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Los orígenes de la visión paradisíaca de la naturaleza mexicana

Jorge A. Ruedas de la Serna






Capítulo I

De Arcadia y Utopía


Ipandro Acaico, último árcade mexicano del siglo XIX y el primero en acercarse, entre nosotros, de manera directa y consistente a la pastoral clásica, nos legó una obra valiosa, quizás no tanto por su calidad poética, que no es nuestro propósito discutir en este trabajo, como por su significación para entender algunas de las implicaciones que el discurso arcádico tuvo en la conciencia cultural latinoamericana del siglo pasado. La clave nos la dio él mismo al narrar el conflicto que se le presentó cuando tradujo a los bucólicos griegos:

Hace nueve años que emprendí por primera vez la traducción poética de los idilios que hoy presento al público. Poco satisfecho con mi trabajo, la refundí enteramente ocho meses después, llegando a hacer de algunos trozos hasta tres versiones diferentes. Me preparaba ya a dar a luz el fruto de mis fatigas, cuando, cambiando de repente de modo de pensar, destruí mis manuscritos y procuré borrar su contenido de mi memoria.

No ocultaré, por cierto, el motivo de mi extraña resolución. Los Idilios de Bión de Esmirna, aunque gentil, nada contienen que pueda llamar la atención de los que están acostumbrados a las novelas de Dumas o Fernández y González; sin embargo, hay uno que otro pasaje que no suena del todo bien a oídos delicados. Me veía yo, pues, en la necesidad, o de ser infiel al original, o de estampar palabras y frases que pudieran escandalizar a los lectores. Ni uno ni otro extremo quise adoptar, y abandoné la idea de publicar mi versión castellana... Quitándome al par el escrúpulo de ocuparme de asuntos demasiado profanos, y el de ser algo infiel al original desechando los pocos, poquísimos pasajes, en que el pagano Bión falta algún tanto a la decencia y al decoro. Habiendo gozado últimamente de varios meses de ocio y de quietud, he podido entregarme en la soledad de estas montañas a mis estudios favoritos, y he llamado a la memoria y consignado al papel mi antigua versión1.



El conflicto, podríamos suponer en principio, habría estallado en la conciencia del escritor, por la incompatibilidad entre las dos facetas en que se desdoblaba su personalidad, la del obispo Montes de Oca y Obregón, pastor evangélico, y la de Ipandro Acaico, como sería bautizado en la sociedad arcádica, que lo hermanaba a otros pastores en la tradición del culto pagano a la naturaleza. Esta lucha interior no es exclusiva del padre Montes de Oca, pero en pocos escritores se expresó de modo tan claro y sincero.

El hecho mismo de que la disyuntiva hubiese llevado a nuestro poeta a destruir sus manuscritos, y que hubiese estado a punto de enmudecerlo, revela una crisis de conciencia moral pero también de conciencia estética. Y esto último es lo que nos parece más revelador, porque el drama íntimo que el poeta vivió, y que hizo crisis en el acto determinante y concreto de la traducción, se había manifestado en el bucolismo cristiano tradicional, quizás con la única excelsa excepción de san Juan de la Cruz, supeditado, sin mayores escrúpulos, al deber prioritario e inconmovible de la salvación. El ejemplo obvio de esta postura fueron los intentos «soteriológicos» de traducir a lo divino la literatura pastoril renacentista, lo mismo a Garcilaso que a la Diana de Jorge de Montemayor2.

Es verdad que la creación literaria, de modo general, como afición perturbadora de los clérigos a las cosas del mundo, sobre todo a partir del Concilio de Trento, pasó a ser vista con recelo por la ortodoxia católica y fue motivo de numerosos conflictos entre los pastores eclesiásticos y sus ovejas descarriadas, precipitando crisis que generalmente se resolvían en la mudez del poeta, como en el caso de sor Juana. Otro tipo de crisis, aunque originada en la misma fuente doctrinaria, es la que surgía en la propia conciencia del escritor cuando veía acercarse el trance de la muerte y que lo impulsaba, como un acto de sacrificio final en contra de las vanidades de la fama o de los halagos de la vida mundana, a quemar sus manuscritos, como, según consignó D. Carlos María de Bustamante, sucedió a otro árcade mexicano, fray Manuel Martínez de Navarrete3.

Pero este impulso no era privativo de los círculos eclesiásticos, la conciencia de la culpa por el disfrute pagano de las vanidades del mundo, incluyendo la muy humana necesidad de la fama, había impregnado la cultura de occidente y se había manifestado en escritores tan mundanos como Boccaccio o Lope de Vega. Y en el siglo XVIII todavía la experimentaron algunos de los filósofos de la Revolución, como Montesquieu.

Un culto y una actitud de otra índole nos revela la leyenda de que Virgilio, el inventor de la Arcadia, dispuso que el manuscrito inconcluso de la Eneida fuese quemado. Esta leyenda, recreada por Hermann Broch en su novela y que, según dice, sus raíces se remontan a la Edad Media, narra que

Antes de partir de Italia, Virgilio había acordado con Vario que, en caso de que le pasara algo, quemaría la Eneida. Pero Vario se había negado con vehemencia a hacerlo. Por eso, cuando ya se encontraba muy mal, pidió constantemente los manuscritos, para quemar por sí mismo la Eneida; pero nadie se la trajo, así que, aunque no tomó disposiciones expresas sobre el manuscrito, sin embargo legó a Vario y Tucca sus escritos bajo la condición de no editar nada que él mismo no hubiera editado ya. Vario, sin embargo, movido por Augusto, editó los escritos de Virgilio, si bien sólo superficialmente corregidos4.



La leyenda, cierta o no, histórica o novelesca, corporiza en el poeta latino la idea de la extrema perfección artística, el culto a la obra concluida, editada cuidadosamente por el autor y, quizás también, la decisión de no arriesgar la gloria ganada por un producto nonato por más grande que este fuera. Muestra también la idea del inmanente destino del texto poético que, aun antes de concluido, es arrebatado al designio del autor porque pertenece más al mundo del cual el poeta es mero instrumento. El poeta clásico honra a sus dioses mediante sus obras como mediante el sacrificio, no siente culpa por haberse constituido en cantor de la creación y si algún temor asalta a Virgilio a la hora de la muerte es el de haber dado a luz una criatura imperfecta e inacabada. Nada más contrario a esta actitud que el menosprecio del mundo que impuso la visión del cristianismo a la cultura occidental.

En nuestro Ipandro Acaico la culpa cristiana reasume su papel escindidor, y lo que él nos cuenta y ordena retrospectivamente nueve años después de que exasperado quemó sus manuscritos, aparece ya diluido en la solución «madura» y mediatizadora de la sumisión religiosa. ¿Qué más da que al final, disfrutando de la situación arcádica del ocio, haya optado por velar las «faltas al decoro» de los bucólicos griegos, si estas ocurren «en pocos, poquísimos pasajes»? Había llegado a un criterio, a una «solución», y no es plausible, como él mismo se persuade, y nos quiere hacer creer, que esta se hubiera presentado gracias solo a una mayor disponibilidad para vencer el desafío que antes pareció insalvable. La culpa no se hubiera presentado en el escritor, si ese mundo pagano no hubiera ejercido su atracción mefistofélica. La existencia misma de la culpa y su expiación posterior indican precisamente la fascinación de lo proscrito. Hemos dicho que quemó sus manuscritos, aunque él solo diga que los «destruyó», y dudaríamos que en efecto los hubiera arrojado al fuego, si no hubiese añadido la siguiente frase: «y procuré borrar su contenido de mi memoria». No es demasiado aventurado suponer que el religioso, en un rapto de arrepentimiento cristiano, hubiera considerado su afición a la bucólica griega como una tentación demoniaca. Como todas las tentaciones, esta resurgió en el momento del ocio, pero ya entonces el pastor estaba mejor preparado para dominarla, y no solo por los recursos de su fe. Veamos, por lo pronto, su criterio:

Teócrito, al pintar la vida campestre, copió lo que veía sin reticencia alguna; y al expresar las pasiones de los pastores, no se paró a considerar si eran o no conformes al deber y a los instintos naturales... Lo que sí debemos hacer, es suprimir de las ediciones de sus obras (fuera de aquéllas destinadas tan sólo a los eruditos y en idioma original) todos los pasajes que ofendan al pudor; y hechas las supresiones y cambios necesarios, aprovechemos de sus bellezas, y darlas a conocer a la juventud estudiosa5.



Aparte de la absurda censura al fundador de la poesía pastoril, el criterio establecido por el traductor no denota ninguna novedad. Con respecto a la bucólica cristiana, hemos visto que un intento permanente fue el traducir lo pagano a lo divino, y, por lo que se refiere a la más amplia tradición arcádica, fue connatural a su discurso, desde Virgilio, la elusión de los aspectos «sórdidos», en particular el lenguaje, de los aldeanos y pastores. Tanto en las églogas del poeta de Andes, como en Sannazaro, Jorge de Montemayor, Lope de Vega, Metastasio y hasta Rousseau, los pastores piensan, sienten y hablan como cortesanos. Pero la justificación, para «moralizar» los textos griegos, en el siglo XIX, no era exclusiva de la cultura religiosa y conservadora, sino que había sido asumida por la propia tradición liberal latinoamericana, bajo la forma de autocensura literaria, por ello es que el obispo arcádico puede justificar sin rubor lo que hoy nos parecería una mutilación imperdonable:


No te amedrente de Neptuno y Palas
En tus cantares invocar los nombres;
Cubra tan sólo sus efigies bellas
      Púdico manto6.



En un minucioso cotejo de las versiones del árcade mexicano con sus originales griegos, el crítico Arturo Ramírez Trejo muestra cómo fue este el criterio que presidió su labor de traductor y de poeta. Como creador reclamaba el derecho de introducir «loables infidelidades», adoptando «el texto más bello», «aunque fuese el menos genuino». Proclama, de este modo, la libertad creadora del traductor frente a la opción más sumisa y más fiel al original, podríamos decir más religiosa. Ello lo obliga a buscar perífrasis que dilatan el texto y que, como observa Ramírez Trejo, contradicen la concisión y brevedad del original griego. Fue este, es verdad, el criterio prevaleciente en el siglo XIX y parte, paradójicamente, de la visión ilustrada. Se pretendía ser fiel al pensamiento del autor y se defendía cierta libertad que permitiese «adaptar» el texto a la sensibilidad y a las costumbres prevalecientes, es decir, a la moral de la sociedad a la que estaba destinada la traducción. En Portugal, por ejemplo, el problema surge nítidamente en la segunda mitad del siglo XVIII, con las numerosas traducciones y adaptaciones de los libretos extranjeros, sobre todo de Metastasio, que reclamaba el reinado de la ópera. Las tendencias más características de tales adaptaciones, señalan António José Saraiva y Óscar Lopes, se dirigían a «subrayar las intenciones morales del enredo, o de hacerlas surgir cuando originalmente no existen»7. Y el árcade Manuel de Figueiredo (1725-1801), uno de los dramaturgos que más se esforzaron por la rehabilitación del teatro en Portugal, representante del iluminismo lusitano y portavoz de los árcades en materia dramática, pondera la importancia del teatro, «por ser una especie de púlpito eficaz donde predica el Filósofo. Pero cada nación requeriría de un estilo especial de comedia, pues, con las costumbres (la moral), varían de país a país la validez de las normas de juicio y los problemas de ética social a representar», por lo que escribe:

... tento dar um teatro a minha Nação, filho dos seus costumes, próprio do melindre dos olhos, da delicadeza dos ouvidos do século...8



La idea de la adaptación de los textos extranjeros a la moralidad vigente, justificada por los ilustrados en la licencia aristotélica, fue moneda de amplio curso en el tránsito del siglo XVIII al XIX, y se arraigó tanto en la Península como en las colonias americanas, lo mismo en la actitud de los escritores liberales que en los conservadores, y fue oportunamente asimilada por el nacionalismo romántico latinoamericano en su diseño de un modelo vernáculo para la literatura. La censura, o autocensura, aplicada por el traductor, lejos de esconderse como traición al texto original, se exhibía frecuentemente en la portada, como garantía o aval para los destinatarios «decentes», así en el elocuente caso de las traducciones del canónigo español don Juan de Escoiquiz:

Eduardo Young. Obras selectas de... Expurgadas de todo error, y traducidas del inglés al castellano por...9



El contacto con los originales de la bucólica griega precipitó en Ipandro Acaico una crisis, que después él juzgó de juventud o inmadurez, y que fue «superada» lentamente, acogiéndose a la larga y casi unánime tradición de la licencia moralizadora de los textos clásicos y modernos. Sin embargo, su búsqueda no fue solo la del censor que persigue anacrónica e inquisitorialmente «los errores» de los paganos, sino que, sin poder despojarse de esta postura a que lo obligaba su estado religioso, se propuso una «recreación poética», que le ha valido la indulgencia de los críticos valorizadores de la tradición clásica, como Caro y Cuervo y Menéndez Pelayo. Su esfuerzo, con toda la carga represiva que pueda tener, plantea un problema de naturaleza estética que sería preciso estudiar detenidamente, y que no cabe en este trabajo. La modernidad del siglo XX se ha rebelado también ante la idea de la traducción «fiel» o «servil» del texto original, porque el producto de la misma no pasaría de ser un auxiliar didáctico del texto primigenio, por lo tanto no una verdadera traducción, la cual se concibe solo en términos de otro original que funcione, como dice Haroldo de Campos en la advertencia a su traducción de seis cantos del Paraíso dantesco, a modo de «texto isomórfico en relación a su matriz, «un texto que, a su vez ambicione afirmarse como un original autónomo, par droit de conquête»10. Dicha operación podría considerarse, en otras palabras, como una reducción fenomenológica del texto original, para su reconstitución en el nuevo contexto lingüístico y referencial. La gran diferencia con la operación realizada por el árcade mexicano estribaría en que, según esta nueva visión, se buscaría una revelación plena del contenido poético, apropiándose de su unidad totalizadora, y no, como sería el caso de nuestro árcade, velando parte de su contenido de antemano como materia impertinente.

El criterio de traducción de Ipandro Acaico hallaba su justificación en el carácter ilustrado y moralizador de la cultura mexicana decimonónica: ofrecer modelos edificantes para la corrección de las costumbres y la instrucción de la sociedad. La novela costumbrista, por ejemplo, se ajustaba en esta época a esa necesidad «social». De tal modo que, en efecto, los liberales no podían reprochar sus traducciones, porque ellos mismos se acogían al mismo procedimiento, eliminando de sus obras, y de sus traducciones, aquellos pasajes «demasiado» realistas de que abusaba, por ejemplo, la literatura francesa. Y si de algo tiene conciencia Ipandro Acaico no entanto, es de su soledad, ya que, como él mismo dice, los «fanáticos revolucionarios» (los liberales) lo atacaban porque no podían tolerar que en el seno de la Iglesia se cultivaran la poesía y los estudios clásicos». Y, aunque Menéndez Pelayo lo considera el caudillo de un movimiento emergente de revaloración del clasicismo, su figura se erige solitaria y caracterizada como prototipo de evasión conservadora. Lo cierto es que, en ese momento, la Arcadia habría representado una anacronía. Ya que los escritores latinoamericanos, como señala José Guilherme Merquior, se hallaban dominados por premisas «antropólatras humanístico-progresistas», muy acordes con el prometeísmo ingenuo de las apologías de la ciencia, de la técnica y de las masas, cuando, por el contrario, en las metrópolis culturales de Europa y los Estados Unidos, los poetas habían roto desde hacía mucho tiempo las ilusiones progresistas y prometeicas de la civilización industrial11.

No es raro, por ello, que Ipandro Acaico se identificara mejor con sus cofrades europeos, quienes le habían premiado los trabajos que sus coterráneos desdeñaban. Pero esa misma asintonía con el tiempo de su patria, le devolvió el sentido clásico del arcadismo:

Nunca suspiramos tanto por la sencillez de costumbres y felicidad tranquila de la edad de oro, como cuando, víctimas de las pasiones de los hombres, no vemos en derredor sino crímenes, engaños, traiciones; y ya que no podemos transformar el mundo, nos complacemos en forjarnos otro mundo ideal, sea leyendo, sea inventando nosotros mismos caracteres dulces e inocentes, de suaves y tiernos afectos, y pintando en nuestra mente los collados y vergeles, los manantiales y las grutas que en vano buscamos en torno nuestro12.



Es interesante la importancia que el propio Ipandro concede al hecho de su admisión a la Arcadia de Roma como el reconocimiento que le permitió volver a sus trabajos predilectos. Como toda cofradía, esta le proporcionó amparo y seguridad. El nombre arcádico es, en este sentido, algo más que un mero convencionalismo literario, representa el santo y seña de la hermandad, de la complicidad del grupo reencontrado en la afinidad de sentimientos y propósitos, por ello el intento arcádico fue siempre de exclusión y a la vez de asociación en el exilio pasajero. La inmersión, o mejor la ascensión, a la Arcadia, al Janículo, una de las siete colinas de Roma, donde la sociedad arcádica había dispuesto su sede, cumplía la misma función que los santuarios eleusinos para los iniciados, los reunía en la zona sagrada de la hermandad y el secreto compartido. Afuera quedaban las identidades públicas, las posiciones sociales, los estados religiosos o seculares, las máscaras hipócritas de la vida cortesana, los intereses y mezquindades del diario vivir; los árcades, en este sentido los iniciados, quedaban hermanados, con sus nombres pastoriles y sus cayados y vestimentas rústicas, en el culto a la naturaleza y en la vida noble y sencilla de los pastores. Hasta el vituperio y la ofensa públicos constituían, lanzados por los profanos, un necesario elemento de purificación. Los peregrinos que se dirigían al santuario de Eleusis, en determinado pasaje de la Vía Sacra, debían tolerar las ofensas y obscenidades que una multitud enmascarada, a ambos lados del camino, les lanzaba. Era parte del rito. Al igual que Virgilio, en la novela de Hermann Broch, debe padecer los insultos soeces y escatológicos de las mujeres de una sórdida calle de Brindis, por la que es conducido en su litera de moribundo, hacia su muerte en el palacio imperial, hacia su descenso al Hades. Por ello mismo el vituperio de sus coterráneos no podía ya arredrar al árcade.

«Y ya que no podemos transformar el mundo, nos complacemos en forjarnos otro mundo ideal», dice Ipandro Acaico, revelando una clave fundamental para comprender el discurso arcádico. Es precisamente por este carácter evasivo del arcadismo, en el sentido neoclásico de nostalgia de la edad dorada, que su propuesta no podía avenirse cordialmente con la tónica soteriológica de la literatura mexicana de la segunda mitad del XIX, en el sentido de que esta pretendía precisamente salvar, o cuando menos contribuir a la salvación, de la sociedad, es decir, encaminarla a la civilización redentora. Los slogans de «libertad», «progreso», «civilización», o la personificación del héroe liberal, tipificado por las virtudes y cualidades que el culto liberal sacralizaba frente al conservador, síntesis de los atributos negativos y perniciosos del pasado, demuestra ese carácter soteriológico. El extremo de este movimiento lo constituyó, como bien se sabe, el culto positivista, con toda su simbología eclesiástica y sus santos canonizados en el altar de la ciencia y la técnica. Cumpliendo con el símbolo del centro religioso, el liberalismo construyó sus logos cósmico que asimilaba el pasado al mundo no constituido de las larvas y los monstruos. Y es aquí donde se produce la gran paradoja en la que se ve inmerso nuestro obispo arcádico, pues no le falta razón cuando llama a sus adversarios «fanáticos». Ipandro sabía que, por medio de sus aficiones literarias no salvaría al mundo, trabajo al que contribuiría, en cambio, mediante su otro oficio y su otro nombre, el del obispo o pastor de su otra cofradía, y, por ello, aunque quiere que sus traducciones sirvan de modelos para la afición edificante de los clásicos, no hace de estos una revelación evangélica. La paradoja histórica se revela así en el hecho de que un religioso de fines del siglo XIX hubiese hallado en la tradición arcádica el recurso propicio para evadirse del centro ideológico dominante, tal y como, por siglos, otros poetas se habían servido del mismo recurso para escapar a la hegemonía ideológica de la cual su propia doctrina participaba.


De Arcadia

Los orígenes de la poesía pastoril se remontan a los cantos homéricos y siquiera trazar un cuadro de sus principales cultores sería imposible en un trabajo como el presente, y, además de que nos distraería de nuestro tema central, sería inútil por la incalculable bibliografía que se ha acumulado sobre el asunto. Bástenos recordar, con Highet, que el ideal pastoril aún tiene vida en la poesía y en el arte modernos, como «lo demuestra la Siesta de un fauno de Mallarmé, el Preludio en que Debussy expresa el poema en música exquisita y el inolvidable ballet de Nijinski sobre el mismo tema. Entre las más recientes pinturas de Picasso, siempre vigoroso en sus múltiples experimentos, hay una Alegría de vivir (1947) en que un centauro y un fauno tocan caramillos griegos al son de los cuales danza una ninfa haciendo entrechocar unos címbalos, mientras dos cabritos saltan a su lado con ridícula pero encantadora alegría»13. Y no es previsible que el ideal bucólico esté condenado a desaparecer en estas culturas de urbanismo catastrófico que tienen imperiosa necesidad, por lo mismo, de reelaborar permanentemente las imágenes arquetípicas del retorno a la naturaleza, como, entre innumerables ejemplos, lo demuestra ese personaje clandestino de los bosques ingleses del siglo XII, símbolo de la libertad bucólica y de la justicia fuera de la ley que, desde la Edad Media, cautivó la imaginación popular, y lo sigue haciendo en nuestros días a través de las series televisivas.

La tradición ha consagrado a Teócrito, de quien solo se sabe que nació hacia el año 305 a. C., y que vivió en las cortes de Alejandría y Siracusa, como el fundador de la poesía bucólica tal y como la conocemos hoy en día14. Alejandría era en aquella época una de las más grandes ciudades metropolitanas del mundo, y el hecho de que este gran poeta hubiese padecido ya los inconvenientes de una gran concentración urbana, parece explicar la idealización de la vida aldeana que transparece en sus idilios. El escenario de los cantos bucólicos de Teócrito fue Sicilia, famosa entonces por la amenidad de sus bosques y la cordialidad de sus habitantes. Ahí parecían confluir los elementos del paisaje ideal que la tradición helénica había divinizado y que, armonizados, motivaban sana alegría en el espíritu humano: sombra, césped, agua, flores, aves canoras, brisa. La vida ahí se desarrollaba pura y simple; el hombre, en contacto estrecho con la naturaleza, experimentaba los más dulces sentimientos. De este paisaje natural, reelaborado poéticamente por Teócrito en sus elementos esenciales, habría de desprenderse, como muestra Ernst Curtius, la figura del locus amoenus que absorbió la tardía Antigüedad y pasó a la Edad Media como un tópico literario bien definido. Era el locus amoenus un sitio privilegiado que se destinaba exclusivamente al ocio y al placer. Representaba el espacio antiutilitario por excelencia y, como tal, pasó a constituir una categoría especial de la geografía escolástica. El oficio predilecto de los poetas era el del pastor, porque precisamente era esta la ocupación que más ocio podía proporcionar al ser humano15. Lugar preponderante tenían en esa sociedad, justamente idílica, el canto y la música, a que los pastores se entregaban con sus instrumentos primitivos.

Ese paraje ideal lo mismo podía ser habitado por los dioses que por los hombres. No era creación exclusiva de las divinidades superiores, sino el resultado de la conjunción de lo sublime y lo siniestro y, por lo tanto, ahí se mezcla lo delicado y lo grosero, como en la vida real de los pastores. Es por ello que en la poesía de Teócrito no se elude la rudeza de la vida del campo, a las cosas se les llama por su nombre, y la gran belleza del mundo de Teócrito se sustenta, precisamente, en el delicado equilibrio entre lo grosero de la vida primitiva y la pureza esencial de los sentimientos y el paisaje. El realismo de sus idilios se revela hasta en el hecho de que sus personajes hablen el dialecto griego local, el dórico. Además, Sicilia era un escenario real y accesible, no ficticio. Elemento fundamental de su creación poética -como señala Highet- fue la musicalidad de sus sonidos y ritmos, «una música que, como el susurro de un arroyo o el resplandor de los rayos del sol a través del follaje, transfigura aun el pensamiento ordinario y el lugar común dándoles un encanto inolvidable e inimitable»16.

El bucolismo griego no representaba una evasión como la concebimos hoy en día, sino una inmersión en la realidad. El centro sagrado no se hallaba en la metrópoli, sino fuera de esta, en la naturaleza circundante. El rito eleusino, que se prolongó casi dos milenios, hacía que los iniciados saliesen de Atenas para dirigirse al santuario, a través de la Vía Sacra, simbolizando una larga caminata. El Elisio se hallaba situado en los confines de la tierra; y Nisa, como se denominaba el sitio donde Perséfone fue raptada, no tenía una ubicación precisa, pues podía ser también cualquier prado florecido en que se representara el rito dionisiaco, según el cual el dios poseía a sus devotas, las ménades o bacantes17.

Esa visión de la naturaleza regeneradora, como el origen y el destino del hombre, habría de perderse con la desintegración del mundo helenizado, y la imposición de la metrópoli como el centro del poder y la religión. Este nuevo centro hegemónico ejerció su señorío de dominación y desvinculó al hombre de la naturaleza. Su periferia se asimiló al ámbito amenazante del caos y de lo no constituido, al mundo nefasto de los muertos y los enemigos18. Moralmente, pasó a ser una geografía degradada, perdida en la bestialidad y en lo demoniaco. El espacio sagrado había sido transferido al centro superior de la ciudad, que redujo su entorno a la imagen de un submundo, y que, por lo mismo, tanto más se afirmaría y perfeccionaría cuanto más se distanciase de la vida primitiva que caracterizaba a sus confines.

En tiempos de Virgilio, la Sicilia que había cantado Teócrito estaba convertida en una provincia romana y la vida en ella había dejado de ser idílica. Sin embargo, Virgilio sitúa ahí todavía algunas de sus bucólicas, otras fueron traducción al latín de los idilios del poeta de Siracusa, pero dos de sus églogas (la VII y la X) transcurren en un lugar remoto que él mismo nunca llegó a conocer, la Arcadia, que en la realidad era una región «áspera y fragosa» del centro del Peloponeso19 a la que imaginariamente transfiere los atributos prodigiosos de la Sicilia legendaria. Con esta invención, el poeta latino creó una tradición literaria estable, a la que denominaríamos, hipotéticamente, discurso arcádico.

En la época de Virgilio no se concebía a esa remota región, curiosamente, como un lugar ideal, sino como un mundo bárbaro del que se narraban siniestras historias de sacrificios humanos y licantropía. En las demás regiones de Grecia era conocida por sus antiquísimas costumbres, y un pasaje del historiador Polibio, arcadio de origen, en el que defiende la refinada civilización de sus habitantes, en especial su consagración a la música, revela que la Arcadia era estigmatizada como el prototipo de un submundo primitivo20. El hecho de que Virgilio haya elegido este sitio, de fama bárbaro e infrahumano, como escenario excelso de la naturaleza y de la bondad natural del hombre, nos da una clave primordial del arcadismo: se trataría de un proceso de invención, en el cual el referente no está constituido tanto por la realidad poetizada como por la propia cultura central, urgida de producir fantasías regresivas, y por lo tanto humanizantes, o, en un sentido positivo, mediatizadoras entre las necesidades naturales del hombre y el discurso deshumanizante del centro enajenador del poder político, religioso y económico. El arcadismo tendría, además, la potestad de reivindicar moralmente el mundo degradado de la periferia, mediante la invención poética. Por ser una invención de la cultura dominante, la región de los pastores se transfigura en el proceso creador, y se le despoja de todos aquellos aspectos rudos y soeces que resultan incompatibles con el refinamiento hipócrita de la cultura urbana. No hay que perder de vista que el destinatario inmediato de la poesía virgiliana era la clase aristocrática a la que, a pesar de su origen campesino, el propio poeta se había incorporado. Si Teócrito -como dice Curtius-

se había presentado a sí mismo y a sus amigos poetas como pastores (Idilio VII), Virgilio incorpora en su mundo pastoril las experiencias de su propia vida, y además la figura de Octaviano, la constelación de César, esto es, la historia de Roma...21



El arcadismo no es, de este modo, antitético a la cultura del centro, ni tampoco se constituye en un discurso alternativo, sino subalterno de aquella. El poeta arcádico realiza su inmersión temporal en el mundo de la periferia, pero su proceso creador no puede prescindir del centro que lo hace posible, no pretende dislocarlo ni tampoco transformarlo, no representa una soteriología. Como el discurso carnavalesco es una parodia, pero no, como este, de la vida cortesana, sino de la otra vida, la marginalizada. En el carnaval es el pueblo el que, por unas horas, se apropia paródicamente del discurso cortesano, entroniza a su rey momo y se disfraza de los personajes encumbrados, de las damas y princesas. En un instante de permisividad el pueblo asciende de su mundo socavado a la esfera, remota en la vida real, de la clase dominante. Este tránsito es mágico, por un momento se produce el interregno: y los despojados ocupan ese espacio, el pueblo reina, el opresor se convierte en súbdito perplejo y regocijado. El discurso carnavalesco ha creado sus convenciones permanentes, la más importante es el disfraz, al colocárselo el hombre deja atrás la no identidad que caracteriza su vida cotidiana para adquirir aquella que, durante el lapso de la fiesta, lo distanciará de su mundo, lo ascenderá a la posición jerárquica que en la vida real jamás alcanzará, y querrá también apropiarse del lenguaje de esa clase «culta» a la cual mágicamente se ha incorporado. A ese milagro obedece el paroxismo carnavalesco. Sin el distanciamiento social el carnaval no existiría, ni su terrible final; fatalmente debe, como todo rito y todo ciclo, terminar, y el rey es destronado para que el milagro pueda, nuevamente, resurgir. Por ello el discurso carnavalesco no puede prescindir de su condición de marginalidad, por ello mismo es, también, compatible con el discurso de la dominación.

El discurso arcádico es también una parodia, pero, como dijimos, de la vida marginalizada, degradada en la vida real y sublimada en el acto poético, posee también sus convenciones: la vestimenta de pastor y el nombre arcádico. El personaje cortesano viste el traje rústico y adopta el nombre pastoril. Este es su antifaz y, gracias a él, obnubila la identidad que lo personaliza en la vida real. Despojado de la máscara cortesana y del nombre que lo enajena a la rígida jerarquía de la estructura social, crea también su interregno, por un momento puede confraternizar con sus semejantes, también disfrazados de pastores, borrando temporalmente el protocolo guardado en la vida cotidiana. El discurso carnavalesco parte del impulso de apropiación, del lenguaje dominante, y en sentido inverso, el discurso arcádico responde al impulso de apropiación de las formas «naturales» de la vida aldeana, pero no de su lenguaje. Al rechazar la «grosería» de la vida aldeana, el poeta arcádico se ve en la necesidad de rechazar el lenguaje real de los pastores. Ama el paisaje pero no al hombre verdadero que lo habita. Cuando Virgilio introduce a Octaviano al mundo pastoril, realiza la operación de despoblar ese mundo imaginario para hacer que en él resurjan nuevas creaturas. Más que metamorfosear a Augusto, hace que la Arcadia resurja en la corte misma. Sin embargo, en Virgilio, la poesía tuvo aún la potestad de regenerar el canto mágico de Teócrito. La tradición arcádica -y no incluimos, obviamente, aquí todo el género bucólico-, en cambio, cada vez más distante de esa «edad dorada», hasta su redescubrimiento y reapropiación por la modernidad, fue haciendo cada vez más obvio este problema. Los pastores de Jorge de Montemayor, entre otros, hablan «como grandilocuentes duques»22. Y era frecuente que los árcades del siglo XVIII escribieran, a modo de declaración de principios, que su intención no era la de recrear el lenguaje y las costumbres de «los hombres bárbaros». A veces los escritores arcádicos preferían el cazador al pastor, porque aquel era más fácilmente asimilable a la sociedad aristocrática.




De Utopía

El arcadismo sería, como hemos dicho, una inmersión en la periferia del centro, pero no iría más allá de sus confines, no cruzaría su franja fronteriza última, no penetraría, realmente, en el Elisio. El mismo paraíso terrenal se ubicaba, según la tradición medieval, en el territorio mismo de la ecúmene. El espacio idealizado es, a fin de cuentas, parte del territorio mismo dominado por el centro. Y es aquí donde se hallaría una importante diferencia con el discurso utópico, a pesar de las afinidades formales que tendrían Arcadia y Utopía. Para evocar el país ideal de los utópicos, Tomás Moro, siguiendo el tópico clásico, elige un sitio ameno, el jardín de su casa, y, «sentados en un banco cubierto de verde césped»23, él y, su amigo Pedro Egidio, natural de Amberes, escuchan la relación de la República de los Utópicos que les hace Rafael Hitlodeo, viajero portugués, hombre docto y profundo conocedor de la cultura griega, acompañante de Américo Vespucio en sus tres últimas expediciones. Hitlodeo hace primero la crítica de la sociedad inglesa, mostrando que los males sociales por los que atraviesa y que la han convertido en escenario del robo y el crimen, obedecen, en última instancia, a la propiedad privada y a una cultura que incuba en sus miembros el sentido contra natural de la acumulación de riquezas. Después describe ese otro mundo superior, creado por los utópicos en una isla aledaña a las costas meridionales de las Indias Occidentales24, un mundo homogéneo, pacífico y dichoso, que había logrado una equilibrada écosis con la naturaleza, y en donde los únicos siervos eran los que, por haber cometido algún delito, debían pagar, reducidos a la servidumbre, su deuda con la sociedad. Un mundo en donde la propiedad privada y la acumulación individual de riquezas carecían de sentido. Los utópicos no apreciaban el valor de los metales preciosos, a los que daban un uso práctico o lúdico25. La filosofía y la música tenían, en cambio, un lugar privilegiado en esa sociedad. Como en el discurso arcádico, Utopía es un lugar de evasión, pero su aislamiento es insular y sus confines, el océano, cortando de este modo simbólico sus vínculos con el centro. Utópico, el fundador hace que su pueblo realice, como primer acto heroico, una obra portentosa de ingeniería, «mandó cortar el brazo de quince millas» que unía ese territorio con el continente, para que fuese circundado, de manera plena, por el mar, y, con este acto, inspiró respeto y temor a los pueblos vecinos. La simbología del mundo insular fue de extrema importancia a partir del Renacimiento, porque mediante la idea de la isla se configuró a partir de entonces el concepto de un nuevo mundo, en el sentido de mundo superior al hasta entonces conocido; ya no se trataba de un mundo situado en los extremos de la ecúmene y, por eso mismo, un submundo, sino de otra ecúmene superior. Por ello, como dice Mircea Eliade, la idea del paraíso terrestre evolucionó para llegar hasta nosotros bajo la especie de «paraíso oceánico», la isla paradisiaca en donde la existencia transcurría fuera del tiempo y de la historia26.

El aislamiento de la República Utópica, no solo por el mar, sino también gracias a las altísimas montañas que la circundan, a los bancos submarinos y a las peligrosas rocas que los propios utópicos dejaron bajo las aguas, y que por sí mismos son obstáculos dignos de desalentar a cualquier escuadra enemiga, erige la idea de la inaccesibilidad de ese mundo, y lo constituye como un nuevo centro del mundo, cuyos confines están representados por fuerzas disolventes, negativas, regresoras. Para Mircea Eliade el centro representa un microcosmos, una «imago mundi», un espacio hecho cosmos, «porque habitado y organizado», en tanto que en el exterior de ese espacio conocido, existe la región ignota y terrible de «los demonios, las larvas, de los muertos, de los extranjeros», que se esfuerzan por regresar ese mundo a su estado caótico, es decir por suprimirlo, y añade:

... las mismas imágenes se utilizan todavía en nuestros días cuando se trata de formular los peligros que amenazan a determinado tipo de civilización: se habla así del «caos», «desorden», «tinieblas», en que caerá «nuestro mundo». Todas estas expresiones, bien se percibe, significan la abolición de un orden, de un cosmos, de una estructura, y la reinmersión en un estado fluido, amorfo, en definitiva, caótico27.



Es importante reparar en un hecho fundamental que distingue el discurso utópico del arcádico: ambos son el resultado de la evasión, pero el mundo utópico no se asienta en un espacio regalado por la naturaleza, sino construido por el hombre. Utopía sería, técnicamente, una isla artificial, puesto que fueron los utópicos los que la construyeron aun en el sentido geográfico, y esta es su característica ontológica fundamental. Para Mircea Eliade, no es extraño que el centro sagrado, como los altares védicos, sea construido como una nueva creación del mundo, como una cosmogonía, pues el mundo, desde el pensamiento religioso más arcaico, fue creado a partir de un embrión, «de un centro». Utopía no fue tampoco una creación espontánea, sino perfeccionada históricamente: hacía unos mil doscientos años -narra Hitlodeo- que una tempestad arrojó a sus costas a una nave que, al naufragar, dejó ahí a un puñado de romanos y egipcios que para siempre se quedaron en esas tierras. Los utópicos, con enorme diligencia, asimilaron todo arte de provecho que había florecido en el Imperio Romano, o lo desarrollaron, superando a su modelo, después de haber aprendido los elementos fundamentales de su cultura. La utopía representa, entonces, un nuevo centro del mundo y, de ese modo, barbariza y asimila el antiguo mundo, el mundo conocido y padecido de la realidad, a la región informe de lo no constituido, la zona corrupta de los demonios y las larvas. El mundo utópico queda construido así como el mundo verdadero, espacio sagrado y real por excelencia, que subordina al imperfecto mundo de la historia.

La evasión fue también para Tomás Moro el impulso que lo llevó a construir su república perfecta, pero esta se constituyó en una alegoría disolvente. Como aquella peste que redujo a Florencia -en el tiempo en que Boccaccio escribió el Decamerón- a un campo de crímenes y muerte, Moro presenció una epidemia, pero esta causada por el virus de la corrupción humana. Los antiguos señores feudales ingleses despojaban de sus tierras a los campesinos y los arrojaban a la mendicidad y el crimen en las ciudades, pues la naciente industria de la lana resultaba entonces más rentable que la agricultura tradicional. Las viejas clases de agricultores, por causa de la desocupación y el hambre, se habían convertido en hordas de criminales y ladrones que asolaban las ciudades. La pena de muerte se ejercía masivamente sin resultado alguno28. El pastoreo, idealizado por la poesía bucólica, se había convertido en un azote implacable, despoblando y depredando los campos, y la idea del pastor cuidando a sus ovejas había dejado en esos tiempos de representar un estado poético y sublime. El mundo ideal ya no cabía en esa isla, había que transferirlo a otro mundo, a otra isla, mundo por construirse con la referencia negativa de la historia. Por ello, la «evasión utópica» representó la creación de un nuevo modelo normativo, hacia donde debían encaminarse los esfuerzos de la voluntad humana. La propia muerte de Tomás Moro, por sus ideas, que lo llevaron a negarse a las demandas del rey, desmiente por sí misma la idea de que la construcción de su utopía representa una forma de evasión sin consecuencias para el mundo real. Su discurso se encamina a la construcción de un nuevo centro ideológico, alternativo al existente.




Rousseau y la disolución de la Arcadia

Dos de los libros que en mayor estima tuvo Rousseau fueron la Utopía de Tomás Moro y el Robinson Crusoe de Daniel Defoe29. Ambos representan, de modo distinto quizás, el mito del paraíso «oceánico», y las islas que sirvieron de escenario de evasión, en sendos textos, se situaban, imaginariamente, aledañas al continente americano, para ser más precisos, al Brasil. La solución, social en un caso y literaria en el otro, apelaba a un ideal simbiótico, la «barbarización» del occidental en el sentido de reconquistar la cultura perdida de la naturaleza y, al mismo tiempo, la ilustración del aborigen en aquellos aspectos positivos de la historia que no alterasen una écosis humanizante con el mundo natural. Pero parece ser que de ambas lecturas Rousseau solo podía ver el primer movimiento que era el que, justamente, le parecía pertinente: el restablecimiento de la bondad natural en el alma desnaturalizada del hombre «civilizado»; porque la idea de la superioridad moral del «salvaje» era para él una creencia inconmovible e indiscutible. Era por tanto deseable que el aborigen se mantuviera en el estado de inocencia en que se hallaba, exento de las necesidades perniciosas de la «cultura». Prueba de ello es una Carta a d'Alambert sobre los espectáculos, en la que se opone a que se introduzca el teatro en Suiza, pues la cultura dramática iría a deturpar la inocencia de los campesinos de su patria30. Y la obra que mayor influencia habría de ejercer en la nueva burguesía, el Emilio, pone como ejemplos para la educación de la niñez europea las prácticas y costumbres saludables de los «salvajes» americanos, tal y como las veía el autor. A las críticas de sus adversarios, que argumentaban en contra de su visión idílica, el ginebrino respondía siempre de modo evasivo y, a veces, hasta absurdo31.

Tal y como se expresa la noción del «buen salvaje» en la trilogía que la fue perfeccionando, el Discurso sobre las ciencias y las artes, el Discurso sobre la desigualdad y el Emilio, representaría esta un proceso de invención que, como en el caso de Virgilio y la Arcadia, se desentiende de los numerosos testimonios que describen antitéticamente ese mundo idealizado. Rousseau, como el poeta latino, no hizo otra cosa que transferir a ese mundo primitivo que, como este, nunca llegó a conocer, la representación clásica de la edad dorada. Para Rousseau, el cristianismo había alejado al hombre occidental de la naturaleza, y con ello, lo había mutilado. Ahora, comparando al salvaje americano con el europeo, se revelaba que aquel, fuera del Evangelio, había sido infinitamente más feliz. Sin el cristianismo, había ignorado el hierro, y, sin este, no había padecido las cadenas de la civilización. El salvaje vivía en libertad plena, sin conciencia de la necesidad y sin padecer la esclavitud del hombre por el hombre. No tenía la perniciosa conciencia del dinero ni de los metales preciosos, y la naturaleza le obsequiaba con todo aquello que necesitaba para subsistir y para llevar una existencia plena y dichosa. Su desnudez paradisiaca era la prueba de que no conocía la maldad y de que vivía en permanente estado de inocencia. Sus costumbres eran sabias y saludables, con la sabiduría de la naturaleza que era la única que el ser humano debía imitar.

La idea de identificar la edad de oro con la situación del indio americano está lejos de ser original del filósofo ginebrino, ni siquiera es un hallazgo inédito del siglo XVIII. Los criollos ya la habían expresado, desde el siglo XVI, como una forma de reivindicar su geografía. En el XVIII se produjeron esfuerzos diversos para demostrar «racional y científicamente» que la edad de oro de la Antigüedad clásica pervivía en los «salvajes» del Nuevo Mundo, como el del jesuita Joseph François Lafitau que compuso un extenso tratado sobre el asunto32. Pero más que añadir un nuevo elemento al mito, lo que Rousseau hizo tuvo el carácter de una revelación, en el momento en que la cultura central, por su propio desencanto de la civilización, estaba urgida de inventar: que la nostalgia de la edad dorada, tan largamente alimentada por la cultura, se desvanecía para constituirse en una realidad. El periodo mítico anterior a la civilización corruptora estaba al alcance de la mano. Bastaba con escuchar la voz inmanente de la naturaleza que, por ventura, vivía aún en todos los hombres. El aborigen americano era el emisario providencial para mostrar al hombre occidental el retorno a su casa primigenia, a su madre generosa que lo acogería como a todo hijo pródigo. La misión histórica del indio americano era la de una anunciación, este, disfrutando inveteradamente de su libertad, jamás optaría por la ciudad envilecedora. Es por ello que el destinatario de Rousseau no era el salvaje, pues él no necesitaba de ninguna prédica civilizatoria, sino el europeo, verdadero impío.

Puede decirse que la operación realizada por Rousseau consistió en internalizar en la conciencia individual la idea de la naturaleza. El hombre debería aprender a leer en ese «libro abierto de la naturaleza», que había constituido un tópico clásico, pero que ya no estaba más en ninguna dimensión imaginaria, sino dentro del hombre mismo. Cuando la razón de la ley, o de la civilización, se contradecía con la razón natural oprimiendo los sentimientos nobles, era lícito optar por los designios de la naturaleza y liberar el sentimiento de los grilletes que lo postraban. La razón que asistía a la joven núbil en vincularse sexualmente a la pareja amada, si el padre quería obligarla a contraer nupcias por alguna razón social o económica, es la tesis central de la Nueva Eloísa. Su pensamiento se expresa a veces bajo la forma de sentencia profética, como cuando dice, refiriéndose a los personajes centrales de esta novela, «quien no idolatra a mi Julia, no sabe lo que debe amar; quien no es amigo de Saint-Preux no podría ser mi amigo»33. El éxito avasallante de Rousseau puede medirse no solo por la ola creciente de sus partidarios, sino por la enloquecida ira que concitaba entre los tradicionalistas. Un paisano suyo, médico famoso del que se había distanciado, lo anatematizaba de la siguiente forma:

Yo desearía que este infeliz muriese; sí, repito, bien quisiera que estuviese muerto, porque sus dos últimas obras [el Contrato social y el Emilio] han de causar mucho maleficio34.



Al concebirse a la naturaleza como el mero tránsito para el viaje interior del ser humano, la antigua arcadia perdió su amena sociabilidad imaginaria. El entusiasta grupo cortesano que se transportaba al mundo idílico para confraternizar, con sus disfraces pastoriles, fue desplazado por la imagen del personaje solitario, en atormentada simbiosis con el mundo natural, en un despeñadero introspectivo que lo conduce siempre a la pérdida del equilibrio clásico, a la desesperación, a la locura y a la muerte. La convención, el antifaz, perdió también su sentido, como el medio para trasponer la frontera entre la realidad y la fantasía, el hombre no tenía ya la necesidad de velar los rasgos de su individualidad, de su yo, para poder renacer en la igualdad con sus iguales, en una confraternización artificiosa y perentoria, puesto que, ahora, el movimiento consistía en seguir el camino opuesto, en aislarse de los demás para revelar su individualidad permanente e indisputable. La nueva fraternidad humana ya no se realizaría, en la dimensión homologadora de la fantasía, del artificio, sino en el renacimiento de las individualidades, de las diferencias, de la originalidad, esencia verdadera del espíritu humano. El propio carácter gregario de Rousseau así lo anunciaba. A partir de entonces los hombres serían iguales, como ha definido Leopoldo Zea, precisamente por ser distintos.

Y como era de esperarse, el tópico clásico del locus amoenus también se disolvió. Teócrito, en uno de sus idilios, concibe el paraje ameno como una isleta rodeada por la selva impenetrable, de ese modo hacía resaltar el lugar predilecto frente a la naturaleza amenazante, pero a la vez fecundante. Ahora, con Rousseau, el paisaje que mejor podía simbolizar la compleja alma del ser humano, con sus profundidades ctónicas, era precisamente la selva umbría, los bosques oscuros y misteriosos, y estos eran, precisamente en la visión roussoniana, el hábitat de los salvajes americanos, pueblos cazadores y recolectores. De este modo, Dionisos volvía a reinar sobre la tierra.

Que todavía vivimos bajo esta visión de la naturaleza lo demuestra el ininterrumpido movimiento del siglo XX que tiende a homologar el mundo indígena americano con el de la antigüedad clásica, no ya por la vía de las semejanzas apolíneas, sino por el camino misterioso, y cada vez más fascinante, de los mitos y las profundidades ctónicas. Las investigaciones del norteamericano R. Gordon Wasson sobre los ritos enteogénicos de los indios mexicanos y el de Eleusis son un ejemplo claro35. No cabe duda de que, en la civilización contemporánea, las experiencias basadas en el consumo de enteógenos representan el extremo de esa actitud romántica. ¿Y el propio psicoanálisis freudiano, hasta qué punto no debe su desarrollo a la misma visión?

Rara vez se recuerda que Rousseau participa de la tradición pastoril por haber escrito dos dramas operísticos de este género, El adivino de la aldea y, otro que dejó inconcluso, Dafnis y Cloe. Este último retoma la tradición, asimilada por el arcadismo, de la famosa novela griega de Longo, que serviría también de modelo a una de las novelas que más poderosa influencia ejercerían en América Latina durante todo el siglo XIX, Pablo y Virginia, de Bernardino de Saint Pierre, no por acaso amigo personal de Rousseau. Esta novela, como bien se sabe, recrea también el mito del paraíso insular. Otro gran amigo de Rousseau fue Gluck que, en 1762, estrenó una obra también de género pastoril, Orfeo y Eurídice. La tendencia general de este movimiento consistía en el ideal de devolver a la ópera, y al arte en general, la naturalidad de expresión, como dice Highet. Al ambiente se integraba un árcade, cuyos melodramas dramáticos venían haciendo furor en Europa, Metastasio. Pero lo importante en los textos citados de Rousseau, es que en ellos abandona las arcadias imaginarias, para acudir directamente al campo, ejemplo que a partir de él habría de seguir el género operístico36, el espacio de la mimesis por excelencia.




La efímera arcadia

Donde puede apreciarse más nítidamente la ambigüedad del discurso arcádico de fines del siglo XVIII es en el mundo de la cultura periférica, en nuestro caso, el mundo ibérico, pronto a desmembrarse. No es incomprensible que ante el éxito demoledor de la obra roussoniana, y el espectáculo incendiario de la Revolución, este otro mundo, mucho más refractario a los cambios, por su propia condición de marginalidad, se hubiese atrincherado en la tradición. Y no es extraño que, por la misma razón, hubiesen surgido esfuerzos ilustrados para institucionalizar arcadias que, en la mentalidad conservadora de las clases dominantes, representaban un valladar a la nueva filosofía. La Arcadia era, sin duda, una opción tranquilizadora. La propia Iglesia católica la prohijaba mediante la participación pastoril de muchos de sus sacerdotes y ministros. Esta prefería olvidar que el discurso arcádico había sido tradicionalmente un discurso pagano y que la crítica que este discurso había cultivado, desde Boccaccio con su Admeto y su Fiammeta, se había dirigido inveteradamente contra los pastores eclesiásticos. Aquella transportación arcádica a los deliquios amorosos que tanto habían escandalizado a los ortodoxos del siglo XVI, no eran nada comparados con el demonio que se estaba gestando en Europa. Y paradójicamente este discurso pagano y hedonista que había evolucionado hacia la locura romántica, era retomado por el conservadurismo en su esquema del pasado para oponerlo a las nuevas ideas. Se da así una curiosa inversión de imágenes. Este mundo marginalizado, al irse constituyendo en su propia utopía ilustrada, visualizará a su antiguo centro como un mundo demoniaco y disolvente. De allá vienen las ideas regresivas que corroen la civilización. Era preciso impedir que los demonios entrasen también en nuestro mundo, y para ello fue preciso fortificar las fronteras mediante una cultura de «resistencia». El exorcismo consistió en erigir a modo de atalaya los valores formales que la Revolución había arrasado. Qué mejor antídoto que la doctrina de esos críticos que habían anatematizado a los revolucionarios, los críticos de Rousseau, grandes predicadores, que habían movilizado a los pueblos para expulsar al filósofo de cuanta ciudad visitaba37. Pero, triste destino el del mundo periférico, el antirroussonianismo fue el mejor abono, para que las ideas del ginebrino viniesen a anidar entre nosotros. Pronto los papeles, una vez más, habrían de cambiarse. Como ocurrió con América, ahora los americanos reivindicarían el mundo «corrompido» de la modernidad del centro, y forjarían de él un nuevo modelo mental, una nueva utopía, a la que dirigirían, religiosamente, todos sus esfuerzos.

La efímera arcadia latinoamericana de fines del siglo XVIII, ya próxima a la insurgencia independentista, no escapa a este esquema. Para examinarlo, nos referiremos brevemente a dos casos, curiosamente similares aunque insertos, obviamente, en realidades culturales diversas: los de Brasil y México.

De modo general, el academicismo del siglo XVIII responde a la tónica fundante o civilizacional del neoclasicismo americano. Se consideraba que toda ciudad ilustrada debía contar necesariamente con este tipo de centros, a partir de los cuales la cultura sería difundida al resto de la sociedad. Y la proliferación de cenáculos de este carácter en Brasil, en contraste con la América Española, podría explicarse, quizás, por una necesidad mucho más apremiante de la sociedad brasileña ante la carencia de la tradición universitaria local que, desde los albores de la colonización, estaba presente en las capitales del virreinato hispánico. Enfatizando este contraste, escribe el historiador Sergio Buarque de Holanda:

Comparado al de los castellanos en sus conquistas, el esfuerzo de los portugueses se distingue sobre todo por el predominio de su carácter de explotación comercial, repitiendo así el ejemplo de la colonización de la antigüedad, en especial de la fenicia y de la griega; los castellanos quieren, al contrario, convertir el país ocupado en una prolongación orgánica del suyo. Si no es completamente cierto afirmar que Castilla siguió hasta el fin dicho rumbo, es indiscutible que, por lo menos, la dirección inicial fue ésa. El afán de hacer de las nuevas tierras algo más que simples establecimientos comerciales, llevó algunas veces a los castellanos a empezar el edificio colonial por la cúpula [...] de modo que al cerrarse el periodo colonial se habían instalado en las diversas posesiones de Castilla nada menos que veintitrés universidades, seis de ellas de primera categoría (sin incluir las de México y Lima). Por dichos establecimientos pasaron, todavía bajo la dominación española, decenas de millares de hijos de América que pudieron así completar sus estudios sin necesidad de cruzar el océano38.



En el Brasil, en cambio, la formación universitaria dependió durante todo el periodo colonial, y aún tiempo después, de la Universidad de Coimbra. Quienes habían logrado obtener su diploma de bachilleres en ultramar, lo que representaba un medio selectivo muy riguroso ya que solo accedían a esta posibilidad los hijos de los terratenientes, volvían a la patria con la actitud de fundadores de la cultura urbana. Esto podría explicar esa ruptura creciente en el curso del siglo XVIII entre el incontestado poder patriarcal del hacendado y las nuevas generaciones resueltas a valorizar la autonomía urbana. Ya que, si las capitales del virreinato español dominaban de manera absoluta sobre el resto del territorio, la estructura de la sociedad brasileña, como explica también Buarque de Holanda, tuvo su base lejos de los centros urbanos; «y es, efectivamente -añade-, en las propiedades rurales donde se concentra toda la vida de la colonia durante los primeros siglos de la ocupación europea; las ciudades son, virtualmente, si no de hecho, simples dependencias de aquéllas. Puede afirmarse, sin exagerar mucho, que aquella situación no fue modificada en su esencia hasta la Abolición»39.

El hecho de que el movimiento academicista brasileño se convirtiese en el foco irradiador de una cultura urbana y «civilizacional» frente a la cultura tradicional de fuerte raigambre rural y patriarcal, puede contribuir a explicar esa ambigüedad de la literatura arcádica brasileña en algunos de sus mayores exponentes, pues estos seguían siendo un producto ilustrado de las aulas coimbrenses, como se expresa en uno de los poemas claves de Tomás Antonio Gonzaga:



Tu não verás, Marília, cem cativos
tirarem o cascalho e a rica terra,
ou dos cercos dos rios caudalosos,
      ou da minada serra.

Não verás separar ao hábil negro
do pesado esmeril a grossa areia,
e já brilharem os granetes de oiro
      no fundo da beteia.

Não verás derrubar os virgens matos,
queimar as capoeiras inda novas,
servir de adubo a terra a fértil cinza,
      lançar os grãos nas covas.

Não verás enrolar negros pacotes
das decas folhas do cheiroso fumo;
nem espremer entre as dentadas rodas
      da doce cana o sumo.

Verás en cima da espaçosa mesa
altos volumes de enredados feitos;
ver-me-ás folhar os grandes livros,
       e decidir os pleitos.



La sucesión de escenas relativas al trabajo rural, enunciadas como opción negativa («no verás...»), y que de acuerdo al esquema clásico del arcadismo representarían una posibilidad superior para el poeta urbano, por acercarlo a la vida más simple y natural del campo, se asocian aquí sutilmente a la imagen del pasado, de la aristocracia explotadora y depredatoria de la tierra («queimar as capoeiras inda novas»), el mundo familiar de la amada, inaccesible para el poeta, sucesión reiterada que sirve de contrapunto a la nueva imagen, nada pastoril, del trabajo burgués, resuelto poéticamente en la sencillez de la vida doméstica. Tenemos, de este modo, transmutado el ideal pastoril de la vida rústica con el burgués de la vida urbana. El arcadismo brasileño parece configurar, no solo por el ejemplo mencionado, esa doble operación imaginística que caracterizaría buena parte de nuestra literatura romántica latinoamericana para homologarse a sus modelos europeos, la construcción imaginaria de un centro de «civilización moderna», para justificar el esquema, mal disfrazado, del «desencanto y la evasión», y decimos que mal disfrazado porque en realidad los árcades brasileños aspiraban a evadirse no de la ciudad, sino de la vida rústica, a la que, por el vínculo de su origen familiar, se hallaban fatalmente ligados. Como en el caso de la Arcadia Lusitana de Lisboa, estos árcades veían en la congregación arcádica la posibilidad de nobilitarse, mediante el prestigio de la cultura, para acceder a los cargos del funcionalismo. Querían también evadirse del régimen patriarcal, representativo del atraso cultural y social, hacia la «civilización» que habían disfrutado en su temporal inmersión en la metrópoli, no solo Lisboa, sino fundamentalmente aquella otra por donde nunca faltaba el obligado pasaje: la ciudad Luz. De este modo, el esquema arcádico había perdido también en América su sentido clásico, y servía de salvoconducto, o de efímero disfraz, a una inconformidad emergente, que una vez trasladada a la forma de la acción política, acabaría también por disolverlo.

En México, como en el resto de Hispanoamérica, no surgieron con frecuencia congregaciones literarias durante el periodo colonial, a no ser aquellas que las autoridades directamente ordenaban para conmemorar algún acontecimiento relevante en la vida de la Colonia, o la visita de un personaje de importancia real o eclesiástica. Ya que, como se ha señalado, la cultura académica era patrimonio incontestable de los centros de enseñanza superior institucionalizados desde época muy temprana. La hegemonía de la enseñanza superior ejercida por la Universidad y algunos colegios religiosos, hacía impensable que surgieran iniciativas, más o menos autónomas, de particulares. Desde el siglo XVI los novohispanos se enorgullecieron de la majestuosidad de su capital y su cultura, simbolizada en la Universidad. A mediados del siglo XVIII el jesuita criollo Juan José de Eguiara y Eguren emprendió la redacción de una Biblioteca Mexicana para demostrar a los extranjeros, que «con supina ignorancia» subestimaban la cultura novohispana, la cantidad y calidad de las producciones científicas y culturales de los mexicanos. De tal modo que la reivindicación del mundo criollo tenía aquí una larga tradición.

No deja de ser significativo que nuestro primer mayoral arcádico hubiese sido un modesto cura provinciano, fray Manuel Martínez de Navarrete. Y no hubiera sido propiamente un árcade si su espontánea congregación no hubiese contado con un instrumento, inédito en la vida colonial, que la hizo posible, nuestro primer cotidiano que comenzó a circular gracias a un empeño singular de dos periodistas de carácter independiente, Jacobo Villaurrutia y Carlos María de Bustamante. Llamábase esa publicación Diario de México y surgió en el año de 1805. A los pocos números, apareció en sus páginas un texto remitido de Veracruz por un poeta desconocido que lo dedicaba a los «de la Arcadia Mexicana». Se sucedieron numerosos versos procedentes de diversas provincias del virreinato, en el género pastoril, y, entre ellos, los del humilde párroco del Real de Minas de Tlalpujahua, cuya superioridad pronto sería reconocida por el grupo de «pastores» que, sin conocerse, habían constituido ya su Arcadia y que, unánimemente, lo convirtieron en su Mayoral. Con la excepción de las obras de Navarrete, los pobres versos de esos pastores carecen de interés literario, aunque entre sus filas se contó un traductor de mérito, Anastasio de Ochoa y Acuña, famoso por su seudónimo de «Un Mexicano». Pero, desde el punto de vista histórico, el fenómeno merecería mayor atención, por haber sido uno de los poquísimos ejemplos de agremiación literaria espontánea en el periodo colonial. Podría decirse que nuestro movimiento academicista, en el mismo sentido brasileño de fundación «civilizacional» moderna, se transfirió al siglo XIX, con la excepción de la obra jesuítica. Iturbide consideró como una de las primeras obligaciones del Imperio mexicano, la creación de una Academia que lo ilustrase, como correspondía a toda «nación culta». Que la creación de centros académicos se sintió como una necesidad urgente, en el periodo de consolidación de la independencia política, lo demuestra igualmente un libro representativo de la mentalidad liberal de la primera mitad del siglo, el México considerado como nación independiente y libre, de Tadeo Ortiz de Ayala, publicado en 1832, y que, según decía Justo Sierra, era el «vademécum» de Juárez. Para el autor, uno de los deberes apremiantes de los mexicanos era el de erigir una Academia que nos situara a la altura de las naciones modernas. La misma intención se haría expresa en las agrupaciones «románticas» que se siguieron. En esa época, ciertamente, la Universidad hegemónica del conocimiento y la cultura escolástica había dejado de existir.

La modesta arcadia mexicana se aproximaba ya a esa idea de consolidación de una cultura nacional, que partiese de valores oriundos, y en tanto que era el resultado de una asociación libre y espontánea, y por ello mismo inédita, implicaba la cultura del pasado como algo ajeno y desnaturalizador. La operación poética más característica de la Arcadia mexicana consistió en una forma de apropiación de las convenciones europeas, para traducirlas a un código vernáculo: el paisaje se pobló de especies y seres mexicanos, o mestizos: magueyes, jarros, chinampas, mayates, indios, etcétera. Las ninfas se mudaron en «la indita Xúchil que a recoger verdura, anda de madrugada»; el «vino de Lesbos», en el preciado pulque, «que es también don del gran padre Liéo», y la patrona de la Arcadia, en la Virgen de Guadalupe.

A la muerte del Mayoral, en julio de 1809, el grupo aprovechó la ocasión para realizar un homenaje póstumo que se convirtió en una confraternización arcádica. Mariano Barazábal, miembro de la Arcadia, hizo el «Elogio de Fr. Manuel Martínez de Navarrete, o sea Sueño mitológico del árcade Anfriso», que es casi una declaración de autonomía cultural y que, en este sentido, resulta precursora de la «Alocución a la poesía» de Andrés Bello. El poema se inicia con exhortaciones a las musas para que abandonen Europa y vuelvan los ojos a América, y les advierte que, de no venir a inspirar a los escritores americanos, este Continente inspirará después a los europeos:


América blasona, sacras deas,
y forma en ella toda su codicia,
o de que vos lactéis sus hijos caros,
o de ser de los vuestros la nodriza40.



Vemos también en esta Arcadia mexicana, aunque embrionaria y tímidamente, surgir los elementos que habrán de constituir, las nuevas utopías nacionales latinoamericanas. El esquema clásico de la evasión resistió aún varios siglos a ese otro esquema formulado por Moro, hasta que el nuevo orden mental se impusiera plenamente. El mundo ideal había sido, como resultado de un proceso de invención, transferido al futuro. Las imágenes que, de un lado y de otro, lo constituyeron no emergían de una comprensión plena de las limitaciones y recursos que el lado opuesto ofrecía. Si Rousseau vio solamente el movimiento deseado de barbarización de Robinson, los latinoamericanos solo vieron el camino civilizatorio de Viernes, porque la operación mediante la cual el europeo había destruido, en la formulación roussoniana, la vieja categoría arcádica, se sirvió de una imagen idealizada, mítica, del mundo primitivo de la periferia. Ahora, el hombre del mundo marginalizado, se servía de la imagen mítica del hombre «civilizado» del centro, y, por lo tanto de la vieja categoría ya disuelta por aquel, para fincar en ella su utopía.





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