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Los amores en la luna

Poema en tres cantos

Dedicado al señor don Manuel del Palacio, insigne poeta



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Canto primero



I



                                     No hay dicha en este mundo: he aquí un gran tema
para escribir, como escribir confío,
un poema que, triste por ser mío,
será más bien un sueño que un poema.


II



                                     Doña Isabel de Portugal, esposa
del Rey y Emperador Carlos Primero,
miraba al Rey, su primo y compañero,
con ojos que veían otra cosa;
y es que, aunque fiel casada,
siempre fija en el cielo la mirada,
a través de un gentil sonambulismo,
se juzga de Lombay enamorada
(y amar, o creer amar, todo es lo mismo),
y, cada vez que su extravío nota,
más que amante, devota,
con conciencia intranquila,
haciendo cruces la inocente, agota
toda el agua bendita de la pila.
¡Oh, virtud adorable
que se cree abominable
porque ama a un ser en la región del viento!
Que me conteste el juez más implacable:
¿es crimen ser infiel de pensamiento?


III



                                     Pero ¿cómo y por qué puede una esposa
hacer saber una pasión que esconde?
Permitid que mi pluma valerosa
estos misterios del amor ahonde.
Yo sé de cierta hermosa
que amó con la pasión más tormentosa,
y amó porque, al pasar por no sé dónde,
le dijo no sé quién no sé qué cosa.
Y sé de otra también, que aunque pedía
por la noche a los ángeles consejo
para ser buena en el siguiente día,
se hacía amar con tan discreto modo
que, aunque nada a su amante le decía,
tan sólo con fruncir el entrecejo
se lo contaba, sin embargo, todo;
y es porque sabe el alma enamorada,
mejor que muchos sabios,
cuanto nos dicen, sin hablarnos nada,
un dedo que se aplica a ciertos labios,
una palabra, un gesto, una mirada.


IV



                                     No hay cosa más común en los amores
que esos vagos ardores
que nuestras almas llenan
de unas locas visiones que envenenan,
así como envenenan muchas flores.
¡Cuántas mujeres veo
que del amor padecen el ,martirio,
y que, adorando a un hombre con delirio,
no han llegado jamás ni aun al deseo
castas mujeres, que en secreto adoran,
y que son adoradas sin medida,
y que a veces también, aunque lo ignoran,
son la oculta novela de otra vida!
¡Oh, Dios! ¡Cuánta alma buena
con la mirada llena
de sueños y horizontes interiores,
como carga importuna
sacude de la tierra los dolores,
y luego, en busca de mejor fortuna,
va soñando al país de los amores!...
¿Dónde está ese país?- ¿Dónde? En la luna.


V



                                     Al Marqués de Lombay, noble, severo,
de hombres envidia y de mujeres gozo,
la Reina le llamaba «el caballero»;
las damas le decían «el buen mozo».
A este insigne varón, después que le hizo
paje de honor la infanta Catalina,
por una gran razón que se adivina,
la Reina le nombró caballerizo;
y por fin, el buen mozo y caballero
(que a Santo llegó un día),
que Marqués de Lombay siendo primero
fue después cuarto Duque de Gandía,
gozando de la reina la privanza
(sin la promesa real de dicha alguna),
vivió en eterno estado de esperanza,
que es vivir en un valle de la luna.


VI



                                     ¡Cuántos nobles amores,
llenos de ansias y celos,
sin tocar en las puntas de las flores,
en el azul se mecen de los cielos;
amores que, aunque son de pensamiento,
embargan por entero nuestra vida,
y que, al morir nosotros, en el viento
se pierden como música no oída!


VII



                                     Y tú, lector querido,
¿no has conocido alguna
que, aunque fiel en la tierra a su marido,
ama a otro hombre fantástico en la luna?
De este modo la Reina, embebecida,
cruzando en ilusión los cuatro vientos,
un columpio formó de pensamientos,
y en ellos se meció toda su vida;
y así tan sólo a comprender alcanza
el alma más severa
cómo puede un amor sin esperanza
llenar de dicha una existencia entera.


VIII



                                     Pero pregunta una mujer curiosa:
- Siendo infiel en los astros a su dueño
la grande Emperatriz y noble esposa,
¿no era culpable?- Sí.- ¿De qué?- De un sueño.-
¿Un sueño? Cuántas almas candorosas
suelen amar contra su mismo intento
porque en ciertas alianzas caprichosas
acaso con su propio sentimiento
se confunde el aliento
misterioso del alma de las cosas!
¿Un sueño? ¡Cuántas vírgenes piadosas,
en un rapto de amor calenturiento,
sin restricción alguna
se van a amar sobre lo azul del viento,
porque tiene en los valles de la luna
su derecho de asilo el pensamiento!


IX



                                     ¡Es, vive Dios, una verdad terrible,
(terrible como todas las verdades),
que un corazón sensible
para huir de las frías realidades,
convirtiendo en posible lo imposible,
conducido por mano de las hadas
se tenga que escapar de lo invisible
por las oscuras puertas entornadas!


X



                                     ¡Oh, sueños del amor y de la gloria!
¿Quién no tiene en la luna algún amante?
Oíd de esta pasión la eterna historia:
Se llega a ver a un ser un sólo instante,
y después va empezando aquel semblante
a flotar vagamente en la memoria.
¿No veis esa mujer que está delante?
- Sí.- ¿Quién es?- Una sombra encantadora
que, cruzando más rápida que un ave,
pasa, mira, nos ciega, se enamora;
la vamos a seguir, y se evapora.
¿Quién será? ¿Qué será? Nada se sabe.
¿Dónde se fue? ¿Qué hará? Todo se ignora.


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Canto segundo



I



                                     ¿No estáis, lectores míos, admirados
de ver, ora en ausencia, ora en presencia,
lo mucho que interviene en la existencia
la diosa de los mundos encantados?


II



                                     Oíd por boca del amor más tierno
el placer infinito que se siente
en la interior visión del mundo externo.
A una niña inocente
¿Te aburres, dí?- su madre le decía;
y la niña risueña respondía:
- No, madre; me distraigo interiormente.-
¡Modelo de los que aman sin medida
la niña, interiormente distraída,
como ella, fantaseando hechos y cosas,
entretienen mil almas virtuosas
este inmenso bostezo de la vida!
¡Oh ilusión adorable,
hija del cielo y de la dicha hermana,
a no ser por tu magia soberana
nos mataría el tedio inexorable,
eterno fondo de la vida humana!


III



                                     Pero mi mente, como todas, vuela,
y de la grande Emperatriz se olvida;
y así, dejando a un lado la novela,
volvamos a la historia de su vida.


IV



                                     La Emperatriz, hacia los treinta abriles,
tenía una belleza incomparable.
Yo vi en un medallón sus dos perfiles,
y la encontré dos veces admirable.
Aquel rostro tan bello
que a sus Venus después puso el Ticiano,
lo rodeaban con gusto soberano
dos matas abundantes de cabello;
a su augusta altivez poniendo el sello
las gasas de su gola y de su mano;
sus manos blancas y su enhiesto cuello
le daban un aspecto puritano.


V



                                     Aunque la Reina-Emperatriz prudente,
detesta cordialmente
el amor que se acerca demasiado,
ansía, estando de Lombay ausente,
corrientes de suspiros de aquel lado;
y hasta cuenta la fama
que, sin hacer a su pudor agravios,
viendo unido a Lombay con otra dama,
triste ocultó la Emperatriz su llama,
dijo «¡mejor!» y se mordió los labios.
Pero, aunque ausente, y además casado,
en pensar en Lombay su alma se aferra,
y con gentil cuidado,
soñando en el ausente idolatrado,
para verlo mejor los ojos cierra,
y tiene así, de su deber al lado,
el alma en lo ideal y el cuerpo en tierra.


VI



                                     Pero esto, me diréis, ¿no es ser demente?
Cuando se ama en extremo, es lo ordinario
ser un poco demente, y más que un poco,
pues siempre fue y ha sido necesario
para ser muy feliz ser algo loco.
Y en su amor, locamente extraordinario,
mientras se postra ante ella el mundo entero,
la Emperatriz con culto verdadero
se arrodilla ante un ser imaginario.
Mas, salvando el honor de su marido,
siempre el amor con el pudor hermana,
y así vive, aunque infiel, la Soberana
con la conciencia del deber cumplido;
y nunca de la altiva castellana
puede ser el secreto sorprendido,
pues sólo antes que alumbre la mañana
es cuando astuta, si lo ve dormido,
la frente de Endimión besa Diana.


VII



                                     Mas ¿qué han de hacer ¡Dios mío!
sino buscar consuelo en las estrellas
las reinas que, en sus horas de vacío,
ven que tornan los reyes para ellas
la forma del deber o del hastío?
¡Ay! sí: mientras la Reina sin fortuna
cumplía como buena sus deberes,
don Carlos, en sus múltiples placeres
sin miramiento ni prudencia alguna,
no sólo idealmente a las mujeres
las conduce a los valles de la luna,
sino que en la vehemencia
de su insaciable pecho
la realidad agota sin conciencia,
y llama, cual Calígula en demencia,
la misma luna a compartir su lecho.


VIII



                                     Pero en cuanto a la Reina es muy distinto;
en vano el mundo su conducta acecha,
pues comprende muy bien su noble instinto
que la esposa del César Carlos Quinto
debe estar hasta exenta de sospecha.
Y cuanto más soñando se extravía,
hablando con sus mismos pensamientos:
«Dios me dará pesares, se decía,
pero nunca tendré remordimientos...»
Y ya por el dolor purificado
el amor de su sueño la extasía,
y así del grande Emperador al lado
mirando a su marido lo perdía,
se buscaba a sí mismo y no se hallaba.
¿Que esto es ser criminal? ¡Oh, cielo santo!
¡Cuánta mujer, como ella, muy honrada,
con femenil encanto
mientras habla a su amante, embelesada,
sigue con otro diálogos en tanto
perdida en el espacio su mirada!


IX



                                     Y ¿qué más? Cuando al cielo levantados
se ignoran a sí mismos los sentidos,
a la tierra apegados
por el deber y la palabra unidos,
yo vi muchos amantes muy queridos
de corazón y de hechos separados,
hallándose en la luna confundidos
con sombras de otros seres adorados:
amantes que, aunque buenos y dichosos,
persiguiendo ardorosos
cansados de lo real, sueños livianos,
se quieren en la tierra como hermanos,
y tienen en la luna otros esposos.


X



                                     ¿Dudáis de esta verdad, lector amado?
Pues no estéis en su fe muy confiado,
aunque tengáis a vuestra amada enfrente,
pues positivamente
cuando está distraída a vuestro lado
es que se acerca a su querido ausente.
¡Cuántas veces, henchida de fragancia,
besa una boca a su adorado dueño,
y otro ser, a mil leguas de distancia,
oye un eco que vibra como un sueño!
Y es que, aunque el beso suena donde toca,
al ponerse después en movimiento,
ligero como el viento
su dirección el pérfido equivoca,
pues remitido al Norte con la boca,
se lo lleva hacia el Sur el pensamiento!


XI



                                     ¡Salud, valle encantado de la luna!
en ti, en mi edad pasada,
¡oh, imagen, sobre todas, adorada!
tuve yo, entre otras, una,
hace ya muchos años, secuestrada.
¡Cuánto he amado y sentido!
¡Y tú, joven lector, ten entendido
que, si amo hoy sólo por amor al Arte,
también, por la ilusión desvanecido,
caminé por el mundo distraído
cual si viviese en Júpiter o en Marte!
Y, aunque ya no me empeño
en seguir a mi ardiente fantasía,
pues tengo en mi mujer mi fe y mi sueño,
y en mis libros la calma y la alegría,
todavía mi mente
hace brotar ardiente
del fondo de mi infancia maravillas,
y es tan verdad que, ayer precisamente,
pasó una antigua imagen por mi frente
que mi insomnio cargó de pesadillas.
¡Aún suelo recordar en mi ardimiento
varias memorias, en la luna ausentes,
con quienes hice yo de pensamiento
millones de locuras inocentes!
Y aún me acuerdo de alguna
que, aunque esposa severa,
con alma llena de ilusiones, era
fiel en la tierra y pérfida en la luna...
Pero ¡ay! esto pasó. ¡Bien lo he llorado!
¿Te acuerdas de ello, Inés? ¿y tú, María?
Mas ¡qué memoria tan tenaz la mía!
¡Esto también pasó! ¡todo ha pasado!


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Canto tercero



I



                                     Hay un amor profundo
que nunca encuentra en nuestra vida calma:
y hay un exceso de alma
que jamás halla, empleo en este mundo.
Y prueba de ello son las almas puras
que, para hallar a su cariño empleo,
extravasan en sueños sus ternuras,
imitando en su loco devaneo
a todas esas santas criaturas
que recorren, viviendo en sus clausuras,
los inmensos pensiles del deseo.


II



                                     ¡Cuánto he envidiado yo, cuánto he admirado
el amor de esos seres elegidos
que pueden, enfrenando los sentidos,
adorar sin vergüenza y sin pecado;
que con sana conciencia,
alzando lo más puro de su esencia
hasta uno de los valles de la luna,
agregan su existencia a otra existencia,
y pueden conservar sin mancha alguna
todo el tiempo que quieran la inocencia!


III



                                     Con tal piedad y con pureza tanta
amaron, cual Lombay y la Princesa,
con ese amor que a la virtud encanta,
Juan a Santa Teresa,
Jerónimo a Paulina, también Santa.
¡Honor a estos fantásticos cariños
que son tan inocentes
como lo son los sueños trasparentes
que envía Dios a pájaros y a niños!
Jamás concebirán de nuestra mente
amores tan sublimes y tan tiernos
los que saben amar tan solamente
con el amor que alegra a los infiernos!


IV



                                     ¡Reina infeliz! cual dice la Escritura
vio a un hombre un día por su mala suerte,
y después con tristeza y con ternura
se quedó pensativa hasta la muerte.
Don Francisco de Borja la quería
con tanta abnegación, con ardor tanto,
que antes de ser un héroe y luego un santo,
ya un cristiano de Esparta parecía.
Y la Reina entre tanto apasionada,
aunque al pudor no le defrauda en nada,
casta, y leal, y mística y severa,
a su angustia febril abandonada,
en su trono imperial vive sentada
más triste que una virgen de Rivera;
hasta que lentamente
sofocando en el pecho aquel misterio,
la Reina Emperatriz fue tristemente
bajando esa pendiente
a cuyo pie se encuentra el cementerio.
¿Y qué es morir? Es el morir, en suma,
un hecho que en idea se trasforma,
y, así como una llama entre la bruma,
la Reina, cual incienso que perfuma,
ondeó, se disipó, perdió su forma,
y en espíritu fue de vuelo en vuelo
de aquí a la luna y de la luna al cielo.
¡Murió joven aún, pero ¿qué importa?
va y viene la mujer cuando Dios quiere,
y en su vida infeliz, o larga, o corta,
nace, brilla, enamora, sufre y muere!


V



                                     Lombay, que siempre continuó la senda
del amor y la gloria,
su vida pasó a historia,
y su historia después pasó a leyenda:
y cuenta esta leyenda infortunada
que el Marqués, para colmo de sus penas,
partió a inhumar a la feraz Granada
a la gran Reina, y respirando apenas,
en la muerta clavada
por largo tiempo tuvo la mirada
que le llevaba el frío hasta las venas;
y horrorizado, y por el llanto ciego.
- Ya sólo lo que viva eternamente
volveré a amar,- dijo Lomba; Y luego
sus ojos que brillaban como el fuego
se apagaron ante ella eternamente!


VI



                                     Y esperando el momento
de ir a más alto asiento,
alzó entre el mundo y él un doble muro,
e hizo acopio de amor en un convento;
mas ¿de qué amor? de aquel... del amor puro
que busca el sacrificio y el tormento.
Fue bueno y santo al fin; pero es lo cierto
que le fueron siguiendo a todas horas
aquellas ilusiones tentadoras
que llevó San Jerónimo al desierto.
San Francisco de Borja a Dios alaba,
mientras la sombra de Isabel adora,
y su alma fiel, que por su amante llora,
de Dios esposa y del deber esclava,
la dicha del amor, que es de una hora,
la da por esa paz que nunca acaba.
Y en éxtasis de sueños inmortales,
ignorando Lombay si sueña o vela,
se pierde, como un ángel cuando vuela,
en sueños infinitos e ideales,
pues en el mundo real, si bien se mira,
merced a la ilusión y a la memoria,
solamente es verdad lo que es mentira.
¡Oh, novela inmortal, tú eres la historia!

Fin

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