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ArribaAbajo- XXV -

Si unas elecciones durasen mucho, acabarían con quien las maneja, a puro cansancio, molimiento y tensión del cuerpo y del espíritu, pues los odios enconados, la perpetua sospecha de traición, las ardientes promesas, las amenazas, las murmuraciones, las correrías y cartas incesantes, los mensajes, las intrigas, la falta de sueño, las comidas sin orden, componen una existencia vertiginosa e inaguantable. Acerca de los inconvenientes prácticos del sistema parlamentario estaban muy de acuerdo la yegua y la borrica que, con un caballo recio y joven nuevamente adquirido por el mayordomo para su uso privado, completaban las caballerizas de los Pazos de Ulloa. ¡Buenas cosas pensaban ellos de las elecciones allá en su mente asnal y rocinesca, mientras jadeaban exánimes de tanto trotar, y humeaba todo su pobre cuerpo bañado en sudor!

¡Pues qué diré de la mula en que Trampeta solía hacer sus excursiones a la capital! Ya las costillas le agujereaban la piel, de tan flaca como se había puesto. Día y noche estaba el insigne cacique atravesado en la carretera, y a cada viaje la elección de Cebre se presentaba más dudosa, más peliaguda, y Trampeta, desesperado, vociferaba en el despacho del Gobernador que importaba desplegar fuerza, destituir, colocar, asustar, prometer, y, sobre todo, que el candidato cunero del gobierno aflojase la bolsa, pues de otro modo el distrito se largaba, se largaba, se largaba de entre las manos.

-¿Pues no decía usted -gritó un día el Gobernador con vehementes impulsos de mandar al infierno al gran secretario- que la elección no sería muy costosa; que los adversarios no podían gastar nada; que la Junta carlista de Orense no soltaba un céntimo; que la casa de los Pazos no soltaba un céntimo tampoco, porque a pesar de sus buenas rentas está siempre a la quinta pregunta?

-Ahí verá usted, señor -contestó Trampeta-. Todo eso es mucha verdad; pero hay momentos en que el hombre..., pues... cambia sus auciones, como usted me enseña (Trampeta tenía esta muletilla). El marqués de Ulloa...

-¡Qué marqués ni qué calabazas! -interrumpió con impaciencia el Gobernador.

-Bueno, es una costumbre que hay de llamarle así... Y mire usted que llevo un mes de porclamar en todos lados que no hay semejante marqués, que el gobierno le ha sacado el título para dárselo a otro más liberal, y que ese título de marqués quien se lo ha ofrecido es Carlos siete, para cuando venga la Inquisición y el diezmo, como usted me enseña...

-Adelante, adelante -exclamó el Gobernador, que aquel día debía estar nervioso-. Decía usted que el marqués o lo que sea... en vista de las circunstancias...

-No reparará en un par de miles de duros más o menos, no señor.

-¿Si no los tenía, los habrá pedido?

-¡Catá! Los ha pedido a su suegro de Santiago; y como el suegro de Santiago no tiene tampoco una peseta disponible, como usted me enseña... héteme aquí que se los ha dado el suegro de los Pazos.

-¿Se le cuentan dos suegros a ese candidato carlista? -preguntó el gobernador, que a su pesar se divertía con los chismes del secretario.

-No será el primero, como usted me enseña -dijo Trampeta riéndose de la chuscada-. Ya entiende por quién hablo... ¿eh?

-¡Ah!, sí, la muchacha ésa que vivía en la casa antes de que Moscoso se casase, y de la cual tiene un hijo... Ya ve usted cómo me acuerdo.

-El hijo... el hijo será de quien Dios disponga, señor gobernador... Su madre lo sabrá..., si es que lo sabe.

-Bien, eso para la elección importa un rábano... Al grano: los recursos de que Moscoso dispone...

-Pues se los ha facilitado el mayordomo, el Primitivo, el suegro de cultis... Y usted me preguntará: ¿cómo un infeliz mayordomo tiene miles de duros? Y yo respondo: prestando a réditos del ocho por ciento al mes, y más los años de hambre, y metiendo miedo a todo el mundo para que le paguen bien y no le nieguen una miserable deuda de un duro... -Y usted dirá: ¿de dónde saca ese Primitivo o ese ladrón el dinero para prestar? -Y yo replico: del bolsillo de su mismo amo, robándole en la venta del fruto, dándolo a un precio y abonándoselo a otro, engañándole en la administración y en los arriendos, pegándosela, como usted me enseña, por activa y por pasiva... -Y usted dirá...

Este modo dialogado era un recurso de la oratoria trampetil, del cual echaba mano cuando quería persuadir al auditorio. El gobernador le interrumpió:

-Con permiso de usted lo diré yo mismo. ¿Qué cuenta le tiene a ese galopín prestarle a su amo los miles de duros que tan trabajosamente le ha cogido?

-¡Me caso!... -votó el secretario-. Los miles de duros, como usted me enseña, no se prestan sin hipoteca, sin garantías de una clás o de otra, y el Primitivo no ha nacido en el año de los tontos. Así queda seguro el capital y el amo sujeto.

-Comprendo, comprendo -articuló con viveza el Gobernador. Queriendo dar una muestra de su penetración, añadió: - Y le conviene sacar diputado al señorito, para disponer de más influencia en el país y poder hacer todo cuanto le acomode...

Trampeta miró al funcionario con la mezcla de asombro y de gozosa ironía que las personas de educación inferior muestran cuando oyen a las más elevadas decir una simpleza gorda.

-Como usted me enseña, señor gobernador -pronunció-, no hay nada de eso... Don Pedro, diputado de oposición o independiente o conforme les dé la gana de llamarle, servirá de tanto a los suyos como la carabina de Ambrosio... Primitivo, arrimándose a un servidor de usted o al judío, con perdón, de Barbacana, conseguiría lo que quisiese ¿eh?, sin necesidad de sacar diputado al amo... Y Primitivo, hasta que le dio la ventolera, siempre fue de los míos... Zorro como él no lo hay en toda la provincia... Ése ha de acabar por envolvernos a Barbacana y a mí.

-Y entonces Barbacana ¿por qué se ha declarado a favor del señorito?

-Porque Barbacana va con los curas a donde lo lleven. Ya sabe lo que hace... Usted, un suponer, está ahí hoy y se larga mañana; pero los curas están siempre, y lo mismo el señorío... los Limiosos, los Méndez...

Y dando suelta al torrente de su rencor, el cacique añadió apretando los puños:

-¡Me caso con Dios! Mientras no hundamos a Barbacana, no se hará nada en Cebre.

-¡Corriente! Pues facilítenos usted la manera de hundirlo. Ganas no faltan.

Trampeta se quedó un rato pensativo, y con la cuadrada uña del pulgar, quemada del cigarro, se rascó la perilla.

-Lo que yo cavilo es ¿qué cuenta le tendrá al raposo de Primitivo esta diputación del amo?... Ahora se aprovecha de dos cosas: lo que le pilla como hipoteca y lo que le mama corriendo con los gastos electorales y presentándole luego, como usted me enseña, las cuentas del Gran Capitán... Pero si vencen y me hacen diputado a mi señor don Pedro, y éste vuela para Madrí, y allí pide cuartos por otro lado, que sí pedirá, y abre el ojo para ver las picardías de su mayordomo, y no se vuelve a acordar de la moza ni del chiquillo..., entonces...

Tornó a rascarse la perilla, suspenso y meditabundo, como el que persigue la solución de un problema muy intrincado. Sus agudísimas facultades intelectuales estaban todas en ejercicio. Pero no daba con el cabo de la madeja.

-Al caso -insistió el gobernador-. De lo que se trata es de que no nos derroten vergonzosamente. El candidato es primo del ministro; hemos respondido de la elección.

-Contra el candidato de la Junta de Orense.

-¿Piensa usted que allá admiten esas distinciones? Estamos a triunfar contra cualquiera. No andemos con circunloquios; ¿cree usted que vamos a salir rabo entre piernas? ¿Sí o no?

Trampeta permanecía indeciso. Al cabo levantó la faz, con el orgullo de un gran estratégico, seguro siempre de inventar algún ardid para burlar al enemigo.

-Mire usted -dijo-, hasta la fecha Barbacana no ha podido acabar con este cura, aunque me ha jugado dos o tres buenas... Pero a jugarlas no me gana él ni Dios... Sólo que a mí no se me ocurren las mejores tretas hasta que tocan a romper el fuego... Entonces ni el diablo discurre lo que yo discurro. Tengo aquí -y se dio una puñada en la negruzca frente- una cosa que rebulle, pero que aún no sale por más que hago... Saldrá, como usted me enseña, cuando llegue el mismísimo punto resfinado de la ocasión...

Y blandiendo el brazo derecho repetidas veces de arriba abajo, como un sable, añadió en voz hueca:

-Fuera miedo. ¡Se gana!

Mientras el secretario cabildeaba con la primera autoridad civil de la provincia, Barbacana daba audiencia al Arcipreste de Loiro, que había querido ir en persona a tomar noticias de cómo andaban los negocios por Cebre, y se arrellanaba en el despacho del abogado, sorbiendo, por fusique de plata, polvos de un rapé Macuba, que acaso nadie gastaba ya sino él en toda Galicia, y que le traían de contrabando, con gran misterio y cobrándole un dineral.

El Arcipreste, a quien en Santiago conocían por el apodo de Sobres de Envelopes, a causa de una candorosa pregunta en mal hora formulada en una tienda, había sido en otro tiempo, cuando simple abad de Anles, el mejor instrumento electoral conocido. Dijéronle una vez que iba perdida la elección que él manejaba; gritó él furioso: «¿Perder el cura de Anles una elección?», y, al gritar, dio el más soberano puntapié a la urna, que era un puchero, haciéndola volar en miles de pedazos, desparramando las cédulas y logrando, con tan sencillo expediente, que su candidato triunfase. La hazaña le valió la gran cruz de Isabel la Católica. En el día, obesidad, años y sordera le impedían tomar parte activa; pero quedábale la afición y el compás, no habiendo para él cosa tan gustosa como un electoral cotarro.

Siempre que el arcipreste venía a Cebre, pasaba un ratito en el estanco y cartería, donde se charlaba de política por los codos, se leían papeles de Madrid, y se enmendaba la plana a todos los gobernantes y estadistas habidos y por haber, oyéndose a menudo frases del corte siguiente: «Yo, Presidente del Consejo de Ministros, arreglo eso de una plumada». «Yo que Prim, no me arredro por tan poco». Y aún solía levantarse la voz de algún tonsurado exclamando: «Pónganme a mí donde está el Papa, y verán cómo lo resuelvo mucho mejor en un periquete».

Al salir de casa de Barbacana, encontró el arcipreste en la cartería al juez y al escribano, y a la puerta a don Eugenio, desatando su yegua de una argolla y dispuesto a montar.

-Aguárdate un poco, Naya -le dijo familiarmente, dándole, según costumbre entre curas, el nombre de su parroquia-. Voy a ver los partes de los periódicos, y después nos largamos juntos.

-Yo tomo hacia los Pazos.

-Yo también. Di allá en la posada que me traigan aquí la mula.

Cumplió don Eugenio el encargo diligentemente, y a poco ambos eclesiásticos, envueltos en cumplidos montecristos, atados los sombreros por debajo de la barba con un pañuelo para que no se los llevase el viento fuerte que corría, bajaban el repecho de la carretera al sosegado paso de sus monturas. Naturalmente hablaban de la batalla próxima, del candidato y de otras particularidades referentes a la elección. El arcipreste lo veía todo muy de color de rosa, y estaba tan cierto de vencer, que ya pensaba en llevar la música de Cebre a los Pazos para dar serenata al diputado electo. Don Eugenio, aunque animado, no se las prometía tan felices. El gobierno dispone de mucha fuerza, ¡qué diantre!, y cuando ve la cosa mal parada recurre a la coacción, haciendo las elecciones por medio de la Guardia Civil. Todo eso de Cortes era, según dicho del abad de Boán, una solemnísima farsa.

-Pues por esta vez -contestaba el arcipreste, manoteando y bufando para desenredarse de la esclavina del montecristo, que el viento le envolvía alrededor de la cara-, por esta vez, les hemos de hacer tragar saliva. Al menos el distrito de Cebre enviará al congreso una persona decente, hijo del país, jefe de una casa respetable y antigua, que nos conoce mejor que esos pillastres venidos de fuera.

-Eso es muy cierto -respondió don Eugenio, que rara vez contradecía de frente a sus interlocutores-; a mí me gusta, como al que más, que la casa de los Pazos de Ulloa represente a Cebre; y si no fuese por cosas que todos sabemos...

El arcipreste, muy grave, sorbió el fusique o cañuto. Amaba entrañablemente a don Pedro, a quien, como suele decirse, había visto nacer, y además profesaba el principio de respetar la alcurnia.

-Bien, hombre, bien -gruñó-, dejémonos de murmuraciones... Cada uno tiene sus defectos y sus pecados, y a Dios dará cuenta de ellos. No hay que meterse en vidas ajenas.

Don Eugenio, como si no entendiese, insistió, repitiendo cuanto acaba de oír en la cartería de Cebre, donde se bordaban con escandalosos comentarios las noticias dadas por Trampeta al gobernador de la provincia. Todo lo refería gritando bastante, a fin de que el punto de sordera del arcipreste, agravado por el viento, no le impidiese percibir lo más sustancial del discurso. El travieso y maleante clérigo gozaba lo indecible viendo al arcipreste sofocado, abotargado, con la mano en la oreja a guisa de embudo, o introduciendo rabiosamente el fusique en las narices. Cebre, según don Eugenio, hervía en indignación contra don Pedro Moscoso; los aldeanos lo querían bien; pero en la villa, dominada por gentes que protegía Trampeta, se contaban horrores de los Pazos. De algunos días acá, justamente desde la candidatura del marqués, se había despertado en la población de Cebre un santo odio al pecado, una reprobación del concubinato y la bastardía, un sentimiento tan exquisito de rectitud y moralidad, que asombraba; siendo de advertir que este acceso de virtud se notaba únicamente en los satélites del secretario, gente en su mayoría de la cáscara amarga y nada edificante en su conducta. Al enterarse de tales cosas, el arcipreste se amorataba de furor.

-¡Fariseos, escribas! -rebufaba-. ¡Y luego nos llamarán a nosotros hipócritas! ¡Miren ustedes qué recato, qué decoro y qué vergüenza les ha entrado a los incircuncisos de Cebre! (en boca del arcipreste, incircunciso era tremenda injuria). Como si el que más y el que menos de ese atajo de tunantes no tuviese hechos méritos para ir a presidio... y al palo, sí señor, ¡al palo!

Don Eugenio no podía contener la risa.

-Hace siete años, la friolera de siete años -tartamudeó el arcipreste calmándose un poco, pero respirando trabajosamente a causa del mucho viento-, siete añitos que en los Pazos sucede... eso que tanto les asusta ahora... Y maldito si se han acordado de decir esta boca es mía. Pero con las elecciones... ¡Qué condenado de aire! Vamos a volar, muchacho.

-Pues aún murmuran cosas peores -gritó el de Naya.

-¿Eh? Si no se oye nada con este vendaval.

-Que aún dicen cosas más serias -voceó don Eugenio, pegando su inquieta yegüecilla a la reverenda mula del arcipreste.

-Dirán que nos van a fusilar a todos... Lo que es a mí, ya me amenazó el secretario con formarme siete causas y meterme en chirona.

-Qué causas ni qué... Baje usted la cabeza... Así... Aunque estamos solos no quiero gritar mucho...

Agarrado don Eugenio al montecristo de su compañero, le explicó desde cerca algo que las alas del nordeste se llevaron aprisa, con estridente y burlón silbido.

-¡Caramelos! -rugió el arcipreste, sin que se le ocurriese una sola palabra más. Tardó aún cosa de dos minutos en recobrar la expedición de la lengua y en poder escupir al ventarrón, cada vez más desencadenado y furioso, una retahíla de injurias contra los infames calumniadores del partido de Trampeta. El granuja de don Eugenio le dejó desahogar, y luego añadió:

-Aún hay más, más.

-¿Y qué más puede haber? ¿Dicen también que el señorito don Pedro sale a robar a los caminos? ¡Canalla de incircuncisos ésos, sin más Dios ni más ley que su panza!

-Aseguran que la noticia viene por persona de la misma casa.

-¿Eeeeh? Cargue el diablo con el viento.

-Que la noticia viene por persona de la misma casa de los Pazos... ¿Ya me entiende usted? -Y don Eugenio guiñó el ojo.

-Ya entiendo, ya... ¡Corazones de perro, lenguas de escorpión! Una señorita que es la honradez en persona, de una familia tan buena, no despreciando a nadie..., ¡y calumniarla, y para más con un ordenado de misa! ¡Liberaluchos indecentes, de éstos de por aquí, que se venden tres al cuarto! ¡Pero cómo está el mundo, Naya, cómo está el mundo!

-Pues también añaden...

-¡Caramelos! ¿Acabarás hoy? ¡Qué tormenta se prepara, María Santísima! ¡Qué viento... qué viento!

-Atiéndame, que esto no lo dicen ellos, sino Barbacana. Que esa persona de la casa -Primitivo, vamos- nos va a hacer una perrería gorda en la elección.

-¿Eeeh? ¿Tú seque chocheas? Para, mula, a ver si oigo mejor. ¿Que Primitivo...?

-No es seguro, no es seguro, no es seguro -vociferó el abad de Naya, que se divertía más que en un sainete.

-¡Por vida de lo que malgasto, que esto ya pasa de raya! Hazme el favor de no volverme loco, ¿eh?, que para eso bastante tengo con el viento maldito. ¡No quiero oír, no quiero oír más! -declaró esto en ocasión que su montecristo se alzaba rápidamente a impulsos de una ráfaga mayor, y se volvía todo hacia arriba, dejando al arcipreste como suelen pintar a Venus en la concha. Así que logró remediar el percance, hizo trotar a su mula, y no se oyó en el camino más voz que la del nordeste, que allá a lo lejos, sacudiendo castañares y robledales, remedaba majestuosa sinfonía.




ArribaAbajo- XXVI -

Amortiguada la primera impresión, no se atrevía Julián a interrogar a Nucha sobre lo que había visto. Hasta recelaba ir al cuarto de la señorita. Algún fundamento tenía este recelo. Aunque de suyo confiado, creía notar el capellán que le espiaban. ¿Quién? Todo el mundo: Primitivo, Sabel, la vieja bruja, los criados. Como sentimos de noche, sin verla, la niebla húmeda que nos penetra y envuelve, así sentía Julián la desconfianza, la malevolencia, la sospecha, la odiosidad que iba espesándose en torno suyo. Era cosa indefinible, pero patente. En dos o tres funciones a que asistió, figurósele que los curas le hablaban con acento hostil, que el arcipreste le examinaba frunciendo el entrecejo, y que únicamente don Eugenio le manifestaba la acostumbrada cordialidad. Pero acaso fuesen éstas vanas cavilaciones, y quizás soñaba también al imaginarse que, a la mesa, don Pedro seguía continuamente la dirección de sus ojos y acechaba sus movimientos. Esto le fatigaba tanto más cuanto que un irresistible anhelo le obligaba a mirar a Nucha muy a menudo, reparando a hurtadillas si estaba más delgada, si comía con buen apetito, si se notaba algo nuevo en sus muñecas. La señal, oscura el primer día, fue verdeando y desapareciendo.

La necesidad de ver a la niña acabó por poder más que las vacilaciones de Julián. Arreglada ya la capilla, sólo en la habitación de su madre podía verla, y allí fue, no bastándole el beso robado en el corredor, cuando el ama lo cruzaba con la nena en brazos. Iba la criatura saliendo de esa edad en que los niños parecen un lío de trapos, y sin perder la gracia y atractivo del ser indefenso y débil, tenía el encanto de la personalidad, de la soltura cada vez mayor de sus movimientos y conciencia de sus actos. Ya adoptaba posturas de ángel de Murillo; ya cogía un objeto y acertaba a llevarlo a la cálida boca, en la impaciencia de la dentición retrasada; ya ejecutaba con indecible monería ese movimiento cautivador entre todos los de los niños pequeños, de tender no sólo los brazos, sino el cuerpo entero, con abandono absoluto, hacia la persona que les es simpática; actitud que las nodrizas llaman irse con la gente. Hacía tiempo que la pequeña redoblaba la risa, y su carcajada melodiosa, repentina y breve, era sólo comparable a gorjeo de pájaro. Ningún sonido articulado salía aún de su boca, pero sabía expresar divinamente, con las onomatopeyas que según ciertos filólogos fueron base del lenguaje primitivo, todos sus afectos y antojos; en su cráneo, que empezaba a solidificarse, por más que en el centro latiese aún la abierta mollera, se espesaba el pelo, de día en día más oscuro, suave aún como piel de topo; sus piececitos se desencorvaban, y los dedos, antes retorcidos, el pulgar vuelto hacia arriba, los otros botoncillos de rosa hacia abajo, se habituaban a la estación horizontal que exige el andar humano. Cada uno de estos grandes progresos en el camino de la vida era sorpresa y placer inefable para Julián, confirmando su dedicación paternal al ser que le dispensaba el favor insigne de tirarle de la cadena del reloj, manosearle los botones del chaleco, ponerle como nuevo de baba y leche. ¡Qué no haría él por servir de algo a la nenita idolatrada! A veces el cariño le inspiraba ideas feroces, como agarrar un palo y moler las costillas a Primitivo; coger un látigo y dar el mismo trato a Sabel. Pero, ¡ay! Nadie puede usurpar el puesto del amo de casa, del jefe de la familia; y el jefe... Al capellán le pesaba en el alma la fundación de aquel hogar cristiano. Recta había sido la intención, y amargo el fruto. ¡Sangre del corazón daría él por ver a Nucha en un convento!

¿Qué arbitrio adoptar ya? Julián presentía los inmensos inconvenientes de su intervención directa. Seguro de la teoría, firme en el terreno del derecho, capaz de resistir pasivamente hasta morir, faltábale la vigorosa palanca de los actos humanos, la iniciativa. En aquella casa es indudable que andaban muchas cosas desquiciadas, otras torcidas y fuera de camino; el capellán asistía al drama, temía un desenlace trágico, sobre todo desde la famosa señal en las muñecas, que no le salía de la acalorada imaginación; mostrábase taciturno; su color sonrosado se trocaba en amarillez de cera; rezaba más aún que de costumbre; ayunaba; decía la misa con el alma elevada, como la diría en tiempos de martirio; deseaba ofrecer la existencia por el bienestar de la señorita; pero, a no ser en uno de sus momentos de arrechucho puramente nervioso, no podía, no sabía, no acertaba a dar un paso, a adoptar una medida -aunque ésta fuese tan fácil y hacedera como escribir cuatro renglones a don Manuel Pardo de la Lage, informándole de lo que ocurría a su hija-. Siempre encontraba pretextos para aplazar toda acción, tan socorridos como éste, verbigracia:

-Dejemos que pasen las elecciones.

Las elecciones le infundían esperanzas de que, si el señorito, elegido diputado, salía de la huronera, de entre la gente inicua que lo prendía en sus redes, era posible que Dios le tocase en el corazón y mudase de conducta.

Una cosa preocupaba mucho al buen capellán: ¿el señorito se iría solo a Madrid, o llevaría a su mujer y a la pequeña? Julián ponía a Dios por testigo de que deseaba esto último, si bien al pensar qué podía suceder le entraba una hipocondría mortal. La idea de no ver más a nené durante meses o años, de no tenerla en las rodillas montada a caballito, de quedarse allí, frente a frente con Sabel, como en oscuro pozo habitado por una sabandija, le era intolerable. Duro le parecía que se marchase la señorita, pero lo de la niña..., lo de la niña...

«Si me la dejasen -pensaba- la cuidaría yo perfectamente».

Acercábase la batalla decisiva. Los Pazos eran un jubileo, un ir y venir de adictos y correveidiles, un entrar y salir de mensajes, de órdenes y contraórdenes, que le daban semejanza con un cuartel general. Siempre había en las cuadras caballos o mulas forasteras, masticando abundante pienso, y en los anchos salones se oía crujir incesante de botas altas, pisadas de fuertes zapatos, cuando no pateo de zuecos. Julián se tropezaba con curas sofocados, respirando bélico ardor, que le hablaban de los trabajos, pasmándose de ver que no tomaba parte en nada... ¡En tan solemne y crítica ocasión, el capellán de los Pazos no tenía derecho a dormir ni a comer!

Seguía reparando que algunos abades se mostraban con él así como airados o resentidos, en especial el arcipreste, el más encariñado con la casa de Ulloa; pues mientras el cura de Boán y aun el de Naya atendían sobre todo al triunfo político, el arcipreste miraba principalmente al esplendor del hidalgo solar, al buen nombre de los Moscosos.

Todo anunciaba que el señor de los Pazos se llevaría el gato al agua, a pesar del enorme aparato de fuerza desplegado por el gobierno. Se contaban los votos, se hacía un censo, se sabía que la superioridad numérica era tal, que las mayores diabluras de Trampeta no la echarían abajo. No disponía el gobierno en el distrito sino de lo que, pomposamente hablando, puede llamarse el elemento oficial. Si es verdad que éste influye mucho en Galicia, merced al carácter sumiso de los labriegos, allí en Cebre no podía contrapesar la acción de curas y señoritos reunidos en torno del formidable cacique Barbacana. El arcipreste resoplaba de gozo. ¡Cosa rara! Barbacana mismo era el único que no se las contaba felices. Preocupado y de peor humor a cada instante, torcía el gesto cuando algún cura entraba en su despacho frotándose las manos de gusto, a noticiarle adhesiones, caza de votos.

¡Qué elecciones aquéllas, Dios eterno! ¡Qué lid reñidísima, qué disputar el terreno pulgada a pulgada, empleando todo género de zancadillas y ardides! Trampeta parecía haberse convertido en media docena de hombres para trampetear a la vez en media docena de sitios. Trueques de papeletas, retrasos y adelantos de hora, falsificaciones, amenazas, palos, no fueron arbitrios peculiares de esta elección, por haberse ensayado en otras muchas; pero uniéronse a las estratagemas usuales algunos rasgos de ingenio sutil, enteramente inéditos. En un colegio, las capas de los electores del marqués se rociaron de aguarrás y se les prendió fuego disimuladamente por medio de un fósforo, con que los infelices salieron dando alaridos, y no aparecieron más. En otro se colocó la mesa electoral en un descanso de escalera; los votantes no podían subir sino de uno en uno, y doce paniaguados de Trampeta, haciendo fila, tuvieron interceptado el sitio durante toda la mañana, moliendo muy a su sabor a puñadas y coces a quien intentaba el asalto. Picardía discreta y mañosa fue la practicada en Cebre mismo.

Acudían allí los curas acompañando y animando al rebaño de electores, a fin de que no se dejasen dominar por el pánico en el momento de depositar el voto. Para evitar que «se la jugasen», don Eugenio, valiéndose del derecho de intervención, sentó en la mesa a un labriego de los más adictos suyos, con orden terminante de no separar la vista un minuto de la urna. «¿Tú entendiste, Roque? No me apartas los ojos de ella, así se hunda el mundo». Instalóse el payo, apoyando los codos en la mesa y las manos en los carrillos, contemplando de hito en hito la misteriosa olla, tan fijamente como si intentase alguna experiencia de hipnotismo. Apenas alentaba, ni se movía más que si fuese hecho de piedra. Trampeta en persona, que daba sus vueltas por allí, llegó a impacientarse viendo al inmóvil testigo, pues ya otra olla rellena de papeletas, cubiertas a gusto del alcalde y del secretario de la mesa, se escondía debajo de ésta, aguardando ocasión propicia de sustituir a la verdadera urna. Destacó, pues, un seide encargado de seducir al vigilante, convidándole a comer, a echar un trago, recurriendo a todo género de insinuaciones halagüeñas. Tiempo perdido: el centinela ni siquiera miraba de reojo para ver a su interlocutor: su cabeza redonda, peluda, sus salientes mandíbulas, sus ojos que no pestañeaban, parecían imagen de la misma obstinación. Y era preciso sacarle de allí, porque se acercaba la hora sacramental, las cuatro, y había que ejecutar el escamoteo de la olla. Trampeta se agitó, hizo a sus adláteres preguntas referentes a la biografía del vigilante, y averiguó que tenía un pleito de tercería en la Audiencia, por el cual le habían embargado los bueyes y los frutos. Acercóse a la mesa disimuladamente, púsole una mano en el hombro, y gritó: «¡Fulano... ganaste el pleito!». Saltó el labriego, electrizado. «¡Qué me dices, hombre!». «Se falló en la Audiencia ayer». «Tú loqueas». «Lo que oyes». En este intervalo el secretario de la mesa verificaba el trueque de pucheros: ni visto ni oído. El alcalde se levantó con solemnidad. «¡Señores... se va a proceder al discutinio!». Entra la gente en tropel: comienza la lectura de papeletas; míranse los curas atónitos, al ver que el nombre de su candidato no aparece «¿Tú te moviste de ahí?», pregunta el abad de Naya al centinela. «No, señor», responde éste con tal acento de sinceridad, que no consentía sospecha. «Aquí alguien nos vende», articula el abad de Ulloa en voz bronca, mirando desconfiadamente a don Eugenio. Trampeta, con las manos en los bolsillos, ríe a socapa.

Tales amaños mermaron de un modo notable la votación del marqués de Ulloa, dejando cincunscrita la lucha, en el último momento, a disputarse un corto número de votos, del cual dependía la victoria. Y llegado el instante crítico, cuando los ulloístas se juzgaban ya dueños del campo, inclinaron la balanza del lado del gobierno defecciones completamente impensadas, por no decir abominables traiciones, de personas con quienes se contaba en absoluto, habiendo respondido de ellas la misma casa de los Pazos, por boca de su mayordomo. Golpe tan repentino y alevoso no pudo prevenirse ni evitarse. Primitivo, desmintiendo su acostumbrada impasibilidad, dio rienda a una cólera furiosa, desatándose en amenazas absurdas contra los tránsfugas.

Quien se mostró estoico fue Barbacana. La tarde que se supo la pérdida definitiva de la elección, el abogado estaba en su despacho, rodeado de tres o cuatro personas. Ahogándose como ballena encallada en una playa y a quien el mar deja en seco, entró el arcipreste, morado de despecho y furor. Desplomóse en un sillón de cuero; echó ambas manos a la garganta, arrancó el alzacuello, los botones de camisa y almilla; y trémulo, con los espejuelos torcidos y el fusique oprimido en el crispado puño izquierdo, se enjugó el sudor con un pañuelo de hierbas. La serenidad del cacique le sacó de tino.

-¡Me pasmo, caramelos! Me pasmo de verle con esa flema! ¿O no sabe lo que pasa?

-Yo no me apuro por cosas que están previstas. En materia de elecciones no se me coge a mí de susto.

-¿Usted se esperaba lo que ocurre?

-Como si lo viera. Aquí está el abad de Naya, que puede responder de que se lo profeticé. No atestiguo con muertos.

-Verdad es -corroboró don Eugenio, harto compungido.

-¿Y entonces, santo de Dios, a qué tenernos embromados?

-No les íbamos a dejar el distrito por suyo sin disputárselo siquiera. ¿Les gustaría a ustedes? Legalmente, el triunfo es nuestro.

-Legalmente... ¡Toma, caramelos! ¡Legalmente sí, pero vénganos con legalidades! ¡Y esos Judas condenados que nos faltaron cuando precisamente pendía de ellos la cosa! ¡El herrero de Gondás, los dos Ponlles, el albéitar...!

-Ésos no son Judas, no sea inocente, señor arcipreste: ésa es gente mandada, que acata una consigna. El Judas es otro.

-¿Eeeeh? Ya entiendo, ya... ¡Hombre, si es cierta esa maldad -que no puedo convencerme, que se me atraganta-, aún sería poco para el traidor el castigo de Judas! Pero usted, santo, ¿por qué no le atajó? ¿Por qué no avisó? ¿Por qué no le arrancó la careta a ese pillo? Si el señor marqués de Ulloa supiese que tenía en casa al traidor, con atarlo al pie de la cama y cruzarlo a latigazos... ¡Su propio mayordomo! No sé cómo pudo usted estarse así con esa flema.

-Se dice luego; pero mire usted: cuando la elección estriba en una persona, y no cabe cerciorarse de si está de buena o mala fe, de poco sirve revelar sospechas... Hay que aguardar el golpe atado de pies y manos..., son cosas que se ven a la prueba, y si salen mal, se debe callar y guardarlas...

Al pronunciar la palabra guardarlas, el cacique se daba una puñada en el pecho, cuya concavidad retumbó sordamente, lo mismo que debía retumbar la de san Jerónimo cuando el santo la hería con el famoso pedrusco.

Y algo se asemejaba Barbacana al tipo de los san Jerónimos de escuela española, amojamados y huesudos, caracterizados por la luenga y enmarañada barba y el sombrío fuego de las pupilas negras.

-De aquí no salen -añadió con torvo acento-, y aquí no pierden el tiempo, que todavía nadie se la hizo a Barbacana sin que algún día se la pagase. Y respecto del Judas, ¿cómo quería usted que lo pudiésemos desenmascarar, si ahora, lo mismo que en tiempo de la pasión de Nuestro Señor Jesucristo, tenía la bolsa en la mano? A ver, señor arcipreste, ¿quién nos ha facilitado las municiones para esta batalla?

-¿Que quién las ha facilitado? En realidad de verdad, la casa de Ulloa.

-¿Las tenía disponibles? ¿Sí o no? Ahí está el toque. Como esas casas no son más que vanidad y vanidad, por no confesar que le faltaban los cuartos y no pedirlos a una persona de conocida honradez, pongo por ejemplo, un servidor, va y los recibe de un pillastre, de una sanguijuela que le está chupando cuanto posee.

-Buenas cosas van a decir de nosotros los badulaques de la Junta de Orense. Que somos unos estafermos y que no servimos para nada. ¡Perder una elección! Es la primera vez de mi vida.

-No. Que escogimos un candidato muy simple. Hablando en plata, eso es lo que dirá la Junta de Orense.

-Poco a poco -exclamó el arcipreste dispuesto a romper lanzas por su caro señorito-. No estamos conformes...

Aquí llegaban de su plática, y el auditorio, que se componía, además del abad de Naya, del de Boán y del señorito de Limioso, guardaba el silencio de la humillación y la derrota. De repente un espantoso estruendo, formado por los más discordantes y fieros ruidos que pueden desgarrar el tímpano humano, asordó la estancia. Sartenes rascadas con tenedores y cucharas de hierro; tiestos de cocina tocados como címbalos; cacerolas, dentro de las cuales se agitaba en vertiginoso remolino un molinillo de batir chocolate; peroles de cobre en que tañían broncas campanadas fuertes manos de almirez; latas atadas a un cordel y arrastradas por el suelo; trébedes repicados con varillas de hierro, y, por cima de todo, la lúgubre y ronca voz del cuerno, y la horrenda vociferación de muchas gargantas humanas, con esa cavernosidad que comunica a la laringe el exceso de vino en el estómago. Realmente acababan los bienaventurados músicos de agotar una redonda corambre, que en la Casa Consistorial les había brindado la munificencia del secretario. Por entonces aún ignoraban los electores campesinos ciertos refinamientos, y no sabían pedir del vino que hierve y hace espuma, como algunos años después, contentándose con buen tinto empecinado del Borde. Al través de las vidrieras de Barbacana penetraba, junto con el sonido de los hórridos instrumentos y descompasada gritería, vaho vinoso, el olor tabernario de aquella patulea, ebria de algo más que del triunfo. El arcipreste se enderezaba los espejuelos; su rostro congestionado revelaba inquietud. El cura de Boán fruncía el cano entrecejo. Don Eugenio se inclinaba a echarlo todo a broma. El señorito de Limioso, resuelto y tranquilo, se aproximó a la ventana, alzó un visillo y miró.

La cencerrada proseguía, implacable, frenética, azotando y arañando el aire como una multitud de gatos en celo el tejado donde pelean; súbitamente, de entre el alboroto grotesco se destacó un clamor que en España siempre tiene mucho de trágico: un muera.

-¡Muera el Terso!

Un enjambre de mueras y vivas salió tras el primero.

-¡Mueran los curas!

-¡Muera la tiranía!

-¡Viva Cebre y nuestro diputado!

-¡Viva la Soberanía Nacional!

-¡Muera el marqués de Ulloa!

Más enérgico, más intencionado, más claro que los restantes, brotó este grito:

-¡Muera el ladrón faucioso Barbacana!

Y el vocerío, unánime, repitió:

-¡Mueraaaa!

Instantáneamente apareció junto a la mesa del abogado un hombre de siniestra catadura, hasta entonces oculto en un rincón. No vestía como los labriegos, sino como persona de baja condición en la ciudad: chaqueta de paño negro, faja roja y hongo gris; patillas cortas, de boca de hacha, redoblaban la dureza de su fisonomía, abultada de pómulos y ancha de sienes. Uno de sus hundidos ojuelos verdes relucía felinamente; el otro, inmóvil y cubierto con gruesa nube blanca, semejaba hecho de cristal cuajado.

Abriendo Barbacana el cajón de su pupitre, sacaba de él dos enormes pistolas de arzón, prehistóricas sin duda, y las reconocía para cerciorarse de que estaban cargadas. Mirando al aparecido fijamente, pareció ofrecérselas con leve enarcamiento de cejas. Por toda respuesta, el Tuerto de Castrodorna hizo asomar al borde de su faja el extremo de una navaja de cachas amarillas, que volvió a ocultar al punto. El arcipreste, que había perdido los bríos con la obesidad y los años, sobresaltóse mucho.

-Déjese de calaveradas, mi amigo. Por si acaso, me parece oportuno salir por la puerta de atrás. ¿Eh? No es cosa de aguardar a que esos incircuncisos vengan aquí a darle a uno tósigo.

Mas ya el cura de Boán y el señorito de Limioso, unidos al Tuerto, formaban un grupo lleno de decisión. El señorito de Limioso, no desmintiendo su vieja sangre hidalga, aguardaba sosegadamente, sin fanfarronería alguna, pero con impávido corazón; el abad de Boán, nacido con más vocación de guerrillero que de misacantano, apretaba con júbilo la pistola, olfateaba el peligro, y, a ser caballo, hubiera relinchado de gozo; el Tuerto, encogido y crispado como un tigre, se situaba detrás de la puerta a fin de destripar a mansalva al primero que entrase.

-No tenga miedo, señor arcipreste... -murmuró gravemente Barbacana-. Perro que ladra no muerde. Ni a romperme un vidrio se atreverán esos bocalanes. Pero conviene estar dispuesto, por si acaso, a enseñarles los dientes.

Resonaban nutridos y feroces los mueras; mas en efecto, ni una piedra sola venía a herir los cristales. El señorito de Limioso se acercó otra vez, levantó el visillo y llamó a don Eugenio.

-Mire, Naya, mire para aquí... Buena gana tienen de subir ni de tirar piedras... Están bailando.

Don Eugenio se llegó a la vidriera y soltó la carcajada. Entre la patulea de beodos, dos seides de Trampeta, carcelero el uno, el otro alguacil, trataban de calentar a algunos de los que chillaban más fuerte, para que atacasen la morada del abogado; señalaban a la puerta, indicaban con ademanes elocuentes lo fácil que sería echarla abajo y entrar. Pero los borrachos, que no por estarlo perdían la cautelosa prudencia, el saludable temor que inspira el cacique al labriego, se hacían los desentendidos, limitándose a berrear, a herir cazos y sartenes con más furia. Y en el centro del corro, al compás de los almireces y cacerolas, brincaban como locos los más tomados de la bebida, los verdaderos pellejos.

-Señores -dijo en grave y enronquecida voz Ramón Limioso-: Es siquiera una mala vergüenza que esos pillos nos tengan aquí sitiados... Me dan ganas de salir y pegarles una corrida, que no paren hasta el Ayuntamiento.

-Hombre -gruñó el abad de Boán-, usted poco habla, pero bueno. Vamos a meterles miedo, ¡quoniam! Estornudando solamente, espanto yo media docena de esos pellejones.

No pronunció el Tuerto palabra; únicamente su ojo verdoso se encendió con fosfórica luz, y miró a Barbacana, como pidiéndole permiso de tomar parte en la empresa. Barbacana hizo con la cabeza señal afirmativa, pero le indicó al mismo tiempo que guardase la navaja.

-Tiene razón -exclamó el hidalgo de Limioso, enderezando la cabeza y dilatando las ventanillas de la nariz con altanera expresión, muy desusada en su lánguida y triste faz-. A esa gente, a palos y latigazos se les sacude el polvo. No ensuciar un arma que uno usa para el monte, para las perdices y las liebres, que valen más que ellos (fuera el alma).

Y al decir fuera el alma, persignóse el señorito.

-Tengan miramiento, hombre, tengan miramiento... -murmuraba el arcipreste difícilmente, extendiendo las manos como para calmar los ánimos irritados. (¡Cuán lejos estaban los tiempos belicosos en que aseguraba una elección a puntapiés!)

Barbacana no se opuso a la hazaña; al contrario, pasó a otra estancia y volvió con un haz de junquillos, palos y bastones. El cura de Boán no quiso más garrote que el suyo, que era formidable; Ramón Limioso, fiel a su desdén de la grey villana, asió el látigo más delgado, un latiguillo de montar. El Tuerto empuñó una especie de tralla, que, manejada por diestra vigorosa, debía ser de terrible efecto.

Bajaron cautelosamente la escalera, cuidando de no zapatear, previsión que el endiablado estrépito de la cencerrada hacía de todo punto ociosa. Tenía la puerta su tranca y los cerrojos corridos, medida de precaución adoptada por la cocinera del abogado así que oyó estruendo de motín. El abad de Boán los descorrió impetuosamente, el Tuerto sacó la tranca, giró la llave en la cerradura, y clérigos y seglares se lanzaron contra la canalla sin avisar ni dar voces, con los dientes apretados, chispeantes los ojos, blandiendo látigos y esgrimiendo garrotes.

No habrían transcurrido cinco minutos cuando Barbacana, que por detrás de los visillos registraba el teatro del combate, sonrió silenciosamente, o más bien regañó los labios, descubriendo la amarilla dentadura, y apretó con nerviosa violencia la barandilla de la ventana. En todas direcciones huían los despavoridos borrachos, chillando como si los cargase un regimiento de caballería a galope: algunos tropezaban y caían de bruces, y la tralla del Tuerto se les enroscaba alrededor de los lomos, arrancándoles alaridos de dolor. Fustigaba el hidalgo de Limioso con menos crueldad, pero con soberano desprecio, como se fustigaría a una piara de marranos. El cura de Boán sacudía estacazo limpio, con regularidad y energía infatigables. El de Naya, incapaz de mantenerse dentro de los límites de su papel justiciero, insultaba, reía y vapuleaba a un mismo tiempo a los beodos.

-¡Anda, tinaja, cuba, mosquito! ¡Toma, toma, para que vuelvas otra vez, pellejo, odre! ¡Ve a dormir la mona, cuero! ¡A la taberna con tus huesos, larpán, tonel de mosto! ¡A la cárcel, borrachos, a vomitar lo que tenéis en esas tripas!

Limpia estaba la calle; más limpia ya que una patena: silencio profundo había sustituido al vocerío, a los mueras y a la cencerrada feroz. Por el suelo quedaban esparcidos despojos de la batalla: cazos, almireces, cuernos de buey. En la escalera se oía el ruido de los vencedores, que subían celebrando el fácil triunfo. Delante de todos entró don Eugenio, que se echó en una butaca partiéndose a carcajadas y palmoteando. El cura de Boán le seguía limpiándose el sudor. Ramón Limioso, serio y aún melancólico, se limitó a entregar a Barbacana el latiguillo, sin despegar los labios.

-¡Van... buenos! -tartamudeó el abad de Naya reventando de risa.

-Yo mallé en ellos... como quien malla en centeno! -exclamó respirando con placer el de Boán.

-Pues yo -explicó el hidalgo-, si supiese que habían de ser tan cobardes y echar a correr sin volvérsenos siquiera, a fe que no me tomo el trabajo de salir.

-No se fíen -observó el arcipreste-. Ahora en el Ayuntamiento los avergüenza Trampeta, y capaz es de venir acá en persona con los incircuncisos a darle un susto al señor Licenciado (así llamaban a Barbacana familiarmente sus amigos). Por si acaso, es prudente que estos señores pasen aquí la noche. Yo tengo que misar mañana en Loiro, y mi hermana estará muerta de miedo..., que si no...

-Nada de eso -replicó perentoriamente Barbacana-. Estos señores se vuelven cada uno a su casa. No hay cuidado ninguno. A mí... me basta con este mozo -añadió señalando al Tuerto, agazapado otra vez en su rincón.

No fue posible reducir al cacique a que aceptase la guardia de honor que le ofrecían. Por otra parte, no se notaba síntoma alguno de que hubiese de alterarse el orden nuevamente. Ni se oían a lo lejos vociferaciones de electores victoriosos. El soñoliento silencio de los pueblecillos pequeños y sin vida pesaba sobre la villa de Cebre. Tres héroes de la gran batida, y el arcipreste con ellos, salieron a caballo hacia la montaña. No iban cabizbajos, a fuer de muñidores electorales derrotados, sino llenos de regocijo, con gran cháchara y broma, celebrando a más y mejor la somanta administrada a los borrachines cencerreadores. Don Eugenio estaba inspirado, oportuno, bullanguero, ocurrentísimo en una palabra; había que oírle remedar los aullidos y la caída de los ebrios en el lodo de la calle, y el gesto que ponía el cura de Boán al majar en ellos.

Barbacana se quedó solo con el Tuerto. Si alguno de los molidos músicos de la cencerrada se atreviese a asomar la cabeza y mirar hacia las ventanas del cacique, vería que, por fanfarronada o por descuido, no estaban cerradas las maderas, y podría distinguir, al través de los visillos y destacándose sobre el fondo de la habitación alumbrada por el quinqué, las cabezas del abogado y de su feroz defensor y seide. Sin duda hablaban de algo importante, porque la plática fue larga. Una hora o algo más corrió desde que encendieron la luz hasta que las maderas se cerraron, quedando la casa silenciosa, torva y sombría como quien oculta algún negro secreto.




ArribaAbajo- XXVII -

La persona en quien se notó mayor sentimiento por la pérdida de las elecciones fue Nucha. Desde la derrota, se desmejoró más de lo que estaba, y creció su abatimiento físico y moral. Apenas salía de su habitación donde vivía esclava de su niña, cosida a ella día y noche. En la mesa, mientras comía poco y sin gana, guardaba silencio, y a veces Julián, que no apartaba los ojos de la señorita, la veía mover los labios, cosa frecuente en las personas poseídas de una idea fija, que hablan para sí, sin emitir la voz. Don Pedro, como nunca huraño, no se tomaba el trabajo de intentar un asomo de conversación. Mascaba firme, bebía seco, y tenía los ojos fijos en el plato, cuando no en las vigas del techo; jamás en sus comensales.

Tan deshecha y acabada le parecía al capellán la señorita, que un día se atrevió, venciendo recelos inexplicables, a llamar aparte a don Pedro, preguntándole en voz entrecortada si no sería bueno avisar al señor de Juncal, para que viese...

-¿Está usted loco? -respondió don Pedro, fulminándole una mirada despreciativa-. ¿Llamar a Juncal..., después de lo que trabajó contra mí en las elecciones? Máximo Juncal no atravesará más las puertas de esta casa.

No replicó el capellán, pero pocos días después, volviendo de Naya, se tropezó con el médico. Éste detuvo su caballejo, y, sin apearse, contestó a las preguntas de Julián.

-«Puede ser grave...». Quedó muy débil del parto, y necesitaba cuidados exquisitos... Las mujeres nerviosas sanan del cuerpo cuando se les tranquiliza y se les distrae el espíritu... Mire, Julián, tendríamos que hablar para seis horas si yo le dijese todo lo que pienso de esa infeliz señorita, y de esos Pazos... Punto en boca... Bonito diputado querían ustedes enviar a las Cortes... Más valdría que sus padres lo hubiesen mandado a la escuela...

Puede ser grave... Esto principalmente se estampó en el pensamiento de Julián. Sí que podía ser grave: ¿Y de qué medios disponía él para conjurar la enfermedad y la muerte? De ninguno. Envidió a los médicos. Él sólo tenía facultades para curar el espíritu: ni aun ésas le servían, pues Nucha no se confesaba con él; y hasta la idea de que se confesase, de ver desnuda un alma tan hermosa, le turbaba y confundía.

Muchas veces había pensado en semejante probabilidad: cualquier día era fácil que Nucha, por necesidad de desahogo y de consuelo, viniese a echársele a los pies en el tribunal de la penitencia y a demandarle consejos, fuerza, resignación. «¿Y quién soy yo -se decía Julián- para guiar a una persona como la señorita Marcelina? Ni tengo edad, ni experiencia, ni sabiduría suficiente; y lo peor es que también me falta virtud, porque yo debía aceptar gustoso todos los padecimientos de la señorita, creer que Dios se los envía para probarla, para acrecentar sus méritos, para darle mayor cantidad de gloria en el otro mundo... y soy tan malo, tan carnal, tan ciego, tan inepto, que me paso la vida dudando de la bondad divina porque veo a esta pobre señora entre adversidades y tribulaciones pasajeras... Pues no ha de ser así -resolvía el capellán con esfuerzo-. He de abrir los ojos, que para eso tengo la luz de la fe, negada a los incrédulos, a los impíos, a los que están en pecado mortal. Si la señorita me viene a pedir que le ayude a llevar la cruz, enseñémosle a que la abrace amorosamente. Es necesario que comprenda ella, y yo también, lo que significa esa cruz. Con ella se va a la felicidad única y verdadera. Por muy dichosa que fuese la señorita aquí en el mundo, vamos a ver, ¿cuánto tiempo y de qué manera podría serlo? Aunque su marido la... estimase como merece, y la pusiese sobre las niñas de sus ojos, ¿se libraría por eso de contrariedades, enfermedades, vejez y muerte? Y cuando llega la hora de la muerte, ¿qué importa ni de qué sirve haber pasado un poco más alegre y tranquila esta vidilla perecedera y despreciable?».

Tenía Julián a la mano siempre un ejemplar de la Imitación de Cristo; era la modesta edición de la Librería religiosa, y castiza y admirable traducción del P. Nieremberg. Al frente de la portada había un grabado, bien ínfimo como obra de arte, que proporcionaba al capellán mucho alivio cada vez que fijaba sus ojos en él. Representaba una colina, el Calvario; y por el estrecho sendero que conducía al lugar del suplicio, iba subiendo lentamente Jesús, con la cruz a cuestas, y el rostro vuelto hacia un fraile que allá en lontananza se echaba otra cruz al hombro. Aunque malo el dibujo y peor el desempeño, respiraba aquel grabado una especie de resignación melancólica, adecuada a la situación moral del presbítero. Y después de haberlo contemplado despacio, parecíale sentir en los hombros una pesadumbre abrumadora y dulcísima a la vez, y una calma honda, como si se encontrase -calculaba él para sí- sepultado en el fondo del mar, y el agua le rodease por todas partes, sin ahogarle. Entonces leía párrafos del libro de oro, que se le entraban en el alma a manera de hierro enrojecido en la carne:

«¿Por qué temes, pues, tomar la cruz, por la cual se va al reino? En la cruz está la salud, en la cruz está la vida, en la cruz está la defensa de los enemigos, en la cruz está la infusión de la suavidad soberana, en la cruz está la fortaleza del corazón, en la cruz está el gozo del espíritu, en la cruz está la suma virtud, en la cruz está la perfección de la santidad... Toma pues tu cruz, y sigue a Jesús... Mira que todo consiste en la cruz, y todo está en morir; y no hay otro camino para la vida y para la verdadera paz que el de la santa cruz y continua mortificación... Dispón y ordena todas las cosas según tu querer, y no hallarás sino que has de padecer algo, o de grado o por fuerza; y así siempre hallarás la cruz, porque o sentirás dolor en el cuerpo, o padecerás tribulación en el espíritu... Cuando llegares al punto de que la aflicción te sea dulce y gustosa por amor de Cristo, piensa entonces que te va bien, porque hallaste el paraíso en la tierra...».

-¡Cuándo llegaré yo a este estado de bienaventuranza, Señor! -murmuraba Julián poniendo una señal en el libro-. Había oído algunas veces que Dios concede lo que se le pide mentalmente en el acto de consagrar la hostia, y con muchas veras le pedía llegar al punto de que su cruz... No, la de la pobre señorita, le fuese dulce y gustosa, como decía Kempis...

A la misa en la capilla remozada asistía siempre Nucha, oyéndola toda de rodillas, y retirándose cuando Julián daba gracias. Sin volverse ni distraerse en la oración, Julián conocía el instante en que se levantaba la señorita y el ruido imperceptible de sus pisadas sobre el entarimado nuevo. Cierta mañana no lo oyó. Este hecho tan sencillo le privó de rezar con sosiego. Al alzarse, vio a Nucha también en pie, el índice sobre los labios. Perucho, que ayudaba a misa con desembarazo notable, se dedicaba a apagar los cirios, valiéndose de una luenga caña. La mirada de la señorita decía elocuentemente:

«Que se vaya ese niño».

El capellán ordenó al acólito que despejase.

Tardó éste algo en obedecer, deteniéndose en doblar la toalla del lavatorio. Al fin se fue, no muy de su grado. Llenaba la capilla olor de flores y barniz fresco; por las ventanas entraba una luz caliente, que cernían visillos de tafetán carmesí; y las carnes de los santos del altar adquirían apariencia de vida, y la palidez de Nucha se sonroseaba artificialmente.

-¿Julián? -preguntó con imperioso acento, extraño en ella.

-Señorita... -respondió él en voz baja, por respeto al lugar sagrado. Tembláronle los labios y las manos se le enfriaron, pues creyó llegado el terrible momento de la confesión.

-Tenemos que hablar. Y ha de ser aquí, por fuerza. En otras partes no falta quien aceche.

-Es verdad que no falta.

-¿Hará usted lo que le pida?

-Ya sabe que...

-¿Sea lo que sea?

-Yo...

Su turbación crecía: el corazón le latía con sordo ruido. Se recostó en el altar.

-Es preciso -declaró Nucha sin apartar de él sus ojos, más que vagos, extraviados ya- que me ayude usted a salir de aquí. De esta casa.

-A... A... salir... -tartamudeó Julián, aturdido.

-Quiero marcharme. Llevarme a mi niña. Volverme junto a mi padre. Para conseguirlo hay que guardar secreto. Si lo saben aquí, me encerrarán con llave. Me apartarán de la pequeña. La matarán. Sé de fijo que la matarán.

El tono, la expresión, la actitud, eran de quien no posee la plenitud de sus facultades mentales; de mujer impulsada por excitación nerviosa que raya en desvarío.

-Señorita... -articuló el capellán, no menos alterado-, no esté de pie, no esté de pie... Siéntese en este banquito... Hablemos con tranquilidad... Ya conozco que tiene disgustos, señorita... Se necesita paciencia, prudencia... Cálmese...

Nucha se dejó caer en el banco. Respiraba fatigosamente, como persona en quien se cumplen mal las funciones pulmonares. Sus orejas, blanquecinas y despegadas del cráneo, transparentaban la luz. Habiendo tomado aliento, habló con cierto reposo.

-¡Paciencia y prudencia! Tengo cuanta cabe en una mujer. Aquí no viene al caso disimular: ya sabe usted cuándo empezó a clavárseme la espina; desde aquel día me propuse averiguar la verdad, y no me costó... gran trabajo. Digo, sí; me costó un... un combate... En fin, eso es lo que menos importa. Por mí no pensaría en irme, pues no estoy buena y se me figura que... duraré poco..., pero..., ¿y la niña?

-La niña...

-La van a matar, Julián, esas... gentes. ¿No ve usted que les estorba? ¿Pero no lo ve usted?

-Por Dios le pido que se sosiegue... Hablemos con calma, con juicio...

-¡Estoy harta de tener calma! -exclamó con enfado Nucha, como el que oye una gran simpleza-. He rogado, he rogado... He agotado todos los medios... No aguardo, no puedo aguardar más. Esperé a que se acabasen las elecciones dichosas, porque creía que saldríamos de aquí y entonces se me pasaría el miedo... Yo tengo miedo en esta casa, ya lo sabe usted, Julián; miedo horrible... Sobre todo de noche.

A la luz del sol, que tamizaban los visillos carmesíes, Julián vio las pupilas dilatadas de la señorita, sus entreabiertos labios, sus enarcadas cejas, la expresión de mortal terror pintada en su rostro.

-Tengo mucho miedo -repitió estremeciéndose.

Renegaba Julián de su sosera. ¡Cuánto daría por ser elocuente! Y no se le ocurría nada, nada. Los consuelos místicos que tenía preparados y atesorados, la teoría de abrazarse a la cruz..., todo se le había borrado ante aquel dolor voluntarioso, palpitante y desbordado.

-Ya desde que llegué... esta casa tan grande y tan antigua... -prosiguió Nucha- me dio frío en la espalda... Sólo que ahora... no son tonterías de chiquilla mimada, no... Me van a matar a la pequeña... ¡Usted lo verá! Así que la dejo con el ama, estoy en brasas... Acabemos pronto... Esto se va a resolver ahora mismo. Acudo a usted, porque no puedo confiarme a nadie más... Usted quiere a mi niña.

-Lo que es quererla... -balbució Julián, casi afónico de puro enternecido.

-Estoy sola, sola... -repitió Nucha pasándose la mano por las mejillas. Su voz sonaba como entrecortada por lágrimas que contenía-. Pensé en confesarme con usted, pero... buena confesión te dé Dios... No obedecería si usted me mandase quedarme aquí... Ya sé que es mi obligación: la mujer no debe apartarse del marido. Mi resolución, cuando me casé, era...

Detúvose de pronto, y careándose con Julián, le preguntó:

-¿No le parece a usted como a mí que este casamiento tenía que salir mal? Mi hermana Rita ya era casi novia del primo cuando él me pidió... Sin culpa mía, quedamos reñidas Rita y yo desde entonces... No sé cómo fue aquello; bien sabe Dios que no puse nada de mi parte para que Pedro se fijase en mí. Papá me aconsejó que, de todos modos, me casase con el primo... Yo seguí el consejo... Me propuse ser buena, quererle mucho, obedecerle, cuidar de mis hijos... Dígame usted, Julián, ¿he faltado en algo?

Julián cruzó las manos. Sus rodillas se doblaban, y a punto estuvo de hincarlas en tierra. Pronunció con entusiasmo:

-Usted es un ángel, señorita Marcelina.

-No... -replicó ella-, ángel no, pero no me acuerdo de haber hecho daño a nadie. He cuidado mucho a mi hermanito Gabriel, que era delicado de salud y no tenía madre...

Al pronunciar esta frase, la ola rebosó, las lágrimas corrieron por fin; Nucha respiró mejor, como si aquellos recuerdos de la infancia templasen sus nervios y el llanto le diese alivio.

-Y por cierto que le tomé tal cariño, que pensaba para mí: «Si tengo hijos algún día, no es posible quererlos más que a mi hermano». Después he visto que esto era un disparate; a los hijos se les quiere muchísimo más aún.

El cielo se nublaba lentamente, y se oscurecía la capilla. La señorita hablaba con sosiego melancólico.

-Cuando mi hermano se fue al colegio de artillería, yo no pensé más que en dar gusto a papá, y en que se notase poco la falta de la pobre mamá... Mis hermanas preferían ir a paseo, porque, como son bonitas, les gustaban las diversiones. A mí me llamaban feúcha y bizca, y me aseguraban que no encontraría marido.

-¡Ojalá! -exclamó Julián sin poder reprimirse.

-Yo me reía. ¿Para qué necesitaba casarme? Tenía a papá y a Gabriel con quien vivir siempre. Si ellos se me morían, podía entrar en un convento: el de las Carmelitas, en que está la tía Dolores, me gustaba mucho. En fin, no he tenido culpa ninguna del disgusto de Rita. Cuando papá me enteró de las intenciones del primo, le dije que no quería sacarle el novio a mi hermana, y entonces papá... me besuqueó mucho en los carrillos, como cuando era pequeña, y... me parece que le estoy oyendo... me respondió así: «Rita es una tonta..., cállate». Pero por mucho que diga papá... ¡al primo le seguía gustando más Rita!...

Continuó después de algunos segundos de silencio:

-Ya ve usted que no tenía mucho por qué envidiarme mi hermana... ¡Cuánta hiel he tragado, Julián! Cuando lo pienso se me pone un nudo aquí...

El capellán pudo al fin expresar parte de sus sentimientos.

-No me extraña que se le ponga ese nudo... Soy yo y lo tengo también... Día y noche estoy cavilando en sus males, señorita... Cuando vi aquella señal... La lastimadura en la muñeca...

Por primera vez durante la conversación se encendió el descolorido rostro de Nucha, y sus ojos se velaron, cubriéndolos la caída de las pestañas. No respondió directamente.

-Mire usted -murmuró con asomos de amarga sonrisa- que siempre me suceden a mí desgracias por cosas de que no tengo la culpa... Pedro se empeñaba en que yo le reclamase a papá la legítima de mamá, porque papá le negó un dinero que le hacía falta para las elecciones. También se disgustó mucho porque la tía Marcelina, que pensaba instituirme heredera, creo que va a dejarle a Rita los bienes... Yo no tengo que ver con nada de eso... ¿Por qué me matan? Ya sé que soy pobre: no hay necesidad de repetírmelo... En fin, esto es lo de menos... Me dolió bastante más el que mi marido me dijese que por mí se ve sin sucesión la casa de Moscoso... ¡Sin sucesión! ¿Y mi niña? ¡Angelito de mis entrañas!

Lloraba la infeliz señora, lentamente, sin sollozar. Sus párpados tenían ya el matiz rojizo que dan los pintores a los de las Dolorosas.

-Lo mío -añadió- no me importa. Lo mío lo aguantaría hasta el último instante. Que me... traten de un modo... o de otro, que... que la criada... sea... ocupe mi sitio... bien..., bien, paciencia, sería cuestión de tener paciencia, de sufrir, de dejarse morir... Pero está de por medio la niña..., hay otro niño, otro hijo, un bastardo... La niña estorba... ¡La matarán!...

Repitió solemnemente y muy despacio:

-La matarán. No me mire usted así. No estoy loca, sólo estoy excitada. He determinado marcharme e irme a vivir con mi padre. Me parece que esto no es ningún pecado, ni tampoco el llevarme a la pequeña. ¡Y si peco, no me lo diga, Julianciño!... Es resolución irrevocable. Usted vendrá conmigo, porque sola no conseguiría realizar mi plan. ¿Me acompañará?

Julián quiso objetar algo; ¿qué? No lo sabía él mismo. El diminutivo cariñoso usado por la señorita, la febril resolución con que hablaba, le vencieron. ¿Negarse a ayudar a la desdichada? Imposible. ¿Pensar en lo que el proyecto tenía de extraño, de inconveniente? Ni se le ocurrió un minuto. A fuer de criatura candorosa, una fuga tan absurda le pareció hasta fácil. ¿Oponerse a la marcha? También él había tenido y tenía a cada instante miedo, miedo cerval, no sólo por la niña, sino por la madre: ¿acaso no se le había ocurrido mil veces que la existencia de las dos corría inminente peligro? Además, ¿qué cosa en el mundo dejaría él de intentar por secar aquellos ojos puros, por sosegar aquel anheloso pecho, por ver de nuevo a la señorita segura, honrada, respetada, cercada de miramientos en la casa paterna?

Se representaba la escena de la escapatoria. Sería al amanecer. Nucha iría envuelta en muchos abrigos. Él cargaría con la niña, dormidita y arropadísima también. Por si acaso llevaría en el bolsillo un tarro con leche caliente. Andando bien llegarían a Cebre en tres horas escasas. Allí se podían hacer sopas. La nena no pasaría hambre. Tomarían en el coche la berlina, el sitio más cómodo. Cada vuelta de la rueda les alejaría de los tétricos Pazos...

Muy quedito, como quien se confiesa, empezaron a debatir y resolver estos pormenores. Otro rayo de sol entreabría las nubes, y los santos, en sus hornacinas, parecían sonreír benévolamente al grupo del banquillo. Ni la Purísima de sueltos tirabuzones y traje blanco y azul, ni el san Antonio que hacía fiestas a un niño Jesús regordete, ni el san Pedro con la tiara y las llaves, ni siquiera el arcángel san Miguel, el caballero de la ardiente espada, siempre dispuesto a rajar y hendir a Satanás, revelaban en sus rostros pintados de fresco el más leve enojo contra el capellán, ocupado en combinar los preliminares de un rapto en toda regla, arrebatando una hija a su padre y una mujer a su legítimo dueño.




ArribaAbajo- XXVIII -

Al llegar aquí de la narración, es preciso acudir, para completarla, a las reminiscencias que grabaron para siempre en la imaginación del lindo rapazuelo, hijo de Sabel, los sucesos de la memorable mañana en que por última vez ayudó a misa al bonachón de don Julián (el cual, por más señas, solía darle dos cuartos una vez terminado el oficio divino).

El primer recuerdo que Perucho conserva es que, al salir de la capilla, quedóse muy triste arrimado a la puerta, porque aquel día el capellán no le había dado cosa alguna. Chupándose el dedo y en actitud meditabunda permaneció allí unos instantes, hasta que la misma falta de los dos cuartos acostumbrados le descubrió un rayo de luz: ¡su abuelo le había prometido otros dos si le avisaba cuando la señora se quedase en la capilla después de oída la misa! Raciocinando con sorprendente rigor matemático, calculó que pues perdía dos cuartos por un lado, era urgente ganarlos por otro; apenas concibió tan luminosa idea, sintió que las piernas le bailaban, y echó a correr con toda la velocidad posible en busca de su abuelo.

Atravesando la cocina, colóse en la habitación baja donde despachaba Primitivo, y empujando la puerta, le vio sentado ante una gran mesa antigua, sobre la cual se encrespaba un maremágnum de papelotes cubiertos de cifras engarrapatadas, de apuntes escritos con letra jorobada y escabrosa, por mano que no debía ser diestra ni aun en palotes. La mesa y el cuarto en general atraían a Perucho con el encanto que posee para la niñez lo desordenado y revuelto, los sitios en que se acumulan muchas cosas variadas, pues imaginan ellos que cada montón de objetos es un mundo desconocido, un depósito de tesoros inestimables. Rara vez entraba allí Perucho; su abuelo acostumbraba echarle para que no sorprendiese ciertas operaciones financieras que el mayordomo gustaba de realizar sin testigos. Cuando el nieto entró, la cara pulimentada y oscura de Primitivo podía confundirse con el tono bronceado de un acervo de calderilla o montaña de cobre, de la cual iban saliendo columnitas, columnitas que el mayordomo alineaba en correcta formación... Perucho se quedó deslumbrado ante tan fabulosa riqueza. ¡Allí estaban sus dos cuartos! ¡Menuda pepita de aquel gran criadero de metal! Lleno de esperanza, alzó la voz cuanto pudo, y dio su recado. Que la señora estaba en la capilla, con el señor capellán... Que le habían despedido de allí.

Iba a añadir: «Y que se me deben dos cuartos por la noticia» o cosa análoga, pero no le dio lugar a ello su abuelo, alzándose del sillón con la agilidad de bicho montés que caracterizaba sus movimientos todos, no sin que al hacerlo produjese un tempestuoso remolino en el mar de calderilla, y la caída de algunas torres que, con sonoro estrépito, se rindieron a la gran pesadumbre. Primitivo salió corriendo hacia el interior de la casa. El chiquillo se quedó allí, solicitado por las dos tentaciones más fuertes que en su vida había sufrido. Era una la de comerse las obleas, que con su provocativa blancura y encendido rojo le estaban convidando desde un bote de hojalata, y aun cuando sería más glorioso para nuestro héroe vencer el goloso capricho, la sinceridad obliga a declarar que alargó el dedo humedecido en saliva, y fue pescando una, dos, tres, hasta zamparse cuantas encerraba el bote. Satisfecha esta concupiscencia, le apremió la otra, incitándole nada menos que a cobrarse por su mano de los dos cuartos prometidos, tomándolos del montón que tenía allí delante, a su disposición y albedrío. No sólo apetecía cobrarse del debido salario, sino que le seducían principalmente unos ochavos roñosos llamados de la fortuna en el país, y que, merced a consideraciones muy lógicas en su mente infantil, le parecían preferibles a las piezas gordas. Las adquisiciones y placeres de Perucho los representaba generalmente un ochavo. Por un ochavo le daba la rosquillera, en ferias y romerías, caramelos de alfeñique o rosquillas bastantes; por un ochavo le vendían bramante suficiente para el trompo, y le surtía el cohetero de pólvora en cantidad con que hacer regueritos; por un ochavo se procuraba tiras de mistos de cartón, groseras aleluyas impresas en papel amarillo, gallos de barro con un pito en parte no muy decorosa. Y todo esto lo tenía al alcance de su mano, como las obleas; ¡y nadie le veía ni podía delatarle! El angelote se empinó en la punta de los pies para alcanzar mejor el dinero, alargó a la vez ambas palmas, y las sumergió en el mar de cobre... Las paseó mucho rato por la superficie sin osar cerrarlas... Por fin hizo presa en un puñado de ochavos, y entonces apretó el puño fortísimamente, con la intensidad propia de los niños, que temen siempre se les escape la dicha por la mano abierta. Y así se mantuvo inmóvil, sin atreverse a retraer aquella diestra pecadora y cargada de botín al seguro rincón del seno, donde almacenaba siempre sus latrocinios. Porque es de advertir que Perucho tenía bastante de caco, y con la mayor frescura se apropiaba huevos, fruta, y, en general, cuantos objetos codiciaba; pero, con respeto supersticioso de aldeano, que sólo juzga propiedad ajena el dinero, jamás había tocado a una moneda. En el alma de Perucho se verificaba una de esas encarnizadas luchas entre el deber y la pasión, cantadas por la musa dramática: el ángel malo y el bueno le tiraban cada uno de una oreja, y no sabía a cuál atender. ¡Tremendo conflicto! Pero regocíjense el cielo y los hombres, pues venció el espíritu de luz. ¿Fue el primer despertar de ese sentimiento de honor que dicta al hombre heroicos sacrificios? ¿Fue una gota de la sangre de Moscoso, que realmente corría por sus venas y que, con la misteriosa energía de la transmisión hereditaria, le guió la voluntad como por medio de una rienda? ¿Fue temprano fruto de las lecciones de Julián y Nucha? Lo cierto es que el rapaz abrió la mano, separando mucho los dedos, y los ochavos apresados cayeron entre los restantes, con metálico retintín.

No por eso hay que figurarse que Perucho renunciaba a sus dos cuartos, los ganados honradamente con la agilidad de sus piernas. ¡Renunciar! ¡A buena parte! Aquel mismo embrión de conciencia que en el fondo de su ser, donde todos tenemos escrita desde ab initio gran parte del Decálogo, le gritaba: «no hurtarás», le dijo con no menor energía: «tienes derecho a reclamar lo que te ofrecieron». Y, obedeciendo a la impulsión, la criatura echó a correr en la misma dirección que su abuelo.

Casualmente tropezó con él en la cocina, donde preguntaba algo a Sabel en queda voz. Acercósele Perucho, y asiéndole de la chaqueta exclamó:

-¿Mis dos cuartos?

No hizo caso Primitivo. Dialogaba con su hija, y, a lo que Perucho pudo comprender, ésta explicaba que el señorito había salido de madrugada a tirar a los pollos de perdiz, y suponía que anduviese hacia la parte del camino de Cebre. El abuelo soltó un juramento que usaba a menudo y que Perucho solía repetir por fanfarronada, y, sin más conversación, se alejó.

Aseguró Perucho después que le había llamado la atención ver al abuelo salir sin tomar la escopeta y el sombrerón de alas anchas, prendas que no soltaba nunca. Semejante idea debió ocurrírsele al chiquillo más tarde, en vista de los sucesos. Al pronto sólo pensó en alcanzar a Primitivo, y lo logró en lo alto del camino que baja a los Pazos. Aunque el cazador iba como el pensamiento, el rapaz corría en regla también.

-¡Anda al demonio! ¿Qué se te ofrece? -gruñó Primitivo al conocer a su nieto.

-¡Mis dos cuartos!

-Te doy cuatro en casa si me ayudas a buscar por el monte al señorito y le dices, en cuanto lo veas, lo que me dijiste a mí, ¿entiendes? Que el capellán está con la señora encerrado en la capilla y que te echaron de allí para quedar solos.

El angelón fijó sus pupilas límpidas en los fascinadores ojuelos de víbora de su abuelo; y, sin esperar más instrucciones, abriendo mucho la boca, salió a galope hacia donde por instinto juzgaba él que el señorito debía encontrarse. Volaba, con los puños apretados, haciendo saltar guijarros y tierra al golpe de sus piececillos encallecidos por la planta. Cruzaba por cima de los tojos sin sentir las espinas, hollando las flores del rosado brezo, salvando matorrales casi tan altos como su persona, espantando la liebre oculta detrás de un madroñero o la pega posada en las ramas bajas del pino. De repente oyó el andar de una persona y vio al señorito salir de entre el robledal... Loco de júbilo se acercó a darle su recado, del cual esperaba albricias. Éstas fueron la misma palabrota inmunda y atroz que había expectorado su abuelo en la cocina; y el señorito salió disparado en dirección de los Pazos, como si un torbellino lo arrebatase.

Perucho se quedó algunos instantes suspenso y confuso; él afirma que al poco rato volvió a embargar su ánimo el deseo de los cuartos ofrecidos, que ya ascendían a la respetable suma de cuatro. Para obtenerlos era menester buscar a su abuelo, y avisarle del encuentro con el señorito; no lo tuvo por difícil, pues recordaba aproximadamente el punto del bosque donde Primitivo quedaba; y por atajos y vericuetos sólo practicables para los conejos y para él, Perucho se lanzó tras la pista de su abuelo. Trepaba por un murallón medio deshecho ya, amparo de un viñedo colgado, por decirlo así, en la falda abrupta del monte, cuando del otro lado del baluarte que escalaba creyó sentir rumor de pisadas, que la finura de su oído no confundió con las del cazador; y con el instinto cauteloso de los niños hijos de la naturaleza y entregados a sí mismos, se agachó, quedando encubierto por el murallón de modo que sólo rebasase la frente. No podía dudarlo; eran pisadas humanas, bien distintas de la corrida de la liebre por entre las hojas, o de los golpecitos secos y reiterados que sacuden las patas unguladas del zorro o del perro. Pisadas humanas eran, aunque sí muy recelosas, apagadas y lentísimas. Parecían de alguien que procuraba emboscarse. Y, en efecto, poco tardó el niño en ver asomar, gateando entre los matorrales, a un hombre cuya descripción acaso había oído mil veces en las veladas, en las deshojas, acompañada de exclamaciones de terror. El hongo gris, la faja roja, las recortadas patillas destacándose sobre el rostro color de sebo, y sobre todo el ojo blanco, sin vista, frío como un pedazo de cuarzo de la carretera, en suma, la desapacible catadura del Tuerto de Castrodorna dejaron absorto al chiquillo. Apretaba el Tuerto contra su pecho corto y ancho trabuco, y, después de girar hacia todas partes el único lucero de su fea cara, de aguzar el oído, de olfatear, por decirlo así, el aire, arrimóse al murallón, medio arrodillándose tras de un seto de zarzas y brezo que lo guarnecía. Perucho, cuyos pies descansaban en las anfractuosidades del muro, se quedó como incrustado en él, sin osar respirar, ni bajarse, ni moverse, porque aquel hombre desconocido, mal encarado y en acecho, le infundía el pavor irracional de los niños, que adivinan peligros cuya extensión ignoran. Por mucho que le aguijonease el deseo de sus cuatro cuartos, no se atrevía a descolgarse del murallón, temiendo hacer ruido y que le apuntasen con el cañón de aquel arma, cuya ancha boca debía, de seguro, vomitar fuego y muerte... Así transcurrieron diez segundos de angustia para el angelote. Antes que pudiera entrar a cuentas con el miedo, ocurrió un nuevo incidente. Sintió otra vez pasos, no recelosos, como de quien se oculta, sino precipitados, como de quien va a donde le importa llegar presto; y por el camino hondo que limitaba el murallón divisó a su abuelo que avanzaba en dirección de los Pazos; sin duda, con su vista de águila había distinguido al señorito, y le seguía intentando darle alcance. Iba Primitivo distraído, con el propósito de reunirse a don Pedro, y no miraba a parte alguna. Llegó a atravesar por delante del muro. El niño entonces vio una cosa terrible, una cosa que recordó años después y aun toda su vida: el hombre emboscado se incorporaba, con su único ojo centelleante y fiero; se echaba a la cara la formidable tercerola; se oía un espantoso trueno, voz de la bocaza negra; flotaba un borrón de humo, que el aire disipó instantáneamente, y al través de sus últimos tules grises el abuelo giraba sobre sí mismo como una peonza, y caía boca abajo, mordiendo sin duda, en suprema convulsión, la hierba y el lodo del camino.

Asegura Perucho que no ha sabido jamás si fue el miedo o su propia voluntad lo que le obligó a descolgarse del murallón y descender, más bien que a saltos, rodando, los atajos conocidos, magullándose el cuerpo, poniéndose en trizas la ropa, sin hacer caso de lo uno ni de lo otro. Rebotó como un pelota por entre las nudosas cepas; brincó por cima de los muros de piedra que las sostenían; salvó como una flecha sembrados de maíz; metióse de patas en los regatos, mojándose hasta la cintura, por no detenerse a seguir las pasaderas de piedra; salvó vallados tres veces más altos que su cuerpo; cruzó setos, saltó hondonadas y zanjas, no comprendió por dónde ni cómo, pero el caso es que, arañado, ensangrentado, sudoroso, jadeante, se encontró en los Pazos, y maquinalmente volvió al punto de partida, la capilla, donde entró, enteramente olvidado de los cuatro cuartos, primer móvil de sus aventuras todas.

Estaba escrito que aquella mañana había de ser fecunda en extraordinarias sorpresas. En la capilla acostumbraba Perucho notar que se hablaba bajito, se andaba despacio, se contenía hasta la respiración: el menor desliz en tal materia solía costarle un severo regaño de don Julián; de modo que, sobreponiéndose el instinto y el hábito al azoramiento y trastorno, penetró en el sagrado lugar con actitud respetuosa. En él sucedía algo que le causó un asombro casi mayor que el de la catástrofe de su abuelo. Recostada en el altar se encontraba la señora de Moscoso, con un color como una muerta, los ojos cerrados, las cejas fruncidas, temblando con todo su cuerpo; frente a ella, el señorito vociferaba, muy deprisa y en ademán amenazador, cosas que no entendió el niño; mientras el capellán, con las manos cruzadas y la fisonomía revelando un espanto y dolor tales que nunca había visto Perucho en rostro humano expresión parecida, imploraba, imploraba al señorito, a la señorita, al altar, a los santos..., y de repente, renunciando a la súplica, se colocaba, encendido y con los ojos chispeantes, dando cara al marqués, como desafiándole... Y Perucho comprendía a medias frases indignadas, frases injuriosas, frases donde se desbordaba la cólera, el furor, la indignación, la ira, el insulto; y, sin saber la causa de alboroto semejante, deducía que el señorito estaba atrozmente enfadado, que iba a pegar a la señorita, a matarla quizás, a deshacer a don Julián, a echar abajo los altares, a quemar tal vez la capilla...

El niño recordó entonces escenas análogas, pero cuyo teatro era la cocina de los Pazos, y las víctimas su madre y él: el señorito tenía entonces la misma cara, idéntico tono de voz. Y en medio de la confusión de su tierno cerebro, de los terrores que se reunían para apocarlo, una idea, superior a todas, se levantó triunfante. No cabía duda que el señorito se disponía a acogotar a su esposa y al capellán; también acababan de matar a su abuelo en el monte; aquel día, según indicios, debía ser el de la general matanza. ¿Quién sabe si, luego que acabase con su mujer y con don Julián, se le ocurriría al señorito quitar la vida a la nené? Semejante pensamiento devolvió a Perucho toda la actividad y energía que acostumbraba desplegar para el logro de sus azarosas empresas en corrales, gallineros y establos.

Escurrióse bonitamente de la capilla, resuelto a salvar a toda costa la vida de la heredera de Moscoso. ¿Cómo haría? Faltábale tiempo de madurar el plan: lo que importaba era obrar con celeridad y no arredrarse ante obstáculo alguno. Se deslizó sin ser visto por la cocina, y subió la escalera a escape. Llegado que hubo a las habitaciones altas, residencia de los señores, de tal manera supo amortiguar el ruido de sus pisadas, que el oído más fino lo confundiría con el susurro del aire al agitar una cortina. Lo que él temía era encontrar cerrada la puerta del dormitorio de Nucha. El corazón le dio un brinco de alegría al verla entornada.

La empujó con suavidad de gato que esconde las uñas... Tenía la maldita puerta el vicio de rechinar; pero tan sutil fue el empuje, que apenas gimió sordamente. Perucho se coló en la habitación, ocultándose tras del biombo. Por uno de los muchos agujeros que éste lucía, miró al otro lado, hacia donde estaba la cuna. Vio a la niña dormida, y al ama, de bruces sobre el lecho de Nucha, roncando sordamente. No era de temer que se despabilase la marmota: el rapaz podía a mansalva realizar sus propósitos.

Sin embargo, convenía que no despertase la chiquilla, no fuese a alborotar la casa lloriqueando. Perucho la tomó como quien toma un muñeco de cristal, muy rompedizo y precioso: sus palmas llenas de callos y sus brazos hechos a disparar certeras pedradas y a descargar puñetazos en el testuz de los bueyes adquirieron de golpe delicadeza exquisita, y la nené, envuelta en el pañolón de calceta, no gruñó siguiera al trocar la cama por los brazos de su precoz raptor. Éste, conteniendo hasta el respirar, andando con paso furtivo, rápido y cauteloso -el andar de la gata que lleva a sus cachorros entre los dientes, colgados de la piel del pescuezo-, se dirigió a buscar la salida por el claustro, pues de cruzar la cocina era probable una sorpresa.

En el claustro se paró obra de diez segundos, para meditar. ¿Dónde escondería su tesoro? ¿En el pajar, en el herbeiro, en el hórreo, en el establo? Optó por el hórreo -el lugar menos frecuentado y más oscuro-. Bajaría la escalera, se enhebraría por el claustro, se colaría por las cuadras, salvaría la era, y después nada más sencillo que ocultarse en el escondrijo. Dicho y hecho.

Arrimada al hórreo estaba la escala. Perucho comenzó a subir, operación bastante difícil atendido el estorbo que le hacía la chiquilla. Lo estrecho y vertical de los travesaños imponía la necesidad de agarrarse con manos y pies al ir ascendiendo: Perucho no disponía de las manos; la energía de la voluntad se le comunicó al dedo gordo del pie, que semejaba casi prensil a fuerza de adaptarse y adherirse a las barras de palo, bruñidas ya con el uso. En mitad de la ascensión pensó que rodaba al pie del hórreo, y apretó contra el pecho a la niña, que, despertándose, rompió en llanto... ¡Que llorase! Allí no la oía alma viviente; por la era sólo vagaba media docena de gallinas, disputando a dos gorrinos las hojas de una col. Perucho entró triunfante por la puerta del hórreo...

Las espigas de maíz no lo llenaban hasta el techo, dejando algún espacio suficiente para que dos personas minúsculas, como Perucho y su protegida, pudiesen acomodarse y revolverse. El rapaz se sentó sin soltar a la nena, diciéndole mil chuscadas y zalamerías a fin de acallarla, abusando del diminutivo que tan cariñosa gracia adquiere en labios del aldeano.

-Reiniña, mona, ruliña, calla, calla, que te he de dar cosas bunitas, bunitas, bunitiñas... ¡Si no callas, viene un cocón y te come! ¡Velo ahí viene! ¡Calla, soliño, paloma blanca, rosita!

No por virtud de las exhortaciones, pero sí por haber conocido a su amigo predilecto, la niña callaba ya. Mirábale, y, sonriendo regocijadamente, le pasaba las manos por la cara, gorjeaba, se bababa, y miraba con curiosidad alrededor. Extrañaba el sitio. Enfrente, alrededor, debajo, por todos lados, la rodeaba un mar de espigas de oro, que al menor movimiento de Perucho se derrumbaban en suaves cascadas, y donde el sol, penetrando por los intersticios del enrejado del hórreo, tendía galones más claros, movibles listas de luz. Perucho comprendió que poseía en las espigas un recurso inestimable para divertir a la pequeña. Tan pronto le daba una en la mano, como alzaba con muchas una especie de pirámide; la nené se entretenía en derribarla o forjarse la ilusión de que la derribaba, pues realmente una patada de Perucho hacía el milagro. Reía ella lo mismo que una loca, y pedía impaciente, por señas, que le renovasen el juego.

Pronto se cansó de él. Con todo, estaba de buen humor, gracias a la compañía de Perucho. Su mirada risueña y dulce, fija en la de su compañero, parecía decirle: «¿Qué mejor juego que estar juntos? Disfrutemos de este bien que siempre nos han dado con tasa». En vista de tan cariñosas disposiciones, Perucho se entregó al placer de halagarla a su sabor. Ya le apoyaba un dedo en el carrillo, para provocarla a risa; ya remedaba a un lagarto, arrastrando la mano por el cuerpo de la nené arriba, e imitando los culebreos del rabo; ya se fingía encolerizado, espantaba los ojos, hinchaba los carrillos, cerraba los puños y resoplaba fieramente; ya, tomando a la nena en peso, la subía en alto y figuraba dejarla caer de golpe sobre las espigas. Por último, recelando cansarla, la cogió en brazos, se sentó a la turca, y comenzó a mecerla y arrullarla blandamente, con tanta suavidad, precaución y ternura como pudiera su propia madre.

¡Qué ganas, qué violentos antojos se le pasaban!... ¿De qué? En las veces que fue admitido a la intimidad de la habitación de Nucha y se le consintió aproximarse a la nené y vivir su vida, jamás osara hacerlo... Miedo de que le riñesen o echasen; vago respeto religioso que se imponía a su alma de pilluelo diabólico; vergüenza; falta de costumbre de sus labios, que a nadie besaban; todo se unía para impedirle satisfacer una aspiración que él juzgaba ambiciosa y punto menos que sacrílega... Pero ahora era dueño del tesoro; ahora la nené le pertenecía; la había ganado en buena lid, la poseía por derecho de conquista, ¡ese derecho que comprenden los mismos salvajes! Adelantó mucho el hocico, igual que si fuese a catar alguna golosina, y tocó la frente y los ojos de la pequeña... Después desenvolvió lentamente los pliegues del mantón, y descubrió las piernas, calentitas como chicharrones, que apenas se vieron libres del envoltorio comenzaron a bailar, sacudiendo sus favoritas patadas de júbilo. Perucho alzó hasta la boca un pie, luego otro, y así alternando se pasó un rato regular; sus besos hacían cosquillas a la niña, que soltaba repentinas carcajadas y se quedaba luego muy seria; pero que en breve empezó a sentir el frío, y con la rapidez que revisten en los niños muy chicos los cambios de temperatura, los piececillos se le quedaron casi helados. Al punto lo advirtió Perucho, y echándoles repetidas veces el aliento, como había visto hacer a la vaca con sus recentales, los envolvió en mantillas y pañolón, y nuevamente llegó a sí a la criatura, meciéndola.

El más glorioso conquistador no aventajaba en orgullo y satisfacción a Perucho en tales momentos, cuando juzgaba evidente que había salvado a la nené de la degollación segura y puéstola a buen recaudo, donde nadie daría con ella. Ni un minuto recordó al duro y bronceado abuelo tendido allá junto al paredón... A menudo se ve al niño, deshecho en lágrimas al pie del cadáver de su madre, consolarse con un juguete o un cartucho de dulces; quizás vuelvan más adelante la tristeza y el recuerdo, pero la impresión capital del dolor ya se ha borrado para siempre. Así Perucho. La ventura de poseer a su nené adorada, la prez de defender su vida, le distraían de los trágicos acontecimientos recientes. No se acordaba del abuelo, no, ni del trabucazo que lo había tumbado como él tumbaba las perdices.

Con todo, algo medroso y tétrico debía pesar sobre su imaginación, según el cuento que empezó a referir en voz hueca a la nené, lo mismo que si ella pudiese comprender lo que le hablaban. ¿De dónde procedía este cuento, variante de la leyenda del ogro? ¿Lo oiría Perucho en alguna velada junto al lar, mientras hilaban las viejas y pelaban castañas las mozas? ¿Sería creación de su mente excitada por los terrores de un día tan excepcional? «Una ves -empezaba el cuento- era un rey muy malo, muy galopín, que se comía la gente y las presonas vivas... Este rey tenía una nené bunita bunita, como la frol de mayo... y pequeñita pequeñita como un grano de millo (maíz quería decir Perucho). Y el malo bribón del rey quería comerla, porque era el coco, y tenía una cara más fea, más fea que la del diaño... (Perucho hacía horribles muecas a fin de expresar la fealdad extraordinaria del rey). Y una noche dijo él, dice: 'Heme de comer mañana por la mañanita trempano a la nené... así, así'. (Abría y cerraba la boca haciendo chocar las mandíbulas, como los papamoscas de las catedrales). Y había un pagarito sobre un árbole, y oyó al rey, y dijo, dice: 'Comer no la has de comer, coco feo.' ¿Y va y qué hace el pagarito? Entra por la ventanita... y el rey estaba durmiendo. (Recostaba la cabeza en las espigas de maíz y roncaba estrepitosamente para representar el sueño del rey). Y va el pagarito y con el bico le saca un ojo, y el rey queda chosco. (Guiñaba el ojo izquierdo, mostrando cómo el rey se halló tuerto). Y el rey a despertar y a llorar, llorar, llorar (imitación de llanto) por su ojo, y el pagarito a se reír muy puesto en el árbole... Y va y salta y dijo, dice: 'Si no comes a la nené y me la regalas, te doy el ojo...' Y va el rey y dice: 'Bueno...' Y va el pagarito y se casó con la nené, y estaba siempre cantando unas cosas muy preciosas, y tocando la gaita... (solo de este instrumento), y entré por una porta y salí por otra, ¡y manda el rey que te lo cuente otra vez!».

La nené no oyó el final del cuento... La música de las palabras, que no le despertaban idea alguna, el haber vuelto a entrar en calor, la misma satisfacción de estar con su favorito, le trajeron insensiblemente el sueño anterior, y Perucho, al armar la algazara acostumbrada cuando terminan los cuentos de cocos, la vio con los ojos cerrados... Acomodó lo mejor que pudo el lecho de espigas; llególe el mantón al rostro, como hacía Nucha, para que no se le enfriase el hociquito, y muy denodado y resuelto a hacer centinela, se arrimó a la puerta del hórreo, en una esquina, reclinándose en un montón de maíz. Pero fuese la inmovilidad, o el cansancio, o la reacción de tantas emociones consecutivas, también a él la cabeza le pesaba y se le entornaban los párpados. Se los frotó con los dedos, bostezó, luchó algunos minutos con el sueño invasor... Éste venció al cabo. Los dos ángeles refugiados en el hórreo dormían en paz.

Entre las representaciones de una especie de pesadilla angustiosa que agitaba a Perucho, veía el muchacho un animalazo de desmesurado grandor, bestión fiero que se acercaba a él rugiendo, bramando y dispuesto a zampárselo de un bocado o a deshacerlo de una uñada... Se le erizó el cabello, le temblaron las carnes, y un sudor frío le empapó la sien... ¡Qué monstruo tan espantoso! Ya se acerca..., ya cae sobre Perucho..., sus garras se hincan en las carnes del rapaz, su cuerpo descomunal le cae encima lo mismo que una roca inmensa... El chiquillo abre los ojos...

Sofocada y furiosa, vociferando, moliéndolo a su sabor a pescozones y cachetes, arrancándole el rizado pelo y pateándolo, estaba el ama, más enorme, más brutal que nunca. No hay que omitir que Perucho se condujo como un héroe. Bajando la cabeza, se atravesó en la entrada del hórreo, y por espacio de algunos minutos defendió su presa haciéndole muralla con el cuerpo... Pero el enorme volumen del ama pesó sobre él y lo redujo a la inacción, comprimiéndolo y paralizándolo. Cuando el mísero chiquillo, medio ahogado, se sintió libre de aquella estatua de plomo que a poco más le convierte en oblea, miró hacia atrás... La niña había desaparecido. Perucho no olvidará nunca el desesperado llanto que derramó por más de media hora revolcándose entre las espigas.




ArribaAbajo- XXIX -

Tampoco Julián olvidará el día en que ocurrieron acontecimientos tan extraordinarios; día dramático entre todos los de su existencia, en que le sucedió lo que no pudo imaginar jamás: verse acusado, por un marido, de inteligencias culpables con su mujer, por un marido que se quejaba de ultrajes mortales, que le amenazaba, que le expulsaba de su casa ignominiosamente y para siempre; y ver a la infeliz señorita, a la verdaderamente ofendida esposa, impotente para desmentir la ridícula y horrenda calumnia. ¿Y qué sería si hubiesen realizado su plan de fuga al día siguiente? ¡Entonces sí que tendrían que bajar la cabeza, darse por convictos!... ¡Y decir que cinco minutos antes no se les prevenía siquiera la posibilidad de que don Pedro y el mundo lo interpretasen así!

No, no lo olvidará Julián. No olvidará aquellas inesperadas tribulaciones, el valor repentino y ni aun de él mismo sospechado que desplegó en momentos tan críticos para arrojar a la faz del marido cuanto le hervía en el alma, la reprobación, la indignación contenida por su habitual timidez; el reto provocado por el bárbaro insulto; los calificativos terribles que acudían por vez primera a su boca, avezada únicamente a palabras de paz; el emplazamiento de hombre a hombre que lanzó al salir de la capilla... No olvidará, no, la escena terrible, por muchos años que pesen sobre sus hombros y por muchas canas que le enfríen las sienes. Ni olvidará tampoco su partida precipitada, sin dar tiempo a recoger el equipaje; cómo ensilló con sus propias inexpertas manos la yegua; cómo, desplegando una maestría debida a la urgencia, había montado, espoleado, salido a galope, ejecutando todos estos actos mecánicamente, cual entre sueños, sin aguardar a que se disipase el corto hervor de la sangre, sin querer ver a la niña ni darle un beso, porque comprendía, estaba seguro de que, si lo hiciera, sería capaz de postrarse a los pies del señorito, rogándole humildemente que le permitiese quedarse allí en los Pazos, aunque fuese de pastor de ganado o jornalero...

No olvidará tampoco la salida de la casa solariega, la ascensión por el camino que el día de su llegada le pareció tan triste y lúgubre... El cielo está nublado; ciernen la claridad del sol pardos crespones cada vez más densos; los pinos, juntando sus copas, susurran de un modo penetrante, prolongado y cariñoso; las ráfagas del aire traen el olor sano de la resina y el aroma de miel de los retamares. El crucero, a poca distancia, levanta sus brazos de piedra manchados por el oro viejo del liquen... La yegua, de improviso, respinga, tiembla, se encabrita... Julián se agarra instintivamente a las crines, soltando la rienda... En el suelo hay un bulto, un hombre, un cadáver; la hierba, en derredor suyo, se baña en sangre que empieza ya a cuajarse y ennegrecerse. Julián permanece allí, clavado, sin fuerzas, anonadado por una mezcla de asombro y gratitud a la Providencia, que no puede razonar, pero le subyuga... El cadáver tiene la faz contra tierra; no importa: Julián ha reconocido a Primitivo; es él mismo. El capellán no vacila, no discurre quién le habrá matado. ¡Cualquiera que sea el instrumento, lo dirige la mano de Dios! Desvía la yegua, se persigna, se aparta, se aleja definitivamente, volviendo de cuando en cuando la cabeza para ver el negro bulto, sobre el fondo verde de la hierba y la blancura gris del paredón...

¡Ah! No, no olvida nada Julián. No olvida en Santiago, donde su llegada se glosa, donde su historia en los Pazos adquiere proporciones leyendarias, donde el éxito de las elecciones, la partida del capellán, el asesinato del mayordomo, se comentan, se adornan, entretienen al pueblo casi todo un mes, y donde las gentes le paran en la calle preguntándole qué ocurre por allá, qué sucede con Nucha Pardo, si es cierto que su marido la maltrata y que está muy enferma, y que las elecciones de Cebre han sido un escándalo gordo. No olvida cuando el arzobispo le llama a su cámara, a fin de inquirir qué hay de verdad en todo lo ocurrido, y él, después de arrodillarse, lo cuenta sin poner ni quitar una sílaba, encontrando en la sincera confesión inexplicable alivio, y besando, con el corazón desahogado ya, la amatista que brilla sobre el anular del prelado. No olvida cuando éste dispone enviarle a una parroquia apartadísima, especie de destierro, donde vivirá completamente alejado del mundo.

Es una parroquia de montaña, más montaña que los Pazos, al pie de una sierra fragosa, en el corazón de Galicia. No hay en toda ella, ni en cuatro leguas a la redonda, una sola casa señorial; en otro tiempo, en épocas feudales, se alzó, fundado en peñasco vivo, un castillo roquero, hoy ruina comida por la hiedra y habitada por murciélagos y lagartos. Los feligreses de Julián son pobres pastores: en vísperas de fiesta y tiempo de oblata le obsequian con leche de cabra, queso de oveja, manteca en orzas de barro. Hablan dialecto cerradísimo, arduo de comprender; visten de somonte y usan greñas largas, cortadas sobre la frente a la manera de los antiguos siervos. En invierno cae la nieve y aúllan los lobos en las inmediaciones de la rectoral; cuando Julián tiene que salir a las altas horas de la noche para llevar los sacramentos a algún moribundo, se ve obligado a cubrirse con coroza de paja y a calzar zuecos de palo; el sacristán va delante, alumbrando con un farol, y entre la oscuridad nocturna, las encinas parecen fantasmas...

Pasadas dos estaciones recibe una esquela, una papeleta orlada de negro; la lee sin entenderla al pronto; después se entera bien del contenido, y sin embargo no llora, no da señal alguna de pena... Al contrario, aquel día y los siguientes experimenta como un sentirmento de consuelo, de bienestar y de alegría, porque la señorita Nucha, en el cielo, estará desquitándose de lo sufrido en esta tierra miserable, donde sólo martirios aguardan a un alma como la suya... La doctrina resignada de la Imitación ha vuelto a reinar en su espíritu. Hasta el efecto de la noticia se borra pronto, y una especie de insensibilidad apacible va cauterizando el espíritu de Julián: piensa más en lo que le rodea, se interesa por la iglesia desmantelada, trata de enseñar a leer a los salvajes chiquillos de la parroquia, funda una congregación de hijas de María para que las mozas no bailen los domingos... Y así pasa el tiempo, uniformemente, sin dichas ni amarguras, y la placidez de la naturaleza penetra en el alma de Julián, y se acostumbra a vivir como los paisanos, pendiente de la cosecha, deseando la lluvia o el buen tiempo como el mayor beneficio que Dios puede otorgar al hombre, calentándose en el lar, diciendo misa muy temprano y acostándose antes de encender luz, conociendo por las estrellas si se prepara agua o sol, recogiendo castaña y patata, entrando en el ritmo acompasado, narcótico y perenne de la vida agrícola, tan inflexible como la vuelta de las golondrinas en primavera y el girar eterno de nuestro globo, describiendo la misma elipse, al través del espacio...

Y, sin embargo, no olvida. Y en aquel rincón viene a sorprenderle el ascenso, la traslación a la parroquia de Ulloa, especie de desagravio del arzobispo. La mitra alternaba con los señores de Ulloa en la presentación del curato, y el arzobispo había querido manifestar así al humilde párroco, enterrado diez años hacía en la montaña más fiera de la diócesis, que la calumnia puede empañar el cristal de la honra, no mancharlo.




Arriba- XXX -

Diez años son una etapa, no sólo en la vida del individuo, sino en la de las naciones. Diez años comprenden un periodo de renovación: diez años rara vez corren en balde, y el que mira hacia atrás suele sorprenderse del camino que se anda en una década. Mas así como hay personas, hay lugares para los cuales es insensible el paso de una décima parte de siglo. Ahí están los Pazos de Ulloa, que no me dejarán mentir. La gran huronera, desafiando al tiempo, permanece tan pesada, tan sombría, tan adusta como siempre. Ninguna innovación útil o bella se nota en su mueblaje, en su huerto, en sus tierras de cultivo. Los lobos del escudo de armas no se han amansado; el pino no echa renuevos; las mismas ondas simétricas de agua petrificada bañan los estribos de la puente señorial.

En cambio la villita de Cebre, rindiendo culto al progreso, ha atendido a las mejoras morales y materiales, según frase de un cebreño ilustrado, que envía correspondencias a los diarios de Pontevedra y Orense. No se charla ya de política solamente en el estanco: para eso se ha fundado un Círculo de Instrucción y Recreo, Artes y Ciencias (lo reza su reglamento) y se han establecido algunas tiendecillas que el cebreño susodicho denomina bazares. Verdad es que los dos caciques aún continúan disputándose el mero y mixto imperio; mas ya parece seguro que Barbacana, representante de la reacción y la tradición, cede ante Trampeta, encarnación viviente de las ideas avanzadas y de la nueva edad.

Dicen algunos maliciosos que el secreto del triunfo del cacique liberal está en que su adversario, hoy canovista, se encuentra ya extremadamente viejo y achacoso, habiendo perdido mucha parte de sus bríos e indómito al par que traicionero carácter. Sea como quiera, el caso es que la influencia barbacanesca anda maltrecha y mermada.

Quien ha envejecido bastante, de un modo prematuro, es el antiguo capellán de los Pazos. Su pelo está estriado de rayitas argentadas; su boca se sume; sus ojos se empañan; se encorvan sus lomos. Avanza despaciosamente por el carrero angosto que serpea entre viñedos y matorrales conduciendo a la iglesia de Ulloa.

¡Qué iglesia tan pobre! Más bien parece la casuca de un aldeano, conociéndose únicamente su sagrado destino en la cruz que corona el tejadillo del pórtico. La impresión es de melancolía y humedad, el atrio herboso está a todas horas, aun a las meridianas, muy salpicado y como empapado de rocío. La tierra del atrio sube más alto que el peristilo de la iglesia, y ésta se hunde, se sepulta entre el terruño que lentamente va desprendiéndose del collado próximo. En una esquina del atrio, un pequeño campanario aislado sostiene el rajado esquilón; en el centro, una cruz baja, sobre tres gradas de piedra, da al cuadro un toque poético, pensativo. Allí, en aquel rincón del universo, vive Jesucristo... ¡pero cuán solo!, ¡cuán olvidado!

Julián se detuvo ante la cruz. Estaba viejo realmente, y también más varonil: algunos rasgos de su fisonomía delicada se marcaban, se delineaban con mayor firmeza; sus labios, contraídos y palidecidos, revelaban la severidad del hombre acostumbrado a dominar todo arranque pasional, todo impulso esencialmente terrestre. La edad viril le había enseñado y dado a conocer cuánto es el mérito y debe ser la corona del sacerdote puro. Habíase vuelto muy indulgente con los demás, al par que severo consigo mismo.

Al pisar el atrio de Ulloa notaba una impresión singularísima. Parecíale que alguna persona muy querida, muy querida para él, andaba por allí, resucitada, viviente, envolviéndole en su presencia, calentándole con su aliento. ¿Y quién podía ser esa persona? ¡Válgame Dios! ¡Pues no daba ahora en el dislate de creer que la señora de Moscoso vivía, a pesar de haber leído su esquela de defunción! Tan rara alucinación era, sin duda, causada por la vuelta a Ulloa, después de un paréntesis de dos lustros. ¡La muerte de la señora de Moscoso! Nada más fácil que cerciorarse de ella... Allí estaba el cementerio. Acercarse a un muro coronado de hiedra, empujar una puerta de madera, y penetrar en su recinto.

Era un lugar sombrío, aunque le faltasen los lánguidos sauces y cipreses que tan bien acompañan con sus actitudes teatrales y majestuosas la solemnidad de los camposantos. Limitábanlo, de una parte, las tapias de la iglesia; de otra, tres murallones revestidos de hiedra y plantas parásitas; y la puerta, fronteriza a la de entrada por el atrio, la formaba un enverjado de madera, al través del cual se veía diáfano y remoto horizonte de montañas, a la sazón color de violeta, por la hora, que era aquella en que el sol, sin calentar mucho todavía, empieza a subir hacia su zenit, y en que la naturaleza se despierta como saliendo de un baño, estremecida de frescura y frío matinal. Sobre la verja se inclinaba añoso olivo, donde nidaban mil gorriones alborotadores, que a veces azotaban y sacudían el ramaje con su voleteo apresurado; y hacíale frente una enorme mata de hortensia, mustia y doblegada por las lluvias de la estación, graciosamente enfermiza, con sus mazorcas de desmayadas flores azules y amarillentas. A esto se reducía todo el ornato del cementerio, mas no su vegetación, que por lo exuberante y viciosa ponía en el alma repugnancia y supersticioso pavor, induciendo a fantasear si en aquellas robustas ortigas, altas como la mitad de una persona, en aquella hierba crasa, en aquellos cardos vigorosos, cuyos pétalos ostentaban matices flavos de cirio, se habrían encarnado, por misteriosa transmigración, las almas, vegetativas también en cierto modo, de los que allí dormían para siempre, sin haber vivido, sin haber amado, sin haber palpitado jamás por ninguna idea elevada, generosa, puramente espiritual y abstracta, de las que agitan la conciencia del pensador y del artista. Parecía que era sustancia humana -pero de una humanidad ruda, primitiva, inferior, hundida hasta el cuello en la ignorancia y en la materia- la que nutría y hacía brotar con tan enérgica pujanza y savia tan copiosa aquella flora lúgubre por su misma lozanía. Y en efecto, en el terreno, repujado de pequeñas eminencias que contrastaban con la lisa planicie del atrio, advertía a veces el pie durezas de ataúdes mal cubiertos y blanduras y molicies que infundían grima y espanto, como si se pisaran miembros flácidos de cadáver. Un soplo helado, un olor peculiar de moho y podredumbre, un verdadero ambiente sepulcral se alzaba del suelo lleno de altibajos, rehenchido de difuntos amontonados unos encima de otros; y entre la verdura húmeda, surcada del surco brillante que dejan tras sí el caracol y la babosa, torcíanse las cruces de madera negra fileteadas de blanco, con rótulos curiosos, cuajados de faltas de ortografía y peregrinos disparates. Julián, que sufría la inquietud, el hormigueo en la planta de los pies que nos causa la sensación de hollar algo blando, algo viviente, o que por lo menos estuvo dotado de sensibilidad y vida, experimentó de pronto gran turbación: una de las cruces, más alta que las demás, tenía escrito en letras blancas un nombre. Acercóse y descifró la inscripción, sin pararse en deslices ortográficos: «Aquí hacen las cenizas de Primitibo Suarez, sus parientes y amijos ruegen a Dios por su alma»... El terreno, en aquel sitio, estaba turgente, formando una eminencia. Julián murmuró una oración, desvióse aprisa, creyendo sentir bajo sus plantas el cuerpo de bronce de su formidable enemigo. Al punto mismo se alzó de la cruz una mariposilla blanca, de esas últimas mariposas del año que vuelan despacio, como encogidas por la frialdad de la atmósfera, y se paran en seguida en el primer sitio favorable que encuentran. La siguió el nuevo cura de Ulloa y la vio posarse en un mezquino mausoleo, arrinconado entre la esquina de la tapia y el ángulo entrante que formaba la pared de la iglesia.

Allí se detuvo el insecto, y allí también Julián, con el corazón palpitante, con la vista nublada, y el espíritu, por vez primera después de largos años, trastornado y enteramente fuera de quicio, al choque de una conmoción tan honda y extraordinaria, que él mismo no hubiera podido explicarse cómo le invadía, avasallándole y sacándole de su natural ser y estado, rompiendo diques, saltando vallas, venciendo obstáculos, atropellando por todo, imponiéndose con la sobrehumana potencia de los sentimientos largo tiempo comprimidos y al fin dueños absolutos del alma porque rebosan de ella, porque la inundan y sumergen. No echó de ver siquiera la ridiculez del mausoleo, construido con piedras y cal, decorado con calaveras, huesos y otros emblemas fúnebres por la inexperta mano de algún embadurnador de aldea; no necesitó deletrear la inscripción, porque sabía de seguro que donde se había detenido la mariposa, allí descansaba Nucha, la señorita Marcelina, la santa, la víctima, la virgencita siempre cándida y celeste. Allí estaba, sola, abandonada, vendida, ultrajada, calumniada, con las muñecas heridas por mano brutal y el rostro marchito por la enfermedad, el terror y el dolor... Pensando en esto, la oración se interrumpió en labios de Julián, la corriente del existir retrocedió diez años, y en un transporte de los que en él eran poco frecuentes, pero súbitos e irresistibles, cayó de hinojos, abrió los brazos, besó ardientemente la pared del nicho, sollozando como niño o mujer, frotando las mejillas contra la fría superficie, clavando las uñas en la cal, hasta arrancarla...

Oyó risas, cuchicheos, jarana alegre, impropia del lugar y la ocasión. Se volvió y se incorporó confuso. Tenía delante una pareja hechicera, iluminada por el sol que ya ascendía aproximándose a la mitad del cielo. Era el muchacho el más guapo adolescente que puede soñar la fantasía; y si de chiquitín se parecía al Amor antiguo, la prolongación de líneas que distingue a la pubertad de la infancia le daba ahora semejanza notable con los arcángeles y ángeles viajeros de los grabados bíblicos, que unen a la lindeza femenina y a los rizados bucles asomos de graciosa severidad varonil. En cuanto a la niña, espigadita para sus once años, hería el corazón de Julián por el sorprendente parecido con su pobre madre a la misma edad: idénticas largas trenzas negras, idéntico rostro pálido, pero más mate, más moreno, de óvalo más puro, de ojos más luminosos y mirada más firme. ¡Vaya si conocía Julián a la pareja! ¡Cuántas veces la había tenido en su regazo!

Sólo una circunstancia le hizo dudar de si aquellos dos muchachos encantadores eran en realidad el bastardo y la heredera legítima de Moscoso. Mientras el hijo de Sabel vestía ropa de buen paño, de hechura como entre aldeano acomodado y señorito, la hija de Nucha, cubierta con un traje de percal, asaz viejo, llevaba los zapatos tan rotos, que puede decirse que iba descalza.







París, Marzo de 1886.