Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Los pobres desgraciados hijos de perra

(Diario. 1981-1995)

Carlos Marzal




Advertencia (en el año 2005)

Hubo un tiempo remoto en que tomaba anotaciones de diario con cierta regularidad. Por aquel entonces, soñaba con que terminaría haciendo -por la simple inercia acumulativa de la labor- un mamotreto de miles y miles de páginas, que daría cuenta de aquello a lo que los diarios aluden: parte de la figura que un escritor quiere trazar de sí mismo, una de las facetas del prisma. Creo que nadie se encuentra por entero -para bien y para mal, por exceso y por defecto- en lo que escribe. En las notas de diario, parece que existe un mayor grado de esa convención que supersticiosa y ambiguamente algunos denominan verdad. Esa palabra -la verdad- es una de las que no debería usarse nunca sin el acompañamiento de algún adjetivo. De lo contrario, se convierte en una inexistente grandilocuencia, una pompa de jabón verbal.

Nunca he disfrutado tanto con el puro placer de la escritura como en aquellos días y con aquel proyecto. Cuando almacené unos centenares de páginas, las ordené, les busqué una cita y les puse un título. Después de encuadernarlas las metí en un cajón, para que durmieran el sueño de los justos, hasta el día en que la tarea de corregirlas las resucitase. Pero el caso fue que me embarqué en otros proyectos -libros de poemas, una novela, artículos, lecturas-, y ese sueño se ha convertido en permanente. No se trata de que haya abandonado la intención de publicarlo, ni de que renuncie a seguir escribiendo otras entregas parecidas. Es, más bien, que me falta tiempo para acometer todos mis planes. Como disfruto más de la escritura que de la publicación, de la redacción que de la puesta en limpio de lo redactado, siempre se me cruza algo nuevo que me arrastra hacia delante. Necesitaría cien años de dedicación eremítica a la literatura, para acometer el uno por ciento de mis propósitos. Ya se sabe que la conciencia, cuando da en imaginar, es un instrumento muy sufrido. Respecto a las aspiraciones y los designios, creo que es preferible su abundancia -su sobreabundancia-, porque, después, la realidad se encarga de bajarnos los humos y de recortarnos el vuelo.

Han transcurrido diez años desde que pensé que el volumen estaba más o menos acabado. Desde entonces, no es que sospeche que muchas de mis opiniones y juicios son distintos: se trata de que sé que soy otro. Cada ciertos años -cinco o seis, como mucho, en la mayoría de los seres humanos- morimos de nosotros mismos, y renacemos sobre nuestra propia figura, con el abono de las viejas cenizas. La identidad se desplaza a una velocidad constante que no podemos percibir, pero que existe. A lo largo de la vida sufrimos un número variable de reencarnaciones en nosotros mismos. Resulta una imprecisión enorme aludir a nuestras vidas distintas en la vida, bajo la advocación de un mismo nombre y unos mismos apellidos. Con ello pretendo decir que muchas de las cosas que están aquí escritas, aunque las firme mi corporización presente, las pensó y redactó el antiguo fantasma que usurpaba mi persona, y que ya no existe. La responsabilidad es la misma para ambos: de índole literaria. Pero tengo la vaporosa impresión de que el culpable se ha fugado de mi vida. Resulta aleccionador el acto de dejar dormir durante tanto tiempo un original, porque se acoge con cierto espíritu póstumo en vida; aunque su deseo, como el de cualquier página literaria, es justo el contrario: poder despertar algo de la conmoción de la vida, más allá de la muerte.



*  *  *

-No hay que sacar conclusiones morales -dijo Stevens- . La gente se limita a hacer las cosas lo mejor que puede.

-Los pobres desgraciados hijos de perra.

-Los pobres desgraciados hijos de perra -dijo Stevens-. No te pares. Acelera un poco.


W. F., La mansión                







Indicaciones cartográficas (Preámbulo)

Cualquier libro supone una invitación al viaje, y cualquier viaje, incluida la vaga peregrinación que llamamos la vida, puede leerse como las páginas de un libro. Los libros y los viajes, la vida y las palabras están hechos de una misma extraña sustancia, aunque las apariencias puedan hacernos pensar que no sucede así. Se trata de una sustancia narcótica, adictiva, pero inaprehensible.

El viaje de la vida de los hombres necesita nombrarse, necesita ser contado, para adquirir su salvaje y enloquecida grandeza. Un mundo sin fabulación sobre el mundo tal vez podría existir, pero a quién iba a importarle. Contar y vivir no son actividades divergentes, sino complementarias. Solemos reiterar que hay que vivir para contarlo: ello supone, por un lado, que debemos preservarnos para poder narrar la experiencia itinerante de la vida; y, por otro, que el hecho de contar preserva y acrecienta la vida en la memoria.

La cartografía es el arte de estar extraviado con absoluta precisión y con todo género de datos. Si observamos sin ánimo de engañarnos la vida de los hombres, vemos que consiste en buena medida en la elevación de sus supersticiones a la dignidad de ciencia. Hemos dado en pensar que el hecho de saber en todo momento cómo se llama el lugar donde nos encontramos supone saber dónde nos encontramos. Los mapas, las cartas de navegación, las coordenadas y los planisferios nos consuelan de nuestro extravío original.

Por más vocación de cartógrafo que he tratado de desarrollar, nunca he sabido muy bien dónde me encontraba ni por qué. Tengo entendido que no se trata de un sentimiento incompartible. Este particular inconveniente proporciona una ventaja general a cualquier vida, y es el hecho de que cualquier vida supone una aventura en sentido estricto, erremos por donde erremos. El tedio físico no existe, para quien pierde a cada instante la senda de regreso al país de siempre estar perdido.

En vista de que nuestra condición vagabunda en cuerpo y alma hace inútiles las indicaciones cartográficas, el mejor consejo que se puede dar es el de romper todos los mapas, con el fin de no aumentar el caos de nuestras vidas. La vida se deja leer como un libro abierto, es decir, como algo que crea sus propias reglas y sus propios itinerarios, aunque no siempre entendamos por qué los seguimos o por qué los olvidamos. Y un libro que necesitase un mapa para ser leído supondría una extravagancia innecesaria. Para perderse, lo mejor es hacerlo a nuestro modo, por el puro placer de perdernos.

Estas páginas querrían suponer un minucioso testimonio de desorientación en la selva de los días, una silva en prosa para intentar viajar al mundo de la conciencia, y para dar fe de cómo la conciencia viaja al mundo. Un libro nómada -como son todos los libros-, para sedentarios. Un ejercicio de sedentarismo -esa otra manera de viajar-, para los espíritus nómadas, como son todos los espíritus. Levons l'ancre. Buen viaje y extravío.

*  *  *

Es el primer verano que paso en Serra sin mi tío, JNB, uno de los más curiosos especímenes de la fauna de la vida. Él amaba hasta la exasperación maniática -normalmente era maniático y exasperado- esta casa, su jardín, en el que juraba a gritos haber plantado el pino y el laurel que revientan los suelos de las habitaciones, y siembran de hojas y pinocha las calles cercanas. Inventaba toda clase de explicaciones sobre el origen de los objetos, porque no en balde había asumido el papel de historiador erudito de la vida familiar. No obstante, como era un embustero contumaz, se convirtió en un novelista de esa misma vida y no en un historiador. JNB fue un cura entreverado de militar carlista, duro como el fuselaje de los aviones, de imperiosa voz bronca (entre la imprecación y la orden), eterno fumador, en pipa, de picadura Selecta, bebedor por largo, gordo como el Falstaff de Orson Welles, que vivía en lo alto de una torre del Asilo de Hermanas Desamparadas de Sueca, del que era capellán. La casa, una enorme buhardilla llena de luz, con vistas sobre los cambiantes campos de arroz, estaba abarrotada de libros, botellas y armas. En sus mejores tiempos, cuando mi tío conservaba entera la salud, conocí alrededor de seis mil volúmenes, algunos cientos de bebidas distintas que le regalaban y que sólo bebía en compañía, y al menos dos revólveres, tres o cuatro pistolas automáticas, dos Winchester, un máuser lleno de roña -y, según él decía, de muertos de la guerra civil-, varias carabinas y un sinfín de navajas y cuchillos de monte. De ninguna de esas armas tuvo nunca licencia, algo que no debe extrañar a quien piense en la reciente historia de España. Mi tío solía tirar compinchado con todos los guardias civiles de la Provincia. En una ocasión me comentó:

-Escucha bien, sobrino, y métetelo en la cabeza para siempre. Las licencias de armas no sirven para nada. Mientras no tienes que matar a alguien no son de utilidad, y cuando por fin te ves en la obligación de matar a alguien son un estorbo.

De entre sus aficiones, la de impresionarme no fue la más pequeña. El día de su muerte, mi hermano y yo recogimos del bolsillo de su sotana un pequeño revólver de ópera, lleno el tambor con cinco balas y descorrido el seguro del percutor. Siempre que le pregunté por qué razón llevaba armas encima, me contestó de la misma manera:

-Por si acaso, sobrino. Por si acaso.

Las anécdotas de mi tío, que siempre fue un personaje demasiado alambicado para una novela y un tipo excesivamente literario para la realidad, merecerían dos o tres mil páginas impresas en papel biblia. Me parece que fue un sujeto idéntico a la vida -a la que creo amó con desesperación-, a fuerza de soledad, desengaños, asombros de los que era capaz, placeres menores y una fe en conflicto con su propio carácter, como suele suceder con cualquier tipo de fe que se posea.

*  *  *

De entre las historias que mi tío, un excelente narrador oral, solía referir, escojo hoy, por estar en Serra, una turbulenta anécdota que pertenece a la zona en sombra de mi familia y la gente del pueblo, y sobre la que siempre he querido indagar y escribir. Unos años después de la guerra. Uno de tantos veranos idénticos de los que mi tío me hablaba, con paseos hacia la Alameda, bajo la tutela de mi abuela, para que no se acercaran a las casas vecinas, al parecer atestadas de tuberculosos convalecientes.

En la misma calle, frente a nuestro jardín, vivía mi tío abuelo FNV, en un edificio de color arcilloso, con grandes fuentes de mosaico y vidrieras, que aún hoy existe, pero que la abyección de los procesos hereditarios ha convertido en una ruina. Su mujer, según recordaba mi tío JNB, era una furiosa beata con todo el tiempo de este mundo y el otro para aburrirse. Y como suele suceder con quienes no saben hacer de su vida más que un motivo para lamentarse y esperar el advenimiento de otra mejor, ella acabó por dedicarse a que la vida de los demás no pudiera ser sino un valle de lágrimas.

-Por esa razón -clamaba iracundo mi tío-, se debe de estar pudriendo en el mismísimo centro del Infierno. O al menos en las cercanías.

El asunto, el caso, fue el siguiente.

La beatería del pueblo, especialmente las señoras veraneantes, descubrieron que el mismo párroco que las confesaba con minucia, oficiaba para ellas y les daba de comulgar, tenía otras ocupaciones que lo distraían de su principal trabajo, que en opinión de ellas no era sino el de atender a sus caprichos. La principal actividad a que este sacerdote, don JLT, se dedicaba en los ratos de ocio era la de encamarse con una joven del pueblo que despachaba en la pescadería. Como se ve, el relato no posee ningún rasgo extraordinario, pero no carece de los imprescindibles para convertirse en una historia sórdida, otra más de la vida común.

Mi tía abuela -siempre según el relato de mi tío JNB- acaudilló la cruzada punitiva contra el párroco. (Debo explicar que mi familia, por azarosos motivos de la historia y la biología, siempre ha sido propensa a la confección de beatas muy activas en los trabajos de la Iglesia, y que si hubiesen dedicado sus energías a otras causas, digamos el crimen organizado o los negocios, se hubiesen convertido con facilidad en el enemigo público número uno o en dueñas de una naviera griega). Ignoro de qué manera aquella reunión de señoras que jugaban a hacer de Inquisición doméstica consiguió la correspondencia que el cura y la joven se cruzaban, pero lo cierto es que lo hicieron. La imaginación, aquí, abre un ilimitado capítulo de miserias, pesquisas, murmullos y venganzas. Con las pruebas en la mano, denunciaron el caso ante el Arzobispado y el cura fue apartado del pueblo para siempre.

Durante los días que siguieron a la marcha del sacerdote, creció la indignación en Serra, cuya mayoría de habitantes no tenía la más pequeña queja acerca del cumplimiento de las obligaciones de don JLT. Se desató una guerra sorda de odios, silencios y humillación contenida. Y una noche de aquel verano, un grupo de hombres y mujeres apedrearon los cristales de la casa de FNV, y alguien -era otra estación violenta, era la misma-, quiso incendiar el edificio a través de las ventanas del jardín. Una ráfaga de metralleta, disparada al aire por un cabo de la Guardia Civil, acabó con la algarada. Mi tío JNB se atribuía el papel de correo entre el lugar de los hechos y el cuartel de la Benemérita, armado con la vieja Luger reglamentaria que tantas veces vi en su casa y sostuve, perplejo, entre las manos.

De aquí no se sigue más que ruido y furia, como de la mayoría de las historias. Recuerdo que el día en que mi tío me narró lo sucedido, terminó diciendo casi con lágrimas en los ojos:

-Don JLT era un santo, sobrino, pero le gustaba mucho follar.

*  *  *

La noche trae el recuerdo de otro tiempo en que tocaba perder con más frecuencia. Iba a ingresar en el hospital para someterme a una biopsia rutinaria periódica. Lo que más me disgustaba no era el hecho de las pruebas, sino la obligación de dormir allí, otra vez en el vientre de la bestia, otra vez, seguro, los pasos por los corredores, la locura blanca de la asepsia, los turnos de goteros y la ciudad, fuera, con su vida distinta.

Al final no hizo falta que me quedara en observación durante veinticuatro horas, sospecho que por falta de camas. Un hospital es, antes que cualquier cosa, una caja de sorpresas. Uno nunca sabe qué le puede ocurrir traspasadas las puertas de ese pequeño infierno. En lugar de recibir anestesia completa me aplicaron varias inyecciones de carácter local, lo que suele ser una garantía de sufrimiento físico más intenso, aunque de este modo se eviten otros peligros.

Tumbado en la mesa del pequeño quirófano, cubierto de gasas estériles de color verde, veía cómo dos cirujanos manipulaban en mi cuerpo igual que si estuvieran aliñando una ensalada de verduras. En medio de estas fiestas uno no se explica qué demonios está haciendo allí, quién le ha invitado y por qué razón. Lo mejor del día fue poder escapar. La obligación de los enfermos, los alumnos y los presos es huir de sus respectivas cárceles, cuanto antes, a cualquier precio, por encima de no importa quién.

En aquel tiempo aprendí que lo que a mí me interesa es la vida, y, a debida distancia, la literatura. ¿Vivir para contarlo? No. Vivir tan sólo. Y si la vida lo consiente, contarlo. Con toda seguridad que dejaría de escribir -como lo hice- de no poder abrigar un pequeño horizonte de esperanza, alguna posibilidad de engrosar las estadísticas de los que posponen para mañana su desaparición. Mañana, que es como decir toda la vida.

*  *  *

Hay ciertos dolores físicos que sólo pueden calificarse de interiores. Imagino que si el corazón fuera capaz de sentir dolor, sería como esos, pero con historia, capaz de sufrir por lo pasado, lo presente y lo por venir.

*  *  *

Anoche hubo tormenta. Fue repentina e implacable, como suelen ser las de verano. Estaba deseándolo y por fin se fue la luz, un hecho que aquí en Serra es el complemento necesario de la lluvia. Entonces, inevitablemente, se retrocede en el tiempo, porque se encienden las velas de los candelabros y nos vemos obligados a movernos por los corredores a oscuras con una palmatoria en la mano, lo que siempre tiene algo de melancólico y aristocrático. Por la calle en declive, el agua se arrastra con violencia, lleva por el centro un pequeño cauce rojizo de la tierra de la montaña, solo visible a la luz de los relámpagos. El tiempo ha sufrido una confusión evidente: esta escena es fin de siècle, pero no del nuestro, sino del pasado.

Al final, un golpe de viento apaga la llama de la palmatoria que sostengo y quedo a oscuras. Bajo el cielo no hay más que noche y lluvia desatada. Y un fantasma, en la sombra, que las mira.

*  *  *

Considero que soy poco dado a las efusiones literarias, y mucho menos si tienen que ver conmigo, pero esta mañana he constatado con asombro que se me saltaban las lágrimas al escribir un poema. Esta anécdota banal no confiere ningún valor estético a lo escrito, por supuesto. Hasta hoy tomaba como una refinada exageración sentimental esa famosa escena atribuida a Balzac, según la cual un amigo íntimo lo encontró, cierto día, llorando sobre su escritorio por la muerte de un personaje. Nunca digas esa efusión no cometeré.

*  *  *

Ayer hubo procesión en el pueblo. Estas celebraciones nos devuelven con facilidad a los años de la infancia, son en verdad propicias para la evocación. Las calles parecen de otro tiempo que no hemos alcanzado a conocer, sin automóviles, regadas, hojas de romero en los balcones, banderas de papel. Las puertas de casa se abren, se encienden todas las luces posibles, la familia se arregla para la ocasión, y se ven desfilar los rostros de todos los días, encubiertos por el resplandor de las velas y la insoportable música de la banda de siempre, las mismas caras de los tenderos, de las carniceras, de los concejales, de las niñas de la Corte, que resplandecen de blanco, de porros recién fumados y de cuerpos en edad de desbravar. Y al final el cura, que reclama silencio y coloca para la ocasión el gesto más severo de que es capaz, con el fin de que nadie ponga en duda que él se hace cargo de toda la responsabilidad que entraña el acto. Después, cuando la imagen de la Virgen entra de vuelta en la Iglesia, cohetes, gritos, algún quemado, corbatas deshechas, sudor que empapa los trajes, clavariesas fuera de sí y un año por delante hasta que se repita.

*  *  *

El otro día nos reunimos, para comer, algunos de los viejos amigos del colegio. En el fondo, se trata de un ejercicio sadomasoquista entre nosotros y el tiempo. Vernos al cabo de los años, corrobora lo que los años van haciendo con nuestra vida, y, por otra parte, nos concede la ilusión de que podemos regresar a quienes fuimos entonces.

Con unas cuantas copas encima, le pedí a MAP que me diera una vuelta en su moto. Aquel adolescente chiflado que durante nuestros años de bachillerato no hacía otra cosa más que subirse encima de motos y mujeres, es hoy en día un chiflado camino de la mediana edad que no hace otra cosa más que subirse encima de mujeres y motos. Además de vender muebles en la ciudad donde vive, tiene un taller de compraventa y ha corrido en campeonatos de España de baja cilindrada. Para esta ocasión, había venido con una Yamaha F-J 1100. La precisión técnica la realizo con el ánimo de que quienes no tengan ni la más remota idea de lo que supone un artefacto así se vean al menos impresionados por la rotundidad de la cifra, ya que hay razones para ello.

Me dijo: Tú ya sabes lo que son las motos. Así que cógete fuerte, porque no quiero que te me pierdas. ¿Entiendes?

Para hacer una demostración de las prodigiosas facultades de la máquina, y para volver a impresionarme con las habilidades adquiridas a lo largo de los años por el piloto, nos pusimos en doce o trece segundos a doscientos kilómetros por hora por las calles de Valencia. Pese a ser domingo, había bastante tráfico, así que tuvimos que sortear algunos vehículos. La ciudad, desde una moto lanzada de esa forma, parece el dibujo torpe de un videojuego. ¿Qué disparates no habrían escrito los vanguardistas de principios de siglo, si hubiesen tenido la oportunidad de disfrutar, y sufrir, una velocidad como esta? Tal vez habrían enloquecido de satisfacción.

Una vez de regreso al suelo de los humanos, todavía con el corazón en un puño, le pregunto por qué sigue emperrado en conducir desaforadamente por medio mundo. Me mira con la misma cara de tipo encantador, que le he visto poner con éxito a docenas de niñas y me dice: Para que me dé el aire. Supongo que es para que me dé el aire.

Me parece una buena razón. Que nos dé el aire. En el pelo y en las ideas. Si no nos da el aire, las ideas y nosotros, el pelo y el espíritu terminan por pudrirse. Los escritores deberían airearse con mucha más frecuencia. Sacarse al aire libre para que el aire los ventile y de paso ventile sus obras por venir. A la mayoría los delata un ámbito viciado, un halo rancio y húmedo, como de alacena de casa de campo sin habitar por mucho tiempo.

*  *  *

Anoche hablé largo y tendido con OPQR. Hacía tiempo que no estaba con él, entre otros motivos porque trato de dosificar nuestros encuentros. Es el único caso de viejo amigo con quien la estabilidad de mi relación se halla en proporción directa con la frecuencia de nuestras reuniones. Tanto peor me llevo con él cuanto más lo veo. Nos conocemos tanto, o conocemos tanto a quienes éramos cuando nos veíamos a diario que la ficción se hace imposible, y él termina por creerse -o así me lo parece- todas sus mentiras, que son muchas. No me parece mal que se mienta a sí mismo ni que trate de mentirme a mí, pero me irrita que no evidencie que sabe son mentiras. Además, su tono de altivez injustificada, ahora que ya no somos tan jóvenes, aumenta esa misma irritación.

Está en un mal momento. Económicamente las cosas no le marchan, está descontento con su trabajo y dice que le ronda la idea del suicidio. Estas afirmaciones nunca se pueden tomar en broma. Le hice saber mi opinión, aunque ante casos como este jamás he sabido si lo que decimos es perjudicial o provechoso. Le dije que, como yo, es un privilegiado de este mundo. Tiene una mujer estupenda y guapa, una casa propia recién instalada, una familia con estabilidad económica, y tantas otras cosas. Le digo que debería sentir vergüenza de tomar en serio ciertas tentaciones. Le digo que no se dé tanta importancia, que abandone los sueños de grandeza y que haga algo por alcanzarlos, que no se deje llevar por la indolencia, que ya es hora de que trabaje, de que se fije metas cortas y accesibles y que deje de quejarse y complicar la vida a los que están a su alrededor y a él mismo, que deje de dar vueltas a la noria de su persona, a la plaza de su eterna crisis, que deje de regodearse en el papel de hombre acabado, porque va a terminar por parecerse a su máscara. No sé qué efecto he causado en él. Todas estas cosas a veces no son más que palabras, y el hecho de que él mismo sepa que tengo razón no significa nada.

Al final me dice que está más animado. No sé si he hecho bien en decirle lo que le he dicho, ni si alguien tiene derecho a hacerlo. Supongo que no, pero en estos casos lo único que tiene importancia es el posible efecto terapéutico y nada más. Me quedo preocupado.

*  *  *

Todos estos días, las revistas, los telediarios, las emisoras no hacen más que hablar de la muerte de Alfonso de Borbón, en Estados Unidos, mientras esquiaba. Lo cierto es que el personaje nunca me ha resultado simpático, y sin embargo el aura de tragedia que lo ha rodeado desde siempre lo ennoblece de una manera misteriosa, aunque él no parezca haber estado a la altura de sus propias circunstancias, como si su destino hubiese querido excederle en todo momento, como si su destino quisiera demostrar que no estaba satisfecho de dónde depositaba su negra semilla. Indudablemente, esto lo hace mucho más humano, lo aproxima, y es que el dolor nos acerca, con el dolor lo lejano se hace más nuestro, porque sin duda se trata de un patrimonio irrenunciable de todo lo vivo. No hay nada que aprender en el dolor, pero ese mismo interrogante que produce nos hace más hermanos en nuestra ignorancia, en nuestro desamparo. No sabemos, y sentimos frío. Por eso, para combatirlo, nos ponemos los unos al lado de los otros. Nunca dejamos de ser animales en desgracia.

*  *  *

La siesta ante el televisor encendido es un ritual gratificante. Se trata de dormir ante el paisaje sin paisaje. Una cortina de sueños exteriores a nosotros en donde dibujar nuestros propios sueños.

*  *  *

Anoche, durante la cena, NPQ me dijo que el padre de los FTR tiene un cáncer de hígado. La biopsia final ha resultado positiva, y tiene una avanzadísima metástasis por todo el cuerpo. No pregunté por el tiempo que le auguraban, pero está claro que se trata de un punto y final. El hecho de ser el padre de amigos de mi hermano, de amigos míos, de la novia de otro de mis más íntimos amigos me ha llevado a verlo siempre como una especie de patriarca. Además, esa familia, con su ramificación francesa, parece casi ilimitada. Durante los veranos, su casa de Náquera se convierte en un campamento militar en donde tarde o temprano todos nos detenemos en busca de provisiones: comida, conversación, un baño. El padre pasaba entre todos nosotros sin ser visto, pero velando por el sutil orden que regía el desconcierto de la casa. Me doy cuenta de que estoy utilizando el pasado, para hablar de alguien que habita todavía en el presente. Ese error, en el fondo, se ajusta con más precisión a la realidad espiritual de los enfermos graves. Viven en el aquí, pero también se asoman al otro lado. Son anfibios, son mensajeros, correos de las profundidades. Su conocimiento no es enteramente de este mundo.

*  *  *

El calor, en la calle, es casi insoportable, acompañado del implacable viento de poniente. Paso todo el día en casa, relativamente fresco. Las paredes de piedra de esta casa de verano construida sobre la ladera de la montaña son húmedas, debido al agua de la lluvia que se filtra durante todo el año. No albergo la menor duda sobre la vida propia de los objetos y las cosas. De entre todas esas cosas, las casas en especial. La pátina del tiempo infunde carácter, experiencia e incluso opinión a los muebles, a los azulejos, a las plantas del jardín, a las viejas encuadernaciones de los viejos volúmenes. Y a su través, ello revierte en nosotros. Son nuestras raíces. Como las lecturas que hicimos de jóvenes, como tres o cuatro amigos, como tres o cuatro viajes. Los cimientos de una vida, puestos a hacer recuento, son necesariamente breves, contados.

*  *  *

Resulta curiosa la manera en que nos desvanecemos. Como viejas fotografías. Al morir, somos aún constante tema de conversación y llanto. Poco a poco, dejamos paso al huracán de la vida cotidiana, que se instala entre quienes nos conocieron de forma implacable. Cada vez salimos menos a cuento en menor número de ocasiones, pasamos a ser una casualidad, un tropiezo de la memoria. La gente que nos frecuentó y nos conocía se desvanece también. Cierta noche, la última de las personas que puede decir que nos vio pasa al otro lado. Sobre el papel del retrato, sólo queda una tonalidad sepia que no sirve para reconstruir nada.

*  *  *

KLM es un digno representante de un género de individuos a quienes me parece que reconozco con cierta exactitud: los que viven en otra parte. No sé con certeza dónde, pero en otro lugar, en otra parte. Están con nosotros, en nuestra misma escena, al parecer participan de nuestra misma conversación, incluso pueden asentir a lo que escuchan, pero todo lo viven en un segundo plano, todo les llega como en una especie de sordina de la vida, ya que parecen prestar más atención a otro discurso que les recorre la conciencia. De vez en cuando, intervienen en la charla, y sus parlamentos parecen ocurrir por acumulación, cuando tal vez no pueden aguantar más lo que se les ocurre. De ahí que sus intervenciones tengan siempre un aire extemporáneo. Mientras tanto, permanecen evadidos, a salvo del mundo que fluye junte a ellos, parapetados tras de no sé qué, en un lugar de no sé muy bien dónde.

*  *  *

Hay libros que no deberían terminarse. No me refiero a esa experiencia de lector que todos hemos tenido: cuando la propia lectura nos coge por el cuello, o por donde nos dejemos atrapar, página tras página, y permanecemos embrujados, rogando que no llegue el final, ajenos al mundo y a la vida, gracias a la vida y al mundo que la literatura ha sido capaz de elevar ante nosotros. Esa experiencia de rapto del entendimiento y los sentidos que anula todo lo que esté más allá de las páginas del libro, y que significa el verdadero milagro que obran las palabras. No me refiero a esa experiencia a mitad de camino del paroxismo y del milagro. Eso sería una presunción innecesaria y fuera de lugar. Aunque el empeño de cualquier escritor consiste precisamente en ello: lograr la supresión de la realidad, y capturar el alma y el cuerpo de quien lee. En cierto sentido, la mejor literatura, al menos para la víctima lectora y agradecida que soy yo, tiene siempre algo de demoníaco: nos transforma, no nos deja ya volver a ser los mismos, nos roba al que fuimos, apoderándose para siempre de una región de nuestro espíritu. Pero no es por esa razón por la que digo que algunos libros no deberían terminarse.

Muchos libros deberían estar obligados a no tener final, porque no han pretendido tener ni un principio ni un desarrollo demasiado contundentes. Creo no ir muy desencaminado, si adscribo estas páginas a ese género de lo que no tiene un género muy definido. Dicho género sin género, por otra parte, tiene el suficiente abolengo como para que no haga falta definirlo, porque hoy en día ya constituye un género en sí mismo. Este trabalenguas sintáctico desarrolla una obviedad que no asustará a nadie. La falta de necesidad de aclaración que muchos asuntos tienen es la mejor forma de ponerlos en claro. Lo que uno quería cuando empezó a escribir estas notas era merodear, y el resultado poco importa que se llame diario, viajes, memorias o, simplemente, prosa. Carezco de esa obsesión que precisa asignar un nombre a cada realidad y saber que cada realidad se designa mediante un nombre. Esto son merodeos, que es como no decir nada. Paseos por aquí y por allá -como cantó el maestro nada, vida, cosas, aunque eso, en el fondo, me parece que ya es mucho decir.

Estoy convencido de que en nada afectaría a la estructura de este libro, a su valor final ni a la salud del lector, el hecho de que tuviese treinta páginas más o treinta páginas menos. Para algunos, esta confesión supondrá un pecado merecedor del fuego. Existen muchas peroratas y encíclicas acerca de la necesaria medida que debe encontrar toda obra. Por regla general, yo siempre encuentro en los poemas propios y ajenos un verso que me sobra y dos o tres que me faltan. Y buena parte de los mejores libros de prosa que he leído, esos que anulaban el mundo y que por obra de encantamiento me llevaban a otro diferente, no puedo asegurar con certeza si no me habrían parecido aún mejores, de haber tenido algún capítulo más o varios capítulos menos. No se trata de que me sienta capaz de corregir la historia de la literatura, sino de constatar que el mundo es una imperfección de perfecciones. A veces, incluso, una afortunada y perfecta imperfección de imperfecciones. Mi deseo es que alguna página de las excesivas de que consta este volumen roce en algún momento ese género de imperfección.

Con todo, pienso que no hay muchas afirmaciones en el libro de las que no pueda retractarme a poco que se me insista o medite sobre ellas. Cuando leo a los filósofos, me suele embargar la impresión -seguramente errónea- de que la mayor parte podría haber defendido la tesis contraria a la que defiende, en el caso de que el día hubiese salido lluvioso, pongamos por caso, en vez de soleado. Qué le vamos a hacer. La inamovilidad de mis convicciones no es uno de los principales rasgos de mi carácter, según creo. O a lo mejor sí, porque el mero hecho de confesarse carente de convicciones inamovibles tal vez pueda ser interpretado como una inamovible convicción. En el fondo, supongo que sólo gustamos a quien está dispuesto a dejarse seducir, y sólo convencemos a quien quiere dejarse convencer, y sólo es capaz de querernos quien ha decidido que ya nos quiere.

Como ocurre siempre que uno no está demasiado convencido de querer marcharse, esta despedida se prolonga ya más de la cuenta. Si no fuese porque una de mis convicciones inamovibles es la de que, a la hora de escribir, no hay que andarse con demasiadas tonterías, y mucho menos con experimentos pueriles de esos que tanto entusiasman a los biznietos de la vanguardia, dejaría la oración incompleta y el resto de la página en blanco. Pero eso supondría una puerilidad experimental, para dar a entender que aquí nada termina de un modo definitivo, porque nada empezó de una forma tajante. Lo cierto es que en los libros de fragmentos cualquier página es un principio y un final. O eso, al menos, sería lo que uno desearía para este ejercicio de errancia y vagabundeo.

Abrí el libro por boca de Gavin Stevens, uno de los personajes más memorables de entre los memorables personajes de Faulkner. No hay que sacar conclusiones morales; la gente hace las cosas lo mejor que puede, nos advierte. Stevens es un filósofo a su pesar, y alguien que trata de entender, compadeciéndola y compadeciéndose, a la condición humana. En este libro, contraviniendo sus consejos, he sacado más conclusiones morales de las que resulta juicioso y conveniente sacar. Ruego que no se extraigan demasiadas conclusiones morales de las conclusiones morales que aquí se extraen. Si pudiese, cambiaría todo el deambular de estas páginas por esa línea conmovedora de Stevens, en la que sí creo inamoviblemente, porque la gente trata de hacer las cosas lo mejor que puede. Nosotros, los pobres desgraciados hijos de perra.





Indice