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Los poemas en prosa de Ramón López Velarde

Anthony Stanton





Si examinamos la bibliografía crítica que existe sobre Ramón López Velarde, salta a la vista que hay una zona de su creación que no ha recibido la atención que merece. Me refiero a sus poemas en prosa, algunos de ellos incluidos en El minutero y otros dispersos en otra recopilación póstuma, Don de febrero y otras prosas. Sabemos que en vida, el autor sólo publicó dos libros de versos: La sangre devota (1916) y Zozobra (1919). Después de su temprana muerte en 1921, a los 33 años -la edad de Cristo-, sus amigos más cercanos se ocuparon de dar a la imprenta los textos de El minutero en 1923 y, en 1932, El son del corazón. El olvido de la prosa (olvido debido, en un principio, a la dificultad práctica de localizarla) fue tan marcado que tuvimos que esperar hasta mediados del siglo pasado para tener, gracias a la labor de Elena Molina Ortega, la recopilación de Don de febrero y otras prosas (1952) y, al año siguiente, la Prosa política1. Cuando Antonio Castro Leal reunió en 1953 lo que en aquel momento se consideraba la obra completa de creación, dio al volumen el título de Poesías completas y El minutero, como si este último libro no albergara también textos poéticos en prosa2. Todo este afán editorial de reunir la totalidad de la obra del poeta de Jerez tuvo su culminación en los esfuerzos loables de José Luis Martínez. Su edición de las Obras en 1971, ampliada en una segunda edición de 1990, constituye un modelo de devoción y erudición3. Pero su empeño no terminó allí porque en 1998 el mismo Martínez elaboró otra edición de la Obra poética, esta vez para la colección Archivos de la UNESCO. Pero en esta nueva recopilación incluyó, al lado de la obra completa en verso, sólo una selección reducida de los textos en prosa. Así, de los 28 textos de la primera edición de El minutero, decidió seleccionar sólo 13, además de muestras más reducidas de Don de febrero...4.

Revisando brevemente las otras ediciones principales de la obra de nuestro poeta, tanto en México como en otros países, se percibe que este olvido o menosprecio de la prosa forma una constante. En su antología de 1942, El león y la virgen, Xavier Villaurrutia selecciona sólo textos en verso de los libros La sangre devota, Zozobra y El son del corazón5. Esto sorprende si tomamos en cuenta que Villaurrutia fue no sólo el primero y el más profundo intérprete de López Velarde sino también un lector que admiraba la prosa de El minutero. En España se han publicado dos buenas ediciones comentadas de la lírica del zacatecano. En 1992 el crítico argentino Saúl Yurkievich publicó la Poesía y en 2001 Alfonso García Morales editó, con una larga introducción y gran número de notas, la obra poética, pero en ambos casos los dos editores se limitan a reproducir los tres libros canónicos y, en el caso de Yurkievich, una sección inicial de las «Primeras poesías»6. Ninguno de los dos incluye un solo poema en prosa, como si éstos no formaran parte integral de la obra poética de López Velarde.

Es evidente que el contenido de un libro como El minutero constituye un problema incómodo incluso para lectores profesionales y críticos competentes. Sin embargo, si revisamos de manera sintética algunas antologías del poema en prosa, López Velarde aparece invariablemente como uno de los máximos exponentes del género. Así, Luis Ignacio Helguera selecciona un total de 8 textos de nuestro poeta, uno de Don de febrero... y 7 de El minutero, en su Antología del poema en prosa en México (1993) mientras Jesse Fernández incluye también 8 textos (6 de El minutero y 2 de Don de febrero...) en su Antología del poema en prosa en Hispanoamérica (1994)7. Es decir: los que buscan poemas en prosa se topan de inmediato con textos idóneos de López Velarde, pero los que elaboran ediciones o selecciones de la obra poética del autor tienen dificultades para incluir poemas en prosa.

Si nos desplazamos ahora a la ya considerable bibliografía crítica sobre López Velarde constatamos que lo que más ha atraído la atención de los comentaristas y estudiosos son, por un lado, los aspectos biográficos del poeta y el enigma, sin duda fascinante, de las distintas figuras femeninas; y, por otro lado, la obra poética escrita en verso, considerada la parte más perdurable de la obra. Incluso entre los pocos críticos que han hablado de la prosa del poeta, son muy contados los que centran su interés en la prosa de creación en lugar de la prosa ensayística, la política o la estrictamente crítica. Sólo me queda reiterar lo que sentenció el gran crítico norteamericano Allen W. Phillips, en su libro Ramón López Velarde, el poeta y el prosista... (1962), libro que sigue siendo para mí el mejor de los estudios generales sobre nuestro poeta: «No hay aspecto de la obra de Ramón López Velarde menos estudiado que su prosa, tan valiosa en realidad como su poesía ya consagrada»8. Si este olvido ya era llamativo hace casi medio siglo, ¿cómo explicar que en el año 2009 sigamos en las mismas?

Este cuadro sinóptico de la recepción de la prosa de López Velarde nos lleva a reflexionar sobre la lenta y compleja aclimatación del género del poema en prosa en Hispanoamérica y, especialmente, en México. Invención de la modernidad, el género fue forjado en Francia por Aloysius Bertrand en su Gaspar de la Nuit (1842) y canonizado de manera definitiva por Baudelaire en Le Spleen de Paris (1869), colección que tiene un subtítulo revelador: Petits Poèmes en prose. Si el poema en prosa tuvo cultivadores posteriores tan renombrados en Francia como Rimbaud y Mallarmé, en Hispanoamérica tuvo un proceso más lento de naturalización. En 1887 Julián del Casal inicia la publicación de sus traducciones de los «Pequeños poemas en prosa» de Baudelaire y al año siguiente, en la primera edición de Azul, Rubén Darío hace convivir en un mismo libro poemas en verso, cuentos y otros textos que se acercan al modelo del poema en prosa. Durante el modernismo abundan ejemplos de prosa poética, prosa artística o prosa poemática, pero es difícil identificar en Martí, Darío, Silva, Lugones, Herrera y Reissig, Gutiérrez Nájera, Díaz Mirón, Nervo o Tablada muestras acabadas y autónomas de poemas en prosa.

Al menos en el caso de México es relativamente fácil observar que es en el período llamado posmodernista, en la segunda década del siglo XX, cuando se producen los primeros ejemplos incontrovertibles de textos que podemos identificar con plena certeza como poemas en prosa. Efectivamente, en esta década escriben textos de esta naturaleza Alfonso Reyes, Julio Torri y Ramón López Velarde, por dar los tres ejemplos más brillantes. Ninguno de ellos publica un libro hecho exclusivamente de poemas en prosa, pero cada uno tiene una clara idea de la forma. En Ensayos y poemas (1917) Torri combina libremente ensayos, cuentos y poemas en prosa. Por su parte, en el exilio madrileño Reyes escribe en 1916 «El descastado», autorretrato irónico y ejemplo singular del nuevo prosaísmo coloquial de lo que después será conocido como la antipoesía. En las primeras versiones publicadas, «El descastado» fue un conjunto de cuatro poemas en prosa, aunque años después Reyes reescribió el texto en versículos. Por último, en los mismos años de la misma década López Velarde da a conocer en periódicos y revistas de México algunos de los textos que sólo serán reunidos en forma de libro póstumamente en El minutero, editado en 1923 para conmemorar el segundo aniversario de su muerte. Tal como sucede en la época modernista, Reyes, Torri y López Velarde mezclan prosas de varios tipos y de características distintas: conviven en el mismo libro ensayos, cuentos, crónicas, narraciones, relatos de viaje, prosas poemáticas, divagaciones y viñetas, además de poemas en prosa. En resumen, es en la época posmodernista cuando aparece en México la forma acabada y autónoma del poema en prosa.

Es curioso notar que de esta tríada de pioneros, Torri sería uno de los primeros en reconocer el talento de López Velarde, aunque poco después parece haberse arrepentido de su juicio. En mayo de 1916 Torri sentenció que «López Velarde es nuestro poeta de mañana, como lo es González Martínez de hoy, y como lo fue de ayer, Manuel José Othón»9. Por su parte, Reyes sería el rival y enemigo que nunca entendió la atracción que ejercía López Velarde sobre toda una generación de poetas más jóvenes, la de los Contemporáneos, que veneraron en el joven poeta muerto al padre poético que fue nada menos que el fundador de la lírica moderna en México. Habrá que decir que esta falta de aprecio fue mutua. En una reseña de El plano oblicuo en 1920 López Velarde opinó que Reyes era un escritor cerebral y libresco, más eficaz como prosista que como poeta10.

Cuando se publica en 1923, El minutero plantea un problema de recepción porque no ofrece material para confirmar los dos mitos dominantes de López Velarde: el del poeta de la provincia y el del poeta nacional. Efectivamente, este conjunto heterogéneo de textos en prosa no se relaciona directamente con los poemas de la primera época (los de La sangre devota) que ostentan la añoranza de la inocencia y la pureza de las vírgenes de provincia; tampoco muestra (con una excepción) una fácil continuación o anticipación de la «épica sordina» de la poesía cívica de La suave patria. Si estos textos en prosa establecían alguna relación con otras partes de la obra, era con los poemas de madurez de Zozobra. Efectivamente, el período de composición de los textos de El minutero es en gran medida contemporáneo del de los poemas de aquel libro. Estamos hablando de los años que van desde 1915 hasta 1921. Son los últimos años del escritor, los años en que vive en la capital. El prosista de El minutero coincide con el poeta maduro, complejo y autoconsciente de Zozobra. El título mismo de El minutero establece un juego de espejos con los otros títulos de sus libros de madurez: Zozobra y El son del corazón. Títulos todos que subrayan la vivencia íntima, inmediata, intensa e instantánea del tiempo.

Es cierto que pudo desconcertar a muchos el carácter heterogéneo del libro. El minutero alberga, al lado de los poemas en prosa, otras composiciones que son más bien ensayos (como «Novedad de la patria»), relatos o cuentos (como «La necedad de Zinganol»), crónicas (como «La sonrisa de la piedra»), discursos de circunstancia (como la «Oración fúnebre» dedicada a Saturnino Herrán), divagaciones, semblanzas o retratos y otros textos inclasificables que están a caballo entre dos o tres modalidades. Hay varias composiciones que arrancan en una modalidad pero terminan transformándose en otra cosa. Por ejemplo, «Metafísica» empieza como una reseña de un libro reciente de Vasconcelos, pero pronto se vuelve una confesión lírica; «Semana mayor» promete ser una crónica, pero se bifurca en secuencias narrativas y líricas que terminan por desvirtuar su naturaleza cronística; «Noviembre» también arranca como una crónica pero se transforma en un poema en prosa. No es fortuito que varios críticos hayan hablado de El minutero como un libro de artículos, de crónicas o de ensayos. Pocos se atreven a hablar de poemas en prosa. Por mi parte, aventuro la premisa de que de los 28 textos del libro, unos 14 (es decir: la mitad) pueden ser leídos como poemas en prosa.

Lo anterior me confirma en mi hipótesis de que El minutero es un libro de experimentación que explora distintas modalidades de la prosa, examinando sus límites y ahondando en la capacidad de la prosa para soportar la alta tensión poética. La muerte del poeta nos impide para siempre saber si hubiera seguido el camino trazado en El minutero, pero yo tengo la intuición de que sí, de que este libro fue más bien un punto de partida y no una culminación. Pero esta cuestión queda, como tantas otras que tocan a la figura de López Velarde, envuelta en misterio y enigma.

Un rasgo llamativo del libro, rasgo ya notado por algunos críticos, es que varios de sus textos establecen semejanzas y analogías directas con los poemas en verso más o menos contemporáneos. Así, «Novedad de la patria» puede leerse como una versión ensayística de La suave patria; «En el solar» parece ser una variante en prosa del gran poema «El retorno maléfico» (de Zozobra); y, en un caso único pero revelador, «Fresnos y álamos» reproduce en su interior, en forma de una autocita entrecomillada, un fragmento lírico de una crónica, «Clara Nevares», publicada en un periódico a fines de 1915. Es decir: «Fresnos y álamos» es un comentario metapoético sobre su voz poética anterior, vista desde una distancia no sólo cronológica sino también anímica. Ahora bien, esta relación simétrica o dialogística entre prosa y verso reproduce uno de los rasgos centrales de la escritura de Baudelaire. Es decir: la relación que existe entre los poemas en verso de Las flores del mal y los poemas en prosa de Le Spleen de Paris es análoga a la que se da entre los versos de Zozobra o El son del corazón y los poemas en prosa de El minutero. Como en Baudelaire, es difícil establecer una clara precedencia cronológica de una forma sobre la otra: a veces la composición en verso es anterior a la versión en prosa, pero otras veces ocurre lo contrario, lo cual indica que la prosa goza de un estatuto idéntico al que tiene el verso. Los dos son canales idóneos para la transmisión de la intensidad lírica. Se ha estudiado la importancia de Baudelaire en la formación y la cosmovisión de López Velarde, pero no tanto en este aspecto. El mismo poeta nos dejó una confesión en verso que recalca que el francés fue nada menos que la presencia que divide su primera inocencia de su posterior madurez como poeta: «entonces yo era seminarista / sin Baudelaire, sin rima y sin olfato» (p. 138).

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En esta segunda parte quisiera comentar en cierto detalle tres de los textos de El minutero que pueden ser leídos como poemas en prosa en el más exigente de los sentidos. He seleccionado textos que son distintos entre sí para dar una idea de la amplitud de registro de López Velarde como poeta en prosa. Estos poemas en prosa se cuentan entre los mejores del libro. En su complejidad y su perfección son comparables con algunas de las más logradas composiciones en verso de Zozobra, colección que es, para mí, como lo fue para Villaurrutia, Paz y otros, el libro central del poeta. Los tres textos son: «Obra maestra», «En el solar» y «José de Arimatea»11. Hay que subrayar que estas composiciones son tan difíciles, originales, inconfundibles y enigmáticas como los poemas más herméticos de Zozobra.

Enrique Fernández Ledesma, el amigo que se encargó de la edición de El minutero, indicó que el mismo poeta había preparado y seleccionado los originales que iban a figurar en el libro. No sabemos si el orden en que aparecen las composiciones es el mismo que diseñó el poeta, pero no deja de ser llamativo que el primer texto, el que abre el libro, sea «Obra maestra», un título que pide ser leído en clave irónica cuando nos enteramos de que la obra maestra del poeta-personaje no es ningún texto literario sino «el hijo que no he tenido». José Luis Martínez se refirió a este texto como un ensayo12. No me convence. Aunque es indudable que tiene algunos elementos ensayísticos, el rasgo dominante, el que subordina los conceptos y las ideas, es de naturaleza lírica. Se trata de un poema en prosa que somete un proceso argumentativo a una nueva ordenación que toma la forma del centelleo metafórico y rítmico. Triunfo de la danza poética sobre la marcha de la prosa.

El primer párrafo, escrito desde la distancia de la tercera persona, es extraordinario. Tres breves oraciones en las cuales cada una retoma algo de la anterior, seguidas por la cuarta, más larga, que da vueltas sobre sí misma, como el tigre enjaulado: «El tigre medirá un metro. Su jaula tendrá algo más de un metro cuadrado. La fiera no se da punto de reposo. Judío errante sobre sí mismo, describe el signo del infinito con tan maquinal fatalidad, que su cola, a fuerza de golpear contra los barrotes, sangra de un solo sitio». Si leemos esta prosa como poesía (como un poema en prosa), la primera oración se desdobla en dos lecturas distintas: además de la primera, evidente, hay una segunda que se impone cuando las palabras se oyen: «El tigre medirá un metro». Es decir: la forma expresiva de la poesía (la medida, el metro o, aquí, la cadencia de la prosa) proviene de la zona intuitiva e instintiva. El poeta nos deja vislumbrar la fuente de su inspiración. La primera oración es un octosílabo. Para cualquier poeta, decir es sinónimo de medir: se dice midiendo y se mide diciendo. La palabra dicha es la palabra medida y la dicha de la palabra es su mediación por un lector, un oyente atento. El tigre que acecha dentro de la jaula se parece al poeta que tiene que canalizar sus intuiciones instintivas respetando las restricciones de la forma lingüística.

Para que se vea que mi lectura no es tan arbitraria voy a señalar que Xavier Villaurrutia, el primer poeta que leyó con profundidad a López Velarde y muy especialmente los textos de este libro, percibió con el oído esta misma ambigüedad porque en uno de los nocturnos de su libro Nostalgia de la muerte reproduce de manera explícita el mismo juego de sonido y sentido: «¿Quién medirá el espacio, quién me dirá el momento / en que se funda el hielo de mi cuerpo y consuma / el corazón inmóvil como la llama fría?». Mi lectura, pues, se apoya en la autoridad infalible del oído de Villaurrutia.

Regresando al poema en prosa, se ve y se oye cómo cada oración se construye sobre la anterior, ampliándola mediante analogías y comparaciones. Sólo en los dos párrafos siguientes captamos que la bestia primitiva enjaulada es un símbolo del soltero que no quiere ser padre: «El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad. No retrocede ni avanza. Para avanzar, necesita ser padre. Y la paternidad asusta porque sus responsabilidades son eternas». El ocho acostado es, efectivamente, el signo matemático del infinito, pero también es la representación icónica del cuerpo femenino en posición horizontal. Recuérdese que el Escorpión, símbolo preferido del poeta, es el octavo signo del zodíaco. Después de acoplar, la hembra mata al macho. Hay una imagen sorprendente y memorable en un poema de Zozobra, composición dirigida «A las vírgenes»: «[...] las que en la renuncia llana y lisa / de la tarde, salís a los balcones / a que beban la brisa / los sexos, cual sañudos escorpiones!» (p. 209). Es decir: tanto el escorpión como el número ocho vienen a significar, en la sensibilidad del poeta, la unión indisoluble de Eros (pulsión de vida) y Tánatos (pulsión de muerte).

Esta negativa a la paternidad no es simplemente un capricho del eterno soltero que prefiere seguir cultivando el placer sin las responsabilidades del matrimonio sino algo mucho más profundo: una creencia instintiva que se remonta a las posturas religiosas y teológicas de los primeros cristianos o, para ser más preciso, de la secta herética de los maniqueos. El maniqueísmo sostiene un dualismo radical y absoluto entre el bien y el mal, entre el alma y el cuerpo. Los maniqueos rechazan la paternidad porque ésta perpetúa el encarcelamiento de la luz del espíritu en el satánico mundo material. ¿Es exagerado hablar del maniqueísmo de López Velarde? De ninguna manera. Octavio Paz señaló varias posibilidades de exploración de estas creencias heterodoxas en su gran ensayo «El camino de la pasión».

En muchos textos de López Velarde el hombre y el artista coinciden y ambos se proyectan en personajes que aparecen en otras piezas de El minutero, como aquel soltero llamado irónicamente Próspero Garduño: «Próspero Garduño es una incompatibilidad manifiesta. Una evidente incompatibilidad entre su nombre y su filosofía. Próspero es pesimista. Próspero Garduño no se ha casado, porque teme llevar a una blanca heroína, vestida de blanco, a la Torre de la Fecundidad» (p. 298). La parte central de este cuento titulado «Meditación en La Alameda» consta de un monólogo interior de Próspero. Escuchémoslo como lo que es -el doble del autor-: «Vale más la vida estéril que prolongar la corrupción más allá de nosotros. Que, como decía Thales, no quede línea nuestra. ¿Para qué abastecer el cementerio? Viviré esta hora de mediodía, de calma y de luz, por mí y por mi descendencia. Así la viviré con una intensidad incisiva, con la intensidad del que quiere vivir él solo la vida de su raza» (p. 299).

Para que no quede ninguna duda sobre la familiaridad de López Velarde con las doctrinas maniqueístas, recordemos que en otro de los textos de El minutero, «Lo soez», el hablante poético anuncia sus certezas así: «El maniqueo proclama la eternidad del mal. El teólogo ortodoxo pone en silogismos la omnipotencia y la bondad infinita del Increado» (p. 317). En esta visión religiosa o teológica del universo, la realidad ontológica se divide en dos reinos opuestos: la fecundidad del mal y la esterilidad del bien. Estas ideas derivadas de la tradición gnóstica tuvieron honda resonancia en otro escritor hispanoamericano del siglo XX, gran lector de López Velarde y pensador lúdico fascinado por la filosofía maniquea. Me refiero a Jorge Luis Borges, el autor del cuento «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», donde se lee lo siguiente: «Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres [...] El texto de la Enciclopedia decía: Para uno de esos gnósticos, el visible universo era una ilusión o (más precisamente) un sofisma. Los espejos y la paternidad son abominables (mirrors and fatherhood are hateful) porque lo multiplican y lo divulgan»13.

A partir del carácter claramente herético de las doctrinas maniqueas para la iglesia cristiana y tomando en cuenta la profunda sensibilidad religiosa del poeta, no sorprende encontrar en «Obra maestra» una confesión del miedo sentido por la conciencia que sabe lo que está proponiendo: «Al tomar el lápiz me ha hecho temblar el riesgo del sacrilegio». La dimensión personal de esta parte está subrayada por el hecho de que los párrafos cuatro, cinco y seis están redactados desde el punto de vista de la primera persona del singular.

De repente, el séptimo párrafo cambia la perspectiva de nuevo, ahora a favor de la primera persona del plural: «Somos reyes, porque con las tijeras previas de la noble sinceridad podemos salvar de la pesadilla terrestre a los millones de hombres que cuelgan de un beso. La ley de la vida diaria parece ley de mendicidad y de asfixia; pero el albedrío de negar la vida es casi divino». Esta potestad casi divina se deriva de una sorprendente y atrevida imagen quirúrgica de la esterilidad clínica: «las tijeras previas». Lo que cortan estas tijeras metafóricas es precisamente la hipotética descendencia futura, los millones que «cuelgan de un beso»; hermosa imagen que sugiere que el peso de esta responsabilidad, la de procrear, es equiparable a la «pesadilla terrestre»: aceptarla equivale a caer dentro de la Torre de la Fecundidad. El verbo «colgar» nos remite al centro de la dualidad psíquica de López Velarde, en cuyos poemas abundan las imágenes de oscilación encarnadas en el péndulo, el columpio, el trapecio y la balanza, red semántica ya identificada por la crítica.

El párrafo siguiente cambia la perspectiva de nuevo y ahora hay un retorno al yo. Es llamativa la extraña coexistencia de una dicción coloquial y cotidiana con un lenguaje más bien filosófico y religioso con claros resabios neoplatónicos: «A las señoritas les es concedido de lo Alto repetir, sin irreverencia, las palabras de la Señora Única: "He aquí la esclava"...». ¿Quién es la «Señora Única»?

En el párrafo final hay una especie de divinización del «hijo negativo» y una correspondiente estrategia de cubrir con un aura religiosa esta postura francamente sacrílega en la medida en que insiste en que el placer erótico no debe contaminarse del mal de la procreación: «Hecho de rectitud, de angustia, de intransigencia, de furor de gozar y de abnegación, el hijo que no he tenido es mi verdadera obra maestra». «Obra maestra» es, efectivamente, una obra maestra que nos introduce de manera súbita y dramática en el mundo personal de un poeta plenamente consciente de sus dones y de sus dilemas.

El segundo texto seleccionado, «En el solar», puede leerse como una variación sobre el tema tratado en «El retorno maléfico»: la imposibilidad del regreso al origen. Recordemos los primeros y escalofriantes versos del extraordinario poema incluido en Zozobra: «Mejor será no regresar el pueblo, / al edén subvertido que se calla / en la mutilación de la metralla» (p. 206). Tema arquetípico y mítico de la literatura nacional y universal: el del hijo pródigo que regresa a su casa en busca de un paraíso perdido pero sólo encuentra destrucción y muerte. El edén de la infancia, tal como existe idealizado en el recuerdo, es sustituido o «subvertido» (para emplear la palabra del poeta) por el infierno angustioso del presente, producto de la violencia revolucionaria que reduce ciudades, pueblos y aldeas a ruinas y escombros. Tenemos aquí el germen del esquema empleado años después por Juan Rulfo en la más grande de todas las novelas mexicanas: Pedro Páramo (1955). Sobre un trasfondo histórico y político se construye un mito y todos sabemos que los mitos más poderosos son los cosmogónicos o los mitos del origen personal y colectivo. «En el solar» expresa también la problemática y escindida conciencia del paso de un origen rural irrecuperable para el sujeto que ha salido para vivir en la ciudad. Alegoría personal y colectiva, el texto da voz a uno de los mitos subyacentes de la cultura nacional y universal. De ahí su fuerza, pero impresiona también como un texto hondamente personal.

José Luis Martínez explica que el viaje real recreado en este poema en prosa se había realizado en 1912 cuando el Partido Católico Nacional lanzó la candidatura de López Velarde como diputado suplente por Jerez. Sin embargo, no sabemos con certeza cuándo fue compuesto este texto. Más que la crónica de un viaje real, es factible leerlo como un viaje imaginado que sucede dentro de la conciencia del poeta. En el primer caso (el que postula que el texto es la crónica de un retorno real), el viaje no nace de la voluntad propia sino que se impone como una obligación que engendra miedo. En el segundo caso (que postula el carácter imaginario del traslado), el texto sería la representación de una escena psíquica rodeada de fascinación y miedo. En ambos casos, regresar al espacio de la infancia es también regresar en el tiempo y regresar psíquicamente a un estado ya superado u olvidado. El primer párrafo es magistral en su recreación del viaje de regreso al pasado con el simbolismo del «puente sin arcos» que funciona como el umbral que divide el espacio laico o profano del presente del otro espacio, sagrado, localizado en el pasado o en la memoria:

Contra mi voluntad emprendí el temido regreso al terruño. Después de siete años volví a recorrer las leguas y leguas de alcaparras, hasta alcanzar el puente pegado a mi lugar, el puente sin arcos, el dramático puente sin concluir a cuya vista se detienen los carruajes si la henchida cólera del río los excomulga. Trunco dolor del puente, cuya inutilidad apenas sirve a las golondrinas, estas amantes comisionadas que se esforzarán en acompañarme, volando al ras de la banqueta.



Laconismo estilístico, estructuras paralelísticas y calculadas repeticiones crean la extraña sensación del paulatino reconocimiento de lo conocido que coexiste con el temor de encontrarse con lo desconocido o lo que no se conforma a la imagen guardada en la memoria. Un yo atrapado en la zozobra, colgado de un hilo tenue que enlaza el pasado y el presente. El sujeto se vuelve el escenario consciente de un conflicto irresoluble. El «puente sin concluir» es el potente símbolo de un acceso vedado, un tránsito peligroso. La triple repetición de la palabra «puente» en la segunda oración subraya la fragilidad de ese acceso suspendido sobre un abismo, de ese puente «pegado», «sin arcos» y «sin concluir».

El segundo párrafo nos revela el reencuentro con el pueblo, que ahora tiene una realidad ficticia, y con la casa familiar, que resulta todo menos familiar. La fórmula impersonal de la primera frase («Se me destina, en la casona, la sala de la derecha») establece el tono, reforzado después por la connotación militar de la diana que lo despierta. Los recuerdos engendran fantasmas y la triple repetición de esta palabra («Fantasmas, fantasmas, fantasmas») reproduce, como un eco inquietante, la triple repetición de la palabra «puente» en la segunda oración del primer párrafo. El poeta viene afinando nuestro oído. Además, el ambiente fantasmagórico y onírico nos permite leer el texto no sólo como la recreación de un viaje real, sino también como la visión fantástica de un sueño, tal como ocurre en «El retorno maléfico». Como si fuera para escapar de la cárcel de los recuerdos y encontrarse con el presente o refugiarse en el mundo natural, el protagonista sale de la casa para caminar por el pueblo de Jerez, pero la extrañeza y la enajenación le imponen la conciencia de la no pertenencia: «no soy más que una bestia deshabitada que cruza por un pueblo ficticio». Como su presencia despierta sospechas, vuelve a la casa y se mete en el lecho, «como en un sarcófago».

Todo el párrafo siguiente es una sola oración que describe el despertar del yo: «La diana con que me despiertan los pájaros me persuade de que han heredado el esmero poético, guardándose libres de las ideas módicas y del sonsonete zafio en que incurren los parnásides». Hecho curioso: su despertar se presenta como un acto de conciencia de que su poesía (esmerada) se diferencia de las ideas convencionales de la retórica literaria anterior. De ahí el tono de burla y sátira. El que regresa al pasado es un poeta descreído y distinto.

El motivo del viaje se explica en el penúltimo párrafo, pero lo central aquí es la conciencia de ser otro, rechazado por los demás. El poeta-narrador muestra su temperamento irónico y hasta un poco cínico: «El viaje es electoral. En ello radica la inevitable contribución a lo chusco. Soy llamado decadentista y apático. Pago mi impuesto al sainete sublunar y me compenso con la alhaja del Escorpión, que ha estado fulgiendo en la desnudez azul como la inmarcesible animalidad del cielo». Frente al lenguaje convencional y plano de la política (y contra el lenguaje estereotipado y cursi de las escuelas literarias), ambos despachados aquí como un «sainete sublunar», el poeta encuentra su refugio en el magnetismo de otro lenguaje más potente, un lenguaje poético que apela a la vista y al oído y que nos remite al mundo de arriba, donde se concentra la energía del universo. Impresiona aquí la imagen deslumbrante de «la alhaja del Escorpión», visión de la constelación y del signo del zodíaco: es decir, en el cielo lee y descifra su propio destino. La constelación brilla como una joya que emite una luz intensa y esta belleza natural proviene de una animalidad no domesticada por los usos y las rutinas convencionales de la cultura. Además, su temporalidad es eterna («inmarcesible») y su otredad remite al mundo árabe («alhaja» es palabra derivada del árabe). Antes habíamos tenido un «sarcófago» y más adelante veremos referencias al legendario rey persa Artajerjes y a «la madre de los árabes». ¿Por qué esta fascinación obsesiva con el mundo árabe?

En distintos poemas López Velarde se describe como «árabe sin hurí» (p. 155), «árabe sin cuitas» (p. 168) y, de manera más contundente, confiesa: «Yo, varón integral, / nutrido en el panal de Mahoma / y en el que cuida Roma / en la Mesa Central» (p. 223), con su atrevida rima de «Mahoma» con «Roma». En «La última Odalisca» declara: «soy un harén y un hospital / colgados juntos de un ensueño» (p. 220) y en «Treinta y tres»: «La edad de Cristo azul se me acongoja / porque Mahoma me sigue tiñendo / verde el espíritu y la carne roja, / y los talla, al beduino y a la hurí, / como una esmeralda en un rubí» (p. 247), planteando de nuevo la analogía entre piedra preciosa, mundo árabe y sensualidad carnal. Este ser asfixiado en una «dualidad funesta» es el que gasta sus talentos en lo que llama «la lucha / de la Arabia Feliz con Galilea». No estamos ante el exotismo típico de los modernistas y románticos. En primer lugar, no hay que olvidar que en «Novedad de la patria» López Velarde describe la Patria como «castellana y morisca, rayada de azteca» (p. 283). Frente a la visión oficial de México como país mestizo, fusión de lo indígena y lo español, el poeta rehace la relación subordinando el componente indígena y elevando lo árabe al nivel de lo europeo. La idea no es descabellada sino históricamente exacta: la España que conquista y evangeliza lleva en su interior el producto de siglos de convivencia con el Islam. Lejos de ser un exotismo, esta fascinación es un intento de reparar un olvido histórico de enormes consecuencias. Para López Velarde, México (o, como él solía escribirlo, Méjico) no es un país mestizo sino criollo.

Lo anterior es un argumento intelectual que yo reconstruyo, pero «En el solar» es un poema en prosa que trabaja con imágenes que van subvirtiendo la trama narrativa. Más que contar o argumentar, el poeta quiere cantar. El sujeto «decadente» que ya no sabe comer como antes, termina oponiendo a «ellas y ellos» (los pueblerinos arraigados en sus costumbres y creencias) su propia necesidad de un «gemido» que sería como la síntesis instintiva de su mundo: «Yo comía al igual de ellas y de ellos. Ahora, en la honesta abundancia lugareña, la ponzoña de mis sentidos solicita, para responso del opíparo ayer, el magno, el ensordecedor, el loco gemido que sólo la madre de los árabes pudo prestar». Se ha identificado con el Escorpión a través de la «ponzoña» de sus sentidos y esta misma imagen expresa, una vez más, la imposibilidad de regresar el origen.

Por último, quisiera detenerme en un texto más breve, de dos párrafos apenas. Se trata de «José de Arimatea». El título contiene una de las muchas alusiones bíblicas que hay en la obra de nuestro poeta. Según el Nuevo Testamento, José de Arimatea pide permiso a Poncio Pilato para bajar el cuerpo crucificado de Jesús, lo envuelve en paño de lino o una sábana y lo pone en un sepulcro nuevo que él ha labrado de la peña. Según dos de los evangelios, José de Arimatea unge el cuerpo de Cristo con especias.

Conociendo lo anterior, el comienzo del poema en prosa parece remitirnos directamente a la historia bíblica: «En la simultaneidad sagrada y diabólica del universo, hay ocasiones en que la carne se hipnotiza entre sábanas estériles». La referencia al ámbito religioso y a las «sábanas estériles» nos tranquiliza, pero hay dos elementos discordantes: la idea (maniqueísta y herética) de que el universo es simultáneamente sagrado y diabólico y la mención mágica de una carne «hipnotizada» entre las sábanas. La segunda oración introduce otra nota sorpresiva: el fenómeno descrito (la resurrección) puede ocurrir «en cualquiera de las veinticuatro horas». El uso de la primera personal del plural tiene el efecto de incluir a lo humano en el ambiente de silencio y soledad, universo regido por la simpatía analógica que pone lo natural y lo espiritual en el mismo nivel, pero en reinos separados. Las jerarquías ortodoxas se han derrumbado: lo sagrado y lo diabólico, el alma y la materia son realidades distintas, pero equivalentes.

Si desde el principio se han sembrado dudas, el párrafo final viene a introducir más sorpresas. Ahora resulta que las sábanas son de una cama donde yacen dos amantes desnudos: el varón y «una amiga innominada, una amiga de bautizo incierto», fórmulas eufemísticas y alambicadas para nombrar, desde la mentalidad cristiana, a una prostituta. La amiga carece de individualidad y de nombre y, sin embargo, hay una entrañable cercanía casi igualitaria, reforzada por la palabra «amiga». Esta forma indirecta y oblicua de nombrar algo sujeto al tabú aparece en varios poemas del autor, en los cuales habla de «las distribuidoras de experiencia, provisionalmente babilónicas» (p. 294) o de las «consabidas náyades arteras» (p. 202) o, en la crónica «La Avenida Madero», de «las engañosas cortesanas» que circulaban por esa calle de la capital (p. 473). El «bautizo incierto» aumenta la identificación de la amiga con el pecado no redimido. El «desplome» de la actividad erótica de los amantes los reduce a «una vida balsámica de momias». A partir de este momento aumentan las alusiones simbólicas al mundo del antiguo Egipto (una de las fuentes de la filosofía hermética y sede del maniqueísmo después de su expansión desde Persia, donde fue fundado por el profeta Mani en el siglo III). Aparecen el gato, diosa tutelar y protectora (Bastet), asociada al inframundo de las tinieblas y la muerte, y el halcón, dios celeste y solar (Horus), ave de presa.

La descripción de la alcoba, antesala de la muerte, es magistral: «En la cabecera, cabecea un halcón. En la mecedora, sobre las ropas revueltas de la pareja, el gato se sacude, con el sobresalto humano de quien va a hundirse en las antesalas soñolientas de la Muerte. Nada se encarniza, nada actúa siquiera». Todo se balancea en pares con frases bimembres de una perfecta simetría y equilibrio: él y ella, el halcón y el gato, cabecera-cabecea. Hasta la mecedora con su vaivén simboliza este mundo dual que oscila entre contrarios. En este momento hay una misteriosa confusión de las personas despersonalizadas: «La respiración de ella, que casi no es suya, altérnase con la nuestra, que casi no es nuestra». Si «ella» es la amiga, ¿por qué no asume el varón la contundencia de la primera persona en lugar de refugiarse en el plural («nuestro»)? ¿O es que el yo se ha identificado con otra presencia femenina que no se hace explícita todavía? La primera persona del plural ¿nombra a la pareja de amantes o identifica al yo unido a otra personal?

La oración final no resuelve estas ambigüedades sino que las multiplica agregando otros elementos más complejos. Veamos cómo termina el texto: «De súbito, al definirse el aguijón vital, brincamos cien leguas, para no vulnerar a la virgen privilegiada con semejante ejecutoria narcótica, a la amiga ungida por José de Arimatea». Phillips interpreta el final como de «renunciación» y «abandono»: el hombre huye del cuerpo de la amiga para no lastimar al amor puro y espiritual que tiene por la virgen. Me parece que lo que plantea el texto es mucho más complejo y mucho menos edificante. Si aceptamos que el «aguijón vital» es el momento culminante de la relación sexual, la satisfacción del deseo físico, entonces los dos que brincan son el varón y la amiga, la pareja, en un acto mágico, adictivo e hipnótico (el esdrújulo en «ejecutoria narcótica» atrae como un imán los otros esdrújulos del poema -diabólica, sábanas estériles, balsámica, súbito-, todos con connotaciones sumamente positivas). Las sábanas son estériles no para envolver el cuerpo de Cristo sino por la falta de procreación en el acto sexual.

Por lo tanto, esta primera lectura señala que el placer carnal, precisamente por su carácter diabólico y material, no puede afectar el reino de la pureza espiritual representado por la virgen. Los dos órdenes son simultáneamente compatibles porque no hay contacto entre los dos. Sin embargo, una segunda lectura -que interpreta la primera persona del plural («brincamos») como una máscara evasiva del yo masculino- señala que el yo efectivamente huye solo, al menos en la mente, para evitar el sentimiento de culpa o de pecado que su acto acarrea. El problema es que en ambas lecturas la parte final de la oración pone en el mismo plano a la virgen y a la amiga y, para colmo del sacrilegio, sustituye el cuerpo de Cristo por el de la amiga, «la amiga ungida por José de Arimatea». La separación radical de lo sagrado y lo profano coexiste con la presencia simultánea, igualmente herética, del espíritu y la materia, de la virgen y la prostituta como ámbitos equivalentes. Si se intenta «privilegiar» a la virgen, esta reverencia exige una distancia respetuosa que termina por anular la atracción y volverla inaccesible en su pureza. La amiga, cercana y accesible en su presencia eléctrica, nunca tendrá el prestigio espiritual del arquetipo imaginario, pero es un imán que atrae. En el erotismo religioso o la religión erótica de López Velarde se acercan los contrarios hasta el punto de provocar una insólita incandescencia. Estamos ante la dolorosa verdad de que el deseo y el amor son cosas radicalmente distintas que pertenecen a mundos opuestos, pero simultáneamente presentes.

Espero haber mostrado en esta lectura de algunos de los más enigmáticos poemas en prosa de El minutero que López Velarde es también un formidable poeta en prosa. En los momentos más altos esta prosa tiene la misma intensidad, complejidad e intransferible originalidad personal que sus poemas en verso. Villaurrutia vio en estos textos «una prosa que danza», una construcción artística que no renuncia ni a su complejidad formal ni a su hondura espiritual. En lugar de cancelar u ocultar sus conflictos y sus luchas de conciencia, López Velarde decide llevar a cabo una exploración dramática y lúcida de sus contradicciones interiores. Gracias a su valor, su atrevimiento y su maestría, la poesía mexicana gana acceso a nuevos territorios y da un salto a la modernidad al asumirse como una conciencia interrogante que busca su autenticidad por todos los medios posibles.





 
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