¡Ay, lo que sabía!...

La felicidad por la maternidad lograda contrasta con el sentido trágico de la muerte de la hija, en cuyo tiempo el verso se alarga, se hace más grave y lento, para expresar el dolor y la pena:


¡Ay, qué cuadro! ¡Si hubiás visto!
¡Qué tristeza y qué agonía!
Muriéndose de su mal
aquella crïaturica,
y al mismo tiempo su madre
que de pena se moría.

La tragedia es igualmente el desenlace fatal del completo cuadro de denuncia social que observamos en la composición «Nochebuena». El ambiente familiar lo componen el matrimonio y dos hijas. Como muchos, no se trata de una familia modesta, sino necesitada en extremo. Juan, el marido, vive con los suyos la situación, y es el hombre bueno y honrado con serios problemas de conciencia antes de tomar las decisiones a que le obligan las necesidades de sus hijas. Veamos cómo describe la situación el poeta:


Allí está el probe Juan, que es de lo poco
      güeno que ya se encuentra,
y su probe mujer, que es una santa,
      y con ellos sus nenas:
      dos angélicos de esos
que Dios al mundo pa penar los echa.
Allí los tiés a tos en la cocina;
allí los tiés... ¡pero sin chispa e leña!
      Del humo, de otras veces,
allí se ve la señalica negra
y se ve el hogaril y el puñaïco
      de ceniza que quea...
¡tó aquello que, sin rastro de rescoldo,
más paece que cocina, una nevera!

La descripción no puede ser más patética y real, resaltando con tintas negras las necesidades y privaciones de los humildes, precisamente en una situación temporal determinada: la nochebuena. El significativo silencio es la respuesta del bueno de Juan ante las preguntas de las niñas, que entran en acción como observadoras atentas de lo que les rodea:


      -¿No hace tortas la madre?-
l'ice al probe Juan una e sus nenas...
      Y Juan... ni responderle...
      ni mirarla siquiera...
      ¿Pa qué mirarla el probe,
       si no podría verla,
       si siente que sus ojos,
Llenándose de lágrimas, se ciegan?
      ¿Cómo ha de responderle,
      si se ahöga de pena?
      Y la otra criaturica,
      que está arrimá a la puerta,
poniendo esos ojazos tan espiertos
      que pone la miseria,
       dice en tonico dulce,
      que amargo al alma llega,
ca ves que el olorcico de las tortas
      en el casón se cuela:
      -¡Qué olor más güeno, padre!
      ¡Qué olor más güeno que echan!-

Pero la tragedia se presiente, y Vicente Medina lo expresa como presagio de lo que ha de ocurrir:


Suelen icir que el hambre
hace salir al lobo de la cueva;
yo pienso que hace más... ¡pienso que iguala
los probes cor deritos con las fieras!...

Por fin, Juan, en lucha tenaz con su conciencia, intenta robar para dar de comer a su mujer y sus hijas, pero, sorprendido, para en la cárcel. La escena la relata Vicente Medina con un patetismo profundo y frío, pero no carente del aspecto humanitario que caracteriza su poesía:


En la plaza del pueblo está la cárcel;
      Juan está dentro de ella...
y su mujer y sus hijicas lloran,
       arrimás a la reja...

Completa escena, salpicada de notas dolorosas, de silencio, de actitudes de unos y otros, y en la que las dos niñas son, como casi siempre, espectadoras y partícipes de las inquietudes sociales y de las injusticias que padecen muchos. La imagen de las manos frías y tiesas son en este caso un símbolo y una expresión del traumatismo psíquico de los personajes:


Y por más que es alegre la coplica,
triste a la cárcel su sonido llega...
y el probe Juan esesperäo llora,
      y lloran en la reja
su mujer y sus probes angélicos,
que tién las manos en los hierros puestas...
¡manos helás, que son también de hierro,
       de agorrotás y tiesas!

En el plano artístico, no está Medina exento de aciertos. Veamos una estrofa de «Nochebuena» en donde hace gala de su técnica, y que repite en la parte media de la composición:


Blancos de nieve están, como palomas
      Los altos de la sierra;
      de plata enguarnecías
      páece que están las ceñas,
      ande los chorros de agua
hechos encajes al helarse quëan;
       de vidro son las fu
      entes, de vidro son las ciecas...
¡paraliza el helor los correntales!...
¡las aguas páece que se paran muertas!...

El contraste vida-muerte es el asunto que se destaca en «Tate quiete-cica», composición de métrica irregular, como casi todas las de Medina, y en la que se pone de manifiesto el carácter inquieto, travieso y enredador de los niños. Frente a estas situaciones encontramos el sentido maternalista, muy exacerbado en algunas madres:


¡A ver si eres buena y una ves, al cabo,
te veo tranquila!

Pero esta vez la tranquilidad es la muerte, y la madre, desesperada, llora y llora la paz eterna y la quietud para siempre de su hija.

Otra escena familiar, muy en la línea de la anterior composición y de «Santa Rita, Rita», encontramos en la breve poesía titulada «A la ru ru, mi nene». Se trata, partiendo como en otras ocasiones de una coplilla popular en tono de nana, del desvelo del padre ante el lloro del hijo enfermo. La muerte sorprende al niño en brazos del padre, que sigue cantándole porque no se ha dado cuenta que ha muerto.

«El aullío de los perros» nos presenta la figura de la madre que presagia la muerte de su hijo al oír el aullido. Mezcla de amor, ternura y cariño maternal con las más firmes y arraigadas creencias populares. El cuadro costumbrista pone a las claras el carácter de los padres, y la firme convicción de que la muerte del hijo está anunciada por el aullido de los perros a la media noche. El efecto dramático es intenso, como en tantas ocasiones de la poesía de Vicente Medina:


-¡Sal y mátalos, Clemente! ¡Sal y mátalos) -le dice
Carmencica con angustia y desconsuelo,
cuando ve que entra en la casa
sin matarlos y sin ansias y sin aliento...
-¡Sal y mátalos, Clemente!... ¡si por tres noches aüllan,
pal nenico no hay remedio!...
Ya sin fuerzas pa llorar ni removerse...
      sin alientos...
      traspasó de angustia y pena
y en la silla enclavaïca como Cristo en el madero,
       ¡en los brazos, Carmencica
       su nenico tiene muerto!

En «Los tres nenes» los niños se asoman al protagonismo al darnos el poeta una doble imagen de los tres que van a la escuela. La primera es una situación de alegría, optimismo, con notas y detalles que configuran el carácter de la madre:


¡Iban tan limpicos!... A la madre, siempre,
la veía en ellos, sin saber quién era:
      me la imaginaba
      como el pan de buena...
me la imaginaba, por lo curiosica,
¡como el agua pura que nace en las peñas!...
Iban tan limpicos
que yo me decía: -De seguro que ella
los viste y se mira, como en tres espejos,
en sus tres hijicos... ¡como si lo viera!...

La muerte de la madre cambia la imagen; el ritmo desciende, y ante el lector aparece la sensación de tristeza que embarga al observar aquellos tres niños con signos de luto, desaliñados, sin el cuidado primoroso de la madre. La situación contrastiva se consuma de nuevo en el poeta; el dramatismo se intensifica precisamente por la ternura de la escena, y los niños son una vez más los agentes pasivos de algo real que ocurre en el cotidiano vivir de los huertanos. Veamos la fuerza expresiva de los siguientes versos:


Al poquito tiempo pasaron los nenes,
otra ves junticos, los tres por mi puerta...
      ¡Llevaban al cuello
      la cintica negra!...
       sin que la llevaran,
      su esgracia se viera:
iban dejaïcos... sin aquel apaño
propio de la madre... sin la gracia aquella...
      ¡Lástima de hijicos!...
¡se me heló, de verlos, la sangre en las venas!

Otro grupo de composiciones de Aires Murcianos nos presenta distintas imágenes del niño. Aunque no está ausente la motivación central, el niño tiene más vida, más plasticidad, más protagonismo. La ternura, en definitiva característica del poeta, se hace en esta ocasión más patente ante situaciones y emociones de los niños. En este apartado destaca una de las composiciones más logradas y enternecedoras del ilustre murciano: «Los pajaricos sueltos», dedicada a don Miguel Medina, su maestro de primeras letras. Nos encontramos en la misma línea de «Cansera», la composición magistral de Medina, aunque la intencionalidad sea distinta. Si «Cansera» muestra el estado de una sociedad cansada, desesperanzada y abúlica, «a tono con el inmenso dolor inútil de los españoles conscientes de la generación del desastre», según Val-buena, en la composición que nos ocupa el asunto es más concreto. El maestro está enfermo, la escuela cerrada, y los niños son, en acertada metáfora, «una bandá de pajaricos sueltos». Están patentes en estos versos muchas cosas de indudable trascendencia: el cariño de los niños hacia su maestro, el alma limpia y buena del educador, el reconocimiento de la importancia de la labor educadora, el estado de la educación desde el punto de vista administrativo en aquella época, la tristeza producida en todos por la muerte del maestro... En fin, experiencias que todos podemos recordar. Hay una obsesión en Vicente Medina, aparte la veneración por el viejo maestro, la constante interrogante de la suerte a correr por los muchachos sin escuela:


      Ya doblan las campanas...
      ya arremató el maestro...
Mucha pena me da, porque era un hombre
       de los pocos que hay buenos...
mucha pena me da por los zagales...
¡No paro de pensar qué va a ser de ellos!

La acertada imagen de «una jaula vacía», es decir, la escuela sin niños ni maestro, y aquellos corriendo como «bandá de pajaricos sueltos» son motivos y connotaciones simbólicas que nos hacen pensar en el significado profundo de «Cansera», y al mismo tiempo intentar un diagnóstico nada superficial de la sociedad de la época. Ahí está el poeta murciano bastante alejado del costumbrismo anecdótico y de la tendencia meramente popular de casi toda su obra.

Es de nuevo la madre el personaje central de «El esjince». La estampa de niño inquieto, revoltoso, objeto de las graves amonestaciones de su madre, está muy bien lograda, utilizando un nivel muy típico del habla murciana:


¿Tavía lloras!... ¡Que no rechistes!
¡que no te sienta, miá que te estrello!
¡Ven que te esuello! ¿Que no te lave?...
¡si he de arrancarte dista el pellejo!

Pero las madres son madres, y, en general, deponen prontamente su actitud ante la desgracia. Un solo esjince manando sangre en el cuerpo del hijo hace derramar en colmadas dosis los torrentes de inagotable amor maternal:


¿Pero, Dios mío, qué esjince es éste?
¡y echando sangre, Dios de los cielos!
¡Hijo de mi alma! ¿Te duele mucho?...
¡no ha de dolerte!... ¡no pué por menos!
¡Deja la ropa que se haga yesca!
¡Ay nene, nene... si no es más que esto!...
¡Jesús, qué esjince!... ¡lástima de hijo!
¿Ves, hijo mío, lo que te has hecho?
¿Ves? ¡de tan malo! ¡Ven que te cure,
demonio vivo de los infiernos!

En otro plano, la tragedia de la muerte del hijo provoca una estampa sonriente y tranquila, quieta y angelical del niño amortajado, en «Ya... ¡ni el olorcico!»:


Pos un airecico de ná, fue bastante
      pa dejarlo muerto,
      y si en el ataulico
el pomico de rosas metieron.
      Dicen que la muerte
       lo dejó lo mesmo
       de color, de hermoso,
con la cara de ángel... ¡como sonriëndo!...
      ¡A mí me faltaron
      las fuerzas pa verlo!...

La actividad lúdica del niño, con todas sus consecuencias, es motivo principal de algunas composiciones de Vicente Medina. Se trata de otro mundo en el que el dramatismo que ocasiona la muerte da paso a otras escenas de ingenuidad infantil, muy propias de las travesuras y de la vida de los adolescentes. «En la ñora», los zagales montan el artificio para hacerlo mover por un pajarillo:


Una ñorica hicieron los zagales
en el mesmo quijero de la cieca,
      y a un pajarico de esos,
alegría y encanto de la huerta,
       a estilo de una mula
lo engancharon en ella
y, arreándole, hacían
al probe animalico, darle vueltas.

Pero la travesura de los niños es solo un pretexto para plantearse el poeta la situación de muchos seres humanos, privados de libertad y como tirando de la rueda de su propia vida:


¡Me vide yo mesmico, probe esclavo,
dando a la ñora de mi vida vueltas!

En «El zagal de los papeles», de recuerdos autobiográficos, aparece la figura del niño huérfano y abandonado, que tiene que buscarse la vida a base de ingenio, e incluso de trapacerías, y que en principio solo encuentra el desprecio de la sociedad:


¡Ese sin pan y sin pío
que lo sueles ver helao
encomedio de las calles
lo mesmico que los pájaros!

Más poética es la imagen de la niña que hace de Estrella en la función de Epifanía. En «Carnestolendas» nos da una visión de los juegos de los niños, así como del ingenio para divertirse y confeccionar sus artificios de juego:


¡Demontre con los muchachos!
¡hay que ver lo que se inventan!:
los pitos de caña verde
con el telo que les dejan
o con papel de fumar,
canute de caña seca...
Los hay que tocan las pitas
que del carrillo se agencian:
son las hojas del cobollo
arrollás: soplas y suenan:
si grandes, con un zumbío
de moscardón... si pequeñas,
el pi... pi... del mosquito
       en la oreja...
Otros tienen sus chicharras
      y hacen éstas
de una cáscara de nués
y una astillica de tea,
sobre la que con los dëos
ligeros repiquetean,
siendo sentirlas talmente
sentir en las oliveras
las chicharras de verdá
que te dan morra en la siesta.

Muy recargada resulta la figura del niño revoltoso, azote de los que le rodean, que siempre está pensando en diabluras, bizco por más señas, uniendo a estas notas una ambientación costumbrista muy propia de la Huerta de Murcia en aquella época, en que la mayoría de los niños no asistían a la escuela, y su formación era meramente callejera. El ejemplo corresponde a «Ojo de rayo»:


De su pedrá certera
      no escapa un pájaro;
le huyen como a demonio,
      perros y gatos;
es la nube de piedra
      pa los tejaos;
no deja en las ventanas
      un tiesto sano;
no hay una fruta libre
      de sus tormazos,
aunque esté en las ramas
      en lo más alto;
les tira a las campanas
      del campanario
y suenan que alguien piensa
      que están tocando;

Las escenas familiares tranquilas, sosegadas, en las que los niños tienen una participación activa las encontramos en «Las borreguicas blancas». En este caso, los niños propician los recuerdos de los días de grandeza al Patriarca, su abuelo. El sentido patriarcal del abuelo, que, en medio de sus desgracias, contempla una Nochebuena la ejemplaridad de sus nietos haciendo el belén, le trae a la memoria otros tiempos de felicidad y abundancia:


Sentaïco a la lumbre está el tío
Tomás, hecho un tronco, liäo en su manta,
      hundía en el pecho
      la cabeza blanca,
      y paece que duerme...
      ¡no duerme el «patriarca»!
Tié entornäos los ojos y sigue,
      con töa su alma,
la alegre tarea de sus nietecicos
      que están, que no paran,
haciendo afanosos un belén de aquellos
que se estilan hacer por la Pascua.
      Ya tién de un pinacho
       la mitá de e las ramas
y están recortando, pa llenarlo tóico,
borreguicas blancas... Borreguicas blancas,
       de papel que sacaron los críos
      de lo hondo del arca...
¡de papel en que, en tiempos mejores,
se envolvieron vestios y alhajas!...

La contemplación de las borreguicas blancas de papel que hacen los nietos para adornar el belén traen al recuerdo del abuelo el ganado que perdió un día. Sueño, ilusión, memoria de tiempos pasados, vivir la situación real, son elementos que le proporcionan sus nietos, y que se conjugan perfectamente en este cuadro realista en que dos mundos tan distintos se complementan para producir un efecto de intensa connotación humana. El sueño, o acaso la muerte, es igual, es lo que únicamente conforta al anciano:


Y siguen los nenes recorta y recorta
      borreguicas blancas
y, soñando, soñando con ellas,
       se duerme el «Patriarca».

En cuanto a costumbres ancestrales de la Huerta de Murcia, destacamos que poner a los niños a trabajar, a veces en tareas penosas para sus pocos años, en lugar de enviarlos a la escuela para que reciban la adecuada formación, está denunciado por Vicente Medina en la composición «Zagalico a por istiércol». La sensibilidad del poeta en este aspecto es consecuencia de las ideas que sobre la educación profesaba, y que ya hemos indicado. La denuncia adquiere tonos muy duros, y el texto nos da idea de su intransigencia sobre la formación de la juventud, y de la influencia de la escuela en la educación del ser humano:


En ves de la cartera pa los libros,
el capacico a la espalda...
Ya lleno el capacico,
vuelta a la casa,
dobläos
por la carga...
Vaciar el capacico
y volver a salir, ¡hala que hala!
[...]
Ni yo ni mis hermanos fuimos nunca a la escuela.
¡qué más desgracia!
Ni de letras ni pluma ni de cuentas
sabíamos, siquiera, una palabra.
[...]
Así yo me crié... Por eso, desde cuando
de mi escasés de luces colijo mi desgracia,
es mi afán que mis hijos no falten a la escuela
y es mi ambición el darles enseñanza...

Completa esta visión panorámica del niño como tema en la poesía de Vicente Medina la imagen del Niño Dios en «Nacimiento», composición en estrofas populares que nos da una sensación de ternura, ingenuidad, pero no exenta de cierta inquietud religiosa que en determinados momentos latía en el alma del poeta. La delicadeza al tratar el tema, tan juvenil y trascendental al mismo tiempo, el estar con el pueblo y calar en que se trata de una de las arraigadas y profundas convicciones del alma popular, avalan la sensibilidad de Vicente Medina, que empapa la escena con notas de las más puras tradiciones huérfanas, y que, sin lugar a dudas, vivió el poeta en los tiernos años de su infancia. Unos ejemplos como testimonio de la ingenuidad franciscana y de los finos detalles:


En cuericos está el Niño
encimica de unas pajas:
le echa una risa a su madre
y a ella se le cae la baba...
[...]
«San José tenía celos
del preñado de María,
y en el vientre de su madre
el Niño se sonreía...»
«San José mira a la Virgen,
la Virgen a San José,
y el Niño mira a los dos,
y se sonríen los tres.»
«¡Ay, ay, qué niño tan rubio!
¡ay, ay, qué gordito está!
¡ay, ay, qué madre que tiene!
¡Carrasclás, carrasclás, carrasclás!»

A lo largo de este trabajo hemos intentado demostrar cómo los niños son también personajes de la obra poética de Vicente Medina. Ciertamente, no como actores principales, pero sí participando de las tragedias de los mayores, o en otros casos teniendo voz propia con sus travesuras, sus juegos o sus ilusiones. En definitiva, los niños tienen vida en la obra del escritor murciano, que al mostrarse tan humano y observador no podía dejar fuera de su ámbito poético ese mundo juvenil. No sabemos si serán o no edificantes las imágenes de los niños que nos da Vicente Medina. Pero, en todo caso, hay autenticidad, dramatismo, rigor, sentido humano, aunque a veces aparezca el tremendismo por esa «rebeldía innata» que fluye por la pluma del poeta. Tengamos en cuenta, y esto es posible que aclare muchas cosas, que Vicente Medina es autor de «La canción triste» y «Cansera».





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