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Los pájaros ciegos, de Víctor Ruiz Iriarte: un drama en tiempos de comedia

Óscar Barrero Pérez


Universidad Autónoma de Madrid



En 1948, en dos ciudades periféricas, Valladolid y Santander, se estrenó, con el título Los pájaros ciegos, un drama de Víctor Ruiz Iriarte del que el autor no pareció querer acordarse nunca más. Ni quiso que se representara en ninguna otra ciudad ni se interesó por su publicación. Al padre de la criatura, no cabe duda, no lo satisfizo el resultado. Los pájaros ciegos es, por otra parte, un drama, cosa insólita en la trayectoria de comediógrafo del autor. Este drama únicamente ha merecido la atención de Víctor García Ruiz, autor de dos artículos muy esclarecedores sobre las circunstancias que acompañaron el paso de la citada obra por las oficinas de la censura y por los escenarios comerciales.1 Aclarará algo más lo sucedido en torno a él el análisis de los textos mecanografiados que de esta pieza han llegado hasta nosotros.

A finales de los años cuarenta el tremendismo hacía estragos en la novela y la poesía españolas. El teatro, sin embargo, permanecía ajeno a tan carpetovetónicos aires: el espectador entendía el entretenimiento y la sonrisa como naturales contraprestaciones al pago de su entrada al local. Los pájaros ciegos es, por ello, atípica desde el punto de vista histórico, en tanto en cuanto en esas fechas la comedia era la única vía por la que el teatro español transitaba. En esta pieza, sin embargo, se dan cita no pocos elementos problemáticos, de difícil digestión para la censura y una buena parte del público de una época en la que resulta imposible encontrar una equivalencia ni siquiera aproximada. No lo es, por ejemplo, Historia de una escalera (1949), de Antonio Buero Vallejo, que pasa por ser la primera obra teatral de carácter netamente dramático en la posguerra española. Los protagonistas de una y otra pertenecen a grupos sociales distintos: de clase humilde son los de Buero y en la acomodada militan los de Ruiz Iriarte. También distinto es el espacio escénico. El de Los pájaros ciegos bien puede hacer pensar en las películas más o menos existencialistas de la segunda mitad de los años cincuenta y principios de los sesenta protagonizadas por una burguesía un tanto despreocupada. Personajes adinerados los había en el teatro español de los años cuarenta; los de Enrique Jardiel Poncela, por ejemplo. Pero son, como otros de su tiempo, protagonistas de comedia. Su amoralidad, más o menos evidente, más o menos tolerable, no podía manifestarse explícitamente y, en todo caso, al espectador no le había de quedar duda alguna de que recibirían un merecido castigo. El caso de Los pájaros ciegos es distinto.

El personaje acaso central, la ya madura Duquesa Raquel, tiene a sus espaldas un largo historial amoroso en el que se incluye una relación, que ahora retoma, con Tony, un marinero revolucionario que conspira en una intentona subversiva antimonárquica al mismo tiempo que parece dispuesto a hacerle pagar a esa mujer su propio resentimiento clasista. El reputado pintor Dino Morelli es ludópata y, deducimos, también homosexual. De esto último se deriva su malsano sometimiento a otro personaje, Bobby. Marcelo Herbier es un maduro escritor carente de principios: sus ideas se escoran a babor o a estribor en función del viento que sople; ya no atraerá, además, el amor de la Raquel por quien suspira a destiempo. Por él bebe los vientos, aunque sea sin posibilidad de ser atendida, la joven y frívola Natalia.

Se trata de un grupo de personajes que difícilmente pueden captar las simpatías, ni siquiera la compasión, del espectador. El otro bando, el de los personajes positivos, es tan enteco que en él apenas puede incluirse, una vez descontada la neutralidad funcional del capitán del barco y la anecdótica presencia del camarero y los marineros, a Patricia y a Dicky, los hijos de Raquel. Ninguno de los dos llega a adquirir sustancia dramática suficiente para anular la importancia de los personajes negativos porque poco menos que un axioma dramático es que quien desempeña el papel de malo tiene más enjundia que su oponente bueno. Dicky ni siquiera aparece en escena porque es un enfermo postrado en cama mientras que su hermana es personaje únicamente en tanto en cuanto sirve para hablar de él.

No pasan muchas cosas verdaderamente dramáticas en esta obra, si exceptuamos el suicidio de Tony, pero sí se dicen demasiadas cosas para lo que era la España de 1948. Básicamente, la trama se reduce a lo siguiente. La Duquesa Raquel reaviva su atracción por Tony; se constata la imposibilidad de las relaciones entre ella y Marcelo y entre este y Natalia; nos enteramos del desprecio que la Duquesa siente hacia su hijo Dicky; seguimos las vicisitudes del golpe de estado que se produce en tierra y cuyas consecuencias se viven también en el yate... Demasiado dramatismo para dos horas y, sobre todo, excesivo para el espectador de un par de capitales de provincias en la España de 1948. Las anotaciones de la censura hicieron el resto, ayudando lo suyo para provocar la insatisfacción del autor y, ya en nuestros días, la del lector. El resultado es un drama un tanto desquiciado.

De Los pájaros ciegos se conservan dos copias mecanografiadas. La primera redacción, sin enmiendas, fue la presentada a la censura. Copia del texto anterior es otra con modificaciones, unas en rojo, sin duda obra de un censor, y otras en negro, bien de otro censor, bien del propio Ruiz Iriarte. No sabemos qué versión se estrenó en Valladolid y Santander porque la última, la que presenta correcciones tanto estilísticas como, cabe suponer, aconsejadas por los informes de la censura, no tiene fecha. Las observaciones de los censores preceden en apenas unas semanas al estreno de la obra. Aún más cercana es la aprobación definitiva.

Consta la existencia de muestras de desagrado en los asistentes de al menos el estreno de Valladolid. El rastreo de V. García Ruiz documenta, de acuerdo con las crónicas del día posterior a la representación, protestas al terminar el segundo acto y «un pequeño murmullo» al concluir la pieza.2 Si lo que los espectadores oyeron fue el texto inicialmente escrito, no es de extrañar su perturbación. Incluso si lo que escucharon fue el texto revisado, sería comprensible, en aquel contexto histórico, su enfado. Habían errado en la elección: Los pájaros ciegos no era una comedia al uso sino un drama de pasiones desbocadas. De manera que una buena parte de los asistentes a la representación debió de pensar que lo que se le ofrecía no era lo que esperaba, aquello por lo que había pagado: un par de horas de sano entretenimiento. No casualmente uno de los censores, R. Fernández-Shaw, había sugerido «que el estreno se verificara en Madrid y se representara únicamente en determinadas capitales donde la preparación del público actual permite aceptar la intensidad del drama y sus tipos y ambientes, un tanto morbosos».3

Si lo que se estrenó fue la primera versión, cosa improbable, la reacción poco complaciente de una parte del público tendría su lógica: ya había avisado uno de los censores. Si lo que se estrenó fue la versión revisada, que es lo más probable, lo que tiene lógica es la reacción de Ruiz Iriarte al quedar descontento de su drama: las costuras, una vez rehecho este, son demasiado visibles y a veces hacen incomprensibles no pocos de sus componentes, como sucede en tantas ocasiones cuando se corta un texto y se intenta suturar como se puede.

Por ejemplo, el segundo y último cuadro del tercer acto de la versión definitiva nos presenta a Tony sorprendentemente libre después del fracaso del golpe de estado. ¿Cómo es posible? Porque se ha eliminado el fragmento que explica cómo ha llegado hasta ahí: estaba preso en la bodega, pero algunos de sus amigos marineros lo han liberado. La explicación de tan larga tachadura quizá se encierra en otra supresión posterior, la de esta frase: «Yo soy el rebelde que se ha fugado de su encierro» (III, II)4. Una frase que podría incitar al espectador a mitificar a quien, a fin de cuentas, no es más que un peligroso revolucionario.

Al espectador no le resulta difícil deducir que el pasado de Raquel es francamente indecoroso. Al censor, sin embargo, debió de parecerle excesivo que se lo recordara su propia hija, y de ahí la eliminación de este fragmento, gracias al cual se entendía mejor la pregunta de la joven, pregunta que, además, se completaba, en la primera redacción, con una crítica directa a la madre: «¿Creéis que no comprendo por qué se ha arrojado al mar ese marinero? ¿Es que te has vuelto loca, mamá?».

PATRICIA.-  ¿No me conoces, verdad? Yo sí te conozco a ti, madre. Desde muy niña, estoy acostumbrada a oír lo que los criados hablan de ti, detrás de las puertas.

RAQUEL.-  ¡¡Calla!!

PATRICIA.-  En el Internado, todas las muchachas sabían muy bien quién era la gran duquesa Raquel, y venían a contárselo a una pobre niña que ha sufrido mucho. Lo sé todo, madre...

RAQUEL.-  ¡¡Cállate!!

MARCELO.-  ¡¡Patricia!!


(III, II)                


Quizá lo más oscuro sea todo lo relacionado con la extraña enfermedad de Dicky, encerrado en su habitación no sabemos bien por qué, al menos en la versión definitiva, en la que todo lo que se nos dice es que la madre considera a su hijo «un fracaso» fruto de «un matrimonio desdichado». Claro que la redacción inicial era algo más precisa:

CAPITÁN.-  ¡Pobre Dicky! Si supiera usted cómo me emociona esa triste juventud tronchada... Ni siquiera sé qué enfermedad padece...

MARCELO.-  Un mal terrible que no tiene cura. ¡El siglo XX!

CAPITÁN.-  ¿Cómo?

MARCELO.-  Sí, amigo mío. El alcohol, el tabaco, las drogas, el amor a la última. Todos los placeres juntos y todos muy aprisa. El difunto duque no los pudo resistir y murió pronto. Este hijo es la víctima...

(I)                



Sin duda fue la mención de los vicios nefandos lo que incomodó a los censores. No es que con lo dicho se justifique satisfactoriamente la postración del pobre Dicky, pero sin el fragmento entero se entiende menos. El lápiz rojo fue minucioso con este tipo de depravaciones. Así, de los marineros podía decirse que eran «pobres diablos sucios» pero no que «beben mala ginebra» y «juegan a los dados», como se afirmaba en la primera redacción de la pieza (II). Por descontado, a los perspicaces censores no se les escapó la peculiaridad sexual de Dino. Se señaló en rojo, por tanto, el siguiente párrafo de la primera versión, después de la frase «Él me dominaba, me atraía», que sí se conservó:

Tú no sabes qué horrible es eso; no lo puedes comprender. No se es un hombre, se es un esclavo, un miserable... Es lo más bajo, lo más vergonzoso. Y uno quisiera resistir, y la muerte antes que acudir a esa llamada. Pero es inútil. Él llama, y hay que ir. Yo sabía que anoche me esperaba, sin llamarme, como hace siempre. No pude resistir. Y fui...


(III, I)                


El parlamento de Raquel que reproduzco a continuación fue tachado en la primera redacción. Repárese en lo moralmente subversivo de una propuesta que pone la pasión amorosa por delante de cualesquiera otros elementos, incluida la familia, y adviértase que se habla de una relación amorosa entre una mujer más que madura y un jovenzuelo. El censor no necesitó pensar mucho:

La verdad no está en las ideas, Tony, sino en la imaginación de los hombres. El ideal es como un antifaz de seda que tapa estos deseos tan hondos, tan escondidos que a veces no los conocemos ni nosotros mismos. Tú y yo seguiremos nuestro deseo... Aún no sé cómo. Pero lo abandonaré todo. Mis hijos, mis amigos. ¡Todo! ¡Yo no puedo vivir sin amor, Tony! Y el amor ha vuelto; el amor eres tú. ¡Tony, criatura, qué joven eres! Un muchacho. Un chiquillo.


(II)                


Este párrafo era inmediatamente posterior, en la primera redacción, a un fragmento sensiblemente alterado después. La comparación entre lo escrito inicialmente y el resultado último ahorra explicaciones:

Versión inicial

RAQUEL.-  Es la última tarde de primavera de mi vida, y crees que voy a dejarla escapar... No, no, no te dejaré.

TONY.-  (Anhelante) ¡Raquel!

RAQUEL.-  Seremos uno de otro para siempre. ¡No! Ni eso. Mucho más. Yo seré tuya hasta que tú quieras. Huiremos juntos.... No nos importa nada. Todo es pequeño, todo es mentira. Qué poca cosa es un gran ideal, al lado de un gran deseo. En la vida, entre nosotros, no hay más que una verdad. ¡Esta! El deseo que vive en nosotros y nos empuja..

Versión definitiva

RAQUEL.-  Es la última tarde de primavera de mi vida, y crees que voy a dejarla escapar...

TONY.-  (Anhelante) ¡Raquel!

RAQUEL.-  Seremos uno de otro para siempre. No nos importa nada. Todo es pequeño, todo es mentira. En la vida, entre nosotros, no hay más que una verdad. ¡Esta! El deseo que vive en nosotros y nos empuja...


(II)                


En esta secuencia, por cierto, tanto en una versión como en otra él «se inclina y la besa», pero solo en la primera «ella, sentada en el suelo, le ofrece los labios».

La mayor parte de las tachaduras corresponde a los diálogos que mantienen Raquel y Tony. Son las suyas unas conversaciones subidas de tono para la España de la época: descarnadas, apasionadas, en absoluto elusivas sino, antes al contrario, muy directas. Tan directas como esta, naturalmente también suprimida:

RAQUEL.-  ¡Me deseas! Me deseas como un bárbaro. Como una bestia a otra bestia...

TONY.-  ¡No! Calla, calla.

RAQUEL.-  Lo veo en tus ojos... Sé leer en los ojos de los hombres... Conozco esa mirada. Estás deseando mis besos, mis caricias.


(II)                


Muchas de las supresiones realizadas en la redacción inicial responden a obvios condicionamientos morales. Entre aquella y la definitiva desaparecieron frases como esta: «Durante años y años he sentido caer sobre mí los ojos de los hombres: ardientes, locos, desesperados...». (I) La carnalidad de la relación entre Raquel y Tony, lejos de ser presentada por Ruiz Iriarte de forma elíptica, es suficientemente clara en parlamentos que, como el siguiente, estaban condenados a la desaparición: «Sueña que voy a darte los días más felices de tu vida. Nuestro amor será como no lo has conocido nunca. Piensa en nuestros besos, en mis caricias, en estas manos mías...». (II, II)

¿No previó Ruiz Iriarte las consecuencias de lo escrito? Porque hay en esta relación un desbordamiento erótico que un escritor español de 1948 debiera haber supuesto que disgustaría a la censura. Vaya otro ejemplo de dos frases encadenadas y eliminadas de la primera redacción: «Del deseo no se puede escapar. Roba la voluntad y el aliento». (II)

Desagradan al censor tanto la sensualidad, o la sospecha de su existencia, como el desgarro emocional, la falta de contención del sentimiento. Compárese, en el siguiente ejemplo, lo que Ruiz Iriarte escribió inicialmente y lo que decidió que iba a ser la versión definitiva.

Versión inicial

Y yo te odio tanto que hasta la libertad de la muerte quiero quitarte. Te quiero así, prisionera, esclava, a mis pies. Pero, ¿no ves cómo te odio? ¿No te lo dicen estos ojos? ¿No me ves temblar? Te odio, te odio. Te odio con toda mi alma.

Versión definitiva

Y hasta la libertad de la muerte quiero quitarte. Te quiero así, prisionera, esclava, a mis pies.


(II)                


La palabra odio se repite muy frecuentemente en la obra. A los censores, a juzgar por el número de veces que se cebaron en ella, les resultaba, igual que el vocablo deseo, sistemáticamente suprimido o reemplazado por amor, especialmente antipática, sin duda por considerarla una manifestación de violencia psicológica. La física, evidentemente, tampoco la aprobaban, y por eso no pasaron el listón frases como la siguiente: «Le he cruzado la cara, le he arañado, le hubiera matado si me dejan». (III, I) Los excesos verbales tampoco eran del agrado de los censores, motivo por el cual desaparecieron en la versión definitiva tanto las palabras de la acotación como las del personaje: «(Como loca) ¡Canalla, canalla, basura!». (III, II)

Hay en Los pájaros ciegos un evidente salvajismo en la pasión amorosa de Raquel y Tony. Las dos comparaciones con un potro que a Raquel le sugiere la figura de Tony provocaron el rechazo de la censura. Es evidente la connotación erótica de una imagen como esa, pero casi podría considerarse inocente si se considera qué componentes manejaba por entonces la novela española después de La familia de Pascual Duarte (1942), de Camilo José Cela. Este hecho, dicho sea de paso, ejemplifica cuán diferentes eran los códigos manejados para los géneros literarios de un mismo tiempo histórico, qué diferentes criterios se utilizaban en las oficinas de censura para juzgar los textos de cada uno de ellos.

Las supresiones, entre la versión inicial y la definitiva, son significativas. Podía aceptarse «los brazos de un marinero» pero no «los labios ardientes de un marinero» (III, I); perdonarse la amistad de Dino «con ese marinerito» pero no su amistad «con ese marinerito rubio» (I). Era posible leer «Como no he querido a nadie» pero no «Locamente, apasionadamente, como no he querido a nadie». (III, II) Era asumible lo siguiente: «En aquel beso estaba toda mi alma; era como la vuelta a lo más bello». No, sin embargo, esto otro: «En ese beso estaba toda mi alma, con todos mis deseos; tus labios eran como la vuelta a lo más bello». (III, II) El Marcelo enamorado de Raquel llegaba a decir en una ocasión «Mi Raquel», y ella se atrevía a responder «Di...» (I.) Las tres palabras desaparecieron en la segunda redacción.

A veces las supresiones parecen obedecer a la necesidad de no dar pie a indeseables equívocos, como el que podría surgir cuando un marinero le decía a otro «¡Si conocieras a mi mujer!» (II), frase suprimida en la segunda versión. En este otro fragmento Raquel se proponía esperar a Tony antes de una huida que ya nunca se producirá. «Yo te esperaré con las luces apagadas», le anunciaba prudentemente. Pero «Te esperaré allá» (III, II), se limita a decir en la versión definitiva, ya sin luces, ni apagadas ni encendidas, seguramente porque al censor debió de parecer demasiado sugerente la observación.

Casi siempre la intención de las modificaciones es clara, incluso cuando los cambios son mínimos. Si se comparan las dos versiones de este momento de efusión amorosa de Raquel es fácil advertir qué dos aspectos debieron de inquietar al censor: la alusión a la edad del joven y el exceso pasional que suponía besar sus manos.

Versión inicial

¡Pobre chiquillo mío! Mío... mío... mío... (Le besa las manos).

Versión definitiva

Mío, mío, mío.


(II)                


Quede para el final el análisis de la subtrama política, menos importante que la amorosa, pese a lo cual también planteó problemas a los censores. El golpe de estado es revolucionario, izquierdista, y quedan claros su falta de apoyo popular y su fracaso. Sin embargo, antes de que esto último suceda se pronunciaban en la primera versión frases como esta, que no merecieron la aprobación de los censores: «La revolución no fracasará: es invencible...». (II) Fue derrotada pero, por si acaso, en la segunda versión no quedó margen para la duda.

Es posible que la interpretación se pase de sibilina, pero no deja de ser curioso que la exaltación monárquica que se produce al terminar el primer acto en la redacción inicial sea reducida a la mínima expresión en la otra. Los gritos de afirmación a favor del rey desaparecen y todo se limita a una información radiada en la que se comunica el fracaso de la intentona revolucionaria. De hecho, esta parte de Los pájaros ciegos es, junto con el desenlace, la más reelaborada de la obra. En la redacción inicial se habla de un pueblo «frenético de entusiasmo» por el triunfo de la monarquía frente a los revolucionarios y se deja constancia de los numerosos vítores de los súbditos «al Rey y a su gobierno». (II) En la España de 1948 las fuerzas monárquicas estaban controladas y quizá a esa falta de entusiasmo oficial haya que achacar la moderación de un discurso que entonces quizá podría interpretarse como un prematuro acto de afirmación política. Aún faltaba casi una década para que Juan Ignacio Luca de Tena estrenase ¿Dónde vas, Alfonso XII? (1957), nada oculta pieza de propaganda monárquica.

Por lo demás, no hay demasiadas disquisiciones ideológicas en la obra de Ruiz Iriarte. Pero aun así... ¿Qué habría de conflictivo en un fragmento como el siguiente? Si en la versión última se hubiera conservado, el título de la obra le resultaría más lógico al lector o espectador. Sin él, lo cierto es que lo de Los pájaros ciegos no termina de quedar claro a quien se acerque a la versión definitiva:

Esos marineros, esos criados, son hermanos de las gentes de las montañas y de la ciudad que allá son nuestros enemigos. ¿Por qué nos odian? ¿Cree usted que lo saben ellos? No. Los hombres son como pájaros ciegos que vuelan, vuelan y vuelan y no saben a dónde van...


(I)                


No parece este un alegato especialmente antisocial pero tampoco puede decirse de él que resulte esperanzador. Solo por eso, cabe suponer, merecería el recelo del censor.

Desde el punto de vista ideológico, el punto más conflictivo es el papel que desempeña Tony. Cabría pensar que con su suicidio el autor castiga al representante de la revolución frente al orden. Lo cierto, sin embargo, es que a los censores no les resultó satisfactorio su trágico final. En primer lugar, un suicidio es un suicidio: moralmente condenable, quienquiera que sea el que lo ejecute y cualesquiera que sean las condiciones en que tenga lugar. He ahí, de entrada, una barrera difícil de salvar, y más en 1948. Creo, sin embargo, que el problema mayor radica en la aureola romántica, y hasta cierto punto heroica, de que el personaje quedaba revestido con su acto. Raquel, una vez consumado el suicidio de ese hombre a quien no ha dejado de amar, pronuncia, casi inconscientemente, estas palabras que no escaparon a la atenta lectura de los censores: «¡Ha triunfado!». (III, II) Naturalmente, desaparecieron en la nueva redacción pese a que, en realidad, su acto no tiene nada de reivindicación política, sino que es una venganza contra la mujer. Pero, por si acaso, debía quedar claro que no había nada de heroico en su adiós a la vida.

Ruiz Iriarte introdujo demasiados elementos problemáticos en una escena aún no preparada para tanto atrevimiento. Por si esto fuera poco, las miserias de los personajes quedaban al descubierto sin que la condena resultara suficientemente clara en una redacción inicial demasiado tibia, poco explícita en la condena de unas actitudes censurables que, por otra parte, eran demasiadas como para considerarse casos extravagantes en el orden social.

Hay más de una docena de personajes pero solo unos pocos interesan. Sucede que de esos pocos casi todos resultan abiertamente repudiables desde el punto de vista moral. Con una tarjeta de presentación como esa el repudio de los censores estaba casi asegurado: cinco de los seis informes fueron negativos. El sexto lector, caritativo él, quiso ver en el desenlace una lección cristiana que, se mire como se mire, a duras penas apaga los ecos de tanta desesperanza como planea sobre las páginas anteriores. La fugaz aparición de sor Catalina es una muy evidente concesión no sé si decir a la ortodoxia moral o a la censura de la época. En cualquier caso, se trata de un personaje perfectamente prescindible que no aparece hasta el tercer acto. El autor le concede mayor peso en la segunda versión de la obra atribuyéndole un par de frases que en la primera eran de Natalia. Poca cosa, ciertamente. Pero la última frase de Los pájaros ciegos la pronuncia precisamente la monjita. Significativamente, no en la primera redacción, sino en la revisada: «Estaba rezando un poco...». (III, II)

Si se compara esta frase, cargada de esperanza, con aquella que ponía el punto final a la primera versión, la diferencia es notable. Inicialmente, tras una melancólica reflexión de Raquel sobre Tony, y después de una acotación angustiada («Y casi en un grito, como pidiendo socorro»), el personaje femenino pronunciaba las siguientes palabras: «Dicky, Patricia. ¡Hijos míos! ¿Dónde estáis?». (III, II) Aquí terminaba la primera versión. No puede decirse que sea un final absolutamente pesimista, puesto que contemplamos a una madre que reclama la presencia de unos hijos que sin duda la quieren y que acudirán a su llamada, pero tampoco puede decirse que, visto lo visto hasta ese momento, estemos ante un desenlace luminoso.

¿Por qué un autor ya entonces dotado para el ejercicio teatral, como lo era Ruiz Iriarte, no concedió a su obra más oportunidades? ¿Por qué no la reescribió después del repaso a la que la sometió una vez examinada por la censura? ¿Por qué no la editó nunca?

  1. Un autor teatral depende, más que un novelista o un poeta, de la reacción de los receptores. No fue esta muy favorable, quizá porque el ámbito en que se dio a conocer la obra no resultó el más adecuado.
  2. El texto de Los pájaros ciegos seguramente le parecerá a cualquier lector de nuestros días defectuoso desde distintos puntos de vista.
  3. Y, sobre todo, Ruiz Iriarte vio claro que su camino era la comedia; aquel género que interesaba al espectador español de los años cuarenta; aquel con el que se encumbraría este escritor; aquel, en definitiva, en el que se sintió siempre más cómodo.

En fin, Los pájaros ciegos es una curiosa anomalía literaria en la historia personal de Víctor Ruiz Iriarte y, lo que quizá tiene más relevancia, una interesante anomalía literaria en la historia general del teatro español posterior a 1939.





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