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ArribaAbajoNúmero 14. Tomo VI. Noviembre 1872


ArribaAbajoBotánica

De algunos árboles frutales de nuestro clima


Nadie desconoce la utilidad de los principales árboles frutales de nuestro clima, a saber: el manzano, el peral, el membrillo, el cerezo, el melocotón, almendro y otros. Esos árboles, originarios casi todos del Asia y del África, nos rinden grandes utilidades, y por lo mismo, no debemos pasar en silencia su historia y la descripción de sus frutos, conocidos indudablemente todos de los niños, nuestros lectores.

El manzano se menciona nada menos que en las historias más antiguas; en las Santas escrituras; pues todo el mundo sabe el papel que representó en el paraíso terrenal. En todos los bosques del antiguo continente se le encuentra en él estado salvaje. Los romanos introdujeron en su reino un número considerable de especies desconocidas hasta entonces, a las cuales dieron el nombre de importadoras. El manzano es demasiado conocido para que hagamos su descripción; no hay aldea, por pequeña que sea, donde no se halle alguno de esos arbolitos, de copa redonda, y cuya florescencia ha inspirado a Víctor Hugo unos preciosos versos.

La manzana remplaza a la uva en Vizcaya, en Santander, en Normandía, en Bretaña, sirviéndose de este precioso fruto para fabricar la sidra, que constituye una bebida tan saludable como grata al paladar. Las manzanas, cuyo sabor es más estimado, son las llamadas de San Miguel, las camuesas, las de la reina, y sobre todo las de la reina del Canadá. Debemos advertir que las manzanas empleadas para la fabricación de la sidra, generalmente son impropias para comer, a causa de su amargor muy subido.

Como el manzano, aunque de conformación   —210→   enteramente distinta, se encuentra también en los bosques el peral silvestre, produciendo, como es de suponer, frutos agrios o incomibles. Se conoce gran variedad de perales; pero deben citarse como mejores los que producen las peras de buen cristiano, de don guindo, de agua o de invierno, de bergamota, y las llamadas de manteca. Igualmente que las manzanas, las peras que no se pueden comer se emplean en la fabricación de una bebida excelente, pero que se conserva durante poco tiempo.

Numa Pompilio prohibió las libaciones de vino en las ceremonias religiosas, porque, según parece, los romanos, lo mismo hombres que mujeres, abusaban de tan alegre licor. Según Plinio, Rómulo exoneró a Mecenio Ignacio, que había matado a su mujer por haberla hallado bebiendo vino en el tonel. Cuéntase además, que habiéndose aprovechado otra mujer de la ausencia de su marido para beber vino en cantidad excesiva, fue condenada a perder su dote. Otra dama romana robó las llaves de la bodega, y por este hecho fue condenada por su familia a morir de hambre. Se conoce que los señores romanos en esto de beber vino eran muy intolerantes.

La uva fresca es una de las frutas más exquisitas; cuando ha llegado a adquirir el suficiente grado de madurez, es sumamente refrescante, y contiene cierta cantidad de sustancias nutritivas. Se conocen más de seis mil especies de uvas, y sabido es que pueden conservarse haciéndolas secar, haciéndose de ellas así un comercio muy productivo, no habiendo ningún niño que no conozca las famosas pasas de Málaga.

El fruto del frambueso es de gusto exquisito. Sirve para fabricar una bebida que los polacos y los rusos aprecian mucho. El jugo de la frambuesa se utiliza además para la fabricación del jarabe y de los dulces.

El membrillo da un fruto también muy apreciado, de olor fuerte y característico; pero no se puede comer más que cuando está transformado en dulce o jarabe.

El ciruelo, originario del Oriente, se halla en estado silvestre en todas partes. Su fruta puede ser considerada como de las más sabrosas; unas veces es parda, otras amarilla, y con frecuencia morada. Su aroma es exquisito, en especial el de la ciruela claudia, el de la real, la endrina y de mirabel. Con las ciruelas se preparan excelentes jarabes, dulces y licores. También se conserva y se come después de secada al sol o al horno.

Sabido es que Lúculo llevó a Roma el primer cerezo seiscientos ochenta años antes de nuestra era, a la vuelta de una campaña victoriosa contra Mithridates. El cultivo de ese árbol se ha extendido después de aquella época con gran rapidez, y ahora se conocen muchas especies. La cereza tiene el sabor azucarado, y el color negro en las gordales. Su color es rojo, su carne blanda y su sabor ligeramente ácido en la cereza tardía. Las especies más nombradas son la guinda garrafal, la de sin rabo, la de Toro, la negra y otras. El cerezo de Mahoma y el de monte, tienen la fruta sumamente pequeña, encarnada y de agradable sabor cuando están bien maduros. El hueso es pequeño, y contiene una fuerte proporción de ácido cianhídrico, que lo usan en Alemania y Lorena   —211→   para la fabricación de Kirch-wasser.

Consideran algunos al melocotón como el rey de las frutas; pues las sobrepuja a todas por su exquisito perfume y su sabor incomparable. Su carne es suculenta y abundante. Este precioso árbol vino de la Persia. Existen muchas variedades, de las cuales la mejor es la pavía blayea, conocida con el nombre de melocotón Montreuil; siendo también excelentes la pavía amarilla, la encarnada y la monstruosa. Esta última comprendo dos especies, que son: el abridor liso, melocotón grande sin aroma, sin jugo, y cuyo hueso está adherido al sacocarpo, y el melocotón morado, que tiene el hueso desprendido, pero cuyo sabor no puede competir con las especies citadas anteriormente.

El albaricoque es también una fruta excelente, y el árbol que lo produce es originario de Armenia. El albarico que o albérchigo, es el mejor, y su aroma se parece extraordinariamente al del melocotón. Después de él se consideran por orden de calidad: el albaricoque de Portugal, fruta pequeña, sumamente fina y exquisita; el albaricoque de Angulema, cuya carne, de color amarillo oscuro, es muy perfumada, y por fin, el albaricoque común. De estos son muy célebres en Madrid los de Toledo; pero en el Escorial los hay riquísimos por su aroma, su sabor y gran tamaño, si bien menos abundantes.

El almendro es oriundo de África: se conocen dos especies, una que da las almendras amargas, ricas en aceite y en ácido cianhídrico; la otra que produce las almendras dulces, con las que se hace el aceite para la farmacia y la perfumería. Las almendras dulces sirven también para preparar las guindolas. La almendra es un fruto verde, largo y ovoideo, cuyo sabor se parece al de la avellana.

El higo es el fruto de la higuera, árbol que puede alcanzar una altura de ocho metros próximamente, y que fue importada por los fenicios en la época de la fundación de Marsella. En Cataluña hay higueras de riquísimo fruto, y los de Aragón, especialmente de Fraga, tienen mucha fama cuando se han secado, constituyendo un buen artículo de comercio. En Grecia gozaba en otros tiempos de tanta estimación esa fruta, que estaba prohibida su exportación. Durante mucho tiempo, los romanos cultivaron una higuera en el mismo sitio, donde, según la tradición, habían encontrado una loba amamantando a Rómulo y Remo. Otra higuera fue plantada para recordar la memoria de Curcio, junto al abismo en que se precipitó para salvar a su patria el valiente héroe de la república.

Ya sabemos que nada nuevo enseñaremos a nuestros lectores al decirles que la uva es el fruto de la vid, arbusto que, según parece, es originario de la Georgia. Noé, según dice la Sagrada Escritura, fue el primero que la cultivó. Los griegos la hallaron en la Arabia feliz, y Osiris fue el primero en cultivar o introducir la viña en las Indias. Se halla en gran cantidad en Persia y Crimea. España, Italia, Francia, posean también riquísimas vides. Los catalanes, tan inteligentes y activos, las cultivan hasta en las cimas más inaccesibles de los montes. En tiempo de Rómulo, la viña ya era muy conocida, puesto que este príncipe hizo sustituir en los sacrificios el uso de la leche con el del vino.



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ArribaAbajoLas niñas deben escribir bien

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Eso está diciendo esa señora a su hija, y en verdad que tiene razón sobrada.

Las niñas deben saber escribir bien; no sólo hacer buena letra, sino conocer la ortografía perfectamente para no cometer errores y disparates. Es muy feo que una niña bien educada escriba unas letras desiguales, mal hechas, feas, y ponga haches y erres a su antojo, o las suprima cuando sean precisas, y no se cuide para maldita la cosa de la puntuación; así como una niña que escribe bien, sin faltas gramaticales, con elegancia y corrección, hace que de ella se forme muy buen concepto.

Antes que aprender música y francés y adquirir otros conocimientos, siempre útiles y convenientes, pero no de absoluta precisión, deben aprender las niñas a escribir bien, de manera que en sus escritos no pueda hallarse la más ligera falta de ortografía. Leer y escribir bien el idioma patrio, es la principal base de la buena y sólida instrucción, lo mismo en los niños que en las niñas.



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ArribaAbajoJuego de las niñas


ArribaAbajoV. La oveja y los lobos

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Una niña representa la oveja, y dos los lobos.

Aquélla se pone en el centro de un corro de defensores, representados por otras niñas, y las que representan los lobos procuran cogerla, cosa difícil de lograr si es bien defendida.

Cuando se juega en el campo, se señala un sitio donde la oveja no puede ser cogida por los lobos; de modo que estos han de procurar que no llegue a aquel sitio, y la oveja que no la cojan fuera del lugar inviolable. Es un juego fatigoso, pero divertido.




ArribaAbajoVI. Las tijeras

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Consiste este juego en colgar un anillo u otra cosa que pese de un cordón muy largo, y llegar con los ojos vendados y tijera en mano a cortar el cordón, lo cual no se consigue sin dar antes muchos tijeretazos al aire.

Las tijeras deben ser grandes, pero sin puntas, para evitar todo accidente desgraciado.





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ArribaAbajoEs necesario saber esperar

Maximiliano se hallaba dominado por una funesta pasión. Era ambicioso. ¿Cuál era el objeto de su pasión? El tener barba. Poseer unas magníficas patillas y unos largos bigotes. A los dieciocho años, se puso Maximiliano hipocondriaco, y perdió los hermosos colores que se ven en las mejillas de los adolescentes. Que le naciera la barba, era su constante pensamiento. Quizás dirá el lector, que debía haberse consolado, al pensar que a los dieciocho años no debe uno desesperar de poseer ese adorno; pero no juzgaba así Maximiliano, que estaba impaciente por poseer unos buenos bigotes.

Una noche, poseído de su monomanía en su más alto grado, llegó en su delirio hasta hacer voto de no cortarse jamás la barba si no llegaba a salir. Apenas acababa de hacer esta promesa, cuando se durmió.

Su sueño no duró mucho tiempo. Un cierto malestar vino a turbar su reposo. Esta incomodidad la sentía Maximiliano en la parte inferior del rostro.

Al principió creyó que serían algunos importunos granitos, y no quiso llevarse la mano a la cara por temor de que aumentara la incomodidad que sentía. Pero amaneció, y Maximiliano corrió al espejo, y cuál no sería su sorpresa al verse poseedor de una magnífica y crecida barba. Nuestro joven estaba loco de contento, y no cesaba de mirarse con cierta satisfacción; mas fue grande su sorpresa cuando vio que su barba crecía por momentos. Pero era una barba extraordinaria, y Maximiliano debía aceptar todas sus consecuencias, y aquello no era más que el preludio de todas sus tribulaciones.

Sin pensar en almorzar, lo primero que hizo fue salir a lucir por las calles su hermosa barba. Los compañeros que le encontraban no le conocían por lo cambiado que estaba. Cuando se volvió por la noche a su casa, su familia se quedó sorprendida al verle con toda la barba; pero como miraban a su hijo como a un joven muy distinguido, pensaron que le habría salido de alguna manera particular.

A Maximiliano lo destinaban al foro, pero antes de concluir su carrera decidieron sus padres que hiciera algunos viajes. Acordaron que un antiguo amigo de su padre, hombre muy instruido, pero de poca fortuna, lo acompañara en sus expediciones, mas el joven, al verse poseedor de tan magnífica y respetable barba, no quiso atender a razones, y consiguió viajar solo, como convenía a un hombre que tenía una barba tan maravillosa.

Partió, pues, con su barba, que crecía prodigiosamente.

Poco aprovechó Maximiliano de lo que vio en sus viajes, porque su mayor ocupación era cuidar su barba. En casa, en la calle y en el paseo la peinaba y acariciaba sin cesar. Todos le llamaban el hombre barbudo.

Un hermoso día, Maximiliano, que había recorrido ya una gran parte de Europa y que entonces se encontraba en Palermo, se sorprendió al ver que su barba empezaba a encanecer. Sin embargo, llevó con paciencia aquella   —215→   contrariedad, al pensar en las mil tinturas que había para teñir las canas. Pero por más que hizo, nada consiguió ni con el agua de las hadas, ni con ningún otro específico, pues siempre aparecían las canas importunas.

Sus profesores le habían recomendado que estudiara las leyes y las costumbres de los americanos. Maximiliano, recordando esto, arregló su equipaje, llenó su cartera de letras de cambio para los más fuertes banqueros del nuevo mundo; y para hacer cambiar de aires a su barba, abandonó la Italia y se dirigió al Havre, en donde se embarcó para América. Llegó a New York, y bien pronto le conoció todo el mundo por el hombre de la gran barba. Esto empezó a fastidiarle un poco; pero por nada del mundo hubiera consentido en afeitarse, recordando su voto, y temiendo si faltaba a él que los genios le privasen de su querido adorno. Y en tanto, su barba seguía blanqueando. Maximiliano, que parecía mucho más viejo que lo que era, pensó en establecerse. Se presentó en varias casas, y en todas fue muy bien recibido; pero cuando pedía la mano de alguna señorita, esta rehusaba casarse con un hombre que parecía que tenía cien años, a causa de su barba, y hasta hubo alguna que le dijo que le había tomado por el Judío Errante. Y verdaderamente, la barba de Maximiliano daba lugar a pensar cualquier cosa, pues le bajaba hasta las rodillas.

Herido en su amor propio, abandonó nuestro héroe la más populosa ciudad de América, y penetró en las regiones del nuevo continente, de tal modo, que un día, sin saber cómo, se encontró en medio de los pieles rojas. Maximiliano se alegró al principio, pues creyó poder estudiar de cerca las costumbres y las leyes de aquellos hijos de la naturaleza; pero recordando haber oído decir otras veces que ciertas tribus le tenían declarada guerra a muerte a la raza blanca, tembló de pies a cabeza. Además, Maximiliano no conocía el idioma de los pieles rojas; ensayó, sin embargo, por medio de gestos, indicarles que quería ser amigo; pero a esto respondieron los salvajes mirándole ferozmente, y enseñándole sus largos y afilados dientes.

Al poco tiempo empezó Maximiliano a comprender que estaba guardado con centinelas de vista, y que conciliábulos secretos tenían lugar en el consejo de los ancianos desde su llegada, por lo que determinó buscar su salvación en una precipitada fuga. Un día partió sin despedirse de sus incómodos huéspedes, y unas veces perseguido por los osos y otras por los indios, ganó por fin la costa del Pacífico, y después de mil peligros, tuvo la fortuna de encontrar un ballenero que se proponía volver a Europa. Pero una tempestad lo hizo naufragar, y con mil trabajos consiguieron llegar a una tierra, en donde les esperaban nuevos peligros. Era una isla habitada por antropófagos, a los cuales los misioneros no habían podido decidir aún a renunciar a los horribles festines de sus abuelos.

El jefe de la tribu, muy conocido por su crueldad, estaba ausente, pero le esperaban de un momento a otro, y para celebrar su regreso preparaban espléndidas fiestas. Se debían servir en la mesa del ilustre príncipe, condimentados de diferentes maneras, trescientos prisioneros de los hechos en la última expedición. Cuando llegó el   —216→   jefe, y se empezó el festín, se quedó sorprendido Maximiliano al ver que le invitaban a sentarse en la mesa, (la cual consistía en una estera de juncos). No hubo más remedio que sentarse en medio de los terribles convidados. Maximiliano iba, pues, a verse obligado a comer la carne de sus semejantes, cuando el jefe pronunció algunas palabras al oído de su primer ayudante de campo. Este último, se aproximó enseguida a Maximiliano, y cogiéndole de la mano, le condujo cerca de su augusto amo; este miró al extranjero sonriéndose, y le explicó por signos que tenía que escoger entre ser asado y comido, o pintarse como él y sus compañeros, renunciando para siempre a la esperanza, no sólo de venir a Europa, sino a ningún país civilizado. Maximiliano, llenó de terror, iba a optar por que le pintaran, cuando el príncipe le indicó, siempre por señas, lo siguiente: «Hasta ahora se te ha tolerado tal como eres; pero tengo que advertirte que es necesario que te deshagas de tu barba, no cortándola, lo cual no entra en nuestros usos, sino arrancándola. «Nuestro joven se estremeció entonces de terror, quiso replicar, pero el jefe hizo una señal, y dos guardias cogieron al viajero, y atándolo a un árbol, empezaron su horrible trabajo epilatorio.

La barba le llegaba entonces a Maximiliano a los tobillos. Los salvajes se habían reunido en número de unos veinte para tirarle de los pelos. El pobre viajero sufrió entonces tan agudos dolores, que, a no haber estado atado al árbol, se hubiera caído desmayado. Su desgraciada barba, que era el fruto de las ciencias ocultas, estaba tan firmemente sujeta en la piel, que cada vez que arrancaban un cabello, salía un chorro de sangre. Este descubrimiento divertía mucho a los salvajes, que se reían de todas veras. Maximiliano, cuya razón empezaba ya a trastornarse, veía a los monos, que le miraban imitando sus gestos, y unían sus gritos a los de sus verdugos. La noche llegó, y la piel de los salvajes parecía más roja a los últimos rayos del sol. Entonces, el jefe de la tribu, viendo que la operación no se había concluido, dio orden de que todos tiraran de la gran barba del hombre pálido, para concluir de una vez. A una señal del príncipe, todos tiraron a la vez. Maximiliano hizo un supremo esfuerzo para romperlas ligaduras, dio un grito, y... se despertó, porque todo había sido una terrible pesadilla. Este sueño hizo una gran impresión en Maximiliano.

Atormentado todavía por los efectos de las emociones de aquella noche, sacó la siguiente moral del sueño que acababa de tener:

«Todo lo que no viene naturalmente a su tiempo, ni es bueno ni durable; en todas las cosas debe uno formarse deseos razonables, y tener paciencia.»

A los veinticinco años tenía ya Maximiliano una barba bonita, aunque un poco clara, que le permitía llevar patillas a la inglesa. Se casó con una joven bella, prudente y discreta, que fue una buena madre de familia, y tuvo dos niños que lo querían y hacían muchas caricias, porque la barba de su papá no les daba miedo. Nuestro amigo Maximiliano les contó con el tiempo su pesadilla, no sin añadir después: «No deseéis nada de lo que la naturaleza os rehúse, que en todas las cosas es menester saber esperar.»

A. R. DE MONTMAIN.



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ArribaAbajoDavid vence a Goliath

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No pueden los juicios humanos escudriñar los insondables abismos de los juicios de Dios, que a veces se sirve de la debilidad para derrocar la fortaleza, así como otras, para anonadar la ciencia orgullosa, se vale de la más humilde ignorancia. Ved en prueba de la primera de estas afirmaciones aquel pasaje de la vida de David que la Sagrada Biblia nos refiere en el libro primero de los Reyes, con ocasión de la injusta guerra suscitada contra Israel por los poderosos filisteos.

Habiendo estos reunido sus escuadrones para pelear, en Sochó de Judá, acamparon entre Sochó y Meca, en   —218→   los confines de Dommin; a la vez que Saúl y los hijos de Israel, llegados al valle del Terebino, ordenaron sus haces al lado opuesto, mediando el valle entre uno y otro campo.

Salió de los reales de los filisteos un hombre bastardo, llamado Goliath, de colosal estatura, que cubierto de un morrión de bronce, con ancho escudo, coraza y botas del mismo metal, y armado de enorme y pesadísima lanza, vino a presentarse, precedido de su escudero, delante de las escuadras de Israel.

Allí con grandes voces decía de esta manera: «¿Por qué habéis venido para dar batalla? ¿No soy yo un filisteo, y vosotros siervos de Saúl? Escoged de entre vosotros alguno que salga a combatir conmigo cuerpo a cuerpo.

Si tuviere valor para pelear y me matare, seremos esclavos vuestros; mas si yo prevaleciere y le matare, vosotros seréis los esclavos y nos serviréis.»

A lo cual Saúl y los israelitas nada respondieron, pues quedaron poseídos de temor y espanto. Así transcurrieron cuarenta días. Goliath avanzaba solo en todos ellos hasta cerca del ejército de Israel, repetía su desafío, y viendo que nadie lo aceptaba, denostaba su cobardía, y juzgándose invencible, se desataba en insultos contra el pueblo de Dios.

A esta sazón, David, mozo de pocos años, hijo de un varón efrateo de Bethlem de Judá, llamado Isaí, fue mandado por su anciano padre al campamento de Saúl para llevar a tres de sus hermanos mayores, que con él militaban, algunos presentes con que quería obsequiarles.

Ya estaban ambos ejércitos a punto de comenzar la batalla levantando estruendoso vocerío, cuando apareció Goliath repitiendo sus acostumbradas injurias, las cuales oyó David, a la vez que echó de ver cómo espantados huían todos de la presencia de aquel gigante.

Preguntó David a los que cerca de sí tenía: «¿Qué es lo que darán al que matare a ese filisteo y quitare el oprobio de Israel? Porque a la verdad ¿quién es ese filisteo incircunciso para que insulte así impunemente a los escuadrones del Dios vivo?»

Informado de lo que saber quería, fue luego conducido a la presencia de Saúl, al cual habló así valerosamente: «Nadie desmaye por los insultos de ese filisteo: yo, siervo tuyo, iré y pelearé contra él.»

«No tienes tú fuerza, lo respondió Saúl, para resistir a ese filisteo, pues eres muchacho todavía, y él es un varón aguerrido desde su mocedad.»

Y replicó el joven David: «Apacentaba tu siervo el rebaño de su padre, y venía un león o un oso y apresaba un carnero de en medio de la manada. Corría yo tras ellos y los mataba, y les quitaba la presa de entre los dientes, y al volverse ellos contra mí los agarraba yo de las quijadas, y los ahogaba y mataba. Así es como yo, siervo tuyo, maté al león y al oso, y lo propio haré con ese filisteo incircunciso, de cuyas manos me librará el Señor.»

«Anda, pues, y que Él sea contigo,» respondió Saúl a David.

Hizo el rey cubrirle con su propia armadura y vestido de guerra, pero el mozo David que, no acostumbrado a tales arreos, sentía embarazados sus movimientos, abandonó una y otra cosa.

Empuñando el cayado, que llevaba   —219→   siempre en la mano, escogió de un arroyo cinco guijarros bien lisos, metióselos en el zurrón de pastor que traía consigo, tomó la honda en su diestra, y fuese en busca del filisteo. Así que éste le vio, cuando con paso grave venía caminando hacia David, le menosprecio porque era un joven rubio y de linda presencia.

«¿Soy yo acaso, le dijo, algún perro para que vengas contra mí con un palo? Ven acá, y echaré tus carnes a las aves del cielo y a las bestias de la tierra.»

Entonces David, con inspirado acento, respondió al filisteo: «Tú vienes contra mí con espada, lanza y escudo; pero yo salgo contra ti en el nombre del Señor de los ejércitos, del Dios de las legiones de Israel, a las cuales has insultado en este día. El Señor te entregará en mis manos. Yo te mataré y cortaré tu cabeza: daré hoy los cadáveres del campo de los filisteos a las aves del cielo y a las bestias de la tierra, para que sepa todo el mundo que hay Dios en Israel, y conozca todo este concurso de gente que el Señor salva sin espada ni lanza; porque Él es el árbitro de la guerra y os entregará en nuestras manos.»

Moviose el filisteo y comenzó a caminar hacia David, poseído de reconcentrada ira y despreciativo furor; y en tanto David, apresurándose, corrió contra el filisteo para trabar el combate.

¡Providencial fortuna! Metió el mozo su mano en el zurrón, sacó una piedra que disparó con la honda, y tan acertada y violentamente lo ejecutó que, hiriendo al terrible Goliath en la frente, donde quedó clavada, cayó el gigante en tierra sobre su rostro, con el estruendo del corpulento roble tronchado por el huracán.

Así venció David al filisteo con una honda y una piedra. Echose encima de él, y desenvainando la espada de su enemigo, acabole de matar y le cortó la cabeza.

Esto dio la victoria a los israelitas. Viendo los filisteos ya muerto al más valiente y temido de los suyos, se desbandaron en cobarde fuga; pero los hijos de Judá los acometieron y fueron acuchillándolos hasta llegar al valle, y hasta las puertas de Accaron, cayendo heridos muchos por el camino de Sarain. Después de perseguirlos, saquearon su campamento, en donde hallaron un magnífico botín con las riquezas que poseían.

Principio de las grandezas de David fue este hecho portentoso; de aquel varón privilegiado a quien Dios predestinaba para ser gloria y ornamento de su pueblo escogido.

¡Cuán cierto era lo que al principio decíamos, esto es, que el Señor se sirve a veces de la humilde debilidad para derrocar la más soberbia arrogancia!

ANTONIO ARNAO.



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ArribaAbajoDon Bernardo de Balbuena

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Este insigne poeta nació en Valdepeñas en 1568, y murió en América en 1627. Se distinguió extraordinariamente por sus obras, entre las cuales son las más celebradas el Bernardo, poema heroico; Grandeza mejicana, y El Siglo de oro. Gran lástima es que se hayan perdido otras muchas obras de este gran ingenio, honra de las letras y de la Iglesia.

D. Bernardo de Balbuena fue abad de la Jamaica y obispo de Puerto Rico, desempeñando estos cargos con extremada solicitud, con gran caridad cristiana; valiéndole sus virtudes a la vez que su peregrino ingenio, el aprecio y estimación de sus contemporáneos, y universal y sólida fama su nombre entre los escritores españoles.



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ArribaAbajoLa confianza en los santos

Niños míos, os voy a referir un ejemplo. Un ejemplo es un caso que no ha sucedido (aunque posible y muy posible es que fuese cierto), pero que se ha transmitido de unos en otros desde muchos años, porque el espíritu que lo dictó, y la enseñanza que contiene, son profundamente religiosos; y como todo lo religioso se imprime, no sólo en la memoria, sino en el espíritu y en el corazón, estos ejemplos, aunque confíados en su mayor parte sólo a la tradición verbal, se conservan como las hermosas cristalizaciones que en pos de sí dejan las aguas vivas de un rico manantial. Estad atentos.

Había un hombre muy de bien, de oficio carpintero, que como tal era muy devoto del santo patrono de los de su oficio, que es el bendito Patriarca Señor San José, quien, como Vds. no ignoran, era carpintero, por lo que dice la copla de Nochebuena.


    El Niño de María
no tiene cuna.
Su padre es carpintero,
y le hará una.

Habíale hecho al Santo un altar muy primoroso en un convento de Capuchinos, y había distribuido el camarín en ochavas y compartimentos, esculpiendo en cada cual, con mucho primor y esmero, una de las herramientas de su oficio, lo que le adornaba de una manera tan apropiada, que cuantos lo miraban se enternecían al recordar todo el amor y predilección que había demostrado Dios, al hacerse hombre, al trabajo y a la pobreza, puesto que todas las cosas que vemos nos impresionan más que las que oírnos. Por eso nuestra santa Religión católica nos hace ver de mil maneras tan palpables sus misterios. Pero sucedió que él buen carpintero fue por la desgracia visitado; perdió a su mujer y a sus hijos, no quedándole sino una niña; se puso enfermo al entrar en años, y por último... cegó. Mas todas sus desgracias las llevaba con suma paciencia, y siempre se le veía sereno y confiado en la protección de su Santo Patrono.

Como no podía trabajar, y su pobre hija que había de atender a su asistencia, ganaba muy poco en su costura, fueron vendiendo cuanto tenían, y cayeron en la más completa desnudez y miseria.

Cuando el buen cristiano sintió acercarse su muerte, quiso prepararse a bien morir, y dijo a su hija que avisase a un escribano, porque quería hacer testamento.

-¡Testamento!... ¡Padre! exclamó llorosa y asombrada su hija, ¿acaso tiene su merced algo que testar?

-Sí, hija, contestó su padre; haz lo que te mando, y avisa al escribano. La hija, aunque presumió que las palabras de su padre eran debidas al delirio de la calentura, como era muy obediente, hizo lo que su padre le mandaba. Al recibir el escribano el recado del moribundo, sospechó que sería éste un avariento, que aparentando miseria, tendría algún caudal oculto, y se apresuró a acudir a la cabecera del enfermo.

Cuando todo lo tuvo preparado, y encabezado el testamento en EL NOMBRE   —222→   de la SANTÍSIMA TRINIDAD, como es costumbre, le dijo al enfermo que dictase su última voluntad, lo que éste hizo en los siguientes términos:

«Doy mi alma a Dios, mi cuerpo a la tierra, y nombre por mi ejecutor testamentario, y por tutor de mi hija, a MI SANTO PATRONO SEÑOR SAN JOSÉ.»

Dicho lo cual, se durmió en el Señor con aquella tranquilidad que tienen en este trance los que creen en Dios y tienen una buena conciencia.

El escribano se fue de mal talante, y la pobre hija del difunto se quedó en el mayor dolor y desamparo, no teniendo nada en este mundo para procurar al padre de su alma mortaja ni caja, y sin poder costear su entierro.

Estando en esta tribulación y congoja, oyó que llamaban a la puerta; abrió, y vio entrar a un venerable anciano, con modesto y suave semblante, con túnica y manto de color oscuro, y un báculo en la mano. Entonces el anciano le dijo que no se apurase, que él cuidaría de todo; y así lo hizo, saliendo y volviendo a poco rato con la mortaja, la caja y el clero de la parroquia, y se le hizo al pobre carpintero un entierro muy decente, yendo de cabeza de duelo aquel venerable anciano.

Cuando volvió del campo santo, le dijo a la pobre huérfana que se iba, pero que volvía al día siguiente.

Fuese el anciano a una ciudad inmediata, y llegose a una casa en la que vivía un caballero muy bien acomodado y de muy buenas prendas. Hízose anunciar como persona que tenía que tratar con él un asunto importante, y cuando estuvo en su presencia, le dijo:

-¿Os acordáis, cuando volvíais embarcado con todo vuestro caudal de las Indias, del temporal que sufristeis en alta mar, y que os puso a punto de perecer?

-Sí, recuerdo, contestó admirado el caballero; pero ¿cómo lo sabéis vos?...

-¿Recordáis también, prosiguió el anciano, que hicisteis una promesa, y que fue la de casaros con la niña más pobre y más honrada que encontraseis, si Dios os libraba de aquel peligro?

-Sí, recuerdo, respondió asombrado el caballero; pero ¿cómo sabéis también esto, cuando a nadie, se lo he dicho?

-¿Estáis en cumplir vuestra promesa? preguntó el anciano.

-Sí que lo estoy, exclamó el caballero, y lo que me pesa es haber sido tan remiso y moroso en hacerlo.

-¿Queréis que os haga yo conocer a la niña más pobre y más virtuosa que podréis hallar? tornó a preguntar el anciano.

-Sí, que me place, respondió el caballero, me habéis inspirado tanta confianza, me siento tan inclinado a vuestra venerable persona, que estoy pronto a seguiros.

Pusieronse en camino, y en breve llegaron a la humilde casa de la pobre huérfana.

Estaba ésta tan afligida por la muerte de su buen padre, como acongojada por no saber qué sería de ella, porque hasta el casero, viéndola tan desvalida, y temiendo que no pudiese pagar la casa, la quería echar a la calle. El anciano le dijo que no se afligiese, puesto que aquel caballero que le acompañaba, y que era muy cristiano y muy bueno, estaba bien acomodado, y la quería amparar casándose con ella.

El anciano hizo en poco tiempo todas las diligencias y aprestos para el casamiento, y después que se efectuó, estando los tres sentados a la mesa de   —223→   la comida de boda, le rogaron los desposados, con mucho cariño, que les dijese quien era, a quién debían tantos favores y mercedes; a lo que el anciano, poniéndose de pie, contestó con mucha bondad y compostura: «Yo soy José, al que cupo la dicha de ser el compañero de la Sagrada VIRGEN MARÍA, y custodio del divino NIÑO JESÚS. Tu cristiano padre fue siempre un ferviente devoto mío, y a la hora de su muerte me encargó que cumpliese su testamento; esto he hecho: llevé su buen alma a Dios, di su cuerpo a la tierra, y como tutor tuyo he cumplido también, dejándote amparada y dichosa.» Entonces el techo del aposento se entreabrió como una granada; apareció una luz sonrosada como la de la aurora, y brillante como la del mediodía. En aquella gloria apareció un divino Niño, que dijo al anciano: «Venid Padre, que mi Madre os está echando de menos;» y el anciano, bendiciendo a los desposados que, con las manos cruzadas y los rostros bañados en lágrimas, habían caído postrados en tierra, se alzó suavemente, cogiendo la mano que el Niño le alargaba, y desapareció en las alturas.

De estos prodigiosos favores debidos a la mediación de los santos, vemos todos los días, niños míos; sólo que estos no se revelan materialmente sino raras veces, y en determinadas ocasiones y personas, y tristísimo sería el pensar que estamos incomunicados con aquellos que fueron nuestros hermanos y maestros, y que nuestras relaciones con ellos no sobreviviesen a esta vida corporal y transitoria. Las ideas antirreligiosas, en su necio y acerbo afán de combatir nuestra santa fe, llaman fanatismo al exceso de creencia que hay en atribuir, con demasiada facilidad, a divinas influencias sucesos comunes. No os dejéis perturbar por dichos, que a fuerza de repetidos, se han hecho demasiado generales, y que muchos repiten, sin pararse a considerar toda la falsedad y veneno que encierran. Fanatismo, niños míos, es defender con tenacidad y fervor opiniones erradas5, lo que, como veis, nada absolutamente tiene que ver, ni nada tiene de común con un exceso de fe; que si bien puede alguna vez caer en lo trivial y simple, nunca es irreverente, ni lleva mala tendencia, y no puede ofender a un Dios que nos prescribió la fe y el amor como las dos primeras virtudes del cristianismo. ¿Qué mal habría acaso en que creyeseis este ejemplo? No habría ninguno; y sólo probaría la buena fe de vuestra mente y la sanidad de vuestro corazón.

FERNÁN CABALLERO.




ArribaAbajoEsopo

Esopo, el fabulista, nació en Frigia, seis siglos antes de la venida de Jesucristo. Era contemporáneo de Tales, Solon, Bías y otros llamados sabios de la Grecia; y a pesar de que sabía más que muchos de ellos juntos, no fue admitido entre ellos, menos por su deformidad que por haber sido esclavo   —224→   en sus primeros años: nunca un liberto pudiera ser bien considerado entre los aristocráticos eruditos de la Grecia. Por un busto que se encontró en Albani (Roma), podemos describir la figura de Esopo: parece bajo de estatura, por detrás afeado por una joroba, y por delante por un vientre como hinchado; tenía la cabeza puntiaguda y los pies muy grandes. Pasó toda su juventud en la servidumbre de Demarco, en Atenas, y en Samos en la de Jadmon. Su buena conducta, la sabiduría e ingenio que desplegaba en sus lecciones de moral bajo la forma de apólogo, y la prontitud con que daba sus respuestas, llenas de agudeza y buen sentido, le granjearon la estimación de su dueño Jadmon, quien le dio en recompensa la libertad. Entonces pasó a Lidia, en la corte del rey Creso, célebre por sus grandezas y sus defectos, por sus tesoros y por su desgracia; este rey, cuya confianza compartió Esopo con Solon durante muchos años, lo envió a Delfos para consultar el oráculo y hacer algunos regalos a los habitantes de aquella ciudad. Pero indignado Esopo de su avaricia, devolvió a Creso el dinero que debía repartirles, y con sus discursos y sus fábulas, irónicos las más veces, quiso reformar las costumbres viciosas del pueblo. Esto produjo un efecto muy contrario a lo que él esperaba. Sus sátiras irritaron tanto a los delfianos, que decidieron vengarse a toda costa; ocultaron en los efectos de Esopo una copa de oro, que pertenecía al tesoro del templo de Apolo, y acosado de aquel robo, registrado y perseguido, fue condenado a la muerte de los sacrílegos; a saber, a ser precipitado desde la altísima roca de Hiémpolis. Este asesinato atrajo sobre aquellos criminales habitantes la cólera de los dioses; viéndose diezmados por la peste y el hambre, consultaron al oráculo de Apolo, que les declaró que no se verían libres de aquel azote hasta que hubiesen expiado su infame delito.

Entonces hicieron pregonar por la ciudad si había alguno que quisiese proseguir la venganza de los dioses; se presentó el hijo de aquel Jadmon de quien Esopo había sido esclavo, para pedir satisfacción de la muerte de éste, y habiéndolo verificado plenamente, recobraron su bienestar.

Esopo no es el inventor del apólogo, pues se encuentran ejemplos en el Antiguo Testamento y en varios poemas antiguos; pero ha cultivado este género de composiciones con tal facilidad, nunca vista hasta él, y tan crecido es el número de las que su genio ha inventado, que con justicia fue llamado por los griegos el fabulista por excelencia. Sus obras completas y auténticas no han llegado a nosotros sino después de mil reformas, que en nada las favorecen. Babias y Solon en su en cierro se entretenían en poner en verso muchas de aquellas fábulas, que son las que, vertidas a todos los idiomas del mundo, y particularmente al latín, han sido recopiladas en nuestras colecciones.

W. NOEL.





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ArribaAbajoNúmero 15. Tomo VI. Noviembre 1872


ArribaAbajoHeroicidad de una mujer

A mi hija Ana


I

Hija mía, cuantos hemos nacido durante el siglo XIX en España, apenas recordamos días serenos, desde nuestra infancia, que no vayan acompañados de otros más tristes que la noche, más negros que la desesperación.

No pocos, -y entre ellos se encuentra tu propio padre,- han pasado parte de su niñez en tierra extraña, y no emigrados por la voluntad de los suyos; antes obedeciendo alguna orden tan cruel e insensata, que el ilustre historiador D. Francisco Javier de Burgos y en sus Anales de Isabel II, la llamó medida digna de la Convención francesa.

II

Baste por hoy lo que te digo, para que te hagas cargo del interés con que vuelvo los ojos a la edad que tú tienes, durante la cual me veía fuera de la patria, en medio de niños que no hablaban en mi idioma, lo que me obligaba a aprender el suyo. Hermosa era la tierra en que yo vivía, más hermosa, sin duda, que la nuestra, esto es, que los tristes y yermos campos que a Madrid rodean, y con todo, al pensar en que, no era posible volver a España, se me oprimía el corazón. ¡Dios te libre, hija mía, de verte obligada a llorar en vano a la patria ausente!

Enseñábanme entonces mil ejemplos   —226→   de historia antigua y moderna, aunque, como era natural, la mayor parte se referían a la tierra que a la sazón me daba amparo.

Con todo esto, los mismos profesores, dolidos de verme en tierra extraña, hablaban a veces de nuestra amada Península, diciendo que en breve me enseñarían su geografía y su historia. No llegó el caso, porque al fin pude volver a mi tierra, donde me halló sabiendo muchas cosas que fuera de ella habían acaecido, e ignorando casi todo lo que a España se refería.

A nadie me era lícito culpar por ello, sino a mi propia desventura. Pero los años pasan y el tiempo vuela, y al cabo fui comprendiendo que la mayor parte de los españoles se ven, aún sin salir de su tierra, en el mismo caso en que yo me veía, emigrado. De nuestra patria sabemos, eso sí, el odio, con que nos hemos de mirar unos a otros, y el daño que nos hemos de hacer mutuamente, lo cual se aprende en el primer periódico que caiga en nuestras manos.

III

En cuanto a lo demás, los libros que nos dan de premio, no son sino meras traducciones, cuando no se hallen en francés todavía. Periódicos dedicados a la infancia he visto, que no eran en su mayor parte sino traducidos, y malísimamente apropiados a España.

Al cabo, hija mía, hay en nuestra tierra un periódico consagrado a los niños, como que lleva su nombre, moral, discreto y español. Bien merecen de vez en cuando sus tiernos e inocentes lectores el recuerdo de la patria historia, la primera que los niños deben conocer, al reyes de lo que tan a menudo sucede. A tu nombre le ofrezco, Ana mía, que cierto estoy le ha de valer la protección del cielo, que tan inocente y pura te ha querido.

IV

A nadie le está vedado el ser héroe. Cuando la causa es buena, a serlo han llegado las más débiles mujeres, y aún los niños. Leo los siguientes renglones, y verás cómo salvé a muchos hombres la heroicidad de una mujer.

No hemos de alejarnos mucho de nuestros días. Eran ya los últimos del mes de Mayo de 1808. España entera se había alzado contra las armas de Napoleón, tan desleales y arteras en daño de un pueblo generoso, que por su propia lealtad juzgaba de la ajena. Valencia, la hermosa reina de los campos que baña el Guadalaviar, se había alzado también; pero como a la sombra de los más generosos sentimientos suelen pulular traidores y malvados, desconfiaban de las autoridades, y en especial el pueblo.

Cierto, hija mía, que para alzarse sin miedo contra el poder de Napoleón, valía más no conocerlo. Por eso todas o la mayor parte de las personas que, por su estado social, se hallaban en el caso de saber los recursos y fuerzas del emperador, dudaron al principio, y aún muchos de los que entonces profesaban opiniones liberales, llegaron a afrancesarse, esto es, a defender la causa de Napoleón y de su hermano José, que nunca fue para España sino rey intruso.

Los franceses habían ido ocupando poco a poco buena parte, de la Península, muchos soldados españoles se hallaban lejos, muy lejos, nada menos   —227→   que en Dinamarca, y entre tanto, la familia real, pérfidamente engañada, había ido cayendo en manos de Napoleón.

V

¿Quién habría de creer que España se atreviera a arrostrar el poder de Napoleón? Pues, con todo eso, lo hizo. Mas como en alzamientos por el estilo suelen al mismo tiempo desatarse las buenas y las malas pasiones, las autoridades de Valencia temieron no hubiese grandes desmanes. Y no temían sin fundamento, porque en muchas partes de España los hubo, si bien la hermosa ciudad del Cid los llegó a padecer más que ninguna otra población.

Crecía, pues, la desconfianza del pueblo, el cual, unido con la tropa, señoreó la ciudadela, y declarando la guerra a Napoleón el día 25, formó una Junta en que había individuos de todas las clases de la sociedad.

Mas no por eso se aplacaba la desconfianza de algunos, los cuales de terminaron registrar la correspondencia que venía de Madrid. Negáronse los empleados de correos a consentir en semejante delito, que bien merece este nombre el violar la correspondencia pública.

Nada contuvo a los sublevados, y éstos, por último, enviaron la balija a casa del conde de Cervellon, para que en su presencia se fuese abriendo.

VI

Terrible momento aquel en que hombres armados y llenos de la desconfianza que en casos semejantes se apodera de todos, comenzaron a abrir los pliegos. Presente se hallaba la hija del conde de Cervellon. ¡Qué angustia para todo pecho bien nacido! ¡Qué horror para la noble joven, al ver que un pliego abierto en aquel instante era copia del informe enviado por las autoridades de Valencia a Murat!...

En aquel triste documento venían las firmas de muchas personas. Leerle, era lo mismo que leer la sentencia de muerte de todos... Entonces aquella joven varonil y heroica, movida de su corazón generoso y sin reparar en las consecuencias, arranca el pliego a quien le tenía en la mano para leerle, le rompe en menudos pedazos, y salva a los desventurados cuya existencia no durara sino pocos momentos, acabada la lectura del funesto papel.

Gritos y amenazas mortales, rostros airados y manos armadas rodearon a la hija del conde de Cervellon; mas ella, con sereno espíritu, les pudo ir aplacando de modo que al fin aquellos hombres tan furiosos concluyeron por alabar la generosidad de corazón de la noble dama. El papel quedó en pedazos por el suelo, la vida de los que le habían firmado salva, y la hija del conde de Cervellon libró por entonces a Valencia de los horrores sin cuento que más tarde mancharon su glorioso recinto.

¡Ahí tienes, Ana mía, cómo a nadie, le está vedado el llegar a héroe; y cómo una débil mujer tuvo ánimo suficiente para resistir y aún aplacar la ira de aquellos hombres sedientos de sangre!

FERNANDO FULGOSIO.

Orense, Setiembre de 1872.



  —228→  

ArribaAbajoLa resurrección de Lázaro

imagen

Copia del cuadro de Rembrandt.

«Pasó haciendo bien.» Con tan sublime cláusula compendian los sagrados libros aquellas inefables maravillas de virtud y de bondad que el Divino Maestro derramó pródigamente a su tránsito por la tierra. No había dolores que consolar, ni lágrimas que enjugar, ni débiles fuerzas que sostener, que él no consolase, y enjugase, y sostuviese con la dulzura de su palabra, con la santidad de su doctrina, con el poder de su ejemplo. Testigos fueron la Judea y la Galilea y otras diversas comarcas de los prodigios de su omnipotencia, pero nunca tal vez con tanta admiración, y aún asombro, como cuando hizo al sepulcro devolver su presa en la persona de Lázaro resucitado.

Sujeto de distinción era éste entre los judíos, y moraba en Betania, villa pequeña cercana a Jerusalén, con sus hermanas Marta y María, aquella María que había derramado sobre el Salvador los más exquisitos perfumes y enjugado sus pies con los dorados cabellos. Lázaro había enfermado peligrosamente. Sus hermanas enviaron a decir a Jesús: «Señor, mira que aquél a quien amas está enfermo» A lo cual contestó el Salvador con misteriosas frases: «Esa enfermedad no es mortal, sino que está ordenada para gloria de Dios con objeto de que por ella sea el Hijo de Dios glorificado.»

Y así era, en verdad. Aunque profesaba especial amor a aquella familia en cuya casa había recibido hospitalidad algunas veces, pareció como sordo a sus solicitaciones, y se detuvo dos días más en el lugar donde se hallaba, que se cree que era Betabara al otro lado del Jordán, y a dos o tres jornadas del pueblo de Betania. Así daba a entender que él conoce mejor que nadie el tiempo en que conviene socorrernos, y que si alguna vez tarda en venir en nuestro auxilio es para dar más larga muestra de su misericordia.

Pasados aquellos días, dijo a sus discípulos: «Vamos otra vez a la Judea;» y después de haberles dado a entender que nada se emprendería contra él hasta que por su parte lo permitiese, cuando ellos asombrados le preguntaban cómo quería volver allá, siendo así que los judíos habían querido apedrearle, añadioles dulcemente: «Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarle.» Tomaron los discípulos, aún imperfectos y toscos, aquella palabra por el sueño natural, hasta que Jesús les dijo claramente: «Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haberme hallado allí, para que así se perfeccione más vuestra fe. Vamos a verle.»

Partieron todos, y cuando llegaron a Betania hacía cuatro días que Lázaro había sido enterrado. Allí habían concurrido también muchos de Jerusalén para consolar a la dos desoladas hermanas.

Cuando supo Marta que Jesús llegaba, salió a recibirlo fuera del pueblo, y le dijo deshaciéndose en lágrimas:   —230→   «Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano; pero yo sé que todo lo puedes, y esto me consuela.» Respondiole Jesús: «Tu hermano resucitará: yo soy la resurrección y la vida: quien cree en mí, aunque hubiere muerto, vivirá; y todo aquel que vive y cree, en mí, no morirá para siempre. ¿Crees tú esto?»

«¡Oh señor! repuso Marta con encendida fe, sí lo creo, y que tú eres el Cristo, Hijo de Dios vivo, que has venido a este mundo.»

Después de esto fuese corriendo a avisar a su hermana María, y habiéndole dicho en secreto: «El Maestro viene y te llama,» levantose aquélla apresuradamente y salió también a encontrarle fuera de la aldea, al mismo sitio en que le había hallado María; visto lo cual por los judíos que estaban en su casa consolándola, siguieron tras ella, creyendo que iba a llorar al sepulcro de su hermano.

Cuando María se arrojó deshecha en llanto a los pies del Salvador, éste, que veía su aflicción profunda, conturbose a su vez, y vertiendo las más puras lágrimas que hayan brotado ni brotarán, dijo, no por ignorancia, sino para hacer más patentes las circunstancias del milagro que iba a obrar: «¿Dónde le pusisteis?.»

«Ven, Señor, y lo verás,» respondiéronle; y mientras algunos de los judíos, al observar el dolor de Jesús, exclamaban: «Mirad cómo le amaba;» otros, cegados por el espíritu de la envidia, y juzgando señal de flaqueza aquellas gotas de celeste rocío, murmuraban entre sí: «Pues éste que curó a un ciego de nacimiento, ¿no pudo hacer que Lázaro no muriese?»

Seguido de la anhelante multitud de gente que se había reunido, fue Jesús al sepulcro. Éste, como los que se usaban entre los judíos, era una especie de gruta, cuya abertura o puerta se hallaba cuidadosamente cerrada por una piedra que a su anchura se ajustaba con exactitud. Allí estaba enterrado Lázaro, cubierto el rostro con el lienzo que los latinos y griegos llamaban sudario, envuelto todo el cuerpo en un ancho paño de lo mismo, y ligado por fuertes vendas que le agarrotaban desde los hombros a los pies.

«Quitad la piedra,» dijo el Salvador; pero Marta lo repuso con sencillez: «Señor, mira que ya hiede, porque hace cuatro días que está ahí:» a lo cual el Divino Maestro replicó en grave acento: «¿No te he dicho que si creyeres verás la gloria de Dios?»

Quitaron, pues, la piedra, y levantando Jesús los ojos al cielo, prorrumpir: «Gracias te doy, oh Padre, porque me has oído: bien sabía yo que siempre me oyes, mas lo he dicho por razón de este pueblo que me rodea, con el fin de que crea que tú me has enviado.»

¡Admirable momento aquél que se acercaba! Los cielos y la tierra, todos los espíritus angélicos estaban suspensos para venerar y adorar el prodigio que iba a realizarse. Jesús, el Redentor Jesús, exclamó en alta y sonora voz que debió conmover los ejes del firmamento: «Lázaro, sal a fuera;» y en aquel punto la muerte devolvió su presa, y el muerto salió del sepulcro con el lienzo y las ligaduras que le cubrían y ataban de pies y manos. Segundo milagro fue éste que avaloraba el primero, como lo dio bien a entender Jesús cuando añadió: «Desatadle, y dejadle ir;» lo cual hicieron al punto los asombrados circunstantes, que en   —231→   su mayor parte creyeron en aquel soberano Salvador.

¿Ha podido nunca imaginar la humana fantasía más grande maravilla, más insigne prodigio que el que en aquel día obró la omnipotencia de Dios? Lázaro, ayer muerto, recobra hoy la vida: a la palidez cadavérica del sepulcro sigue la rubicundez de la más completa salud: a los gritos del dolor suceden las bendiciones de la alegría. ¿En dónde está, ¡oh muerte! tu victoria? ¿En dónde está tu aguijón?

¡Consoladora imagen para la fe la esperanza y la caridad cristiana! Lázaro muerto; Lázaro entregado a la corrupción; Lázaro borrado del libro de la vida, simboliza al pecador muerto en el pecado. Lázaro resucitado; Lázaro tornado a la salud; Lázaro devuelto al amor de su familia, es emblema del mismo pecador que renace a la virtud por el poder inefable de la gracia.

Creed y orad para no morir a esa misma virtud, y para revivir en ella si por desgracia el pecado os cegare alguna vez con sus tinieblas de muerte.

ANTONIO ARNAO.






ArribaAbajoLos grandes inventos contados a los niños


ArribaAbajoVII. Los globos aerostáticos

I

En esta serie de artículos en que sucesivamente han de encontrar cabida las grandes conquistas del ingenio humano, deben tener lugar preferente los globos, que tal vez sean, queridos niños, los que vienen a sustituir a los medios de locomoción hoy conocidos.

Muchas veces habréis visto cómo se elevan por el aire; muchas veces habréis seguido con vuestra vista alguno de esos aparatos que, ascendiendo sin cesar, habrá desaparecido a vuestros ojos.

Y no es esto sólo: en las ferias encontráis siempre lindos globos rojizos que hacéis comprar a vuestros papás, y que lleváis sujetos con un hilo.

Y os recreáis, inocentes, viéndolos elevarse cuando largáis el hilo, o bajar si de él tiráis; teniendo a veces inmensa pena, si, rota la cuerda, vuela el globito con velocidad indecible.

¡Cuántas veces, lectores queridísimos, habrán las lágrimas asomado a vuestros ojos, si suceso tan triste os ha sobrevenido!

Pero las lágrimas no habrán tenido poder bastante para contener la volante esfera, que habrá desaparecido para que no la hayáis vuelto a ver, dejándoos tan sólo la aflicción más terrible y la reprensión de vuestras mamás, que de poco previsores os habrán tachado.

Son, pues, los globos aerostáticos antiguos amigos vuestros, cuya vida, cuya historia vengo a contaros. No son muy viejos, pues sólo datan del año 1783, en que fueron descubiertos.

Quién los inventó deseáis saber, sin   —232→   duda alguna; y yo, que para complaceros escribo estas líneas, debo inmediatamente manifestároslo.

Allá por el año 1783 había en Annonay (Francia) un fabricante de papel llamado Pedro Montgolfier, que tenía dos hijos, cuyos nombres eran José y Esteban. Dedicábanse estos a estudios y experimentos científicos, cuando pudieron obtener, después de largos trabajos, la seguridad de que un calor de cien grados rarifica el aire y le hace ocupar un espacio doble mayor.

Fundado en esto, hizo José Montgolfier varias experiencias privadas, obteniendo como resultado inmediato la seguridad de que un globo lleno de aire caliente se elevaba por el espacio.

Estaba con esto, queridos niños, descubierto el principio a que debéis el encontrar en las ferias los globos rojizos de que os he hablado; principio que había de permitir después que se pensase seriamente en el invento.

Aunque lo dicho os da a conocer el misterio de la navegación aérea, debo detenerme a explicaros lo que para vosotros no será tal vez muy claro y comprensible.

Cuando estudiéis física veréis que todo cuerpo que se halla sumergido en la atmósfera, pierde de su peso una parte igual al peso del aire que desaloja; es decir, del aire que ocupara el espacio por el cuerpo ocupado. Según esto, si un cuerpo es más pesado que el aire, cae, en virtud de ser mayor la fuerza de su peso que el empuje del fluido; si pesa lo mismo, flota en la atmósfera; y si pesa igualmente, se eleva hasta que se establece el equilibrio entre él y el fluido que le rodea.

A este principio obedece la posibilidad de los globos aerostáticos, que tienen importancia inmensa, y que, como os he expresado al principio de estas líneas, envuelven en sí un problema importante.

Os he dicho que los hermanos Montgolfier inventaron los globos, y es cierto. No obstante, hubo quien, antes que ellos, pudiera expresar la teoría sobre que están fundados. Blak, profesor de física en Edimburgo, explicaba en su cátedra, por el año 1767, que una vejiga llena de hidrógeno se elevaba en la atmósfera; y a una sociedad inglesa se comunicaron, en 1782, varios curiosos experimentos, que consistían en llenar también de hidrógeno unas burbujas de jabón, las cuales se elevaban o ascendían en la atmósfera, por ser más ligero que el aire el gas en ellas contenido.

Con esto que os he dicho, niños queridísimos, sabéis ya a quién puede verdaderamente aplicarse la invención de los globos, y puedo pasar a explicaros dónde y cómo tuvo lugar el primer experimento público. Verificose en Annonay el jueves 5 de Junio de 1783, en que los hermanos Montgolfier hicieron elevar un globo de figura esférica, cuya circunferencia media próximamente 110 pies; su capacidad era de 22.000 pies cúbicos. Completo éxito obtuvieron los inventores, a pesar de que todos creían irrealizable su proyecto, que era tan sencillo y comprensible, que un célebre hombre de ciencia francés, al escribir sobre esto, dice que en la Academia-francesa, al tenerse noticia del invento, sólo hubo para ello una exclamación unánime: «Así debía suceder: ¿cómo no haberlo pensado antes?»

La ciencia tiene a veces oculto lo que luego parece, al descubrirse, fácil,   —233→   y hacedero: esto sucedió con los globos, que hoy son estudiados con ahínco por hombres que a ellos dedican su vida y sus conocimientos. De esto he de hablaros después, cuando os presente los diversos experimentos que han tenido por objeto el dirigir los globos.

Cuando se verificó el primero con esas ligeras máquinas, fue inmenso el entusiasmo y grande el ruido, tanto que inmediatamente se procuró hacer una segunda experiencia en París.

Llevose esta a cabo el día 27 de Agosto del ya nombrado año 1783, y en ella es curioso y digno de mención el fin trágico del volante aparato.

Habiéndose obtenido un éxito completo y elevándose el globo por los aires, vino a caer entre unos campesinos, que, admirados, extendieron bien pronto la alarma.

Jamás habíase visto objeto semejante, y por algunos creyose era un terrible animal aquello que yacía en el suelo, y que se movía a impulsos del viento que lo agitaba.

Y el miedo era grande en aquellos pobres labriegos, que se encontraban espantados ante el globo medio vacío, y nadie se atrevía a acercarse a aquello que debía ser un monstruo horroroso, sin duda alguna.

Siempre hay, queridos niños, quien posee un corazón más animoso que los demás, y en el caso que os refiero, no faltó uno, por fortuna. Hallábase el pobre globo de inmenso concurso rodeado, y nadie osaba acercarse a él, tan grande era el pavor que su vista infundía. Empero, de pronto, aparece un individuo que se adelanta a todos, provisto de un fusil.

¿Querrá matar a la bestia?

Sí, queridos niños, quiere matarla.

Y se adelanta, y el tiro sale, formando el plomo terrible, agujero en la superficie de la máquina aérea.

La abertura deja escapar el gas, el globo disminuye de tamaño hasta quedar reducido solamente a la arrugada tela, y el hidrógeno de que estaba lleno el aparato, esparce al salir un olor poco grato para las azoradas gentes, que claman victoria creyendo muerta la terrible fiera.

El miedo ha desaparecido; todos quieren terminar la obra empezada, y la tela, única cosa que quedaba, es amarrada a la cola de un caballo, que, corriendo por los campos, se encarga de hacerla mil girones.

Así terminó el globo con que se hizo la primera experiencia pública en París, globo que se había fabricado gracias a una suscrición espontáneamente realizada, y del que nada pudo aprovecharse.

Supose en París la ocurrencia; pero era tarde para remediar el mal causado: sólo pudo hacerse algo para evitar la repetición del hecho, y al efecto, se publicó por el gobierno una especie de aviso que pudiese prevenir la repetición de lo que había acontecido.

Creo yo, amadísimos lectores, que basta lo dicho, y que con ello hay materia suficiente para este artículo: por esto puedo terminar este, dejando para otro el empezar a hablaros de los diversos experimentos que han tenido por objeto dirigir con rumbo cierto los globos aerostáticos. Cuestión es ésta de importancia inmensa, y digna de notable consideración; yo procuraré, queridos, niños, presentárosla de un modo tal que pueda fácilmente ser por vosotros comprendida.

E. THUILLIER.





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ArribaAbajoLa Historia de España

(Continuación)



ArribaAbajoX. Los emperadores romanos

El imperio de Julio César fue de corta duración. Ocupó el trono imperial Octavio, que tomó el nombre de Augusto, y en su tiempo, las provincias de España, que llevaban más de doscientos años de atropellos, sublevaciones y guerras, esperanzaron un porvenir más halagüeño. No obstante, antes de lograr un período de paz y de prosperidad general, todavía hubo acontecimientos deplorables.

Estaban cansados los pueblos de sufrir tan larga dominación extranjera, y aspirando a sacudir el yugo tomaron las armas los Vascos, los Austrigones y los Turmodigos, que ocupaban, dilatado territorio desde Vizcaya por Burgos, hasta el reino de León. Octaviano, lleno de prudencia, y temeroso de que la insurrección no se propagase, corrió a cortarla en su origen, pero ¡vano intento! Los insurrectos porfiaron en recobrar su libertad, y las tropas imperiales tuvieron que atacarles y luchar contra poderosas fuerzas. El genio exterminador de la guerra paseó de nuevo su ensangrentada espada por Cantabria, Asturias y Galicia, y sólo fueron vencidas estas naciones cuando ya no tuvieron armas que empuñar ni jóvenes que pudiesen presentar sus pechos a los soldados de Octaviano. Aquellos fueron los últimos alientos de la independencia española.

Pero a épocas tan infelices como hasta aquí han ocupado nuestra pluma, sucedió un tiempo sosegado y apacible. Con las nuevas leyes fundamentales de la gran señora del mundo, la España prosperó y se engrandeció. En todas las provincias antiguamente conquistadas, fue apareciendo un bienestar y tranquilidad desconocidos. Un orden de cosas, un nuevo aspecto político, una administración del todo distinta, se dejaba sentir en todas partes. Bajo el imperio de Augusto, Roma prefirió conservar y mejorar que no extender más sus dominios. Procuró civilizar, instruir y hacer gustar al pueblo los beneficios de la pública instrucción. Quiso que España pudiese considerarse hermana, y engrandeciéndola con monumentos y, favoreciéndola con sus mismos usos y costumbres, la antigua Iberia prosperó y Roma se ensalzó a sí misma. Entonces recibió la España una nueva división en tres grandes provincias, la Tarraconense, la Bética y la Lusitania; la administración, las ciencias, las artes, todo fue al estilo romano.

Cuando los romanos llegaron a España, eran tres o cuatro las religiones que había en el país: la de los fenicios, la de los griegos, la de los cartagineses y la de los pueblos primitivos, que   —235→   no se conoce del todo bien. Pero cuando recibió por completo el influjo de Roma, España no tardó en tener, como Italia y los galos, sus pontífices, sus flamines, sacerdotes y augures, encargados, según el rito romano, de celebrar las fiestas sagradas, los festines, los juegos, y rendir sacrificios a los dioses hispano-romanos. De entonces datan los monumentos, medallas y monedas con los dioses de Roma y Grecia grabados, las cabezas y los atributos de Apolo, Mercurio, Cibeles, Neptuno y Hércules; la loba de Rómulo y Remo; Juno, con sus pavos reales; Pan, Silvano, Sileno, etc., etc. La afición a las letras, ya extendida en tiempo de Sertorio, se desenvolvió y fue fomentada por Augusto; la lengua latina vino a ser familiar a los españoles, y la industria, la agricultura y el comercio tomaron vastas proporciones.

Sucediéronse a Augusto diversos emperadores; pero España continuó ya en las vías de progreso, de paz y prosperidad de que tanto necesitaba. Creáronse o se aumentaron muchas ciudades: Zaragoza, Guadix, Barcino, Córdoba, Tarragona, Mérida, Badajoz, tuvieron hermosos monumentos y grandiosos edificios; hasta del seno de España salieron famosos emperadores: Trajano, Adriano, Máximo y Teodosio; los literatos, escritores y poetas, como los dos Séneca, Mela, Lucano, Columela, Floro y otros, dieron, en fin, nombradía y brillantez a la España entera.

La agricultura recibió también notable impulso, y las vías de comunicación se aumentaron y extendieron en pro del comercio y de la industria. Las telas que se tejían en España eran finísimas; el oro y plata de sus minas era recibidos en Roma con miles de plácemes; las frutas de todas clases, los cereales y las manufacturas eran apreciados en todos los mercados del mundo. Numerosos bajeles surcaban de continuo las aguas del Mediterráneo, y todas las costas de la Península no eran otra cosa que vastos mercados que proveían a todo el orbe romano. ¡Qué mucho que los emperadores se esmerasen en favorecer a España, y que ésta se les mostrase agradecida!

No es, pues, de extrañar que, en especial con Augusto, tuviesen los españoles verdadero entusiasmo, y que hasta le erigiesen columnas, templos y altares. Hasta a la emperatriz su esposa, Livia, le levantaron un monumento en Sevilla, llamándola madre de todos los pueblos del mundo y protectora de los españoles. Las contribuciones fueron desde entonces más moderadas; la administración estuvo en manos de los naturales del país, y todo daba a conocer que había llegado una era nueva de paz y buen gobierno. Un suceso muy notable ocurrió durante el reinado de Augusto, cual fue el nacimiento de Jesucristo, en el año 753 de la fundación de Roma. Sucediéronle, como hemos dicho, otros emperadores, como fueron Tiberio, Calígula, Claudio, Nerón, Galba, Otón y Vitelio; pero muchos se hicieron odiosos por sus vicios y liviandades. Sin embargo, la España permaneció sin mudanzas memorables hasta principios del siglo V, en que debía participar de la gran revolución y decadencia que amenazaba al imperio romano.

Las irrupciones de los bárbaros del Norte, cada vez más frecuentes, hicieron temer en efecto por la ruina del imperio. A la muerte de Teodosio I, en   —236→   el año 395 de Cristo, sus dos hijos, Arcadio y Honorio, se repartieron sus dominios, tomando el primero los de Oriente y el segundo los de Occidente; pero los tutores o regentes, a quienes estaban confiados, aspiraron a ocupar el solio en vez de arraigar los intereses de sus respectivos pupilos. Rufino, que lo era de Oriente, facilitó la entrada en Grecia a los soldados de Alarico, rey de los godos, con el fin de arrojar a Arcadio del trono. Estilicón, que era el tutor de éste, creyó ampararse mejor contra aquellos, llamando a los Suevos, Vándalos y Alanos. Sea por uno u otro motivo, lo cierto es que los bárbaros inundaron la Italia, ocuparon la ciudad de Roma, y amenazaron con apoderarse de la Europa entera. La debilidad y afeminamiento de los romanos los facilitó la empresa. El imperio era un coloso tan grande que ya no podía sostenerse. Conociolo Honorio, y humillose hasta el extremo de ceder las Galias y la España a los invasores, que con el afán de botín se desparramaron por estos países con rapidez, imponiéndoles leyes y costumbres nuevas. Ataulfo, rey de los Godos o Visigodos, se extendió por Cataluña, Aragón y Valencia; Hemenerico, rey de los Suevos, se estableció en Galicia, León y Castilla la Vieja; Atacio, rey de los Alanos, se apoderó de la Lusitania, y Gunderico, rey de los Vándalos, se posesionó de la Bética. Así quedó la España romana, después de las trasformaciones que había sufrido, convertida en España goda, inaugurándose una nueva época con una nueva dominación, de que nos ocuparemos en sucesivos artículos.

FLORENCIO JANER






ArribaAbajoLa discordia

Fábula




    Comiendo aparte y en diverso plato,
en dulce paz vivía
un perro con un gato,
cuando quiso el demonio cierto día,
que un fámulo, por yerro,  5
sirviese al gato y olvidase al perro.
¡Adiós la paz! En su interés picado,
furioso el can acometió a su amigo,
que al verse acorralado,
sacó las uñas y le dio el castigo.  10
De entonces, nunca consiguió el gallego
reunir dos instintos desiguales,
porque atizando a la discordia el fuego,
los hizo al fin el interés rivales.

A una anciana le oí en una conseja,  15
que siempre el interés mece la cuna
de la discordia vil. Quizá la vieja
dijese una verdad como ninguna.

J. A. VIEDMA.



  —237→  

ArribaAbajoLa preocupación de Antoñita

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¿Saben Vds. qué es lo que más preocupa a la interesante Antoñita?

Pues lo que la preocupa y tiene sin sosiego es que el elegante muñeco D. Perlimplín no duerme nunca, y siempre tiene, por consiguiente, los ojos abiertos.

Este prolongado insomnio del muñeco no puede ser natural, y Antoñita no piensa en otra cosa. Ahora mismo está pensando en decir a su mamá que llame al médico para que vea a D. Perlimplín y examine su estado.

¡Dichosa edad la de Antoñita, y adorable inocencia la suya!




ArribaAbajoLa niña convertida en gata

Cuento por Mme. Girardin



ArribaAbajoI. El brujo

¡Pimpirrimpinpimpun!

¡Pimpirrimpinpimpun!

¡Pimpirrimpinpimpun!

Esta tremenda palabra mágica fue pronunciada una tarde de invierno por un viejo de aspecto sombrío, vestido con un ropón rojo como un pimiento, y con un gorro puntiagudo en la cabeza. Sentado delante de un horno, tenía   —238→   en la mano el mango de un enorme caldero, dentro del cual cocía alguna cosa extraordinariamente extraordinaria.

El hombre no era cocinero, ni pastelero, y por consiguiente, el perol no contenía ninguna cosa rica de ésas que hacen a los chicos relamerse de gusto. Tampoco estaba el viejo cociendo pan, y es seguro que no adivinaríais jamás en qué consistía la ocupación de semejante ente. Os lo diré, para que no estéis con curiosidad.

El viejo era un brujo, hijos míos; un brujo que sabía más que Brijan; pero empleaba su saber en el mal. Sabios así son muy perjudiciales, así como son muy dignos de aprecio los sabios que emplean su talento en el bien, y consagran su vida a descubrimientos y adelantos útiles para mejorar la suerte de los hombres.

Aquel brujo había leído en algún librote que otro brujo, a fuerza de maleficios, había conseguido componer un hombre con tierra, huesos y ceniza, y hecha de todo esto una masa, consiguió después animarle, pronunciando unas horribles palabras mágicas. El muy pillo se había propuesto imitar al brujo de quien se contaba tan sorprendente invención; pero él no quería componer un hombre, sino una mujer, y aunque parezca mentira, esperaba que su empresa tendría el mejor éxito.

Hacía ya ciento trece días ciento trece noches trece horas trece minutos y trece segundos que el gran perol estaba en el horno, y ya había obtenido el brujo resultados notables.

El vigésimo día empezó a conocer que había novedad en aquella extraña cocción, y al cumplirse las nueve semanas retiró el perol del horno, lo puso en el suelo, y luego pronunció esta frase trascendental:

¡Pimpirrimpinpimpun!

Y vio con asombro que salió de la cacerola una bonita rata que echó a correr alegremente; pero el mágico la cogió, la volvió a echar en el perol, y puso éste otra vez en el fuego.

Algunos días después hizo otra prueba, y salió del perol un mochuelo, y en el tercer ensayo salió una raposa.

-Esto va en grande, exclamó el mágico; pronto saldrá una culebra, y luego una gata, y luego una mujer.

Y no cabía en sí de gozo aquel grandísimo brujo.

Ya comprenderéis que un brujo no querría componer una mujer buena, porque entonces habría empezado por hacer una mariposa, luego una golondrina, más tarde una paloma, después una gacela, y, por último, una hermosa niña llena de virtudes y hermosura.

El brujo había estado todo el día en que empieza esta historia dando vueltas al contenido del perol con un cazo singular, cuyo mango era de plata, y el cazo lo formaba una mano de oro que lucía en todos los dedos sortijas con topacios, brillantes, diamantes y toda clase de piedras preciosas. Me parece que no habrán visto mis lectores muchos cazos de esa conformidad. Pues, como digo, tanto había trabajado el brujo, que, rendido de fatiga, después de estar toda la noche también dale que dale con el cazo dentro del perol, al amanecer se quedó dormido en su gran sillón de vaqueta pintado de sapos y culebras.



  —239→  

ArribaAbajoII. El vestido de color de lila

El mismo día, a la misma hora que el nigromántico se dormía, se despertaba una niña que habitaba en la casa inmediata.

-Casilda, dijo a su doncella, hoy hace muy buen día y quiero estrenar el vestido de color de lila que me ha regalado mi tía.

-Señorita, contestó Casilda, no hay más dificultad que la de que el vestido de color de lila no está planchado.

-Pues bien; plánchelo V. ahora, repuso Antonia, que así se llamaba la niña.

-Señorita, es imposible, porque no hay todavía fuego y se necesita tiempo.

-V. siempre tiene disculpas cuando no quiere hacer lo que se le manda. Tendré que decir a mamá que la despida a V. Antonia se levantó de malísimo humor, y bajo al patio. Pronto vio que la puerta del laboratorio del brujo estaba abierta, y advirtió que en el horno había gran fuego, y precisamente por esto había abierto la puerta el brujo, para no ahogarse, porque también los brujos se ahogan.

Antonia era una niña muy consentida y muy atreviduela, y cuando se trataba de satisfacer un capricho, en nada reparaba con tal de salirse con su gusto: defecto gravísimo que hacía muy poco favor a la niña en el concepto de las personas formales. Corrió hacia la puerta del laboratorio, y penetró en aquel misterioso y terrible lugar.

Al ver al viejo inmóvil en el sillón, retrocedió espantada, porque el brujo tenía una facha capaz de asustar al más valiente. Pero Antonia se tranquilizó viendo que estaba dormido, y se acercó al horno, donde había carbón en abundancia; la muchacha se había provisto de un cogedor y unas tenazas, y se apresuró a hacer provisión de brasas que llevar a Casilda para que no dijera que no tenía lumbre en que calentar las planchas.

Temblaba Antonia considerando lo que sucedería si en aquel instante se despertaba el brujo; no se atrevía a respirar, y el más ligero ruido la estremecía de pies a cabeza... Sin embargo, el deseo de satisfacer el capricho de ponerse el vestido de color de lila, era en ella más poderoso que todo, y le daba valor. ¡Pobrecilla! quería ponerse aquel vestido para parecer más bonita, y no comprendía la pobre qué cara le iba a costar la coquetería.

Después de haber cogido toda la lumbre que quiso, fue a colocar las tenazas con mucho cuidado junto al horno, y ya iba a marcharse, cuando, mirando al perol, vio dentro de éste dos ojazos enormes verdes que lo miraban furiosos.

Su espanto fue tan grande, que no pudo contener un grito, y de las manos se le cayó el cogedor con la lumbre. En el mismo instante despertó el brujo.

(Se continuará.)





  —240→  

ArribaAbajoCostumbres religiosas

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LOS NIÑOS EN EL ROSARIO DE LA AURORA, EN TOLEDO

ADVERTENCIA

Suplicamos a los suscritores cuyo abono termina en fin de Noviembre o de Diciembre, lo renueven lo antes posible, para remitirles el Almanaque de Los Niños para 1873, que estará impreso dentro de pocos días.

Las demás empresas de publicaciones literarias sólo dan prima a los suscritores por año; nosotros daremos el Almanaque a todos los que renueven o se suscriban de nuevo por el tiempo que gusten.





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ArribaAbajoNúmero 16. Tomo VI. Diciembre 1872


ArribaAbajoEl campo del perezoso

Una tarde de otoño risueña y apacible, en que el espíritu pretende elevarse hasta las regiones celestiales para rendir un tributo de adoración al Todopoderoso, uno de esos padres que consideran como su primer y principal deber consagrarse a la educación de sus hijos, cruzaba con Víctor y Álvaro, las dos prendas más queridas de su corazón, un estrecho sendero que conducía a uno de los alrededores más pintorescos de un pueblo de provincia.

Este celoso padre había pasado por la escuela para llamar a Víctor y Álvaro, y habiéndole advertido el profesor su aplicación y buen comportamiento, le pareció justo y en razón premiar de alguna manera a tan estudiosos niños: de aquí el que después de haberse provisto de una abundante y escogida merienda, tomasen por el sendero por donde acabamos de verlos pasar, dirigiéndose a un pequeño campo por cuyas márgenes corría un riachuelo, de poco fondo, pero cuyas aguas bastaban a amenizar sus orillas y a dar alimento a las sedientas raíces de los sauces, cuyas elevadas cimas y frondoso ramaje presentaban una agradable sombra aún en las horas en que el sol brillaba con más intensidad.

Allí fue donde aquel bondadoso padre y sus dos hijos convinieron en pasar algunas horas, tendiéndose luego en el césped, convidados por lo ameno y solitario del lugar, y por las mil variadas flores que le tapizaban; al mismo tiempo los pajarillos saltando de rama en rama hacían sonar sus robustas gargantas con sus dulces y apasionados cantos.

-¿Qué pajarillo será aquel?... mírelo V., papá... No hace más que saltar entre las ramas... ¿No ve V. cómo aparece y desaparece, todo en un momento?... ¡Qué pequeñito es, papá!...

  —242→  

-Aquel es el pájaro inquieto, querido Víctor, condenado a vivir siempre entre las espesuras de las zarzas, sin que pueda nunca subir a los árboles a gozar del sol y del hermoso azul del cielo.

-¿Y por qué, papá?... preguntaron los dos niños a la vez...

-Porque era tal su inquietud y desasosiego, contestó el buen padre, que no hacía otra cosa en todo el día que dar vueltas y más vueltas de árbol en árbol y de rama en rama, sin tener un momento de reposo, molestando de tal manera a los demás pajarillos, que ni aún sus nidos podían hacer en paz. Así fue, hijos míos, que una mañanita de Mayo se reunieron todos los pájaros más laboriosos, y comenzaron tan de veras a pedir a Dios les librase de tan enfadosa compañía, que oyendo enternecido tan fervorosa súplica, condenó al pequeño pajarito a vivir solo entre las zarzas y los matorrales.

-¡Pobrecito!... dijo Víctor, que era naturalmente compasivo.

-Pues si fuera yo, papá, añadió Álvaro, teniendo alas como tiene él, echaría a volar, subiendo a los árboles más altos.

-Harías mal, hijo mío, porque el desobediente a los mandatos de Dios no tarda mucho en sentir los terribles efectos de su inflexible justicia.

¿No te acuerdas ya de lo que has leído el otro día en la Historia Sagrada, de la mujer de Lot, que el Señor convirtió en sal por haber vuelto la cabeza a mirar lo que pasaba a su espalda, después de prohibírselo por boca de sus ángeles?

Pero oye y verás cómo al pajarito lo sucedió una cosa parecida. Quiso, como tú acabas de decir, remontarse y salir de los límites que Dios le había señalado; pero en el mismo momento se quedó sin alas; luego, al verse, así, que le costaba mucho trabajo el buscar su sustento, comenzó a enflaquecer y a ponerse tan triste, que no hacía más que gemir y llorar todo el día; entonces, el Señor, compadecido de él, le devolvió sus alas, pero tan pequeñas, que sólo puede dar vuelos muy cortos, como vosotros mismos podéis convenceros si lo observáis un poco.

-Pero yo no sé, papá, cómo el inquieto, como V. llama a ese pajarito, hiciera tanto daño con andar así de un lado al otro, añadió Álvaro, para que Nuestro Señor lo castigase de esa manera.

-¿Tú no ves, hijo mío, que tanto los pájaros como los niños revoltosos e inquietos molestan a sus compañeros, y los distraen en sus ocupaciones? ¿No os acordáis de aquel niño que iba a vuestra escuela, del que me hablabais varias veces, diciéndome que nunca estaba sosegado y tranquilo, de modo que no os dejaba atenderá las explicaciones del profesor?

-Es cierto, papá... me acuerdo que siempre estaba jugando, y hasta alguna vez nos rompía nuestros libros, y por eso el profesor tuvo que echarle de la escuela.

-Ahí tienes tú; a ese lo sucedió lo del pájaro de que estamos hablando; por no estar quieto fue a pasar por la vergüenza de ser arrojado de la escuela.

En esto se levantaron los dos niños, y dieron a correr por las orillas del pequeño riachuelo cogiendo llores y mariposas, asustando a los pájaros, que huían delante, de ellos posándose de una en otra rama a una prudente distancia.

  —243→  

A poco de haberse separado Víctor y Álvaro de su querido padre, se encontraron con otro niño que, sentado sobre un pequeño montecillo, parecía dominado por un acerbo pesar, según así daban claras señales las lágrimas que a torrentes caían por sus infantiles mejillas.

Estaba vestido como los aldeanitos del país, y a pocos pasos de él se veían apacentando tranquilamente algunos corderillos la fresca y húmeda hierba del campo; era, a lo que parecía, un pastorcillo de los muchos que por aquel lugar solían guardar ganados.

Víctor, como de más edad, se acercó al pobre niño a preguntarle la causa de su tristeza; pero el infeliz cada vez lloraba más.

Creyendo los dos niños que tal vez tendría hambre, de la manera más dulce y cariñosa, como buenos y compasivos que eran, le ofrecieron los restos de su merienda; pero el pobre niño, por única contestación, les señaló un pedazo de pan que tenía sobre una peña que estaba a su lado, como diciéndoles que no era aquélla la causa de su aflicción. Entonces los niños le preguntaron por qué lloraba; pero esta pregunta no hizo más que aumentar sus lágrimas, que comenzó a derramar con más fuerza.

Víctor, lleno de compasión, corrió a buscar a su padre, diciéndole, el encuentro que acababan de tener. No tardó mucho el buen padre en llegar al teatro de aquella infantil escena; pero poco más que lágrimas y sollozos pudo conseguir de aquel joven pastorcillo, y sólo a fuerza de ruegos y cariños pudo sacarle estas palabras:

-Estoy castigado por mi papá.

El acento y el lenguaje del niño causaron a todos una gran sorpresa, porque no guardaba relación con el traje que vestía en aquel momento. Así que la curiosidad fue aumentando cada vez más, especialmente en los niños.

El buen padre ponía de su parte todos los medios más a propósito para hacerle hablar; pero todos se estrellaban contra el silencio que él mismo se había impuesto, más por vergüenza que, tenía de revelar la causa de sus lágrimas, que por terquedad u orgullo.

Luego se presentó, sin embargo, una ocasión de salir del apuro en que se hallaban unos y otros; pues por una senda que se descubría entre un bosquecillo que estaba a corta distancia de aquel apacible lugar, divisaron un labrador que venía hacia el mismo punto donde se encontraba, y cuya robusta voz dejó oírse luego con estas palabras:

-Eduardo, ya es hora de recoger el ganado...

Al oír esto, el pobre niño se estremeció y rompió a llorar de tal manera, que daba compasión.

Luego comprendió el buen padre que aquel hombre debía saber lo que tanto deseaba, y lo hizo seña para que se acercase, como lo verificó en el acto. Después de los saludos de costumbre, le manifestaron todos el interés que tenían de saber la causa de las lágrimas de aquel niño.

-No hallo inconveniente en ello, señor, contestó aquel hombre, dirigiéndose al buen padre; pero debo advertirle a V. que él, sólo él tiene la culpa de lo que le pasa.

Entonces, el padre de aquellos niños, volviéndose al labrador, le dijo:

-Aquella sombra que está allí abajo me parece un lugar muy a propósito   —244→   para que podamos oír con más gusto la relación que V. va a hacernos de este pobre niño; así, pues, si V. no tiene inconveniente, le ruego nos acompañe.

Acordaron todos seguir tan buen consejo, y se trasladaron al punto indicado, que no era otro que el mismo donde habían merendado Víctor y Álvaro. Luego de acomodados en el lugar que a cada uno correspondía sobre el césped, comenzó el labrador su relación de esta manera:

-El niño que Vds. ven aquí en este humilde traje, tiene unos padres que gozan y disfrutan una buena fortuna allá arriba en la misma ciudad, donde supongo vivirán Vds., se llama Eduardo, y a pesar de sus diez años, no sabe leer sino muy mal y con gran trabajo.

Al oír esto, Víctor y Álvaro se miraron con cierta satisfacción; pues siendo de poca más edad que él, sabían leer y escribir con bastante perfección.

-Pues bien, señor, continuó el labrador, su papá procuró al principio ofrecerlo premios, prodigarle al mismo tiempo todos cuantos cariños son imaginables, para cuando llegase a leer con alguna corrección; pero todo era en vano, ningún adelanto se notaba en él. Los días y los años iban pasando; ni las ricas promesas, y ni aún las amonestaciones repetidas producían la menor enmienda en su conducta. Se pasó luego a las amenazas y a los castigos, pero también fueron inútiles.

Cansados los maestros de su falta de aplicación, le hacían muy poco caso, llegando sus compañeros hasta mirarlo con desdén, no conociéndole por otro nombre, que el del perezoso.

Cuando llegaba a casa de vuelta de la escuela, en lugar de coger el libro y repasar la lección de la mañana, para que no se le olvidase, se tendía en su sofá, y así se estaba con los brazos cruzados horas enteras.

-Permitidme, buen hombre, que os interrumpa... ¿Has oído Víctor?... en eso se te parece algo el niño Eduardo; nunca repasas la lección cuando vienes de la escuela.

-Pero si no tengo necesidad de eso, papá; la traigo siempre en la memoria; ¡cómo que la estudio bien antes de ir a la escuela!...

-No importa que la estudies antes; es preciso cuidar de que no se olvide, porque esto es lo principal; el estudio no consiste en pasar a la memoria, el caso es no olvidar lo que se aprende.

-Pues bien, papá, lo haré así como usted lo desea.

Los hijos de éste, buen padre eran sumisos y obedientes; por eso los amaba y quería con todo su corazón.

-Ahora continúe V. su historia, dijo volviéndose al labrador.

-Llegaba a tanto la indolencia y pereza de este niño, continuó el labrador que ni aun tomaba parte en los juegos, de sus compañeros de infancia, viéndose siempre sentado en un rincón medio dormido y sin hacer caso de nada.

Así fue pasando Eduardo años y años sin adelantar en cosa alguna; muchos creían que era tonto; pero luego se convencieron de que todo era debido a su pereza, porque cuando se proponía vencerla, que era muy rara vez, estudiaba y aprendía como el primero de la escuela.

Convencido su papá de esto mismo y de que era responsable para con Dios y la sociedad de la buena o mala educación de su hijo, pues tenía una obligación sagrada de hacerle útil para algo, determinó, toda vez que no era   —245→   posible vencer su pereza y aversión a estudio, el que se dedicase a las faenas del campo, donde el hambre y la necesidad lo obligarían de seguro a vence la resistencia que oponía a todo trabajo, desterrando de su ánimo tan peligrosa costumbre, como era la de no hacer nada en todo el día.

Y aquí tenéis, señor, a un niño que podía comer y jugar con sus compañeros, en el traje propio de su clase condenado a comer nuestro duro y amargo pan.

El pobre Eduardo, que, como hemos visto, así se llamaba aquel niño pobremente vestido, comenzó a llorar de nuevo con tal fuerza, que poco faltó para que Víctor y Álvaro le acompañasen en el llanto: enternecido al ver esto, el buen padre se le acercó diciéndole:

-Vamos, no te aflijas de ese modo, Eduardo; ya veremos cómo sacarte de ese estado; pero para esto es preciso que haya enmienda.

-¡Ah! sí, yo prometo a V. estudiar... estudiará mucho... mucho... se apresuró a contestar el niño entre sollozos.

-No le haga V. caso, dijo el labrador; ya prometió lo mismo veinte veces a su papá... y después... lo de siempre.

-Bien, pero ahora es otra cosa; desde hoy su promesa ha de ser cierta... yo respondo de él, y creo que no me dejará quedar mal... ¿No es verdad, Eduardo?...

-Sí, señor; yo haré todo cuanto me manden... pero, llevadme... llevadme donde está mi papá... ¿No es verdad que me llevaréis?...

Y el pobre niño, diciendo esto, se abrazaba a las rodillas del buen padre.

-Víctor y Álvaro no sabían darse cuenta de lo que sentían en aquel momento... sus ojos estaban preñados de lágrimas prontas a salir en abundancia, a pesar de lo mucho que trabajaban por contenerlas; de cuando en cuando echaban una mirada a su padre, mirada que parecía decir: -Salva a ese niño de la triste situación en que se encuentra.- Pero éste, que comprendió luego lo que pasaba en el corazón de sus hijos, se apresuró a consolarlos con las siguientes palabras:

-Tranquilizaos, hijos míos; hoy irá este niño a dormir a su casita al lado de sus papás; pero antes tiene que darme su palabra de ser desde este día un niño aplicado y obediente...

-¡Ah! sí, sí; estudiaré todas las lecciones... y verá V. qué pronto voy a leer de corrido...

-Eso es lo que yo deseo, y más que yo lo desean tus papás... Piensa bien a lo que te ha traído la pereza; desde este momento riñe con ella y acuérdate siempre de lo que te ha hecho llorar... El sol se ha puesto, hijos míos; ved cómo los pajarillos han enmudecido y descansan al abrigo de las hojas que pueblan esos árboles, para apresurarse a saludar mañana el astro del nuevo día, y correr después a buscar su pobre sustento; aprendamos todos de estos seres inocentes, y retirémonos también para aprovechar esas primeras horas de nuestras ocupaciones. Eduardo, disponte a venir con nosotros, te llevaré a tu casa, y haré que tus papás te perdonen.

El niño no sabía lo que le pasaba, lloraba y reía a un tiempo, y cogido de uno de los brazos del buen padre, no le dejó hasta llegar a la presencia de sus padres, que, movidos de sus lágrimas   —246→   y promesas, y más que todo por las razones del padre de Víctor y Álvaro, fue admitido en su casa con gran contento y satisfacción de todos cuantos habían tomado parte en aquella escena.

_____

Según voz que corría entre los niños de la ciudad donde ha tenido lugar la verídica historia que acabo de contar, Eduardo, llamado en otro tiempo el perezoso, era el niño más aplicado de todos cuantos iban a su escuela; por esta razón, sus papás le querían mucho y le regalaban bonitos y hermosos juguetes, que eran la admiración de sus compañeros, y eso que había pasado muy poco tiempo desde el día en que lo encontraron Víctor y Álvaro haciendo el oficio de pastor.

Cuentan también que estos tres niños, desde entonces fueron amigos inseparables. Alguna vez los llevaba el buen padre al campo donde se habían conocido, para que tuviesen siempre presente lo que en él había pasado: los mismos niños, con el parecer de su buen padre, llamaron a aquel campo el campo del perezoso.

R. SEGADE CAMPOAMOR.




ArribaAbajoLa fiesta de la Concepción

El día 8 de Diciembre celebra la Iglesia el solemne misterio de la Inmaculada Concepción; y España toda, desde la gigante basílica a la más humilde iglesita de las feligresías rurales, cubre de flores los altares de su Santa Patrona.

España ha sido desde muy antiguo la que más ferviente culto ha rendido a la Vírgen, símbolo de pureza; y cuando el venerable Pontífice romano consagraba con una sanción auténtica, el culto de la Inmaculada, erigiéndola un trono digno de su grandeza en la plaza de España, ese trono se le había erigido ya cada español en lo más íntimo de su alma.

Patrona de España e Indias, de la real y distinguida orden de Carlos III, y de un gran número de gremios y cofradías; invocada en todos los actos solemnes por los tribunales de justicia para validez del juramento, el nombre de la Vírgen se halla de tal modo ligado en España a todas las instituciones de la vida, que, según hemos dicho, no existe nación alguna donde se haya rendido a la soberana Madre de Dios un culto tan verdadero, ferviente y apasionado.

¿Qué poeta habrá que no haya levantado su voz para saludar a la Reina de los Ángeles, a la Madre de las Misericordias?

¿Qué madre habrá visto enfermar al hijo de sus entrañas, que no haya vuelto los ojos a la Vírgen Madre?

Todos los grandes hombres de todos los siglos, todos los doctores de la Iglesia, han cantado sus glorias, siendo uno de los más entusiastas el seráfico doctor San Buenaventura, que, bajo el nombre de Salterios, nos ha dejado esos inimitables cantos, de los que   —247→   tomamos al azar las siguientes estrofas:

«Cantad un cántico nuevo a María llena de gracias; cantad a María vosotros todos hijos de la tierra.»

«Porque ella aventaja en santidad a todos los ángeles, y en virtudes, maravillas y prodigios a todos los que han nacido de mujer.»

«La hermosura y la gloria brillan en su rostro; glorificadla, pueblos y naciones.»

«Cantad a María un cántico nuevo; regocíjense los cielos con su gloria, y alábenla las olas de la mar.»

«Alábenla el agua y el frío, y el calor, el resplandor y la luz.»

«Regocíjate en ella, ciudad de Dios, y que tus habitantes repitan sin cesar himnos de alabanza.»

«Eres huerto cercado, fuente sellada; tus gracias forman un paraíso, ¡Oh, María!»

«Tú sola giras en derredor del orbe para venir en auxilio de todos los que te invocan.»

«Tus caminos son hermosos, y tus senderos pacíficos.»

«La claridad del sol te envuelve como una túnica, y doce estrellas forman en derredor de tu frente una deslumbradora diadema.»

«Fuiste arrebatada a las alturas entre un cerco de ángeles que cantaban y repetían tus himnos, guardada por coros de arcángeles, y coronada de rosas y de lirios.»

«Bendecid a María, potestades y principados, querubines y serafines, y virtudes, y dominaciones.»

ROBUSTIANA ARMIÑO DE CUESTA.




ArribaAbajoLa niña huérfana



    Ya blanquea los montes
la nieve del invierno,
ya pasaron los días
felices y risueños
en que la niña oraba  5
de su madre en el seno,
las manos enlazadas,
los ojos en el cielo.

   Ya la madre no cuida
de vigilar su sueño;  10
ya cuando ella despierta
halla el hogar desierto,
y no viene su madre
a cubrirla de besos
y a llenar de alegría  15
aquel triste aposento.

   Ya un año se ha cumplido
en que dejó este suelo
la madre en que adoraba
la niña de este cuento.  20
Ya murió su alegría,
ya cesaron sus juegos.
Ya sólo tiene flores,
amor y pensamientos
para su pobre madre,  25
que es su único consuelo.
Por ella cada noche,
como en mejores tiempos,
reza la hermosa niña
y eleva a Dios sus ruegos,  30
las manos enlazadas,
los ojos en el cielo.

RICARDO SEPÚLVEDA.



  —248→  

ArribaAbajoConcierto de familia

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La pobre señora no puede más. Todo el día la aturde el ruido de la trompeta, el tambor y los platillos que tocan bravamente sus niños, sobre todo ahora que se acerca nochebuena, y dice a sus hijos:

-Lo que es el año que viene se acaban los tambores y las cornetas y todos esos juegos tan estrepitosos: el año que viene os suscribiré a LOS NIÑOS, que trae cuentos muy bonitos, y cosas que instruyen y deleitan, y veréis cómo estáis mejor entretenidos que ahora, y con más reposo y más provecho.



  —249→     —250→  

ArribaAbajoRetratos infantiles


ArribaAbajoXI. El chico goloso y tragón

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Venancio es un chico insoportable que, no lo puedo remediar, me inspira profunda antipatía, y sería para mí una gran pesadumbre tener un hijo semejante.

Para que no creáis que tienen disculpa sus defectos por la corta edad de Venancio, os presento su retrato, y así veréis que ya es un grandullón, en quien son indisculpables tan feas mañas.

Venancio es un glotón de primera categoría. Sin duda cree, el zángano, que los muchachos han nacido sólo para comer, porque él ni piensa en otra cosa, ni hay otra cosa que lo gaste tanto, ni está contento más que cuando como mucho, lo mismo que un animal, aunque hay muchos animales que, con admirable instinto, sólo comen aquello que les basta, y cuando sienten algún malestar se guardan muy bien de comer.

Venancio está malo muchas veces, como es natural en todo el que come con exceso; pues, por muy malo que esté, siempre está pidiendo de comer, y es preciso, para que no insista, decirle que se va a morir; y ya creo, Dios me perdone, que si por algo sentiría Venancio morir sería porque en el otro mundo no se come.

El muchacho no tiene desperdicio: si lo gusta comer, no le gusta menos beber, y, lo diré para que se avergüence, bien que yo dudo que tenga vergüenza, alguna vez se ha emborrachado, metiéndose en la despensa y echándose al coleto media botella de Valdepeñas, y otro día se equivocó de botella y se tomó bonitamente, creyendo que era manzanilla, un trago de petróleo, con lo cual estuvo tan malo, que los médicos se vieron y se desearon para salvarle de la muerte.

¿Creéis que este percance le ha corregido?... No; le ha hecho más cauto para no equivocarse de botella.

El muchacho anda siempre acechando a ver si se descuida la mamá y deja abierta la despensa para entrar a buscar lo que no se ha perdido, y cualquiera presumiría, al ver con qué afán come lo que roba, que sus padres no le dan de comer lo suficiente.

Ver comer a Venancio en la mesa con sus padres, causa verdadero disgusto. Siempre pide más de todo, mira con envidioso afán los platos de los demás, creyendo sin duda que han sido más abundantemente servidos que el suyo, limpia los platos tan primorosamente como el perro, come el pan a bocados, y quien le ve comer, se pregunta dónde le caben al diablo del muchacho tanto arroz, tantos garbanzos, tanto de todo. Como no le preocupa otra cosa que comer mucho, no sabe comer; es decir, que come de una manera grosera, rebaña los platos, empuja   —251→   con los dedos lo que no cojo fácilmente con el tenedor, y demuestra, en fin, el poquísimo caso que hace, de las lecciones de buena educación que le da su padre.

A mis lectores, tan comedidos y prudentes, y tan atentos a los buenos consejos de sus padres y maestros, les parecerá imposible que haya niños como Venancio. Por desgracia los hay; que no es Venancio el único que yo he conocido.

Venancio no tiene sólo el vicio de la glotonería; tiene otro más feo aún, el de beber con exceso; vicio que no puede satisfacer tan fácilmente porque sus padres se lo estorban; pero es seguro que, a no ser que se corrija, llegará día en que se pueda llamar borracho a Venancio.

La glotonería es ocasión de muchas enfermedades, y ya ha probado esta verdad el mismo Venancio, y los hombres que tienen ese vicio suelen en general terminar sus días prematuramente, y la embriaguez es el estado más indigno y bochornoso en que puede encontrarse un hombre. Se expone a ser el ludibrio y la mofa de todo el mundo, y, lo que aún es peor, a cometer acciones vergonzosas, a causar daños considerables, de que luego tenga que arrepentirse cuando recobre la razón.

¡Cuántas veces os habréis reído, queridos niños, viendo en las calles hombres borrachos, haciendo ridículas contorsiones, diciendo barbaridades, blasfemias acaso, y rodeados de turba multa de gente aviesa y mal intencionada que contempla con regocijo al miserable, y le llena de denuestos, y le arroja lodo o le hace caer, que no necesita muchos empujones para caer el que está borracho!...

¿Puede haber situación más triste para un hombre, que, por humilde que sea su clase, debe tener la dignidad y el decoro propios de un ser racional?...

Muchos de los crímenes que se cometen tienen por origen el feísimo vicio de la embriaguez, y por él hay muchas familias perdidas, en la miseria, porque el borracho no es ni buen padre, ni buen hijo, ni buen obrero, y pierde a la vez que la inteligencia y el amor al trabajo, toda idea noble, y desconoce sus más sagrados deberes.

Compadeced, pues, a Venancio, que, pudiendo ser un muchacho trabajador, útil, simpático, es un glotón con sus puntas y ribetes de borrachín, holgazán, dormilón, torpe y sin vergüenza.

Como en estos retratos me he propuesto pintar todos los vicios, para que huyáis de ellos, y todas las buenas, cualidades, para que las imitéis, tiene que haber en la colección retratos feos y hermosos. Los primeros os gustarán menos seguramente, pero considerad que es útil que los conozcáis.

C. FRONTAURA.





  —252→  

ArribaAbajoAtrevida y curiosa

imagen

¡Miren la curiosa! Y si la cesta hubiera contenido una víbora, ¿no habría pagado muy cara su curiosidad y su atrevimiento?

Las niñas no deben ser curiosas, porque la curiosidad es un vicio, y todos los vicios son abominables y perjudiciales.



  —253→  

ArribaAbajoLa niña convertida en gata

(Continuación)



ArribaAbajoIII. La metamorfosis

Es preciso haber pasado años dedicado a un trabajo con entera voluntad y gran fe para comprender la importancia que se da a ese trabajo que tantos desvelos ha costado; preguntad a un pintor si aprecia su cuadro, a un sabio si estima su descubrimiento y a un poeta si cambiaría por nada del mundo la inspiración que le hace producir bellos versos. Pero los niños no saben nada de esto; solamente se preocupan de los muñecos, y aún estos los suelen romper apenas los cogen en sus manos. No comprenden tampoco que de una cosa que les parece muy fea dependen algunas veces la gloria, la fortuna y la dicha de alguien. Los niños bien educados deberían saber todo eso, y aprender desde la más tierna edad a respetar todo lo que ignoran.

Antonia no sabía que apartando aquel perol, o caldero, y privándole de fuego por un momento, había destruido todo el trabajo del brujo, y que todo lo hecho hasta entonces estaba perdido; en vano había escudriñado todos los secretos de la ciencia; en vano había velado día y noche para llegar a un descubrimiento maravilloso; todo era inútil ya. Era preciso volver a empezar, precisamente cuando ya estaba el brujo tan cerca de ver el éxito de sus esfuerzos. Figuraos la desesperación de aquel mago cuando vio destruido su porvenir, inutilizado su trabajo; se puso lívido de cólera y lloraba de rabia como llora un brujo, poniéndose tan feo que daba horror verle, y vertiendo unas lágrimas negras como tinta que caían sobre la piedra blanca, dejando en ella una mancha indeleble. El furor le crispaba las manos, y en su infernal memoria buscaba las más horribles imprecaciones, las maldiciones más enérgicas para confundir a la desventurada niña, que se había arrojado a sus pies pidiendo gracia y perdón.

De pronto, loco de furia, y como poseído de una inspiración de venganza, cogió el fatal caldero, donde aún brillaban los dos siniestros ojos, y lanzó violentamente todo el contenido al rostro de la pobre criatura, que inclinó la cabeza y cayó desmayada.

El brujo dio unas cuantas vueltas y zapatetas, y pronunció las palabras mágicas que ya os he dicho al principio de esta historia.

Y Antonia ya no era Antonia; sus bonitas manos se habían convertido en unas patitas con uñas largas, casi garras; sus bellos ojos negros eran unos ojazos verdes enormes, sus cabellos se habían hecho ásperos, y en fin, la pobre Antonia, tan ufana de su belleza, no era más que una gata, y no de las más bonitas.

Cuando volvió de su desmayo y comprendió la metamorfosis que en ella se   —254→   había verificado, su corazón se oprimió lleno de angustia, quiso hablar con aquella voz tan dulce y suave a la que su mamá contestaba siempre con amor infinito; pero ¡ay! ya no tenía voz, y mayó, pero con un tono por extremo desagradable, porque el brujo, que no había hecho nunca gatas, no pudo darle tampoco la voz dulce y mimosa que tienen algunas gatitas zalameras; así, las tristes quejas de la novísima gata eran sumamente enfadosas.

Cuando Antonia, la gata, gemía más fuerte, exponiéndose a una caricia poco amorosa del brujo, oyó que en el patio gritaba su doncella:

-¡Antonia! ¡Antonia!

La gata comenzó a saltar, llena de inquietud, buscando por dónde salir al patio.

-Ya te están llamando, exclamó el brujo, riéndose de una manera que hubiera hecho temblar a un escuadrón de coraceros, y que demostraba su perversidad; anda, anda, minina, verás qué contenta se pone tu madre cuando te vea tan guapa... Ese traje te estorbará ahora un poco, pero ya te irás acostumbrando, tonta, porque ya no volverás a tu primera condición de niña bonita hasta que alguno te diga: -Antonia, yo te perdono,- y te aseguro que no seré yo quien te perdone nunca.

Y diciendo estas palabras, el condenado brujo dio un puntapié a la gata, que saltó por la ventana al patio, cayendo aturdida por el dolor y la rabia.




ArribaAbajoIV. Hay personas a quienes no gustan los gatos

-Antonia, Antonia, que el almuerzo está en la mesa.

-Señorita Antonia, que llama la señora madre.

-¿Ha visto V. a la señorita Antonia? preguntaba la doncella al portero.

-No, no ha salido por aquí.

-Pero, ¿dónde estará?...

-¡Antonia! ¡Señorita Antonia!

Y la señorita Antonia, convertida en gata, corría por la escalera arriba, entraba en su casa, y ya iba a entrar en el comedor cuando su doncella le piso una pata y exclamó:

-¡Jesús! ¿de dónde ha venido este gato?... ¡Fuera, fuera! ¡cómo me gustan a mí tanto los gatos!... ¡Malditos sean ellos que todo lo arañan y destrozan!...

Y la pobre Antonia tuvo que echará correr, porque ya la iba a sacudir la doncella.

Tristemente bajaba la escalera, cuando su primo, que salía del comedor con un hermoso pastel en la mano, gritaba: -Antonia, primita, ven pronto a almorzar, que hay unos pasteles muy ricos.

Antonia, olvidando que era gata, se acerco a su primo, y quiso coger el pastel, pero el primito, asustado, empezó a gritar: -¡Ay! ¡Ay! ¡qué aquí hay un gato muy feo, que me quiero comer el pastel!

La pobre gata no tuvo más remedio que marcharse, porque el primo ya había cogido un palo y la amenazaba con él. Fue a refugiarse en su alcoba, y se acostó en su cama, creyendo que allí estaría segura. Pero apenas había entrado cuando entró la doncella, que traía el vestido de color de lila, perfectamente planchado y aderezado, aquel fatal vestido que había causado su desgracia.

-Antonia, dice la doncella; vamos,   —255→   no sea V. pesada, y salga V. a vestirse, a ponerse el vestido de color de lila, que ya lo he puesto yo flamante.

La doncella buscaba a la niña detrás de la puerta, en el armario, debajo de la cama, creyendo que se habría escondido; al mismo tiempo arreglaba el cuarto, ponía todas las cosas en orden, y por fin fue a levantar la cama, y entonces vio a la gata muy acurrucadita debajo de la colcha.

-Pero, animalucho, exclamó furiosa, ¿quién demonios te ha traído aquí? ¡Pues apuradamente me gustan a mí los gatos! ¡Anda con dos mil de a caballo!

Y descargaba sobre la gata duros golpes con el plumero.

Antonia, aterrorizada, escapó lo más pronto que pudo, y en viéndose fuera del alcance del plumero con que la sacudía la doncella, fue a colocarse delante de la puerta del tocador de su madre, a esperar que ésta saliera.

-A pesar de como me ha puesto ese brujo, pensaba Antonia, mamá me reconocerá, estoy segura; ella me comprenderá, ella adivinará lo que me pasa, como lo adivinaba cuando yo era pequeñita, según me ha dicho tantas veces, y a lo menos impedirá que me hagan daño.




ArribaAbajoV. Una triste fiesta

Allí estaba Antonia llena de pesar, cuando vio venir a sus primitas, tan alegres, tan bien vestidas, trayendo cada una un ramo en la mano.

-La tía no se ha levantado, dijo la una a la otra; mejor, así, en cuanto se levante, verá que hemos venido las primeritas a darle los días.

-¿Dónde está Antoñita? preguntó la otra al criado.

-Debe estar en su cuarto, contestó el criado, que no sabía lo que había pasado.

-Puede, que esté concluyendo de bordar el pañuelo para su mama; ya decía yo que no lo tendría concluido; pues nosotras ya tenemos el juego de paños y cuello bordado para nuestra querida tía.

También la pobre Antonia tenía concluido su pañuelo, y se apenaba más y más oyendo a sus primas, porque, ¿cómo podía ofrecer a su mamá aquel obsequio?...

Os aseguro que en aquel momento se sentía muy desgraciada; pero todavía lo faltaba mucho que sufrir. Al cabo de una hora, llamó la mamá de Antonia, y cuando iba a entrar en la habitación otra de las doncellas, la de Antonia corrió a decirlo: -Si la señora pregunta por la niña, dile que he salido con ella a comprar flores; así tendré tiempo de buscarla. ¡Yo no sé dónde está; Dios mío, si lo habrá sucedido algo!... ¡La Virgen me valga! temiendo estoy que se haya caído en el pozo. ¡Jesús! no lo quiero pensar, me moriría de perla.

Antonia, conmovida viendo llorar a su doncella, olvidando que no la podría reconocer, quiso hablarla y consolarla; pero la doncella la rechazó, bien que no la maltrató, ni amenazó, preocupada, como estaba de la pérdida de su querida señorita.

Pronto la alarma cundió por la casa, y nadie tuvo serenidad para ocultar su inquietud; la mamá de Antonia, no viendo volver a su hija, y notando el azoramiento y zozobra de los criados, empezó a temer alguna desgracia, y   —256→   corrió a la alcoba de la niña, creyendo que estaba enferma.

Cuando Antonia vio pasar a su madre, corrió tras ella, esperando ser reconocida; pero un perro ratonero, que nunca se separaba de la mamá de Antonia, apenas vio a la gata, empezó a ladrar furioso, y con esto acudieron otros perros que había en la casa, rodearon a la gata, la acosaron y persiguieron de tal modo, que Antonia no tuvo más remedio que subir por la escalera y salirse al tejado.

Entre tanto, esperaban todos en la casa el regreso de la doncella de Antonia, creyendo que ella traería a la niña; pero la doncella no volvía, no se atrevía a presentarse delante de la señora.

Eacute;sta llamaba a su hija con desgarradoras voces.

-Hija de mi alma, exclamaba, ven, ¿dónde estás?... no te reñiré, aunque hayas hecho algo malo... Hija mía, ¡por Dios! ven.

Y recorría toda la casa, el patio, el jardín, preguntaba a todo el mundo, mandaba a sus criados que recorriesen la ciudad entera... Daba lástima ver a la pobre madre, desesperada, loca.

Ya había preguntado a todos sus parientes y amigos, a la policía, a los que pasaban por la calle, y nadie daba razón de Antonia.

-¡Ha muerto! decía, ¡ha muerto y me lo quieren ocultar!... ¡Hija de mi vida!... ¡yo quiero morirme si ha muerto mi hija!...

Partía el corazón oír a la buena señora, y Antonia, que la oía desde el tejado, podéis comprender el horrible tormento que sufriría.

En el exceso de su dolor, imaginó ir a buscar al brujo, a ver si se apiadaba de ella y la devolvía su forma primitiva, pero el brujo había desaparecido.

Pasó el día y Antonia estuvo toda la noche en el patio mirando a las ventanas del cuarto de su madre y presenciando el sobresalto, la pena, la alarma de todos los que estaban en la casa. Varias veces intentó entrar en el cuarto de su madre, pero el ratonero estaba alerta y no se lo permitía.

Y mientras, la mamá estaba accidentada, en gravísimo estado.

Antonia pensó escribir en la pared para dar aviso de su situación, pero no tenía con qué; probó a escribir con las uñas; pero ¿quién había de leer ni entender lo que ella escribiera? ¡Ay! ¡cuánto hubiese dado ella por poder escribir en un papel: «¡Mamá, no he muerto, es que me he convertido en gata!»

(Se continuará.)






ArribaAbajoEl quinto no matar

Nuestro querido amigo y colaborador el ilustre poeta D. Ramón de Campoamor nos ha facilitado para Los Niños un poemita que lleva el título con que encabezamos estas líneas. En el número próximo insertaremos completa esta delicada y tierna composición, tan bella como todas las del autor de las incomparables Doloras.

Es una gran honra para nosotros ser los primeros en dar a conocer al público el bellísimo poema El quinto no matar.