Desde hace luengos años, la
cordillera del Cáucaso, enclavada en el imperio ruso, no pertenece a
éste, sin embargo. Sus fieros habitantes, separados por el idioma y por
intereses varios, forman un gran número de poblados que guardan entre
ellos escasas relaciones políticas, pero a los que une el mismo
sentimiento de independencia y bandolerismo. |
Una de las agrupaciones más
numerosas y terribles es la de los chetchengos, que ocupan la grande y
pequeña Kabarda, provincias cuyos altos valles llegan a las
estribaciones del Cáucaso. Los hombres son de arrogante tipo, valerosos,
inteligentes, pero de rapacería extremada y en extremo crueles, y
hállanse en continua batalla con las tropas de
la línea. |
Entre tales hordas peligrosas, en el
centro mismo de esta inmensa cadena de montañas, Rusia ha establecido
una vía de comunicación con sus posesiones asiáticas.
Reductos instalados de trecho en trecho aseguran el tránsito hasta
Georgia. Pero, no obstante, ningún viajero se arriesgaría a
recorrer solo el corto espacio que los separa. Dos veces por semana un convoy
de infantería, compuesto por un número considerable de cosacos
provistos de una pieza de artillería, da escolta a los viajeros que
cruzan aquellos lugares y a los despachos y órdenes que el Gobierno
remite. Uno de tales reductos, situado en una de las estribaciones
montañosas, ha llegado a ser un pequeño caserío, bastante
poblado, Wladi-Cáucaso, y sirve de residencia al comandante de las
tropas que hacen el penoso servicio que acabamos de mencionar. |
El comandante Kascambo, del regimiento de
Wologda, gentilhombre ruso, de una familia de origen griego, tenía que
ir a tomar posesión del mando del puesto de Lars, situado en las
gargantas del Cáucaso. Impaciente por tomar posesión del cargo y
valiente hasta la temeridad, cometió la imprudencia de emprender el
viaje seguido tan sólo por cincuenta cosacos que a sus órdenes
tenía; imprudencia tanto más manifiesta cuanto que hubo de
divulgar su proyecto y de él hizo gala antes de realizarlo. |
Los chetchengos que habitan las
proximidades de la frontera, llamados chetchengos pacíficos,
están sometidos a Rusia, y tienen, en consecuencia, libre acceso a
Mosdok; pero la mayoría de ellos mantiene constantes relaciones con los
montaraces, y por lo general van a medias en sus hazañas de bandidaje.
Informados los de esta última tribu del viaje de Kascambo y del
día de la partida, un buen número de ellos propúsose
interceptarle el paso preparándole una emboscada. Y a veinte verstas de
Mosdok, y prevaliéndose del repliegue de una pequeña colina
cubierta de maleza, atacáronle unos setecientos hombres de a caballo. La
retirada hacíase imposible; los cosacos echaron pie a tierra y
resistieron la acometida con la mayor firmeza, en espera de ser socorridos y
reforzados por el destacamento de un reducto próximo. |
Los habitantes del Cáucaso, que
aislados, individualmente, son muy valerosos, son en cambio incapaces de atacar
en masa y, como consecuencia, ofrecen poca resistencia a un cuerpo medianamente
constituido; pero poseen armas en abundancia y son excelentes tiradores. Sin
embargo, en esta ocasión, el excesivo número hacía la
lucha muy desigual. Después de las primeras descargas, más de la
mitad de los cosacos fueron muertos o quedaron fuera de combate. El
último esfuerzo se llevó a cabo valiéndose de los caballos
muertos, con lo que se hizo una a modo de trinchera circular, tras la que se
dispararon los últimos cartuchos. Los chetchengos, que siempre tienen
entre ellos, y los utilizan en sus expediciones, desertores rusos,
empleándolos también cuando llega el caso como
intérpretes, en aquella ocasión sirvieron para gritar a los
cosacos: «Entregadnos al comandante o moriréis todos sin
remedio.» Kascambo, que veía la indudable derrota de su gente,
decidió entregarse para librar de tal modo la vida de los que le
rodeaban. Dio su espada a los cosacos y, solo, avanzó hasta los
chetchengos, que inmediatamente hicieron alto en su fuego. El propósito
de ellos no era otro que apresarle vivo para exigir después el precio
del rescate. No se había puesto aún bajo la guarda de sus
enemigos, cuando vio aparecer en la lejanía un refuerzo que enviaban;
pero ya era tarde. Los salteadores huyeron a toda prisa. |
Su
denchik habíase quedado al cuidado del
mulo que traía todo el equipaje del comandante. Oculto en un barrancal,
esperaba el término del combate, cuando los cosacos dieron con él
y le comunicaron la triste suerte que había corrido su amo. El valiente
criado decidió entregarse a igual fatal destino, y se dirigió con
su mulo en pos de las huellas de los caballos del enemigo, por el mismo camino
que los chetchengos habían recorrido en su retirada. Cuando la oscuridad
de la noche hacíale ya imposible toda ruta, un enemigo rezagado
condújole hasta donde se hallaban los chetchengos. |
Puede juzgarse la impresión que le
produjo al prisionero ver llegar a su denchik decidido a compartir su triste
sino. Los chetchengos distribuyéronse bien pronto el botín que se
les ofrecía. No le dejaron al comandante más que una guitarra,
que formaba parte del equipaje, y que le fue entregada como escarnio.
Iván -que así se llamaba el denchik- apoderose de ella,
negándose a rechazarla, como así le proponía su amo.
«¿Por qué perder la esperanza? -le dijo-. El Dios de los
rusos es grande. El interés de estos bandidos está en conservaros
la vida. Seguramente no os causarán ningún
daño.» |
Luego de un alto de unas cuantas horas, la
horda disponíase a emprender de nuevo la marcha, cuando uno de los
suyos, que acababa de incorporarse a aquella tribu, díjoles que los
rusos seguían avanzando y que probablemente las tropas de los
próximos reductos se reunirían a ellos para perseguirlos.
Celebraron reunión los jefes; tratábase de ocultar su guarida, no
tan sólo para conservar al prisionero, sino para desviar al enemigo de
la dirección de los poblados y evitar así toda represalia. La
horda se dispersó por caminos distintos. Diez infantes fueron destinados
para la conducción y guarda de los prisioneros, en tanto que un centenar
de caballos, en nutrido grupo, marchó en dirección contraria a la
que siguió Kascambo. Descalzáronle a éste sus botas,
provistas de fuertes clavos, que hubieran podido dejar rastro visible sobre el
terreno, y les obligaron a él y a Iván a caminar gran parte de la
mañana con los pies desnudos. |
Llegó la comitiva hasta las
inmediaciones de un torrente, y desde tal sitio comenzaron a remontar el curso
del río, caminando siempre sobre la hierba. Habían recorrido una
media versta, cuando se detuvieron en el punto en que las riberas se
hacían más escarpadas, y allí, entre la maleza, acamparon,
poniendo gran cuidado en no dejar huella alguna de su paso. El comandante
hallábase tan extenuado y rendido que para conducirle hasta el riachuelo
hubo que sostenerle con sus tirantes. Sus pies estaban ensangrentados de tal
modo que, al fin, le consintieron calzarse de nuevo sus botas, para que pudiera
recorrer la jornada última que quedaba por cubrir. |
Cuando llegaron al primer poblado,
Kascambo, más enfermo por la imaginación que por el cansancio, se
presentó a sus guardianes tan débil y macilento, que
aquéllos temieron por su vida, y a partir de ese momento
tratósele más humanamente. Se le concedió descanso y se le
permitió reanudar las marchas a caballo; pero con el fin de despistar a
los rusos en las pesquisas que pudieran llevar a cabo, y poner al prisionero en
condiciones de que no pudiera indicar a sus compañeros la ruta
recorrida, se le condujo de aldea en aldea y de uno en otro valle con los ojos
vendados. Y así cruzó un río, bastante caudaloso, que, a
su parecer, era el Sonja. En tales correrías se atendió
debidamente al prisionero, alimentándole bien y cuidando de su reposo.
Pero así que hubieron llegado al lugar donde definitivamente
debía permanecer el cautivo, los chetchengos cambiaron totalmente de
conducta y le hicieron sufrir todo género de penalidades.
Cargáronle de hierros los pies y las manos, y de su cuello pendieron una
cadena, de cuyo extremo colgaba un leño de roble. El denchik fue menos
cruelmente castigado, porque los pesos eran más ligeros, y podía
por tal causa prestarle algunos servicios a su amo. |
En tal situación, y a cada
vejación que recibía, acercábasele un hombre que hablaba
ruso y le aconsejaba que escribiese a sus compañeros para que pagasen
los diez mil rublos que se habían fijado para su rescate. El desdichado
comandante hallábase muy lejos de poseer tan crecida suma y no le
quedaba otra esperanza que la protección que el Gobierno pudiera
dispensarle, rescatándole como lo había hecho algunos años
antes con un coronel que cayó también en poder de los
salteadores. El intérprete le había prometido proporcionarle
papel para la carta, que él mismo se encargaría de hacer llegar a
manos de sus amigos; pero luego de hecho el ofrecimiento no volvió a
presentarse en algunos días, durante los cuales sufrió el
prisionero mayores castigos. Se le negó todo alimento y le retiraron la
esterilla que le servía de lecho y una de las sillas de montar de cosaco
que utilizaba como almohada. El mediador reapareció al fin, para
notificarle confidencialmente que si sus compañeros se negaban a
entregar la suma convenida, o por cualquier causa retrasaban el pago, los
chetchengos estaban decididos a deshacerse de él, para ahorrarse de tal
modo los gastos y las inquietudes que su aprisionamiento había
originado. El fin que se proponían con aquel procedimiento cruel no era
otro que obligarle a escribir apremiando a sus compañeros. Se le
proveyó de papel y de una caña tallada a modo de pluma, siguiendo
la costumbre tártara; librósele de los hierros que ligaban sus
manos y atenazaban su cuello, para que pudiera escribir más
cómodamente, y en cuanto hubo terminado la misiva entregósela a
los jefes para que la tradujeran y éstos la hicieran llegar al
comandante de la línea. |
A partir de este momento tratósele
con menos dureza y no se le cargó más que con una cadena, que le
apresaba la mano y el pie derecho. Su patrón, o por mejor decir, su
carcelero era un anciano de sesenta años, de estatura gigantesca y feroz
continente, que no desmentía su firme carácter. Dos de sus hijos
habían sido muertos en la lucha con los rusos, circunstancia que
había influido para escogerle entre todos los habitantes del poblado
como guardador del prisionero. |
La familia de aquel hombre, llamado
Ibrahim, estaba compuesta por la viuda de uno de los hijos, cuya edad no
pasaría de treinta y cinco años, y de un jovenzuelo que
contaría siete u ocho, cuyo nombre era Mamet. La madre de éste
era también de malos instintos y más caprichosa aún que el
viejo carcelero. Mucho tuvo que sufrir Kascambo, pero hacíanle
más llevaderos sus padecimientos los halagos y ternuras que el joven
Mamet tenía para él. El cariño del muchachuelo fue su
distracción y un consuelo positivo en sus padecimientos crueles. Fue tal
el afecto que el niño cobró al cautivo, que ni las amenazas ni
los malos tratos de su abuelo pudieron impedir que de continuo hiciese
partícipe en sus juegos al prisionero cuando encontraba ocasión
propicia. Llamábale su
Koniak, que en el idioma del país
significa amigo y patrono. Secretamente compartía con él las
frutas que podía procurarse, y durante el ayuno forzado que
habían hecho sufrir al comandante, Mamet, con una compasión sin
límites, y aprovechando las breves ausencias de sus padres,
habíale provisto de pan y patatas que previamente recalentaba en las
cenizas. |
Habían transcurrido algunos meses
desde el envío de la carta sin que suceso alguno digno de mención
hubiérase llevado a cabo. Durante este tiempo Iván se
había dado buena maña para ganarse la voluntad y querencia de la
mujer y del viejo, a los que, por lo menos, se supo hacer necesario.
Conocía el arte culinario, a que obliga el puesto de asistente de un
oficial de destacamento. Sabía hacer a maravilla el
kislitchi, preparaba de modo extraordinario
pepinillos salados y había acostumbrado a sus huéspedes a los
regalos que añadía a sus ordinarias comidas. |
Para mejor ganarse su confianza se
había convertido en un bufón. Cada día inventaba
algún entretenimiento que pudiera divertirlos. A Ibrahim, sobre todo, le
distraía de modo extraordinario el verle bailar la cosaca. Cuando
llegaba de la aldea algún habitante que venía a visitarlos,
despojaban a Iván de sus hierros y le obligaban a bailar, e Iván
bailaba siempre de buen grado, adornando sus bailes de continuo con alguna
nueva ridícula pirueta. Y de tal modo consiguió libertad para
recorrer el poblado, correrías que por lo general efectuaba seguido de
una multitud de chicuelos a quienes divertían sus payasadas, y como
entendía la lengua tártara, no le fue difícil aprender el
dialecto del país, muy similar al idioma originario. |
El comandante, por su parte, tenía
también que acompañar al denchik con sus cantos y su guitarra
para divertir y distraer a aquel auditorio feroz. Al principio
librábanle de las cadenas que aprisionaban su mano derecha cuando
exigían de él tal complacencia; pero convencida la mujer de que
podía acompañarle sin quitarse la férrea carga, cuando lo
hacía para matar su aburrimiento, se le negó aquella provisional
libertad, y el desdichado artista, con sobrada frecuencia, hubo de arrepentirse
de haber exteriorizado su talento. Ignoraba entonces que la guitarra
sería la que algún día le devolviera la libertad
perdida. |
Para lograr la deseada liberación,
los dos prisioneros hacían mil proyectos, todos ellos difíciles
de poner en práctica. Cuando llegaron a la aldea, los moradores tomaron
la costumbre de designar a un vigilante cada noche para aumentar la guardia.
Pero insensiblemente fue desapareciendo tal precaución. El centinela no
acudía con puntualidad; la mujer y el muchachuelo dormían en una
habitación próxima, y el viejo Ibrahim era el único que se
quedaba con los presos; pero guardaba con el más celoso cuidado las
llaves de los hierros, y al menor ruido despertaba. De día en día
el cautivo era tratado con más rigor. Como la contestación de las
cartas no llegaba, los chetchengos acercábanse a la celda, insultando y
lanzando sobre sus prisioneros las amenazas de los más crueles tratos.
Se les castigó con un ayuno total, y día llegó en que el
comandante vio maltratar sin piedad al pobrecillo Mamet por haberle querido
regalar un puñado de nísperos. |
Extraña era, sin embargo, la
situación en que se hallaba Kascambo, porque, no obstante su
condición de castigado, tenían por él sus perseguidores
gran estimación y una confianza absoluta. Si, de una parte, aquellos
bárbaros hacíanle víctima de continuas vejaciones, de
otra, en cambio, se llegaban a él para consultarle y hacerle
árbitro en sus litigios y contiendas. Por lo singular merece citarse el
caso de que a continuación hacemos mención, y en que el
comandante actuó de juez. |
Uno de aquellos hombres había
confiado un billete de cinco rublos a un camarada suyo que partía para
una comarca próxima, y éste tenía el encargo de entregar
la cantidad a una tercera persona. El mandatario quedose en el camino sin su
caballo, que murió, y juzgó oportuno guardarse los cinco rublos
como indemnización por la pérdida que había sufrido. Tal
proceder, muy propio de los moradores del Cáucaso, no fue del agrado del
dueño de la suma remitida, y cuando tornó el viajero
prodújose gran revuelo en toda la tribu. Los dos contendientes
rodeáronse de los parientes y amigos de cada cual, y el fin del litigio
hubiese sido sangriento si los más ancianos de la horda, luego de tratar
de apaciguarlos, no les hubieran instado a someter el caso a la decisión
del prisionero. La población entera trasladóse tumultuariamente a
la morada del cautivo para enterarse cuanto antes del fin de aquel
ridículo proceso. A Kascambo se le hizo salir de su celda y le subieron
a la plataforma que servía de techo a la casa. |
La mayoría de las viviendas de los
valles del Cáucaso están en su mitad metidas en la tierra, no
alzándose del suelo más que tres o cuatro pies. La techumbre es
totalmente plana, y la forma generalmente una capa de arcilla macerada y
comprimida. Los habitantes de estas comarcas, y muy especialmente las mujeres,
se tienden sobre estas terrazas cuando el sol declina, y muchas veces en ellas
reposan durante toda la noche cuando llega la primavera. |
Al presentarse Kascambo en la terraza
hízose en toda la muchedumbre un profundo silencio. Asombro
producía el ver a un gentío armado de pistolas y puñales
someter la resolución de su causa a un juez encadenado, medio extenuado
por el hambre y la miseria, y que, sin embargo, decidía en última
instancia, y cuyos fallos se tenían por inapelables. |
No pudiendo reducir a la razón al
acusado, el comandante hízole que se acercase, y para conseguir al menos
que el público cayera del lado de la justicia, le formuló las
siguientes preguntas: |
-Si en vez de haberte dado cinco rublos
para que los entregases a su deudor, tu camarada te hubiese mandado para
él, y por mediación tuya, una salutación más o
menos afectuosa, ¿tu caballo no se hubiera muerto de igual modo? |
-Tal vez -respondió el acusado. |
-Y en tal caso, ¿qué
hubieras hecho con esa salutación? Te la hubieses guardado
también como indemnización del daño, y con ella hubieras
tenido que darte por satisfecho, ¿no es eso?... Pues bien; mando, en
consecuencia, que le devuelvas el dinero a tu compañero y que él
te entregue en cambio ese afectuoso saludo. |
Traducida la sentencia, para que de todos
los circunstantes fuese comprendida, estruendosas carcajadas proclamaron en
torno la profunda sabiduría del nuevo Salomón. El mismo
condenado, luego de resistirse algún tiempo, no tuvo más remedio
que acceder, y dijo contemplando la cantidad: |
-Ya sabía yo que saldría
perdiendo en cuanto interviniera en la cuestión este perro
cristiano. |
Tan extraña confianza indica la
idea que tienen aquellos pueblos de la superioridad europea y el innato
sentimiento de justicia que existe aun entre los hombres más
feroces. |
Kascambo había escrito tres cartas
desde que fue apresado, y a ninguna hubo contestación. Había
transcurrido un año. El pobre prisionero, falto ya de ropa, padeciendo
una serie de incomodidades que le hacían insoportable la vida,
veía que su salud sufría terribles quebrantos, y ello
producíale profunda desesperación. El mismo Iván
había estado enfermo durante una larga temporada, lo que hizo que el
cruel Ibrahim, con gran sorpresa del comandante, librase al joven cautivo
durante la enfermedad de sus ligaduras, y hasta le dejase en libertad durante
la indisposición. Preguntole un día el comandante el
porqué de tales complacencias con él. |
-Señor -le contestó
Iván-, me alegro que me hagáis esa pregunta, porque hace
algún tiempo tengo un proyecto que se me ha ocurrido y que deseo
consultaros. Creo que haría bien en hacerme mahometano. |
-Te has vuelto loco; no me cabe duda. |
-No, no estoy loco. Y no veo otro medio de
seros útil. El sacerdote turco me ha asegurado que en cuanto sea
circuncidado no podrán atarme con hierro alguno. Si es que he de hacer
algo por vos, tiene que ser por este procedimiento. Al menos, podré
proporcionaros alimentos y ropas, y tal vez, ¡quién sabe!, en
cuanto esté en libertad... ¡El Dios de los rusos es grande! |
-¿Pero no comprendes que Dios mismo
te abandonará, puesto que le traicionas?... |
Kascambo, al regañar a su criado,
sentía, no obstante, unas ganas horribles de reír ante el
peregrino plan del asistente; pero al tratar de reconvenirle formalmente, se
vio atajado por Iván, que le dijo: |
-Mi amo, ya es tarde para que pueda
prestaros la obediencia debida, y en vano trato de ocultar la verdad. Ya
está hecho. Soy mahometano desde el día en que me
creísteis enfermo, y desde entonces me libraron de mis cadenas. Ya no me
llamo Iván, sino Hussein. ¿Qué mal hay en ello?
¿Acaso no puedo convertirme de nuevo al cristianismo, en cuanto yo
quiera o esté libre?... Fijaos bien en que ya no tengo hierros que me
aprisionen y que puedo libraros de los vuestros en cuanto se presente
ocasión propicia, que espero no tardará en llegar. |
Y, en efecto, cumplieron los chetchengos
su promesa: Iván no volvió a ser encadenado y gozó de la
más completa libertad; pero en poco estuvo que tal libertad no le fuese
funesta. Los principales directores de la expedición contra Kascambo
empezaron a temer bien pronto que desertara el nuevo musulmán. La larga
temporada que había pasado entre ellos y la costumbre de oírlos
constantemente poníanle en la favorable situación de conocerlos a
todos por sus nombres y saber de ellos los menores detalles, lo cual
podría ser causa de que, de volver de nuevo a las filas de los rusos,
pudieran éstos satisfacer su venganza a poca costa. Los chetchengos
reprobaban el interés y el celo que había demostrado el
sacerdote. Por otra parte, los buenos musulmanes que habían favorecido a
Iván en el momento de su conversión notaron que cuando
hacía sus rezos sobre el terradillo de la choza, según era la
costumbre y le había recomendado el
mollah, para ganar así la pública
benevolencia, entremezclaba a veces, por hábito e inadvertencia, en sus
oraciones la señal de la cruz, hecho que se repetía con
frecuencia cuando se prosternaba en dirección a la Meca, a la que,
inadvertidamente también, alguna que otra vez volvía la espalda.
Todo ello hacía un tanto sospechosa la sinceridad de su
conversión. Algunos meses después de su santa apostasía
operose un cambio visible en las atenciones que gozaba de sus nuevos
compañeros, y el buen Iván no pudo menos de advertir los hechos
manifiestos que desmostraban aquella malquerencia. En vano buscaba la causa de
ello, cuando unos mozalbetes, con los que estaba en más estrecha
relación de amistad, vinieron a proponerle que les acompañase a
una expedición que pensaban organizar. Se trataba de atravesar el Terek
y desvalijar a unos mercaderes que se dirigían a Masdok; Iván
aceptó sin titubear la proposición. Hacía tiempo que
deseaba tener armas en poder suyo, y la ocasión era propicia, puesto que
le ofrecían parte del botín. Razonadamente pensó que, al
verle tornar al lado de su amo, los que sospechaban de su deserción ya
no volverían a pensar en ella ni tendrían razón para
desconfiar de él. El comandante, sin embargo, se opuso con la mayor
energía a tan arriesgada empresa. Y ya creía que tal proyecto
había sido desechado por su fiel servidor, cuando una mañana, al
despertarse, Kascambo vio, con la natural sorpresa, que la esterilla que
servía de lecho a Iván estaba enrollada contra la pared. Durante
la noche había partido. Sus compañeros debían atravesar el
Terek la noche siguiente y atacar a los mercaderes, cuya ruta conocían
por los espías. |
Aquella misma confianza de los chetchengos
hubiera debido, no obstante, despertar alguna sospecha en Iván. No era
cosa natural que hombres tan astutos y desconfiados llevaran en
expedición de tal índole a un ruso, precisamente para atracar a
unos compatriotas. Bien claro vio después Iván que la
intención de los expedicionarios no era otra que la de asesinarle. Como
su condición de convertido les obligaba a ciertos miramientos, como a
camarada le trataron durante el viaje, si bien sin perderle de vista un solo
instante, con la intención premeditada de deshacerse de él en el
momento del ataque, haciendo creer después que había sido muerto
en la lucha que se empeñara. En el secreto estaban tan sólo
algunos hombres de la expedición; pero la casualidad hizo que salieran
fallidos los proyectos. No bien se habían emboscado para caer sobre los
mercaderes, un regimiento de cosacos sorprendió la partida y la
atacó con tan fiera saña que a duras penas pudieron vadear de
nuevo el río. La inminencia del peligro hízoles olvidar el
complot tramado contra Iván, que les siguió, no obstante, en su
retirada. |
Cuando en desorden atravesaban el Terek,
cuyas aguas son rápidas y abundantes, el caballo de un chetchengo se
perdió en pleno río y fue arrastrado por el ímpetu de la
corriente. Pero apercibido por Iván el peligro en que se hallaba el
chetchengo, metió inmediatamente su caballo en el agua, con riesgo
también de perecer, y apoderándose del hombre, que
desaparecía ya medio ahogado, consiguió transportarlo a la orilla
opuesta. Los cosacos, a favor de la claridad del naciente día,
reconocieron en seguida el uniforme y su
fourragera y no tardaron en hacerle blanco de
su furia, gritando: «Al desertor, carguemos sobre el desertor.» Y
las ropas de Iván fueron acribilladas a balazos. Pero luego de haberse
batido desesperadamente y de haber quemado hasta el último cartucho,
logró entrar de nuevo en la aldea, con la satisfacción de haber
salvado la vida a uno de sus compañeros y juzgarse útil a la
tropa de la cual formaba parte. |
Si su proceder no le hizo ganar la
voluntad de todos, sirvió al menos para crearle un nuevo amigo: el
mozalbete a quien salvó la vida, que tuvo en lo sucesivo a Iván
por su
Koniak -título sagrado que los
montaraces del Cáucaso no han violado jamás-, jurando defenderle
en todo y contra todos. |
Pero tal amistad no fue suficiente para
librarle del odio de los principales moradores. El valor que había
demostrado, la fidelidad rendida a su amo aumentaron los temores y sospechas
que contra él se abrigaban. Ya no podía tenérsele como a
un bufón incapaz de llevar a cabo acto alguno de importancia, como se le
había juzgado hasta entonces; y cuando se pensaba en aquella
expedición que había resultado fallida, en la que Iván
había tomado parte, unido a la circunstancia de hallarse las tropas
rusas en punto tan distante de su residencia habitual, se sospechó si el
converso había tenido medios de advertir y prevenir a los cosacos. Aun
cuando tal conjetura no tenía en realidad fundamento alguno,
pusiéronle más estrecha vigilancia. El viejo Ibrahim, temiendo
algún complot que tuviera por fin la evasión de los prisioneros,
prohibió que entre ellos hubiera entrevistas, y el valiente denchik se
vio constantemente amenazado, y hasta golpeado en ocasiones, cuando
pretendía hablar con su amo. |
Así se hallaban los cautivos cuando
inventaron un medio para comunicarse sin inspirar sospecha a su
guardián. Como tenían por costumbre cantar juntos canciones
rusas, el comandante tomaba la guitarra cuando tenía algo importante que
comunicar a Iván y se hallaba presente Ibrahim. Kascambo cantaba
entonces interrogando, e Iván respondía en el mismo tono, en
tanto que su amo le acompañaba con la guitarra. Este procedimiento no
podía inspirar temores; pues no se trataba de nada nuevo; jamás
fue causa de recelos, porque también tuvieron la precaución de no
emplearlo sino en contadas ocasiones. |
Ya habían pasado tres meses desde
que se llevó a cabo aquella desdichada expedición, de la que
hemos dado cuenta, cuando Iván creyó notar una significativa
agitación en toda la aldea. Unos cuantos mulos con cargamento de
pólvora habían llegado del llano. Los hombres aprestaban sus
armas y fabricaban cartuchos. Por lo visto preparábase una importante
expedición. Toda la comarca debía disponerse a atacar un
territorio vecino que se había puesto bajo la protección de los
rusos y había permitido a éstos construir en su mismo territorio
un reducto. Se trataba nada menos que de devastar el poblado y exterminar el
batallón ruso que protegía la construcción del fuerte. |
Pasaron algunos días cuando, al
salir de su cabaña Iván muy de mañana, encontróse
la aldea desierta. Todos cuantos estaban en disposición de tomar las
armas habían partido durante la noche. En una breve salida llevada a
cabo por el asistente, en su deseo de informarse, adquirió la certeza,
por las nuevas noticias recogidas, de la mala voluntad que contra él
existía. Los ancianos evitaban hablar con él, y un muchachuelo
díjole claramente que su padre quería matarle. Por último,
cuando tornaba pensativo junto a su amo, quedose sorprendido al ver en una
terraza a una joven que, alzándose el velo y dando muestras de un
terrible espanto, hacíale señas para que se alejara,
indicándole el camino de Rusia. Era la hermana de aquel chetchengo a
quien salvara al pretender vadear el Terek. |
Cuando entró en su casa
ocupábase el viejo en reparar los hierros que pesaban sobre Kascambo.
Encontróse, además, con un nuevo huésped en el cuarto: un
atacado de fiebres intermitentes, al que la enfermedad había impedido ir
a la expedición y que se recogía en casa de Ibrahim para reforzar
de tal modo, hasta la llegada de los vecinos, la guardia de los prisioneros.
Iván notó tal precaución sin demostrar la menor sorpresa.
La ausencia de los hombres en la aldea favorecía grandemente la
ejecución de sus proyectos; pero la exagerada vigilancia del viejo, y
sobre todo la presencia del enfermo, hacían que el éxito fuera
muy dudoso. Por otra parte, su muerte era indudable si esperaba la vuelta de
los moradores. Preveía que la expedición sería desastrosa,
y la furia desatada por el fracaso no le perdonaría en modo alguno. No
le quedaba otra solución que la de abandonar a su amo o libertarle
definitivamente. Pero el fiel servidor antes hubiese sufrido mil muertes que
poner en práctica la primera de aquellas resoluciones. |
Kascambo, que empezaba a perder toda
esperanza, había caído hacía tiempo en una honda
melancolía y encerrábase en un profundo mutismo. Iván,
más tranquilo, en cambio, y más jovial que de costumbre, se
esmeró doblemente en los condimentos que preparaba, entonando siempre
canciones rusas, en las que entremezclaba palabras de aliento para su amo. |
-Ha llegado el momento -decía,
añadiendo el estribillo sencillo de una popular canción rusa, que
consistía en repetir «hai luli, hai luli»- de acabar con
esta miseria o morir de una vez. Mañana, hai luli, estaremos camino de
un pueblecillo encantador, hai luli, hai luli, que no quiero nombrar. Valor,
amo y señor; no os dejéis vencer, que el Dios de los rusos es
grande. |
Kascambo, indiferente a la vida y a la
muerte, no creía en los planes del denchik y se contentó con
decirle: |
-Haz lo que quieras y cállate. |
Llegada la noche, el enfermo, a quien
habían tratado generosamente, y a quien, después de haber
regalado con la comida, le habían visto atracarse durante la tarde de
chislik, tuvo un acceso agudo de fiebre, y ello
le obligó a retirarse a su casa. Dejósele marchar sin oponer gran
resistencia, habiendo Iván infundido confianza al viejo por su
jovialidad. Para alejar además toda sospecha retiróse temprano a
descansar a un rincón, y allí, sobre un banco, contra la pared,
esperó a que Ibrahim se durmiese. Pero el viejo había decidido
velar toda la noche. En lugar de acostarse sobre un camastro junto al fuego,
como hacía de ordinario, sentóse sobre un tajo frente al
prisionero, no sin antes haber hecho salir del cuarto a su nuera, a quien hizo
retirarse a la habitación contigua, donde estaba su hijo, cerrando la
puerta tras ella. |
Desde el oscuro rincón en donde
estaba, Iván contemplaba atentamente el espectáculo que se le
ofrecía. A los destellos del fuego, que llameaba de vez en vez, brillaba
un hacha en una sombra del muro. El viejo, rendido por el sueño, dejaba
a intervalos caer la cabeza sobre su pecho. Cuando Iván lo juzgó
oportuno, se levantó; pero el carcelero, receloso, diose cuenta de ello
inmediatamente. |
-¿Qué haces ahí? -le
preguntó en tono desabrido. |
Iván, entonces, en lugar de
contestar, aproximóse al fuego, bostezando indiferente, como el que sale
de un profundo sueño. Ibrahim, que sentía el peso de sus
párpados, obligó a Kascambo a que tocase la guitarra para tenerle
despierto. El comandante se resistía a ello, pero Iván
cogió el instrumento y presentéselo a su amo, haciendo la
seña convenida y diciéndole: |
-Tocad, porque tengo que hablaros. |
Kascambo templó la guitarra, e
inmediatamente pusiéronse a cantar juntos el siguiente terrible
dúo: |
KASCAMBO
Hai luli, hai luli. ¿Qué quieres decirme? Ten
siempre cuidado por ti.
|
Y a cada pregunta y a cada
contestación, juntos entonaban la siguiente canción rusa: |
| | | Estoy triste e intranquilo, | | | | no sé lo que hacer; | | | | mi buen amigo debía haber llegado, | | | | y aquí estoy esperando sola. | | | | Hai luli, hai luli. | | | | ¡Qué triste se está sin un amigo! | | |
|
|
IVÁN
Fijaos en el hacha, pero no la miréis ahora. Hai luli, hai
luli, con ella le abriré la cabeza a este pícaro.
|
| | | Me siento para hilar mi lana; | | | | el hilo se rompe en mis manos. | | | | ¡Bah!, hilaré mañana; | | | | hoy tengo demasiada pena. | | | | Hai luli, hai luli. | | | | ¿En dónde estará mi amigo? | | |
|
|
KASCAMBO
Muerte inútil. Hai luli, hai luli. ¿Qué
haría yo para librarme de estos hierros?...
|
| | | Como un ternerillo sigue a su madre, | | | | como un pastor sigue su rebaño, | | | | como un cabritillo va a la cañada... | | | | en busca de la hierba tempranera, | | | | hai luli, hai luli, | | | | así busco yo a mi amigo por todas partes. | | |
|
|
IVÁN
Las llaves deben estar en el bolsillo de este bandido.
|
| | | Cuando yo voy a la fuente, | | | | muy de mañana, por agua, | | | | sin pensarlo, con mi vasija... | | | | sigo el sendero que me conduce, | | | | hai luli, hai luli, | | | | a la puerta de mi amigo. | | |
|
|
KASCAMBO
La mujer, entonces, dará la voz de alerta, hai luli.
|
| | | Me consumo esperando, | | | | y el ingrato goza lejos de mí. | | | | Quizá me esté siendo infiel | | | | junto a una nueva amante. | | | | Hai luli, hai luli. | | | | ¿Habré perdido a mi amigo? | | |
|
|
IVÁN
Ya veremos. ¿No nos moriremos de igual modo de miseria e
inanición? Hai luli, hai luli.
|
| | | ¡Ah!, si fuera cierto que es
voluble, | | | | si ha de llegar un día en que me abandone, | | | | preferible es que arda la aldea | | | | y que yo perezca en el fuego. | | | | Hai luli, hai luli. | | | | ¿Para qué vivir, sin el amigo? | | |
|
|
Como el viejo mostrábase cada vez
más atento, repetían con más frecuencia el hai luli,
acompañado de un arpegio estridente y ruidoso. |
-Tocad, mi amo -dijo el denchik-; tocad
ahora la cosaca, que voy a bailar en torno al cuarto para acercarme al hacha...
Tocad lo más vibrante que podáis. |
KASCAMBO
Pues sea, y que acabe ya este infierno.
|
Volvió la cara y púsose a
tocar con el mayor entusiasmo la danza que le había pedido el
criado. |
Iván comenzó por las
actitudes y los pasos grotescos que requería la cosaca, y que agradaban
especialmente al anciano, y con gritos y gesticulaciones acompañaba los
saltos y piruetas, para que en todo ello pusiera el viejo señalada
atención. Cuando Kascambo presintió que el bailarín se
acercaba al hacha, su corazón palpitaba lleno de inquietud. El arma que
había de libertarlos hallábase dentro de una alacena sin puerta,
formada por un entrante en la pared, y a la que, por su altura, apenas llegaba
Iván. Para disponer de ella a su antojo aprovechó Iván un
momento favorable, y de un salto púsola en tierra y la disimuló
con la sombra que proyectaba el cuerpo de Ibrahim. Cuando el viejo quiso poner
mientes en lo que hacía, Iván hallábase ya lejano del arma
continuando su danza. Como la escena se prolongaba, Kascambo, sin dejar de
tocar, empezó a creer que a su sirviente le faltaba valor o no juzgaba
favorable la ocasión. Le miró entonces el comandante, y
sorprendióle en el momento en que empuñaba el hacha e
intrépido y sin perder el compás avanzaba con paso firme hacia el
viejo para darle el golpe. Fue tal la emoción que experimentó el
comandante que, insensiblemente, dejó de tocar y abandonó la
guitarra sobre sus rodillas. En aquel preciso momento el viejo habíase
reclinado para atizar el fuego con unas ramas secas. Ardió la maleza,
produciendo un gran resplandor en la estancia. Ibrahim tomó de nuevo
asiento. |
Si, aprovechando tal oportunidad,
Iván hubiese llevado a cabo su plan, la lucha cuerpo a cuerpo con el
bandido hubiérase hecho inevitable y se hubiera producido la alarma, que
a todo trance había que evitar; pero su serenidad de espíritu le
libró por esta vez. En cuanto se dio cuenta del temor del comandante, y
vio a Ibrahim que se levantaba, colocó el hacha detrás del tajo
que servía de asiento al carcelero, y empezó nuevamente su
danza. |
-Tocad, diantre -le dijo a su amo-;
¿en qué estáis pensando? |
Y el comandante, dándose perfecta
cuenta de la imprudencia que había cometido, comenzó nuevamente a
tañer en tono suave. El viejo guardador, que nada sospechaba,
volvió a su puesto, pero dispuso que cesara la música y que se
acostaran. Iván fue tranquilamente en busca de la caja de la guitarra y
la colocó junto a la chimenea; pero en lugar de recibir el instrumento,
que su amo le presentaba, empuñó el hacha, que estaba
detrás de Ibrahim, y diole con ella un golpe tan terrible que el
desdichado viejo cayó desplomado sin lanzar un suspiro, y rígido
quedó, tendido, con la cabeza junto al fuego. Su luenga barba gris fue
pronto pasto de las llamas que en el hogar ardían. Iván le
arrastró por los pies, cubriendo su cuerpo con una de las
esterillas. |
Quedaron unos momentos en silencio para
cerciorarse de que la mujer no se había despertado, cuando, tal vez
extrañada por aquel mismo silencio, tras de haber oído fuerte
ruido, la mujer abrió la puerta de su cuarto y dijo dirigiéndose
a los prisioneros: |
-¿Qué diablos estáis
haciendo, y qué olor es éste a pluma quemada?... |
Las brasas se habían desparramado y
apenas daban luz. Iván levantó de nuevo el hacha para darle golpe
mortal, pero ella, volviéndose, diole tiempo a no recibir el hachazo en
la cabeza; el arma descargó sobre el pecho de la infortunada, que
lanzó un terrible lamento en su caída. Un nuevo golpe,
rápido corno el relámpago, acabó con la mujer,
dejándola inerte a los pies de Kascambo. Aterrado por aquel doble
crimen, tan impensado, el comandante, que vio a Iván dirigirse al cuarto
del muchacho, le cortó el paso para decirle: |
-¿Adónde vas, desgraciado?
¿Tendrás también el salvajismo de matar a ese pobre
niño, que tanto cariño me ha demostrado? Si a costa de su vida
libertases la mía, te aseguro que ni tu fidelidad ni tus servicios
podrían salvarte en cuanto nos viésemos en la línea. |
-En la línea haréis de
mí lo que gustéis, pero aquí es preciso acabar. |
Kascambo tuvo que emplear toda su fuerza
para contenerle e impedirle la entrada. Le sujetó por el cuello
férreamente, diciéndole: |
-¡Miserable, si atentas contra su
vida, si le haces un solo rasguño, te juro por Dios vivo que yo mismo me
entrego a los chetchengos, y entonces será inútil tu indomable
barbarie! |
-¡Entre las manos de los
chetchengos! -repitió el denchik, el hacha en alto, ensangrentada, sobre
la cabeza de su amo-. Jamás os cogerán vivo; los ahogaría
a ellos, os ahogaría y me ahorcaría yo antes de que tal
sucediese. Ese niño puede perdernos dando una voz de alarma, y en el
estado en que estáis, una mujer sería suficiente para poneros en
prisión. |
-Detente -gritó Kascambo,
pretendiendo desasirse de las manos de Iván-. Detente, monstruo, porque
de lo contrario tendrás que matarme antes que yo consienta en cometer
tal crimen. |
Pero trabado por los hierros y
débil como estaba, no pudo oponerse a la resistencia y fuerzas del
criado, que le repelía enérgicamente. Al fin cayó a tierra
pesadamente, próximo ya a desfallecer por la impresión y el
horror. Y todo manchado por la sangre de las primeras víctimas,
hacía esfuerzos para alzarse del suelo nuevamente. |
-¡Iván -gritaba-, te suplico
en nombre de Dios que no lo mates; no hagas víctima a esa pobre
criatura! |
Corrió en auxilio del muchacho en
cuanto pudo recobrar fuerzas; pero al llegar a la puerta del cuarto topó
en la oscuridad con Iván, que salía ya de la
habitación. |
-Todo ha terminado -dijo el criado-. No
perdamos tiempo ni hagamos el menor ruido... No rechistemos
-añadió, contestando a los reproches desesperados que le
hacía su amo-. Lo hecho, hecho está. Ya no es posible volverse
atrás. Y os prevengo que, en tanto no me vea en libertad, todo hombre
que salga a mi encuentro, o le mataré o me matará, y si alguien
osara entrar aquí antes de nuestra partida, sea quien fuere, hombre,
mujer o niño, amigo o enemigo, le dejaré tendido sin vida, como a
esos tres. |
Febril, encendió una astilla de
cedro, y a su luz púsose a rebuscar en la cartuchera y bolsillos del
bandido. La llave que cerraba las ligaduras no parecía por parte alguna.
En vano buscóla también en los vestidos de la mujer, en un
cofrecillo y en cuantos sitios seguros pudiera estar. Mientras Iván
proseguía la busca, el comandante, sin disimulo alguno,
entregábase a su dolor; y en tanto, el denchik consolaba al amo a su
manera, diciéndole: |
-Mejor haríais en llorar la
pérdida de la llave de las ligaduras. ¿Qué sentimiento
puede inspiraros esa partida de bandidos que durante quince meses se ha gozado
en vuestro tormento? ¿Querían matarnos? Pues su vez ha llegado
antes que la nuestra... ¿Y puedo ser yo culpable por ello? ¡Que el
infierno los trague a todos juntos!... |
Si la llave no parecía, no obstante
el triple crimen cometido, todo sería inútil, a no ser que se
rompieran los hierros. Iván, con una de las puntas del hacha,
logró soltar la argolla que aprisionaba la mano; pero la que ligaba la
cadena a sus pies resistía todo esfuerzo. Además, temía
herir al comandante, y por ello se reservó mucho de sus energías.
Como la noche avanzaba, el peligro hacíase cada vez mayor, más
próximo, y al fin decidiéronse a partir. Iván lió
la cadena a la cintura de su amo de modo que le fuera lo menos molesta e
hiciese el menor ruido, aprovisionó su morral con un trozo de carnero,
resto de la comida de la víspera, y algunas otras viandas, y se
armó de la pistola y puñal del muerto. Kascambo cogió su
burka, y con el mayor sigilo, y dando un rodeo
a la casa, para evitar todo encuentro, tomaron el camino de la montaña
en vez de seguir la dirección de Mosdok y la ruta habitual, previendo
lógicamente que pudieran perseguirles en esa dirección. Durante
la noche fueron bordeando las alturas que quedaban a su derecha; pero cuando
empezó a nacer el día se internaron en un bosque de hayas, que
coronaba la cima de la montaña, y en el que se ponían a salvo del
peligro de ser vistos de lejos. Era el mes de febrero; el terreno en aquellos
sitios, y sobre todo en la floresta, estaba cubierto por una capa de nieve
endurecida, que soportó perfectamente el paso de los viajeros durante la
noche y parte de la mañana. Pero cuando el sol de mediodía
empezó a derretirla, a cada instante se enlodazaban, y ello hacía
más penosa y lenta la marcha. Así llegaron, a fuerza de fatigado
andar, a los límites de un profundo valle, que era necesario atravesar,
y en cuya parte central la nieve había desaparecido ya. Un sendero
seguía las sinuosidades de un arroyo, y en los pasos que junto a la
ribera señalaba se adivinaba que el lugar era bien frecuentado. Tal
consideración, unida al extremo cansancio que abrumaba al comandante,
decidió a los viajeros a esperar en aquel sitio a que llegase la noche,
y en su espera, agazapáronse al abrigo de unas rocas que
sobresalían de la nieve. Iván cortó algunas ramas de abeto
y con ellas formó en la nieve un lecho a su amo, sobre el que
éste descansó. Y en tanto Kascambo reposaba, Iván
trató de orientarse. El valle en que se hallaban estaba rodeado por
elevadas montañas, por las que no se adivinaba salida alguna. No
había otro remedio que seguir el camino y el curso del riachuelo para
salir de aquel laberinto. Serían las once de la noche cuando la nieve
tornó a endurecerse y ellos a descender al valle. Pero antes de reanudar
su caminata hicieron un poco de fuego, tanto para entrar en calor como para
condimentar un poco de chislik, del que tenían gran necesidad. Un
puñado de nieve sació la sed; un trago de aguardiente puso fin al
festín. Felizmente atravesaron el valle, sin ser vistos por nadie, y se
adentraron luego por el desfiladero, en donde el camino y el arroyo se
deslizaban entre montañas cortadas a pico. Con la mayor celeridad
seguían la marcha, conscientes del peligro de ser vistos en lugar tan
angosto, y del que no saldrían hasta las nueve de la mañana por
lo menos. |
Y hasta tal hora no se abrió ante
ellos de repente aquel sombrío desfiladero, ni descubrieron al
transponer las montañas más bajas el inmenso horizonte ruso,
parecido a las lejanías del mar. Fácilmente puede comprenderse el
indescriptible gozo que experimentó el comandante ante el inesperado
espectáculo. «¡Rusia! ¡Rusia!», fue la
única palabra que pudo pronunciar, y ambos viajeros se sentaron para
reposar y gozarse en su próxima liberación. Pero la
impresión de la felicidad confundióse en el corazón del
comandante con el recuerdo de la horrible catástrofe que había
presenciado, y de la que eran constante recordatorio sus hierros y sus ropas,
tintas en sangre. Con los ojos fijos en el lejano fin de su trayecto, pensaba
en las dificultades que aún le quedaban por vencer. El contemplar la
larga y peligrosa ruta que todavía había de recorrer cargado de
hierro, con los pies y las piernas hinchados, destrozados por la fatiga,
aminoró bien pronto el momentáneo placer que le había
causado la contemplación de su tierra natal. Al tormento de su
imaginación uniose el martirio producido por una sed abrasadora.
Iván bajó al arroyuelo que a corta distancia corría para
proporcionar agua a su amo. Encontró el denchik en su breve caminata una
fuente formada por dos troncos y vio a lo lejos una morada. Era una especie de
chalé, casa de verano de los chetchengos, que por entonces se hallaba
deshabitada. Dada la situación de los fugitivos, aquel recinto
abandonado ofrecíase como un descubrimiento precioso. Iván fue
inmediatamente en busca del comandante y con sus razonamientos no tardó
en convencerle para que le acompañase al refugio que acababa de
descubrir, y una vez allí, y luego de haberle instalado, lanzóse
el fiel servidor a la busca del depósito de provisiones. |
Los habitantes del Cáucaso, gente
medio nómada en su mayoría, y con frecuencia expuesta a las
incursiones de vecinos enemigos, suelen tener en las inmediaciones de sus
guaridas lugares subterráneos donde esconden provisiones y enseres.
Tales escondrijos, en forma de pozos estrechos, están cubiertos por una
plancha o bloque de piedra, hábilmente recubierto por una capa de
tierra, y situados casi siempre en los puntos donde no hay hierba, por temor de
que la falta de ésta en los sitios en donde están los
depósitos delate su existencia. Pero a pesar de tales precauciones, los
soldados rusos dan en seguida con las cuevas, y el medio consiste en ir
golpeando con la culata del fusil por todas partes los senderos trazados en
derredor de cada una de estas viviendas, y el sonido delátales
fácilmente lo que buscan. Iván descubrió un pozo bajo un
cobertizo próximo a la casa, y en él unos cuantos pucheros,
algunas mazorcas de maíz, un pedazo de sal gema y unos cuantos
utensilios de cocina. Acto seguido fue en busca de agua para empezar a preparar
la comida. El trozo de carnero y unas cuantas patatas que había
reservado fueron bien pronto puestas al fuego, y mientras él preparaba
la sopa, Kascambo asaba las mazorcas de maíz, y con lo hecho y unas
cuantas nueces diose por completo el almuerzo. Cuando hubieron terminado, ya
con más entusiasmo y más medios, Iván dedicose a librar a
su amo del peso de las cadenas, y Kascambo, más tranquilo y reconfortado
por la comida, entregóse a un sueño reparador, del que no
salió hasta bien entrada la noche. No obstante aquel descanso, cuando
trató el comandante de emprender de nuevo el camino, encontróse
que sus piernas se negaban a ello. Habíanse hinchado en forma tal, y de
tal modo se habían distendido sus miembros, que no podía hacer el
menor movimiento sin experimentar agudos dolores. Y, sin embargo, era necesario
marchar. Apoyado en su servidor, de nuevo y tristemente emprendió el
viaje, convencido de que no podría llegar al término deseado. El
movimiento y el calor de la marcha fueron, no obstante, poco a poco aminorando
los dolores. Y así pasó la noche, en prolongados descansos, a
ratos caminando. No le faltaron al pobre Kascambo momentos de desfallecimiento,
durante los cuales se tendía en el suelo y pedía a Iván
que le abandonase a su mala suerte. Pero su valeroso camarada no sólo
infundiole ánimos con sus palabras y su ejemplo, sino que llegó a
valerse de la violencia para hacer que le siguiese en su camino. En la nueva
marcha emprendida encontraron un paso difícil de franquear y que era
imposible de evitar. Esperar el nuevo día hubiese significado una
pérdida de tiempo irreparable; se decidieron, pues, a atravesar tan
peligroso sitio aun a riesgo de precipitarse al abismo; pero antes de consentir
en que su amo lo pasase, Iván quiso hacer un previo reconocimiento y
recorrerlo solo. En tanto hacía la incursión, Kascambo
quedó al borde del precipicio, presa de una ansiedad difícil de
describir. La noche era oscura; bajo sus plantas oía el comandante el
sordo ruido de un impetuoso torrente que por el valle se precipitaba, y el
ruido de las piedras desprendidas de la montaña al paso de su
compañero, al caer en el agua, hacíale presumir la enorme
profundidad del precipicio sobre el que se hallaba. En tal momento de angustia,
quizá el más crítico de su vida, el recuerdo de su madre
vínole a las mientes; pensó en la bendición que de ella
recibiera al partir para la línea, y tal recuerdo le infundió
valor. Tenía el secreto presentimiento de que volvería a verla, y
ante tal esperanza balbuceó: «¡Dios mío!, haced que
aquella bendición no sea inútil.» Y no bien hubo terminado
tan breve y ferviente súplica, Iván reapareció. El paso no
era tan difícil como en un principio creyeron. Luego de haber descendido
unos cuantos pies entre escarpadas rocas, era preciso para ganar el paso de
fácil camino salvar un banco de piedra estrecho y en declive, totalmente
cubierto por una nieve endurecida como hielo, bajo el que se hallaba la
montaña cortada a pico. Iván abrió en la nieve con el
hacha algunas grietas, que hicieron más seguro el camino, y luego de
santiguarse: «Vamos -dijo Kascambo-; si muero, que no sea por falta de
valor. La enfermedad sólo ha podido quitarme el valor, y ahora debo
arrostrarlo todo mientras Dios me dé fuerzas para ello.» Salieron
felizmente de aquel arriesgado trance y continuaron su marcha. Los senderos
comenzaban ya a ser cómodos y continuos; la nieve perduraba tan
sólo en los sitios del lado norte o en los lugares profundos donde se
había acumulado. Tuvieron además la suerte de no encontrar a
nadie hasta bien entrado el día, momento en que divisaron la silueta de
dos hombres, lo que les obligó a agazaparse en tierra para no ser vistos
por ellos. |
Traspuestas las montañas, en
aquellos contornos desaparece la vegetación abrupta y los bosques no
existen. El monte es bajo, y en algunos lugares, en vano se buscaría un
solo árbol, excepto en las riberas de los ríos caudalosos, y aun
en ellas, los arbustos son escasos, detalle curioso si se tiene en cuenta la
fertilidad del suelo. Seguían hacía largo rato el curso del
Sonja, que había que vadear para encontrar el camino de Mosdok, y
hallábanse en la busca de un paso cómodo, en donde la corriente
pudiera hacerles más fácil el atravesar el río, cuando de
repente vieron a un hombre que venía a caballo. En el terreno,
totalmente descubierto, no había árboles ni malezas tras de los
cuales poder ocultarse. Los viajeros se acurrucaron en un repliegue formado en
la ribera. El hombre del caballo paró a corta distancia del escondite de
ambos. No era la intención de los viajeros sino defenderse en caso de
ataque, y para ello Iván empuñó el cuchillo y le dio al
comandante la pistola. En cuanto se dieron cuenta de que el hombre del caballo
era un muchacho de doce a trece años, Iván cayó sobre
él bruscamente, le agarró del cuello y lo echó a tierra.
El mozalbete, en un principio, pretendió resistirse; pero al ver
aparecer al comandante pistola en mano diose a la fuga y corrió cuanto
le permitieron sus piernas. El caballo no tenía silla, y a guisa de
brida pasábale un ramal por la boca. Inútil decir que la bestia
fue utilizada por los fugitivos para atravesar el río. El encuentro no
pudo ser más oportuno y afortunado, porque los dos se habían dado
buena cuenta de que vadear el río a pie, como habían pensado, era
cosa imposible. Y les confirmó lo quimérico de su proyecto el que
la cabalgadura, a pesar de llevar el peso de dos hombres, estuvo a punto de ser
arrastrada por el ímpetu de la corriente. Y así llegaron a la
orilla opuesta sanos y salvos, en donde lo escarpado del terreno hizo muy
difícil que el caballo tomase tierra. Tan pronto como hubieron llegado a
la ribera aliviaron de peso a la caballería. Como Iván tiraba con
todas sus fuerzas del ramal para hacer subir al caballo, la cuerda se
desató, y con ella se quedó entre las manos; entonces el pobre
animal, arrastrado por la corriente, y luego de grandes esfuerzos para ganar la
orilla, cedió ante la fuerza de las aguas y se ahogó. |
Privados de tan cómodo alivio, pero
más tranquilos por no temer ya persecución alguna, emprendieron
el camino hacia un montículo lejano, cubierto de rocas, con
intención de ocultarse y descansar hasta que llegase la noche. Por el
cálculo que hicieron, teniendo en cuenta el camino recorrido, juzgaron
que los caseríos de los chetchengos pacíficos no debían de
hallarse muy lejanos; pero nada era menos seguro que entregarse a estos
hombres, cuya traición probable hubiera podido perderlos nuevamente. Sin
embargo, dado el estado de debilidad en que se hallaba Kascambo, era imposible
ganar el Terek sin algún auxilio. Las provisiones se habían
agotado. El día transcurrió en un silencio mortal, sin atreverse
a comunicarse sus mutuas inquietudes. Y al caer de la tarde, el comandante vio
que su denchik se daba un golpe en la frente, lanzando un hondo suspiro, y
asombrado de aquella desesperación, que su camarada no había
mostrado jamás, preguntóle la causa. |
-Amo y señor -dijo el criado-, he
cometido una gran falta. |
-Pero Dios nos la perdonará
-contestó Kascambo haciendo la señal de la cruz. |
-He olvidado -añadió
Iván- traerme aquella hermosa carabina que había en el cuarto del
niño. ¡Qué le hemos de hacer! Os apenasteis de tal modo y
hacíais tanto ruido..., que se me olvidó. ¿Os reís?
Pues era el arma más bella de toda la comarca. Y hubiese sido un
espléndido regalo que ofrecer al primer hombre que nos hubiésemos
encontrado para atraerle a nuestra causa, porque... no sé cómo
vamos a llegar al término de nuestro viaje en el estado en que os
halláis. |
El tiempo, que hasta entonces les
había favorecido, cambió durante el día. El viento
frío de Rusia soplaba con violencia, y el granizo les azotaba el rostro.
Reanudaron la marcha llegada la noche, en la duda de acogerse a algún
caserío o, por lo contrario, evitarlo a toda costa. Pero el largo trecho
que quedaba aún por recorrer, advertida esta última
decisión, hízose más difícil por la nueva desgracia
que les acaeció a hora avanzada. Al atravesar una pequeña
torrentera, oculta en parte por un bloque de hielo, quebróse la capa de
hielo al paso de los dos, y quedaron hundidos en el agua hasta las rodillas;
los esfuerzos que Kascambo hizo por salir del atolladero acabaron de empapar
sus ropas. El frío hacíase más intenso cada vez y el campo
hallábase ya cubierto por el granizo. Luego de un cuarto de hora de
marcha, aterido por el frío, cayó el comandante, vencido por el
cansancio y el dolor, y negose a seguir adelante. Y teniendo por imposible
llegar al término de su viaje, juzgaba como acto de barbarie el
pretender retener a su compañero que, solo, podía salvarse. |
-Escúchame, Iván -le dijo
Kascambo a su criado-: Dios es testigo de que hasta este momento hice cuanto
pude por aprovechar tus auxilios; pero ya ves que mi suerte está echada.
Llega tú solo hasta nuestro regimiento. Te lo mando. Puedes decir a mis
viejos amigos y a mis superiores que me has dejado aquí para pasto de
los cuervos, y que les deseo mejor suerte que la mía. Pero antes de
partir cumple el juramento que hiciste ante la sangre de nuestros carceleros.
Acuérdate que me prometiste que los chetchengos no volverían a
cogerme vivo. Es preciso mantengas tu palabra. |
Y dicho esto, tendióse en tierra y
por entero se cubrió con su burka. |
-Aún queda un último recurso
-dijo Iván-. Podemos buscar un refugio de los chetchengos
pacíficos y ganarnos al jefe con promesas. Si nos traiciona, por lo
menos nada nos habrá quedado por hacer. Haced un esfuerzo por llegar a
ese refugio. |
Pero viendo que su amo no pronunciaba ya
una sola palabra, añadió: |
-Mejor dicho, iré yo solo, y solo
también procuraré utilizar los servicios del enemigo; si lo
consigo, volveré en busca vuestra; pero si no volviese, ahí
tenéis la pistola como definitiva resolución. |
Kascambo sacó la mano de debajo de
su burka y cogió el arma. |
Iván cubrió después
el cuerpo del comandante con leza y ramas secas, por temor a que alguien
pudiera descubrirle durante la escapada que había de hacer. Ya
emprendía la marcha, cuando de nuevo suamo le llamó para decirle:
«Iván, oye mi última súplica. Si logras pasar el
Terek y llegas hasta donde está mi madre, sin mi...» |
-Mi amo -interrumpió Iván-,
he de volver a veros durante el día; si murieseis, ni vuestra madre ni
la mía volverán a verme jamás. |
Luego de una hora de viaje divisó
Iván desde una altura dos caseríos a dos o cuatro verstas de
distancia. Pero no era esto lo que buscaba, sino una casa abandonada, en la que
pudiera introducirse sin ser visto para ganarse después al dueño
de ella. El humo de una lejana chimenea le delató la vivienda en la
forma deseada, y a ella se dirigió y en ella penetró sin vacilar.
El amo de la morada, sentado en el suelo, entreteníase en remendar una
de sus botas. |
-Vengo -le dijo Iván- a proponerte
un negocio en el cual puedes ganar doscientos rublos, pero por el que tienes
que prestarme un servicio. Seguramente habrás oído hablar del
comandante Kascambo, prisionero de los montaraces; pues bien: lo he libertado,
le tengo a dos pasos de aquí, enfermo, y en poder tuyo. Si quieres
entregarle de nuevo a sus enemigos, puedes hacerlo; sabes que está en lo
posible que te alaben, pero es más seguro que no te recompensen por
ello. Si te decides, en cambio, a salvarle ocultándolo en tu casa tan
sólo durante tres días, yo iré a Mosdok y traeré
para ti doscientos rublos en plata contante, que te entregaré como
precio de su rescate. Pero si me traicionas -añadió sacando su
puñal- y das la voz de alerta en contra mía, entonces te
degollaré en el acto y sin compasión alguna. Dame, pues, al
momento tu palabra, o te mato. |
El tono de firme resolución de
Iván convenció al chetchengo sin intimidarle lo más
mínimo. |
-Joven amigo -dijo éste
calzándose su bota tranquilamente-. Yo también poseo un
puñal que llevo en mi cinto, y el tuyo no es cosa que me imponga miedo.
Si hubieses entrado en mi casa como amigo, jamás te hubiese traicionado,
que no es mi costumbre vender a quien atraviese el umbral de mi puerta. Ahora
no quiero prometer nada. Siéntate, pues, y di qué es lo que
quieres. |
Iván, que comprendió pronto
con quién se las había, envainó su puñal,
tomó asiento y repitió su proposición. |
-¿Y qué seguridad me das de
que cumplirás tu palabra? -preguntó el chetchengo. |
-La de dejar en prenda a mi comandante
-contestó Iván-. ¿Crees que habré soportado un
martirio de quince meses y que traeré a tu casa a mi amo para, una vez
en ella, abandonarle? |
-Bien está. Te creo; pero
doscientos rublos es muy poco -añadió el chetchengo-; quiero
cuatrocientos. |
-¿Y por qué no me has pedido
cuatro mil? ¡Si ello no cuesta trabajo ninguno! Yo mantengo siempre mi
palabra, y ofrezco de nuevo doscientos porque sé que cuento con ellos;
pero no te doy ni un kopeck más. ¿Quieres ponerme en el caso de
engañarte? |
-Está bien; aceptado. Ve por los
doscientos rublos; pero supongo que vendrás dentro de tres días y
solo... |
-Solo y dentro de tres días, te doy
mi palabra; pero ¿tú me has dado la tuya? ¿El comandante
será tu huésped durante ese tiempo?... |
-Será mi huésped como lo
eres tú desde este instante, y tienes también mi palabra. |
Diéronse la mano, y ambos fueron en
busca del comandante, al que transportaron medio muerto de hambre y
frío. |
En lugar de llegar hasta Mosdok, habiendo
sabido Iván que se hallaba más próximo de
Tchervelianskaya-Staniza, se dirigió a tal punto, entre otras razones,
porque recordó que allí estaba situado un importante puesto de
cosacos, y no le costó gran trabajo reunir la cantidad ofrecida al
chetchengo, que los valientes cosacos, algunos de los cuales habíanse
encontrado privados, como Kascambo, de igual libertad, escotaron entre
sí, y bien pronto, para lograr el rescate. El día
señalado, Iván partió para librar a su amo; pero el
coronel que mandaba el puesto, temiendo alguna traición, no
consintió en que fuese solo y, a pesar del pacto hecho con el
chetchengo, hízole acompañar por algunos números. |
Tal precaución pudo ser funesta
para Kascambo. En cuanto divisó de lejos el chetchengo las lanzas de los
cosacos, se creyó traicionado, y desplegando la proverbial fiereza de su
raza, subió al comandante a la azotea de su casa. Le amarró a un
poste, aprovechándose de su estado de debilidad, y se puso frente a
él carabina en mano. |
-Si avanzáis -gritó en
cuanto supuso que Iván podía oírle, sin perder de vista al
prisionero-, si adelantáis un solo paso, le levanto la tapa del
cráneo, y aún me quedarán cincuenta cartuchos para mis
enemigos y para el traidor que los conduce. |
-No estás traicionado -le
gritó el denchick, temblando por la vida de su amo-. Me han obligado a
venir acompañado. Pero te traigo los doscientos rublos y mantengo mi
palabra. |
-¡Que se alejen los cosacos o hago
fuego! -volvió a gritar el chetchengo. |
El mismo Kascambo, entonces, rogó
al oficial que mandaba el destacamento que se retirasen. Iván
siguió durante un corto trecho a sus compañeros y volvió
solo; pero el suspicaz bandido no le dejó aproximarse. Hizo que a cien
pasos de la casa contase los rublos y los dejase en el sendero,
obligándole a que se retirase después. |
En cuanto se juzgó seguro,
subió a la azotea y púsose de rodillas ante el comandante,
pidiéndole perdón y suplicándole disculpase aquellos malos
tratos que para su seguridad se había visto obligado a darle. |
-Me acordaré tan sólo
-contestó Kascambo- de que he sido huésped tuyo y que has sabido
mantener tu palabra; mas antes de pedirme perdón empieza por quitarme
estas ligaduras. |
Pero el chetchengo, que vio llegar a
Iván, en lugar de contestar, bajó de la azotea y
desapareció como el relámpago. |
Aquel mismo día, el valeroso
Iván tuvo la dicha y la gloria de conducir a su comandante al seno de
sus amigos, que habían perdido toda esperanza de volverle a ver. |
La persona que ha recogido esta
narración, al pasar una noche, algunos meses después, en
Iegorievski, ante una casa de excelente aspecto y profusamente alumbrada,
descendió de su
kibick y acercose a una ventana para gozar el
espectáculo de un baile animadísimo que se celebraba en el piso
bajo. |
Un joven suboficial observaba atentamente,
lo mismo que el viajero, lo que ocurría en el interior de la casa. |
-¿Quién da el baile?
-preguntó el viandante. |
-Es el comandante, que se casa. |
-¿Y cómo se llama el
comandante?... |
-Kascambo. |
Y el viajero, que conocía la
extraña aventura de aquel jefe, felicitose de su curiosidad y
mostró deseos de que le indicasen al recién casado, seguramente
radiante de felicidad y olvidando en tales momentos la crueldad de los
chetchengos. |
-¿Queréis mostrarme
también al denchick que le salvó la vida? |
Y el suboficial, luego de dudar algunos
instantes, contestó: |
-Fui yo. |
Doblemente sorprendido por tal
coincidencia, y más aún por la juventud del muchacho, el viajero
le preguntó su edad. Aún no había cumplido los veinte
años, y el mozalbete, como premio a su fidelidad y valentía,
además del grado de suboficial, había recibido una importante
gratificación. El arriesgado mozo, luego de haber compartido
voluntariamente la desdicha de su amo y haberle devuelto la vida y libertad, se
gozaba en la dicha de su señor, contemplando su boda tras el ventanal.
Pero como el viajero le manifestara su extrañeza de no verle participar
de la fiesta, acusando por ello de ingratitud a su amo, Iván le
dirigió una mirada de soslayo, entrando luego en la casa silbando el
«Hai luli, hai luli». Viósele a los pocos momentos en la
sala de baile. Y el curioso transeúnte subió de nuevo a su
kibick, encantado por no haber recibido un hachazo en la cabeza. |