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ArribaAbajoCuarta parte




ArribaAbajoEl trompo y la muñeca


Poema en un canto

Al niño Pedro Pidal y Bernaldo de Quirós.





I

   Que no quiero te digo.
¿Cómo hoy al trompo ha de jugar contigo
el que ya de su edad perdió la cuenta?
¿Quieres que caiga en la pueril afrenta
de Catón el austero
que aprendía a bailar a los sesenta?
Te digo que no quiero, y que no quiero.


II

    ¡Salud, salud, memorias candorosas
de mi antigua inocencia!
¡Oh trompos! ¡Oh muñecas! Grandes cosas!
¡Las más grandes tal vez de la existencia!
¡Oh, memoria feliz de mi pasado!
¡Tu trompo, niño hermoso, me convida
a recordar, de pena traspasado,
los muchos seres que en la tierra he amado
y que sólo he de ver en la otra vida!


III

   Pues, como iba diciendo,
guarda ese trompo, niño, porque entiendo
lo que vale un trompo bien guardado,
lo has de saber mañana
después que haya pasado
el tiempo que echarás por la ventana,
ya verás, ya verás bien claramente
que es sólo afortunado
el hombre que, inocente,
procura en lo pasado
encontrar la razón de lo presente.
Y, por si no lo crees, oye una historia
que, a más de cuarenta años de distancia,
aún trae a mi memoria
así como un recuerdo de mi infancia.
Tan sólo temo que, de juicio falto,
me oigas hablar sin atención alguna:
¿Que escucharás? Pues bien, ponte más alto:
súbete a mis rodillas: ¡a la una!...
¡a las dos!... ¡a las tres!... ¡a las...! ¡buen salto!
¡Estos niños son ángeles traviesos
que en vez de tener alas tienen huesos!
¡Ay! como tú, cuando iba yo a la escuela,
por subir al regazo que adoraba
de mi madre o mi abuela,
no saltaba, volaba,
pues todo el mundo sabe
que la niñez, ligera como un ave,
cuando anda, salta, y, cuando salta, vuela!


IV

   Conque empiezo mi historia, y oye atento:
- Sin la sonrisa de sus buenos días,
Alicia, la heroína de mi cuento,
con la hiel de su propio pensamiento
se ocupa en amargar sus alegrías.
Y conforme es mayor su desconsuelo,
en la fe de su ilusión se aferra,
pues ella es de esas almas que, en su vuelo,
en vez de gravitar hacia la tierra,
parece que gravitan hacia el cielo.
Fue Alicia el pasmo de la villa toda
cuando era yo muy joven todavía,
y recuerdo que un día
puso en Madrid las pálidas en moda.
Mas ¡ay! tuvo un marido
que aunque no la olvidó, la echó en olvido!
Casada de los pies a la cabeza,
quiso a su esposo con ardor profundo,
y pagó, como muchas, en el mundo
horas de amor con siglos de tristeza.


V

   De esta madre infeliz es el tesoro
una niña pequeña,
a cuya cara, por demás risueña,
sirven de marco unos cabellos de oro.
Cara infantil, trasunto de los cielos,
donde lucir se ven tres maravillas,
pues tiene, cual la tuya, tres hoyuelos,
uno en la barba y dos en las mejillas.
Mejillas ruborosas
que hacen pensar con júbilo a la gente
que, el que las tiene, come solamente,
como la Venus de Schiavone, rosas.
Y a riesgo de espantar doctos oídos,
añado que Rebeca, sin disputa,
aunque tiene siete años, no cumplidos,
es, como un viejo cardenal, astuta.
Calcula por los dedos de la mano;
no hay fábula moral que ella no entienda;
y hasta sabe que un niño, que es su hermano,
se lo compró su madre en una tienda.
Y contando además cuentos extraños
con voz que es una música inefable
(porque no hay sinfonía comparable
al son de una alegría de siete años),
disipa enternecida
de su madre las penas.
¡Toda niña, al nacer, trae aprendida
la canción que cantaban las sirenas!


VI

   Cuando Alicia, la madre sin ventura,
vio amontonarse sobre su alma pura
engaños sobre engaños,
se resignó a morir sin calentura,
que es la muerte senil a los treinta años.
Tendida sobre el lecho,
al siniestro fulgor de una luz mate
que oscila en la pared y alumbra el techo,
de Alicia el corazón con ansia late
cual si fuera a saltársele del pecho.
Teniendo en su cabeza de esqueleto
una gorra de loca,
y oyendo a un cura, que la exhorta inquieto,
se sonríe la infiel con media boca,
dudando entre la burla y el respeto.
¿No es verdad, niño hermoso,
que el hecho escandaliza?
No temas el ejemplo. Esto horroriza,
y aquello que da horror no es peligroso.


VII

   Ya he dicho en otra parte, y lo repito,
que si no se halla el corazón contrito,
toda la humana ciencia es cosa poca
para templar el ansia de una boca
abrasada con sed de lo infinito.
Y así, como es tan vano,
cuando no hay fe, todo consuelo humano,
el corazón de Alicia, de ira lleno,
como un puñal indiano
empapó su mirada de veneno,
y con un gesto frío de amargura,
con ojos fijos y los labios mudos,
despidió al pobre cura
haciéndole el menor de los saludos.
Y el sacerdote, el corazón sintiendo
traspasado con flechas de ironía,
de la alcoba saliendo,
la frente señaló como diciendo:
- Por allí no anda el juicio todavía.-
Y Alicia, en tanto, con el cuerpo inerte
los ojos apartó de un Crucifijo,
y, resignada a su implacable suerte,
con más suspiros que palabras, dijo:
- ¡Marchémonos al encuentro de la muerte!-
¡Oh, Alicia sin ventura,
a qué terrible estado
la arrastró el ideal de su ternura!
¡Bien dice la Escritura,
que la muerte es la pena del pecado!


VIII

   Mas ¡oh resurrección inesperada!
Pero, antes que de Alicia cuente nada,
te diré que Rebeca
heredó de su madre una muñeca,
y que, haciendo con ella de persona,
crece, piensa, compara y reflexiona;
muñeca, en fin, para la cual cosía
un traje cada día,
y a quien daba a comer un guiso nuevo
en unas tazas que la niña hacía
de unos trozos de cáscara de huevo:
¡Guisos y tazas ¡ay! que aún son mi encanto,
pues me hacen recordar, bañado en llanto,
ciertas tortas de pan, que ella amasaba,
y que, feliz cual yo, me regalaba
mi nodriza en los días de mi santo!
¿Por qué, por qué nunca echará en olvido
memorias tan dichosas
mi espíritu, ya medio sumergido
en esa paz inmensa de las cosas?


IX

   Mas ya el hilo perdí de nuestro cuento.
¿Estábamos?... Es cierto; en el momento,
en que, hablando de Alicia a la muñeca
con su voz argentina,
iba muy pronto a parecer Rebeca
Cicerón flagelando a Catilina.
Pues al morir la madre, tristemente
habla la niña a su muñeca, enfrente
de un espejo tan claro como extenso,
que recuerda por limpio y por lo inmenso
los tiempos fabulosos del Oriente:
y merced a un reflejo
de la pálida luz que da en Rebeca,
le enseña a Alicia en ideal bosquejo
la imagen de la niña y la muñeca
el ángulo visual en el espejo;
y como ya Rebeca comprendía
si su madre creía o no creía,
(pues las niñas curiosas
tienen noticias ciertas,
y aprenden muchas cosas
cuando andan escuchando por las puertas),
con labio purpurino,
meciendo a su muñeca, le decía:
- ¡Pide al cielo, hija mía,
que Dios vuelva a mi madre al buen camino!-
¿Te burlas del candor de la inocente?
Yo también, niño mío,
viendo a Rebeca hablar tan seriamente,
teniendo ganas de llorar, me río.


X

   Mientras la niña del espejo enfrente,
esta infantil catilinaria dice,
la madre, de reojo, dulcemente
la mira, la acaricia y la bendice;
y recordando en el momento mismo
que vio algún día cual fulgente estrella,
en el espejo aquel la niña aquella
antes de ir a la pila del bautismo,
recobrando el candor de la existencia,
se enternece, suspira,
y, admirada de ver tanta inocencia,
manda un beso al espejo en que la mira:
y las cosas más tiernas y sencillas
de sus días primeros recordando,
de aquel cuadro infantil saltan, volando,
recuerdos, como alegres avecillas;
y pensando en su madre, llora, y luego
al calor de sus días de inocencia
se ablanda poco a poco su conciencia
cual cede el hierro de la fragua el fuego.
Y, puesta sobre el lecho de rodillas,
gritando con fervor- ¡perdón, Dios mío!-
su frente se empapó de un sudor frío
que resbaló después por sus mejillas.
Y al ver que, ya sensible a sus deberes,
Alicia mira al cielo,
la niña, que, cual todas las mujeres,
sabe a fondo la ciencia del consuelo,
la abraza alborozada,
y, a su madre abrazada,
Rebeca parecía
un ángel que, radiante de alegría,
presenta a Dios un alma extraviada!


XI

   ¡Lo que son los destinos!
De Alicia, descreída y virtuosa,
la muñeca fue el hada misteriosa
que a sus pasos abrió santos caminos;
pues por ella al final de su existencia,
con la bondad del alma de una santa,
juntando el buen humor a la inocencia,
y uniendo lo que alegra a lo que encanta,
volvió a beber las aguas cristalinas,
de la inocencia de la edad primera,
lo mismo que se van las golondrinas
a buscar una nueva Primavera;
y satisfecha ya, fue Dios su guía;
y ya inocente, recobró la calma;
que es la inocencia la salud del alma,
y es la salud del cuerpo la alegría.
Y olvidando sus males,
volvió a reconquistar desde aquel día
la religión, la gracia y la energía,
potencias invencibles e inmortales;
y recordando con filial ternura
los dioses lares de su hogar paterno,
tornó Alicia a adorar con alma pura
al Ser vivo, absoluto, uno y eterno,
fe, esperanza, verdad, bien y hermosura.


XII

   ¿Has comprendido bien, Pedro adorado,
cuan útil puede ser a la conciencia
un trompo como el tuyo bien guardado?
¿No ves, por experiencia,
que un juguete infantil desenterrado
puede ser una ciencia
que enseñe a desandar lo mal andado,
y a recordar los días de inocencia
uniendo lo presente a lo pasado?
¡Ya ves cómo a toda alma descreída
del alto cielo la clemencia alcanza,
y que, en trompo o muñeca convertida,
en todos los naufragios de la vida
echa el cielo el tablón de una esperanza!
¡Ya ves cómo un juguete que se deja
y que a encontrar se vuelve casualmente,
hace que Alicia vieja, y ya muy vieja,
torne a ser inocente;
y que, pensando ya cómo refleja
sus objetos el agua de la fuente,
con sus sentidos y potencias todas,
turbios los ojos y las manos secas,
toma el pretexto de ensayar las modas
para jugar, ya anciana, a las muñecas;
al olvidar sus muchos desengaños,
aunque vieja, muy vieja,
viviendo se asemeja
a una niña, muy niña, de cien años.
¡Saber envejecer! Esta es la ciencia
que yo con más ardor al cielo pido,
ahora que se extingue mi existencia
primero entre las brumas de la ausencia,
y después en la noche del olvido!
¡La fe en la ancianidad, son los favores
que pedirán al cielo tus dolores
cuando hayas aprendido
en tu vida precaria
que, a más de un receptáculo de horrores,
la tierra es una tumba solitaria,
sobre la cual derrama sus fulgores
el sol como una antorcha funeraria!


XIII

   Pero ¡ay! olvida, olvida
este final tan lúgubre y sangriento,
pues sé, por mi desgracia y mi escarmiento,
que es un gran mal el conocer la vida.-
Y, pues llegó a su término mi cuento,
aunque es, por su fortuna,
poco menos que ocioso
aconsejar al que, cual tú, dichoso,
la ciencia y la virtud halló en su cuna,
oye un consejo y deja que te abrace:
Sé leal a la gloria de tu nombre,
pues la mayor traición es ser el hombre
desertor de las filas en que nace.
No olvidando esta historia,
y guardando ese trompo y siendo bueno,
seguirás por la senda de la gloria
que te trazó con su inmortal memoria
tu ilustre abuelo de modestia lleno2.
Aprende bien que obliga la nobleza,
y Dios te lo demande
si no imitas con ciencia y con firmeza
la rectitud, la gloria y la entereza
de aquel a quien su patria le hizo grande
y que fue superior a su grandeza.


XIV

   ¿Me juras que lo harás? ¡Pues adelante!
Toma un beso, y adiós, que estoy de prisa:
que dure eternamente en tu semblante
la bella obstinación de tu sonrisa.
Y, en prueba de lo mucho que te adoro,
¡ruego al cielo que, alegre y sin hastío,
no tengas que llorar, como yo lloro,
penas sin causa en horas de vacío;
y que las Parcas hilen, hijo mío,
el hilo de tu vida en husos de oro!

 
 
FIN
 
 




ArribaAbajoLa gloria de los Austrias

A mi buen amigo el profundo filósofo Don Urbano González Serrano.




Poema en un canto



I

   ¡Musa viril de la Epopeya, canto
aquella acción tristísima en que vino
a ser de niño el héroe de Lepanto
un hermoso juguete del destino!
¡Canto, Musa, al varón que siendo espanto
del turco, el holandés y el argelino,
en la historia aprendió de unas manzanas
la caridad y la virtud cristianas!


II

   ¡Canto también al héroe, que de horrores
fue la Europa y el África llenando,
hasta que, harto de goces y de honores,
la tristeza de Tito halló en el mando;
al que la suerte, incierta en sus favores,
le hizo saber por fin, el tiempo andando,
como puede parar un campesino
al conductor del carro del destino!


III

   ¡Lector, lector! ¡Aprende en la aventura,
que siempre, el que honra a un pobre, sale honrado,
y que son la ventura o desventura
reflejos nada más de lo pasado!
¡Verás en esta rápida lectura,
por tu gran corazón iluminado,
que no siempre da dicha la victoria,
que es la virtud más grande que la gloria!


IV

   Muy niño aún, descalzo y sin montera,
subió a robar manzanas a un manzano
don Juan de Austria: era un alma aventurera,
y el mundo es un festín para el milano.
Se ignora de él en la comarca entera
que es hijo de su excelso soberano.
Pues ¿qué hace en Yuste? Es paje de Quijada.
Nada. Un poder desconocido, es nada.


V

   El mismo Emperador con extrañeza
ve que, en cuanto a perales y manzanos,
los esquilma don Juan con la destreza,
que envidiaría un jugador de manos.
Lo ve, porque arrastrando su tristeza,
de incógnito por cumbres y por llanos
vaga el Rey junto a Yuste sin objeto,
dejando ¡gloria a Dios! al mundo quieto.


VI

   El hijo natural del padre augusto,
convirtiendo el manzano en su despensa,
comía las manzanas con un gusto
que denotaba una salud inmensa.
- «Siete veces al día peca el justo,»-
disculpando a don Juan, don Carlos piensa.
- «Siete veces»... siguió en su pensamiento,
«Menos justos cual yo que pecan ciento».-


VII

   Lo ve también el dueño del manzano,
y le arroja a don Juan tales pedradas,
que hace correr hasta el lugar cercano
a un rebaño de cabras asustadas.
Al verlo, grita el Rey- «Basta, villano».-
¡Cómo! diréis, ¿en épocas pasadas
a un príncipe apedreaba un campesino?
Así pasó. Cuestión: ¿qué es el destino?


VIII

   Del árbol baja al fin sin escalera
don Juan, ve al Rey, y sin dudar escapa,
y por correr, cruzando la pradera,
deja al pie del manzano gorra y capa.
Huyendo así aquel héroe, que aún no lo era,
un resfriado de cabeza atrapa.
Es la misma canción y el mismo cuento:
Siempre en guerra la dicha y el talento.


IX

   Corre don Juan, e infiel a su destino
de héroe futuro y noble caballero,
se agazapa en la acequia de un molino,
del cual quisiera ser el molinero.
Viendo huir a don Juan, el campesino
«¡Cobarde!»- le gritó; después «¡ratero!»-
Y al Rey «¿quién eres?»- preguntó el vasallo,
lanzando aquí la interjección que callo.


X

   Con la altivez de un hijo de la luna
el rey le contestó:- «¡Carlos de Gante!»
- «Y ese niño, ¿quién es?»- «De noble cuna,»
le replicó ya el Rey de mal talante.
- «Pues tú responderás con tu fortuna
de ese ladrón con trazas de estudiante».
- «Bien hecho, piensa el Rey, es un malvado
el que tala la mies que no ha sembrado».-


XI

   Cual buen patán creo el labrador artero,
que el Rey es algún pillo disfrazado
que lleva en la cabeza por sombrero
un tubo mas, o menos prolongado.
El destino es muy poco caballero,
y aquel jayán, tan ciego como el hado,
al más grande y más bravo de los reyes
lo encerró en el establo de unos bueyes.


XII

   ¡Ved, lector, a un mortal casi divino,
por no ser conocido, aprisionado!
¡Oh golpes imprevistos del destino!
¿De dónde arrancara lo inesperado?
Pensó el Rey corromper al campesino,
mas no halló en su bolsillo ni un ducado,
y por primera, vez vio el caballero
que no hay héroes sin fuerza y sin dinero.


XIII

   - «Irás anto el alcalde de Plasencia,»-
el labrador con furia le decía;
y, según el temblor de su conciencia,
el pobre emperador se lo creía,
pues sabía muy bien, por su experiencia
de Villalar, de Roma y de Pavía,
que ante la innoble realidad del hecho,
la fuerza, aunque es brutal, vence al derecho.


XIV

   Y ni pudo matar a aquel pechero,
porque el día anterior el soberano
pensando en poner fuego al mundo entero
cayó un candil, y le quemó una mano.
No lo mató por eso, aunque, altanero,
«¡Villano!»- dijo, y repitió:- «¡Villano!»-
¡Justo es gran Rey que sufras, y recuerdes
el cuento de las uvas que están verdes!


XV

   ¡Poder de la justicia! El Rey temía
ser llevado al alcalde de Plasencia,
pues siempre en su alma fue, como en la mía,
su genio y su defecto, la prudencia.
Detenido tres horas aquel día,
tres ovillos gastó de su paciencia
el hombre a quien, humildes hasta entonces,
adulaban los mármoles y bronces.


XVI

   Y ¡pobre Rey! su corazón devora
el dolor más atroz de los dolores,
porque lo ve humillado una pastora
que mantiene carneros con las flores.
Y, ¡oh amor, amor! su noche se hace aurora
viendo de ella los ojos tentadores,
pues el Rey en victorias y en mujeres
tiene un alma glotona de placeres.


XVII

   Después quiso el destino caprichoso
que con hambre voraz y escasa ropa
pasase por allí Roque el leproso,
que iba al convento a demandar la sopa.
Y hablando al labrador, que está furioso,
pide perdón para el señor de Europa,
quien no tiene en verano ni en invierno
el gusto de saber lo que es pan tierno.


XVIII

   ¿Librar un pordiosero a un poderoso?
He aquí, lectores míos, realizado
el cuento, para muchos fabuloso,
del ratón y el león aprisionado.
Libró al Emperador Roque el leproso,
porque aquel una vez desde un terrado,
un mendrugo le echó de pan moreno
de trigo malo y de peor centeno.


XIX

   Roque el leproso convenció al villano
de que una buena acción trae buena suerte;
que la mujer, el niño y el anciano,
son tres seres sagrados para el fuerte:
sin saber que era el viejo un soberano,
pintó con tal fervor su mala suerte,
que hizo a todos llorar Roque el leproso:
y es que el bien como el mal es contagioso.


XX

   Y aunque un juez necesita de un culpable,
desarruga el labriego el entrecejo,
y después de llamarle - «¡miserable!»-
olvidando al muchacho, suelta al viejo.
Humilde el Rey y el labrador afable,
de la Biblia adoptaron el consejo:
Al rico no abusar de su opulencia,
y al pobre ser sublime en la paciencia.


XXI

   Libre ya el Rey, sólo pensó de veras,
por padecer de gota y de otros males,
en sentarse en su silla de caderas,
que no valdría en venta cuatro reales.
Y no sintiendo ya las borracheras
del licor de los sueños inmortales,
dijo, tocando con la barba al pecho:
- «Todo cuanto hace Dios, está bien hecho».


XXII

   Y a Yuste vuelve el Rey con paso lento,
al extinguirse el sol en Occidente,
y va sus penas confiando al viento
que se queja, como él, eternamente.
Al verle dirigirse hacia el convento,
- «¡Buen viaje, Majestad!»- dice la gente.
- «¡Gracias, gracias!» don Carlos repetía,
y- «¡buena está mi majestad!»- decía.


XXIII

   En España no hay cólera durable;
y, siendo algo español el gran Tudesco,
ya al morir aquel día interminable
se le templó la rabia con el fresco.
Y al fin de esta odisea memorable
confesó con candor caballeresco:
¡Que la ley es más fuerte que la espada;
que es todo la virtud, la gloria nada!

 
 
FIN
 
 




ArribaAbajoLos amores en la luna


Poema en tres cantos

Dedicado al señor don Manuel del Palacio, insigne poeta.






ArribaAbajoCanto primero



I

   No hay dicha en este mundo: he aquí un gran tema
para escribir, como escribir confío,
un poema que, triste por ser mío,
será más bien un sueño que un poema.


II

   Doña Isabel de Portugal, esposa
del Rey y Emperador Carlos Primero,
miraba al Rey, su primo y compañero,
con ojos que veían otra cosa;
y es que, aunque fiel casada,
siempre fija en el cielo la mirada,
a través de un gentil sonambulismo,
se juzga de Lombay enamorada
(y amar, o creer amar, todo es lo mismo),
y, cada vez que su extravío nota,
más que amante, devota,
con conciencia intranquila,
haciendo cruces la inocente, agota
toda el agua bendita de la pila.
¡Oh, virtud adorable
que se cree abominable
porque ama a un ser en la región del viento!
Que me conteste el juez más implacable:
¿es crimen ser infiel de pensamiento?


III

   Pero ¿cómo y por qué puede una esposa
hacer saber una pasión que esconde?
Permitid que mi pluma valerosa
estos misterios del amor ahonde.
Yo sé de cierta hermosa
que amó con la pasión más tormentosa,
y amó porque, al pasar por no sé dónde,
le dijo no sé quién no sé qué cosa.
Y sé de otra también, que aunque pedía
por la noche a los ángeles consejo
para ser buena en el siguiente día,
se hacía amar con tan discreto modo
que, aunque nada a su amante le decía,
tan sólo con fruncir el entrecejo
se lo contaba, sin embargo, todo;
y es porque sabe el alma enamorada,
mejor que muchos sabios,
cuanto nos dicen, sin hablarnos nada,
un dedo que se aplica a ciertos labios,
una palabra, un gesto, una mirada.


IV

   No hay cosa más común en los amores
que esos vagos ardores
que nuestras almas llenan
de unas locas visiones que envenenan,
así como envenenan muchas flores.
¡Cuántas mujeres veo
que del amor padecen el ,martirio,
y que, adorando a un hombre con delirio,
no han llegado jamás ni aun al deseo
castas mujeres, que en secreto adoran,
y que son adoradas sin medida,
y que a veces también, aunque lo ignoran,
son la oculta novela de otra vida!
¡Oh, Dios! ¡Cuánta alma buena
con la mirada llena
de sueños y horizontes interiores,
como carga importuna
sacude de la tierra los dolores,
y luego, en busca de mejor fortuna,
va soñando al país de los amores!...
¿Dónde está ese país?- ¿Dónde? En la luna.


V

   Al Marqués de Lombay, noble, severo,
de hombres envidia y de mujeres gozo,
la Reina le llamaba «el caballero»;
las damas le decían «el buen mozo».
A este insigne varón, después que le hizo
paje de honor la infanta Catalina,
por una gran razón que se adivina,
la Reina le nombró caballerizo;
y por fin, el buen mozo y caballero
(que a Santo llegó un día),
que Marqués de Lombay siendo primero
fue después cuarto Duque de Gandía,
gozando de la reina la privanza
(sin la promesa real de dicha alguna),
vivió en eterno estado de esperanza,
que es vivir en un valle de la luna.


VI

   ¡Cuántos nobles amores,
llenos de ansias y celos,
sin tocar en las puntas de las flores,
en el azul se mecen de los cielos;
amores que, aunque son de pensamiento,
embargan por entero nuestra vida,
y que, al morir nosotros, en el viento
se pierden como música no oída!


VII

   Y tú, lector querido,
¿no has conocido alguna
que, aunque fiel en la tierra a su marido,
ama a otro hombre fantástico en la luna?
De este modo la Reina, embebecida,
cruzando en ilusión los cuatro vientos,
un columpio formó de pensamientos,
y en ellos se meció toda su vida;
y así tan sólo a comprender alcanza
el alma más severa
cómo puede un amor sin esperanza
llenar de dicha una existencia entera.


VIII

   Pero pregunta una mujer curiosa:
- Siendo infiel en los astros a su dueño
la grande Emperatriz y noble esposa,
¿no era culpable?- Sí.- ¿De qué?- De un sueño.-
¿Un sueño? Cuántas almas candorosas
suelen amar contra su mismo intento
porque en ciertas alianzas caprichosas
acaso con su propio sentimiento
se confunde el aliento
misterioso del alma de las cosas!
¿Un sueño? ¡Cuántas vírgenes piadosas,
en un rapto de amor calenturiento,
sin restricción alguna
se van a amar sobre lo azul del viento,
porque tiene en los valles de la luna
su derecho de asilo el pensamiento!


IX

   ¡Es, vive Dios, una verdad terrible,
(terrible como todas las verdades),
que un corazón sensible
para huir de las frías realidades,
convirtiendo en posible lo imposible,
conducido por mano de las hadas
se tenga que escapar de lo invisible
por las oscuras puertas entornadas!


X

   ¡Oh, sueños del amor y de la gloria!
¿Quién no tiene en la luna algún amante?
Oíd de esta pasión la eterna historia:
Se llega a ver a un ser un sólo instante,
y después va empezando aquel semblante
a flotar vagamente en la memoria.
¿No veis esa mujer que está delante?
- Sí.- ¿Quién es?- Una sombra encantadora
que, cruzando más rápida que un ave,
pasa, mira, nos ciega, se enamora;
la vamos a seguir, y se evapora.
¿Quién será? ¿Qué será? Nada se sabe.
¿Dónde se fue? ¿Qué hará? Todo se ignora.



ArribaAbajoCanto segundo



I

   ¿No estáis, lectores míos, admirados
de ver, ora en ausencia, ora en presencia,
lo mucho que interviene en la existencia
la diosa de los mundos encantados?


II

   Oíd por boca del amor más tierno
el placer infinito que se siente
en la interior visión del mundo externo.
A una niña inocente
¿Te aburres, dí?- su madre le decía;
y la niña risueña respondía:
- No, madre; me distraigo interiormente.-
¡Modelo de los que aman sin medida
la niña, interiormente distraída,
como ella, fantaseando hechos y cosas,
entretienen mil almas virtuosas
este inmenso bostezo de la vida!
¡Oh ilusión adorable,
hija del cielo y de la dicha hermana,
a no ser por tu magia soberana
nos mataría el tedio inexorable,
eterno fondo de la vida humana!


III

   Pero mi mente, como todas, vuela,
y de la grande Emperatriz se olvida;
y así, dejando a un lado la novela,
volvamos a la historia de su vida.


IV

   La Emperatriz, hacia los treinta abriles,
tenía una belleza incomparable.
Yo vi en un medallón sus dos perfiles,
y la encontré dos veces admirable.
Aquel rostro tan bello
que a sus Venus después puso el Ticiano,
lo rodeaban con gusto soberano
dos matas abundantes de cabello;
a su augusta altivez poniendo el sello
las gasas de su gola y de su mano;
sus manos blancas y su enhiesto cuello
le daban un aspecto puritano.


V

   Aunque la Reina-Emperatriz prudente,
detesta cordialmente
el amor que se acerca demasiado,
ansía, estando de Lombay ausente,
corrientes de suspiros de aquel lado;
y hasta cuenta la fama
que, sin hacer a su pudor agravios,
viendo unido a Lombay con otra dama,
triste ocultó la Emperatriz su llama,
dijo «¡mejor!» y se mordió los labios.
Pero, aunque ausente, y además casado,
en pensar en Lombay su alma se aferra,
y con gentil cuidado,
soñando en el ausente idolatrado,
para verlo mejor los ojos cierra,
y tiene así, de su deber al lado,
el alma en lo ideal y el cuerpo en tierra.


VI

   Pero esto, me diréis, ¿no es ser demente?
Cuando se ama en extremo, es lo ordinario
ser un poco demente, y más que un poco,
pues siempre fue y ha sido necesario
para ser muy feliz ser algo loco.
Y en su amor, locamente extraordinario,
mientras se postra ante ella el mundo entero,
la Emperatriz con culto verdadero
se arrodilla ante un ser imaginario.
Mas, salvando el honor de su marido,
siempre el amor con el pudor hermana,
y así vive, aunque infiel, la Soberana
con la conciencia del deber cumplido;
y nunca de la altiva castellana
puede ser el secreto sorprendido,
pues sólo antes que alumbre la mañana
es cuando astuta, si lo ve dormido,
la frente de Endimión besa Diana.


VII

   Mas ¿qué han de hacer ¡Dios mío!
sino buscar consuelo en las estrellas
las reinas que, en sus horas de vacío,
ven que tornan los reyes para ellas
la forma del deber o del hastío?
¡Ay! sí: mientras la Reina sin fortuna
cumplía como buena sus deberes,
don Carlos, en sus múltiples placeres
sin miramiento ni prudencia alguna,
no sólo idealmente a las mujeres
las conduce a los valles de la luna,
sino que en la vehemencia
de su insaciable pecho
la realidad agota sin conciencia,
y llama, cual Calígula en demencia,
la misma luna a compartir su lecho.


VIII

   Pero en cuanto a la Reina es muy distinto;
en vano el mundo su conducta acecha,
pues comprende muy bien su noble instinto
que la esposa del César Carlos Quinto
debe estar hasta exenta de sospecha.
Y cuanto más soñando se extravía,
hablando con sus mismos pensamientos:
«Dios me dará pesares, se decía,
pero nunca tendré remordimientos...»
Y ya por el dolor purificado
el amor de su sueño la extasía,
y así del grande Emperador al lado
mirando a su marido lo perdía,
se buscaba a sí mismo y no se hallaba.
¿Que esto es ser criminal? ¡Oh, cielo santo!
¡Cuánta mujer, como ella, muy honrada,
con femenil encanto
mientras habla a su amante, embelesada,
sigue con otro diálogos en tanto
perdida en el espacio su mirada!


IX

   Y ¿qué más? Cuando al cielo levantados
se ignoran a sí mismos los sentidos,
a la tierra apegados
por el deber y la palabra unidos,
yo vi muchos amantes muy queridos
de corazón y de hechos separados,
hallándose en la luna confundidos
con sombras de otros seres adorados:
amantes que, aunque buenos y dichosos,
persiguiendo ardorosos
cansados de lo real, sueños livianos,
se quieren en la tierra como hermanos,
y tienen en la luna otros esposos.


X

   ¿Dudáis de esta verdad, lector amado?
Pues no estéis en su fe muy confiado,
aunque tengáis a vuestra amada enfrente,
pues positivamente
cuando está distraída a vuestro lado
es que se acerca a su querido ausente.
¡Cuántas veces, henchida de fragancia,
besa una boca a su adorado dueño,
y otro ser, a mil leguas de distancia,
oye un eco que vibra como un sueño!
Y es que, aunque el beso suena donde toca,
al ponerse después en movimiento,
ligero como el viento
su dirección el pérfido equivoca,
pues remitido al Norte con la boca,
se lo lleva hacia el Sur el pensamiento!


XI

   ¡Salud, valle encantado de la luna!
en ti, en mi edad pasada,
¡oh, imagen, sobre todas, adorada!
tuve yo, entre otras, una,
hace ya muchos años, secuestrada.
¡Cuánto he amado y sentido!
¡Y tú, joven lector, ten entendido
que, si amo hoy sólo por amor al Arte,
también, por la ilusión desvanecido,
caminé por el mundo distraído
cual si viviese en Júpiter o en Marte!
Y, aunque ya no me empeño
en seguir a mi ardiente fantasía,
pues tengo en mi mujer mi fe y mi sueño,
y en mis libros la calma y la alegría,
todavía mi mente
hace brotar ardiente
del fondo de mi infancia maravillas,
y es tan verdad que, ayer precisamente,
pasó una antigua imagen por mi frente
que mi insomnio cargó de pesadillas.
¡Aún suelo recordar en mi ardimiento
varias memorias, en la luna ausentes,
con quienes hice yo de pensamiento
millones de locuras inocentes!
Y aún me acuerdo de alguna
que, aunque esposa severa,
con alma llena de ilusiones, era
fiel en la tierra y pérfida en la luna...
Pero ¡ay! esto pasó. ¡Bien lo he llorado!
¿Te acuerdas de ello, Inés? ¿y tú, María?
Mas ¡qué memoria tan tenaz la mía!
¡Esto también pasó! ¡todo ha pasado!



ArribaAbajoCanto tercero



I

   Hay un amor profundo
que nunca encuentra en nuestra vida calma:
y hay un exceso de alma
que jamás halla, empleo en este mundo.
Y prueba de ello son las almas puras
que, para hallar a su cariño empleo,
extravasan en sueños sus ternuras,
imitando en su loco devaneo
a todas esas santas criaturas
que recorren, viviendo en sus clausuras,
los inmensos pensiles del deseo.


II

   ¡Cuánto he envidiado yo, cuánto he admirado
el amor de esos seres elegidos
que pueden, enfrenando los sentidos,
adorar sin vergüenza y sin pecado;
que con sana conciencia,
alzando lo más puro de su esencia
hasta uno de los valles de la luna,
agregan su existencia a otra existencia,
y pueden conservar sin mancha alguna
todo el tiempo que quieran la inocencia!


III

   Con tal piedad y con pureza tanta
amaron, cual Lombay y la Princesa,
con ese amor que a la virtud encanta,
Juan a Santa Teresa,
Jerónimo a Paulina, también Santa.
¡Honor a estos fantásticos cariños
que son tan inocentes
como lo son los sueños trasparentes
que envía Dios a pájaros y a niños!
Jamás concebirán de nuestra mente
amores tan sublimes y tan tiernos
los que saben amar tan solamente
con el amor que alegra a los infiernos!


IV

   ¡Reina infeliz! cual dice la Escritura
vio a un hombre un día por su mala suerte,
y después con tristeza y con ternura
se quedó pensativa hasta la muerte.
Don Francisco de Borja la quería
con tanta abnegación, con ardor tanto,
que antes de ser un héroe y luego un santo,
ya un cristiano de Esparta parecía.
Y la Reina entre tanto apasionada,
aunque al pudor no le defrauda en nada,
casta, y leal, y mística y severa,
a su angustia febril abandonada,
en su trono imperial vive sentada
más triste que una virgen de Rivera;
hasta que lentamente
sofocando en el pecho aquel misterio,
la Reina Emperatriz fue tristemente
bajando esa pendiente
a cuyo pie se encuentra el cementerio.
¿Y qué es morir? Es el morir, en suma,
un hecho que en idea se trasforma,
y, así como una llama entre la bruma,
la Reina, cual incienso que perfuma,
ondeó, se disipó, perdió su forma,
y en espíritu fue de vuelo en vuelo
de aquí a la luna y de la luna al cielo.
¡Murió joven aún, pero ¿qué importa?
va y viene la mujer cuando Dios quiere,
y en su vida infeliz, o larga, o corta,
nace, brilla, enamora, sufre y muere!


V

   Lombay, que siempre continuó la senda
del amor y la gloria,
su vida pasó a historia,
y su historia después pasó a leyenda:
y cuenta esta leyenda infortunada
que el Marqués, para colmo de sus penas,
partió a inhumar a la feraz Granada
a la gran Reina, y respirando apenas,
en la muerta clavada
por largo tiempo tuvo la mirada
que le llevaba el frío hasta las venas;
y horrorizado, y por el llanto ciego.
- Ya sólo lo que viva eternamente
volveré a amar,- dijo Lomba; Y luego
sus ojos que brillaban como el fuego
se apagaron ante ella eternamente!


VI

   Y esperando el momento
de ir a más alto asiento,
alzó entre el mundo y él un doble muro,
e hizo acopio de amor en un convento;
mas ¿de qué amor? de aquel... del amor puro
que busca el sacrificio y el tormento.
Fue bueno y santo al fin; pero es lo cierto
que le fueron siguiendo a todas horas
aquellas ilusiones tentadoras
que llevó San Jerónimo al desierto.
San Francisco de Borja a Dios alaba,
mientras la sombra de Isabel adora,
y su alma fiel, que por su amante llora,
de Dios esposa y del deber esclava,
la dicha del amor, que es de una hora,
la da por esa paz que nunca acaba.
Y en éxtasis de sueños inmortales,
ignorando Lombay si sueña o vela,
se pierde, como un ángel cuando vuela,
en sueños infinitos e ideales,
pues en el mundo real, si bien se mira,
merced a la ilusión y a la memoria,
solamente es verdad lo que es mentira.
¡Oh, novela inmortal, tú eres la historia!

 
 
FIN