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ArribaAbajoLos buenos y los sabios

Poema en cinco cantos


A mi idolatrado hermano Leandro.






Canto primero

Juan Fernández



I

    Tocó a Pedro la suerte de soldado;
pero hombre sabio y sin ningún denuedo,
todo desconcertado,
la sentencia escuchó verde de miedo.
Y como en casa había  5
otro hermano más joven que tenía,
como buen labrador, gustos sencillos,
gran corazón, gran pie, grandes carrillos,
y unos puños más grandes todavía,
el padre, por la madre aleccionado,  10
-Si a Pedro le ha tocado ser soldado
y tanto el traje militar le asusta-,
pregunta a todos de inocencia lleno-,
¿hay cosa más sencilla ni más justa
que vaya por él Juan siendo tan bueno?-  15
Y nadie, por temor o hipocresía,
contra esta vil sustitución reclama.
Y, pensándolo bien, Juan ¿qué valía,
comparado con Pedro, que tenía
la ambición del saber y de la fama?  20
Y el cura, el alguacil y el cirujano,
todo el género humano,
encuentra natural que Juan, gozoso,
sacrifique a la ciencia de su hermano
su fortuna, su amor y su reposo.  25
Y a ninguno subleva esta injusticia
hecha a un ser sin malicia,
de aspecto agreste y de carácter tierno.
¡Oh bondad! ¡tú despiertas la codicia
de todos los demonios del infierno!  30


II

   Mientras de Pedro el párroco asegura
que será en religión un alma pura
y un genio sin rival en medicina,
se burla él ya de la moral del cura
amando sin virtud a su sobrina.  35
Es Pedro un hombre silencioso y grave,
y, aunque ya tiene vicios,
¿qué importan en un joven que ya sabe
que fundaron a Cádiz los fenicios?
Finge bien la modestia el petulante;  40
y con genio y carácter volteriano,
es un mal estudiante
que estudia bien el corazón humano.
Y, aunque escaso de ciencia,
como nació de escrúpulos ajeno,  45
le enseñó desde niño su conciencia
que ser sabio es más útil que ser bueno.
Dice él que no ama el oro, y no lo creo;
y blanco de ira y por envidia flaco,
material por placer, de instinto ateo,  50
de rostro afable y de intención bellaco,
vive con la manía
de maldecir de su feliz estrella,
y cual buen pesimista en teoría
le va en la vida bien y habla mal de ella.  55
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III

   Pero Juan, que era el bueno y trabajaba,
¿qué puesto entre sus deudos ocupaba?
Un puesto tal que, al repartir la madre
los dulces que a los hijos les feriaba,
-¿No das a Juan? -le preguntaba el padre-  60
y ella decía: -Es cierto, lo olvidaba.-
Por cortedad huraño,
sólo habla con las mulas y el rebaño
que hacia los campos guía,
sin saber qué hora es en ningún día,  65
ni el día, ni aun el mes, en ningún año.
Siendo tan sobrio Juan, a falta de olla,
con cebolla y con pan se desayuna,
y ya alto el sol, sin diferencia alguna,
se come por variar pan y cebolla.  70
Como es todo mortal falto de trato,
según San Agustín, o santo o bestia,
por su gran castidad y su modestia
es Juan un Escipión y un Cincinato.
Para qué sirve el tenedor ignora,  75
y coge con los dedos las tajadas,
y ríe cuando ríe a carcajadas,
y aúlla como un lobo, cuando llora.
Aunque tiene cierto aire de limpieza,
dice Pedro su hermano  80
que, al tiempo en que se rasca la cabeza,
se peina con los dedos de la mano.
Prescinde en esta vida del deseo,
de la ilusión, del oro y de la gloria,
y evita, dando vueltas a la noria,  85
vendándose los ojos, el marco.
Y este ser tan benigno ¿es destinado,
sin tocarle la suerte, al heroísmo?
La bondad es el suelo preparado
en que siempre los sabios han criado  90
el pan con que se nutre el egoísmo;
y por eso ya el vulgo ha sospechado
que han de ser y que fueron un ser mismo,
Juan Lanas, el buen Juan y Juan soldado.


IV

   Juan tiene por amante  95
a una joven de carnes excedentes,
que echa mano a la oreja a cada instante
para ver si están firmes los pendientes;
pendientes de cerezas
que él recoge en el campo, de amor ciego,  100
y que ella fiel, con bíblicas ternezas,
antes los luce y se los come luego.
Es María, o Maruja, una aldeana
que, cual base de un sueño delicioso,
tiene un tío riquísimo en la Habana,  105
bonachón, algo verde y ya gotoso.
Tiene además los ojos como soles,
y en las sienes, tocando a las mejillas,
dos rizos sostenidos por horquillas,
llamados en Triana caracoles.  110
Responde a los requiebros con cachetes,
y, no estando de risa amoratada,
parecen sus mofletes
un compuesto de leche y de granada.
Ama Juan a Maruja tan de veras,  115
que si algo le pedía,
aunque ella le decía: -lo que quieras-,
no sabía él tomar lo que quería.
Mas será para mí gran maravilla
si es fiel a Juan Fernández la aldeana,  120
porque, más que a una doble cortesana,
tengo yo miedo a una mujer sencilla;
que el candor con sus grandes honradeces,
tendiéndonos la red de sus patrañas,
enreda al cortesano en sus dobleces  125
lo mismo que a las moscas las arañas;
y la fe campesina es muy paciente,
pero, después de todo,
muy candorosamente
en el campo la gente  130
acomoda el amor a su acomodo.


V

   En conclusión; Pedro obligó a su hermano
a que fuese a cumplir su mala suerte,
como aquel Espartano
que en nombre de su honor, y lanza en mano,  135
mandó a su esclavo a combatir a muerte.
Y al ponerle en camino,
así Pedro habló a Juan: -Pues que el destino
suele hacer de un jayán un caballero,
y un héroe de un furriel adocenado,  140
no olvides, Juan, que, para ser soldado,
el despreciar la vida es lo primero.-
Después el cura, de latín henchido,
en vez de unos doblones,
le echó, con un sermón, dos bendiciones;  145
y el padre, algo afligido,
como el cura, le dio buenas razones.
Total: muchos sermones;
un sermón muchas veces repetido.
Sólo un viejo pastor ex guerrillero,  150
sacó, rompiendo en llanto,
dos monedas gastadas por el canto,
de un bolsillo de cuero;
y -Toma, Juan, -le dijo-,
no te doy más, porque ya sabes, hijo,  155
que es cobarde un soldado con dinero.-
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Y Juan, casi ofendido en su ternura,
se alejó más que a prisa,
porque a nadie afligió su desventura:
y es que, según el cura,  160
era tan bueno Juan que daba risa.
Víctima, en fin, de una implacable ciencia,
partió Juan con magnánima paciencia,
¡Admira el ver de lo que son capaces
esos hombres de bien que, pertinaces,  165
nunca pierden la fe ni la inocencia!


VI

   Mas cuando, ya muy lejos, se extinguía
de un sol de otoño la postrera lumbre,
oye Juan, o cree oír, desde una cumbre
que es su casa un delirio de alegría.  170
Y se esforzó en seguir; pero, notando.
que al llegar de su hacienda a los linderos
el perro con ladridos lastimeros
le solía llamar de cuando en cuando,
como en fin se reduce nuestra vida  175
al humilde rincón en que nos aman,
quiere ver con el alma enternecida,
si en su mansión querida
hay seres que le lloran y le llaman;
y por la sombra nuestro Juan velado  180
se volvió hacia su casa apresurado;
porque es nuestro destino
que pase el porvenir, como el pasado,
la mitad en andar por un camino,
y otra mitad en desandar lo andado.  185


VII

   Al llegar, mira Juan por el postigo
lo que en la choza pasa;
mas se apoya en la esquina de la casa,
lo mismo que en el hombro de un amigo,
al ver desde la esquina  190
que, alrededor del fuego que brillaba,
el gato de la casa ya ocupaba
el rincón que él llenaba en la cocina.
Y al notar con tristeza
que olvidándose de él muchos reían,  195
mientras pudo observar con extrañeza
que en la cuadra las mulas no comían
por volver, para verle, la cabeza,
el triste, en actitud desesperada,
a su dolor se entrega  200
con la frente apoyada
sobre el tronco del árbol de la entrada
que da sombra a la casa solariega.
Luego el rostro volviendo hacia la puerta,
en tanto que su cuerpo sostenía  205
el árbol que en verano parecía
una jaula de pájaros abierta,
vio que algunos reían y cantaban;
y al mirar que sus deudos le olvidaban,
buscando en su dolor un compañero,  210
abrazó con encanto verdadero
el árbol cariñoso en que sesteaban
seis gallinas, un gallo y un cordero:
y hasta creyó que, respirando amores,
le daba un tierno «¡adiós!» por vez postrera  215
aquel árbol, tan lleno, en primavera,
de perfumes, de ruidos y de flores;
y entonces conoció su alma encantada
cuánto al bueno alboroza
esa canción, sin nombre, susurrada  220
por el sauce llorón que está a la entrada
de la puerta sin puerta de una choza.


VIII

   Y, en fin, viendo afligido
que el mundo de sus deudos, divertido
por festejar a aquel que se quedaba,  225
al desdichado Juan, que se marchaba,
dejaban de nombrarle por olvido,
humilde y humillado,
lo mismo que un cachorro castigado,
de dolor traspasadas sus entrañas,  230
se marchó a ser soldado,
al alborear de un día en que, aplomado,
el cielo se apoyaba en las montañas;
y huyó, y huyendo se mesó el cabello,
¡Ay del mortal que a conocer empieza  235
por la primera vez lo que es tristeza!
¡Ay del que es bueno y se arrepiente de ello!
Y solo, y de sí mismo frente a frente,
empezó a conocer, aunque con pena,
que es la propia bondad cosa excelente  240
para escabel de la ventura ajena.
Y al ver su porvenir desvanecido,
maldijo... Pero luego, arrepentido,
echo mano al bolsillo, en que tenía
una estampa de un santo desollado,  245
lo besó con furiosa idolatría,
y después, alejándose de lado
para ver bien la casa de María,
los ojos se enjugaba, y resignado:
-¡Cómo ha de ser! ¡cómo ha de ser! -decía.  250


IX

   De este modo, obediente y con tristeza,
vendido siempre Juan por su ternura,
fue a abismar su cabeza
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en esa bruma de la vida oscura,
formada de altivez y de bajeza,  255
de injusticia, de envidia y de impostura.


X

   Y ahora que sabemos
que lleva la bondad a esos extremos,
ya escucho esta pregunta en vuestros labios:
-¿Quién sabe más, los buenos o los sabios?-  260
¡En el día del juicio lo veremos!


Canto segundo

Juan Soldado



I

   Ya vuelve Juan, entre himnos de victoria,
de laureles ceñido;
y aunque llega, cual veis, tan mal vestido
del campo del honor y de la gloria,
la luz del iris en su pecho brilla,  5
pues lleva en él colgadas
dos cruces encarnadas,
una blanca, otra azul y otra amarilla.


II

   Fue tan grande de Juan la bizarría,
que Pedro Antonio de Alarcón decía  10
que en Tetuán se batió como una fiera,
llevando en la batalla por bandera
un pañuelo de hierbas de María;
y añadía de Juan, que se quedaban
de lágrimas sus ojos arrasados,  15
si alguna vez, luchando, destrozaban
un sembrado de trigo los soldados;
porque era tan buenazo,
que cuando airado para herir movía
aquel fornido brazo,  20
tan solamente daba, si podía,
en vez de una estocada un puñetazo;
así es que un día, exento de despecho,
de su fama en desdoro,
por no romperle la cabeza a un moro,  25
por poco el moro le atraviesa el pecho.


III

   ¡Dichoso Juan, que viene
ignorando en sus santas ilusiones
que siempre alcanza el triunfo aquel que tiene
la razón de los muchos batallones,  30
y que, volviendo vencedor del moro,
ostenta sus laureles
sin presumir que, cuando falta el oro,
la gloria y el honor son oropeles!
Nunca Juan entrevió, cual buen guerrero,  35
feliz con su uniforme de jilguero,
el axioma profundo
de que, pese al rencor del mundo entero,
toda la gloria militar del mundo
no vale ni la vida de un ranchero;  40
por lo cual dejaremos que la historia
cuente de Juan el indomable brío,
porque yo, lector mío,
tengo el honor de despreciar la gloria.


IV

   Ya al volver Juan, era doctor su hermano,  45
quien, después que se hubo hecho
médico-cirujano
y estudió sin provecho
lo material del organismo humano,
en clínica aprendió cuatro patrañas;  50
mas siendo al parecer un hombre grande,
ni siquiera observó como Lalande
que saben a avellanas las arañas;
y aunque el caso que cuento es horroroso,
hasta su mismo padre embelesado,  55
viendo a Pedro hecho un médico famoso
se acordaba de Juan avergonzado;
y no falta en la aldea quien opina
que la madre murió de gozo loca
de pensar que era Pedro en Medicina  60
un Cortezo, un Corral o un Sánchez Toca.
Y ¡cuán grande es del hombre la simpleza!
después que, ya famoso, probó el cura
de Pedro la antiquísima nobleza,
conforme a la verdad de la figura  65
de un árbol genealógico que empieza
saliendo de una nube muy oscura,
los arqueólogos dieron
por cosa averiguada,
que los tales Fernández no salieron,  70
como todos los seres, de la nada,
y el maestro de escuela
probó también con árboles pintados
que su décima abuela
tuvo un poco que ver con dos cruzados.  75


V

   Pero ¿y Maruja? Como Juan creía
que era invención del diablo la escritura,
temiendo de la tropa la ironía,
no escribió a su futura
la más pequeña frase  80
porque el cabo furriel no se enterase
de la inmensa pasión que le tenía;
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así es que no sabía
la historia lastimera
de que muriendo un día  85
el tío que en América vivía,
a su novia dejó por heredera,
pasando así Maruja a ser María.
   Después, Pedro Fernández Palomino,
tenaz persecutor del sexo bello,  90
como tenía el tino
de coger la ocasión por el cabello,
faltando a la ternura y al decoro
de Juan, ausente, escamoteo el destino,
con el ansia feroz de un campesino  95
que buscase en el Sil pepitas de oro.
Y aunque ella no era hermosa,
como hace el oro hasta a la fea bella,
después que fue María poderosa
resolvió Pedro enamorarse de ella.  100
Y María, con ánimo sereno,
para no hacer a su riqueza agravio,
no se casó con Juan, aunque era bueno;
con Pedro se casó, porque era sabio:
y cierta frase del doctor explica  105
esta exclusión del vencedor del moro:
¿Cómo se ha de casar con una rica
quien nunca ha visto una moneda de oro?
María era algo tosca; pero ahora
que tiene una fortuna y un marido,  110
pasando de aldeana a gran señora,
mudo de piel, se puso otro vestido,
y hoy, teniendo María
un corazón que late por oficio,
mira pasar en procesión tardía,  115
sin ninguna virtud y ningún vicio,
un día y otro día y otro día:
y como ya actualmente
no ha de llevar el cántaro a la fuente,
se fastidia pensando en su riqueza,  120
y muy feliz bosteza
y vuelve a bostezar dichosamente.
Resultado: que Pedro, hombre profundo
más bien que en lo divino en lo profano,
se casó con la novia de su hermano,  125
y cual siempre sucede en este mundo,
aunque esto clama al cielo, clama en vano.


VI

   Todo esto, corregido y aumentado,
al llegar a su pueblo Juan soldado
se lo contó con gracia extraordinaria  130
un quinto de Sevilla
que cree que es el gazpacho con guindilla
el summum de la ciencia culinaria.
Mirando al relator con extrañeza,
a pesar de su hercúlea fortaleza,  135
al oír cada frase
se quedaba el buen Juan cual si girase
un rayo en derredor de su cabeza,
y por instinto, al fin, creyendo ciertos
los hechos del cronista sevillano,  140
se echó angustiado al corazón la mano,
y mano y corazón quedaron yertos:
y al ir a andar, turbado,
dio vueltas como un hombre enajenado,
y emprendiendo una marcha, igual al vuelo  145
de un pájaro atontado,
tambaleando de un lado al otro lado,
resbaló, miró al cielo,
y al caer, desplomado,
se dio con la cabeza contra el suelo.  150
Y cuando Juan, herido,
fue a casa del albéitar conducido,
dos pobres del más pobre populacho
le sirvieron de apoyo;
y aunque algún sabio dijo -es un borracho-,  155
las hijas y los hijos del arroyo
decían viendo a Juan: -¡pobre muchacho!-
Y en medio del dolor que Juan sentía,
las sienes con las manos se apretaba,
y nombraba a María,  160
y por más que su nombre maldecía,
no queriendo quererla, la adoraba.


VII

   Mientras Juan en un lecho, cabizbajo,
sólo piensa, entre sábanas metido,
en hacer que se olvide que ha existido,  165
lo cual le costará poco trabajo,
maldice en su quebranto
la ingratitud de aquella
por la cual sabe bien el cielo santo
cuántas veces comió, pensando en ella,  170
el pan de munición bañado en llanto.


VIII

   Pensando siempre Juan, como yo pienso,
que, al morir, todo el que ama
siente un cariño inmenso,
porque el amor sin dicha es un incienso  175
que hace eternas las vidas que embalsama,
bendiciendo su estrella,
-¡Mejor -dijo cual nunca enternecido-;
si hoy me muero, ya en sombra convertido
viviré cerca de él y cerca de ella!-  180
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Y es que la fe en amar un imposible
no acaba con la vida que declina,
porque el amor es una sal divina
que produce una sed inextinguible,
por lo cual con su angélica inocencia  185
y su inmensa bondad, que ya es paciencia,
Juan aspira a querer después de muerto...
¡Dios mío! ¿será cierto
que el amor sobrevive a la existencia?


IX

   Después que Juan soldado  190
al hallarse vendido
sintió su corazón, ya lacerado,
por un frío mortal entumecido,
un helado sudor bañó su frente,
y luego, tiernamente,  195
recordando la casa de su padre,
recitó mentalmente
cierta oración que le enseñó su madre;
y como al cielo su dolor eleva
oirá el cielo esta vez sus agonías...  200
Aunque hay días de prueba
y está muy lejos Dios en esos días.


X

   Sin fuerza y desangrado el pobre mozo,
fijando en el albéitar la mirada,
más blanco ya que el lienzo de la almohada,  205
cada aliento que exhala es un sollozo;
y en postración sombría
cuando Juan respiraba todavía,
como todos los tristes miró al cielo,
y exclamó: -¡Adiós, María!-  210
en tanto que lucía
muy cerca de su herida un escalpelo.
Y ya el dolor de su alma, confundido
con el temor de una incisión sangrienta,
unió a la fiebre del amor vendido  215
la fiebre de una muerte violenta;
por lo cual, Juan rendido
cayó, en su puro amor desvanecido,
de la vida en el último desmayo...
¡En negar el olvido  220
Dios es más duro que en forjar el rayo!


XI

   ¡Así perdiendo a su adorado dueño,
Juan, al volver triunfante de la guerra,
cayendo de la cúspide de un sueño,
dio con el cuerpo y con el alma en tierra!  225


Canto tercero

Juan de las Viñas



I

   ¡Qué estrella tan fatal!: sin duda alguna
hubiese sido humano
que al tiempo de nacer, cualquiera mano
volcase sobre Juan su propia cuna;
aunque hoy por su fortuna,  5
el viejo cirujano,
que es también el albéitar de la aldea,
a Juan curó de modo
que puso en un gran crédito la idea
de que vino y jamón lo curan todo.  10
Y entrando ya en la vida cotidiana,
aparte del hechizo
que le causó la voz de la campana
que tocó en su bautizo
y que en su entierro tocará mañana,  15
supo Juan, al volver de su desmayo,
la muerte de su madre, y que vivía
su padre, haciendo casi de lacayo,
en Madrid con su hermano y con María;
porque siempre, mecidas al arrullo  20
de ideas ambiciosas,
se agrupan las familias por orgullo,
y las dispersa Dios por orgullosas.


II

   Y como Juan cuando se fue a la guerra,
más bien que la esperanza de la gloria,  25
por todos los espacios de la tierra
llevaba a su lugar en la memoria,
fue a ver con diligencia
los sitios de sus penas y placeres;
pero, después de su gloriosa ausencia,  30
aunque en forma variada, halló en la esencia
los mismos hechos y los mismos seres;
pues siempre, como ley de la existencia,
las cosas sucediéndose a las cosas,
las flores crían granos,  35
los granos van a rosas,
las larvas se convierten en gusanos,
los gusanos se vuelven mariposas;
y cambiándose en odios los amores,
formando vidas nuevas de las viejas,  40
las abejas se comen a las flores,
los pájaros después a las abejas;
y así implacablemente
en incesante rueda
va siendo todo igual, y es diferente,  45
y todo va pasando, y todo queda.
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III

    Fijo Juan en la idea
de honrar siempre a una imagen adorada,
va a ver al cementerio de la aldea
la tumba en que su madre está enterrada.  50
Pero ¡oh rigor del hado!
el mismo enterrador que la ha inhumado
no recuerda siquiera
donde, deprisa y de cualquier manera,
enterró aquella madre tan querida;  55
y a Juan, al ver perdida
la imagen, más que todas, hechicera,
le da el frío moral una ronquera
que después le duró toda su vida;
y entre lágrimas, ora  60
por la madre que adora,
teniendo sólo al cielo por testigo,
secándose las lágrimas que llora
con un jirón de una bandera mora
conquistada por él al enemigo.  65
Y después, resignado,
sobre un resto de lápida sentado,
ambos codos clavando en las rodillas,
sostiene con las manos las mejillas,
y volviendo la vista a lo pasado,  70
de las memorias de su infancia lleno,
recuerda con más pena que alegría
las veces que su madre, le decía,
como si fuese un monstruo: -Juan, sé bueno-:
y, cual si aun fuera su bondad escasa,  75
promete ser más bueno todavía
por la memoria del postrero día
en que su madre le esperaba en casa.
Y viendo que buscaba inútilmente
el sitio en que su madre fue enterrada,  80
cuando ya lentamente
sumergía las cosas en la nada
la sombra, inmensamente prolongada
por un sol que se hundía en Occidente,
al volverse al lugar, meditabundo,  85
de confusiones lleno,
con la mayor ingenuidad del mundo,
se decía a sí mismo: «¿Y qué es ser bueno?»


IV

   Unos días después de su llegada,
con menos pena que ira,  90
al pasar por la casa de su amada
no la quiere mirar, pero la mira;
y hasta, adulando a su esperanza vana,
a sí mismo se enseña
una puerta pequeña,  95
que hace a un tiempo de puerta y de ventana,
recordando dichoso la mañana
en que, turbado, requebró a María,
mientras ella comía,
oyendo hablar de amor, una manzana.  100
Y siempre de la dueña enamorado,
unos días de frente, otros de lado,
cuidadoso investiga
piedra por piedra ese rincón amado...
No está más preso un pájaro en la liga  105
que el pobre Juan a su cariño atado.
Y el día en que consigue
pasar ante la casa sin ser visto,
como si hubiese en lo interior un Cristo,
hace un saludo a la ventana, y sigue;  110
mas sigue convencido
de que, leal, nunca echará en olvido
a su ingrata María,
porque en cuanto a querer y a ser querido
por el alma de Juan no pasa un día.  115


V

   Y como es, para el bueno verdadero,
el sitio en que se nace el mundo entero,
a la choza, vendida, en que ha nacido,
tan alegre y caliente como un nido,
dando vueltas en círculo incesante  120
aspira con placer, siempre que pasa,
la esencia, más que todas penetrante,
de las flores del huerto de su casa.
¡Cuánto el dolor su corazón taladra
al recordar su loca fantasía  125
aquel tiempo feliz en que dormía
sobre un lecho de ramas en la cuadra!
Y siempre que pasando, iba y venía,
¡con qué gozo tan puro
columpiaba el cordel que se extendía  130
desde el sauce llorón a un viejo muro,
soñando ver en él que, al sol colgada,
de un lado al otro columpiada vuela
la ropa de blancura inmaculada
que tomaba, con salvia perfumada,  135
el olor de los tiempos de su abuela!
En esa cuerda de feliz agüero
veían con placer las campesinas
que, al dar su adiós al nido del alero,
descansaban sobre ella un día entero,  140
antes de ir hacia el Sur, las golondrinas.
Y un día en que embriagaban sus sentidos
oleadas de perfumes y de ruidos,
al mirar con encanto verdadero
que entonces festoneaban ese alero,  145
entre nuevos y viejos, ocho nidos,
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perdió sus ilusiones,
porque de él, ya olvidados,
no bajaron del techo descuidados
a comer en su mano los gorriones.  150
Y transido de pena
por estas y otras cosas que imagina,
Juan, con su cara de paciencia llena,
bendiciendo su casa, que era ajena,
por no echarse a llorar, vuelve la esquina.  155


VI

   Probando de nuestro héroe la paciencia
el destino con todos sus azares,
quiso la Providencia
que tuviese una herencia
que añadió un pesar más a sus pesares.  160
Si es curioso el lector, no habrá olvidado
aquel pobre pastor ex-guerrillero
que al partir a la guerra Juan soldado
le regaló dinero;
pues el mismo, de Juan, su compañero  165
de glorias, de fatigas y de males,
hizo un Juan de las Viñas verdadero,
dejándole al morir, como legado,
derecho a dos majuelos nominales,
un burro, treinta ovejas y mil reales,  170
con lo cual quedó Juan, siendo heredero,
más rico que cien reyes orientales.


VII

   Aunque él toda su vida
aspiró al bienestar de los pequeños,
tuvo Juan con la herencia recibida  175
un enjambre de ensueños,
pues pensó en la ventura exorbitante
de llegar en la guerra a subteniente,
sabiendo que no hay honra semejante
a que todo oficial tenga asistente,  180
y cualquier general un ayudante;
y en lo civil, soñó desvanecido
en ser grande de España,
porque, excepto en la Arcadia, siempre ha sido
un palacio mejor que una cabaña.  185


VIII

   Mientras fue pobre Juan, fue despreciado;
mas se hizo rico, y desde el mismo día,
como hombre acaudalado
tuvo primas sin fin que no tenía;
y viéndole nadar en la opulencia,  190
le declaró su amor con inocencia
una muchacha guapa
de un pueblo de Valencia
cuyo nombre no he visto en ningún mapa;
porque en la humana historia,  195
sin excepción ninguna,
si algo hace la mujer por vanagloria,
y el hombre por la gloria,
lo hacen todo los dos por la fortuna.
Mas ¿qué le importa a Juan ser heredero,  200
si no se pone a meditar despacio
que no hay moral mejor que la de Horacio
con juventud, con fuerza y con dinero?


IX

   La inocencia campestre es una cosa
que sólo por bondad la sostenía  205
Virgilio el inocente, que creía
que en el campo es la gente candorosa;
y de acuerdo también con las ideas
que brillan en las obras virgilianas,
a mí me gustarían las aldeas  210
si no hubiese aldeanos ni aldeanas;
pero el buen aldeano, hasta el más bueno,
a todo aquel que hereda
contribuye a arruinarle, como pueda,
con la tristeza vil del bien ajeno.  215
Por eso a Juan, cierto vecino honrado,
con la mala intención de dos beatas,
le envenenó el ganado
untando el desalmado
con jugo de baladre unas patatas;  220
y nadie hallará extraño
que priven en el pueblo estas ideas,
pues las gentes de bien de las aldeas
sólo saben gozar cuando hacen daño.
Y el Fisco, por supuesto,  225
su escaso haber fue convirtiendo en humo,
imponiéndole impuesto sobre impuesto
por la herencia, la industria y el consumo;
por lo cual el riquísimo heredero
supo por experiencia  230
que Dios suele mandarnos con frecuencia
la desdicha hasta en forma de dinero.


X

   Y el vulgo desalmado
cuando ve que no tiene Juan soldado
ni un cuarto en el bolsillo,  235
no le llama Don Juan, ni Juan siquiera,
pues de cualquier manera
le llama uno Juanete, otro Juanillo;
—443→
y, hasta gracias también a la lejía,
perdió el carácter militar un día  240
su traje de soldado,
pues, sin saber el pobre lo que hacía,
un pantalón de grana que tenía
lo dio a colar y se quedó azulado.
Así es que, avergonzado,  245
huyendo de la aldea
pensó en la corte y emprendió el camino
montado en su pollino,
como un rey fugitivo de Judea.
Y lejos ya, cuando al caer el día,  250
el sol, bajando al mar de una montaña,
en una confundía
las sombras del palacio y la cabaña,
viendo a la luz del astro que moría
que el perro que fue suyo le acompaña,  255
Juan se apea, y espanta con empeño
a aquel único amigo que tenía,
porque fiel se volviese a la alquería
de su reciente dueño.
Pero al ver que se apea,  260
con más ingratitud que una persona
el asno puso en práctica una idea
muy digna de un doctor de la Sorbona;
dio a Juan un par de coces,
rebuzno, y rebuznando, llamó a voces  265
a toda la ralea
de sus buenos amigos,
echó a correr, y se volvió a la aldea
a vivir merodeando por los trigos.


XI

   Al verse aquel ex-rico, que creía  270
ser émulo feliz de los sultanes,
y que pensaba disfrutar un día
la dicha de los ricos holgazanes,
a la vista del valle en que ha nacido,
a pie, solo y herido,  275
y herido por un asno tan vilmente,
sintió la humillación del desaliento,
porque acaso ignoraba el inocente
que todo hombre de bien lleva en la frente
la señal de la coz de algún jumento.  280
Mirando al cielo airado,
quiso desesperado
maldecirlo en su amargo desconsuelo...
¡Calla, desventurado!
porque caiga una teja de un tejado,  285
¿qué culpa tiene de eso el pobre cielo?


XII

   Viendo en fin más allá de las montañas
la choza en que miró la luz primera
y en que su madre por la vez postrera
«el hijo le llamó de sus entrañas»,  290
después de un gran silencio de agonía,
perdida ya por el dolor la calma,
-¡Adiós, madre del alma!-
con voz mojada en lágrimas decía;
y de nuevo gimiendo,  295
mientras que da su corazón, latiendo,
más vueltas que la rueda de un molino,
la grande esclusa de su llanto rota
perdiendo de sus ojos el camino,
fue cayendo en su pecho gota a gota.  300
Y como en cierto modo
son las obras de Dios hasta piadosas
con las almas honradas y amorosas,
y hay horas de dolor en que habla todo,
los seres animados y las cosas,  305
mientras va hacia Madrid con paso lento,
por la madre que llora en tal momento,
como ecos de la pena que sentía
oír y ver creía
temblar la tierra y suspirar el viento...  310
¡Yo vi también, cuando murió la mía,
a las piedras llorar de sentimiento!


Canto cuarto

Juan Lanas



I

    Marchaba hacia Madrid, y a Juan rendido,
después de andar hambriento un día entero,
cuando se iba a caer desfallecido
le da un melocotón un pordiosero,
y con esto ya el hambre con sus iras  5
la intrepidez estomacal no abate
del que fue hasta Madrid, desde Algeciras,
con un pan, dos arenques y un tomate.
Y, después de comerse al otro día
un trozo de jamón que suelta un gato  10
que persigue el mastín de una alquería,
en vez de dos, muy malos, que tenía,
triunfante entra en Madrid con un zapato;
y al ver una plazuela
que, siendo occidental, llaman de Oriente,  15
se sienta a descansar tranquilamente
sobre un banco que el moho aterciopela.
—444→
Era una noche de verano, y viendo
que la gente afanada, discurría
cual si anduviese huyendo  20
de la lluvia menuda que caía,
oyó hablar -«de cuartel», -«de infantería»,
«de motín», -«de sargentos», -y, temiendo
por el doctor su hermano y por María,
se fue a buscarlos, de ternura lleno,  25
que aunque celoso, de rencor ajeno,
recordó que su madre le decía
-Que seas bueno, Juan, que seas bueno-;
y, su estancia por Pedro autorizada,
en casa de su amada,  30
muy cerca de la cuadra, y junto al coche,
como en los tiempos de su edad pasada,
Juan durmió aquella noche
sobre un lecho de hierba embalsamada,


II

   ¿Qué pasaba en la corte? Al fin de un día  35
de un triste mes de junio, se sentía
una paz sepulcral que daba miedo.
Madrid aquella noche parecía
una ciudad más muerta que Toledo.
No dejó desterrada  40
la maldita ambición del mundo entero,
cuando el César Severo
-Yo he sido todo -dijo- y todo es nada-,
pues todos luchan ya por ser mejores;
los pobres por ser ricos;  45
los ricos por ser reyes o señores;
por ser grandes los chicos;
los reyes por llegar a emperadores;
y por esta razón se combatía
al Duque de Tetuán, que presidía  50
un paternal gobierno;
y aunque nada se oía,
aquel silencio, al despuntar el día,
se convirtió en el ruido de un infierno;
pues al rumor de balas y sablazos,  55
de gritos de furor, de cañonazos,
se une el himno de Riego
ese vino español alcoholizado
que embriaga y acalora como el fuego,
y que, en calles y plazas derramado,  60
las almas apasiona,
y hace que sea el aire electrizado
un héroe macedón cada soldado,
cada casa una puerta de Gerona.
¡Luchando aquí a traición, allí con gloria,  65
a degollar se lanza
más bien que el patriotismo la venganza,
pues, si es fiel mi memoria,
no igualan a aquel día de matanza
las más grandes tragedias de la historia;  70
y no habrá tanta sangre y tanto arrojo
en la hora en que, aleve,
alzando por señal el pendón rojo,
traiga a este mundo el general despojo
la negra pascua de la hambrienta plebe!  75


III

   ¿Quién vencerá? La buena estrella. ¡Es loco
el que cree en los prodigios de la espada,
pues si una gran virtud estriba en poco,
la heroicidad mayor pende de nada:
por eso siempre en los azares funda  80
sus triunfos en la guerra
la gran casualidad, madre fecunda
de todos los sucesos de la tierra!
Y ¿qué importa a los pueblos ofuscados
en lo real, ni el honor ni la victoria,  85
si, ilusos o engañados,
con falsedad notoria
van llenando los templos de la gloria
con héroes por los necios fabricados;
y en lo ideal, turbada su memoria,  90
cuando están por el cielo arrinconados,
con pedazos de dioses destrozados
terraplenan los huecos de la historia?
¡Mas dejad que el que todo lo gobierna
permita de la guerra el don funesto  95
que el corazón y la virtud consterna!...
¡Ya acabará todo esto
cuando dé al mundo Dios la paz eterna!


IV

   Y volviendo al horror de la jornada,
motín y rebelión a un tiempo mismo,  100
la soldadesca armada
de la plebe inocente y confiada
inflama hasta la rabia el patriotismo.
¡Oh, Libertad querida!
Por ti, ciegos, en lucha fratricida  105
se matan sin clemencia
héroes sin nombre que la historia olvida.
Y al fin será menor tanta demencia
si creen en su conciencia
que, epílogo la muerte de la vida,  110
es prólogo a su vez de otra existencia!
¡Oh, Igualdad imposible! ¡En vano, en vano,
el freno sacudiendo de las leyes,
un día, por envidia hacia los reyes,
el pueblo hace de rey puñal en mano;  115
—445→
pues ni espadas, ni sables, ni puñales
nos han de hacer en condición iguales,
y, pese a su patriótica constancia,
jamás podrán romper los liberales
la eterna esclavitud de la ignorancia!  120


V

   Pido a Dios en mis grandes devaneos,
de mi madre en memoria,
que el cielo al ambicioso le dé gloria
y a Juan y a mi templanza en los deseos.
A Juan, de quien ya he dicho y repetido  125
que en tanto que en su casa, aunque querido,
como un esclavo el infeliz vivía,
su hermano Pedro ha sido
criado de tal modo, que creía
que el pan lo da la tierra ya cocido,  130
y por eso en sus gustos consentido
solía presumir de tal manera
que por ser aplaudido
pondría fuego al mar, si el mar ardiera.
Y aquel día, ambicioso sin cautela,  135
supuso estar febril de patriotismo,
y hasta se hizo orador de callejuela
y habló de honor, de patria y heroísmo.
Mas próximo el motín a ser vencido,
fingiendo estar contuso, estando ileso,  140
fue Pedro conducido
a un hospital en calidad de preso;
y al verse recibido
por su amigo querido
un médico castrense, calvo y grueso,  145
que llevaba en el frac cinco o seis placas,
con un bordado de oro tan espeso
que con sólo el exceso
se podrían bordar veinte casacas,
Pedro de astucia lleno  150
dijo al castrense con fingida calma:
-Yo sé que Juan mi hermano, que es tan bueno,
se pondrá en mi lugar con vida y alma.-
Y al verle ya sin ganas
de aspirar al honor de ser guerrero,  155
a Pedro preguntó su compañero:
-¿Tan bueno es ese Juan? -Es un Juan Lanas,
Pedro responde. Y sin perder momento,
se llama a Juan, el que acudió contento;
porque esto es lo que pasa:  160
hombre o mujer, el bueno de la casa
siempre es la cenicienta o el ceniciento;
y dócil por costumbre,
obedeció sin desplegar los labios;
¡funesta mansedumbre  165
por la que suelen condenar los sabios
la bondad a una eterna servidumbre!


VI

   Poniendo a Juan, por fin, en vez del preso,
el médico castrense calvo y grueso
el porvenir trocó de los dos hombres  170
después de sobornar a un centinela,
Estos cambios de cosas y de nombres
siempre harán de la historia una novela.
En tanto que falaz de aquella suerte
el médico ex guerrero  175
a fuerza de matar temió a la muerte,
Juan, no temiendo nada,
ponía en su mirada
más bondad que en los ojos de un cordero;
y al mirar que su hermano se alejaba  180
con un traje de noble advenedizo
y aquel aire enfermizo
que tenían los muertos que mataba,
creyendo ver en él la imagen santa
de su infancia querida,  185
hacia sus ojos se agolpó la vida
y se anudó el dolor en su garganta.


VII

   Mas Pedro, que era un hombre abominable,
de tal hipocresía,
que el fin de sus acciones consistía  190
en no dejarse ahorcar ni aun siendo ahorcable,
poniendo a Juan en su lugar, y haciendo
a la verdad agravio,
de su castigo se excusó ejerciendo
la explotación del bueno por el sabio.  195
Y al verse libre, de imperial manera
con mirada altanera
honró a los practicantes
sin ver a Juan siquiera,
que es, a pesar del inmortal Cervantes,  200
la fuerza de la sangre una quimera,
y se alejó enseguida,
siempre orgulloso de su buena suerte,
como un enterrador que en plena vida
no respira más que hálitos de muerte.  205


VIII

   Y cuando Pedro disfrazado huía,
y azorado veía
los muertos por la calle amontonados,
renunció a la ambición desde aquel día,
y con fe volteriana repetía  210
«que es muy bueno el laurel en los guisados»;
—446→
y su alma, desde entonces espantada,
jamás volvió a pensar en rebeliones;
que en muchas ocasiones
nuestra vida, maestra consumada,  215
prueba con sus lecciones
que enseña más moral una estocada
que Fray Luis y Bossuet con sus sermones.


IX

   Mientras llega el momento
en que, juzgado Juan, vea contento  220
que, en lugar de su hermano sentenciado,
o sólo va a presidio, o es fusilado,
diré que en la batalla dio la suerte
la razón al más fuerte,
pues, aunque ya decía Saladino  225
que no calla la sangre que se vierte,
como un torpe dramático, el destino
lo suele arreglar todo con la muerte.
Y así tras largas horas de agonía,
con tanta destrucción y tanto muerto,  230
haciendo de Madrid en aquel día
una gran catacumba a cielo abierto,
puso al motín remate
O'Donnell, que sabía
que entre todas las armas de combate  235
protege siempre Dios la artillería;
y altivo, fiero, y por valor sañudo,
con el cañón ensangrentó la tierra,
porque era la divisa de su escudo:
«Paz en la paz, pero en la guerra, guerra.»  240


X

   Tal fue el gran Duque de Tetuán primero,
quien, cortés, valeroso y caballero,
las serpientes ahogó de la anarquía,
amó la libertad como Espartaco,
y en santa unión para formarle un día  245
dio su cuerpo Escipión, y su alma Graco.


XI

   Como es caso olvidado por sabido
que no hay enterrador como el olvido,
midiendo a todos por igual la suerte,
se durmió el vencedor con el vencido  250
en el común regazo de la muerte:
y el hecho aquel, cuyo recuerdo aterra,
acabó, como acaba toda guerra,
que se entierra al final, o no se entierra
en lugar del amigo al adversario;  255
trabajo innecesario,
pues de todas maneras en la tierra
lo que no es cementerio es un osario.


XII

   La gloria y la ambición no tienen cura:
y el que haya un vencedor frente a un vencido  260
excluye de la tierra la ventura;
pues ¿qué es nuestra ambición? Una locura;
y nuestra gloria ¿qué es? Ruido y más ruido.
Siempre es menor del alma la grandeza
que la miseria en que se ve abismada;  265
porque ¿en qué acaba todo? En la tristeza;
pero ¿y después de la tristeza? ¡En nada!