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Primeros Principios

Herbert Spencer



Dos palabras del traductor.

Entre los varios pensadores que más o menos poderosamente llaman hoy la atención del mundo sabio, figura indudablemente en primera línea Sir Herbert Spencer, cuya obra capital -que así puede con propiedad ser llamada, puesto que es la cabeza y resumen de su gran tratado de Filosofía-, nos hemos atrevido a traducir a nuestra «rica habla castellana»; aunque íntimamente persuadidos de que ha de parecer pobre la traducción a cuantos la leyeren, tanto por ser de un mero aficionado y no de un asiduo cultivador de esta clase de estudios, cuanto por la comparación con los tomos anteriores de esta Biblioteca, traducidos por personas tan competentes en todos conceptos.

Pero, si es aplicable en algún caso la conocida máxima «el fin justifica los medios», no dudamos nos será aplicada por los lectores benévolos, al saber el fin principal de este nuestro trabajo, que no es sino contribuir, en la medida de nuestras débiles fuerzas, a la cultura intelectual de nuestra muy amada patria; pues sin aceptar ni rechazar en todas sus partes la Filosofía de Spencer como ninguna, otra determinada, creemos contiene ideas muy juiciosas y aceptables; siendo como una especie de nuevo eclecticismo entro las exageraciones ateas y materialistas de Comte y Buchner, y las panteístas e idealistas puras de algunas escuelas alemanas.

A decir verdad, no creíamos nuestra tarea tan difícil, pues aunque habíamos leído la obra de Spencer hace ya algunos años, no es lo mismo leer para sí que para el público, ni decimos esto para disculpar las faltas de la traducción; pero es indudable que a pesar de la mayor facilidad, en general, de traducir las obras científicas que las literarias, los Primeros Principios son una excepción a esa regla general; pues buscando el autor, con una erudición asombrosa por lo vasta y profunda, la aplicación de sus Principios, o los hechos para inducirlos, en cuantas esferas son o pueden ser objetos de la actividad o de la receptividad humanas, en cuantas formas o determinaciones relativas y cognoscibles se nos manifiesta la Realidad absoluta e incognoscible, necesitaríase una omnisciencia superior a la de Spencer para interpretarlo fielmente, pues al fin él ha elegido sus ejemplos o los hechos que expone y el traductor no tiene esa libertad; ha de exponer forzosamente aquellos hechos, ya escogidos, y en otro idioma, a veces incompatible o contradictorio con los hechos expuestos, como sucede, por ejemplo, cuando el autor estudia la desinonimización, tan adelantada en inglés y tan atrasada en nuestra lengua, en que hay algunas veces cinco o seis palabras para expresar la misma idea. En suma, imposibilitados por muchos conceptos de atender con igual intensidad al fondo y a la forma de este nuestro primer ensayo, hemos procurado, y quizá no siempre conseguido, interpretar aquél todo lo fielmente posible, dejando el cuidar de las galas retóricas para otra edición, si acaso se hiciere y estuviéremos encargados de dirigirla.

Si hemos o no conseguido nuestro objeto, al público toca decidirlo, y desde ahora anticipamos las gracias a cuantos críticos nos indiquen pública o privadamente los defectos de que adolezca nuestro trabajo, siempre que sigan el precepto latino parcere personis dicere de vittis, o mejor dicho, siempre que la crítica no tenga otro móvil que el amor a los tres ideales de nuestro ser -lo verdadero, lo bueno y lo bello, a los cuales, y muy especialmente s su armónica combinación, cuando es posible rendimos fervorosísimo culto; aunque estamos seguros que no siempre nuestras palabras, ni aun a veces nuestras ideas, serán fieles intérpretes de nuestros sentimientos y deseos.

J. A. I.

Granada, Febrero, 1879.






ArribaAbajoPrimera parte.

Lo incognoscible.



ArribaAbajoCapítulo primero.

Religión y ciencia.


1. Uno de los defectos más frecuentes de nuestra llaca naturaleza es, indudablemente, olvidar: que siempre hay un fondo de bondad en las cosas malas, así como siempre hay un fondo de verdad en las cosas falsas; y es tan común ese olvido, que aun personas que admiten teóricamente, o en abstracto, ese principio, rara vez lo aplican al juzgar opiniones ajenas. Por regla general, se rechaza con indignación y desprecio toda creencia que esté en abierta oposición con la nuestra, sin preguntar o investigar, quizá, lo que abona o justifica, siquiera sea aparentemente, tal creencia. Y sin embargo, algunas razones ha debido haber para su admisión, alguna conformidad con la experiencia humana, conformidad tal vez vaga e imperfecta, más con todo, real o efectiva. El cuento más absurdo puede tener su origen en un acontecimiento real, sin cuya verificación, la idea absurda de él dada: y no hubiera jamás nacido.

Aunque la imagen amplificada y deformada que nos transmite el prisma de la fama sea completamente distinta de la realidad, sin ésta no habría imagen amplificada y deformada. Tal sucede a las creencias humanas en general. Aunque nos parezcan algunas absolutamente malas, se puede admitir: que han tenido su origen en hechos reales que contenían primitivamente, y quizá contienen aún, algo de verdad. Y es preciso admitirlo, cuando se trata de creencias que han reinado largo tiempo y se han extendido mucho, y sobre todo, si son creencias vivas y casi o totalmente universales. La presunción de que una creencia reinante no es enteramente falsa adquiere cierta fuerza según el número de sus partidarios. Si admitimos que la vida no es posible sin cierta conformidad entre las condiciones del fuero interno y las circunstancias del cosmos: si admitimos, por tanto, que hay siempre alguna probabilidad en pro de la verdad total o parcial de una convicción, deberemos conceder grandes probabilidades de fundamento a las convicciones de gran número de individuos; pues nada han hecho por sí para comprobarlas, y que, por consiguiente, la multitud de creyentes poco dice en pro de la probabilidad de una creencia. Pero eso no es verdad; cuando una creencia conquista numerosas adhesiones sin sufrir crítica alguna, es evidente que está, en tesis general, en armonía con las otras creencias de los hombres que la aceptan; y si éstas han sido comprobadas personalmente, suministran un fundamento indirecto a aquélla con la que se armonizan. Puedo suceder que ese fundamento sólo tenga un valor muy débil; más fuerza es convenir en que tiene alguno.

Si pudiéramos formarnos ideas claras sobre ese punto, nos serían muy útiles. Es muy conveniente forjarse, si es posible, una como teoría general de las opiniones admitidas, a fin de no estimarlas en poco ni en mucho, sino en su justo valor. La formación de juicios exactos sobre las cuestiones que se discuten pende, en gran parte, de la actitud que guarda nuestro espíritu cuando oímos la discusión o tomamos parte en ella; y si queremos que esa actitud sea la mejor posible, es necesario que aprendamos lo que hay de verdadero y de falso en las creencias humanas. Para ello, no debemos abandonar, por una parte, el conocido criterio Vos populi vox Dei; ni, por otra parte, debemos rehusar conocer: que si la Historia nos revela que no siempre las mayorías han acertado, también nos dice que rara vez han errado completamente. Una de las condiciones primordiales de un pensamiento libre y amplio es evitar los extremos: debemos, pues, procurar cuidadosamente no caer en ellos, y la mejor salvaguardia para huir la caída es la estimación o tolerancia de las opiniones ajenas. Con este objeto, es preciso considerar la especie de relación que liga comúnmente las opiniones, a los hechos. Tomemos por ejemplo una de las creencias que, bajo varias formas, han reinado en todos los tiempos y países.

2. Las tradiciones primitivas representan a los jefes como dioses o semidioses. A juicio de sus súbditos, los reyes primitivos tenían un origen sobrehumano y ejercían un poder ídem; poseían prerrogativas divinas: se prosternaban los súbditos ante ellos como ante los altares de los dioses, y aun en algunos países fueron adorados efectivamente. Si se necesitase una prueba de que verdaderamente se atribuía al monarca un carácter divino o semi divino, la hallaríamos en esas razas salvajes que admiten todavía un origen divino o celeste para los jefes y sus familias, y creen que sólo los jefes tienen alma. Naturalmente, a la par que esas creencias, existían otras, según las cuales, el jefe tenía sobre sus vasallos un poder ilimitado, un derecho absoluto de propiedad, derecho hasta sobre su vida. Aun hoy, en las islas Fidji, la víctima marcha a la muerte, libre de pies y manos, a una señal del Rey, y declara que todo lo que éste manda debe ser ejecutado.

En tiempos y países menos bárbaros encontramos esas creencias un poco modificadas. Ya no se considera al monarca como un dios o semi dios, pero sí como un hombre que posee una autoridad y quizá algo de la naturaleza divina. Conserva, como sucede ahora en Oriente, títulos conmemorativos de un parentesco y una descendencia celestes, se le saluda con la misma humildad de formas y de palabras que a la Divinidad; y si en la práctica, la vida y fortuna de sus súbditos no están totalmente a su disposición, la teoría supone aún que le pertenecen.

En un período más adelantado de la civilización, como en la Edad Media, en Europa, las opiniones acerca de la naturaleza de las relaciones entre los pueblos y sus jefes sufren aún mayor cambió. La teoría del origen divino cede su lugar a la del derecho divino. El rey no es un dios ni un semi dios, ni aún el descendiente de un dios, pero sí un Vicario de Dios; los testimonios de respeto que se le tributan no son de una humildad tan exagerada, y sus títulos sagrados pierden mucho de su significación; su autoridad deja de ser ilimitada; los súbditos le niegan el derecho de disponer arbitrariamente de sus vidas y haciendas, y su fidelidad toma la forma de obediencia a sus mandatos.

A medida que la opinión pública se desarrolla, el poder soberano se restringe; la creencia en el carácter sobrenatural del rey, mucho tiempo ha rechazada, no ha dejado en pos de sí más que la opinión vulgar que atribuyo a aquél una bondad, una sabiduría y una belleza extraordinarias. La lealtad, que al principio significaba, implícitamente, la sumisión a la voluntad del jefe, no significa o expresa hoy sino un tributo der subordinación o de respeto. Nuestra teoría y nuestra práctica políticas rechazan completamente esas prerrogativas reales, indiscutibles en otros tiempos. Destronando algunos reyes y sustituyéndolos por otros, no sólo hemos negado el derecho divino de ciertas personas al poder soberano, sino todo otro derecho que el de la voluntad nacional. Nuestras formas de lenguaje y los documentos oficiales afirman aún que los ciudadanos son súbditos del rey; pero nuestras creencias efectivas y nuestros actos cotidianos afirman implícita mente lo contrario. Sólo obedecemos a las leyes que hacen las Cortes; hemos despojado enteramente al monarca del poder legislativo, y nos rebelaríamos contra su ejercicio intentado por aquél, aun en materias de mínima importancia; la doctrina primitiva está, pues, totalmente destruida en nuestros tiempos y países.

El abandono de las opiniones políticas primitivas no ha tenido por único efecto traspasar el poder de las manos de un autócrata a las de una asamblea representativa, sino que las ideas que se tienen hoy del gobierno, sea cualquiera su forma, son muy distintas de las antiguas. Populares o despóticos, los gobiernos gozaban antiguamente de una autoridad ilimitada sobre sus súbditos; los individuos existían para el bien del Estado, no éste para el bien de aquéllos. En nuestro tiempo, y en los países regidos liberalmente, no sólo la voluntad nacional se ha sustituido a la del rey, sino que se ha restringido mucho la esfera del ejercicio de aquélla. En Inglaterra, por ejemplo, aunque no haya una teoría precisa que limite la autoridad gubernamental, tiene ésta no obstante, límites, en la práctica, reconocidos tácitamente por todos. Así, aunque ninguna ley orgánica proclame que las Cortes no pueden disponer a su arbitrio de la vida de los ciudadanos, como los reyes que sacrificaban hecatombes humanas, si por acaso intentasen hoy las Cortes usar de tal poder, en vez de producir la muerte de algunos ciudadanos, su temeridad produciría su ruina. Análogamente, se vería bien pronto la entera seguridad que hemos dado a las libertades y derechos individuales contra las usurpaciones del poder, si se intentase, por una ley, apoderarse de una clase de ciudadanos, para emplearlos en servicios públicos, como lo hacían los gobiernos primitivos. Si un hombre de estado propusiera una repartición de la propiedad bajo el modelo de alguna antigua sociedad democrática, se encontraría frente a un clamor público poderoso que le negaría el derecho a disponer arbitrariamente de la propiedad privada. Y no solamente los derechos fundamentales de cada ciudadano se alzan hoy frente a frente y al nivel de los del Estado, sino que lo propio sucede a otros derechos menos importantes; por ejemplo, hace ya mucho tiempo que las leyes suntuarias, o sobre los gastos privados, han caído en desuso, y si se intentara resucitarlas, la opinión pública probaría que esas materias están fuera del alcance de las leyes. Desde hace muchos años veníamos afirmando en la práctica, y hace poco lo hemos consignado en las leyes, el derecho de todo hombre a escoger sus creencias religiosas, en vez de recibirlas ya hechas de extraña autoridad temporal. Tenemos ya completa libertad de pensamiento en la tribuna y en la prensa1, a despecho de todos los esfuerzos legislativos para suprimirla o restringirla. Más recientemente hemos reclamado y obtenido, salvo un corto número de excepciones, la libertad de comercio. Así, pues, nuestras doctrinas políticas actuales difieren considerablemente de las antiguas, no sólo en cuanto a la naturaleza del depositario del poder, si que también en cuanto a la extensión y límites de ese poder.

La transformación no ha llegado aún a su fin. A la par que esas opiniones, hoy las más extendidas, hay otras que van más allá. Según ellas, es preciso restringir la acción del gobierno en límites más estrechos que los que tiene actualmente en Inglaterra. A la antigua doctrina, según la cual el individuo no existía sino para el Estado, se ha sustituido, en gran parte, una doctrina moderna, según la cual el Estado no existe sino para los ciudadanos, y de la cual se pretendo sacar todas sus lógicas consecuencias. Para los partidarios de esa doctrina, la libertad individual es sagrada y no tiene otros límites que la libertad de los conciudadanos; el poder legislativo no puede, pues, poner restricciones justas al ejercicio de esa libertad, ya prohibiendo acciones que permite la ley de la igualdad en la libertad, ya tomando de las haciendas de los ciudadanos más, que lo estrictamente preciso para sufragar los públicos necesarios. Afirman también que el Estado sólo debe desempeñar una función, la de proteger a los ciudadanos, unos contra otros, y contra los enemigos exteriores. Fundándose en la tendencia manifiesta que ha reinado en todo el proceso de la civilización, de ampliar las libertades del individuo y restringir las funciones del Estado, creen que se podrá llegar a establecer un régimen político definitivo, que dará al individuo el maximum posible de libertad, y al gobierno el minimum posible de poder, régimen bajo el cual la libertad de cada uno no será limitada sino por la libertad análoga de los demás, y el único deber del gobierno será hacer respetar ese límite.

Hallamos, pues, en los diversos tiempos y lugares, una gran variedad de opiniones, cuyos géneros principales acabamos de indicar, acerca del origen, autoridad y funciones del gobierno; y esos géneros se subdividen en una infinidad de especies. ¿Qué debemos, pues, pensar de la verdad o de la falsedad de esas opiniones? Si se exceptúa un corto número de tribus bárbaras, ha divinidad o semi divinidad de un monarca es considerada hoy, en todas partes, como un absurdo que supera los límites de la credulidad humana. Solamente en muy corto número de países queda aún alguna idea vaga de que el jefe tiene atributos sobrenaturales. Las sociedades más civilizadas, que admiten aún el derecho divino de los gobiernos, han rechazado, ya ha tiempo, el derecho divino de los reyes. Por otra parte, la creencia de que las disposiciones legislativas tienen un carácter sagrado ha desaparecido también, y ya no se las considera sino como convenios. Los partidos más avanzados hasta sostienen que los gobiernos no tienen autoridad intrínseca, que ni aun pueden haberla recibido por un convenio, sino que la poseen únicamente como administradores de los principios morales deducibles de las condiciones esenciales de la vida social. Ahora bien, entre tantas y tan diversas opiniones políticas, ¿deberemos decir que cada una contiene la verdad más o menos velada por errores, o que una sola es verdadera y todas las demás falsas? El análisis, guiado por el principio general que expusimos al comenzar, nos hace admitir la primera de esas dos proposiciones últimamente enunciadas. Con efecto, por ridícula que parezca cada una de esas opiniones a quienes no las hayan recibido como parte integrante de su educación, hay una condición que la sostiene, y es que ha sido reconocida -en su tiempo y país- como un hecho indiscutible. Explícita o implícitamente, cada una de ellas proclama cierta subordinación de las acciones del individuo a las exigencias sociales. Hay grandes divergencias en cuanto al origen, extensión y fundamentos de esa doctrina, pero todo el mundo está acorde en cuanto a la existencia necesaria de alguna subordinación; en esto hay unanimidad completa, desde la idea más antigua y trivial de la alianza, hasta la actual teoría políticamente avanzada. Sin duda, entre el salvaje que creó su vida y bienes a merced absoluta de su jefe, y el anarquista que niega el derecho del gobierno, sea autocrítico, sea democrático, a inmiscuirse en la libertad individual, parece haber, a primera vista, un antagonismo completo e irreconciliable; pero el análisis encuentra, aun en esas opiniones extremas, una idea común, y es la de que hay límites que las acciones de los individuos no deben franquear; sólo que para el uno esos límites tienen su fundamento en la voluntad Real, mientras que para el otro son corolarios de los derechos de los conciudadanos.

Podría creerse, al pronto, que hemos venido a parar a una conclusión insignificante, a saber: que en el fondo de todos los credos políticos contradictorios hay un principio común, evidente por sí mismo. Pero la cuestión no está en la novedad ni el valor de ese principio a que nos ha conducido el análisis. Al fin, ese principio, como relativo a sólo una esfera de la actividad humana, es particular, pero no es difícil generalizarlo y establecer: que aun cuando pase generalmente desapercibido, es indudable que en todas las creencias humanas del mismo género o relativas al mismo asunto, aun en las más opuestas, hay generalmente un fundamento común; principio que si no debe ser admitido como una verdad indiscutible, se puede, no obstante, concederle una gran probabilidad.

Cuando un postulado, como el que acabamos de establecer, no es afirmado con plena conciencia, sino implícita e inconscientemente, y eso no sólo por un hombre o por una sociedad, sino por numerosas sociedades que difieren de mil maneras por sus demás creencias, adquiere una gran probabilidad, que, casi llega a la certeza, y que por lo menos supera a la probabilidad de todas esas creencias diferentes. Cuando el postulado es abstracto, como el que nos ocupa, y no se funda sobre una experiencia directa y concreta común a la humanidad entera, sino que ha sido sacado por inducción, de un gran número de experiencias diferentes, podemos decir que tiene casi la certeza de los postulados de las ciencias exactas. El ejemplo precedente nos muestra que en las opiniones que parecen radical y absolutamente malas, hay, sin embargo, algo de bueno, y nos indica, al mismo tiempo, el método para hallar esa parte buena o verdadera cuando no llegamos directamente a una generalización capaz de servirnos de guía para buscar dicha parte. Tal método consiste: en comparar todas las opiniones del mismo género, es decir, sobre el mismo asunto; separar, como destruyéndose mutuamente en todo o en parte, los elementos especiales y concretos que constituyen el desacuerdo de esas opiniones; observar lo que queda, después de esa eliminación de elementos discordantes, y hallar para ese residuo una expresión abstracta que permanezca verdadera en todas sus modificaciones divergentes.

3. Aceptando plenamente ese principio general, y siguiendo la marcha que nos indica, comprenderemos fácilmente los antagonismos crónicos que dividen a la humanidad; y aplicándolo, no sólo a las ideas que no nos interesan personalmente, sino también a nuestras ideas propias, en relación con las de los contrarios, nuestros juicios serán más justos, no creeremos siempre que nuestras convicciones son absolutamente verdaderas, y las opuestas absolutamente falsas; no nos dejaremos imponer, como el vulgo que no razona, ideas que sólo han llegado a nosotros por el acaso de haber nacido en tales o cuales tiempos y países; no cometeremos, por otra parte, la falta de oponer a ideas contrarias negaciones absolutas y desdeñosas, como los que se erigen críticos independientes. De todos los antagonismos, entre las creencias humanas, el más antiguo, el más profundo, el más grave y el más universal, es el de la Religión y la Ciencia. Comenzó cuando el descubrimiento de las leyes más simples de las cosas vulgares puso límite al fetichismo universal que reinaba en los espíritus; hállasele doquier en todas las esferas del pensamiento humano, desde la interpretación de los más sencillos fenómenos mecánicos, hasta la de los más complejos hechos históricos; tiene sus raíces en los más profundos hábitos intelectuales, y las ideas contradictorias acerca de la naturaleza y de la vida, que esos hábitos producen en los diversos hombres, inclinan al bien o al mal sus sentimientos y actos.

El combate incesante, reñido en todos los tiempos bajo las banderas de la Religión y de la Ciencia, ha producido un rencor que impide a unos combatientes apreciar el valor de los otros. Esa lucha realiza, en mayor palenque y con más violencia que otra alguna, aquella fábula tan profundamente moral de los caballeros que luchaban por el color de un bucle -de un color por cada cara- del que cada uno sólo veía una cara. Cada combatiente, no viendo la cuestión sino bajo su punto de vista, acusaba al otro de estúpido o malévolo, porque no le veía lo mismo; no ocurriéndosele a ninguno pasar al lado contrario para descubrir la realidad.

Felizmente, con el tiempo las ideas adquieren un carácter cada vez más liberal, que debemos desarrollar todo lo posible, prefiriendo siempre la verdad a la aureola del triunfo, y así conoceremos lo que inclina a nuestros adversarios a pensar como piensan, sospecharemos que su obstinación en sostener una creencia debe provenir de que sienten algo que, no sentimos, y querremos completar la parte de verdad que poseemos con la que ellos poseen; apreciando en su justo valor la autoridad humana, evitaremos los extremos de una ciega sumisión o una estúpida resistencia; no miraremos los juicios humanos como absolutamente buenos ni malos, sino que tomaremos el partido más fácil de defender: que nadie posee la verdad absoluta y completa, nadie está absolutamente en error.

Examinemos, pues, las dos fases de esa gran controversia, conservando, cuanto podamos, la imparcialidad que acabamos: de recomendar. Resistamos a los prejuicios de la educación, cerremos los oídos a los murmullos de cada secta, y veamos las probabilidades a priori que hay en pro de cada partido.

4. Aplicando el principio general anteriormente enunciado, podemos afirmar, desde lugo, que las varias formas de creencias religiosas que han existido y existen, tienen todas algún último hecho que les sirve de fundamento. La analogía nos inclina a juzgar, no que, una sola entre todas es la única y absolutamente verdadera, sino que en todas hay algo de bueno y verdadero, más o menos velado por algo malo y falso. La parte de verdad contenida en las creencias falsas puede ser muy distinta de la mayoría, si no de la totalidad de sus dogmas, o indudablemente si, como hay fuertes razones para creerlo, dicha parte es más abstracta que todos ellos, no debe parecérselo; más aunque así sea, existe y debemos buscar esa verdad esencial, por grandes que sean sus diferencias con los dogmas que la expresan bajo tan diversas formas. Suponer que todas las ideas religiosas están absolutamente desprovistas de fundamento, es rebajar mucho la inteligencia media de la humanidad, cuya herencia recogemos sus individuos.

Ya veremos que esa razón general es reforzada por otras especiales. Así, a la presunción de que todas las creencias del mismo género tienen un común fundamento real, añádese, en el caso presente, otra presunción, derivada de la omnipresencia o universalidad de las creencias religiosas. Preténdese que hay tribus que no poseen la más ligera idea de una teoría de la creación, que estas ideas no aparecen sino cuando el hombre adquiere cierto grado de desarrollo intelectual; mas aunque eso sea una verdad, el resultado es igual: desde el momento en que se admite que en todas las razas cuyo desarrollo intelectual ha llegado a cierto grado, hay ya nociones vagas sobre la esencia y origen misterioso del mundo, puede afirmarse, que esas nociones son productos necesarios del desarrollo intelectual. La inmensa variedad de esas ideas no hace, sino fortificar esa deducción, pues muestra la independencia de sus orígenes y existencias, y también cómo, en diversas épocas y lugares, condiciones semejantes han conducido a ideas, y éstas a resultados, semejantes.

Hase dicho que los innumerables fenómenos tan distintos, aunque de la misma familia, que presenta la historia de las religiones, son accidentales y fortuitos; tal suposición es insostenible. La conciencia lealmente consultada da un mentís formal a la opinión que reduce las creencias religiosas a simples cuentos sacerdotales. Aun no atendiendo sino a probabilidades, no se puede pensar racionalmente que en todas las sociedades presentes y pasadas, civilizadas y salvajes, ciertos individuos se han coaligado para engañar a los demás, y han conseguido su fin por medios tan semejantes. Si se dice que pudo ser inventada una primera ficción por un cuerpo sacerdotal primitivo, antes de la dispersión del género humano fuera de su cuna o patria común, la filología responde que esa dispersión comenzó antes de que el lenguaje estuviese desarrollado lo bastante para expresar ideas religiosas. Además, aunque la hipótesis de ese origen artificial se fundase en otros argumentos, no podría explicar estos hechos: porque en las más diversas formas religiosas hay constantemente los mismos elementos; porque la crítica, al destruir siglo tras siglo los domas religiosos particulares, no ha destruido la idea fundamental velada por todos ellos. He aquí un problema sorprendente: caen ciertas creencias en descrédito, por los absurdos y supersticiones acumulados sobro ellas, vémoslas morir en medio de la general indiferencia o luchando contra otras, y las vemos a poco resucitar y afirmarse de nuevo, si no con igual forma, con igual esencia. Tal resurrección es asombrosa, y con todo, la hipótesis citada no la explica. Concurren, pues, a probar las profundas raíces de las ideas religiosas: su universalidad, su evolución independiente en las varias razas primitivas y su gran vitalidad. En otros términos, si no admitimos que tienen un origen sobrenatural, como cree la mayoría, debemos pensar tienen su origen en el lento desarrollo y en la gradual sistematización de la experiencia humana.

Si se dice que las religiones son productos del sentimiento religioso, que para su propia satisfacción forja quimeras, las refiere en seguida al exterior, y las toma paulatinamente por realidades, la dificultad del problema se aleja, mas no se resuelve. Sea el sentimiento religioso padre de la idea religiosa, o tengan ambos un común origen, la cuestión es la misma: ¿de qué nace, de dónde nace el sentimiento religioso? Es un elemento integrante del hombre, de la naturaleza humana; así lo afirma la hipótesis en cuestión, y no lo niegan los que prefieren otras hipótesis. Si no se puede menos de clasificar entre las emociones humanas el sentimiento religioso que anima a la mayoría de los hombres y que se revela, en ocasiones, aun en aquellos que más desprovistos de él parecen, tampoco debemos rehusar, en razón, estudiarle atentamente, buscar su origen y sus fines. Hallamos entonces un atributo que, sin exagerar, ha ejercido una influencia enorme, ha desempeñado importante papel en los primeros tiempos históricos, es en nuestros días el alma de numerosas instituciones, causa de interminables controversias, instigador de innumerables acciones. Una teoría general de los conocimientos humanos, que no trate de ese atributo, no puede menos de ser defectuosa. Aun no considerándole sino como filósofos, estamos obligados a decir lo que significa, so pena de tener que confesar la incompetencia de nuestro sistema. Para ello tenemos que escoger entre dos hipótesis: según la una, el sentimiento que corresponde a cada idea resulta, como las otras facultades humanas, de una creación especial; según la otra, dicho sentimiento, como todos, nace por evolución. Si aceptamos la primera, que nuestros antepasados adoptaron universalmente, y que todavía admite la mayoría de los hombres, la cuestión está resuelta: el hombre ha sido dotado, por un creador, del sentimiento religioso, cual corresponde a los designios de tal creador. Si adoptamos la segunda, nacerán las cuestiones siguientes: ¿a qué circunstancias debe referirse el origen del sentimiento religioso y cuál es su fin en la humanidad? Es ineludible aceptar esas cuestiones y resolverlas. Si consideramos, según esa hipótesis, el sentimiento religioso como resultado de la acción recíproca del organismo sobre su medio, debemos creer que hay fenómenos de tales condiciones, que han determinado la producción de dicho sentimiento; y por tanto, éste es tan normal como cualquiera otro. Además, si es cierto, como lo supone la hipótesis del desarrollo de una forma inferior en otra superior, que el fin a que tienden directa o indirectamente los cambios progresivos debe ser la adaptación a todas las necesidades de la existencia, debemos también concluir que el sentimiento religioso contribuye de algún modo al bienestar de la humanidad. Las dos hipótesis conducen, pues, al mismo principio, a saber: que el sentimiento religioso ha sido creado, o bien directamente por un creador, o bien por la acción gradual de causas naturales; en uno u otro caso debemos respetar el sentimiento religioso.

Hay otra consideración que no debe olvidarse y menos por los hombres de ciencia, que, ocupados de verdades ya establecidas y acostumbrados a mirar las cosas desconocidas como objetos de descubrimientos futuros, olvidan fácilmente que la Ciencia, cualquiera que sea su desarrollo, es incapaz de seguir al espíritu de investigación. El conocimiento real no llena, ni jamás llenará, el dominio del pensamiento posible. Al fin del descubrimiento más prodigioso hay, y habrá siempre, esta cuestión: ¿qué hay más allá? Del mismo modo que es imposible concebir límites al espacio y pensar que no hay espacio más allá de esos límites, no hay explicación bastante radical que excluya esta pregunta: ¿cuál es la explicación de esta explicación? Puede considerarse la ciencia como una esfera que crece gradualmente y cuyo incremento no hace sino aumentar sus puntos de contacto con lo desconocido que la rodea. Hay, pues, y habrá siempre, dos modos de pensamiento antitéticos, pues ahora, y en lo sucesivo, el espíritu humano se ocupará, no sólo de los fenómenos y de sus relaciones, si que también de algo no aparente y que implican aquéllos y éstas.

De ahí resulta que si el conocimiento no puede monopolizar nuestra facultad de pensar, si ésta puede siempre dirigir su atención hacia lo que excede los límites del conocimiento, habrá siempre pensamientos religiosos, puesto que la religión, bajo todas sus formas, se distingue de las demás creencias en que sus objetos están fuera de la esfera del conocimiento.

Así, pues, por insostenibles que puedan ser las creencias religiosas existentes, por absurdos que sean algunos de sus elementos, por irracionales que sean los argumentos que las defienden, no podemos desconocer la verdad misteriosa que encierran, muy probablemente. En primer lugar, es verosímil que creencias cualesquiera, extendidas ampliamente, tengan un fundamento; y esa verosimilitud es muy grande para creencias universales, como las religiosas. En segundo lugar, el sentimiento religioso existe, y cualquiera que sea su origen, su existencia prueba su gran significación. En tercero y último lugar, como en la extra-esfera que existirá siempre, cual antítesis de la esfera de la Ciencia, cabe y puede moverse el sentimiento religioso; tenemos tres hechos que se apoyan y refuerzan mutuamente, y en cuya virtud podemos asegurar: que las religiones, aun cuando ninguna sea verdadera, son, al menos, imágenes imperfectas de la verdad religiosa.

5. Un espíritu religioso juzgará absurdo tener que justificar a la religión, y un hombre de Ciencia no concebirá quizá que haya que defender la Ciencia. Ésta, sin embargo, tiene necesidad de ser defendida aún más que la Religión; porque si hay quienes sublevados por las locuras y corrupciones de las creencias religiosas, sólo tienen desprecio y aversión para todas las religiones, hay otros que, asustados por la crítica destructora de los sabios, contra los dogmas religiosos, tienen contra las ciencias las preocupaciones más violentas; su hostilidad no se funda en razones serias; pero creyendo que la ciencia ha debilitado sus más caras convicciones, creen también que al fin destruirá todo lo que miran como sagrado, y sienten un terror secreto.

¿Qué es, pues, la Ciencia? Para hacer ver hasta qué punto es absurda toda preocupación contra ella nos bastará notar: que la ciencia no es sino un desarrollo metódico, y de un grado superior, del conocimiento vulgar, y por tanto, quien la rechace debe rechazar también todo conocimiento. El hombre más timorato nada malo verá en observar que el sol sale más temprano y se pone más tarde en verano que en invierno; antes bien, juzgará muy útil esa observación para las tareas cuotidianas. Pues bien, la Astronomía no es sino un sistema de observaciones semejantes, hechas con más delicadeza, sobre mayor número de objetos, y analizadas, hasta haber deducido de ellas la disposición real del cielo y haber destruido las falsas ideas que de él teníamos. El hierro se oxida en el agua, el fuego quema, la carne muerta se pudre; he aquí nociones que el más fanático sectario oirá sin alarmarse y juzgará bueno saber; pues no son sino verdades químicas. La Química es una colección coordinada de hechos semejantes, comprobados con precisión y clasificados y generalizados de suerte, que pueda predecirse qué cambios sufrirá tal o cual cuerpo, simple o compuesto, en condiciones dadas. Lo mismo son todas las ciencias; nacen sobre el pavés de la experiencia vulgar; a medida que crecen, recogen insensiblemente hechos más remotos, más numerosos, más complejos; hallando en ellos leyes de mutua dependencia, semejantes a las que nos revelan nuestros conocimientos de los objetos familiares. Nunca se puede decir: aquí empieza la Ciencia; ésta, lo mismo que el conocimiento vulgar, tiene por fin la dirección de nuestras acciones, aun cuando busca soluciones a los problemas más sublimes y más abstractos. Por los procedimientos industriales y los varios modos de locomoción de que nos ha dotado, la Física gobierna más completamente nuestra vida social, que el conocimiento de las propiedades de los objetos que le rodean regulan la vida del salvaje. La Anatomía y la Fisiología, dirigiendo la práctica de la Medicina de la Higiene, ejercen sobre nuestras acciones una influencia casi igual a la del conocimiento de los buenos y malos efectos sobre nuestro cuerpo, de los agentes que nos rodean. Saber es preveer, y todo conocimiento nos ayuda más o menos, en suma, a evitar el mal y a conseguir el bien. Tan cierto como la vista de un objeto en nuestro camino nos libra de tropezar con él, las nociones más complejas y delicadas que constituyen la ciencia nos libran do tropezar con los mil obstáculos sembrados en nuestra ruta, cuando su fin está lejano. Y puesto que las formas más simples y las más complejas de nuestros conocimientos tienen el mismo origen y el mismo fin, deben tener la misma suerte. En buena lógica, o debemos admitir los conocimientos más extensos que todas nuestras facultades pueden adquirir, o rechazar los más sencillos que todo el mundo posee; o aceptar plenamente toda nuestra inteligencia, o repudiar aun esa inteligencia rudimentaria que nos es común con los brutos.

Preguntar si es verdadera la ciencia es como preguntar si el sol alumbra; por eso, en tanto se mira la ciencia con alarma en el partido teológico, en cuanto se ve que sus afirmaciones son irrefutables. Ese partido sabe que durante los dos mil años que la ciencia ha tardado en desarrollarse, muchas de sus principales divisiones -las Matemáticas, la Física, la Astronomía- han sufrido la crítica rigurosa de las generaciones sucesivas, y con todo, se han ido estableciendo cada vez más sólidamente; no ignora que sus propias doctrinas, antes universalmente reconocidas, son, de un siglo a otro, cuestionadas y reformadas; mientras que, al contrario, las doctrinas científicas, cultivadas primero por muy pocos y aislados filósofos, han conquistado gradualmente la adhesión general, y son hoy, para la mayoría, verdades indudables; ve que, en todas partes, los sabios someten sus descubrimientos al más escrupuloso examen, y rechazan sin piedad el error, una vez descubierto; sabe, en fin, que la ciencia puede invocar un testimonio aún más decisivo, a saber: la verificación diaria de sus predicciones científicas y el triunfo de las artes dirigidas por ella.

Abrigar sentimientos hostiles contra una Ciencia que tan buenos derechos tiene a nuestra confianza, es una locura. Si los defensores de la Religión tienen alguna excusa en el lenguaje de ciertos sabios, eso no basta para justificar su hostilidad. No tanto por la Ciencia, como por la Religión, no debe, atribuirse a la maldad de la causa la insuficiencia de sus abogados. La Ciencia debe ser juzgada por sí misma, y sólo la inteligencia más degradada dejará de ver que la Ciencia es digna de todo respeto. Haya o no otra revelación, desde luego tenemos una en la Ciencia, la de las leyes del universo, hecha por la inteligencia humana: cada hombre debe discutirla y comprobarla por sí mismo cuanto pueda, y una vez comprobada, someterse humildemente a sus decretos.

6. Debe haber, pues, verdad por ambas partes del debate; pues examinadas sin preocupación es forzoso admitir que la Religión forma como la trama en el tejido de la historia de la humanidad y es la expresión de un hecho eterno, y la Ciencia es un gran sistema de hechos que va incesantemente creciendo y purgándose de errores. Y si la Religión y la Ciencia tienen ambas fundamento real, preciso es que haya entre ellas, también, perfecta y fundamental armonía, porque no se puede suponer que hay dos órdenes de verdades en oposición absoluta y perpetua; sólo podría concebirse tal suposición por una especie de maniqueísmo que nadie osa confesar, pero que no deja de entrar en la mayoría de las creencias. Aunque en el fondo de las declamaciones clericales hay la idea de que la Religión es de Dios, y la Ciencia, del Diablo, el más fanático no osará decirlo positivamente; y si no se sostiene tal doctrina, es preciso que bajo ese aparente antagonismo haya una perfecta concordancia.

Debe, pues, cada partido, reconocer en el otro verdades no despreciables; todo hombre que mire al Universo bajo el punto de vista religioso, sepa: que la ciencia es un elemento del gran todo, y por tanto, debe ser considerada con los mismos sentimientos que el resto; y por otra parte, considere el que mire al Universo bajo el punto de vista científico, que la religión es también un elemento del gran todo, y por tanto, debe ser tratada como un objeto de estudio, sin más prejuicio que cualquier otro. Esfuércese cada partido en comprender al otro, persuádase de que tiene con él un elemento común que merece ser comprendido, y que en siéndolo, será la base de una reconciliación completa.

Ahora bien; ¿cómo hallar ese elemento común? ¿Cómo reconciliar a la Religión y la Ciencia? Tal es el problema a cuya solución vamos a dedicarnos con perseverancia. No es un armisticio lo que queremos, no es un pacto, como lo vemos proponer de tiempo en tiempo, cuya poca duración no se escapa ni a sus autores; queremos hallar las condiciones de una paz real y permanente. Para eso, debemos buscar la verdad primaria, que tanto la Religión como la Ciencia puedan admitir con absoluta sinceridad, sin sombra de restricción mental, sin concesión alguna, sin que uno u otro partido ceda en algún punto que después quiera recobrar; el fundamento común debe ser un principio, que uno y otro afirmen separadamente; un principio, que la Religión afirme enérgicamente sin auxilio de la Ciencia, que la Ciencia afirme enérgicamente sin auxilio de la Religión, y para cuya defensa estén, pues, aliadas.

O bien, bajo otro punto de vista, nos proponemos coordinar las convicciones, en apariencia opuestas, que representan la religión y la Ciencia, pues de la fusión de ideas antagónicas que tienen una parte de verdad, cada una, nace siempre un desarrollo superior. Así, en Geología se obtuvo un rápido progreso al juntar las dos hipótesis neptúnica y plutónica; en Biología, al reunir la doctrina de los tipos y la de la adaptación; en Psicología, el progreso, que se había detenido, continúa desde que los discípulos de Locke y los de Kant han reconocido comunidad de ideas en la teoría de que las sensaciones organizadas producen las formas del pensamiento; y, por último, en Sociología, se ve un carácter positivo, desde que los partidarios del progreso y del orden defienden ambos verdades recíproca y mutuamente complementarias. Lo mismo, debe, pues, suceder en mayor escala entre la Ciencia y la Religión. En ellas debemos también buscar un principio que ligue en un mismo sistema las conclusiones de ambas, y esperar grandes resultados de esa unión. Comprender cómo una y otra expresan los lados opuestos del mismo hecho, la Ciencia el lado próximo o visible, la Religión el lado lejano o invisible, es el fin que nos proponemos conseguir, y el éxito de nuestra empresa debe modificar profundamente nuestra teoría general de las cosas. Ya hemos indicado el método que ha de servirnos para hallar ese principio común; pero antes de seguir debemos tratar a fondo esa cuestión del método, pues para hallar la verdad común a la Religión y a la Ciencia, debemos saber qué especie de verdad es y en qué dirección debemos buscarla.

7. Hemos visto que hay una razón a priori para creer que en todas las religiones hay un fondo de verdad, elemento común a todas, y que subsiste, cuando sus elementos particulares discordantes o contradictorios se anulan o destruyen mutuamente; y hemos visto también que ese elemento es ciertamente más abstracto que todas las doctrinas religiosas admitidas. Ahora bien, es evidente que la Ciencia y la Religión no pueden tener por principio común sino una proposición muy abstracta; no pueden serlo, pues, los dogmas do los trinitarios, ni de los unitarios, ni la idea de la propiciación aunque común a todas las religiones. La Ciencia no puede admitir tales creencias, están fuera de su alcance. Si juzgamos, pues, por analogía, no sólo la verdad esencial de la Religión es el elemento más abstracto que se encuentra en sus diversas formas, si que también ese elemento, el más abstracto de todos, es, por tanto, el único que puede servir de lazo de unión entre la Religión y la Ciencia.

Se llega al mismo resultado, comenzando por el otro extremo, a buscar la verdad científica que pueda reconciliar esas dos esferas del pensamiento. Es evidente que la Religión no puede hacer conocer las doctrinas particulares científicas, como la Ciencia no puede revelarnos las doctrinas especiales de la Religión. El principio común a ambas no puede ser matemático, ni físico, ni químico, ni de otra alguna ciencia particular. Una generalización de los fenómenos de espacio, tiempo, materia, fuerza, no puede ser una idea religiosa. Si hay una idea científica que pueda llegar a ser una idea religiosa, debe ser más general que todas las otras; debe ser el principio de todas las demás. Finalmente, si hay un hecho que admitan: a la vez la Religión y la Ciencia, debe ser tal que de él nazcan todas las ciencias particulares.

Puesto que estas dos grandes realidades, la Religión y la Ciencia, son elementos constitutivos del mismo espíritu y corresponden a diferentes aspectos del mismo Universo, debe haber entre ambas una armonía fundamental, ha de creerse que las verdades más abstractas de la Religión y de la Ciencia deben fundamento común de una y otra, y por tanto, el hecho más comprensivo que albergue nuestro espíritu, puesto que ha de unir los polos positivo y negativo del pensamiento humano.

8. Antes de seguir en la investigación de ese dato común, apelemos a la paciencia de los lectores; pues los tres capítulos siguientes que, partiendo de distintos puntos de vista, convergen hacia la misma conclusión, tendrán poco atractivo. Los filósofos hallarán en dichos capítulos muchas ideas que les son familiares, y la mayoría de los que no están al corriente de la metafísica moderna tendrán dificultad en comprenderlos.

Sin embargo, no podemos prescindir de esos capítulos. La magnitud del problema que nos ocupa autorizaría aun a someter la atención del lector a más dura prueba. La cuestión nos importa a todos más que ninguna otra; pues aunque la idea a que hemos de venir a parar tenga sobre nosotros poca influencia directa, debe ejercer una acción indirecta sobre todas nuestras relaciones, determinar nuestros conceptos del Universo, de la vida, de la naturaleza humana, modificar nuestras ideas del bien y del mal, y por ellas todas nuestras acciones. Ciertamente, bien vale la pena elevarse a un punto de vista en que la contradicción entre la Religión y la Ciencia desaparezca, en que ambas hallen su común fundamento, si de esa elevación ha de producirse en las ideas una revolución fecunda en felices resultados.

Terminados estos preliminares, vamos a abordar el más importante de todos los estudios.




ArribaAbajoCapítulo II.

Últimas ideas de la religión.


9. Cuando, desde la orilla del mar, vemos el casco de los navíos lejanos desaparecer bajo el horizonte, y sólo percibimos ya sus velas superiores, adquirimos con bastante claridad idea de la curvatura, aunque débil, de la parte de superficie del mar ante nosotros extendida. Mas cuando intentamos seguir con la imaginación esa curvatura hasta completar la superficie terráquea, es decir, hasta 3.000 leguas bajo nuestros pies, la imaginación se pierde enteramente. Ni siquiera podemos imaginar en su verdadera forma y magnitud un pequeño segmento de nuestro globo de 100 millas de radio-curvo- a nuestro alrededor, con mayor razón nos será imposible imaginar el globo entero. Imaginamos perfectamente la roca que está bajo nuestros pies, con su cúspide, su base y sus lados, todo a la vez, de modo que todas esas diversas imágenes aparecen simultáneamente a nuestro espíritu e integran la idea de esa roca. Pero es imposible hacer lo mismo en cuanto a la Tierra, porque no podemos representarnos ni los antípodas ni los demás puntos terrestres, lejanos de nosotros, en los verdaderos sitios que ocupan. Sin embargo, hablamos de la Tierra como si tuviésemos de ella idea exacta, como si pudiésemos imaginarla cual los objetos pequeños.

Pero entonces, preguntará el lector: ¿qué concepto tenemos de la Tierra? Porque es indudable que a ese nombre corresponde en nosotros cierto estado de conciencia, y si no es un concepto propiamente dicho ese estado, ¿qué es? He aquí la respuesta: sabemos, por métodos indirectos, que la Tierra es una esfera; hemos construido modelos que representan, aproximadamente, la forma y distribución de las partes de la Tierra, y en general, cuando hablamos de nuestro planeta, pensamos, o en una masa extendida indefinidamente bajo nuestros pies, o quizá, olvidando la verdadera Tierra, pensamos en un cuerpo, tal como un globo terrestre (modelo). Pero cuando queremos imaginar la Tierra tal como es realmente, combinamos esas ideas, lo mejor que podemos; es decir, unimos a la idea de una esfera las percepciones de la superficie terrestre tales como nos las da la vista, formándonos, así, de la Tierra, no un concepto propiamente dicho, sino un concepto simbólico, como lo son la mayoría de nuestros conceptos, inclusos los más generales; por ejemplo, de las grandes extensiones y duraciones, de los grandes números y de todas las clases de objetos a que referimos los directamente percibidos. Así, al hablar de una persona determinada, se tiene de ella idea bastante completa; si se trata de su familia, es probable que no se piense más que en una parte de ella, en aquellos individuos más importantes o a quienes conocemos mejor, prescindiendo de los demás a quienes sólo conocemos vagamente, aunque podríamos, si fuera necesario, precisar y completar su conocimiento; tratándose del gremio entero, por ejemplo, el de los pintores, al cual pertenece aquella familia, no pensamos, seguramente, en todos los individuos de ese oficio, y aun creeríamos eso imposible si se nos exigiera; nos contentamos con recordar algunos de aquéllos y figurarnos que podríamos ir recordando o conociendo sucesivamente todos los demás. Si nos fijamos en la nacionalidad del sujeto en cuestión, que es, por ejemplo, inglés, el estado de nuestro pensamiento, que corresponde a ese nombre, es aún más incompleta imagen de la realidad; todavía más si se trata de europeos, de hombres, de mamíferos, de vertebrados, de animales, de seres orgánicos, etc.; siendo indudablemente cada vez más desemejante la idea de su objeto, a medida que es mayor el número de individuos incluidos en aquélla, la cual, formada por la combinación de un corto número de ejemplares tipos, con la noción de multiplicidad o repetición de cada ejemplar, tiende también, cada vez más, a ser un puro símbolo, y esto, no sólo porque deja de representar fielmente la extensión del grupo, sino porque a medida que el grupo se hace más heterogéneo al extenderse, los ejemplares tipos, en los que pensamos, se parecen menos al término medio de todos los objetos del grupo.

Esa formación de conceptos simbólicos, que se verifica inevitablemente a medida que pasamos de los objetos pequeños y concretos a los grandes y abstractos, es casi siempre una operación muy útil y hasta necesaria. Cuando en vez de unas cosas cuyos atributos pueden unirse bien en un solo estado de conciencia, se trata de otras cuyos atributos son demasiado extensos o numerosos para ser reunidos, nos es preciso dejar de concebir parte de ellos o todos, es decir, que entonces nos formamos un concepto simbólico o ninguno. Para imaginar, pues, objetos demasiado grandes o numerosos, es preciso, o que prescindamos de algunos de sus atributos, o que combinemos éstos simbólicamente, es decir, en imágenes sumamente imperfectas de dichos objetos.

Pero si ese procedimiento nos permite llegar a proposiciones y conclusiones generales, nos conduce también, a veces, a errores, pues tomamos frecuentemente los conceptos simbólicos por conceptos reales, lo cual nos lleva a muchas conclusiones falsas. Y no sólo estamos expuestos a formar juicios falsos de una cosa o de una clase de cosas por tener de ellas un concepto simbólico y no real, sino más bien porque llegamos a suponer que nos hemos formado un concepto fiel de una multitud de cosas, cuando sólo le tenemos imperfecto por el medio artificial de un símbolo; y en fin, porque incluimos en tal concepto cosas que no pueden ser concebidas de modo alguno. Examinemos porqué no siempre podemos evitar caer en ese error.

De los objetos que es fácil imaginar enteros a los que no, la transición es insensible. Así, entre una roca y la Tierra se puede suponer una serie de masas, cada una de las cuales difiera tan poco de las inmediatas, que sea difícil decir en qué punto de la serie nuestras ideas o imágenes de esas masas empiezan a ser imperfectas. Y generalmente, entre los grupos compuestos de un corto número de individuos de los que, por tanto, aún nos podemos formar perfecta idea, y los grupos, cada vez más extensos, de los que no podemos tener idea exacta, hay una progresión gradual.

Es, pues, indudable que se pasa de los conceptos reales a los simbólicos, insensiblemente. Además, nos vemos obligados a tratar nuestros conceptos simbólicos como reales, no sólo porque no hay entre unos y otros línea alguna de separación, sino también, porque en la gran mayoría de los casos nos servimos de los simbólicos tan bien o mejor que de los reales, y porque son signos abreviados que sustituimos a los signos completos, equivalentes para nosotros a los objetos reales. Sabemos que las imperfectas imágenes de las cosas vulgares, que comúnmente nos formamos de primera intención, pueden perfeccionarse y completarse si es preciso; y aunque no podemos hacer otro tanto con los conceptos de las grandes magnitudes y de las grandes clases de objetos, vemos, sin embargo, que podemos adquirirlos por procedimientos indirectos de medida o enumeración. Aun tratándose de un objeto imposible de ser imaginado, como, por ejemplo, el sistema solar, el cumplimiento de las predicciones fundadas sobre el concepto simbólico que de él tenemos, nos inspira el convencimiento de que ese concepto representa algo real, y en cierto sentido representa fielmente las relaciones esenciales del sistema. Si hemos tomado, pues, el hábito de considerar las ideas simbólicas como efectivas, como representaciones reales de las cosas, ha sido porque, en la mayoría de los casos, dichas ideas son susceptibles de ser completadas, y en casi todos los demás, conducen a conclusiones que la observación comprueba plenamente; y las aceptamos, muchas veces sin comprobarlas, porque la experiencia nos dice que pueden ser comprobadas si se cree necesario. Así nacen ideas que tomamos como representaciones de cosas conocidas, pero que realmente representan cosas; que no pueden ser conocidas de modo alguno en sí mismas.

Resumiendo: nuestras ideas no son completas sino cuando el número y la especie de atributos de sus objetos permiten que aquellos sean representados mentalmente en momentos bastante próximos para que puedan parecer simultáneos. A medida que los objetos ideados son más extensos y complejos, ciertos atributos, cuya idea habíamos tenido primero, se borran de la conciencia antes de que el resto se haya en ella representado, y el concepto queda incompleto. Cuando la magnitud, la complejidad o la diseminación de los objetos concebidos son muy grandes, no se puede pensar a la vez sino en una pequeña parte de sus atributos, y el concepto es ya tan imperfecto que no es más que un puro símbolo.

Con todo, esos conceptos simbólicos, indispensables a la filosofía son legítimos siempre que por operaciones intelectuales sucesivas o indirectas, o por la verificación de las predicciones deducidas, podamos adquirir certeza de que dichos conceptos representan seres reales; mas cuando nada de eso suceda, tampoco son aquellos legítimos, sino radicalmente viciosos e ilusorios y confundibles con puras ficciones.

10. Consideremos ahora el alcance de esa verdad general., respecto al objeto de este capítulo: «Últimas ideas de la Religión.» Para ello empezaremos por notar que el gran problema del Universo se propone por sí mismo, tanto al hombre primitivo, como al niño nacido en país civilizado. ¿Qué es el Universo? ¿Cuál es su origen? Cuestiones son éstas que piden imperiosamente solución a todo pensamiento humano que se eleve de vez en cuando sobre las vulgaridades de la vida. Ahora bien, para llenar un vacío en el pensamiento, cualquier teoría parece valer más que la nada, y si es única, echa fácilmente raíces, y en consecuencia se sostiene, gracias a la tendencia humana a recibir las primeras explicaciones de una cosa, y gracias a la autoridad que rodea comúnmente, muy pronto, a toda explicación dada. Mas un examen crítico de las diversas hipótesis-soluciones del problema del Universo-probará, no sólo que son insostenibles todas las aceptadas, sino que lo son todas las posibles.

11. Tres hipótesis inteligibles verbalmente podemos hacer sobre el origen del Universo: o que existe por sí mismo, o que se ha creado a sí mismo, o que ha sido creado por un poder exterior. No es preciso investigar cuál de las tres es más verosímil, pues esta cuestión se reduce, en último término, a esta otra superior: ¿es alguna de las tres concebible, en el verdadero sentido de esta palabra? Examinémoslas, pues, una tras otra.

Cuando decimos de un hombre que se sostiene por sí mismo, de un aparato que actúa por sí mismo, de un árbol que se desarrolla por sí mismo, esas frases, aunque inexactas, representan cosas que podemos concebir con bastante exactitud. Nuestro concepto de un árbol que se desarrolla por sí mismo, es, sin duda alguna, simbólico; mas aun cuando no podamos representarnos realmente la serie entera de cambios complejos en que consiste dicho desarrollo, podemos sí figurarnos los términos principales de esa serie, y la experiencia nos revela que por una observación largo tiempo prolongada podemos adquirir la facultad de figurarnos mentalmente la serie de cambios que represente mejor las series reales; es decir, sabemos que ese concepto simbólico del desarrollo espontáneo puede extenderse de modo que se aproxime a un concepto real, y que expresa, aunque inexactamente, una operación efectiva de la naturaleza.

Pero, al hablar de la existencia por sí, y al formarnos de ella un vago concepto simbólico por medio de las analogías ya indicadas, abusamos si suponemos que esa idea simbólica es del mismo orden que las otras indicadas. Unimos las palabras por sí a la palabra existencia, y esa asociación y la analogía nos hacen creer que tenemos una idea semejante a la que nos sugiere la frase actividad espontánea.

Procuremos desarrollar esa idea simbólica y cesará nuestra ilusión. Desde luego es evidente que las palabras existencia por sí, significan una existencia independiente de otra, no producida por otra, es decir, que esa frase excluye la idea de una creación y por tanto la de una causa o fuerza creadora anterior, la de un principio; porque la idea de principio supone una época en que la existencia en cuestión no había aún principiado; es decir, que ese principio fue determinado por alguna causa, lo que es contradictorio, con la idea de existencia por sí. Esta frase significa, pues, existencia sin principio, lo cual es absolutamente inconcebible, pues lo es el tiempo infinito pasado que la existencia sin principio supone. Además, aunque la existencia por sí fuera concebible, no podría de modo alguno explicar el universo, pues no se concibe mejor la existencia de un objeto en un momento dado, por saber que existía una hora, un día, un año, un tiempo, finito o infinito, antes. Así, no sólo la teoría ateísta es inconcebible, sino que, aun cuando no lo fuera, no por eso sería una solución del problema del Universo; pues la afirmación de su existencia por sí nada sirve para el conocimiento de su existencia actual, y no es, por tanto, sino una nueva afirmación del mismo misterio.

La hipótesis de la creación por sí, que no es sino el panteísmo, también es inconcebible. Hay fenómenos, como la precipitación de un vapor invisible, en forma de nube, que ayudan a formar el concepto simbólico de un mundo en evolución espontánea, y otros muchos fenómenos del cielo y de la tierra pueden servir también para completar y precisar dicho concepto. Podemos, pues, comprender bien la serie de fases que ha atravesado el Universo para llegar a su forma actual; pero, eso nada nos sirve para transformar en concepto real el simbólico de la creación por sí, cuya transformación es y será siempre, en el caso que nos ocupa, completamente imposible. En efecto, concebir la creación por sí es concebir la existencia potencial, pasando a existencia real por efecto de una necesidad inmanente, lo cual es inconcebible, pues lo es distinguir la existencia potencial del Universo de su existencia actual; porque si la existencia potencial del Universo fuese imaginable, lo sería como algo, es decir, como una existencia actual; pues la hipótesis de que sería imaginable como nada, encierra dos absurdos, a saber: que nada es más que una negación, y que un cierto nada se distingue de los otros nadas en poder desarrollarse y convertirse en algo. Aún más; no hay en nosotros un estado psíquico que corresponda a esta frase: una necesidad inmanente, en virtud de la que una existencia potencial ha llegado a ser existencia actual. Esto supone una existencia que ha permanecido un tiempo indefinido bajo una forma, y que pasa a otra sin impulsión alguna externa; es decir, un efecto sin causa, lo que es absolutamente inconcebible.

Los términos de esa hipótesis no representan, pues, cosas reales, sino nuevos símbolos más o menos susceptibles de interpretación. Pero aun cuando la existencia potencial del universo pudiera ser concebida como distinta de su existencia actual, y concebido también el paso de una a otra como un efecto causa de sí mismo, nada habríamos adelantado; el problema no habría hecho sino retroceder un paso, reduciéndose a este otro: ¿cuál es el origen de la existencia potencial? el cual necesitaría la misma explicación que el de la existencia actual, y la dificultad quedaba en pie, pues no podrían hacerse otras hipótesis sobre el origen de esa potencia latente que las tres ya indicadas: la existencia por sí, la creación por sí y la creación por una potencia exterior. La existencia por sí de un universo en potencia no es más concebible que la de un universo actual. La creación por sí de un universo en potencia implica con mayor razón las dificultades ya expuestas, necesitaría suponer detrás de ese universo en potencia una virtualidad anterior, y así sucesiva r indefinidamente, sin adelantar un paso. Por último, asignar como causa de ese universo potencial una fuerza, un poder exterior, es introducir gratuita e innecesariamente la idea de ese universo, pues dicha fuerza podría haber producido directamente el universo actual. Examinemos, pues, esta última hipótesis del teísmo, o creación por un poder exterior, que es, como se sabe, la más generalmente admitida.

Lo mismo en las más vulgares creencias, que en la cosmogonía de Moisés, tan corriente durante tantos siglos, se supone que el cielo y la tierra han sido hechos a la manera como un obrero hace un mueble. Esta hipótesis no ha sido sólo forjada por los teólogos, si que también por la inmensa mayoría de los filósofos presentes y pasados. Tanto los escritos de Platón como los de muchos sabios contemporáneos, nos prueban que sus autores miran como efectiva cierta analogía entre la obra de la creación y la de un artesano. Ahora bien, en primer lugar, ese concepto no sólo no es de los que operaciones intelectuales acumuladas o el cumplimiento de predicciones de él deducibles puedan mostrar su correspondencia con algo real; no sólo, tampoco, en ausencia de todo testimonio sobre la creación, nada prueba correspondencia entre ese concepto, algo restringido, y el hecho restringido también que quiere significar, sino que es inconsecuente consigo mismo dicho concepto. No puede ser comprendido, aunque se acepto, todo lo que supone. Sin duda, los procedimientos de un artesano pueden servirnos de símbolo, aunque vagamente, para hacernos comprender el modo de fabricación del Universo; mas nos deja completamente ignorantes del verdadero misterio, el origen de los materiales que componen el Universo. El artesano no hace el hierro, ni la madera, ni la piedra que emplea; se limita a trabajarlos y ensamblarlos. Suponiendo que el Sol, los planetas, y todo lo que esos cuerpos contienen han sido formados de un modo análogo por el«Gran Artista,» suponemos sólo que ha dispuesto en el orden que vemos actualmente ciertos elementos preexistentes. Mas ¿de dónde procedían esos elementos? La analogía no puede hacerlo comprender, y mientras no lo haga no tiene valor alguno. El producir la materia de la nada; he aquí el misterio. Inútil es busquemos para concebir esa producción tal o cual analogía; no haremos más que forjar un símbolo imposible de ser concebido. La insuficiencia de la teoría teísta de la creación se hace más manifiesta cuando se pasa de los objetos, materiales al espacio que los contiene. Aunque no existiera más que un vacío inmensurable, tendríamos esta cuestión: ¿de dónde procede ese vacío? Y si la teoría de la creación había de ser completa, debería responder que el espacio fue hecho del mismo modo que la materia. Pero la imposibilidad de concebir la creación del espacio es tan manifiesta, que nadie osa afirmarla; pues esa creación supone la no existencia anterior del espacio, y no hay esfuerzo mental capaz de hacer imaginar la no existencia del espacio, siendo, como es, una de las ideas más vulgares y más indesalojables del pensamiento la de un espacio que nos rodea por doquier, y cuya ausencia pasada, presente ni futura es imposible de ser concebida, y por tanto, también lo es la creación del espacio. Por último, aun suponiendo que pueda ser concebido el origen del Universo como producto de un poder exterior, el misterio sería tan grande como siempre, porque surgiría en seguida esta cuestión: ¿y cuál es el origen de ese poder? Cuestión que, como las anteriores, no admite como posibles sino una de las tres soluciones: la existencia por sí, la creación por sí y la creación por una potencia exterior. Esta última es inadmisible, pues nos haría recorrer una serie infinita de potencias exteriores sin salir del punto de partida. La segunda nos crea la misma dificultad, pues ya hemos visto necesita suponer una serie infinita de existencias en potencia. Queda, pues, la primera, que es la comúnmente aceptada y mirada como satisfactoria. Los que no pueden concebir la existencia por sí del Universo, y, por consecuencia, admiten su creación, no dudan de la posibilidad de concebir un creador existente por sí mismo. Reconocen un misterio en el gran hecho que los rodea por doquier, y creen disiparlo transportándolo a la causa supuesta de ese hecho. ¡Ceguedad lamentable! La existencia por sí es rigorosamente inconcebible, como lo hemos probado al principio de esta discusión, cualquiera que sea la naturaleza del objeto en cuestión.

Todo el que reconozca la imposibilidad de comprender la teoría ateísta, porque contiene la idea imposible de la existencia por sí, debe también reconocer la imposibilidad de concebir el teísmo, puesto que contiene la misma imposibilidad.

Vemos, pues, que las tres suposiciones diferentes sobre el origen de las cosas, aunque inteligibles verbalmente, y aunque cada una parece muy racional a sus partidarios, acaban por ser literalmente inconcebibles cuando se las somete al escalpelo de la critica. No se trata de si son probables o plausibles, sino de saber si son siquiera concebibles, y la experiencia prueba que los elementos de esas hipótesis no pueden ser reunidos en el pensamiento, y sólo podemos figurárnoslas al modo de esas pseudo-ideas de un cuadrado fluido o de una sustancia moral, es decir, no intentando transformarlas en ideas reales; o, expresándonos como al principio de esta discusión, diremos que las tres contienen conceptos simbólicos ilegítimos e ilusorios. Tan distintas como parecen las hipótesis ateísta, panteísta y teísta, encierran el mismo elemento fundamental. No se puede evitar, en una u otra parte de las tres, la necesidad de hacer la hipótesis de la existencia por sí, ya directamente, ya disimulada bajo mil rodeos, y esa hipótesis es siempre total y absolutamente inconcebible. Aun tratándose de un pedazo de materia, o de una forma material imaginada, o de una causa más lejana y menos imaginable, no podemos idear su existencia por sí sino suponiéndola infinita en el tiempo pasado; y como esa duración infinita es inconcebible, también lo son todas las ideas formales en que entra; y tanto más inconcebibles, permítase la frase, cuanto más vagos, menos definidos, son los elementos de esas ideas. Resulta, pues, que si es imposible pensar el Universo como existente por sí, todos nuestros esfuerzos para explicarlo no pueden hacer sino multiplicar el número de conceptos imposibles.

12. Si prescindiendo del origen del Universo, queremos conocer su naturaleza, las mismas insuperables dificultades se nos presentan bajo nuevas formas. Por una parte nos vemos obligados a hacer ciertas suposiciones, y por otra vemos que esas suposiciones no pueden ser imaginadas.

Cuando buscamos la significación de diversos efectos producidos sobre nuestros sentidos; cuando inquirimos cómo se producen en nosotros las sensaciones que llamamos colores, sonidos, sabores y demás atributos que asignamos a los cuerpos, nos vemos obligados a considerarlos como efectos de alguna causa. Ahora bien, esa causa, o podemos pensarla como existente en realidad, llamarla materia y darnos por satisfechos; o podemos pensar que la materia no es sino un modo particular de manifestarse el espíritu, y que el espíritu es, por tanto, la causa verdadera y única de aquellos efectos; o finalmente, considerando la materia y el espíritu como fuerzas inmediatas, podemos referir todas las modificaciones de nuestra conciencia a la acción directa sobre ella, de una potencia divina. Mas cualquiera que sea la causa, estamos obligados a suponer alguna; y no sólo alguna causa, sino una causa primaria. Si el agente, materia, espíritu o lo que sea, al que atribuimos nuestras impresiones, es esa causa primaria, todo está terminado; si no lo es, debe haber tras de él otra causa; y así sucesivamente, sea cualquiera el número de causas interpuestas, no podemos pensar en las sensaciones que experimentamos mediante los sentidos, sin pensar en su causa primaria- causa causarum.

Pero si queremos avanzar más, si queremos saber cuál es la naturaleza de esa causa primera, la lógica nos lleva inexorablemente a dos nuevas cuestiones. Esa causa primera ¿es finita o infinita? Si es finita, hay algo exterior a ella, y ese algo exterior a la causa primera es, por tanto, independiente de ésta; esa región exterior no tiene causa, pero si algo puede existir sin causa, no hay razón para suponer que todo lo que sucede tiene su causa; si fuera de la región finita, en que reina la causa primera, hay otra región -infinita necesariamente- en que aquélla no reina; si hay un infinito sin causa, envolviendo al finito con ella, no se necesita realmente la hipótesis de la causalidad. Es, pues, imposible, considerar la causa primaria como finita, ha de ser infinita.

Pero aún más; hay otra conclusión inevitable cuando se piensa y discurre sobre la causa primera. Debe ser independiente, pues si no lo fuera no sería ella la causa primaria sino la otra de que depende. Y no basta decir que es en parte independiente y en parte dependiente, puesto que eso sería suponer una necesidad que determinara su dependencia parcial, y esa necesidad, cualquiera que fuese, sería una causa superior, es decir, la verdadera causa primera, lo que es contradictorio. Mas pensar que la causa primera es del todo independiente, es pensar que existe fuera de toda existencia; pues si necesitase la presencia de alguna otra, dependería parcialmente de ella y tampoco sería ya causa primera. Y no es eso todo; no sólo la causa primera debe tener un modo de existir sin relación necesaria con otra alguna forma de existencia, sino que tampoco puede haber relación necesaria alguna exterior a ella. Nada puede haber en ella que determine cambios, ni nada que los impida, porque si algo impusiera esas necesidades y restricciones, ese algo debería ser una causa superior a la causa primera, lo que es absurdo. Así, pues, la causa primera debe ser absoluta e infinitamente perfecta, completa, total, omnipotente, superior a toda ley.

La cuestión de la naturaleza del Universo conduce, pues, a estas conclusiones. Los objetos y fenómenos del cosmos y de nuestra propia conciencia nos obligan a buscarles sus causas; y una vez comenzada la investigación, no hay posibilidad de pararse hasta llegar a la hipótesis de una causa primera, y es inevitable también considerar esa causa primera como infinita y absoluta. Sin embargo, casi me parece inútil decir a los pacientes lectores que hasta aquí hayan llegado, cuanto tienen de ilusorios los razonamientos y resultados antedichos. Si no temiéramos cansar inútilmente su paciencia, fácil nos sería probar que los elementos de esos raciocinios, lo mismo que sus conclusiones, no son sino conceptos simbólicos del orden ilegítimo. Pero en vez de repetir la refutación empleada anteriormente, vamos a seguir otro método y probar los errores de esos resultados, haciendo notar sus mutuas contradicciones. Para ello no creemos poder hacer nada mejor que aprovechar la demostración que M. Mansel, siguiendo literalmente la doctrina de Sir W. Hamilton, ha dado en su obra Limits of Religions Thought. Y no sólo nos serviremos de esa obra porque es difícil tratar mejor la cuestión que M. Mansel, sino también porque los razonamientos de un autor consagrado a la defensa de la teología ortodoxa, serán quizá mejor recibidos de la mayoría de los lectores.

13. Después de las indispensables definiciones preliminares de la causa primera, de lo infinito, de lo absoluto, M. Mansel añade:

«Pero esos tres conceptos, la causa, lo infinito, lo absoluto, todos indispensables -para integrar la idea de Dios,- ¿no implican contradicciones mutuas desde el momento en que se les considera reunidos como atributos de un solo y mismo Ser? Una causa no puede, en tanto que es causa, ser absoluta: lo absoluto, en cuanto es absoluto, no puede ser causa. La causa no existe en cuanto tal, sino respecto a su efecto, puesto que este lo es de aquélla y aquélla lo es de éste. Por otra parte, el concepto de lo absoluto supone una existencia posible fuera de toda relación. Si se trata de salvar esa contradicción aparente introduciendo la idea, de tiempo, diciendo: lo absoluto existe primero por sí mismo, y después llega a ser una causa; la idea del infinito nos sale al encuentro y nos detiene; ¿cómo lo infinito puede llegar a ser lo que no era? Eso sería traspasar ciertos límites, es decir, tener límites, no ser infinito.

«Si suponemos que lo absoluto llega a ser causa, que no era, debe, para ello, obrar libre y conscientemente. Porque una causa necesaria no puede ser absoluta e infinita, pues si lo es -causa necesaria- por algo exterior a ella, está de hecho limitada, por ese poder exterior, es decir, no es infinita, y si lo es por sí misma, tiene en su propia naturaleza una relación, necesaria con su efecto, es decir, no es absoluta. Es, pues, preciso que el acto de llegar a ser causa sea voluntario, y la voluntad sólo es posible en un ser consciente. Pero la conciencia no es concebible, sino como relación entre un sujeto consciente y un objeto, sin que pueda concebirse el uno sin el otro, ni, por tanto, ser uno ni otro lo absoluto. Se puede alejar un poco la dificultad, por un instante, distinguiendo entre lo absoluto en relación con otro y en relación consigo mismo, pudiendo decirse que lo absoluto puede ser consciente de sí mismo; pero esta alternativa es, en último análisis, tan insostenible como la otra. En efecto, el objeto de la conciencia, sea o no un modo de ser del sujeto, es creado en y por el acto de conciencia, o bien tiene una existencia independiente de ésta. En el primer caso, el objeto depende del sujeto, y éste es únicamente el verdadero absoluto; en el otro caso, el sujeto depende del objeto, y éste es el absoluto. O bien, por últinio, si haciendo una tercera hipótesis, admitimos que el sujeto y el objeto de un hecho de conciencia existen ambos, simultánea e independientemente, ninguno de los dos sería lo absoluto, los dos serían relativos, porque la coexistencia, esté o no en la conciencia, es también una relación.

«El corolario de ese razonamiento es evidente. No sólo lo absoluto, tal como lo pensamos, no puede tener relación alguna necesaria con algo exterior, sea lo que quiera, sino que tampoco, por su misma naturaleza, puede contener en sí relación alguna, como la contienen, por ejemplo, un todo y sus partes, una sustancia y sus atributos, un sujeto consciente y sus objetos de conciencia. Porque si hay en lo absoluto un principio de unidad, distinto del puro agregado de partes o de atributos, ese principio solo es el verdadero absoluto. Por otra parte, si ese principio no existe en lo absoluto, no hay tal absoluto, sino sólo un grupo de relativos. Es preciso reconocer que la voz de los filósofos que proclarnan casi unánimemente que lo absoluto es a la vez uno y simple, es la voz de la razón misma, en cuanto la razón pueda tener voz en esta cuestión. Pero la unidad absoluta, indiferente y sin atributos, no puede distinguirse de la multiplicidad de los seres finitos por rasgos característicos, ni identificarse con ellos en su conjunto. Hay pues, respecto a lo absoluto, una serie de disyuntivas, todas negaciones. No podemos concebirlo: consciente, ni inconsciente; simple, ni compuesto; con caractéres, ni sin ellos; idéntico a, ni distinto de el Universo; uno, ni múltiplo.

«Puesto que los conceptos fundamontales de la teología racional se destruyen mutuamente, el mismo antagonismo existirá en sus aplicaciones especiales. ¿Cómo, por ejemplo, la Omnipotencia lo puede todo, y no puede obrar mal, en virtud de su bondad infinita? ¿Cómo, la justicia infinita castiga inexorablemente a todo pecador, y la misericordia infinita perdona al culpable? ¿Cómo, la sabiduría infinita conoce todo lo futuro, y la libertad infinita puede hacerlo y evitarlo todo? ¿Cómo, en fin, la existencia del mal es compatible con la de un Ser infinitamente perfecto? Porque si Dios quiere el mal, no es infinitamente bueno; y si no lo quiere, su voluntad es cohibida y su esfera de acción limitada, puesto que el mal se realiza.

Supongamos, no obstante, por un momento, que esas dificultades sean vencidas, y que la existencia del Ser absoluto esté firme y racionalmente establecida. No por esto puede conciliarse, esa idea con la de causa; nada hemos adelantado en la explicación de cómo lo absoluto puede originar lo relativo, lo infinito dar origen a lo finito. Si la condición de actividad accidental es superior a la de reposo, lo absoluto, al llegar a ser causa, ya voluntaria, ya involuntariamente, ha pasado de una condición relativamente imperfecta a otra más perfecta, y por consiguiente no era perfecto en su origen. Si el estado de actividad es inferior al de reposo, lo absoluto, al llegar a ser causa, ha perdido la perfección primitiva. Queda, ciertamente, otra hipótesis. la de que esos dos estadlos son equivalentes, y que la creación es un estado de indiferencia. Pero esta hipótesis, o destruye la unidad de lo absoluto, o se destruye por sí misma. Si el acto de la creación es real y, sin embargo, indiferente, hay que admitir la posibilidad de concebir dos absolutos: uno productor y otro no productor. Si el acto de la creación no es real, la hipótesis que discutimos desaparece.

Por otra parte, ¿cómo se puede concebir el origen de lo relativo? Si es una realidad distinta de lo absoluto, es preciso concebir su origen, como paso de la no existencia a la existencia. Pero concebir un objeto, como no existente, implica contradicción. Podemos no pensar en un objeto; mas si en él pensamos, hemos de pensarle, por fuerza, como existente. Se puede, en un momento dado, no pensar en un objeto, y en otro momento, pensar en ese objeto ya existente; mas pensar en el acto del nacer, o paso del no ser al ser, es pensar una cosa que en el mismo pensamiento se desvanece.

Resumamos brevemente esta parte de nuestros argumentos. El concepto del Ser absoluto o infinito está lleno de contradicciones, bajo todos aspectos. Hay contradicción en suponer que tal Ser existe solo o con otros, y en suponer que no existe. Hay contradicción en considerarlo como uno y en considerarlo como múltiplo; en creerle personal y en creerle impersonal, en imaginarle activo e inactivo; en concebirle como la suma de toda existencia, y en concebirle como una parte de esa suma, o como una existencia parcial.»

14. Ahora bien: ¿cuál es el alcance de esos resultados en la cuestión que nos ocupa? Hemos examinado las últimas ideas de la Religión con el fin de sacar de ellas una verdad fundamental. Hasta ahora, no hemos obtenido más que proposiciones negativas. Sometiendo a una severa crítica los conceptos esenciales de todos los órdenes de creencias, hemos visto que todos son lógicamente insostenibles. Dejando la cuestión de fe, y limitándonos a la de razón, hemos visto que, analizados rigorosamente, el ateísmo, el panteísmo y el teísmo, son los tres igualmente inconcebibles. En vez de hallar una verdad fundamental en el fondo de esos sistemas, parece resultar de nuestro estudio que no hay verdad fundamental alguna en ninguno de los tres. Sin embargo, esta deducción sería errónea, como vamos a demostrarlo en pocas palabras.

Dejando a un lado el código moral que acompaña a toda religión, y que en todas no es sino un producto suplementario, una creencia religiosa puede definirse una teoría a priori del Universo. Dados los hecho que nos rodean, se supone un poder, que, para los que en él creen, explica todos esos hechos. Pero tanto el fetichismo, que suporte tras de cada fenómeno una personalidad, distintas unas de otras; el politeísmo, en que esas personalidades sufren un principio de generalización el monoteísmo, en que esa generalización es completa; y el panteísmo, en que esa personalidad generalizada se identifica con los fenómenos, todas esas creencias o formas religiosas nos dan hipótesis que, a primera vista, explican y hacen comprender el Universo. Más aún: el ateísmo, el sistema que niega toda religión, entra en la definición generalmente dada; porque el ateísmo, al afirmar la existencia por sí, del espacio, de la materia y del movimiento, y considerarlos como causas do todos los fenómenos, propone una teoría a priori, por la cual cree poder explicar todos los hechos. Todas esas teorías afirman implícitamente dos cosas: primera, que hay algo que explicar; y segunda, que la explicación es ésta o aquélla. Vemos, pues. que, aun cuando dan soluciones diferentes del mismo problema, los distintos pensadores concuerdan tácitamente en creer que el problema debe ser resuelto. Hay, pues, un elemento común a todas las creencias religiosas; todas, por opuestas que sean sus dogmas oficiales, reconocen que el mundo, con todo lo que contiene y todo lo que le rodea, es un misterio que pide ser explicado. En esto hay unanimidad completa.

Llegamos, por fin, al objeto que nos proponíamos hallar. En el capítulo anterior vimos las razones que había para pensar que las creencias humanas, en general, y las creencias fuertes, en particular, contienen siempre algo de verdad, aunque tengan también muchos errores; y hemos llegado, paso a paso, a la verdad que yace aun en el fondo de las más vulgares supersticiones. Vimos, además, que el algo de verdad debía ser, muy probablemente, un elemento común a las opiniones contradictorias del mismo orden; y acabamos de hallar un elemento que todas las religiones admiten o suponen, más o menos claramente. Allí también se dijo que ese algo de verdad debería ser más abstracto que las creencias mismas que lo contenían, y la verdad que hemos descubierto supera en abstracción a las más abstractas creencias religiosas. La conclusión a que hemos llegado, satisface, pues, bajo todos aspectos, las supradichas exigencias, tiene todos los caracteres que según nuestros razonamientos, debe tener la verdad fundamental, cuya expresión, bajo distintas formas, son las diversas religiones.

Además, lo que prueba que es el elemento vital de todas las religiones, es que no sólo sobrevive a todos los cambios, sino que se hace más clara y distinta a medida que aquéllas se van desarrollando. Así, las creencias primitivas, aunque dominadas por la idea de que existían potencias personales, que nadie veía, figurábanse, con todo, esas poencias, bajo formas concretas y vulgares, semejantes a las potencias visibles, hombres y animales; disimulando, bajo esas formas tan poco misteriosas, la vaga idea del misterio. Las religiones politeístas, en sus fases avanzadas, representan las personalidades directrices del Universo bajo formas muy idealizadas, morando en una región lejana, obrando por medios misteriosos, y comunicándose con los hombres por medio de augures y personas inspiradas; es decir, que para el politeísmo, las causas primarias de las cosas son ya menos familiares y menos inteligibles que para el fetichismo. El desarrollo de la fe monoteísta, acompañado de la negación de las creencias que asemejaban la naturaleza divina a la humana, aun en sus más íntimas acciones, fue un nuevo progreso en religión; y aunque esa elevada fe no haya sido practicada sino imperfectamente, un nuevo principio, vemos, sin embargo, en los altares consagrados al «Dios incógnito e incognoscible,» y en la adoración de un Dios que nada puede hacer hallar, un reconocimiento explícito del misterio insondable de la creación. Los ulteriores progresos de la Teología llegan a más avanzadas afirmaciones. «Un Dios cognoscible no sería Dios,» «Creer que Dios es como lo imaginamos, es blasfemar.»

Así, mientras que todos los demás elementos de las creencias religiosas desaparecen unos tras otros, éste permanece y se destaca cada vez más, probando que es el elemento esencial de todas ellas.

No es eso todo. No sólo la idea de omnipresencia de algo inaccesible a nuestra mente es la más abstracta de las ideas comunes a todas las religiones; no sólo se va haciendo cada vez más clara, a medida que se van desarrollando las religiones, y permanece cuando los elementos contradictorios de aquéllas se han destruido mutuamente; sino que tambien esa idea es la que deja en pie la más implacable crítica de todas las religiones, o mejor, la aclara más vivamente. Nada tiene que temer esa idea de la lógica más inexorable; al contrario, la lógica demuestra que esa creencia es más verdadera que lo que las mismas religiones suponen.

En efecto, todas las religiones, partiendo de la afirmación implícita de un misterio, se empeñan en la explicación de ese misterio, e ipso facto afirman que no es misterio, que no supera los límites del entendimiento humano. Pero si se analizan las soluciones propuestas, se las halla a todas insostenibles. El examen de todas las hipótesis posibles demuestra, no sólo que no hay hipótesis satisfactoria, sino que no se puede ni aun concebirla. Así, pues, el misterio que todas las religiones reconocen, es más transcendental que ellas suponen; no es un misterio relativo, es un misterio absoluto.

He aquí, pues, una verdad religiosa de la mayor evidencia posible; una verdad en que concuerdan todas las religiones, entre sí, y con la filosofía que combate sus dogmas particulares. Esta verdad, sobre la que todos los hombres están de acuerdo tácitamente, desde el fetichista hasta el más severo crítico de las religiones, debe ser la que buscamos. Si la Religión y la Ciencia pueden reconciliarse, será en este hecho, el más profundo, amplio y cierto de todos. «La potencia, causa, del Universo, es, para nosotros, completamente incognoscible.»




ArribaAbajoCapítulo III.

Últimas ideas de la ciencia.


15. ¿Qué es el espacio.? ¿Qué es el tiempo? Dos hipótesis se hacen sobre su naturaleza. Según la una, son objetivos; según la otra subjetivos; la primera supone que son exteriores a nosotros e independientes de nosotros; la segunda, que nos son internos, que pertenecen a nuestra propia conciencia. Veamos lo que son esas hipótesis a la luz del análisis.

Si el espacio y el tiempo tienen existencia objetiva, son algo, son entidades; pues las no entidades son no existencias, y decir que no existencias existen objetivamente, es unir términos contradictorios. Además, negar que el espacio y el tiempo sean algo, es, en el fondo, afirmar que son nadas; es caer en el absurdo de decir que hay dos especies de nada. No podemos considerar al espacio y al tiempo como atributos de una entidad, en virtud de las dos razones siguientes: es imposible concebir una entidad cuyos atributos sean; y, por el contrario, no podemos concebir su no existencia, aun cuando todas las demás cosas dejasen de existir; siendo así, que los atributos desaparecen necesariamente con los seres a que pertenecen. El espacio y el tiempo no pueden ser ni no-entidades, ni atributos de entidades; no podemos, pues, elegir; es preciso considerarlos como entidades. Pero, si en la hipótesis de la objetividad del espacio y del tiempo, es forzoso considerarlos como cosas, la experiencia nos prueba que es imposible representárselos mentalmente como cosas. Para ser concebida o imaginada una cosa, debe ser concebida o imaginada con atributos. No podemos distinguir algo de nada, sino por el poder inherente a ese algo, de actuar sobre nuestra conciencia, atribuyéndole las diversas afecciones que en ella produce, o más bien, las causas hipotéticas de esas afecciones, a cuyas causas llamamos sus atributos: y por tanto, la ausencia de atributos, es la ausencia de los términos necesarios para concebir una cosa, e implica la ausencia de tal concepto. ¿Y cuáles son los atributos del espacio? El único que podemos asignarle, por ahora, es la extensión, y aun eso, con cierta confusión de ideas. En efecto, extensión y espacio son términos sinónimos; cuando decimos que la extensión es una propiedad de los cuerpos, queremos decir que ocupan espacio; por tanto, decir que el espacio es extenso, es decir que el espacio ocupa espacio. Inútil es querer probar que no podemos asignar al tiempo atributos. Pero el espacio y el tiempo, no sólo no son concebibles como entidades, porque no tienen atributos, sino por otra razón, además, bien conocida de los metafísicos. Todas las entidades que conocemos real y efectivamente, son finitas, limitadas y, aunque pudiéramos concebir y conocer una entidad ilimitada, la concebiríamos, de hecho, como tal; mas del espacio y del tiempo, no podemos afirmar ni la limitación ni la infinitud; nos es tan imposible imaginar el espacio sin límites, como imaginar límites más allá de los cuales no haya espacio. Igualmente, y pasando de lo infinitamente grande a lo infinitamente pequeño, es imposible pensar un límite a la divisibilidad del espacio, y lo es también concebirle divisible hasta lo infinito. Es fácil ver también, sin necesidad de enumerarlas, que análogas imposibilidades mentales encierra la idea de tiempo. Así, pues, no podemos concebir el espacio y el tiempo como entidades ni como no entidades, ni como atributos de entidades. Por un lado, hemos de pensarlos como cosas existentes, y por otro, no podemos reducirlos a las condiciones de cognoscibilidad de las verdaderas existencias.

¿Adoptaremos, en vista de eso, la doctrina de Kant? ¿Diremos que el espacio y el tiempo son formas del entendimiento, leyes a priori, o condiciones del espíritu consciente? Entonces, huyendo grandes dificultades, daríamos en otras mayores. La proposición que sirve de base a la filosofía de Kant, aunque verbalmente inteligible, no puedo ser realmente concebida, por más esfuerzos mentales que se hagan; no puede ser una idea propiamente dicha, y sí sólo una pseudo-idea.

Desde luego, afirmar que el espacio y el tiempo, tales como los pensamos, son condiciones subjetivas, es afirmar implícitamente que no son realidades objetivas, que pertenecen al Yo y no pueden evidentemente pertenecer al No-yo, lo que no podemos absolutamente concebir. El hecho mismo sobre el que Kant funda su hipótesis, a saber: que nuestra conciencia del tiempo del espacio no puede ser suprimida, lo prueba, porque esa conciencia del tiempo y del espacio, de la que no podemos prescindir, es una conciencia de la existencia objetiva de tales entidades. Y no vale decir que esa imposibilidad de prescindir del tiempo y del espacio es consecuencia inevitable de ser formas subjetivas, porque la cuestión puede plantearse clara y explícitamente de este modo: ¿qué es lo que la conciencia afirma directamente? La conciencia afirma directamente que el tiempo y el espacio no están en nosotros, en el espíritu, sino fuera del espíritu, que no se puede concebir dejen de existir aun cuando el espíritu dejara.

No sólo la teoría de Kant es inconcebible en lo que niega implícitamente, sino también en lo que afirma explícitamente. No sólo son inconcebibles el tiempo y el espacio como formas subjetivas, porque no podemos combinar sus ideas con la de nuestra personalidad y mirarlas como propiedades de ésta, sino porque esa hipótesis lleva en sí misma la prueba de que es inconcebible. En efecto, si el espacio y el tiempo son formas del pensamiento, no podremos jamás imaginarlos, puesto que es imposible que una cosa sea a la vez forma y materia de un pensamiento. El espacio y el tiempo son objetos de conocimiento. Kant lo afirma expresamente diciendo que es imposible suprimir la idea de uno y otro. ¿Cómo, pues, si son objetos de conocimiento, pueden ser al mismo tiempo condiciones del conocer? Si el espacio y el tiempo están en el número de las condiciones de todo pensamiento, preciso es que, cuando pensamos en ellos, nuestros pensamientos sean incondicionados, y si puede haber pensamientos incondicionados, ¿qué es de la teoría que discutimos?

Resulta, pues, que el espacio y el tiempo son completamente incomprensibles. El conocimiento inmediato que creemos tener de ellos se convierte, analizado, en una total ignorancia. Si por una parte creemos invenciblemente en su realidad objetiva, por otra somos incapaces de dar cuenta racional de ella. Por último, la otra hipótesis, la no realidad objetiva del espacio y del tiempo, fácil de formular pero imposible de imaginar, no hace más que multiplicar inútilmente los absurdos.

16. A no ser una exigencia ineludible, no fatigaríamos la atención del lector ocupándonos de la cuestión tan debatida, aunque no agotada, de la divisibilidad de la materia. ¿La materia es divisible hasta lo infinito o no lo es? Si suponemos que la materia es divisible hasta lo infinito, haremos una hipótesis que no podemos imaginar. Un cuerpo puede ser dividido en dos, y cada una de esas partes en otras dos, y así hasta que el espesor de cada parte, no sea divisible físicamente, y aun entonces, podemos suponer continuada sin fin la división. Pero eso no es concebir la divisibilidad infinita de la materia, es formarse un concepto simbólico que no puede hacerse real, y que no tiene medio alguno de comprobación. Realmente, concebir la divisibilidad hasta lo infinito es seguir mentalmente las divisiones hasta lo infinito, para lo cual se necesitaría un tiempo infinito. Por otra parte, afirmar que la materia no es infinitamente divisible, es afirmar que se compone de partes indivisibles que ningún poder es ya capaz de dividir; mas esta hipótesis verbal no es más imaginable que la otra, porque cada una, de esas partes elementales, si existe, debe tener caras superior, inferior, laterales, y es imposible suponer esas caras opuestas tan próximas que no pueda pasar entre ellas un plano secante, y cualquiera, que sea la fuerza de cohesión que se suponga a ese elemento, es imposible no concebir otra superior que pueda, dividirle. De modo que para la inteligencia humana ninguna de las dos hipótesis es accesible, y sin embargo tampoco puede dejar de pensar que una u otra ha de estar conforme con la realidad.

Dejemos esa cuestión insoluble, y veamos si la materia tiene efectivamente algo que justifique esa extensión maciza con que nos la imaginamos. La parte de espacio ocupada por un pedazo de metal parece, a la vista y al tacto, perfectamente llena, una masa homogénea, resistente, sin solución de continuidad. ¿Diremos, por eso, que la materia del metal es realmente tan maciza como parece? Tal afirmación nos llenaría de dificultades inexplicables. Si la materia fuese absolutamente maciza, sería absolutamente incomprensible, lo que no sucede; porque es claro que no se puede concebir la compresibilidad, o implícitamente la aproximación de las partes constitutivas, si no hay entre ellas espacios vacíos. Aún más; según una ley mecánica, si un cuerpo en movimiento choca con otro de igual masa en reposo, de modo que los dos sigan moviéndose juntos, su velocidad común será la mitad de la que traía el cuerpo chocante. Pero, en virtud de un principio cuya negación es inconcebible, el paso de un valor a otro en toda cantidad variable no puede verificarse sino por todos los grados intermedios.

Por ejemplo, en el caso actual, un cuerpo en movimiento con una velocidad como cuatro, no puede por el choque reducir su velocidad a dos, sin pasar por todas las velocidades intermedias. Mas si la materia fuese verdaderamente maciza e incompresible, si sus elementos estuvieran en íntimo contacto, esa ley de continuidad sería violada en todos los choques. Porque, dadas dos unidades elementales, si la una, móvil con la velocidad cuatro, choca a la otra que está en reposo, la masa chocante debe sufrir instantáneamente la diminución de cuatro a dos en su velocidad, sin que transcurra tiempo alguno y, sin pasar por las velocidades intermedias, es preciso, pues, que en el mismo instante se mueva con las velocidades cuatro y dos, lo que es imposible.

Inadmisible ya la hipótesis de que la materia es absolutamente maciza, examinemos la de Newton. Según este hombre ilustre, la materia se compone de átomos sólidos que no están en contacto; pero actúan unos sobre otros mutuamente, por medio de fuerzas atractivas y, repulsivas, que varían con la distancia. Sin embargo, esta hipótesis no hace más que alejar la dificultad, quitándola de las masas o agregados de materia y llevándola a esos átomos hipotéticos. En efecto, si se admite, que la materia está compuesta de átomos o unidades sólidas, extensas, y rodeadas de una atmósfera de fuerza, se ocurre en seguida esta cuestión: ¿cómo están constituidas esas unidades? No hay duda en que son pequeños trozos de materia; vistas, pues, con el microscopio de la imaginación, permítase la frase, cada cual de esas unidades viene a ser una masa como la considerada primitivamente. Se puede, por tanto, proponer, respecto a las partes de que cada átomo se compone, las mismas cuestiones, y en cada solución se hallarán las mismas dificultades: y es evidente que aun suponiendo los átomos más tenues, la dificultad no desaparece sino para reaparecer más allá, no pudiendo deshacernos de ella, aun haciendo una serie infinita de tales hipótesis.

Queda, por último, la suposición de Boscovich. Viendo que la materia no puede componerse de mónadas inextensas, como Leibnitz suponía (puesto que la yuxtaposición de puntos sin extensión no podría producir la extensión que posee la materia), y comprendiendo el valor de las objeciones a las ideas de Newton, Boscovich propuso una teoría mixta que, según él, evita las dificultades y reúne las ventajas de esas dos. Según esa teoría, las partes constitutivas de la materia son centros de fuerza, puntos sin dimensiones, que se atraen y rechazan mutuamente para conservar siempre entre sí cierta distancia. Boscovich dice: que las fuerzas que poseen esos centros pueden variar con las distancias, de modo que en condiciones dadas, dichos centros estarán en equilibrio estable, a distancias determinadas; y en otras condiciones, los intervalos aumentarían o disminuirían. Este punto de vista es bastante ingenioso, y evita muchas dificultades, pero sienta una proposición que todos los esfuerzos mentales no pueden hacer concebir: «centros de acción inextensos»; así que, si evita las condiciones de inconcebibles de las otras hipótesis, su punto de partida es más inconcebible que todas ellas. Lo más que podemos hacer es formarnos de esa teoría un concepto simbólico del orden ilegítimo. La idea de resistencia no puede separarse en nuestra mente de la idea de un cuerpo extenso que resiste. Admitir que fuerzas centrales pueden residir en puntos no ya infinitamente pequeños, sino absolutamente inextensos, puntos que no tienen otras relaciones que las de posición y que no pueden marcarla, puntos que nada distingue de los otros puntos próximos que no son centros de fuerza, es hacer una hipótesis completamente fuera del alcance del pensamiento humano.

Se dirá, tal vez, que aun cuando todas las hipótesis sobre la constitución de la materia nos llevan a conclusiones inconcebibles, al desarrollarlas lógicamente, no tenemos por eso razón bastante para pensar que no concuerdan con los hechos. Aunque el concepto de la materia bajo la forma de un compuesto de unidades indivisibles sólidas sea simbólico, y no pueda ser representado mentalmente por completo, podemos, con todo, suponer que hallará su comprobación en la Química. Los principios de la Química descansan en la creencia de que la materia se compone de partículas que tienen pesos específicos y, por consiguiente, espesores específicos. La ley general de las proporciones definidas parece imposible si no hay átomos; y aunque, los pesos proporcionales de cada uno de los elementos son llamados pos los químicos equivalentes, para evitar una hipótesis dudosa, nos es imposible pensar en la combinación de pesos definidos, como los equivalentes, sin suponer que aquélla tiene lugar entre un número definido de átomos o de moléculas. Esto haría pensar que la hipótesis de Newton es, en cierto modo, preferible a la de Boscovich. Sin embargo, un discípulo de Boscovich responderá que la teoría de su maestro está implícitamente contenida en la de Newton, sin posibilidad de prescindir de ella. Para probarlo dirá: ¿qué fuerza mantiene unidas las partes de los átomos? Una fuerza de cohesión, responderá el newtoniano. Pero, añadirá el primero, cuando un poder suficiente haya roto los últimos átomos ¿qué es lo que retendrá todavía unidas las partes de esos pedazos? El newtoniano responderá aún: la fuerza de cohesión. Se puede imaginar, proseguirá el otro, que el átomo se ha reducido a partes tan pequeñas respecto a él, como lo es él respecto a una masa apreciable, ¿qué es lo que da a esas partes tan sumamente pequeñas la propiedad de resistir y ocupar espacio? Y no hay otra respuesta posible a esa eterna cuestión que la misma: la fuerza de cohesión. Y aunque, se suponga prolongada la división hasta que la extensión de las partes sea menor que todo lo imaginable, no se podrá evitar admitir fuerzas que sostengan esa extensión, a menos que lleguemos a la idea de los centros de fuerzas sin extensión.

La materia es, pues, tan incomprensible en su intima esencia como el espacio y el tiempo. Cualquier hipótesis que se haga respecto a ellas conduce, analizada, a absurdos y contradicciones.

17. Si empujamos un cuerpo pequeño, vemos que se mueve en la dirección del empuje. A primera vista parece que no puede haber duda de la realidad de su movimiento ni de la dirección que sigue. Con todo, es fácil probar que no sólo podemos equivocarnos, sino que, muy comúnmente nos equivocamos en uno u otro de esos juicios. Sea, por ejemplo, un navío, que, para más sencillez, supondremos anclado en el Ecuador, con la proa hacia el Oeste. Cuando un navegante anda en dicho navío de proa a popa, ¿en qué dirección se mueve? Hacia el Este, se responderá, y mientras, el buque esté anclado la respuesta puede pasar. Pero el navío leva anclas, y boga hacia el O. con la misma, velocidad que la del navegante al andar hacia el E.: ¿en qué dirección se mueve ese individuo? No podemos decir, como antes, hacia, el Este, pues mientras él va en esa dirección el buque le lleva hacia el O. Con respecto al espacio ambiente, no se mueve, aunque parezca moverse respecto a lo que está a bordo. Pero ¿estamos plenamente seguros de esa conclusión? ¿El navegante está efectivamente siempre en el mismo sitio? Si atendemos al movimiento de rotación de la Tierra, resulta que, lejos de estar quieto, dicho individuo se mueve hacia el E. con una velocidad de mil millas por hora; de suerte, que ni la sensación del que le mira, ni la del que sólo tiene en cuenta el movimiento del navío, se aproximan a la verdad. Además, un examen más minucioso nos hará ver, que aun la última conclusión no vale más que las otras. Tengamos en cuenta el movimiento de traslación de la tierra: como éste tiene una velocidad de 68.000 millas por hora, se sigue que en realidad el navegante se mueve, no a razón de 1.000 millas por hora hacia el E., sino a razón de 67.000 millas por hora hacia el O. Y aún no hemos hallado el verdadero sentido y la verdadera velocidad de su movimiento, pues al movimiento de la Tierra en su órbita es preciso unir el de todo el sistema solar hacia la constelación Hércules, y uniéndolo veremos, que el capitán no va hacia el E. ni hacia, el O., sino que sigue una trayectoria inclinada sobre el plano de la eclíptica, y que va con una velocidad mayor o menor, según la época del año, que la dicha últimamente. Y a todo eso podemos añadir que si los cambios dinámicos de nuestro sistema sideral nos fuesen del todo conocidos, que no nos son, descubriríamos probablemente que la dirección y la velocidad del movimiento real de que se trata, difieren considerablemente de los ya enunciados. Véase, pues, cuán vagas son nuestras ideas de movimiento; lo que parece moverse está quieto, lo que parece quieto se mueve; lo que, según nuestra vista, se mueve en una dirección, muévese, al contrario, en dirección opuesta con mayor o menor velocidad. Resulta de todo eso que lo quo realmente conocemos no es el movimiento efectivo de cada cuerpo con su dirección y velocidad, sino su movimiento respecto a puntos de referencia, sea los que nosotros ocupamos, sea otros. Por otra parte, deduciendo que los movimientos observados, no son los movimientos reales, suponemos que hay movimientos reales; corrigiendo los juicios sucesivos que formamos de la dirección y velocidad de un movimiento, tenemos por cierto que hay una dirección y una velocidad reales, es decir, que hay puntos en el espacio absolutamente fijos, y con respecto a los cuales, por tanto, todos los movimientos son absolutos; y no hay medio de prescindir de, esa idea.

Sin embargo, el movimiento absoluto no puedo ser imaginado y menos aún percibido. El movimiento, considerado fuera de las condiciones normales que le suponemos, según nuestras sensaciones, es completamente inconcebible. En efecto, el movimiento es un cambio de lugar; pero en un espacio sin límites, el cambio de lugar es inconcebible, porque lo es el lugar. Este no puede ser concebido sino respecto a otros; y en ausencia de objetos de referencia, dispersos por el espacio, no podemos concebir un lugar sino respecto a los límites del espacio: luego en un espacio ilimitado, un lugar determinado es inconcebible, todos los lugares deben estar a igual distancia de los límites que no existen. Así, pues, por una parte nos vemos obligados, a pensar que hay movimiento absoluto, y por otra vemos que el movimiento absoluto es incomprensible.

Otra dificultad se nos presenta, cuando consideramos la transmisión del movimiento. El hábito nos impide ver todo lo verdaderamente maravilloso de tal fenómeno. Familiarizados con él desde la infancia, no vemos nada notable en que una cosa en movimiento engendre movimiento en otra que estaba en reposo. Sin embargo, es imposible comprender bien ese cambio. ¿En qué difiere un cuerpo que ha sufrido un choque, de lo que era antes de sufrirlo? ¿Qué cosa se le ha unido que, sin cambiar sensiblemente sus propiedades, lo ha hecho capaz de atravesar el espacio? El mismo es en reposo que en movimiento, y con todo en el primer estado no tiene tendencia a cambiar de sitio, y en el segundo cambia a cada momento. ¿Qué es, pues, lo que continúa produciendo ese efecto sin agotarse? ¿Cómo permanece en el objeto? Dícese que el movimiento ha sido comunicado. Pero ¿qué cosa ha sido comunicada? El cuerpo chocante no ha transferido al chocado ni una sustancia, ni un atributo. ¿Qué es, pues, lo que le ha transferido? Henos aquí aún, en presencia del antiguo enigma del movimiento y del reposo. Todos los días vemos que los objetos lanzados con la mano, o de otro modo cualquiera, sufren un retardo gradual y acaban por pararse; y viceversa, vemos frecuentemente el paso del reposo al movimiento por la acción de una fuerza. Pero también vemos que es imposible imaginar claramente esas transiciones, pues para ello necesitaríamos concebir una violación de la ley de continuidad, lo que es imposible. Un cuerpo móvil, con una velocidad dada, no puede quedar en reposo, ni cambiar de velocidad, sin pasar por todas las velocidades intermedias. A primera vista parece fácil imaginar ese paso de uno a otro estado dinámico, suponiendo que el movimiento disminuye insensiblemente hasta hacerse infinitesimal, y muchos creerán posible pasar mentalmente de un movimiento infinitesimal a un movimiento cero; pero es un error. Siguiendo con el pensamiento una velocidad decreciente, siempre queda algo de velocidad. Tomando la mitad de una velocidad, y así sucesivamente hasta el infinito, siempre hay movimiento; aun el más lento imaginable está separado del cero de movimiento por un abismo. Del mismo modo que una cosa, por pequeña que sea, es infinitamente grande con respecto a cero, el movimiento más pequeño concebible es infinito con respecto al reposo. No es preciso especificar las dificultades análogas de la cuestión inversa -tránsito del reposo al movimiento-. Veríamos, como en el otro caso, que, aun cuando obligados a pensar esos cambios como que pasan realmente, no podemos concebir su realización.

Resulta, pues, que, ya lo consideremos con relación al reposo, o con relación al espacio, o con relación a la materia, el movimiento no es un objeto claro y distinto de conocimiento. Todos los esfuerzos que hacemos para comprender su naturaleza íntima, nos llevan insensiblemente a escoger entre dos pensamientos igualmente imposibles.

18. Levantando un peso cualquiera, hacemos un esfuerzo o desarrollamos una fuerza, que consideramos naturalmente como antagonista de la que llamamos peso, y no podemos pensar en la igualdad de esas dos fuerzas sin pensar en que son de la misma especie, pues no se puede concebir la igualdad sino entre cosas de igual naturaleza. El axioma «la reacción es igual y contraria a la acción,» del cual es un ejemplo el hecho que acabamos de mencionar de la fuerza muscular opuesta a la gravedad, no puede ser concebido de otro modo o en otras condiciones. Y, sin embargo, por otra parte, no podemos imaginar que la fuerza que llamamos peso sea parecida a la que hacemos para sostenerlo. No hay para qué advertir que un mismo peso nos produce distintas sensaciones, según que lo sostengamos con un dedo, o con una mano, o con una pierna, etc.; y por tanto no habiendo razón para suponer que el peso se parece más a una que a otra de esas sensaciones, no la hay tampoco para suponer se parece a ninguna de ellas. Basta además notar, que siendo nuestra fuerza, para nosotros, una impresión de nuestra conciencia, no podemos concebir de igual forma la fuerza llamada peso, a menos deo atribuir a todo cuerpo conciencia. De modo que es absurdo pensar que una fuerza en sí misma se parece a la sensación que tenemos de la nuestra, y es preciso pensarlo, si queremos representarnos mentalmente las fuerzas.

Por otra parte, ¿cómo concebir la conexión entre la fuerza y la materia? Ésta no nos es conocida en realidad, sino por las manifestaciones de aquélla; la última prueba de la existencia de la materia es su capacidad de resistencia suprimida ésta, no queda sino una extensión vacía, y al mismo tiempo, la resistencia aislada o separada de la materia es inconcebible. No solamente centros inextensos de fuerzas son inimaginables, sino que tampoco podemos concebir que centros de fuerzas, extensos o no, se atraigan y rehacen mutuamente sin interposición de algo material. Ahora es ocasión de notar, lo que no podíamos hacer sin anticipar ideas, cuando tratábamos de la materia, a saber: que la hipótesis de Newton, lo mismo que la de Boscovich, suponen que una cosa puede obrar sobre otra a través del espacio completamente vacío, lo que es inconcebible. Se responde a esta observación suponiendo un fluido especial entro los átomos o centros, pero eso no resuelve el problema; no hace sino alejarlo, para que reaparezca, en cuanto se quiere examinar la constitución de ese fluido. Sobre todo, cuando se trata de fuerzas astronómicas, es cuando se ve mejor cuán imposible es eludir la dificultad de la transmisión de la fuerza en el espacio. El Sol actúa sobre nosotros, produciéndonos las sensaciones de luz y de calor, y sabemos que entre la producción causal en dicho astro y el efecto producido en la Tierra, pasan próximamente ocho minutos; de ahí resultan inevitablemente los conceptos de una fuerza y de un movimiento. Pues bien: no sólo la acción de una fuerza a través de 95.000.000 de millas de vacío absoluto es inconcebible, sino que, además, es imposible concebir un movimiento sin algo que se mueva. Newton mismo declara imposible pensar que la atracción entre dos cuerpos, a distancia, pueda ejercerse sin algo intermedio. Pero, ¿adelantamos algo con la hipótesis del éter? Este fluido, cuyas ondulaciones, según se supone, constituyen el calor y la luz, y que es también el vehículo de la gravitación, ¿cómo está constituido? Según los físicos, debemos considerarle como compuesto de átomos que se atraen y se repelen mutuamente, átomos infinitamente pequeños, si se comparan con los de la materia ponderable; mas al fin, átomos, y siempre átomos. Recordemos que ese éter es imponderable, y forzosamente habremos de admitir, que la razón entre las distancias que separan sus átomos, y el tamaño de éstos es inconmensurablemente mayor que la razón análoga en la materia ponderable, sin lo cual las densidades de una y otra clase de materia no serían inconmensurables o incomparables. En vez, pues, de tener que concebir la acción directa del Sol sobre la Tierra, sin intermedio de materia alguna, hemos de concebir esa acción a través de un medio, cuyas moléculas son, muy probablemente, tan pequeñas, respecto a sus distancias mutuas, como el Sol y la Tierra respecto a su distancia. Y ¿es más fácil adquirir éste que el otro concepto? Tenemos siempre que imaginar la acción de un cuerpo en donde no está, y sin medio material alguno que pueda transmitir su acción; ¿qué importa que la escala en que se verifique esa transmisión de fuerzas, sea grande o pequeña? Vemos que el modo de actuar una fuerza es completamente ininteligible. No podemos imaginarlo sino a través de un medio extenso y material; y al hacer hipótesis sobre ese medio, vemos que las dificultades no desaparecen, solamente se alejan. Así, no hay más remedio que suponer que la materia ponderable o imponderable, en masas, o en sus hipotéticas unidades, actúa sobre la materia a través del espacio absolutamente vacío, y con todo, esa conclusión es también inconcebible.

Además, la luz, el calor, la gravitación y todas las fuerzas que radian de un centro, varían en razón inversa del cuadrado de la distancia; y los físicos, en sus investigaciones, suponen que las unidades de materia actúan unas sobre otras, según la misma ley: y deben hacerlo así, puesto que esa ley no es simplemente empírica, sino que se deduce también matemáticamente, y su negación es inconcebible. Pero en una masa de materia en equilibrio interno, ¿qué debe suceder? Las atracciones y repulsiones de los átomos constituyentes se neutralizan. En virtud de esa neutralización, los átomos permanecen a las mismas distancias, y la masa ni se contrae ni se dilata. Pero si las fuerzas, tanto atractiva como repulsiva de dos átomos adyacentes varían, ambas a la vez, en razón inversa del cuadrado de la distancia, como debe suceder, y si los átomos están en equilibrio a sus distancias actuales, también lo estarán necesariamente a todas las distancias. Supongamos, por ejemplo, los átomos separados por un intervalo doble; sus atracciones y repulsiones se reducirán a la cuarta parte de su valor primitivo, así como se cuadruplicarían si la distancia se redujese a la mitad de la primera. Resulta, pues, que tal materia toma todas las densidades con suma facilidad, y no debe, por tanto, resistir a las fuerzas exteriores. Hemos, pues, de pensar, o que las fuerzas moleculares antagonistas no varían las dos en razón inversa del cuadrado de la distancia, lo que es inconcebible, o que la materia no posee ese atributo de la impenetrabilidad o resistencia, en virtud del cual la distinguimos del espacio vacío, lo que es absurdo.

Así, pues, es imposible, por una parte, formarse idea de la fuerza en sí misma, y lo es también, comprender su modo de acción y las leyes de sus variaciones.

19. Pasemos ahora del mundo exterior al mundo interno, y consideremos, no las fuerzas a que atribuimos, nuestras modificaciones subjetivas, sino estas mismas modificaciones. Desde luego forman una serie; aun cuando tengamos a veces dificultad en separarlas unas de otras, en individualizarlas, es indudable que nuestros fenómenos psíquicos suceden unos tras otros, sucesivamente. Y esa cadena de estados de conciencia ¿es finita o infinita? No podemos decir infinita, no sólo porque hemos llegado indirectamente a la conclusión de que ha tenido un principio, sino porque toda infinidad es inconcebible, inclusa la de una serie. No podemos decir finita, porque no es posible fijar principio ni fin. Por lejos que vayamos en nuestra memoria, recorriendo nuestra vida pasada, siempre nos será imposible fijar nuestros primeros estados de conciencia; la perspectiva de nuestros primeros pensamientos se pierde en una densa oscuridad, en que nada recordamos. Lo mismo sucede en el extremo opuesto. No tenemos conocimiento inmediato de la terminación futura de nuestras series de afecciones, y aun no podemos asignar límite en el tiempo, a las que actualmente nos modifican. En efecto, cualquier estado psíquico que miramos como el último, no lo es realmente, pues en el momento que lo consideramos ya formando parte de la serie, no es presente, sino pasado; no es producido, sino reproducido en nuestro pensamiento. El estado verdaderamente último es el que se verifica al considerar el que acaba de pasar, es decir, el acto de pensar que un estado interior era el último. De suerte, que el fin de la cadena se escapa al pensamiento, como su principio.

Mas se dirá, si no podemos saber directamente, si la conciencia es finita en cuanto a su duración, porque no podemos fijar realmente sus límites pasado ni futuro, podemos, al menos, concebir que lo es. No, eso no es verdad. Primeramente, no podemos, en realidad, ni concebir ni percibir los límites de nuestra propia conciencia, única que conocemos, porque esos dos actos no son verdaderamente más que uno.

En uno y otro, esos límites deben ser como lo hemos dicho anteriormente, re-presentados, y no presentados como produciéndose. Ahora bien, representarse el límite actual del acto de conciencia que está produciéndose en nosotros, es, como hemos visto, concebirnos pensando en la cesación del acto anterior; lo que implica la continuación de actos después del último, lo que es absurdo. En segundo lugar, si queremos considerar el sujeto bajo el punto de vista objetivo, si estudiamos esos fenómenos en otras conciencias o en abstracto, nada conseguimos. La conciencia implica un cambio continuo y una correlatividad perpetua entre sus fases sucesivas. Para que una impresión psíquica sea conocida, es preciso que lo sea de éste o del otro modo, como semejante o desemejante a otra anterior. Si no se la piensa en conexión con otras, si no se la distingue o identifica por comparación con otras impresiones, no es recognoscible, no es tal impresión. Un último estado de conciencia, como otro cualquiera, no puede ser conocido, si no se perciben sus relaciones con otros estados anteriores. Pero la percepción de esas relaciones constituye ya un estado posterior al último, lo que es una contradicción. Presentemos aún la dificultad bajo otra forma: si un cambio incesante de estados es la condición de existencia de la conciencia, cuando el supuesto último ha sido alcanzado por la terminación de los precedentes, el cambio ha cesado; luego la conciencia ha cesado también; luego ese supuesto estado, no es tal estado de conciencia, luego no hay último estado de conciencia.

Del mismo modo que vimos la imposibilidad real de concebir que el reposo se cambie en movimiento y viceversa, vemos ahora la de concebir, tanto el principio como el fin de los cambios que constituyen las conciencia. De todo lo cual resulta, que si, por una parte, somos incapaces de creer o concebir la duración infinita de la conciencia, por otra, no es tan imposible conocerla y concebirla como finita.

20. No conseguimos mucho más cuando, en vez de la duración, consideramos la sustancia, de lo que en nosotros siente, piensa y quiere. La humanidad, en general, ha considerado siempre como la verdad más incontestable para cada individuo, su propia existencia. Así se dice vulgarmente: «estoy tan cierto de eso como de m propia existencia,» como la más enérgica expresión de certeza. El hecho de la existencia personal, atestiguado por la conciencia universal de la humanidad, ha sido la base de muchos sistemas filosóficos; de modo que esa creencia está, para los pensadores, lo mismo que para el vulgo, fuera de toda duda y objeción. En efecto, ninguna hipótesis es posible para evitar la creencia en nuestra propia realidad. Ahora bien; eso supuesto, ¿qué diremos de las sensaciones o ideas sucesivas que constituyen la conciencia? ¿Diremos que son modificaciones de algo llamado alma o espíritu, y que es, por tanto, el Yo real de cuya existencia estamos ciertos? Entonces admitimos que el Yo es una entidad. ¿Afirmaremos que las sensaciones y las ideas no son tan sólo modificaciones o cambios de la sustancia pensante, sino que constituyen la esencia misma de esa sustancia, no siendo otra cosa que las formas diversas que esa sustancia toma de un instante a otro? Esta hipótesis, lo mismo que la anterior, implican que cada individuo existe como un ser permanente y distinto, puesto que formas y modificaciones suponen algo modificable e informable. ¿Diremos, con los escépticos, que sólo conocemos realmente nuestras ideas y sensaciones, y que la personalidad a que pretendemos referirlas es una pura ficción? No salimos de dificultades, porque la proposición anterior, verbalmente inteligible y realmente inconcebible, supone la misma creencia que pretende rechazar. En efecto, ¿cómo la creencia puede resolverse completamente en sensaciones y en ideas, si toda sensación supone necesariamente algo que siente? O en otros términos, ¿cómo el escéptico que ha descompuesto completamente su conciencia en sensaciones y en ideas, puede aún considerarlas como sus sensaciones y sus ideas? O, aún más, si, como no puede menos, admite que tiene una intuición de su existencia personal, ¿qué razón hay para que rechace esa intuición como falsa, y admita las otras como verdaderas? A menos de dar respuestas satisfactorias a estas cuestiones, lo que no es posible, es preciso que abandone sus conclusiones y admita la realidad del espíritu individual.

Ahora bien, por inevitable que sea esta creencia, por sólidamente que se halle establecida, no sólo por acuerdo general de la humanidad, adoptado por tantos filósofos, si que también por el mismo argumento de los escépticos, no es, con todo, justificable ante la razón; más bien, cuando la razón se ve obligada, a juzgarla, la condena. Uno de los escritores más modernos que tratan esa cuestión, el ya citado M. Mansel, sostiene que en la conciencia de sí mismo tiene cada hombre un conocimiento real, y sostiene que la validez de la intuición inmediata, en ese caso está fuera de duda. «Digan lo que quieran los fundadores de sistemas» -dice, -«el sentimiento no corrompido de la humanidad rehúsa reconocer que el espíritu sea únicamente un haz de estados de conciencia, del mismo modo que la materia es, quizá, un haz de cualidades sensibles.» Bajo ese punto de vista, una objeción se ocurre desde luego, y es que esa afirmación no es consecuente en un kantista que no concede sino un débil tributo de respeto al «sentimiento no corrompido de la humanidad,» cuando ese sentimiento afirma la objetividad del espacio. Mas prescindamos de eso, y probemos que la percepción de sí mismo, propiamente dicha, es absolutamente incompatible con las leyes del pensamiento. La condición fundamental de todo conocimiento, dicen Mansel y Hamilton, y otros muchos, es la antítesis entre el sujeto y el objeto. Sobre ese dualismo primitivo de la conciencia, que debe servir de punto de partida a las explicaciones de la filosofía, funda M. Mansel su refutación de los absolutistas alemanes. Ahora bien, ¿cuál es el corolario de esta doctrina en lo tocante a la conciencia de sí mismo? El acto mental en el que el Yo es percibido implica, como todo acto mental, un sujeto que percibe y un objeto percibido. Si el objeto percibido es el Yo, ¿cuál es el sujeto percipiente? O si éste es el verdadero Yo que piensa, ¿cuál es el otro Yo pensado? Evidentemente un verdadero conocimiento del Yo, implica un estado, en el cual, el que conoce y lo conocido son uno mismo; el sujeto y el objeto se identifican, y eso, como sostiene con razón M. Mansel, es el aniquilamiento del sujeto y del objeto.

De modo que la personalidad, de que cada uno tiene conciencia y cuya existencia es, para todos, el hecho más cierto que conocen, es completamente incognoscible en su esencia; el conocimiento de esa personalidad está vedado, por la misma naturaleza del pensamiento.

21. Luego las ideas últimas de la Ciencia representan todas, realidades incomprensibles. Por grandes que sean los progresos realizados, sintetizando hechos y generalizando cada vez más, por lejos que se lleve la reducción de verdades particulares y concretas a otras generales y abstractas, las verdades fundamentales siguen y seguirán fuera de nuestro alcance. La explicación de lo explicable, no hace sino probar más claramente que lo que hay más allá es inexplicable. En el mundo interno o de la conciencia, como en el mundo exterior, el hombre de ciencia se ve rodeado de cambios perpetuos, de los que no puede descubrir ni el principio ni el fin. Si retrocediendo en el pasado, y siguiendo el curso de evolución de las cosas, adopta la hipótesis según la cual el Universo tuvo en otros tiempos una forma difusa, se encuentra al fin en la imposibilidad de concebir cómo el Universo llegó a dicho estado. Si discurre sobre lo futuro, no puede asignar límites a la inmensa sucesión de fenómenos que se desarrollan ante él. Si mira en su interior, ve fuera de su alcance los dos extremos de la cadena de su conciencia, o más bien, ve que no lo es posible concebir que su conciencia haya comenzado y haya de terminar. Si dejando la de los fenómenos internos y externos, quiere conocer su esencia o naturaleza íntima, se encuentra tanto o más impotente. Aunque todas las propiedades y todos los fenómenos del mundo exterior se pudieran reducir a manifestaciones de fuerzas en el tiempo y en el espacio, las ideas de fuerza, espacio y tiempo son completamente incomprensibles. Analógicamente, aun reduciendo, en último análisis, todos los fenómenos de conciencia a sensaciones, como materiales primitivos del mundo interno, nada se adelanta, porque no es posible explicar verdaderamente, ni las sensaciones en sí mismas, ni lo que siente y, tiene conciencia de que siente; resultando así, que son igualmente impenetrables las sustancias y orígenes del mundo objetivo y del mundo subjetivo. En cualquier sentido que dirija sus investigaciones, le llevan siempre a enigmas insolubles, y cuya insolubilidad reconoce, cada vez más claramente. Así aprende a conocer la grandeza y la pequeñez de la inteligencia humana, su poder en el dominio de la experiencia y su impotencia fuera de él; se forma idea exacta de la incomprensibilidad del hecho más sencillo, considerado en sí mismo, en su esencia íntima, en la cual se convence indudablemente de que nada puede ser explicado.



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