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ArribaAbajoNúmero 17. Tomo VI. Diciembre 1872


ArribaAbajoLa felicidad humana

A las niñas de mi distinguido amigo don Pedro Grau


Aceptad el pensamiento moral que entraña este artículo, como el testimonio del alto aprecio que de las virtudes que atesoráis en tan temprana edad hace


J. C. MENA                


¡Felicidad humana! He aquí el centro de atracción de todas las aspiraciones del hombre, el faro engañoso que nos muestra un puerto de refugio para todas las tormentas del alma, la ilusión fugitiva que adormece los rigores de la adversidad.

Y no debe causarnos extrañeza que nuestras aspiraciones se dirijan irresistiblemente a la felicidad, porque si la sed material tiende a saciarse, la sed espiritual quiere también apagar el fuego que la produce, fuego que abrasa el corazón y que inquieta la mente, fuego que nos agita, que nos mueve y que nos conduce a todas las situaciones tremendas de la vida.

Es ley, y como tal, inflexible, ineludible y respetable, el instinto de satisfacer todo cuanto nuestra imaginación concibe, todo cuanto nuestra fantasía sueña, todo cuanto el sentimiento nos muestra en sus risueños horizontes; pero ese instinto está subordinado en el hombre a otra ley más alta, más sabia, más salvadora, más inefable: a la ley moral.

Y en ese choque de las dos leyes se empieza a producir el infortunio humano, porque todo obstáculo nos enoja, toda dificultad nos molesta, toda contrariedad nos mortifica, todo, en fin, lo que se opone a los movimientos de nuestro corazón, es motivo de pesadumbre, es causa de quebranto.

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Es, pues, la lucha entre los deseos irreflexivos o inconscientes de nuestra naturaleza y la idea moral, un origen de inquietud y de desasosiego, que nos hace sufrir y que engendra nuestra desventura accidental, pero que puede decidir de nuestra tranquilidad y de nuestro infortunio, según prevalezca la voluntad racional o el ímpetu de nuestras pasiones.

La tranquilidad que se opera mediante el triunfo de la virtud sobre el egoísmo de nuestros deseos, es un bien inestimable, porque nos sobrenaturaliza y redime, porque nos hace superiores a las fuerzas materiales que nos impulsan a bastardos fines, porque nos levanta a una esfera superior desde la que descubrimos horizontes de luz y de ventura para después de la peregrinación terrenal.

Pero prescindamos por ahora de esa felicidad, que consiste en el conocimiento de la verdad de nuestro origen y de nuestro destino, conocimiento que nos alienta para continuar por el escabroso camino de la vida con ánimo esforzado y hasta con valor heroico, prescindamos de esa felicidad que procede de Dios y que tiene algo de divina, para fijarnos en esa quimera pueril que se llama felicidad humana.

¡Ah! no seamos paradójicos, no incurramos en la más monstruosa y más absurda de las contradicciones, no amalgamemos dos ideas que se rechazan y se repelen violentamente: la idea felicidad, con la idea humana. No, no hay que confundir cosas tan desemejantes, porque la idea felicidad es absoluta, y no transige con nada que no sea goce, que no sea satisfacción, que no sea dicha cumplida, que no sea ventura completa. Y la idea humana implica la idea de limitación, la idea de trabajo, la idea de sufrimiento, la idea de quebranto, la idea de lágrimas. ¿Cómo, pues, armonizar elementos tan opuestos? ¿Cómo es posible concertar dos principios tan disonantes?

Pero hay una época en la existencia humana en la que las corrientes del corazón se encauzan en los deseos afectivos, en los instintos sentimentales, en el amor irreflexivo. Y así se explica esa confianza que la inexperiencia inspira a la infancia, y que también la inspira a la ignorancia, porque es indudable que, como alguna vez lo hemos dicho, el hombre ignorante es el niño de la inteligencia con las pasiones del hombre. En esa época primera de la vida, y en ese estado de tinieblas en que se encuentra la inteligencia sin instrucción, las pasiones y los sentimientos son los móviles de nuestros actos, y los astros que iluminan confusamente los horizontes de nuestro porvenir. Por eso se dice que la infancia es dichosa. Por eso también puede decirse que la ignorancia vive en una calma que no es compatible con un criterio ilustrado, con una imaginación ardiente, con una fantasía exaltada y febril.

¡Oh! no, no digamos nunca que somos completamente felices, humanamente hablando, porque al hacer tan temeraria afirmación, nos olvidamos de las leyes de nuestra naturaleza, nos apartamos de la verdad y cerramos los ojos a la luz de la evidencia. ¡Oh! no, no queramos ser enteramente felices, porque entonces pretendemos trastornar el orden de la creación, oponernos a los designios supremos y convertir el mundo en cielo.

La felicidad humana, en la que constantemente   —259→   seríamos, no puede realizarse en toda su plenitud sin el concurso más eficaz de nuestra imaginación. Y cuanto más se dilata nuestra imaginación, cuanto más apura la copa del deleite espiritual, cuanto más se extasía en el ideal de placeres supremos, cuanto más se eleva y se levanta, tanto mejor mide la distancia que le separa del mundo real y positivo, tanto mejor comprende la violenta y espantosa transición de la ventura más inefable a la desgracia más terrible. Y como la imaginación no respira tan sólo en las esferas del pasado y se anticipa a las del porvenir, los recuerdos del ayer y los presentimientos del mañana anublan y oscurecen los brillantes espacios que, por un momento, y olvidándose de sí misma, recorrió rápidamente en su vertiginoso vuelo.

No, no creáis en ella, no la queráis tampoco. No creáis en esa felicidad absoluta, dentro de lo temporal, porque esa felicidad es incompatible con las leyes de nuestra existencia; y nadie que de racional se precie debe creer en la posibilidad de la más anómala y más anacrónica de las contradicciones. No lo queráis, no lo queráis tampoco, porque aspirará realizar en una esfera material y limitada el bello ideal que se llama felicidad, es olvidarse de lo que nos enseña nuestra propia conciencia con elocuente voz, es olvidarse de que hemos venido a este planeta que se llama tierra, a sufrir y a merecer; es olvidarse de que la virtud es el áncora de nuestra salvación, y de que, para que la virtud se desenvuelva y se engrandezca, desenvolviendo nuestras facultades y engrandeciendo nuestro ser, es indispensable la lucha, es imprescindible la contrariedad, es necesario el dolor.

¿Cómo, pues, creerse feliz el que comprende las leyes de la existencia humana?

¿Cómo, pues, querer ser feliz por medios humanos el que comprendo su destino en el mundo?

La felicidad única es la felicidad relativa, ese estado superior en que el hombre se convence de su misión terrenal, y poseído plenamente de que la existencia es una cruz terrible que lo salva si a su yugo se somete, acepta con resignación evangélica las contrariedades que le envuelven, los obstáculos que le rodean, y todo, en fin, cuanto puede herir las fibras más delicadas de su corazón. Entonces es cuando el hombre se rehabilita ante sí mismo por el heroísmo de la resignación, y al aceptar las pruebas que Dios lo ofrece, se sublima y se engrandece, levantándose sobre el egoísmo material de la vida y dilatando su espíritu por las esferas celestiales.

Es, pues, indudable que nunca nos podemos considerar felices, dentro de lo humano, porque entonces, al apurar los placeres supremos que son los grandes factores de nuestra dicha, comprenderíamos que no son eternos sino fugitivos; que no son perpetuos, sino temporales; que no son absolutos, sino relativos; y al convencernos de que nuestra felicidad es tan limitada, comprenderíamos que tanto más tremenda sería nuestra caída, cuanto más elevado fuese el nivel de nuestra ventura; y el temor de perderla sería el más terrible de nuestros dolores, la mayor de nuestras desgracias, el más grande de los infortunios.

No, no queramos esa felicidad humana   —260→   soñada por el materialismo en sus delirios, y aspiremos solamente a conquistar lícitas satisfacciones mediante los beneficios del trabajo y el heroísmo de la virtud, a respirar la atmósfera de purísimos afectos, y a decir con voluntad convencida: Quiero sufrir en el mundo, porque quiero merecer el cielo.

JUAN CANCIO MENA.




ArribaAbajoUn colector laborioso

Fábula



Persona muy bien quista
y diestro pendolista
era un buen caballero
de la época del rey Carlos Tercero.-
Advertencia al lector. Si hay quien presuma  5
que es pendolista el hombre
que relojes de péndola fabrica,
yérralo su merced; sólo se aplica
el susodicho nombra
al que maneja con primor la pluma  10
(péndola antiguamente);
en fin, al que hoy llamamos escribiente
o calígrafo bueno; aunque hay, por mote,
quien al tal apellida tagarote.
Sigo. Era, pues, calígrafo excelente  15
el señor mencionado,
muy amigo de andar siempre ocupado.
«No debe estar el hombre nunca ocioso,»
exclamar de continuo se le oía;
y la prudente máxima cumpliendo,  20
años y años pasábase escribiendo,
y al instante guardaba cuidadoso,
sin permitirlo ver, cuanto escribía.
«¿Qué es lo que usted trabaja?» le decía
Paz, su sobrina y única heredera.-  25
«Pasmada lo verás cuando me muera,»
le contestaba el tío.
El pensamiento portentoso mío
a nadie le ocurrió; temo que un tuno
me lo robe quizá, si se trasluce,  30
y no quiero decírselo a ninguno.
Colección esmerada, provechosa,
grande y elegantísima reúno,
de datos importantes infinitos,
que en su día verás, de letra hermosa,  35
y en papel superior (donde se luce
la mía bien) con desahogo escritos.
En cuanto llegue mi final momento,
y mi trabajo veas y te asombre,
cumple lo que dirá mi testamento.»  40
La sobrina entre dientes murmuraba:
«¿De qué hará colección este buen hombre?»
Cuando menos en ello se pensaba,
enferma el tío, y empeora y fina;
y en un arcón encuentra la sobrina  45
catorce arrobas de papel florete,
escrito de la propia
mano de aquel señor, con el membrete,
cada pliego por si, de Simple copia.
Y la heredera Paz, notando al punto  50
ser copia el manuscrito de un impreso,
que, envejecido al mes, vale su peso,
este epitafio le plantó al difunto:
«Aquí yace don Pánfilo Trompeta,
colector diligente,  55
que su vida empleó constantemente
en copiar la Gaceta

J. E. HARTZENBUSCH.



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ArribaAbajoJesús entre los doctores

imagen

Toda la vida humana del Divino Salvador sobre la tierra fue una vida de misterios insondables para la limitada inteligencia del hombre. Ni palabras, ni actos suyos, ni suspiros ni lágrimas, pudieron llamarse indiferentes o faltos de significación y enseñanza. En todo se revelaba expresamente, o se adivinaba bajo el velo del misterio, alguna lección sublime que como fruto sazonado entregaba al caudal de sabiduría de la humanidad.

Muy joven era todavía, casi un niño, cuando ocurrió, en su preciosa existencia un acontecimiento cuyas peregrinas circunstancias han ejercitado más de una vez la sabia meditación de insignes escritores y Padres de la Iglesia. Dicho acontecimiento es el que comúnmente se expresa cuando se dice «Jesús   —262→   perdido, y hallado en el templo.»

Era Jesús adolescente. La pureza de los doce años resplandecía en su semblante. Sus dorados cabellos, sus ojos que copiaban la luz del cielo, su gentileza natural, su sereno continente revestían su humanidad de terrenos encantos que por muy espléndidos que fuesen no eran sino pálida imagen de aquella gracia y sabiduría soberana de que estaba lleno.

La santísima María, el santo José tenían puestos en él cuantos sentimientos, de ternura y amor pueden brotar del más puro de los corazones. Cualquier dolor que a él se refiriese, debía ser dolor mortal por lo agudo de sus punzadas, y uno de esos los aguardaba creyendo que habían perdido a aquel imán de su vida y de su ser.

Fieles observadores de la Ley, queriendo dar los primeros ejemplos de obediencia a las ceremonias que su culto prescribía, no podían menos de asistir todos los años a la augusta solemnidad de la Pascua, que era en la religión judaica la más venerada de todas las fiestas. Llegó este momento en uno de aquellos, y aunque Nazaret, morada ordinaria de la Sagrada Familia, distaba mucho de Jerusalén, acudieron a esta ciudad por el piadoso fin antes indicado. Con María y con José iba también el adolescente Jesús, a quien, sabedores del espíritu que lo animaba, consintieron fácilmente que les acompañase, por más que treinta leguas separasen la modesta ciudad de Galilea y la que en Judea guardaba dentro de sus muros el templo del Señor.

Verificadas y terminadas las solemnidades de los Ázimos, que duraban siete días completos, retornaron los amantes esposos a Nazaret, permitiendo Dios por inescrutable arcano, que, sin advertirlo ellos que nunca apartaban su pensamiento del divino Niño, quedase éste en Jerusalén. Todo un día caminaron creyendo que iba en su compañía; pues acostumbrándose entonces, según atestiguan doctos escritores, a que en grupos separados marchasen los hombres y las mujeres, y teniendo al propio tiempo en cuenta las prerrogativas de la inocente edad del Salvador, debió opinar la Madre que estaba al lado de José, así como éste que caminaba en compañía de su castísima esposa. No de otro modo se puede explicar humanamente este inexplicable suceso.

Llegó la noche, y la comitiva se detuvo en Berea, como a unas tres leguas y media de Jerusalén. ¡Oh qué dolor tan penetrante estaba allí reservado a aquellos ternísimos corazones! Buscáronle por todas partes, preguntaron con indecible afán a parientes y conocidos, no omitieron pesquisa, ni diligencia para hallarle, mas todo fue en vano, Jesús no parecía, Jesús no respondía a su desolada voz, Jesús se había quedado en Jerusalén. Convencidos de tan triste verdad, partieron en su busca para dicha ciudad en cuanto iluminaron el cielo los primeros albores del nuevo día.

Ahora repetiré yo las consideraciones que sugiere este acontecimiento aun distinguido escritor francés, contemporáneo nuestro: «¿qué sitio, dice, había elegido Jesús para albergarse, y qué auxilios había hallado para subsistir durante los dos días que estaba separado de María y de José? - Se ignora. ¡Venturoso el fiel israelita que acogió en su casa al Divino Niño durante   —263→   este corto intervalo, si es cierto que honrase con su presencia a alguno de los habitantes de Jerusalén! El Hijo de Dios estaba sujeto a las necesidades, porque de su propia elección se había sometido a las nuestras, pero podía pasar sin los auxilios que nos son indispensables, y estaba seguro desde su más tierna edad de que Dios su Padre concedería infaliblemente a la dignidad de su persona los milagros que le pidiera.»

Llegado había en tanto el tercero día desde su pérdida, cuando la afligida Madre y su no menos dolorido esposo entraron de nuevo en el templo, y en él, con inmenso gozo, descubrieron al Hijo adorado, cuya breve ausencia tan hondo dolor les había producido.

Sentado estaba entre los maestros de Israel, entre los Escribas y Doctores de la Ley, en uno de los vestíbulos o galerías exteriores del templo, donde aquellos solían reunirse en días determinados para explicar a numerosos oyentes, y estudiar entre sí, las divinas Escrituras. Su rostro resplandecía con la luz inefable del Verbo hecho carne: circundaba su frente y bañaba su inconsútil vestidura una espléndida aureola. De sus labios brotaban raudales de ciencia y vida, ya contestando con sin igual dulzura a los orgullosos Fariseos, ya confundiéndolos con la justicia y rectitud de sus preguntas. Cuantos le oían quedaban pasmados de su sabiduría y de sus respuestas: todos se preguntaban sí aquel Ser tan prodigioso era un ángel humanado.

Al verle José y María quedaron también maravillados por más que ésta era ya por su parte conocedora de la sabiduría infinita de aquel casto fruto de su seno. Acabada que fue la instrucción del joven y Divino Maestro, la amorosa Madre se creyó en el caso de quejarse a él tiernamente, bien por el secreto que había guardado en sus designios, bien por los afanes que les había ocasionado su ausencia. Y hablole de este modo: «Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros? Mira cómo llenos de aflicción hemos andado buscándote.»

Mas él les respondió con grave y mesurado acento: «Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo emplearme en las cosas que miran al servicio de mi Padre?»

¡Admirable respuesta! Dio entonces a conocer, aunque los que estaban presentes no lo comprendieron, que no sólo era hijo de María, sino que también era Hijo único de Dios Padre; como asimismo enseñó que la voluntad del Padre celestial debe preferirse a los gritos de la sangre y a toda consideración humana. La Virgen María, iluminada con luz superior en la inteligencia, conservaba todas estas cosas en su corazón para meditarlas despacio en el arcano de su alma.

Si vosotros fijáis ahora la consideración en los diversos accidentes de este breve pasaje, veréis con qué razón os decía al principiar el presente artículo, que nada hay indiferente, nada que no sea fuente de superior doctrina en la vida de Nuestra Señor. Ya os lo he indicado, aunque someramente, en los puntos oportunos: aplicad a vosotros la lección en aquella parte que os puede obligar, esto es, en la necesidad de hacer siempre la voluntad de Dios, lo cual fue en compendio la vida del que nació en un pesebre y espiró en una cruz.

ANTONIO ARNAO.



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ArribaAbajoEl quinto no matar

Carta escrita a la niña Pepita Sandoval y Krus con motivo de la muerte de mi ahijada Guillermina





I

    Conque ¿imperiosa
me mandas en tu carta peregrina
que te diga a ti cosas y te cuente
la historia de mi ahijada Guillermina?
En cuanto a ti, a quien amo tiernamente,  5
te diré, ¡qué sé yo! que eres divina;
y con respecto al ángel de pureza
de unos ojos tan grandes y tan bellos
que se veía en ellos
cuanto más grandes eran, más tristeza,  10
te contaré que es tan fatal mi suerte,
que soy como aquel bardo de la historia
que, mientras tuvo voz, arpa y memoria,
cantó a una niña ausente por la muerte.


II

   Con un mirar muy dulce y concentrado,  15
la pobre ahijada mía,
como el tuyo, tenía
un aire serio, encantador y honrado.
Tú sola eres tan bella;
tú eres como ella el sol más hechicero;  20
y tú también, como ella,
eres un ser que con el alma quiero.
   Sus pestañas llevaban
el pudor y la sombra cobijados,
y, con serena majestad, sombreaban  25
sus ojos por modestia algo asustados;
y como, en torno de ellos, se sentía
la seducción que viene desde adentro,
donde quiera que estaba, ella era el centro
de un grande remolino de alegría. 30  30
   Mórbida y gruesa con igual encanto,
era airosa aún cubierta con un manto;
y de salud y de bondad modelo
se parecía al serafín de un cielo;
pues, cual si un ángel de Murillo fuera,  35
a la luz de un candor inextinguible,
aquella niña buena y hechicera
parece que podría, si quisiera,
ser impalpable, es más, ser invisible.


III

   Un día aquella niña candorosa,  40
avezada a las tiernas efusiones,
con cierta ortografía caprichosa
me escribió estos renglones,
(que los copió dictándoselos ella,
otra Licurga grande y menos bella,)  45
cuyas letras, cual notas musicales,
en fantásticas formas de dibujadas,
recordaban en grupos desiguales,
los dedos misteriosos de las hadas:
-«Padrino, ven, o moriré de espanto:  50
de veras te lo digo.
Como en un mes he padecido tanto,
tengo hambre voraz de hablar contigo.
   ¡Cuánto recuerdo, de ternura llena,
que mi madre, formando mis delicias,  55
me solía probar que yo era buena
con razones de abrazos y caricias!
   ¡Qué diferencia de hoy, Padrino mío!
¿Recuerdas que, al traerme a este convento?
porque hacía en el coche mucho frío,  60
los pies me calentabas con tu aliento?
   Ven pronto a que te cuente
la causa que mis males ocasiona;
y después, francamente,
me dirás si una tórtola es persona.  65
   ¡Lo que está aquí pasando es hasta impío.
Me tratan de manera
como si yo, a mi edad, ya no supiera
que el quinto es no matar, padrino mío!»-
—265→


IV

   ¿El quinto es no matar? ¡Vírgen María!  70
en mi interior decía;
Si aquel coro adorable
de angelitos de Dios, allí metido,
habrá por inocencia cometido
alguna atrocidad inconfesable?  75
   Pero luego pensé, Pepita amable,
que el ser mala, a tu edad, es ser divina;
y abrigué la esperanza inapreciable
de que la gran culpable
lo fuese mi adorada Guillermina,  80
porque, lo mismo a mí que a todo viejo,
en materias de gracia femenina
me hace feliz el género diablejo.
   Y al convento marché sin mucha pena,
pues fui compadeciendo  85
a la niñez que, de inocencia llena,
va de un grano de arena
una montaña haciendo;
hasta que, el tiempo andando,
por un gentil error de óptica extraña,  90
su tamaño achicando,
llega por fin, bajando,
a ser grano de arena la montaña.


V

   Llegué y reinaba en el asilo santo
un silencio profundo,  95
hijo sin duda del terrible espanto
que he de contar aunque se asombre el mundo.
   Es el caso que un día
las pensionistas con horror supieron
que, cuanto ellas pensaban, se sabía;  100
y, además, advirtieron
que cuando alguna averiguar quería
quién era la habladora
que a las niñas vendía,
-«Todo, todo»- la anciana directora,-  105
me lo cuenta a mí un pájaro,»- decía:
e irritadas al pájaro buscando
con febril movimiento,
las niñas conspirando
un plácido rumor iban formando  110
de hojas de flor movidas por el viento;
hasta que, al fin, llegando
el terrible momento,
una niña valiente
-«¡Esa es!»- gritó con varonil acento,  115
señalando a una tórtola inocente
que amaba con pasión la directora;
y luego otra oradora
todavía más fiera y elocuente,
aseguró que, decididamente,  120
la tórtola era mala y habladora.
Y juzgándola autora de sus males,
a morir a la tórtola condena
aquella reunión de criminales,
que imitaba, afilando sus puñales,  125
el ronco despertar de una colmena;
y siguiendo a la vaga teoría
la insurrección armada,
al ave calumniada
que en el convento había  130
(y que por viuda y tórtola tenía
la desdicha de ser dos veces triste),
aquella desalmada compañía,
con la gracia a que nada se resiste,
no la volvió ya a echar, desde aquel día,  135
migas de pan revueltas con alpiste.


VI

   Poco después el pájaro inocente
murió; más claramente
adivinar se deja
que, por otras cuidada, dulcemente  140
la tórtola feliz murió de vieja.
   Mas ¡oh qué crueldad, Pepita mía!
en términos fatídicos y oscuros,
la anciana directora, que creía
que es digna de castigo la alegría,  145
a aquellos seres puros
los acusó de corazones duros;
pues creen algunas, de ternura ajenas,
que a las muchachas, ángeles sin alas,
aunque les cause penas,  150
para que sean buenas
es forzoso decirles que son malas;
y por eso, con aire pensativo,
ya no alegraron el retiro santo
con el candor nativo  155
de aquellas risotadas sin motivo
que de las niñas son la voz y el canto;
y era tal el espanto
que de noche sentían,
por si en la sombra aparecer veían  160
el espectro del pájaro ofendido,
que, despiertas, de miedo que tenían,
se hacían compañía haciendo ruido.


VII

Mas tú preguntarás: y, ya pasadas
esas tristes jornadas  165
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que de un hombre honrarían el denuedo,
¿qué hacían las terribles conjuradas?
Como siempre, espantadas,
rezar juntas, llorar y tener miedo;
y más cuando la niña tan valiente  170
acobardada ahora,
se atrevió a preguntar tímidamente:
-«¿Las tórtolas, señora,
tienen lo mismo que nosotras, alma?»-
Y admirando el candor, la directora:  175
-«¡Vaya si tienen!»- respondió con calma.
Y al oír tal sentencia,
lo mismo que unas pobres golondrinas
temblarían de un buitre en la presencia,
aquella sociedad de Catilinas  180
sintió remordimientos de conciencia.


VIII

   Y hasta aquella preciosa criatura
que, objeto de mis ansias más constantes,
llegué a abrazar, poco antes
de empezar su postrera calentura,  185
al hallarme a su lado, tiernamente
suspiró, más que dijo, lo siguiente:
«Soy muy mala, es verdad, mas no me riñas,»
y continuó mirándome de frente,
con unos ojos grandes, todo niñas:  190
-«porque apurada ya nuestra paciencia,
dejamos morir de hambre
a una tórtola bruja y habladora,
la madre directora
a todos asegura  195
que somos un enjambre
de niñas sin conciencia,
sin más Dios que el placer y la hermosura.»
-«Cuenta, cuenta, hija mía,
lo que de ti la tórtola decía,»  200
dije a la pecadora
que confesaba, trémula y sumisa,
la muerte de la tórtola habladora
con una turbación que daba risa;
y poniendo en su voz el tono amante  205
que hace divina la palabra humana,
sigue así, mientras brilla su semblante
con toda la hermosura del mañana:
y ¡oh! ¡qué grato es oír cómo nos cuenta
sus muchos desengaños  210
una boca de miel de pocos años
a unos torpes oídos de cincuenta!
-«Cuando, yo me dormía,»
la niña proseguía,
«la tórtola, mirándome a la frente,  215
todo cuanto soñaba me veía,
por más que, con cuidado
al dormirme, acostándome de lado,
con el brazo hasta el pelo me cubría.
   «Por aquella habladora,  220
cuya muerte hoy a todas nos aqueja,
supo la directora
que por ser, cual mi madre, una señora,
tengo yo mucha prisa de ser vieja;
y no falta quien jura  225
que le dijo que yo, por no ser buena,
la lectura amo más que la costura,
y que cualquiera música que suena
me gusta mucho más que la lectura;
que soy tan vanidosa,  230
que, si cojo una luz, de amor avara,
me la acerco a la cara
para que vean bien que soy hermosa;
que tengo sentimientos inhumanos,
porque a veces, muy pocas se me olvida  235
besar el pan que, estando distraída,
se me suele caer de entre las manos;
que el semblante risueño
acostumbro a. poner por cualquier cosa,
y los dientes enseño,  240
porque estando resuelta a ser graciosa,
nunca sé desistir de tal empeño,
que el ser pobre me pesa;
y que tal fe la vanidad me inspira,
que sueño que soy reina, y es mentira,  245
porque suelo soñar que soy princesa:
y en fin, que soy tan loca,
que sólo pienso en cosas imposibles...»
y diciendo otras gracias indecibles
con un beso después cerré su boca.  250
   Y mientras yo estrechaba
sus manos con las mías,
y ella en seguir contando se empeñaba
su serie de preciosas niñerías,
ya a perturbar su clara inteligencia  255
la fiebre comenzaba,
y exaltada la niña, en su inocencia,
a intervalos serena, prorrumpía:
-«Si escuchase estas cosas, ¿qué diría
mi padre, que es tan bueno, y me enseñaba  260
la piedad, el perdón y la paciencia?»


IX

   Como la estancia aquella
un extenso jardín la circundaba,
junto a la niña enferma se aspiraba
un perfume de flor que se ignoraba  265
—267→
si procedía del jardín o de ella.
   Crecía con el mal la calentura;
y, ya oraba la pobre criatura,
ya uniendo las ideas con trabajo,
me acariciaba hablándome muy bajo;  270
y cuando, ya, inconexos, terminaban
los rezos que sus labios dedicaban
a su padre, a su madre, y sus hermanos,
poniéndolas en cruz, se acariciaban
cual dos palomas sus redondas manos.  275
   Y en el postrer momento
fue la tórtola viuda
su gran remordimiento,
pues eran tal su horror y sentimiento,
que el alma de aquel pájaro sin duda  280
inquietaba al morir su pensamiento.
¡Así, niña querida,
a aquella criatura,
cuya memoria pura
tendrá fin con mi vida,  285
después de tan horrible calentura,
llegó la muerte y la llevó dormida,
mientras yo, inconsolable,
cuando su almita desplegaba el vuelo,
por la parte del cielo  290
oía cierta música inefable!...


X

   De este modo llegó, como jugando,
el más largo y más hondo de mis duelos.
¡Conforme sopla el viento, va arrastrando
sueños del hombre y nubes de los cielos!  295
Y ¿nunca más, alma del alma mía,
he de volver a verte?
¡Cuánta razón tenía
la antigua poesía
que puso al lado del placer la muerte!  300
¡Adiós, días serenos,
que, hundiéndoos de la noche en el abismo,
dejáis mis ojos de tinieblas llenos!
¡Murió! ¡Cómo ha de ser! ¡siempre lo mismo!
¡Una tristeza más; y un sueño menos!  305


XI

   ¡Llora por mí, Pepita encantadora:
y hoy que el pesar mi corazón traspasa,
ven, por piedad, a reemplazar ahora
a aquella ave cantora
que ahuyentaba el dolor de nuestra casa!  310
   Tu mano compasiva
cierre mi herida para siempre abierta,
porque em muy justo que la niña viva
me alivie de la pena de la muerta.
Y evitando el atroz remordimiento  315
de no ser fiel al quinto mandamiento,
te ruego, por lo mucho que me quieres,
hada, como ella, buena y hechicera,
que, mientras seas niña, como hoy eres,
no ofendas a una tórtola siquiera:  320
y teniendo presente la experiencia
de aquella criatura
de quien fue el torcedor de su conciencia
un pájaro, que es sólo en la escritura
emblema del candor y la inocencia,  325
cuando llegues a ser en adelante
más amada que amante,
como una mujer bella es tan terrible,
¡honor de Portugal, gloria de España!
al poner esos ojos en campaña  330
no mates a ninguno, si es posible!


XII

   ¡Santo Dios! ¡Quién creería
que, antes que yo, a la tumba bajaría
la que, templando de mi edad las penas,
junto a la mar un día y otro día  335
rebosando alegría,
después de coger conchas y azucenas,
mecida en mis rodillas se dormía!
¡Adelante, ansias mías, adelante!
Muramos con la niña idolatrada.  340
Mas ¡ay! si para el pobre caminante
es larga todavía la jornada,
¿no habrá un recuerdo amante
de mi vida pasada
que a aligerar constante  345
venga el dolor de mi alma destrozada!...
¡Gracias, gracias, espíritu radiante
de mi madre adorada,
porque al verme llorar, desconsolada,
has venido a abrazarme en este instante!  350

RAMÓN DE CAMPOAMOR.



  —268→  

ArribaAbajoUn juego peligroso

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No hay duda que este balanceo es muy agradable; pero, ¿qué sucede si uno de los niños se cae?... Que los dos se lastiman.




ArribaAbajoLa niña convertida en gata

(Continuación)


ArribaAbajoVI. La carta

Al lucir la luz del día, Antonia, temiendo que la arrojaran de aquella casa, en donde experimentaba el doloroso placer de ver a su madre, se sube al tejado, con el objeto de ver sin ser vista.

Triste y pensativa se hallaba, cuando oyó en el patio de una casa vecina abrirse una ventana, y vio entonces el interior de una preciosa habitación, en cuya chimenea ardía un buen fuego.   —269→   Sobre la mesa había algunos libros, y jarrones con flores. En seguida recordó Antonia la carta que tenía que escribir a su madre, y resolvió penetrar en aquella habitación. Saltó, pues, a la ventana, y viendo que en aquella especie de gabinete no había nadie, se lanzó en él atrevidamente.

Al saltar tiró al suelo una miga de pan que había sobre un cartón de dibujo, lo cual indicaba que alguna persona iba a ir a dibujar a aquella habitación.

Antonia no había comido desde la víspera, y no pudiendo resistir a la tentación, se comió la miga de pan con el mayor apetito.

Después de tan espléndido festín, pensó en la manera de escribir a su madre, para lo cual, saltó sobre un sillón que había cerca de una mesa, y cogió la primera pluma que encontró al alcance de su patita: pero ¡ay! la dificultad estaba en poder coger bien aquella pluma, y trazar algunos caracteres que pudieran leerse. Después de haber trazado algunos rasgos informes que parecían letras, Antonia quiso leer su carta, pero se convenció de que era imposible que persona alguna descifrase aquellos garrapatos; había escrito como puede escribir una gata. ¿Habéis visto vosotros a algún animalito de esos escribir una carta?...

Viendo que no podía escribir con la pluma, la arrojó, y metiendo la patita en el tintero probó a escribir con las uñas, y con esto sólo consiguió llenar de borrones el papel, sin trazar caracteres inteligibles.

Ya había manchado de tinta todos los papeles que había sobre la mesa, y ésta, y el sillón, y varios libros, cuando llegó la persona a quien pertenecía aquella habitación. Era una hermosa joven de dieciséis años, que se sorprendió mucho al hallar en su cuarto una enorme gata desconocida y ocupada en escribir.

Lejos de enfadarse Mariquita, que así se llamaba la joven, muy contenta de ver una gata tan instruida, empezó a acariciarla y le dio bizcochos y leche con la mayor amabilidad, y entonces sí que se alegró Antonia de haber aprendido a escribir cuando era niña, porque esta habilidad le valía, cuando, era gata, tantos halagos y mimos.

También recordó que el brujo le había dicho que no recobraría su primitiva forma hasta que alguien le dijera: -Antonia, yo te perdono; -y la pobre gata, viéndose tan bien tratada, cobró aliento y esperó que un día podría acaso lograr que la interesante y amable joven, que tanto manifestaba quererla, pronunciase aquellas palabras salvadoras.




ArribaAbajoVII. Las pruebas

Por la noche Antonia volvió a casa de su madre, pero ésta acababa de partir. Sus parientes y amigos la habían arrancado de aquel triste lugar donde, había perdido a su hija, y se proponían hacerla viajar para distraerla y evitar que sucumbiese a sus crueles penas.

Mucho entristeció a Antonia la ausencia de su madre, y la afligió en extremo la idea de que todos procuraban que la olvidase. Bien sabía que su madre no podría consolarse en mucho tiempo, pero al fin suponía ¡la ingrata! que las personas que la rodeaban podrían lograr mitigar sus amarguras.

  —270→  

Antonia pasó la noche en la cochera, y apenas vio abierta por la mañana la ventana del cuarto de Mariquita, corrió allá, siendo recibida con alegría, como se recibe a una verdadera amiga.

-¡Mariposa! ven aquí, dijo Mariquita, creyendo que este nombre no disgustaría a la gata.

Pero esta no acudió, dando así a entender que ese nombre no era el suyo.

-¿No te llamas así?... Entonces te llamarás Violeta. Yo te he de poner algún nombre, ya que tú no puedes decirme el tuyo.

Estas palabras inspiraron a Antonia una idea luminosa, y echó a correr, y subiendo escaleras, atravesando tejados, llegó a penetrar en su casa, donde todo estaba abierto aún, como que se estaba haciendo la mudanza.

En su cuarto estaban aún los juguetes y los vestidos de Antonia, y ésta, aprovechando un descuido de las personas que se hallaban al cuidado de todos los efectos de la casa, cogió entre los dientes uno de sus pañuelos y salió con él a escape, como si hubiera hecho una mala acción.

Ella misma había bordado su nombre en una de las puntas del pañuelo; con él en la boca fue a buscar a la amable joven, y poniéndoselo delante le señaló graciosamente con la patita las letras que decían Antonia. En vano la joven le daba otros nombres; ella no hacia más que señalar al nombre bordado, y al fin hubo de convencerse Mariquita, de que la gata quería que se la llamase Antonia, cosa que no dejó de sorprender a la juiciosa joven, que no acertaba a comprender cómo una gata tenía nombre de mujer.

Y Antonia se instaló en la casa de Mariquita con su verdadero nombre; lo más difícil ya estaba hecho; ya no faltaba más que hacer decir a su ama: yo te perdono, y esto no era en verdad tan difícil como acaso parecerá a mis lectores. Todo consistía en hacer algo que enojase a Mariquita, y lograr luego su perdón, que lo conseguiría, siendo como era tan bondadosa aquella joven.

Antonia vio una caja de dulces que le habían regalado a su ama; la abrió, comió muchos, tiró los demás, puso la caja hecha una lástima, y esperó con ansia el regreso de Mariquita, suponiendo que la reprendería agriamente. Pero Mariquita no se enojó, y aún rió la gracia de la gata.

Antonia tuvo que hacer otra prueba. Allí estaba sobre una mesa un hermoso paisaje pintado por Mariquita; Antonia lo cogió y lo hizo mil pedazos, y luego fue a esconderse debajo de la mesa para salir oportunamente cuando su ama viese aquella catástrofe y se indignara contra ella.

Tampoco logró la gata lo que deseaba. Mariquita se resignó a la pérdida del dibujo, y no quiso decir nada a su padre para que éste no despidiera de su casa a la autora del atentado. Lo que hizo fue empezar otro paisaje, como si nada hubiera sucedido.

Antonia empezó a perder las esperanzas de obtener de su ama aquellas misteriosas palabras que le habían de devolver su primitiva forma.




ArribaAbajoVIII. Otra prueba

Algunos días después recobró la esperanza. Al entrar en el cuarto de Mariquita, vio una hermosa guirnalda de   —271→   rosas que acababan de traer; la doncella había cometido la imprudencia de dejarla sobre la almohada, mientras Mariquita se peinaba delante del tocador y no podía ver lo que pasaba en la alcoba.

Antonia aprovechó la ocasión; Mariquita debía ir a un gran baile, y tenía que vestirse con gran lujo, luciendo aquella hermosa guirnalda.

Mientras la peinadora, que arreglaba el cabello de Mariquita, contaba a ésta que había peinado aquella noche a muchas señoras que debían asistió al mismo baile, la gata saltó sobre la cama, y con el peso de su cuerpo aplastó y ajó todas las flores que componían la guirnalda; y no fue eso lo peor; sino que, como había llovido y ella había andado mucho por el patio, tenía las patas llenas de lodo, y con ellas puso la guirnalda en el más deplorable estado que podéis imaginaros. Ya no se conocía que aquéllas eran rosas y azucenas; la guirnalda estaba completamente inservible, y sólo podía repararse el daño con otra nueva, aunque era imposible hallarla igual y de tanto gusto.

Cuando llegó el momento de colocar la guirnalda en la hermosa cabeza de Mariquita, la peinadora fue a cogerla y dio un grito de espanto al ver saltar de sobre la guirnalda a la mal intencionada gata.

-¡Señorita, exclamó, es imposible ponerle a V. la guirnalda! Ya no la hay: esa maldita gata la ha convertido en un guiñapo.

Y enseñaba a Mariquita los sucios restos de la hermosa guirnalda.

Mariquita no era coqueta, y no cifraba su orgullo en un adorno más, sino en ser buena y sencilla. En vez de enojarse se echó a reír, y renunció de buena gana a llevar en la cabeza otro adorno que una rosa natural. Esta sencillez hacía brillar más su peregrina hermosura.

Antonia no consiguió su intento, y salió de la habitación irritada, furiosa contra aquella joven que ni siquiera se enojaba cuando le sucedía una desgracia tan grande, como la de tener que renunciar a un adorno tan bello.

Antonia reprochaba a Mariquita su apacible carácter y su modestia, como si fuera un crimen, y no le podía perdonar la humildad con que inocentemente defraudaba todas sus esperanzas.




ArribaAbajoIX. El resentimiento

Antonia pasó un mes llena de tristeza, en la mayor angustia; cada vez se le hacía más insoportable su condición de gata, y la afligía profundamente no ver a su madre, cuyas caricias serían todas para sus primitas, más dichosas que ella.

Desesperaba ya de poder enojar a Mariquita hasta el extremo que ella deseaba para poder aspirar a su perdón, y obligarla a decir las palabras del brujo. Era preciso, pues, dar un disgusto muy grave a Mariquita, y la pobre gata niña, o niña gata, sentía ser ingrata con quien tanto la quería, y afligirla demasiado.

Pero no había otro medio; Antonia no tenía otro recurso para librarse de aquel horrible martirio; mis lectores comprenderán su pena, considerando lo que ellos sentirían si se vieran convertidos en gatos, perros o borriquitos. Afortunadamente, no les sucederá semejante trabajo.

(Se concluirá.)





  —272→  

ArribaAbajoAl colegio, aunque llueva

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Han de saber Vds. que estas niñas y este niño no querían ir al colegio cuando llovía, y así en el invierno, la mayor parte de los días faltaban al colegio, y perdían un tiempo precioso.

Pero su papá, persuadido de que la lluvia no mata a nadie, y de que los niños se deben perder un solo día de estudio, a no ser por enfermedad, les ha comprado un paraguas, y van al colegio, aunque llueva, y no creáis que les sucede nada desagradable ni se resiente su salud.





  —273→  

ArribaAbajoNúmero 18. Tomo VI. Diciembre 1872


ArribaAbajoCarta a nuestros suscritores

Queridos niños:

En estos hermosos días que recuerdan al mundo cristiano el advenimiento a la tierra del Divino Niño Jesús; cuando por todas partes resuenan los confusos rumores de zambombas, rabeles y tambores que con infantil alegría tocáis para demostrar vuestro regocijo por tan glorioso acontecimiento, no puedo menos de coger la pluma con el fin de saludaros cordialmente, como a amigos míos que sois muy amados de mi corazón.

Va a espirar un año, y otro se anuncia en el horizonte de vuestra vida. Esto que es poco agradable para los que ya en la nuestra vamos cuesta abajo, más cerca del ocaso que de la aurora, es para vosotros punto menos que insignificante, porque, racionalmente pensando, tenéis ante vuestros ojos un día dilatado en que, creciendo a cada instante, la luz ha de tardar mucho el sol en llegar a su cenit. Todo sonríe a vuestra mirada. Por un privilegio de vuestra edad, no comprendéis todavía las contrariedades y los dolores de la existencia, y aunque la tierra se halle cubierta por un sudario de nieve, os parece, a no dudarlo, tapizada de rozagantes flores. Ya sucederá, sin embargo, que, así como los hombres de hoy fuimos ayer niños, los niños de hoy seáis hombres mañana, y entonces entraréis a reemplazarnos en todos los puestos, cayendo por consiguiente sobre vuestros hombros la responsabilidad que sobre los nuestros pesa.

Siendo esto, como lo es, accidente inevitable del curso de las cosas humanas, ¿qué debo hacer yo, amigo sincero, para prepararos desde mi humilde hogar a esta nueva faz de vuestra vida sino aconsejaros una y otra vez   —274→   que os forméis un carácter personal, acaudalado en religión, moral y sana ilustración? Y ¿qué debéis hacer vosotros sino oír con buena voluntad los leales consejos del que os recuerda un día y otro, desde las columnas de este periódico a vosotros consagrado, la necesidad en que estáis de ir trabajando sin descanso para llegar a ser hombres piadosos, útiles ciudadanos, padres vigilantes?

Sí, yo os reitero hoy, como en resumen, estas mismas advertencias que año tras año he ido haciendo en las páginas de Los Niños, que es para vuestras necesidades, como si dijéramos, un periódico oficial; y confío en que oiréis mi voz con agrado y amabilidad, siquiera sea necesario que para esto interrumpáis por breves instantes los ruidosos juegos y alegres saltos de que tan pródigos os mostráis en las presentes festividades.

A la verdad, queridos niños, lo último que puede hacer el hombre (aparte de ser malo) es merecer el dictado de ignorante. La ignorancia de lo que se debe saber, para nada bueno sirve, y es causa de muchos delitos e infortunios. Si se quiere evitarla, sólo hay un remedio: el trabajo y el estudio. Como el labrador se afana labrando la tierra y sembrando la fecunda semilla para obtener un día sazonados frutos que recompensen sus sudores, así el hombre previsor que codicia coger en tiempo oportuno los frutos del saber, cultiva antes sin descanso su inteligencia, dejando en ella los gérmenes de la sabiduría por la lectura y la meditación. Para esto son los buenos libros los mejores auxiliares. Dedicaos, pues, a ellos con ansiedad y reflexión, y alternando vuestros infantiles pasatiempos con el estudio de los que, a no dudar, os facilitarán vuestros padres, o con los que tendréis obligación de aprender en los cursos escolares, veréis cómo se os aclaran las nociones generales de las cosas, de modo que vayáis siempre caminando de grado en grado hacia el goce de mayor ilustración.

Con el objeto de coadyuvar a tales esfuerzos por mi parte, haciéndoos menos árido el camino del estudio, y dulcificando sus asperezas con las flores de un honesto entretenimiento, fundé hace tres años esta Revista, que se honra con vuestro nombre y protección, Revista en cuyas páginas habéis visto los trabajos y las firmas de literatos y artistas que son verdaderas ilustraciones de nuestra querida España. De todas las materias que pueden y deben estar al alcance de vuestras tiernas inteligencias se os han dado repetidas y selectas muestras en los seis tomos publicados, el último de los cuales termina hoy con el presente número. La religión, la moral, la historia, la geografía, la física, la literatura, los viajes, los descubrimientos, han alternado en ellos con los juegos, las anécdotas, los tipos infantiles, los cuentecillos; cumpliendo de este modo con el doble lema de educación y recreo que ostenta con orgullo a su cabeza. Así ha de continuar en el año venidero de 1873: digo mal, mejor y más floreciente debe ser su vida, pues sobre cumplir con el más ardiente de mis deseos, creo corresponder de esta manera a la perseverante predilección de vuestro cariño y a la confianza con que me honran vuestros padres.

Lejos, pues, de disminuir el interés de Los Niños en el tomo séptimo, que   —275→   comenzara en el primer número correspondiente al próximo año, habrá de ser mayor en todas sus partes, si mis esfuerzos no son infecundos. A las materias que ordinariamente constituyen el fondo de su doctrina, otras nuevas vendrán a añadirle más precio a vuestros ojos. Entre estas hallaréis un precioso tratadito de música que por falta de espacio no ha podido tener cabida hasta el presente; tratadito escrito con tal sencillez y claridad, que os dará una idea bastante completa de los principios elementales de arte tan encantador. Alguna que, otra comedia que podáis representar, os proporcionará también ocasión de honesto recreo, y de que adquiráis la costumbre de hablar en público con aplomo y serenidad. Y por lo que se refiere a las niñas, tampoco quedarán quejosas de la nueva época del periódico; pues hallarán en él alicientes especiales que les darán no poco contento, si bien ahora no creo prudente revelar esta parte del misterio.

Ahora bien; ya que os recordé mi historia y os manifiesto mis propósitos, lo que os toca hacer a vosotros es no abandonarme en el olvido; antes por el contrario, debéis cuidar, entre vuestros compañeros, de la propagación de Los Niños, como si se tratara de favorecer a un amigo, y no a un amigo cualquiera; sino al que más os quiere después de vuestros padres.

Gozad mucho en estas Pascuas, y entrad en el nuevo año con buena fortuna y salud inquebrantable. Esto os desean todos los redactores de Los Niños, que, os saludan cordialmente, y en representación de todos vuestro amigo afectísimo.

C. FRONTAURA.




ArribaAbajoLo que espera el alma

(Balada)




    Ya de tu juventud el astro asoma:
   ya claro resplandece:
abre tu casto pecho de paloma
al vago bien que su esplendor te ofrece.

En ese fuego celestial que ostenta  5
   ve la mente adormida
la misteriosa llama que le alienta
para cruzar el campo de la vida.

Sigue la tuya en paz, de sus fulgores
   al rayo purpurino;  10
mas teme cauta las fragantes flores
que el linde bordarán de tu camino.

Placeres son de seductor encanto
   por que el mortal delira;
y pérfidos a veces cuestan llanto,  15
y a veces dejan sombras y mentira.

Quizá sólo hallarás espinas rudas
   que tu planta destrocen,
aridas rocas de verdor desnudas,
lágrimas que los míseros conocen.  20

Tal vez dirás al verte subyugada
   por el dolor profundo:
«¿Qué espero ya, qué espero infortunada,
presa en los hierros del ingrato mundo?»

-«¡Triunfar!» yo te respondo: el alma pura  25
   no se rinde en la tierra,
que tras la nube del dolor oscura
brilla la patria donde el bien se encierra.

Alza tus ojos. ¿Ves? Tras de ese cielo
   la virtud goza en calma:  30
para el mártir que pena en este suelo
tiene allí Dios inmarcesible palma.

ANTONIO ARNAO.



  —276→  

ArribaAbajoLa niña sensible

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Han de saber Vds. que esa niña es tan sensible, que una vez que su papá llevó a casa un pavo, se opuso de tal modo a que se lo diera muerte, como se acostumbra con todos los pavos, que hubo que respetar la vida del animalito para que Rosita no se pusiera mala. El pavo se murió de viejo y de aburrimiento, y Rosita tuvo un gran pesar. Desde entonces no se puede llevar pavos a casa de Rosita.

-Esa sensiblería, señorita Rosa, le dice su hermana mayor, es un poquito ridícula; estos y otros muchos animales están destinados para alimento de las personas, y no hay más remedio que sacrificarlos. Si no nos comiéramos a los pavos, y los corderos, y las vacas, y las gallinas, y en fin, todos los animales buenos para nuestra alimentación, llegarían a ser tan numerosos, que no se les podría mantener, y puede que ellos nos comieran a nosotros.



  —277→  

ArribaAbajoLa niña convertida en gata

(Conclusión)


Mariquita tenía un hermanito, en cuyo cuarto no podía entrar nunca la gata. Siempre se la alejaba de allí, porque se temía que arañase al niño.

A pesar de toda la vigilancia, Antonia halló modo de introducirse en el cuarto, y llegar hasta la cuna del niño, y como éste sacase la manita para jugar con ella, le arrimó un arañazo muy fuerte en la cara; pero sucedió lo que ella no había previsto; el niño hizo un movimiento, y el arañazo, contra la voluntad de la que se lo dio, le alcanzó al ojo, y fue milagro que no se lo vació. El niño dio grandes gritos, y Mariquita llegó a ver qué lo pasaba a su hermanito, y entonces sí que se enojó de veras con la gata, y la rechazó indignada; Antonia huyó muy pesarosa de haber causado mayor daño del que se proponía, y comprendió que tan grave falta nunca se le perdonaría.

La triste andaba por los tejados, sin atreverse a volver a la habitación de su ama, y pasaba las noches mayando de la manera más dolorosa que os podéis imaginar. Ella sabía que el pobre niño sufría mucho todavía a consecuencia del arañazo, y que su ama había proferido contra ella palabras de enojo que le hacían presumir que nunca la volvería a querer.

Una noche, más triste que nunca se había sentado sobre un canalón y reflexionaba en lo amargo de su destino; de pronto vio mucha claridad en la habitación que ocupaba el hermano de Mariquita. Una lámpara colocada cerca de la camita del niño había prendido fuego a las cortinas; nadie lo advertía, porque en aquel momento estaban todas las personas de la casa en el comedor y la cocina.

Las llamas se extendían, y la pobre criatura, sofocada por el humo, no podía gritar.

Antonia vio el peligro, y se lanzó en la habitación del niño, rompiendo un cristal de la ventana, a riesgo de herirse; después, agarrándose con los dientes al cordón de la campanilla, tiró con tanta fuerza, que toda la gente de la casa se alarmó.

Mariquita fue la primera en acudir, y penetrando en la habitación, sacó en sus brazos al niño, casi atravesando por entre las llamas, y era tal su emoción, que ni siquiera le llamó la atención que la gata era la que tiraba del cordón y hacía sonar la campanilla.

Los criados se fijaron, por fortuna, en esto, y después de apagar el fuego, y calmada la alarma, manifestaron el asombro que les había causado ver a la gata tirando del cordón de la campanilla.

-La gata, decía uno, la gata le ha salvado.

  —278→  

-Si no hubiera sonado la campanilla, habría sido ya tarde para salvarle cuando hubiésemos advertido el fuego.

-Es particular, decía el padre del niño y de Mariquita; nunca hubiera imaginado que una gata tuviese tan noble instinto.

-Esa gata tiene conocimiento, como una persona, Dios me perdone, decía otra criada.

-Es preciso, añadió el padre, cuidarla bien. Su acción merece todo mi agradecimiento.

Mariquita, oyendo tales elogios, quiso acariciar a la gata, a quien debía la vida de su hermano; pero Antonia, con mucha picardía, se había vuelto al canalón.

Tanto la llamaban, que al fin bajó, y entró tímidamente en el cuarto de Mariquita; pero en lugar de acudir a los halagos de su ama, se escondió debajo del sofá.

-Ven aquí, sal, decía Mariquita; si ya no estoy incomodada contigo, si te quiero mucho. El otro día hiciste daño a mi hermano, pero hoy le has salvado de la muerte. Ven aquí, que yo te acaricie.

Pero Antonia no se movía: esperaba aquella palabra mágica que tanto tiempo había anhelado oír.

Mariquita se arrodilló en el suelo, y quiso coger a la gata sacándola de bajo del sofá.

-Ven, ven, la dijo, no tengas miedo; ¿crees que estoy enfadada por lo del otro día?... no, no, yo te perdono.

Y apenas había pronunciado estas palabras, la predicción del mágico se cumplió; Antonia recobró su figura de niña, y se presentó a Mariquita sonriendo y llena de felicidad.




ArribaAbajoX. Hay mentiras convenientes

Ya adivina la lectora la sorpresa de Mariquita, viendo salir una hermosa niña de donde esperaba que saliera la inteligente gata.

Antonia se arrojó en sus brazos llena de alegría.

-¡Por Dios! dijo, llévame pronto a donde está mi mamá. ¡Qué contenta se va a poner!

Mariquita comprendió el afán de Antonia de ver a su madre; pero creía que antes debía prevenir a esta, porque, después de tan gran pena, tanta felicidad podría influir desfavorablemente en su salud.

La mamá de Antonia había regresado de su viaje hacía pocos días. Su estado era muy triste; en los seis meses trascurridos no había cesado de llorar su infortunio.

Antonia quería ir inmediatamente a ver a su madre; no creía que este suceso podría causarle trastorno alguno; los niños no saben comprender que también es a veces peligrosa la misma felicidad.

Mariquita, deseando satisfacer el natural deseo de la niña ex-gata, fue ella misma a ver a la afligida mamá, y fue pensando qué inventaría para preparar aquel tierno corazón de madre, tan desgarrado por el dolor, a tan completa e inesperada felicidad.

-Señora, dijo a la mamá de Antonia, vengo, ante todo, a pedir a V. toda su indulgencia, porque voy a recordarle lo que más dolor le causa.

-Habla, hija mía, contestó la buena señora a Mariquita, a quien conocía desde muy niña, -no temas que me   —279→   disguste oír hablar de mi pobre hija, aunque sufre mucho mi corazón.

-¿No sabe V. nada de ella? ¿No tiene V. ningún indicio de lo que lo puede haber sucedido?...

-¡Dios mío! Por ventura, ¿sabes tú algo?... Habla, habla, nada me ocultes.

-Pues es el caso que yo he oído hablar de una niña robada por unos gitanos hace tiempo.

-¡Jesús!... ¡Si será mi hija!... ¡Oh! ¿vivirá mi Antonia todavía?

-Señora, eso sí que no lo sé, pero... si V. pudiera darme algún retrato de Antoñita...

-¡Oh! sí, aquí lo tengo, en este medallón que nunca se separa de mi pecho.

La emoción había sido tan fuerte, que a la buena señora le sobrevino un desmayo, y antes de que volviera en sí, se alejó Mariquita, dejándola con la esperanza que había hecho nacer en su corazón.

El día siguiente, a las diez, volvió Mariquita, y estaba tan contenta, que la mamá de Antonia comprendió que le traía mayores esperanzas.

-Mucho tengo que contar a usted; en primer lugar, la niña robada por los gitanos es rubia como un oro, y tiene ocho años.

-Como mi hija.

-Se llama Polonia...

-Antonia,... Antonia.

-O Antonia; no sé a punto fijo. La persona que me ha dado estas noticias no recuerda bien él nombre; pero dice que tiene los ojos azules, que es un poco chatilla...

-Mi hija, mi hija. Vamos a verla.

-Imposible, señora; antes tengo que verla yo. Y confío en mí que lo hará todo con tino para que la gitana con quien va esa niña no sospeche nada. Por una imprudencia podría perderse todo y desaparecer esa niña para siempre.

Por la tarde volvió Mariquita.

-¿Es ella? le preguntó con ansiedad la mamá de Antonia.

-Sí, señora, ella es; yo la he hablado, pero no podrá V. verla hasta mañana.

-¿Por qué?

-Es que hoy...

Mariquita imaginaba otra mentirilla, pero comprendía que ya no podía contener más tiempo a la amante madre.

-¿Por qué no puedo verla hoy? Habla, ¡por Dios!

-Porque... todavía está V. muy débil para resistir tanta alegría.

-No, no, ya puedo ver a mi hija; si no la veo hoy me moriré de impaciencia.

Entonces se oyó una tosecilla en la habitación inmediata.

-¡Ah! exclamó la venturosa mamá, todo lo comprendo... la has traído contigo.

-¡Mamá!... entró gritando Antonia, arrojándose en brazos de su madre.

Algún tiempo después se supo todo lo que había pasado.

Y Antonia no volvió a impacientarse por tener un vestido u otro, no fue caprichosa, ni curiosa, ni atrevida, y a todas las gatas que veía, les gritaba yo te perdono, a ver si se encontraba entre ellas otra niña a quien el brujo hubiera transformado como la transformó a ella.

Pero no podía el brujo haber hecho tal cosa, porque poco tiempo después de la mala partida que le jugó a la pobre Antoñita, reventó como un triquitraque, y se lo llevaron los demonios.



  —280→  

ArribaAbajoLa historia de España

(Continuación)



ArribaAbajoXI. Dominación visigoda

Una de las principales causas por que se apellidó bárbaras a las tribus del Norte que invadieron la Europa, fue no sólo su ignorancia, sino también el odio con que miraban las artes y las ciencias, a que atribuían la molicie y la corrupción de costumbres del imperio romano.

El espectáculo que ofreció la España con la irrupción de los bárbaros del Norte, fue triste y horroroso. No parecía sino que el genio de la devastación se apoderaba de ella. El incendio, la ruina, el pillaje, la muerte, era la huella que dejaba tras sí la destructora planta de los nuevos invasores. Campos, frutos, ciudades, almacenes, todo caía, o devorado por las llamas, o derruido por el hacha de aquellas hordas feroces. Veíanse las gentes morir tan sidas de hambre; sustentábanse algunos con carne humana, llegando el caso, al decir de algunos historiadores, de que una mujer se alimentara sucesivamente con la carne de sus cuatro hijos; barbarie horrible que la costó ser apedreada por el indignado pueblo. Siguiéronse a los horrores del hambre los de la peste; porque los campos se hallaban cubiertos de insepultos cadáveres, que con su podredumbre, infestaban la atmósfera, y a cuyo olor acudían manadas de voraces lobos, y nubes de cuervos y de buitres, que los unos con sus aullidos, con sus roneos, y tristes graznidos los otros, infundían nuevo espanto a los que presenciaban la calamidad. «La cólera divina, dice, el historiador Lafuente, parecía querer descargar entera sobre este desventurado pueblo. En este estado, hartos los bárbaros de carnicería y de rapiñas, acordaron repartirse entre sí la España... Y no obstante la ferocidad de estas gentes, cuando ya se ausentaron, casi se felicitaban los indígenas de verse sujetos a la dominación bárbara con preferencia a la sabia opresión de los magistrados romanos.»

Tal era la situación de España cuando, después de haberse apoderado el visigodo Ataulfo de las Galias, y haberse casado en Narbona con Placidia, hermana del emperador romano Honorio, atravesó los Pirineos, y estableció su corte en Barcelona, fundando la monarquía. Atribuyen muchos historiadores el enlace de esta princesa romana con el caudillo godo, el cambio de costumbres del mismo Ataulfo y de muchos de los magnates que le rodeaban, y que por lo mismo quisieron establecer una corte, como habían visto en Roma, y pacificar y civilizar los territorios. No todos se avenían ala paz, ni la vecindad de los suevos, los vándalos y alanos hubiera dejado tranquilo al célebre Ataulfo, pero cuando éste se preparaba a continuar   —281→   avanzando hacia el centro de España, fue traidoramente asesinado. He aquí cómo se refiere tan triste episodio:

Según unos, el enano Vernulfo, partidario de Saro, airado por el escarnio que de él hacia el caudillo godo, le acometió por detrás, y herido en la espalda, falleció muy luego, sentándose en el trono Sigerico, extraño a la alcurnia regia y hermano del mismo Saro. Según otros, mientras visitaba Ataulfo sus caballerizas, fue asaltado de improviso y recibió una puñalada en el pecho por un esclavo llamado Dubbios, que deseaba vengar la muerte de su primer dueño.

Sea como fuese, lo cierto es que Ataulfo quedó asesinado en su palacio de Barcelona, no respetándose su última voluntad; pues, según Olimpiodoro, había dejado el mando de sus huestes a su hermano, con especial encargo de que enviara la bella Placidia a los romanos, y procurara mantenerse en paz con estos. Pero los godos ansiaban una vida activa y guerrera, por lo que prefirieron aclamar por rey a Sigerico, a quien se atribuye el asesinato del malogrado Ataulfo.

Tal fue, en el año 415, el deplorable fin de un hombre, cuyas miras políticas sobresalían entre los feroces instintos de su gente. Ataulfo apetecía la paz, y ansiaba proporcionar a sus huestes el descanso, la tranquilidad y el bienestar inherentes a la vida de un pueblo morigerado y culto. Los godos aspiraban sólo a guerrear con los romanos, llevar la disolución y el pillaje donde quiera que asomara la esperanza de un rico botín, y continuar su existencia errante, nómada y salvaje, cual si el benéfico clima de España fuese igual a las nebulosas riberas del Tanais o del Danubio. Y si bien Ataulfo sólo dominó una parte de la Tarraconense, preparándose para arrojar de la Península las razas aún más bárbaras y feroces que habían venido del Asia, debe ser considerado como el primer monarca de la dinastía visigoda de España. Los godos, a su paso por Roma, pudieron apreciar algún, tanto las bellezas de la civilización y las ventajas de la sociedad culta, y fueron pronto los menos bárbaros de los bárbaros.

Traídos a España, costó bastante a sus caudillos el darles a entender que lo que les convenía era guerrear con los demás bárbaros de España, y así dominarla y quedarse solos, mejor que conservar eternamente guerra con las ruinas del imperio. Semejante empresa era la única que los debía proporcionar la paz y la grandeza y prepotencia de su nación sobre cuantas osaran rivalizar con ella. Así fue en efecto.

Los sucesores de Ataulfo que tuvieron la fortuna de no perecer bajo el acero homicida de algún rival o de algún vasallo descontento, prosiguieron su gran pensamiento. Pero no fue por cierto Sigerico el que debía merecer este aplauso de la historia. Su reinado fue de pocos instantes, y su recuerdo para siempre abominable.

En efecto. El primer acto del reinado de Sigerico fue el asesinato de los hijos de Ataulfo, habidos, según parece, en matrimonio anterior, y arrancados cruelmente de entre los brazos del obispo Sigesaro, débil y sagrado amparo a que se refugiaran. Aún no se había secado el charco de sangre que sobre el pavimento del palacio de Barcelona derramara Ataulfo tras el certero golpe del puñal regicida, cuando   —282→   ya la desventurada Placidia, la hija del emperador Teodosio, recibía del empedernido Sigerico el más irracional insulto. Una vez coronado rey, el usurpador no pensó en guerrear y conducir los ejércitos a la victoria, sino que, se contentó con triunfar, insultando a la afligida y llorosa viuda del desgraciado Ataulfo. La hermosa Placidia, la primera reina de los godos en España, se vio obligada a caminar a pie, delante del caballo del soberbio Sigerico, entre una turba de pobres prisioneros. Cuentase este hecho bárbaro de diferentes maneras; pues unos aseguran fueron doce millas las que se hizo andar a la esclavizada Placidia; otros, sólo seis, y finalmente, otros dicen que se la obligó a preceder al carro triunfal de Sigerico al entrar solemnemente en Barcelona. -«Tales son las mudanzas de las cosas y los reveses del mundo,» exclama el P. Mariana, al explicar en su historia estos sucesos. -«Bárbara soberbia triunfar de una reina, y gran desengaño de cuán vecino está al decoro real el desprecio, a su libertad la servidumbre,» dice Saavedra Fajardo.

Lo cierto es que tan intempestiva fiereza, como dice muy bien otro historiador, debió irritar a los godos, que, habiendo sin duda aprendido ya de los romanos la manera de quitar, y poner reyes, asesinaron a los siete días al violento y arrebatado Sigerico, nombrando en su lugar a Valia.

FLORENCIO JANER.




ArribaAbajoNo se debe tener envidia

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¡Con qué envidia miran los niños de la escuela a ese otro que pasa a caballo todos los días!

Todos se lamentan de no ser ricos como él para tener caballito, y buen traje, y criado.

Pero una tarde el caballito se espanta, despide de la silla al niño, y le deja inútil y enfermo para siempre.

¿Era digno de envidia ese rico tan desgraciado?





  —283→  

ArribaAbajoEscuelas católicas

El pensamiento de haber fundado escuelas católicas en todas las parroquias de esta capital, ha correspondido en su resultado práctico a las lisonjeras esperanzas que abrigaban sus autores, y un crecido número de niños y de niñas reciben esmerada y provechosa enseñanza en aquellos centros, dirigidos por juntas especiales de caballeros y de señoras, que con una solicitud y constancia propias de las personas que se inspiran en la caridad más acendrada y pura, han arrebatado quizá a la corrupción y al vicio miles de criaturas, que algún día bendecirán la mano generosa que las puso en camino de aprender la doctrina cristiana, al propio tiempo que la gramática, la aritmética, la escritura y las labores necesarias a toda mujer que aspira a desempeñar las funciones de verdadera madre de familia.

A la grandeza de este pensamiento no han permanecido indiferentes las clases todas de esta capital, y desde las más menesterosas hasta las más encumbradas, han acudido a suscribirse en la escala, de 50 céntimos hasta 4 reales mensuales, que, únicamente se pide para atender al sostenimiento y precisos gastos de las escuelas católicas gratuitas.

Estos gastos están reducidos a lo más indispensable: un local espacioso y capaz de contener más de cien alumnos, en sitio conveniente y central de la parroquia, pero no en sus principales calles, con objeto de que su alquiler sea módico: un profesor, en la de niños, y una profesora, en la de niñas, retribuidos ambos con una corta asignación, atendido el beneficio que les reporta ocupar las demás piezas habitables del colegio.

En la imposibilidad de comprender en un artículo de esta Revista todas las escuelas católicas de Madrid, y en consideración a que se hallan instaladas bajo las mismas bases, vamos a ocuparnos exclusivamente de la escuela de niñas de la parroquia de San Ildefonso cuyos brillantes exámenes se han verificado el 21 del corriente.

Componen la Junta de señoras de la mencionada parroquia Doña Saturnina de Córdoba, presidenta; Doña Narcisa García de Santisteban, tesorera; Doña Nicolasa Araoz, secretaria, y otras varias señoras en concepto de vocales de la Junta de gobierno para la inspección y turno de asistencia a la escuela de niñas pobres, instalada en la casa núm. 9 de la calle de San Joaquín, bajo la acertada dirección de la profesora de enseñanza superior Doña Luisa de Carvajal.

El número de alumnas se eleva a la cifra de 120. Los sábados por la tarde el ilustrado sacerdote, D. Toribio Esteban explica a las niñas religión y moral: la parte de escritura, aritmética y labores está al exclusivo cargo de la profesora, y los adelantos y progresos que hacen en la enseñanza quedaron demostrados de una manera indudable en los exámenes públicos del mencionado día 21 de este mes de Diciembre.

La numerosa concurrencia que ha asistido a tan solemne acto, no pudo menos de admirar el porte y compostura de aquellas niñas, que en su conjunto, más parece un colegio de pensionistas, por el aseo, limpieza y arreglo de sus trajes, que una escuela gratuita de niñas pobres, desvalidas y de familias verdaderamente menesterosas.

El local, en el que se destacaba un magnífico altar, en cuyo centro había una imagen de talla de la Purísima Concepción, profusamente iluminada, era insuficiente para la inmensa concurrencia, no obstante haberse prodigado muy poco las invitaciones, por esta circunstancia.

A los lados, y sobre las mesas destinadas a la escritura, se hallaban artísticamente colocadas las preciosas labores en blanco, los bordados, y planas de las niñas, en las que tuvo el buen gusto la distinguida profesora   —284→   de reproducir diferentes máximas morales de esta Revista de Los Niños, fundada y dirigida por el Sr. Frontaura con incansable solicitud.

También recitaron en voz clara, con seguridad y desenvoltura, con actitud elegante y sencillez encantadora, varias composiciones poéticas de las que han salido a luz en dicha Revista, debidas al privilegiado ingenio de nuestro distinguido compañero, colaborador con nosotros en tan ameno como instructivo periódico, el Sr. Arnao, que, como todas las suyas, rebosan piedad, unción y sentimiento.

Después, los que quisieron, preguntaron a las niñas algunos puntos de doctrina cristiana, gramática y aritmética, poniéndolas diferentes cuentas que sacaron en el acto; reconocieron escrupulosamente sus labores y bordados de todas clases, quedando admirados de los adelantos que han hecho aún las más modernas.

Por último, una niña de siete años y muy despejada, que se llama Dolores de la Huerta, leyó un himno de las Páginas de la Infancia, que conmovió hondamente al auditorio.

Otra niña de nueve años, llamada Dolores de la Plaza, recitó otra poesía de la Revista de Los Niños; terminando Dionisia Roldán, con una entonación y gracia admirables, con la siguiente poesía, escrita a propósito para este acto por el Sr. D. Rafael García Santisteban, que por su ternura y bella sencillez, llamó la atención de cuantos la escucharon.



    La rosa en jardín nacida
agradece al jardinero
el cuidado y el esmero
con que en invierno la cuida;
que su raíz y su vida  5
mataría el hielo en flor,
y sin riego ni calor
no podría en primavera
ser en galas la primera
y en aroma la mejor.  10

   Flor es la humana existencia;
si flores somos nosotras,
jardineras sois vosotras,
que con cariño y paciencia
dais pan a la inteligencia  15
y dais la fe al corazón:
vuestros los cuidados son,
y al mirar tanta bondad,
decimos a todas horas:
«Que Dios os premie, señoras,  20
tanto celo y caridad.»

Con grandes y prolongados aplausos fueron recibidas las mencionadas niñas, que a su vez dieron las gracias a todos los concurrentes. Acto continuo la presidencia adjudicó los premios a las que por su aplicación se habían hecho acreedoras a ellos, terminando tan solemne ceremonia a las cinco de la tarde, mereciendo los mayores elogios la Junta de señoras que ha conseguido tan brillante resultado.

Nosotros también las felicitamos por sus laudables propósitos, pues no hay duda que ésas hoy infelices criaturas, saturándose gradualmente con las máximas de la moral, están llamadas algún día en el seno de la familia a regenerar en parte esencialísima esta desventurada sociedad, y con el benéfico influjo de la mujer cristiana, modificar las condiciones del esposo y guiar a sus hijos por la senda de la virtud, imprimiendo en su tierno e inexperto corazón las doctrinas; que ellas aprendieran en su infancia, con la más acendrada caridad y noble desinterés.

Antes de terminar estas líneas, que escribimos a impulso propio y movidos por la grata y consoladora esperanza que nos ha producido tan halagüeño espectáculo, no menos de hacer merecida justicia a la joven y digna señorita Doña Luisa de Carvajal, única profesora de la distinguida escuela católica de niñas de la parroquia de San Ildefonso, que ha sabido desplegar todas las dotes de su instrucción y talento, para la enseñanza del considerable número de alumnas que tiene a su cargo, sin descuidar un momento a ninguna, explicándolas con igual interés y paciencia sus lecciones, haciendo que observen la más rigurosa compostura, y granjeándose de todas la admiración, el respeto, el cariño y la obediencia.

M. J. PASCUAL.



  —285→  

ArribaAbajoLa niña caritativa

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Todo el año ha estado esta niña guardando los cuartos que le daban sus papás, a fin de reunir una cantidad regular con que adquirir en Nochebuena una muñeca muy maja, y na de esas bonitas cajas de dulces que tanto agradan a las niñas.

El día 24 se abrió la alcancía: la niña tenía cuatro duros, lo suficiente para lo que deseaba.

Salió con sus papás con objeto de emplear sus ahorros, pero a cada momento se separaba de ellos para acercarse a algún pobre y darle algo de los cuatro duros, que en monedas de plata y de cobre llevaba ella misma en su bolsillo.

Y cuando llegaron a La Mahonesa, donde se había de comprar la caja de dulces, la niña quedó suspensa y corrida al ver que sólo tenía 10 reales para pagar una de 30.

-No te avergüences por eso, hija mía, dijo su papá. El dinero que te falta lo has repartido entre los pobres, y eso demuestra tus buenos sentimientos, y nos enorgullece a nosotros.

El amante padre pagó lo que faltaba, y la niña quedó muy contenta de su buena acción, y sobre todo de haber merecido el elogio de sus padres.



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ArribaEl teatro infantil

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Para que vean nuestros constantes suscritores cuánto deseamos complacerles, estamos disponiendo un nuevo obsequio, que ha de agradarles infinitamente.

Este obsequio es un elegante libro titulado

EL TEATRO INFANTIL

que contiene cinco lindísimas comedias propias para ser representadas por niños, y que han sido escritas en verso expresamente para este libro por D. Antonio Arnao, D. Carlos Frontaura, D. Teodoro Guerrero, D. Ricardo Sepúlveda y D. Eduardo Zamora y Caballero.

Será este libro una verdadera joya para los niños, y estamos seguros de que las lindas comedias que en él incluimos han de ser muy representadas y muy aplaudidas, proporcionando útil entretenimiento a los pequeños actores que las pongan en escena, y gran placer a las personas que tengan la dicha de presenciar las representaciones de obras tan morales y tan bellas.

EL TEATRO INFANTIL

e publicará a fines de Febrero próximo, y tendrán opción a recibirlo gratis todos los que aparezcan suscritos por el año 1873 entero; o concluyendo su abono en Febrero, Marzo, Abril, Mayo o Junio, lo renueven por un año.

EL TEATRO INFANTIL

costará a los no suscritores dos pesetas.

Acabamos de regalar a los suscritores el

ALMANAQUE DE LOS NIÑOS PARA 1873

y ya les ofrecemos otro regalo de indudable importancia. Creemos que en esto verán una prueba de lo mucho que estimamos a los que nos favorecen.