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Los niveles de verdad en «Corona de Luz», de Rodolfo Usigli

Peter R. Beardsell


Departamento de Estudios Hispánicos
Universidad de Sheffield (Inglaterra)



En la primera pieza de la trilogía de Coronas de Rodolfo Usigli, Corona de sombra (1943) un historiador ficticio motiva la acción investigando los hechos en torno al reino de Maximiliano sobre el trono mexicano y la locura de su emperatriz, Carlota. Este personaje, Erasmo, dice en el primer Acto: «Busco la verdad, para decirla al mundo entero» (p. 9)1. Al llegar al tercer Acto puede afirmar: «He tardado en ver las cosas, pero al fin las veo como son» (p. 55). Es uno de los varios casos en las piezas de Usigli donde la búsqueda de la verdad acarrea la exploración de una situación histórica, la reinterpretación de los acontecimientos y las personalidades, y un esfuerzo por contribuir al futuro desarrollo de la nación mediante la iluminación del público. Pero ¿qué ocurre cuando esta situación histórica es un supuesto milagro? Entonces no sólo existe una tensión entre la verdad y la historia, sino una interesantísima complejidad introducida por esa otra tensión entre la verdad y el milagro. En Corona de luz (la última de las Coronas, 1963) el problema de averiguar la verdad alcanza uno de sus puntos culminantes en la imaginación creativa de Usigli. ¿Fraude o milagro? Separar los hechos de la dimensión sobrenatural es únicamente el aspecto superficial de la investigación. Sobre un nivel más profundo Usigli se interesa por preguntarse cuál es la cualidad «verdadera» de un milagro. Al mismo tiempo esta pieza se sirve ampliamente de técnicas dramáticas para aprovechar las implicaciones cuando se oculta, se disfraza, se falsifica, y se retiene la verdad.

Como el mismo Usigli nos ha informado, las tres Coronas versan sobre tres momentos históricos que dan las claves de la soberanía de México: «el mito guadalupano [Corona de luz] es la base de la soberanía espiritual; el de Cuauhtémoc [Corona de fuego], de la soberanía material; y el de Corona de sombra, de la soberanía política de México»2. Al dramatizar estos temas nacionales Usigli ha emprendido una cuidadosa investigación de los hechos y se muestra preocupado -hasta cierto punto- por la fidelidad a la historia. Los hechos históricos de Corona de sombra, por ejemplo, son de la época 1864-7, desde el ascenso de Maximiliano al trono hasta su ejecución por Juárez, y del 19 de enero de 1927, día de la muerte de Carlota en el castillo de Bouchout (Bruselas). En Corona de fuego los acontecimientos históricos son los de la expedición hacia el Sur hecha por Cortés en febrero de 1525, la conspiración de los indios de rebelarse contra el dominio español, y la ejecución del monarca azteca Cuauhtémoc.

Corona de luz nos ofrece algo distinto. Tiene como base el hecho de que existe una tradición según la cual la Virgen María de Guadalupe apareció ante el indio Juan Diego sobre la colina del Tepeyac (a cinco kilómetros al norte del centro de México, D.F.) en 1531. Se observará que tomo como hecho histórico, en este caso, no las propias apariciones (que Usigli -como se verá- presenta con mucha ambigüedad), sino la existencia de una fe muy difundida en aquellas apariciones milagrosas. Frente al debate erudito sobre los detalles de la tradición Usigli se defiende bastante bien. Alguna opinión crítica moderna prefiere 1555 a 1531 como la fecha del supuesto milagro («Segundo prólogo», pp. 259-63). Sin embargo, según la opinión juiciosa de Jacques Lafaye, lo que realmente importa es la fecha que la gente cree ser la correcta, es decir 1531: Esta fecha, dice, «does not correspond to any established fact in an objective chronology; it appears for the first time in a work published in Spanish in 1648; this work seems to have borrowed the date from a Nahuatl manuscript whose authenticity is doubtful, but which was probably written between 1558 and 1572. According to a pious tradition which goes back to 1648, extraordinary appearances of the Virgin of Guadalupe took place in 1531. Viewed from the perspective of the history of beliefs, whether the date 1531 is correct or not is less important than its retrospective "truth" in the minds of its devotees of Guadalupe beginning in 1648»3. Como se habrá visto, entonces, Corona de luz introduce una complejidad que no se encuentra en las otras Coronas: la pieza da por sentado un conocimiento de la tradición de un supuesto milagro, pero presenta como realidad histórica incontestable únicamente la existencia de esa tradición y no los pormenores integrantes. Es más, esto constituye sólo el último Acto. En los dos Actos anteriores Usigli presenta como «realidad» una conspiración imaginaria instigada por el Emperador Carlos, el Obispo Zutnárraga y otros dirigentes de la Iglesia para crear un fraude. Para complicar aun más las cosas, el público sabe muy bien que según una creencia general entre los escépticos mexicanos tal conspiración es la explicación más probable del «milagro». En esta pieza -nos dice un estudioso- «Usigli logra un equilibrio en lo histórico y lo ficticio»4. Lo que me interesa demostrar aquí es que dentro del contexto de la preocupación usigliana con la historia, la veracidad, y la mentira, Corona de luz es la pieza que más pone en duda nuestra confianza en cualquier supuesta realidad.

En este momento es importante señalar la presencia de historiadores y cronistas en las piezas que estamos discutiendo. En Corona de sombra el historiador ficticio Erasmo emprende la investigación de la verdad en nombre de los espectadores, y refleja la opinión pública. Provoca también las memorias de Carlota, forjando así el vínculo entre el pasado y el presente. Bernal Díaz del Castillo es uno de los personales resucitados en Corona de fuego. Su papel, aunque de tamaño reducido, no carece de una gran trascendencia. En él puede verse al futuro autor de una célebre crónica donde se presenta una impresión desfavorable de la conducta de Cortés en este episodio5. Representa, pues, la prefiguración del juicio de la historia sobre los personajes. Corona de luz tiene tres personajes cuyos modelos históricos escribieron libros sobre los acontecimientos contemporáneos: Sahagún, Benavente (Motolonía) y Las Casas6. Como Erasmo y Bernal Días, introducen la promesa de una perspectiva histórica. Pero a diferencia de estos no encarnan la aparición inevitable de la verdad; todo al contrario, porque cuando se consideran plenamente las implicaciones de su presencia, debe atribuírseles el aumento de perplejidad en la pieza. Estos cronistas franciscanos son todos cómplices -según la pieza- en la conspiración para crear un milagro falso, y sin embargo en realidad ninguna de las versiones que escribieron hace referencia a tal conspiración, ni tampoco clarifica sustancialmente el culto a la Virgen de Guadalupe. Aunque Usigli no supusiera tal grado de comprensión en la mayor parte de su público, no es menos cierto estamos señalando otro caso de ambigüedad en esta pieza.

Usigli se niega a utilizar la palabra «histórico» para referirse a las tres Coronas. Prefiere «pieza antihistórica», «tragedia antihistórica» y «comedia antihistórica» respectivamente. Puede haber aquí cierta postura defensiva: él sabe que los historiadores profesionales encontraran imprecisiones en su reconstrucción imaginativa de los acontecimientos. (Y con mucha razón, como lo demuestran sus prólogos.) Es algo parecido a su evasión de la palabra «político» en sus descripciones de «Tres comedias impolíticas» y «Fantasía impolítica»7. Pero otra razón más importante es su deseo de conservar la libertad para ofrecer una interpretación personal de los acontecimientos históricos. En su «Advertencia» a una edición de Corona de sombra nos lo explica así: «El poeta no es el esclavo, sino el intérprete del acontecimiento histórico»8. En realidad lo que él considera el elemento antihistórico de sus piezas es en su mayor parte una tradición bien establecida en el teatro histórico: la modificación o «enmienda» del tema para satisfacer criterios poéticos o dramáticos9.

Ciertas modificaciones de esta índole se hacen estrictamente para mejorar la técnica dramática. En Corona de sombra la entrevista de Carlota con Napoleón (Acto II, tercera escena) es un caso en que Usigli ha querido simplificar y condensar las cosas. Según la realidad histórica Carlota tuvo dos entrevistas en St. Cloud y una tercera en el Grand Hotel. En la primera supo dominarse; cuando le negaron una segunda, se coló sin ser invitada y se condujo de una manera descontrolada y melodramática, rechazando por fin un vaso de jugo de naranja y huyendo del palacio. Fue la tercera reunión la que terminó con la declaración de Napoleón de que Francia retiraba su apoyo y con el ataque verbal mordaz que Carlota lanzó contra él10. Lo que ha conseguido Usigli es concentrar la esencia de las tres entrevistas en una confrontación única y apretada. Es decir, que la pieza representa esencialmente la verdad de la situación, aunque tiene sus diferencias con la realidad literal. En Corona de fuego el tiempo histórico consumido por la acción fue en realidad seis días por lo menos11. Sin embargo Usigli comprime en un período de veinticuatro horas las visitas de Paxua y Pax Bolón, las festividades, y el juicio y la ejecución de Cuauhtémoc («entre el 27 y el 28 de febrero del año de 1525» -p. 89-). Es una consecuencia de sus esfuerzos por escribir una tragedia según el modelo clásico (y renacentista), y los resultados dramáticos son eficaces: la atención del público está mejor concentrada en las tensiones y los apremios sufridos por los dos protagonistas, Cortés y Cuauhtémoc.

Corona de luz también contiene modificaciones de esta índole. Según la tradición, el indio Juan Diego vio apariciones de la Virgen en las laderas de la colina del Tepeyac, fue avisado de que ella quería una iglesia allí en su honor, visitó dos veces al obispo Zumárraga, y recibió de éste instrucciones de traer algunas pruebas de las apariciones. El 12 de diciembre de 1531, en una tercera visión (según algunas versiones esto ocurrió en una cuarta visión), la Virgen le aconsejó subir la colina, recoger las flores que encontraría allí, y meterlas en su tilma (una especie de capa). Entre las rocas áridas sobre la cumbre Diego encontró un jardín de rosales, envolvió las rosas en su tilma, y las llevó a Zumárraga. Cuando abrió su tilma se vio impresa en ella una imagen de la Virgen. Para aumentar el efecto dramático Usigli ha introducido dos cambios de tamaño mayor. Por un lado, para que las cosas resulten más nítidas y más concentradas, ha convertido las tres visitas al obispado de Zumárraga en una sola entrevista. Pero por otro lado, el único indio se convierte en cuatro «para implicar el número de Apariciones» («primer prólogo», p. 241). El dramaturgo hace que sus cuatro indios aparezcan uno tras otro, logrando así una gradación: Juan I (que no habla español) ha visto una gran luz; Juan II (que entiende el español pero no lo habla) no sólo ha visto una luz sino que también ha oído voces; Juan III (que habla un poco el español y que tiene otro nombre -Juan Felipe- para individualizarle) trae en la palma de su mano una rosa; Juan IV (Juan Darío -cuyo nombre se parece notablemente al nombre que lleva el indio Juan Diego en la tradición auténtica) ha visto la aparición, ha recibido las instrucciones de la Virgen, ha recogido las rosas, y trae la prueba adicional de la pintura que está impresa en su tilma. El efecto que así se crea es el de aumentar la tensión a medida que Zumárraga hace esfuerzos inútiles por minimizar la importancia del asunto. (Ya veremos más adelante qué más tensiones se introducen en esta escena con cuatro Juanes.)

Otros casos son discutidos por el mismo autor en su «Segundo prólogo». Uno de ellos tiene que ver con Hernán Cortés, que está en punto de visitar el Obispado al final de la pieza. En términos estrictamente históricos Cortés no hubiera tenido su palacio en Coyoacán en el año 1531; lo hubiera tenido o bien en Cuernavaca (y en tal caso el viaje sería demasiado largo para que Cortés llegara en el tiempo disponible sobre la escena) o bien en la Plaza Mayor de la Capital (y en tal caso el palacio estaría a sólo algunos minutos de viaje del Obispado y Cortés llegaría demasiado pronto). Para que la llegada de Cortés se mantuviera como una fuente inmediata de anticipación y de emoción Usigli escogió Coyoacán: tenía una conexión histórica con la residencia de Cortés en México (un palacio), y estaba situado a la distancia necesaria del Obispado. Parece probable que Usigli no estuviera plenamente consciente de esta modificación de la historia en el momento en que escribió la pieza, pero en su «Segundo prólogo» no se arrepiente: «En esto debía prevalecer, una vez más, la teoría del tiempo escénico... De los nexos históricos que unen la figura del conquistador con Coyoacán se desprende como probable el trayecto requerido para el desarrollo de la acción» (p. 259). Otro fenómeno parecido es la manera de que el dramaturgo ha exagerado la rapidez con que el pueblo indio respondió al milagro. Aunque no hay pruebas históricas de ninguna celebración súbita y tumultuosa, Usigli cree necesario demostrar enfáticamente el efecto del milagro y quiere envolver el final de su obra en una atmósfera de gran emoción. Algunos historiadores han indicado a Usigli que ha cometido otras «imprecisiones cronológicas»: era poco probable que Las Casas estuviera en México en 1531; «el indio que Zumárraga condenó a muerte..., fue ejecutado en fecha posterior a 1531» (p. 258); Motolinía empezó su Historia después de 1531; Isabel de Portugal no estaría en Yuste con Carlos en 1529. Estas modificaciones -o «imprecisiones»- sirven para demostrar cómo la realidad histórica puede ser subordinada a la necesidad artística cuando haciendo así no se falsifica su sentido esencial.

Un segundo tipo de modificación tiene implicaciones más trascendentales: la modificación de la realidad histórica para cambiar su interpretación. Si las tres Coronas se arreglan en el orden correspondiente al nivel de invención (o distorsión) que en ellas se encuentra, Corona de fuego es la pieza que nos interesa menos. Usigli conoce las varias versiones históricas de los acontecimientos, y en general selecciona las que más corresponden a su propio tema. Por ejemplo, prefiere insistir en la idea de que Cuauhtémoc no participó de buena gana en la conspiración para una rebelión, favoreciendo así la noción de que Cortés le ejecutó no tanto para castigarle como para eliminarle (y sacrificarle). Y puesto que la situación dramática requiere que se exciten fuertes emociones entre el público, Usigli escoge las versiones más bárbaras de la forma que tomó esa ejecución (en la pieza Cuauhtémoc es decapitado y su cadáver es suspendido por los pies en un ceiba)12.

En Corona de sombra, eso sí, hay casos de pura invención, y otros tantos de la omisión intencional de hechos significativos. Usigli pasa por alto los defectos en el matrimonio de Maximiliano y Carlota; omite el memorándum que la Emperatriz envió a su esposo para señalarle el hecho de que abdicar significaría lo mismo que el fracaso, la cobardía o el error; deja aparecer los primeros síntomas de la locura de Carlota sólo en la entrevista con Napoleón, y dignifica la representación de la mujer loca. Todo esto sirve para crear una figura más romántica y más simpática, cuya locura asume una significación más amplia. Notablemente eficaz como técnica dramática es la vuelta de Carlota a la cordura al final de la pieza, algunos momentos antes de su muerte. Aunque sabemos que la figura histórica vivió entre 1866 y 1927 sufriendo períodos alternativos de cordura y de locura, no hay nada que indique una gran iluminación en el momento de su muerte, sino únicamente un ataque de gripe y luego una pulmonía, en enero de 192713. Pero la intención de la pieza es hacer que su muerte provenga directamente de la acción que hemos presenciado, es decir la experiencia traumática de revivir momentos dolorosos, y una nueva comprensión de la muerte de Maximiliano14. Diría Usigli para defenderse que su propia modificación relativa de la realidad simplemente sirve para llamar la atención sobre una de las interpretaciones legítimas de los acontecimientos históricos (a saber, que el episodio Maximiliano/Carlota tuvo sus resultados constructivos y provechosos para México).

Con Corona de luz nos encontramos otra vez más allá de cualquier cosa que se haya intentado en las otras Coronas. Mientras que una parte del tercer Acto está basada en los pormenores de la tradición guadalupana, los Actos I y II en su totalidad están basadas en la conjetura. Los personajes principales son figuras históricas, pero sus acciones no tienen base literal en la realidad histórica. No hay prueba de que Carlos y transmitiera instrucciones para que la Iglesia en la Nueva España inventará un «milagro» (Acto I). Tampoco hay evidencia de ninguna reunión de misioneros franciscanos para discutir si se debiese o no organizar tal «milagro» (Acto II). Por otra parte, muchas veces los historiadores han conjeturado que, dada la imposibilidad racional de un milagro auténtico, la causa de la tradición guadalupana debe radicarse en un fraude intencional. Por cierto, la investigación emprendida por los historiadores da pruebas de que se podían esperar enormes ventajas si tal conspiración se efectuara: la integración de los indios en la fe católica, la reducción de tensión entre los indios y los conquistadores, la consiguiente desaparición de una amenaza al poder supremo de España en el Nuevo Mundo, e incluso el fortalecimiento de la situación política de España dentro de Europa. A todo esto añade Usigli una proposición suya más controversial; que la tensión en la Nueva España radicaba principalmente en un vacío religioso entre los indios, creado por la destrucción de su fe antigua. Como veremos más adelante, en fin de cuentas el dramaturgo no nos presenta todo este material de los dos primeros Actos como la explicación definitiva del milagro. Es decir, que en su esencia estos dos Actos no se difieren radicalmente del último Acto. Mientras que aquéllos recrean por medio de la imaginación la teoría racionalista, éste aprovecha la imaginación para presentarnos la tradición religiosa, además de efectuar una conexión estrecha entre las dos versiones.

Resulta, pues, que en Corona de luz más que en las otras Coronas la verdad, así como la percibe el poeta dramático, toma precedencia a la verdad registrada en los libros históricos, sin que realmente contradiga ésta. Si examinamos atentamente las opiniones que Usigli expresa sobre la historia veremos por qué le parece legítima esta práctica. Considérense algunas palabras de Erasmo sobre el papel del historiador: «La historia no habla mal de nadie, a menos que se trate de alguien malo» (Corona de sombra, p. 5). ¿No se percibe aquí la sonrisa irónica del dramaturgo frente a esta fe excesivamente ingenua en la exactitud objetiva de los datos registrados por historiadores? Más tarde lo absurdo de esta idea de Erasmo se manifiesta plenamente. En el último Acto expresa de manera poco convincente la noción de que un historiador simplemente escribe lo que pasa: «Yo no soy más que un historiador, una planta parásita brotada de otras plantas -de los hombres que hace la historia-. Yo no quito ni pongo rey» (p. 51. Pero esta tontería queda expuesta de manera perentoria cuando Carlota la corrige: «Sois la mirada de México» (Ibid.). Su versión de la historia puede ser su propia interpretación o puede encarnar una impresión colectiva, pero no puede ser neutral, no puede ser los meros hechos desprovistos de cualquier actitud.

En su «Segundo prólogo» Usigli escribe una sección sobre «el dilema del autor», en que trata de las diferencias y semejanzas entre el historiador y el poeta dramático frente a la representación objetiva de la realidad. Citando a John Fortescue, The Writings of History, Usigli traduce así: «El historiador tiene que ver con altos potentados y abyectos mendicantes. Tiene que ver con San Antonios y Don Juanes, con Santa Catarinas y Mesalinas, con Akbars y Ahabs. Tiene que ver con héroes y con cobardes, con grandes aventureros y bajos chantajistas... De todo esto, de las infinitas complejidades de su naturaleza y de la reacción de esas complejidades en ellos mismos y sobre los demás, que producen lo que se llama los acontecimientos de la historia, debe tomar cuenta y, habiendo tomado cuenta, debe consignar la verdad, hasta donde pueda juzgar de ella, no sólo respecto de los hechos, sino de la significación de los hechos. Qué tan cerca de la verdad pueda llegar aun el mayor genio humano, es otra cosa enteramente. Pero es cierto que si un historiador no es un intérprete, no es nada más que un cronólogo. Tal es la función de la facultad crítica» (p. 267). En esta admisión de Fortescue de que un historiador no es un mero «cronólogo», sino un «intérprete» encuentra Usigli «un amanecer de reconciliación entre el historiador y el poeta dramático, pues considero que se trata de uno de los mejores retratos que se haya trazado del segundo» (ibid.). Ahora bien, si se reconoce la función del historiador como un fenómeno esencialmente semejante a la función del artista creativo, el reportaje de los acontecimientos históricos puede compararse con las obras «antihistóricas» de un artista creativo como Usigli. Al mismo tiempo, la existencia de una verdad objetiva independiente del uso de la imaginación resulta más difícil de aceptar como una realidad posible.

Esta opinión escéptica de los anales históricos adquiere un énfasis sobresaliente en El gesticulador15. Considérense las siguientes palabras del historiador-personaje ficticio, César Rubio: «Sin embargo, la historia no es más que un sueño. Los que la hicieron soñaron con cosas que no se realizaron; los que la estudian sueñan con cosas pasadas; los que la enseñan sueñan que poseen la verdad y que la entregan» (p. 32). (Lo subrayado es mío.) Los espectadores apenas se forman una impresión más favorable de la historia cuando presencian las acciones de dos historiadores, Rubio y Bolton. El profesor norteamericano tiene una imaginación tan melodramática que no le permite aceptar una interpretación de los acontecimientos que sea sencilla y carezca de interés; es extraordinariamente ingenuo, capaz de creer cualquier cosa; se apresura a publicar sus revelaciones sin averiguar su autenticidad; y subordina la búsqueda de la verdad a la oportunidad de adelantar su propia carrera. El mismo Rubio engaña de buena voluntad al norteamericano por su propio bien, y más tarde engaña a toda la gente asumiendo una falsa identidad. Ambos historiadores (uno inconscientemente) sustituyen una falsa versión de los acontecimientos por la «verdadera» (aunque la existencia del general Rubio es «verdadera», desde luego, solamente dentro del mundo autónomo de la pieza), y por consiguiente la historia resulta cambiada: la muerte del general Rubio ocurrió no en 1914 sino en 1937; no hubo dos hombres diferentes nombrados César Rubio, uno militar y otro profesor, sino un hombre únicamente que pasó de una carrera a la otra.

Un motivo para asociar El gesticulador con las piezas antihistóricas de Usigli son sus «escarceos con la historia de la Revolución mexicana» (para utilizar las propias palabras del dramaturgo en su «Segundo prólogo», p. 267). Pero el motivo principal es el hecho de que aquella pieza trasciende la historia y la invención para tratar de asuntos aún más universales. La preocupación más obvia de Usigli en la pieza es -como todo el mundo sabe bien- con un tipo de falsedad en particular: la presencia de «gesticuladores» por toda la sociedad mexicana, desde las falsas apariencias de riqueza hasta la expresión hipócrita de creencias políticas e incluso la usurpación de una identidad ajena. Pero su preocupación menos obvia -y no menos importante por serlo- es la cuestión universal de la verdad y la falsedad, la realidad y la apariencia. El hijo del profesor Rubio, Miguel, necesita que la verdad siempre sea victoriosa. Al principio su inquietud parece radicarse principalmente en la conducta de su familia: «Quiero la verdad porque estoy harto de apariencias. Siempre ha sido lo mismo... había que proteger la buena reputación de la familia de un profesor universitario...» (p. 14). Al final de la pieza, sin embargo, su añoranza angustiada por la verdad ha alcanzado una dimensión más filosófica: «¿No te das cuenta de que quiero la verdad para vivir; de que tengo hambre y sed de verdad, de que no puedo respirar ya en esta atmósfera de mentira?» (p. 91). El telón cae después del grito desesperado de Miguel: «¡La verdad!» al reconocer finalmente que ha perseguido un ideal inasequible y que su vida estará dominada por la sombra de la mentira de su padre.

Este aspecto más trascendental de fa pieza es subrayado por la manera de que el dramaturgo disminuye la confianza del público en la supuesta realidad y los supuestos acontecimientos. Como hemos observado anteriormente, si a un historiador se le ve fabricar una mentira ante los ojos del público la historia misma se pone dudosa. La acción de esta pieza sirve para dar énfasis a lo borrosa que es la frontera entre la realidad y la ficción. Pretende representar a gente real en un auténtico contexto social, histórico y geográfico, y sin embargo introduce intencionalmente no una, sino tres coincidencias, dos de las cuales por lo menos son sumamente asombrosas: la avería de un coche que junta a dos profesores de la historia mexicana; el nombre y lugar de nacimiento idénticos del profesor y el general Rubio; el papel de Navarro como asesino de los dos. Por regla general la explicación que se da de tales coincidencias es, desde luego, que dentro del teatro el público está dispuesto a aceptar hechos que normalmente se consideran como increíbles. En una pieza profundamente preocupada con la verdad, la historia y los gesticuladores, sin embargo, el nivel de la verdad en la escena ¿no sirve para reflejar (aunque en espejos que deforman la imagen) la realidad en el auditorio y en la calle afuera? John W. Kronik ha subrayado acertadamente la tendencia de El gesticulador a hacer referencias a sí mismo como creación dramática («self-referenciality»), señalando que la imagen que se nos refleja es doble: la realidad mexicana y la pieza ella misma16. Según Kronik, Usigli dramatiza el procedimiento de crear ficciones para afirmar que la búsqueda de la verdad tiene más éxito cuando el investigador reconoce la relatividad de ésta. En el presente trabajo lo que me interesa subrayar es el hecho de que en las tres Coronas, como en El gesticulador, el principal tema subyacente es esta noción de que la verdad es solamente relativa.

Hasta aquí hemos venido investigando este tema con respecto a los datos históricos y la manera de que éstos quedan registrados para la posteridad. Pero ahora llegamos al punto fundamental. En Corona de luz lo que se nos ofrece es la verdad relativa de un milagro. Una de las claves para la integración de la gente indígena de América en la fe católica fue el redescubrimiento en la nueva religión de la diosa-madre de su antigua fe. Muchos países desarrollaron un sentido de independencia nacional dentro del abrazo de la religión de los conquistadores por medio del culto a una imagen nacional de la Virgen. En la Argentina ésta es la Virgen de Luján, en el Ecuador Nuestra Señora de Guálpulo, en el Paraguay Nuestra Señora de Caacupe, en el Perú antiguo Nuestra Señora de Copacabana y en el Perú moderno Nuestra Señora de las Mercedes17. Las apariciones de la Virgen solían tener rasgos indígenas. El nacionalismo mexicano (indio y más tarde criollo) se expresó por el culto a la Virgen de Guadalupe. Rebasando a su rival, la Virgen de Remedios (símbolo de la soberanía española), la Guadalupana llegó a ser la bandera del levantamiento de Hidalgo en 1811, y de la revolución de Zapata un siglo más tarde. En el México postrevolucionario el culto no ha disminuido. Pablo González Casanova calculó en los años sesenta de este siglo que un promedio de 15.648 católicos mexicanos visitan la Basílica de Guadalupe por día18. El que escribe estas líneas verificó en agosto de 1983 que una multitud de gente mexicana acude todos los días a lo que ahora se denomina la Villa [de Guadalupe] primero para oír misa en la nueva Basílica y después para subir la escalinata hasta la capilla encima de la colina del Tepayac. Aldeas enteras de gente indígena hacen este peregrinaje, y en el afea junto a la Basílica tienen su propio rito ceremonial impregnado de las antiguas tradiciones paganas. González Casanova ve en este culto a la Virgen de Guadalupe una prueba de que la Iglesia ha sobrevivido a la transformación social desde la Revolución (incluso saca la conclusión de que la Iglesia ha aumentado sus fuerzas).

El milagro de la aparición de la Virgen a un indio en el Tepeyac, anteriormente un sitio sagrado dedicado al culto a Tonantzin (la diosa-madre) Cihuacóatl (mujer de la Serpiente), es obviamente un fenómeno absolutamente fundamental en la fe religiosa y el nacionalismo mexicanos. Es una empresa algo atrevida el escribir una pieza en que se somete a la investigación los aspectos sobrenaturales de la tradición. Pero Usigli parece estar haciendo precisamente esto. Los Actos I y II de Corona de luz inducen al público a creer que está observando una explicación racionalista del supuesto «milagro». El debate en el primer Acto nos descubre cómo la tensión (tanto militar como religiosa) entre los indígenas y los españoles amenaza un conflicto futuro en la Nueva España que podría significar la destrucción de los unos o los otros. Cualquiera de las dos consecuencias tendría graves desventajas políticas para España. El principal motivo para esta tensión son las necesidades religiosas de los indígenas: aunque no es aceptable permitir que sigan con sus antiguas formas de culto, la mera imposición de las tradiciones cristianas no trae los resultados deseados. Hace falta, entonces, dejar que los indígenas tengan una visión privilegiada de Dios. El Emperador se siente obligado a «hacer» un milagro. La Virgen preferida de su esposa es la Virgen de Guadalupe (la de Extremadura, cuya tradición remonta por lo menos a códices de los años 1400): este nombre se entregará, entonces, a la Virgen que aparecerá «milagrosamente» en México. El segundo Acto lleva el proyecto hasta el punto en que un grupo de franciscanos en México (encabezado por el obispo Juan Zumárraga) conviene en la necesidad de crear tal «milagro». Se han mandado desde España una monja para desempeñar el papel de la Virgen y un jardinero para cultivar rosas.

En el último Acto, sin embargo, la acción que se desarrolla en la escena deja de representar la «verdad» detrás de lo increíble (o sea, el fraude detrás del «milagro»), porque los acontecimientos no conforman con el proyecto. Las apariciones de la Virgen han ocurrido con diecinueve días de anticipación (según el proyecto habían de coincidir con una fiesta católica: el día de San Silvestre) y en un lugar equivocado (en vez de ocurrir en terreno neutral al sur de la ciudad tienen lugar en el santuario de una deidad indígena hacia el norte). Es más, hay un elemento agregado: la pintura en la tilma de Juan Darío. Ante la confusión de los conspiradores (Zumárraga sigue sospechando una agencia humana, aunque Motolinía no vacila en aceptar el milagro) y la aparente sumisión de los instrumentos de la conspiración (la monja y el jardinero) a algo más allá de su comprensión, el público se siente invitado a escoger su interpretación preferida. Quizá, con todo, haya una dimensión sobrenatural. O tal vez queda alguna explicación racionalista: una conspiración por Cortés o por la gente indígena, o posiblemente un acuerdo entre estos dos partidos sin que lo supieran Zumárraga y Motolinía. Usigli no está apoyando la causa racionalista, no obstante su «ruptura con la Iglesia» («Primer prólogo», p. 227) y el hecho de que «no soy hombre religioso» («Segundo prólogo», p. 273). La pregunta: ¿fraude o auténtico milagro? queda sin contestar, para formar un destacado ejemplo de su tema constante de que la verdad es difícil de percibir, y la realidad es difícil de separar de las obras de la imaginación. Donde Usigli no es ambiguo es al indicar el impacto de las apariciones sobre la gente indígena. La fe de esta gente es indisputable, y por eso es auténtica, o «verdadera». Bien puede ser que los medios por los cuales se formó esa fe no fuesen milagrosos, pero el resultado es precisamente aquél que se había considerado como imprescindible para salvar la situación política (y religiosa). Fray Juan es el personaje que expresa las palabras esenciales para aclarar la cuestión: «Veo de pronto a este pueblo coronado de luz, de fe. Veo que la fe corre ya por todo México como un río sin riberas. Ese es el milagro, hermano» (p. 219). La innovación del dramaturgo consiste en empezar con la idea: «fe en la verdad del milagro» (la cual Usigli parece dudar, aunque lo deja sin resolver), para enfocarse por fin en la afirmación: «la fe es el verdadero milagro».

Entre las múltiples implicaciones que se pueden sacar de esta conclusión es la idea de que lo que alguna gente toma por milagroso puede resultar menos asombroso que cosas que se han pasado por alto. También deja entreverse la implicación de que la «verdad» consecuente (la fe) es de máxima importancia, mientras que los medios que conducen a esa «verdad» llegan a tomar una significación solamente relativa. Pero por muy acertadas que sean estas conclusiones, en este artículo nos interesa subrayar dos otras cosas. Primero, que Usigli no tiene bastante confianza en su dominio de la realidad ni para excluir la posible, existencia de un elemento sobrenatural, ni para afirmarla tampoco. Y segundo, una vez más nos demuestra cómo las causas de los acontecimientos históricos se oscurecen irreparablemente con el transcurso del tiempo.

Como es natural, hasta los últimos momentos de la pieza el público espera ver contestarse la pregunta: ¿es verdad el milagro, o es verdad el fraude? Con gran ingeniosidad. Usigli restaura constantemente la tensión y mantiene la incertidumbre del público. Se sirve de técnicas teatrales bien establecidas, pero su toque magistral consiste en adaptar estas técnicas perfectamente para llamar la atención sobre el tema subyacente -nuestra incertidumbre en cuanto a la verdad y la ficción-.

En ciertas ocasiones el juego no tiene nada que ver con la acción principal. El primer Acto empieza con un pequeño misterio acerca del lugar en que se encuentra el Emperador, e incluye, a medio camino, un momento en que los respectivos papeles de dos personajes escondidos están revueltos (el Emisario y el Fraile). El tercer Acto comienza con un misterio acerca del mensaje que ha convocado a Motolinía al Obispado. (Resulta ser uno de los disparates de Martincillo.) Faltando estos episodios, el argumento de la pieza seguiría intacto, pero la obra se iría desarrollando menos misteriosamente. Es decir, que se trata de unas contribuciones importantes a toda una serie de situaciones falsas y aclaraciones parciales.

Muchas veces se introduce una tensión en la pieza reteniendo la información deseada. Al final del primer Acto ¿qué ha decidido Carlos? (La contestación es retenida hasta el segundo Acto.) Al comienzo del segundo Acto ¿cuáles son las instrucciones que Carlos ha recibido? De manera tentadora, Fran Juan empieza a revelarías: «Me pasa que el Rey mi señor... (Se interrumpe, colérico otra vez)» (p. 183), y la información es suspendida. Al final del segundo Acto ¿ha decidido Juan ejecutar el fraude? La misma pregunta se hace cuando empieza el tercer Acto. Otra vez Usigli atormenta al público comenzando a ofrecer la información y luego haciendo que interrumpan a Fray Juan: «He pensado mucho en vuestra idea de hacer autos sacramentales, y puedo deciros que... (Se abre la puerta...)» (p. 204). Sólo más adelante (p. 208) aprendemos una vez por todas que se han dado las órdenes para ejecutar el fraude (o auto sacramental, como Zumárraga prefiere llamarlo).

Ciertos misterios, desde luego, nunca son aclarados. En el segundo Acto, durante el gran debate, ¿cuánto ha acertado a oír (y a comprender) el joven intruso indio? (Usigli le introduce en la pieza únicamente para crear incertidumbre en este momento, y para ofrecer una posible explicación de los acontecimientos en el último Acto.) En el tercer Acto ¿qué provoca la éxtasis de la monja? (¿Una manía humana? ¿La experiencia de algo sobrenatural?) ¿Son auténticos los relatos de Juan I, II, III y IV? ¿Cómo ocurrió que la rosa de Juan Felipe se encontrase en el Tepeyácatl? (Es interesante observar que, para evitar fáciles efectos sensacionales, Usigli impide que el público vea la pintura misma.) Debe reconocerse, por tanto, que aquella otra técnica dramática de crear misterios subsidiarios que finalmente se resuelven, no sólo sirve para aumentar el interés y la tensión sino también para agregar más elementos a la confusión general, ayudando a tapar la verdad en el desarrollo de una situación que nunca se esclarece por completo.

El golpe maestro es la creación de un crescendo de suspenso en el tercer Acto. Empieza con la cuestión del origen de las rosas. Al principio se nos invita a aceptar la explicación racionalista de que estas rosas son las que el jardinero plantó cumpliendo el plan de los franciscanos (plan que Zumárraga temporalmente ha olvidado). Pero después viene una invitación a dudar la veracidad de esta versión, ya que las rosas no se encontraron donde el jardinero debía sembrarlas, según las instrucciones. En este momento tanto Fray Antonio como el jardinero confirman que algunas rosas fueron plantadas en el sur, precisamente como se había mandado. La minuta que Zumárraga tienen de aquella reunión en que se formaron los planes sólo sirve para ahondar el misterio: a saber, que las rosas hubieran debido crecer en el sur, sobre el Pedregal de San Ángel. Entonces aprendemos que el jardinero ha estado visitando a una muchacha india en el norte, más allá del Tepeyácatl, y que ha plantado un rosal junto a la puerta de su jacal. Como un péndulo, el público vuelve, al punto de vista racionalista (aunque no se nos ofrece ninguna explicación por la presencia de rosas en la colina misma del Tepeyácatl). El próximo ingrediente es la Aparición presenciada por Juan IV. Ahora Usigli separa ingeniosamente los dos posibles puntos de vista. Motolinía nos anima a creer en un milagro («sucede aquí algo que está fuera de nosotros», p. 214). Por otro lado, Fray Juan lucha por una explicación racional, y el público vislumbra la esencia de lo que está pensando -la Aparición ocurrió donde no debía, y fue una «señora india», pero era posible que el intruso indio fuese implicado en alguna conspiración; la muchacha india del jardinero vivía demasiado lejos, pero la monja bien podía haber aparecido en un lugar y un momento equivocados. Luego, con la llegada del Alférez para anunciar que Cortés se está acercando, Usigli parece haber vuelto a favorecer el racionalismo: los militares habrían olfateado la conspiración eclesiástica y habrían tomado una iniciativa para anticiparla. Aparece en la escena la monja, «evocando a su manera la imagen sucedánea y sin niño de la virgen de Guadalupe» (p. 216) y reforzando así la probabilidad de que ella es la «Virgen» que se ha visto. En este momento, sin embargo, Usigli introduce un nuevo enfoque de gran importancia. Juan Darío niega que la Monja sea la figura de la Aparición que él ha presenciado; luego su tilma desplegada descubre la imagen misteriosa; y la monja se desploma, como para sugerir que ella está reducida a nada por la imagen. Es decir, que se nos conduce otra vez al mundo de lo desconocido. Esta situación prolongada no solamente ha sido una obra maestra de suspenso dramático y de cambios de enfoque (tal vez superada únicamente por aquella escena en El gesticulador en que los políticos regionales investigan los credenciales de Rubio -Acto II, Escena VI-, sino que ha producido una representación concreta de un tema vital subyacente: la dificultad de distinguir entre lo real y lo imaginario, lo verdadero y lo falso, lo racional y lo milagroso.

En diversos grados, las tres Coronas se basan en la historia. Todas modifican ciertos aspectos de los acontecimientos históricos que en ellas se representan, sea para crear efectos técnicos, o sea para cambiar la interpretación. Pero Corona de luz es la pieza que introduce las mayores complejidades al manejar un tema histórico. En ella es mayor la inventiva de Usigli; en ella, además, el tema mismo se presenta más envuelto en misterio, porque la historia se embrolla con una tradición fundamental para la fe religiosa en México. En varias piezas Usigli deja insinuarse la idea de que la historia no es digna de nuestra plena confianza. Particularmente en El gesticulador nos indica que este escepticismo suyo está íntimamente entrelazado con sus dudas acerca de nuestra capacidad de separar la verdad de la ficción. Corriendo por todas las piezas que venimos discutiendo está el tema constante de la verdad difícilmente percibida, el tema de la realidad aparente como una fusión de la verdad y la inventiva o el engaño. En Corona de luz Usigli lleva esta preocupación hasta su punto culminante con la investigación de un milagro. Sus habilidades dramáticas se manifiestan como muy aptas para crear situaciones en la escena donde el suspenso, el misterio y la confusión -elementos, todo éstos, más comúnmente asociados con la comedia de enredos- constituyen la maquinaria externa para la elaboración de un tema subyacente: la ambigüedad. Desde luego, Usigli nos ha informado que su propósito al escribir Corona de luz era demostrar que la soberanía espiritual de México se consiguió gracias a la fe en el milagro de Guadalupe. Sin embargo, un tema más universal corre por toda la obra: el contrapeso del racionalismo y la fe. Durante la mayor parte de la acción el dramaturgo parece favorecer el punto de vista racionalista. Después de la intrincada complejidad de los últimos momentos viene un cambio de enfoque y un descubrimiento desconcertante. Lo que hemos presenciado en la escena no nos explica el misterio; bien que permanezcan otras explicaciones racionales, la versión sobrenatural no resulta de ningún modo rechazada. En efecto, quien se queda perplejo no es el que cree en los milagros, sino el racionalista confiado y resuelto. Como desenlace, es sintomático de un tema constante en la obra de Usigli: la verdad difícilmente percibida.





 
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