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Los oficios terrestres

Natalia Gelós

«Dejé de ser niño y me hice periodista», escribió alguna vez Antonio Di Benedetto. Fueron varios los medios en que trabajó, pero fue en el diario Los Andes y en su vespertino, El Andino, donde dejó su impronta más marcada. Opacado, quizás, por el brillo de su carrera como escritor, Di Benedetto, como tantísimos otros autores que construyeron su obra entre el periodismo y la literatura, logró establecer una convivencia plena entre ambos oficios. Pero es en ese costado de su vida, el periodístico, donde hay datos que terminan por completar su figura y ofrecen posibles respuestas a ciertos misterios que la historia tejió a su alrededor. Su precisa y elegante prosa, su habilidad para manejar la tensión y crear universos en el campo de la ficción, afinaron su escritura periodística para dotarla de una mayor riqueza. Alcanza con leer algunas de las notas que forman parte de la cobertura de la llegada al poder del general René Barrientos, que asumió como presidente de la Junta Militar en Bolivia, luego de un golpe de Estado en 1964. Era noviembre y Di Benedetto había viajado hacia el Altiplano como enviado especial para el diario porteño La Prensa, donde colaboraba desde la década del cuarenta. Entonces, escribió:

La Paz se cobija en el cerco que le hacen, bien altas, las montañas que forman la corte del Illimani.

Desprendimientos menores de la cordillera recorren la ciudad como paredones informes, de puro domados. Pero desde la cima de Laikakota se ven como en un fondo lejano las aguas mansas del Choqueyapuy. Están muy encima de las casas, los cuarteles y la universidad. Allí arriba, a lo largo de su cresta, los milicianos cavaron trincheras y formaron casamatas. Desde ahí tirotearon contra los que estaban volteando a Paz. Este se fue y los dejó combatiendo. Vinieron los aviones y los ametrallaron. Los cadáveres se descolgaban de las laderas.


Cada reporte de ese viaje es una construcción dramática plena en climas tensos, lo que no impide que la información sea siempre absolutamente precisa.

A su vez, reconocía la influencia del periodismo en la obra ficcional y hablaba del escritor como un ser múltiple, en el que cronista, redactor y entrevistador se aglutinaban para producir una obra sin dead line. Decía: «El ejercicio del periodismo da una agilidad expresiva y una capacidad de síntesis muy diestra en saber distinguir lo principal de lo secundario. Eso es muy valioso para un escritor». Inició su carrera en publicaciones locales y de escasa tirada. Sus primeras colaboraciones fueron en La Semana. Luego en un medio de mayor prestigio, La Libertad, en 1941, donde cubrió el terremoto de San Juan de 1944. También escribió sobre el tema para el diario La Prensa de Buenos Aires y, desde entonces, se convirtió en corresponsal del medio durante años. Las revistas El Hogar y Mundo Argentino también dieron espacio a sus notas. Y en 1945 pasó de nivel: entró al diario Los Andes como redactor hasta que en 1967 asumió como secretario de redacción y, luego, como subdirector (con funciones de director).

Para escribir Zama, el escritor le pidió licencia al periodista y se encerró a trabajar a destajo, a una distancia prudencial de la rutina del diario. (La terminó en apenas unas semanas, aprovechando sus mañanas, porque era cuando mejor trabajaba, con el estómago vacío y la foto de Dostoievski como custodia. Apenas la corrigió. La sabía casi de memoria: «Muchas veces me he encontrado que me repito, sin hablar, páginas y páginas de la novela, porque lo sentía tanto y lo mastiqué tanto internamente, que se me ha quedado grabado qué puse en cada página»). Pero pese a esa licencia laboral, persistía el vínculo entre los dos ámbitos. «¿Qué es un periodista, por infeliz que sea? -se preguntaba en 1972-. Es un tipo que tiene una manía de servicio para los demás... somos una especie de pequeños héroes miserables al servicio de los demás. Pero hay que establecer las diferencias para evitar la confusión, esa confusión que ha invadido a la propia literatura. El escritor tiene fantasía en la cabeza. El periodista tiene conciencia de los hechos, no por él mismo, sino porque se le dan. El escritor, en cambio, los hace en su mente. Para redondear: la literatura es verdadera si nos agarra como seres agónicos, si no nos hace creer que somos superhombres, si nos hace ver que somos débiles, si nos impulsa y moviliza la necesidad de la conciencia y del actuar... Este es el rincón de la vida que se llama literatura y no debe ser confundido con la literatura periodística, que ya no desecho. Lo que rechazo es la confusión entre una y otra. Por culpa de esa confusión nos hemos sublimado demasiado. Como somos hechos a imagen y semejanza creemos que somos diositos. Y no es para tanto. En realidad debemos enfrentarnos con las más pequeñas traiciones, con la infidelidad, con las deslealtades»1.

Los temas se traficaban de la no ficción a la ficción. Un ejemplo: la nota «Los animales mendocinos», en su primera etapa como periodista, donde utiliza como recurso la antropormorfización de los habitantes del zoológico de Mendoza, una línea que aborda, entre otros, en el volumen de cuentos Mundo animal: las fronteras difusas entre lo animal y lo humano, los cuerpos en una línea continua, las conciencias que se licúan. «Estos, los que nunca supieron del bocado tomado siendo seres libres, ¿qué hay de ellos en relación a la libertad? Le sienten el olor, perciben su color, seguramente. Es que la libertad está en el aire, en el pájaro que va a cantar en la rama que da sombra a su jaula», escribió en la revista Millcayac en 1943, refiriéndose a unos animales en la jaula. Hay más: notas sobre el suicidio (tema que reaparece en su literatura y que remata en la novela Los suicidas), sobre el misterio que late sutil en lo cotidiano. Hay, en todos ellos, una mirada fantástica que irrumpe, una curiosidad vital que se desliza por los textos como descargas eléctricas.

A comienzos de los ochenta, desde el exilio, escribió para el diario Clarín una crónica titulada «Silencio y ternura». Allí contó la vida de Antuco, un niño peruano, y su madre, Martiria, que emigraron del campo a la ciudad luego de la muerte de su padre. (Una situación que, pese a las diferencias, el escritor había vivido en carne propia: su padre murió cuando él tenía 11 años. Vivían entonces en una zona de quintas. Luego de su muerte, él, su madre y su hermana se mudaron a la ciudad. La muerte del padre, la casi certeza de su suicidio, impregnaron su vida de sombras y preguntas).

Entredormido y todo, Antuco alcanza a discernir que fricasé (trozos de cerdo fritos) no puede ser por lo que tan solo pregunta, rebajando las pretensiones:

-¿Pepitoria?... ¿Huevos?... ¿Leche?

-¿Qué leche? Cancha.

La cancha, el maíz tostado en mazorca, se dora mansamente en el rescoldo.

Pero el niño insiste, tercamente, en instalarse soñadoramente en las mañanitas de su pasado con el padre:

-¿Leche de oveja?

-¿Oveja?... Ni de oveja ni de cabra, si la hubiera2.


Sin embargo, es en esa etapa final, en la década del ochenta, durante su exilio, que su periodismo pierde cierta «concentración»: sus notas son variadas, desparejas, coinciden, casualmente, con el tono de Sombras, nada más..., su última novela. En una nota publicada en el diario Tiempo Argentino, Sergio Chejfec escribió que el exilio tuvo un efecto desintegrador sobre la obra de Di Benedetto. Aunque no lo vinculó con su producción periodística, es interesante notar cómo, en el exilio, la obra periodística de Di Benedetto también sufre una desconcentración. Movido además por razones cotidianas o económicas, ya que se vio de pronto obligado a refundar su vida en España, alejado de su familia, de sus libros, del lugar que supo tener en Mendoza, esa ciudad que había decidido no abandonar nunca. En ese contexto, Di Benedetto inicia un trabajo de freelance, además de asumir la edición de una revista de medicina y, luego, de Arte-Guía. Detrás de todas esas notas, se arma un derrotero que fue el de muchos exiliados latinoamericanos que intentaban seguir con sus vidas desde los escombros.

El año 1976 fue el quiebre. Siempre se habló del misterio de su detención, siempre se resaltó su no militancia y su nebulosa postura política (o su «socialismo de Palacios») y a la vez se rumoreó sobre un pasado oculto en alguna organización armada (algunos arriesgaban que era del ERP). Lo cierto es que se hablaba mucho y se sabía poco. O había poco por saber. A la vez, había mucho por mirar. Había que detenerse en ciertas notas que se publicaron en los diarios que estuvieron a su cargo en los años previos al golpe militar. No surge de allí una explicación clara de los motivos de su detención, pero sí aparece la figura de un director comprometido con el ejercicio de la profesión.

Hacia fines de 1975, la persecución a militantes era frecuente. Mendoza no era la excepción y Di Benedetto lo denunciaba. No fue la suya una postura militante, y nunca adhirió a los grupos armados de izquierda. Lo aclaró él mismo algunos años después: «Nunca he hecho política de ninguna especie. Y aunque era esencialmente antiperonista, no dejaba traslucir esas convicciones al periódico que conducía. Mi antiperonismo era una cosa latente, una cuestión casi borgeana, bastante inofensiva. De ahí a adherir a grupos de fuerza hay un gran trecho»3. Quizás no podía ver, o no le preguntaban, sobre el peso político de las decisiones editoriales, pero Di Benedetto desde ese lugar ofrece una oportunidad de pensar las posibilidades del periodismo de asumir un compromiso político sin ser partidista, periodismo político en tanto gravitacional para la realidad que narra, y en tanto compromiso asumido a la hora de dar forma al mundo.

Fueron varias las tapas y grandes los titulares: una mujer secuestrada y golpeada4; un joven chileno baleado; la vinculación entre la policía y el ataque a sindicalistas mendocinos5. Cuando cuatro policías asaltaron a un comerciante, se intentó ocultar el hecho. El vespertino El Andino lo descubrió y el título fue irónico: «El zorro cuidando las gallinas»6. Hubo una de sus tapas que incluso, años después, llegó a los tribunales.

Ledda Barreiro de Muñoz dice que, en parte, su hijo salvó su vida gracias a una decisión de Di Benedetto. Durante el verano de 1976, ella llegó a Mendoza. Buscaba desde hacía tres meses a su hijo Alberto. Un día, luego de un largo recorrido, la familia Muñoz se sentó exhausta y desmoralizada en el cordón de una vereda, sin rastros de su hijo mayor. Justo en ese momento, vieron la tapa de El Andino que agitaba un canillita. Ocupaba toda la portada el rostro del hijo buscado, junto a los de otros seis jóvenes. «Frustran en Mendoza un plan terrorista», decía el título de ese 22 de febrero. También informaba que esas siete personas estaban detenidas en el Edificio del Palacio Policial (conocido como el centro clandestino de detención D2). Ledda Muñoz volvió a exigir ver a su hijo y esta vez no pudieron negarse a hacerlo. Había ido con el diario como prueba. Treinta y dos años más tarde, la abogada Viviana Beigel, que participó en la denuncia al D2 como Centro Clandestino de Detención, recurrió a esa misma portada para demostrar los traslados de presos a aquel departamento policial. Daniel Rabanal, otro de los detenidos en el D2, también resultó beneficiado por aquella portada. El periodista Rodrigo Fernando Sepúlveda sostiene que la decisión de Di Benedetto de publicar esa foto lo salvó. Di Benedetto supervisaba página por página hasta la última coma. Leía todo, no se le escapaban detalles, según explica Alberto Atienza, que trabajó con él y asegura que «facultó la denuncia pública del allanamiento del Sindicato de Prensa».

Durante sus últimas horas al frente de ambos diarios, fueron asesinados por la Triple A la profesora Susana Bermejillo y el estudiante Mario Jorge Susso7. El Andino dio una amplia cobertura al caso.

Di Benedetto estuvo detenido desde el 24 de marzo de 1976 hasta septiembre de 1977. Fue el primer escritor apresado por la dictadura. Sufrió torturas, humillaciones, simulacros de fusilamiento. ¿Lo detuvieron por lo que publicaba? No hay pruebas. ¿Publicó noticias que denunciaban el abuso de poder? Sí. Y en tiempos en que el silencio se imponía en gran parte del país, en tiempos de periodismo discreto, sus decisiones mostraban un camino distinto. En tiempos de desapariciones, publicar un nombre, una foto, significó un amparo. Ofrecía, si se quiere, una tercera posibilidad: quienes no asumían una militancia política podían igual asumir el compromiso con la profesión periodística. Él fue uno de ellos.

En 1985, en una entrevista con el diario La Nación, Antonio Di Benedetto fue claro: «No sé si habría aceptado ser periodista bajo el "proceso", ejerciendo la mentira cotidiana y el disimulo inicuo. Sé de hombres de prensa que aceptaron esa ignorancia, a menudo propiciada por los mismos empleadores, y ahora, en la democracia, no se atreven a mirar de frente a las víctimas, como no se atrevieron a alzar la voz por sus compañeros aprisionados y hasta contribuyeron a silenciar su nombre. Aún hoy lo hacen, gozando de una libertad que les cae grande, pues nada hicieron por ella»8.

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