Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Los prisioneros del Cáucaso

Xavier de Maistre





Desde hace luengos años, la cordillera del Cáucaso, enclavada en el imperio ruso, no pertenece a éste, sin embargo. Sus fieros habitantes, separados por el idioma y por intereses varios, forman un gran número de poblados que guardan entre ellos escasas relaciones políticas, pero a los que une el mismo sentimiento de independencia y bandolerismo.

Una de las agrupaciones más numerosas y terribles es la de los chetchengos, que ocupan la grande y pequeña Kabarda, provincias cuyos altos valles llegan a las estribaciones del Cáucaso. Los hombres son de arrogante tipo, valerosos, inteligentes, pero de rapacería extremada y en extremo crueles, y hállanse en continua batalla con las tropas de la línea.

Entre tales hordas peligrosas, en el centro mismo de esta inmensa cadena de montañas, Rusia ha establecido una vía de comunicación con sus posesiones asiáticas. Reductos instalados de trecho en trecho aseguran el tránsito hasta Georgia. Pero, no obstante, ningún viajero se arriesgaría a recorrer solo el corto espacio que los separa. Dos veces por semana un convoy de infantería, compuesto por un número considerable de cosacos provistos de una pieza de artillería, da escolta a los viajeros que cruzan aquellos lugares y a los despachos y órdenes que el Gobierno remite. Uno de tales reductos, situado en una de las estribaciones montañosas, ha llegado a ser un pequeño caserío, bastante poblado, Wladi-Cáucaso, y sirve de residencia al comandante de las tropas que hacen el penoso servicio que acabamos de mencionar.

El comandante Kascambo, del regimiento de Wologda, gentilhombre ruso, de una familia de origen griego, tenía que ir a tomar posesión del mando del puesto de Lars, situado en las gargantas del Cáucaso. Impaciente por tomar posesión del cargo y valiente hasta la temeridad, cometió la imprudencia de emprender el viaje seguido tan sólo por cincuenta cosacos que a sus órdenes tenía; imprudencia tanto más manifiesta cuanto que hubo de divulgar su proyecto y de él hizo gala antes de realizarlo.

Los chetchengos que habitan las proximidades de la frontera, llamados chetchengos pacíficos, están sometidos a Rusia, y tienen, en consecuencia, libre acceso a Mosdok; pero la mayoría de ellos mantiene constantes relaciones con los montaraces, y por lo general van a medias en sus hazañas de bandidaje. Informados los de esta última tribu del viaje de Kascambo y del día de la partida, un buen número de ellos propúsose interceptarle el paso preparándole una emboscada. Y a veinte verstas de Mosdok, y prevaliéndose del repliegue de una pequeña colina cubierta de maleza, atacáronle unos setecientos hombres de a caballo. La retirada hacíase imposible; los cosacos echaron pie a tierra y resistieron la acometida con la mayor firmeza, en espera de ser socorridos y reforzados por el destacamento de un reducto próximo.

Los habitantes del Cáucaso, que aislados, individualmente, son muy valerosos, son en cambio incapaces de atacar en masa y, como consecuencia, ofrecen poca resistencia a un cuerpo medianamente constituido; pero poseen armas en abundancia y son excelentes tiradores. Sin embargo, en esta ocasión, el excesivo número hacía la lucha muy desigual. Después de las primeras descargas, más de la mitad de los cosacos fueron muertos o quedaron fuera de combate. El último esfuerzo se llevó a cabo valiéndose de los caballos muertos, con lo que se hizo una a modo de trinchera circular, tras la que se dispararon los últimos cartuchos. Los chetchengos, que siempre tienen entre ellos, y los utilizan en sus expediciones, desertores rusos, empleándolos también cuando llega el caso como intérpretes, en aquella ocasión sirvieron para gritar a los cosacos: «Entregadnos al comandante o moriréis todos sin remedio.» Kascambo, que veía la indudable derrota de su gente, decidió entregarse para librar de tal modo la vida de los que le rodeaban. Dio su espada a los cosacos y, solo, avanzó hasta los chetchengos, que inmediatamente hicieron alto en su fuego. El propósito de ellos no era otro que apresarle vivo para exigir después el precio del rescate. No se había puesto aún bajo la guarda de sus enemigos, cuando vio aparecer en la lejanía un refuerzo que enviaban; pero ya era tarde. Los salteadores huyeron a toda prisa.

Su denchik habíase quedado al cuidado del mulo que traía todo el equipaje del comandante. Oculto en un barrancal, esperaba el término del combate, cuando los cosacos dieron con él y le comunicaron la triste suerte que había corrido su amo. El valiente criado decidió entregarse a igual fatal destino, y se dirigió con su mulo en pos de las huellas de los caballos del enemigo, por el mismo camino que los chetchengos habían recorrido en su retirada. Cuando la oscuridad de la noche hacíale ya imposible toda ruta, un enemigo rezagado condújole hasta donde se hallaban los chetchengos.

Puede juzgarse la impresión que le produjo al prisionero ver llegar a su denchik decidido a compartir su triste sino. Los chetchengos distribuyéronse bien pronto el botín que se les ofrecía. No le dejaron al comandante más que una guitarra, que formaba parte del equipaje, y que le fue entregada como escarnio. Iván -que así se llamaba el denchik- apoderose de ella, negándose a rechazarla, como así le proponía su amo. «¿Por qué perder la esperanza? -le dijo-. El Dios de los rusos es grande. El interés de estos bandidos está en conservaros la vida. Seguramente no os causarán ningún daño.»

Luego de un alto de unas cuantas horas, la horda disponíase a emprender de nuevo la marcha, cuando uno de los suyos, que acababa de incorporarse a aquella tribu, díjoles que los rusos seguían avanzando y que probablemente las tropas de los próximos reductos se reunirían a ellos para perseguirlos. Celebraron reunión los jefes; tratábase de ocultar su guarida, no tan sólo para conservar al prisionero, sino para desviar al enemigo de la dirección de los poblados y evitar así toda represalia. La horda se dispersó por caminos distintos. Diez infantes fueron destinados para la conducción y guarda de los prisioneros, en tanto que un centenar de caballos, en nutrido grupo, marchó en dirección contraria a la que siguió Kascambo. Descalzáronle a éste sus botas, provistas de fuertes clavos, que hubieran podido dejar rastro visible sobre el terreno, y les obligaron a él y a Iván a caminar gran parte de la mañana con los pies desnudos.

Llegó la comitiva hasta las inmediaciones de un torrente, y desde tal sitio comenzaron a remontar el curso del río, caminando siempre sobre la hierba. Habían recorrido una media versta, cuando se detuvieron en el punto en que las riberas se hacían más escarpadas, y allí, entre la maleza, acamparon, poniendo gran cuidado en no dejar huella alguna de su paso. El comandante hallábase tan extenuado y rendido que para conducirle hasta el riachuelo hubo que sostenerle con sus tirantes. Sus pies estaban ensangrentados de tal modo que, al fin, le consintieron calzarse de nuevo sus botas, para que pudiera recorrer la jornada última que quedaba por cubrir.

Cuando llegaron al primer poblado, Kascambo, más enfermo por la imaginación que por el cansancio, se presentó a sus guardianes tan débil y macilento, que aquéllos temieron por su vida, y a partir de ese momento tratósele más humanamente. Se le concedió descanso y se le permitió reanudar las marchas a caballo; pero con el fin de despistar a los rusos en las pesquisas que pudieran llevar a cabo, y poner al prisionero en condiciones de que no pudiera indicar a sus compañeros la ruta recorrida, se le condujo de aldea en aldea y de uno en otro valle con los ojos vendados. Y así cruzó un río, bastante caudaloso, que, a su parecer, era el Sonja. En tales correrías se atendió debidamente al prisionero, alimentándole bien y cuidando de su reposo. Pero así que hubieron llegado al lugar donde definitivamente debía permanecer el cautivo, los chetchengos cambiaron totalmente de conducta y le hicieron sufrir todo género de penalidades. Cargáronle de hierros los pies y las manos, y de su cuello pendieron una cadena, de cuyo extremo colgaba un leño de roble. El denchik fue menos cruelmente castigado, porque los pesos eran más ligeros, y podía por tal causa prestarle algunos servicios a su amo.

En tal situación, y a cada vejación que recibía, acercábasele un hombre que hablaba ruso y le aconsejaba que escribiese a sus compañeros para que pagasen los diez mil rublos que se habían fijado para su rescate. El desdichado comandante hallábase muy lejos de poseer tan crecida suma y no le quedaba otra esperanza que la protección que el Gobierno pudiera dispensarle, rescatándole como lo había hecho algunos años antes con un coronel que cayó también en poder de los salteadores. El intérprete le había prometido proporcionarle papel para la carta, que él mismo se encargaría de hacer llegar a manos de sus amigos; pero luego de hecho el ofrecimiento no volvió a presentarse en algunos días, durante los cuales sufrió el prisionero mayores castigos. Se le negó todo alimento y le retiraron la esterilla que le servía de lecho y una de las sillas de montar de cosaco que utilizaba como almohada. El mediador reapareció al fin, para notificarle confidencialmente que si sus compañeros se negaban a entregar la suma convenida, o por cualquier causa retrasaban el pago, los chetchengos estaban decididos a deshacerse de él, para ahorrarse de tal modo los gastos y las inquietudes que su aprisionamiento había originado. El fin que se proponían con aquel procedimiento cruel no era otro que obligarle a escribir apremiando a sus compañeros. Se le proveyó de papel y de una caña tallada a modo de pluma, siguiendo la costumbre tártara; librósele de los hierros que ligaban sus manos y atenazaban su cuello, para que pudiera escribir más cómodamente, y en cuanto hubo terminado la misiva entregósela a los jefes para que la tradujeran y éstos la hicieran llegar al comandante de la línea.

A partir de este momento tratósele con menos dureza y no se le cargó más que con una cadena, que le apresaba la mano y el pie derecho. Su patrón, o por mejor decir, su carcelero era un anciano de sesenta años, de estatura gigantesca y feroz continente, que no desmentía su firme carácter. Dos de sus hijos habían sido muertos en la lucha con los rusos, circunstancia que había influido para escogerle entre todos los habitantes del poblado como guardador del prisionero.

La familia de aquel hombre, llamado Ibrahim, estaba compuesta por la viuda de uno de los hijos, cuya edad no pasaría de treinta y cinco años, y de un jovenzuelo que contaría siete u ocho, cuyo nombre era Mamet. La madre de éste era también de malos instintos y más caprichosa aún que el viejo carcelero. Mucho tuvo que sufrir Kascambo, pero hacíanle más llevaderos sus padecimientos los halagos y ternuras que el joven Mamet tenía para él. El cariño del muchachuelo fue su distracción y un consuelo positivo en sus padecimientos crueles. Fue tal el afecto que el niño cobró al cautivo, que ni las amenazas ni los malos tratos de su abuelo pudieron impedir que de continuo hiciese partícipe en sus juegos al prisionero cuando encontraba ocasión propicia. Llamábale su Koniak, que en el idioma del país significa amigo y patrono. Secretamente compartía con él las frutas que podía procurarse, y durante el ayuno forzado que habían hecho sufrir al comandante, Mamet, con una compasión sin límites, y aprovechando las breves ausencias de sus padres, habíale provisto de pan y patatas que previamente recalentaba en las cenizas.

Habían transcurrido algunos meses desde el envío de la carta sin que suceso alguno digno de mención hubiérase llevado a cabo. Durante este tiempo Iván se había dado buena maña para ganarse la voluntad y querencia de la mujer y del viejo, a los que, por lo menos, se supo hacer necesario. Conocía el arte culinario, a que obliga el puesto de asistente de un oficial de destacamento. Sabía hacer a maravilla el kislitchi, preparaba de modo extraordinario pepinillos salados y había acostumbrado a sus huéspedes a los regalos que añadía a sus ordinarias comidas.

Para mejor ganarse su confianza se había convertido en un bufón. Cada día inventaba algún entretenimiento que pudiera divertirlos. A Ibrahim, sobre todo, le distraía de modo extraordinario el verle bailar la cosaca. Cuando llegaba de la aldea algún habitante que venía a visitarlos, despojaban a Iván de sus hierros y le obligaban a bailar, e Iván bailaba siempre de buen grado, adornando sus bailes de continuo con alguna nueva ridícula pirueta. Y de tal modo consiguió libertad para recorrer el poblado, correrías que por lo general efectuaba seguido de una multitud de chicuelos a quienes divertían sus payasadas, y como entendía la lengua tártara, no le fue difícil aprender el dialecto del país, muy similar al idioma originario.

El comandante, por su parte, tenía también que acompañar al denchik con sus cantos y su guitarra para divertir y distraer a aquel auditorio feroz. Al principio librábanle de las cadenas que aprisionaban su mano derecha cuando exigían de él tal complacencia; pero convencida la mujer de que podía acompañarle sin quitarse la férrea carga, cuando lo hacía para matar su aburrimiento, se le negó aquella provisional libertad, y el desdichado artista, con sobrada frecuencia, hubo de arrepentirse de haber exteriorizado su talento. Ignoraba entonces que la guitarra sería la que algún día le devolviera la libertad perdida.

Para lograr la deseada liberación, los dos prisioneros hacían mil proyectos, todos ellos difíciles de poner en práctica. Cuando llegaron a la aldea, los moradores tomaron la costumbre de designar a un vigilante cada noche para aumentar la guardia. Pero insensiblemente fue desapareciendo tal precaución. El centinela no acudía con puntualidad; la mujer y el muchachuelo dormían en una habitación próxima, y el viejo Ibrahim era el único que se quedaba con los presos; pero guardaba con el más celoso cuidado las llaves de los hierros, y al menor ruido despertaba. De día en día el cautivo era tratado con más rigor. Como la contestación de las cartas no llegaba, los chetchengos acercábanse a la celda, insultando y lanzando sobre sus prisioneros las amenazas de los más crueles tratos. Se les castigó con un ayuno total, y día llegó en que el comandante vio maltratar sin piedad al pobrecillo Mamet por haberle querido regalar un puñado de nísperos.

Extraña era, sin embargo, la situación en que se hallaba Kascambo, porque, no obstante su condición de castigado, tenían por él sus perseguidores gran estimación y una confianza absoluta. Si, de una parte, aquellos bárbaros hacíanle víctima de continuas vejaciones, de otra, en cambio, se llegaban a él para consultarle y hacerle árbitro en sus litigios y contiendas. Por lo singular merece citarse el caso de que a continuación hacemos mención, y en que el comandante actuó de juez.

Uno de aquellos hombres había confiado un billete de cinco rublos a un camarada suyo que partía para una comarca próxima, y éste tenía el encargo de entregar la cantidad a una tercera persona. El mandatario quedose en el camino sin su caballo, que murió, y juzgó oportuno guardarse los cinco rublos como indemnización por la pérdida que había sufrido. Tal proceder, muy propio de los moradores del Cáucaso, no fue del agrado del dueño de la suma remitida, y cuando tornó el viajero prodújose gran revuelo en toda la tribu. Los dos contendientes rodeáronse de los parientes y amigos de cada cual, y el fin del litigio hubiese sido sangriento si los más ancianos de la horda, luego de tratar de apaciguarlos, no les hubieran instado a someter el caso a la decisión del prisionero. La población entera trasladóse tumultuariamente a la morada del cautivo para enterarse cuanto antes del fin de aquel ridículo proceso. A Kascambo se le hizo salir de su celda y le subieron a la plataforma que servía de techo a la casa.

La mayoría de las viviendas de los valles del Cáucaso están en su mitad metidas en la tierra, no alzándose del suelo más que tres o cuatro pies. La techumbre es totalmente plana, y la forma generalmente una capa de arcilla macerada y comprimida. Los habitantes de estas comarcas, y muy especialmente las mujeres, se tienden sobre estas terrazas cuando el sol declina, y muchas veces en ellas reposan durante toda la noche cuando llega la primavera.

Al presentarse Kascambo en la terraza hízose en toda la muchedumbre un profundo silencio. Asombro producía el ver a un gentío armado de pistolas y puñales someter la resolución de su causa a un juez encadenado, medio extenuado por el hambre y la miseria, y que, sin embargo, decidía en última instancia, y cuyos fallos se tenían por inapelables.

No pudiendo reducir a la razón al acusado, el comandante hízole que se acercase, y para conseguir al menos que el público cayera del lado de la justicia, le formuló las siguientes preguntas:

-Si en vez de haberte dado cinco rublos para que los entregases a su deudor, tu camarada te hubiese mandado para él, y por mediación tuya, una salutación más o menos afectuosa, ¿tu caballo no se hubiera muerto de igual modo?

-Tal vez -respondió el acusado.

-Y en tal caso, ¿qué hubieras hecho con esa salutación? Te la hubieses guardado también como indemnización del daño, y con ella hubieras tenido que darte por satisfecho, ¿no es eso?... Pues bien; mando, en consecuencia, que le devuelvas el dinero a tu compañero y que él te entregue en cambio ese afectuoso saludo.

Traducida la sentencia, para que de todos los circunstantes fuese comprendida, estruendosas carcajadas proclamaron en torno la profunda sabiduría del nuevo Salomón. El mismo condenado, luego de resistirse algún tiempo, no tuvo más remedio que acceder, y dijo contemplando la cantidad:

-Ya sabía yo que saldría perdiendo en cuanto interviniera en la cuestión este perro cristiano.

Tan extraña confianza indica la idea que tienen aquellos pueblos de la superioridad europea y el innato sentimiento de justicia que existe aun entre los hombres más feroces.

Kascambo había escrito tres cartas desde que fue apresado, y a ninguna hubo contestación. Había transcurrido un año. El pobre prisionero, falto ya de ropa, padeciendo una serie de incomodidades que le hacían insoportable la vida, veía que su salud sufría terribles quebrantos, y ello producíale profunda desesperación. El mismo Iván había estado enfermo durante una larga temporada, lo que hizo que el cruel Ibrahim, con gran sorpresa del comandante, librase al joven cautivo durante la enfermedad de sus ligaduras, y hasta le dejase en libertad durante la indisposición. Preguntole un día el comandante el porqué de tales complacencias con él.

-Señor -le contestó Iván-, me alegro que me hagáis esa pregunta, porque hace algún tiempo tengo un proyecto que se me ha ocurrido y que deseo consultaros. Creo que haría bien en hacerme mahometano.

-Te has vuelto loco; no me cabe duda.

-No, no estoy loco. Y no veo otro medio de seros útil. El sacerdote turco me ha asegurado que en cuanto sea circuncidado no podrán atarme con hierro alguno. Si es que he de hacer algo por vos, tiene que ser por este procedimiento. Al menos, podré proporcionaros alimentos y ropas, y tal vez, ¡quién sabe!, en cuanto esté en libertad... ¡El Dios de los rusos es grande!

-¿Pero no comprendes que Dios mismo te abandonará, puesto que le traicionas?...

Kascambo, al regañar a su criado, sentía, no obstante, unas ganas horribles de reír ante el peregrino plan del asistente; pero al tratar de reconvenirle formalmente, se vio atajado por Iván, que le dijo:

-Mi amo, ya es tarde para que pueda prestaros la obediencia debida, y en vano trato de ocultar la verdad. Ya está hecho. Soy mahometano desde el día en que me creísteis enfermo, y desde entonces me libraron de mis cadenas. Ya no me llamo Iván, sino Hussein. ¿Qué mal hay en ello? ¿Acaso no puedo convertirme de nuevo al cristianismo, en cuanto yo quiera o esté libre?... Fijaos bien en que ya no tengo hierros que me aprisionen y que puedo libraros de los vuestros en cuanto se presente ocasión propicia, que espero no tardará en llegar.

Y, en efecto, cumplieron los chetchengos su promesa: Iván no volvió a ser encadenado y gozó de la más completa libertad; pero en poco estuvo que tal libertad no le fuese funesta. Los principales directores de la expedición contra Kascambo empezaron a temer bien pronto que desertara el nuevo musulmán. La larga temporada que había pasado entre ellos y la costumbre de oírlos constantemente poníanle en la favorable situación de conocerlos a todos por sus nombres y saber de ellos los menores detalles, lo cual podría ser causa de que, de volver de nuevo a las filas de los rusos, pudieran éstos satisfacer su venganza a poca costa. Los chetchengos reprobaban el interés y el celo que había demostrado el sacerdote. Por otra parte, los buenos musulmanes que habían favorecido a Iván en el momento de su conversión notaron que cuando hacía sus rezos sobre el terradillo de la choza, según era la costumbre y le había recomendado el mollah, para ganar así la pública benevolencia, entremezclaba a veces, por hábito e inadvertencia, en sus oraciones la señal de la cruz, hecho que se repetía con frecuencia cuando se prosternaba en dirección a la Meca, a la que, inadvertidamente también, alguna que otra vez volvía la espalda. Todo ello hacía un tanto sospechosa la sinceridad de su conversión. Algunos meses después de su santa apostasía operose un cambio visible en las atenciones que gozaba de sus nuevos compañeros, y el buen Iván no pudo menos de advertir los hechos manifiestos que desmostraban aquella malquerencia. En vano buscaba la causa de ello, cuando unos mozalbetes, con los que estaba en más estrecha relación de amistad, vinieron a proponerle que les acompañase a una expedición que pensaban organizar. Se trataba de atravesar el Terek y desvalijar a unos mercaderes que se dirigían a Masdok; Iván aceptó sin titubear la proposición. Hacía tiempo que deseaba tener armas en poder suyo, y la ocasión era propicia, puesto que le ofrecían parte del botín. Razonadamente pensó que, al verle tornar al lado de su amo, los que sospechaban de su deserción ya no volverían a pensar en ella ni tendrían razón para desconfiar de él. El comandante, sin embargo, se opuso con la mayor energía a tan arriesgada empresa. Y ya creía que tal proyecto había sido desechado por su fiel servidor, cuando una mañana, al despertarse, Kascambo vio, con la natural sorpresa, que la esterilla que servía de lecho a Iván estaba enrollada contra la pared. Durante la noche había partido. Sus compañeros debían atravesar el Terek la noche siguiente y atacar a los mercaderes, cuya ruta conocían por los espías.

Aquella misma confianza de los chetchengos hubiera debido, no obstante, despertar alguna sospecha en Iván. No era cosa natural que hombres tan astutos y desconfiados llevaran en expedición de tal índole a un ruso, precisamente para atracar a unos compatriotas. Bien claro vio después Iván que la intención de los expedicionarios no era otra que la de asesinarle. Como su condición de convertido les obligaba a ciertos miramientos, como a camarada le trataron durante el viaje, si bien sin perderle de vista un solo instante, con la intención premeditada de deshacerse de él en el momento del ataque, haciendo creer después que había sido muerto en la lucha que se empeñara. En el secreto estaban tan sólo algunos hombres de la expedición; pero la casualidad hizo que salieran fallidos los proyectos. No bien se habían emboscado para caer sobre los mercaderes, un regimiento de cosacos sorprendió la partida y la atacó con tan fiera saña que a duras penas pudieron vadear de nuevo el río. La inminencia del peligro hízoles olvidar el complot tramado contra Iván, que les siguió, no obstante, en su retirada.

Cuando en desorden atravesaban el Terek, cuyas aguas son rápidas y abundantes, el caballo de un chetchengo se perdió en pleno río y fue arrastrado por el ímpetu de la corriente. Pero apercibido por Iván el peligro en que se hallaba el chetchengo, metió inmediatamente su caballo en el agua, con riesgo también de perecer, y apoderándose del hombre, que desaparecía ya medio ahogado, consiguió transportarlo a la orilla opuesta. Los cosacos, a favor de la claridad del naciente día, reconocieron en seguida el uniforme y su fourragera y no tardaron en hacerle blanco de su furia, gritando: «Al desertor, carguemos sobre el desertor.» Y las ropas de Iván fueron acribilladas a balazos. Pero luego de haberse batido desesperadamente y de haber quemado hasta el último cartucho, logró entrar de nuevo en la aldea, con la satisfacción de haber salvado la vida a uno de sus compañeros y juzgarse útil a la tropa de la cual formaba parte.

Si su proceder no le hizo ganar la voluntad de todos, sirvió al menos para crearle un nuevo amigo: el mozalbete a quien salvó la vida, que tuvo en lo sucesivo a Iván por su Koniak -título sagrado que los montaraces del Cáucaso no han violado jamás-, jurando defenderle en todo y contra todos.

Pero tal amistad no fue suficiente para librarle del odio de los principales moradores. El valor que había demostrado, la fidelidad rendida a su amo aumentaron los temores y sospechas que contra él se abrigaban. Ya no podía tenérsele como a un bufón incapaz de llevar a cabo acto alguno de importancia, como se le había juzgado hasta entonces; y cuando se pensaba en aquella expedición que había resultado fallida, en la que Iván había tomado parte, unido a la circunstancia de hallarse las tropas rusas en punto tan distante de su residencia habitual, se sospechó si el converso había tenido medios de advertir y prevenir a los cosacos. Aun cuando tal conjetura no tenía en realidad fundamento alguno, pusiéronle más estrecha vigilancia. El viejo Ibrahim, temiendo algún complot que tuviera por fin la evasión de los prisioneros, prohibió que entre ellos hubiera entrevistas, y el valiente denchik se vio constantemente amenazado, y hasta golpeado en ocasiones, cuando pretendía hablar con su amo.

Así se hallaban los cautivos cuando inventaron un medio para comunicarse sin inspirar sospecha a su guardián. Como tenían por costumbre cantar juntos canciones rusas, el comandante tomaba la guitarra cuando tenía algo importante que comunicar a Iván y se hallaba presente Ibrahim. Kascambo cantaba entonces interrogando, e Iván respondía en el mismo tono, en tanto que su amo le acompañaba con la guitarra. Este procedimiento no podía inspirar temores; pues no se trataba de nada nuevo; jamás fue causa de recelos, porque también tuvieron la precaución de no emplearlo sino en contadas ocasiones.

Ya habían pasado tres meses desde que se llevó a cabo aquella desdichada expedición, de la que hemos dado cuenta, cuando Iván creyó notar una significativa agitación en toda la aldea. Unos cuantos mulos con cargamento de pólvora habían llegado del llano. Los hombres aprestaban sus armas y fabricaban cartuchos. Por lo visto preparábase una importante expedición. Toda la comarca debía disponerse a atacar un territorio vecino que se había puesto bajo la protección de los rusos y había permitido a éstos construir en su mismo territorio un reducto. Se trataba nada menos que de devastar el poblado y exterminar el batallón ruso que protegía la construcción del fuerte.

Pasaron algunos días cuando, al salir de su cabaña Iván muy de mañana, encontróse la aldea desierta. Todos cuantos estaban en disposición de tomar las armas habían partido durante la noche. En una breve salida llevada a cabo por el asistente, en su deseo de informarse, adquirió la certeza, por las nuevas noticias recogidas, de la mala voluntad que contra él existía. Los ancianos evitaban hablar con él, y un muchachuelo díjole claramente que su padre quería matarle. Por último, cuando tornaba pensativo junto a su amo, quedose sorprendido al ver en una terraza a una joven que, alzándose el velo y dando muestras de un terrible espanto, hacíale señas para que se alejara, indicándole el camino de Rusia. Era la hermana de aquel chetchengo a quien salvara al pretender vadear el Terek.

Cuando entró en su casa ocupábase el viejo en reparar los hierros que pesaban sobre Kascambo. Encontróse, además, con un nuevo huésped en el cuarto: un atacado de fiebres intermitentes, al que la enfermedad había impedido ir a la expedición y que se recogía en casa de Ibrahim para reforzar de tal modo, hasta la llegada de los vecinos, la guardia de los prisioneros. Iván notó tal precaución sin demostrar la menor sorpresa. La ausencia de los hombres en la aldea favorecía grandemente la ejecución de sus proyectos; pero la exagerada vigilancia del viejo, y sobre todo la presencia del enfermo, hacían que el éxito fuera muy dudoso. Por otra parte, su muerte era indudable si esperaba la vuelta de los moradores. Preveía que la expedición sería desastrosa, y la furia desatada por el fracaso no le perdonaría en modo alguno. No le quedaba otra solución que la de abandonar a su amo o libertarle definitivamente. Pero el fiel servidor antes hubiese sufrido mil muertes que poner en práctica la primera de aquellas resoluciones.

Kascambo, que empezaba a perder toda esperanza, había caído hacía tiempo en una honda melancolía y encerrábase en un profundo mutismo. Iván, más tranquilo, en cambio, y más jovial que de costumbre, se esmeró doblemente en los condimentos que preparaba, entonando siempre canciones rusas, en las que entremezclaba palabras de aliento para su amo.

-Ha llegado el momento -decía, añadiendo el estribillo sencillo de una popular canción rusa, que consistía en repetir «hai luli, hai luli»- de acabar con esta miseria o morir de una vez. Mañana, hai luli, estaremos camino de un pueblecillo encantador, hai luli, hai luli, que no quiero nombrar. Valor, amo y señor; no os dejéis vencer, que el Dios de los rusos es grande.

Kascambo, indiferente a la vida y a la muerte, no creía en los planes del denchik y se contentó con decirle:

-Haz lo que quieras y cállate.

Llegada la noche, el enfermo, a quien habían tratado generosamente, y a quien, después de haber regalado con la comida, le habían visto atracarse durante la tarde de chislik, tuvo un acceso agudo de fiebre, y ello le obligó a retirarse a su casa. Dejósele marchar sin oponer gran resistencia, habiendo Iván infundido confianza al viejo por su jovialidad. Para alejar además toda sospecha retiróse temprano a descansar a un rincón, y allí, sobre un banco, contra la pared, esperó a que Ibrahim se durmiese. Pero el viejo había decidido velar toda la noche. En lugar de acostarse sobre un camastro junto al fuego, como hacía de ordinario, sentóse sobre un tajo frente al prisionero, no sin antes haber hecho salir del cuarto a su nuera, a quien hizo retirarse a la habitación contigua, donde estaba su hijo, cerrando la puerta tras ella.

Desde el oscuro rincón en donde estaba, Iván contemplaba atentamente el espectáculo que se le ofrecía. A los destellos del fuego, que llameaba de vez en vez, brillaba un hacha en una sombra del muro. El viejo, rendido por el sueño, dejaba a intervalos caer la cabeza sobre su pecho. Cuando Iván lo juzgó oportuno, se levantó; pero el carcelero, receloso, diose cuenta de ello inmediatamente.

-¿Qué haces ahí? -le preguntó en tono desabrido.

Iván, entonces, en lugar de contestar, aproximóse al fuego, bostezando indiferente, como el que sale de un profundo sueño. Ibrahim, que sentía el peso de sus párpados, obligó a Kascambo a que tocase la guitarra para tenerle despierto. El comandante se resistía a ello, pero Iván cogió el instrumento y presentéselo a su amo, haciendo la seña convenida y diciéndole:

-Tocad, porque tengo que hablaros.

Kascambo templó la guitarra, e inmediatamente pusiéronse a cantar juntos el siguiente terrible dúo:

KASCAMBO  Hai luli, hai luli. ¿Qué quieres decirme? Ten siempre cuidado por ti.

Y a cada pregunta y a cada contestación, juntos entonaban la siguiente canción rusa:

    Estoy triste e intranquilo,
no sé lo que hacer;
mi buen amigo debía haber llegado,
y aquí estoy esperando sola.
       Hai luli, hai luli.
¡Qué triste se está sin un amigo!

IVÁN  Fijaos en el hacha, pero no la miréis ahora. Hai luli, hai luli, con ella le abriré la cabeza a este pícaro.

    Me siento para hilar mi lana;
el hilo se rompe en mis manos.
¡Bah!, hilaré mañana;
hoy tengo demasiada pena.
       Hai luli, hai luli.
¿En dónde estará mi amigo?

KASCAMBO  Muerte inútil. Hai luli, hai luli. ¿Qué haría yo para librarme de estos hierros?...

    Como un ternerillo sigue a su madre,
como un pastor sigue su rebaño,
como un cabritillo va a la cañada...
en busca de la hierba tempranera,
       hai luli, hai luli,
así busco yo a mi amigo por todas partes.

IVÁN  Las llaves deben estar en el bolsillo de este bandido.

    Cuando yo voy a la fuente,
muy de mañana, por agua,
sin pensarlo, con mi vasija...
sigo el sendero que me conduce,
       hai luli, hai luli,
a la puerta de mi amigo.

KASCAMBO  La mujer, entonces, dará la voz de alerta, hai luli.

    Me consumo esperando,
y el ingrato goza lejos de mí.
Quizá me esté siendo infiel
junto a una nueva amante.
       Hai luli, hai luli.
¿Habré perdido a mi amigo?

IVÁN  Ya veremos. ¿No nos moriremos de igual modo de miseria e inanición? Hai luli, hai luli.

    ¡Ah!, si fuera cierto que es voluble,
si ha de llegar un día en que me abandone,
preferible es que arda la aldea
y que yo perezca en el fuego.
       Hai luli, hai luli.
¿Para qué vivir, sin el amigo?

Como el viejo mostrábase cada vez más atento, repetían con más frecuencia el hai luli, acompañado de un arpegio estridente y ruidoso.

-Tocad, mi amo -dijo el denchik-; tocad ahora la cosaca, que voy a bailar en torno al cuarto para acercarme al hacha... Tocad lo más vibrante que podáis.

KASCAMBO  Pues sea, y que acabe ya este infierno.

Volvió la cara y púsose a tocar con el mayor entusiasmo la danza que le había pedido el criado.

Iván comenzó por las actitudes y los pasos grotescos que requería la cosaca, y que agradaban especialmente al anciano, y con gritos y gesticulaciones acompañaba los saltos y piruetas, para que en todo ello pusiera el viejo señalada atención. Cuando Kascambo presintió que el bailarín se acercaba al hacha, su corazón palpitaba lleno de inquietud. El arma que había de libertarlos hallábase dentro de una alacena sin puerta, formada por un entrante en la pared, y a la que, por su altura, apenas llegaba Iván. Para disponer de ella a su antojo aprovechó Iván un momento favorable, y de un salto púsola en tierra y la disimuló con la sombra que proyectaba el cuerpo de Ibrahim. Cuando el viejo quiso poner mientes en lo que hacía, Iván hallábase ya lejano del arma continuando su danza. Como la escena se prolongaba, Kascambo, sin dejar de tocar, empezó a creer que a su sirviente le faltaba valor o no juzgaba favorable la ocasión. Le miró entonces el comandante, y sorprendióle en el momento en que empuñaba el hacha e intrépido y sin perder el compás avanzaba con paso firme hacia el viejo para darle el golpe. Fue tal la emoción que experimentó el comandante que, insensiblemente, dejó de tocar y abandonó la guitarra sobre sus rodillas. En aquel preciso momento el viejo habíase reclinado para atizar el fuego con unas ramas secas. Ardió la maleza, produciendo un gran resplandor en la estancia. Ibrahim tomó de nuevo asiento.

Si, aprovechando tal oportunidad, Iván hubiese llevado a cabo su plan, la lucha cuerpo a cuerpo con el bandido hubiérase hecho inevitable y se hubiera producido la alarma, que a todo trance había que evitar; pero su serenidad de espíritu le libró por esta vez. En cuanto se dio cuenta del temor del comandante, y vio a Ibrahim que se levantaba, colocó el hacha detrás del tajo que servía de asiento al carcelero, y empezó nuevamente su danza.

-Tocad, diantre -le dijo a su amo-; ¿en qué estáis pensando?

Y el comandante, dándose perfecta cuenta de la imprudencia que había cometido, comenzó nuevamente a tañer en tono suave. El viejo guardador, que nada sospechaba, volvió a su puesto, pero dispuso que cesara la música y que se acostaran. Iván fue tranquilamente en busca de la caja de la guitarra y la colocó junto a la chimenea; pero en lugar de recibir el instrumento, que su amo le presentaba, empuñó el hacha, que estaba detrás de Ibrahim, y diole con ella un golpe tan terrible que el desdichado viejo cayó desplomado sin lanzar un suspiro, y rígido quedó, tendido, con la cabeza junto al fuego. Su luenga barba gris fue pronto pasto de las llamas que en el hogar ardían. Iván le arrastró por los pies, cubriendo su cuerpo con una de las esterillas.

Quedaron unos momentos en silencio para cerciorarse de que la mujer no se había despertado, cuando, tal vez extrañada por aquel mismo silencio, tras de haber oído fuerte ruido, la mujer abrió la puerta de su cuarto y dijo dirigiéndose a los prisioneros:

-¿Qué diablos estáis haciendo, y qué olor es éste a pluma quemada?...

Las brasas se habían desparramado y apenas daban luz. Iván levantó de nuevo el hacha para darle golpe mortal, pero ella, volviéndose, diole tiempo a no recibir el hachazo en la cabeza; el arma descargó sobre el pecho de la infortunada, que lanzó un terrible lamento en su caída. Un nuevo golpe, rápido corno el relámpago, acabó con la mujer, dejándola inerte a los pies de Kascambo. Aterrado por aquel doble crimen, tan impensado, el comandante, que vio a Iván dirigirse al cuarto del muchacho, le cortó el paso para decirle:

-¿Adónde vas, desgraciado? ¿Tendrás también el salvajismo de matar a ese pobre niño, que tanto cariño me ha demostrado? Si a costa de su vida libertases la mía, te aseguro que ni tu fidelidad ni tus servicios podrían salvarte en cuanto nos viésemos en la línea.

-En la línea haréis de mí lo que gustéis, pero aquí es preciso acabar.

Kascambo tuvo que emplear toda su fuerza para contenerle e impedirle la entrada. Le sujetó por el cuello férreamente, diciéndole:

-¡Miserable, si atentas contra su vida, si le haces un solo rasguño, te juro por Dios vivo que yo mismo me entrego a los chetchengos, y entonces será inútil tu indomable barbarie!

-¡Entre las manos de los chetchengos! -repitió el denchik, el hacha en alto, ensangrentada, sobre la cabeza de su amo-. Jamás os cogerán vivo; los ahogaría a ellos, os ahogaría y me ahorcaría yo antes de que tal sucediese. Ese niño puede perdernos dando una voz de alarma, y en el estado en que estáis, una mujer sería suficiente para poneros en prisión.

-Detente -gritó Kascambo, pretendiendo desasirse de las manos de Iván-. Detente, monstruo, porque de lo contrario tendrás que matarme antes que yo consienta en cometer tal crimen.

Pero trabado por los hierros y débil como estaba, no pudo oponerse a la resistencia y fuerzas del criado, que le repelía enérgicamente. Al fin cayó a tierra pesadamente, próximo ya a desfallecer por la impresión y el horror. Y todo manchado por la sangre de las primeras víctimas, hacía esfuerzos para alzarse del suelo nuevamente.

-¡Iván -gritaba-, te suplico en nombre de Dios que no lo mates; no hagas víctima a esa pobre criatura!

Corrió en auxilio del muchacho en cuanto pudo recobrar fuerzas; pero al llegar a la puerta del cuarto topó en la oscuridad con Iván, que salía ya de la habitación.

-Todo ha terminado -dijo el criado-. No perdamos tiempo ni hagamos el menor ruido... No rechistemos -añadió, contestando a los reproches desesperados que le hacía su amo-. Lo hecho, hecho está. Ya no es posible volverse atrás. Y os prevengo que, en tanto no me vea en libertad, todo hombre que salga a mi encuentro, o le mataré o me matará, y si alguien osara entrar aquí antes de nuestra partida, sea quien fuere, hombre, mujer o niño, amigo o enemigo, le dejaré tendido sin vida, como a esos tres.

Febril, encendió una astilla de cedro, y a su luz púsose a rebuscar en la cartuchera y bolsillos del bandido. La llave que cerraba las ligaduras no parecía por parte alguna. En vano buscóla también en los vestidos de la mujer, en un cofrecillo y en cuantos sitios seguros pudiera estar. Mientras Iván proseguía la busca, el comandante, sin disimulo alguno, entregábase a su dolor; y en tanto, el denchik consolaba al amo a su manera, diciéndole:

-Mejor haríais en llorar la pérdida de la llave de las ligaduras. ¿Qué sentimiento puede inspiraros esa partida de bandidos que durante quince meses se ha gozado en vuestro tormento? ¿Querían matarnos? Pues su vez ha llegado antes que la nuestra... ¿Y puedo ser yo culpable por ello? ¡Que el infierno los trague a todos juntos!...

Si la llave no parecía, no obstante el triple crimen cometido, todo sería inútil, a no ser que se rompieran los hierros. Iván, con una de las puntas del hacha, logró soltar la argolla que aprisionaba la mano; pero la que ligaba la cadena a sus pies resistía todo esfuerzo. Además, temía herir al comandante, y por ello se reservó mucho de sus energías. Como la noche avanzaba, el peligro hacíase cada vez mayor, más próximo, y al fin decidiéronse a partir. Iván lió la cadena a la cintura de su amo de modo que le fuera lo menos molesta e hiciese el menor ruido, aprovisionó su morral con un trozo de carnero, resto de la comida de la víspera, y algunas otras viandas, y se armó de la pistola y puñal del muerto. Kascambo cogió su burka, y con el mayor sigilo, y dando un rodeo a la casa, para evitar todo encuentro, tomaron el camino de la montaña en vez de seguir la dirección de Mosdok y la ruta habitual, previendo lógicamente que pudieran perseguirles en esa dirección. Durante la noche fueron bordeando las alturas que quedaban a su derecha; pero cuando empezó a nacer el día se internaron en un bosque de hayas, que coronaba la cima de la montaña, y en el que se ponían a salvo del peligro de ser vistos de lejos. Era el mes de febrero; el terreno en aquellos sitios, y sobre todo en la floresta, estaba cubierto por una capa de nieve endurecida, que soportó perfectamente el paso de los viajeros durante la noche y parte de la mañana. Pero cuando el sol de mediodía empezó a derretirla, a cada instante se enlodazaban, y ello hacía más penosa y lenta la marcha. Así llegaron, a fuerza de fatigado andar, a los límites de un profundo valle, que era necesario atravesar, y en cuya parte central la nieve había desaparecido ya. Un sendero seguía las sinuosidades de un arroyo, y en los pasos que junto a la ribera señalaba se adivinaba que el lugar era bien frecuentado. Tal consideración, unida al extremo cansancio que abrumaba al comandante, decidió a los viajeros a esperar en aquel sitio a que llegase la noche, y en su espera, agazapáronse al abrigo de unas rocas que sobresalían de la nieve. Iván cortó algunas ramas de abeto y con ellas formó en la nieve un lecho a su amo, sobre el que éste descansó. Y en tanto Kascambo reposaba, Iván trató de orientarse. El valle en que se hallaban estaba rodeado por elevadas montañas, por las que no se adivinaba salida alguna. No había otro remedio que seguir el camino y el curso del riachuelo para salir de aquel laberinto. Serían las once de la noche cuando la nieve tornó a endurecerse y ellos a descender al valle. Pero antes de reanudar su caminata hicieron un poco de fuego, tanto para entrar en calor como para condimentar un poco de chislik, del que tenían gran necesidad. Un puñado de nieve sació la sed; un trago de aguardiente puso fin al festín. Felizmente atravesaron el valle, sin ser vistos por nadie, y se adentraron luego por el desfiladero, en donde el camino y el arroyo se deslizaban entre montañas cortadas a pico. Con la mayor celeridad seguían la marcha, conscientes del peligro de ser vistos en lugar tan angosto, y del que no saldrían hasta las nueve de la mañana por lo menos.

Y hasta tal hora no se abrió ante ellos de repente aquel sombrío desfiladero, ni descubrieron al transponer las montañas más bajas el inmenso horizonte ruso, parecido a las lejanías del mar. Fácilmente puede comprenderse el indescriptible gozo que experimentó el comandante ante el inesperado espectáculo. «¡Rusia! ¡Rusia!», fue la única palabra que pudo pronunciar, y ambos viajeros se sentaron para reposar y gozarse en su próxima liberación. Pero la impresión de la felicidad confundióse en el corazón del comandante con el recuerdo de la horrible catástrofe que había presenciado, y de la que eran constante recordatorio sus hierros y sus ropas, tintas en sangre. Con los ojos fijos en el lejano fin de su trayecto, pensaba en las dificultades que aún le quedaban por vencer. El contemplar la larga y peligrosa ruta que todavía había de recorrer cargado de hierro, con los pies y las piernas hinchados, destrozados por la fatiga, aminoró bien pronto el momentáneo placer que le había causado la contemplación de su tierra natal. Al tormento de su imaginación uniose el martirio producido por una sed abrasadora. Iván bajó al arroyuelo que a corta distancia corría para proporcionar agua a su amo. Encontró el denchik en su breve caminata una fuente formada por dos troncos y vio a lo lejos una morada. Era una especie de chalé, casa de verano de los chetchengos, que por entonces se hallaba deshabitada. Dada la situación de los fugitivos, aquel recinto abandonado ofrecíase como un descubrimiento precioso. Iván fue inmediatamente en busca del comandante y con sus razonamientos no tardó en convencerle para que le acompañase al refugio que acababa de descubrir, y una vez allí, y luego de haberle instalado, lanzóse el fiel servidor a la busca del depósito de provisiones.

Los habitantes del Cáucaso, gente medio nómada en su mayoría, y con frecuencia expuesta a las incursiones de vecinos enemigos, suelen tener en las inmediaciones de sus guaridas lugares subterráneos donde esconden provisiones y enseres. Tales escondrijos, en forma de pozos estrechos, están cubiertos por una plancha o bloque de piedra, hábilmente recubierto por una capa de tierra, y situados casi siempre en los puntos donde no hay hierba, por temor de que la falta de ésta en los sitios en donde están los depósitos delate su existencia. Pero a pesar de tales precauciones, los soldados rusos dan en seguida con las cuevas, y el medio consiste en ir golpeando con la culata del fusil por todas partes los senderos trazados en derredor de cada una de estas viviendas, y el sonido delátales fácilmente lo que buscan. Iván descubrió un pozo bajo un cobertizo próximo a la casa, y en él unos cuantos pucheros, algunas mazorcas de maíz, un pedazo de sal gema y unos cuantos utensilios de cocina. Acto seguido fue en busca de agua para empezar a preparar la comida. El trozo de carnero y unas cuantas patatas que había reservado fueron bien pronto puestas al fuego, y mientras él preparaba la sopa, Kascambo asaba las mazorcas de maíz, y con lo hecho y unas cuantas nueces diose por completo el almuerzo. Cuando hubieron terminado, ya con más entusiasmo y más medios, Iván dedicose a librar a su amo del peso de las cadenas, y Kascambo, más tranquilo y reconfortado por la comida, entregóse a un sueño reparador, del que no salió hasta bien entrada la noche. No obstante aquel descanso, cuando trató el comandante de emprender de nuevo el camino, encontróse que sus piernas se negaban a ello. Habíanse hinchado en forma tal, y de tal modo se habían distendido sus miembros, que no podía hacer el menor movimiento sin experimentar agudos dolores. Y, sin embargo, era necesario marchar. Apoyado en su servidor, de nuevo y tristemente emprendió el viaje, convencido de que no podría llegar al término deseado. El movimiento y el calor de la marcha fueron, no obstante, poco a poco aminorando los dolores. Y así pasó la noche, en prolongados descansos, a ratos caminando. No le faltaron al pobre Kascambo momentos de desfallecimiento, durante los cuales se tendía en el suelo y pedía a Iván que le abandonase a su mala suerte. Pero su valeroso camarada no sólo infundiole ánimos con sus palabras y su ejemplo, sino que llegó a valerse de la violencia para hacer que le siguiese en su camino. En la nueva marcha emprendida encontraron un paso difícil de franquear y que era imposible de evitar. Esperar el nuevo día hubiese significado una pérdida de tiempo irreparable; se decidieron, pues, a atravesar tan peligroso sitio aun a riesgo de precipitarse al abismo; pero antes de consentir en que su amo lo pasase, Iván quiso hacer un previo reconocimiento y recorrerlo solo. En tanto hacía la incursión, Kascambo quedó al borde del precipicio, presa de una ansiedad difícil de describir. La noche era oscura; bajo sus plantas oía el comandante el sordo ruido de un impetuoso torrente que por el valle se precipitaba, y el ruido de las piedras desprendidas de la montaña al paso de su compañero, al caer en el agua, hacíale presumir la enorme profundidad del precipicio sobre el que se hallaba. En tal momento de angustia, quizá el más crítico de su vida, el recuerdo de su madre vínole a las mientes; pensó en la bendición que de ella recibiera al partir para la línea, y tal recuerdo le infundió valor. Tenía el secreto presentimiento de que volvería a verla, y ante tal esperanza balbuceó: «¡Dios mío!, haced que aquella bendición no sea inútil.» Y no bien hubo terminado tan breve y ferviente súplica, Iván reapareció. El paso no era tan difícil como en un principio creyeron. Luego de haber descendido unos cuantos pies entre escarpadas rocas, era preciso para ganar el paso de fácil camino salvar un banco de piedra estrecho y en declive, totalmente cubierto por una nieve endurecida como hielo, bajo el que se hallaba la montaña cortada a pico. Iván abrió en la nieve con el hacha algunas grietas, que hicieron más seguro el camino, y luego de santiguarse: «Vamos -dijo Kascambo-; si muero, que no sea por falta de valor. La enfermedad sólo ha podido quitarme el valor, y ahora debo arrostrarlo todo mientras Dios me dé fuerzas para ello.» Salieron felizmente de aquel arriesgado trance y continuaron su marcha. Los senderos comenzaban ya a ser cómodos y continuos; la nieve perduraba tan sólo en los sitios del lado norte o en los lugares profundos donde se había acumulado. Tuvieron además la suerte de no encontrar a nadie hasta bien entrado el día, momento en que divisaron la silueta de dos hombres, lo que les obligó a agazaparse en tierra para no ser vistos por ellos.

Traspuestas las montañas, en aquellos contornos desaparece la vegetación abrupta y los bosques no existen. El monte es bajo, y en algunos lugares, en vano se buscaría un solo árbol, excepto en las riberas de los ríos caudalosos, y aun en ellas, los arbustos son escasos, detalle curioso si se tiene en cuenta la fertilidad del suelo. Seguían hacía largo rato el curso del Sonja, que había que vadear para encontrar el camino de Mosdok, y hallábanse en la busca de un paso cómodo, en donde la corriente pudiera hacerles más fácil el atravesar el río, cuando de repente vieron a un hombre que venía a caballo. En el terreno, totalmente descubierto, no había árboles ni malezas tras de los cuales poder ocultarse. Los viajeros se acurrucaron en un repliegue formado en la ribera. El hombre del caballo paró a corta distancia del escondite de ambos. No era la intención de los viajeros sino defenderse en caso de ataque, y para ello Iván empuñó el cuchillo y le dio al comandante la pistola. En cuanto se dieron cuenta de que el hombre del caballo era un muchacho de doce a trece años, Iván cayó sobre él bruscamente, le agarró del cuello y lo echó a tierra. El mozalbete, en un principio, pretendió resistirse; pero al ver aparecer al comandante pistola en mano diose a la fuga y corrió cuanto le permitieron sus piernas. El caballo no tenía silla, y a guisa de brida pasábale un ramal por la boca. Inútil decir que la bestia fue utilizada por los fugitivos para atravesar el río. El encuentro no pudo ser más oportuno y afortunado, porque los dos se habían dado buena cuenta de que vadear el río a pie, como habían pensado, era cosa imposible. Y les confirmó lo quimérico de su proyecto el que la cabalgadura, a pesar de llevar el peso de dos hombres, estuvo a punto de ser arrastrada por el ímpetu de la corriente. Y así llegaron a la orilla opuesta sanos y salvos, en donde lo escarpado del terreno hizo muy difícil que el caballo tomase tierra. Tan pronto como hubieron llegado a la ribera aliviaron de peso a la caballería. Como Iván tiraba con todas sus fuerzas del ramal para hacer subir al caballo, la cuerda se desató, y con ella se quedó entre las manos; entonces el pobre animal, arrastrado por la corriente, y luego de grandes esfuerzos para ganar la orilla, cedió ante la fuerza de las aguas y se ahogó.

Privados de tan cómodo alivio, pero más tranquilos por no temer ya persecución alguna, emprendieron el camino hacia un montículo lejano, cubierto de rocas, con intención de ocultarse y descansar hasta que llegase la noche. Por el cálculo que hicieron, teniendo en cuenta el camino recorrido, juzgaron que los caseríos de los chetchengos pacíficos no debían de hallarse muy lejanos; pero nada era menos seguro que entregarse a estos hombres, cuya traición probable hubiera podido perderlos nuevamente. Sin embargo, dado el estado de debilidad en que se hallaba Kascambo, era imposible ganar el Terek sin algún auxilio. Las provisiones se habían agotado. El día transcurrió en un silencio mortal, sin atreverse a comunicarse sus mutuas inquietudes. Y al caer de la tarde, el comandante vio que su denchik se daba un golpe en la frente, lanzando un hondo suspiro, y asombrado de aquella desesperación, que su camarada no había mostrado jamás, preguntóle la causa.

-Amo y señor -dijo el criado-, he cometido una gran falta.

-Pero Dios nos la perdonará -contestó Kascambo haciendo la señal de la cruz.

-He olvidado -añadió Iván- traerme aquella hermosa carabina que había en el cuarto del niño. ¡Qué le hemos de hacer! Os apenasteis de tal modo y hacíais tanto ruido..., que se me olvidó. ¿Os reís? Pues era el arma más bella de toda la comarca. Y hubiese sido un espléndido regalo que ofrecer al primer hombre que nos hubiésemos encontrado para atraerle a nuestra causa, porque... no sé cómo vamos a llegar al término de nuestro viaje en el estado en que os halláis.

El tiempo, que hasta entonces les había favorecido, cambió durante el día. El viento frío de Rusia soplaba con violencia, y el granizo les azotaba el rostro. Reanudaron la marcha llegada la noche, en la duda de acogerse a algún caserío o, por lo contrario, evitarlo a toda costa. Pero el largo trecho que quedaba aún por recorrer, advertida esta última decisión, hízose más difícil por la nueva desgracia que les acaeció a hora avanzada. Al atravesar una pequeña torrentera, oculta en parte por un bloque de hielo, quebróse la capa de hielo al paso de los dos, y quedaron hundidos en el agua hasta las rodillas; los esfuerzos que Kascambo hizo por salir del atolladero acabaron de empapar sus ropas. El frío hacíase más intenso cada vez y el campo hallábase ya cubierto por el granizo. Luego de un cuarto de hora de marcha, aterido por el frío, cayó el comandante, vencido por el cansancio y el dolor, y negose a seguir adelante. Y teniendo por imposible llegar al término de su viaje, juzgaba como acto de barbarie el pretender retener a su compañero que, solo, podía salvarse.

-Escúchame, Iván -le dijo Kascambo a su criado-: Dios es testigo de que hasta este momento hice cuanto pude por aprovechar tus auxilios; pero ya ves que mi suerte está echada. Llega tú solo hasta nuestro regimiento. Te lo mando. Puedes decir a mis viejos amigos y a mis superiores que me has dejado aquí para pasto de los cuervos, y que les deseo mejor suerte que la mía. Pero antes de partir cumple el juramento que hiciste ante la sangre de nuestros carceleros. Acuérdate que me prometiste que los chetchengos no volverían a cogerme vivo. Es preciso mantengas tu palabra.

Y dicho esto, tendióse en tierra y por entero se cubrió con su burka.

-Aún queda un último recurso -dijo Iván-. Podemos buscar un refugio de los chetchengos pacíficos y ganarnos al jefe con promesas. Si nos traiciona, por lo menos nada nos habrá quedado por hacer. Haced un esfuerzo por llegar a ese refugio.

Pero viendo que su amo no pronunciaba ya una sola palabra, añadió:

-Mejor dicho, iré yo solo, y solo también procuraré utilizar los servicios del enemigo; si lo consigo, volveré en busca vuestra; pero si no volviese, ahí tenéis la pistola como definitiva resolución.

Kascambo sacó la mano de debajo de su burka y cogió el arma.

Iván cubrió después el cuerpo del comandante con leza y ramas secas, por temor a que alguien pudiera descubrirle durante la escapada que había de hacer. Ya emprendía la marcha, cuando de nuevo suamo le llamó para decirle: «Iván, oye mi última súplica. Si logras pasar el Terek y llegas hasta donde está mi madre, sin mi...»

-Mi amo -interrumpió Iván-, he de volver a veros durante el día; si murieseis, ni vuestra madre ni la mía volverán a verme jamás.

Luego de una hora de viaje divisó Iván desde una altura dos caseríos a dos o cuatro verstas de distancia. Pero no era esto lo que buscaba, sino una casa abandonada, en la que pudiera introducirse sin ser visto para ganarse después al dueño de ella. El humo de una lejana chimenea le delató la vivienda en la forma deseada, y a ella se dirigió y en ella penetró sin vacilar. El amo de la morada, sentado en el suelo, entreteníase en remendar una de sus botas.

-Vengo -le dijo Iván- a proponerte un negocio en el cual puedes ganar doscientos rublos, pero por el que tienes que prestarme un servicio. Seguramente habrás oído hablar del comandante Kascambo, prisionero de los montaraces; pues bien: lo he libertado, le tengo a dos pasos de aquí, enfermo, y en poder tuyo. Si quieres entregarle de nuevo a sus enemigos, puedes hacerlo; sabes que está en lo posible que te alaben, pero es más seguro que no te recompensen por ello. Si te decides, en cambio, a salvarle ocultándolo en tu casa tan sólo durante tres días, yo iré a Mosdok y traeré para ti doscientos rublos en plata contante, que te entregaré como precio de su rescate. Pero si me traicionas -añadió sacando su puñal- y das la voz de alerta en contra mía, entonces te degollaré en el acto y sin compasión alguna. Dame, pues, al momento tu palabra, o te mato.

El tono de firme resolución de Iván convenció al chetchengo sin intimidarle lo más mínimo.

-Joven amigo -dijo éste calzándose su bota tranquilamente-. Yo también poseo un puñal que llevo en mi cinto, y el tuyo no es cosa que me imponga miedo. Si hubieses entrado en mi casa como amigo, jamás te hubiese traicionado, que no es mi costumbre vender a quien atraviese el umbral de mi puerta. Ahora no quiero prometer nada. Siéntate, pues, y di qué es lo que quieres.

Iván, que comprendió pronto con quién se las había, envainó su puñal, tomó asiento y repitió su proposición.

-¿Y qué seguridad me das de que cumplirás tu palabra? -preguntó el chetchengo.

-La de dejar en prenda a mi comandante -contestó Iván-. ¿Crees que habré soportado un martirio de quince meses y que traeré a tu casa a mi amo para, una vez en ella, abandonarle?

-Bien está. Te creo; pero doscientos rublos es muy poco -añadió el chetchengo-; quiero cuatrocientos.

-¿Y por qué no me has pedido cuatro mil? ¡Si ello no cuesta trabajo ninguno! Yo mantengo siempre mi palabra, y ofrezco de nuevo doscientos porque sé que cuento con ellos; pero no te doy ni un kopeck más. ¿Quieres ponerme en el caso de engañarte?

-Está bien; aceptado. Ve por los doscientos rublos; pero supongo que vendrás dentro de tres días y solo...

-Solo y dentro de tres días, te doy mi palabra; pero ¿tú me has dado la tuya? ¿El comandante será tu huésped durante ese tiempo?...

-Será mi huésped como lo eres tú desde este instante, y tienes también mi palabra.

Diéronse la mano, y ambos fueron en busca del comandante, al que transportaron medio muerto de hambre y frío.

En lugar de llegar hasta Mosdok, habiendo sabido Iván que se hallaba más próximo de Tchervelianskaya-Staniza, se dirigió a tal punto, entre otras razones, porque recordó que allí estaba situado un importante puesto de cosacos, y no le costó gran trabajo reunir la cantidad ofrecida al chetchengo, que los valientes cosacos, algunos de los cuales habíanse encontrado privados, como Kascambo, de igual libertad, escotaron entre sí, y bien pronto, para lograr el rescate. El día señalado, Iván partió para librar a su amo; pero el coronel que mandaba el puesto, temiendo alguna traición, no consintió en que fuese solo y, a pesar del pacto hecho con el chetchengo, hízole acompañar por algunos números.

Tal precaución pudo ser funesta para Kascambo. En cuanto divisó de lejos el chetchengo las lanzas de los cosacos, se creyó traicionado, y desplegando la proverbial fiereza de su raza, subió al comandante a la azotea de su casa. Le amarró a un poste, aprovechándose de su estado de debilidad, y se puso frente a él carabina en mano.

-Si avanzáis -gritó en cuanto supuso que Iván podía oírle, sin perder de vista al prisionero-, si adelantáis un solo paso, le levanto la tapa del cráneo, y aún me quedarán cincuenta cartuchos para mis enemigos y para el traidor que los conduce.

-No estás traicionado -le gritó el denchick, temblando por la vida de su amo-. Me han obligado a venir acompañado. Pero te traigo los doscientos rublos y mantengo mi palabra.

-¡Que se alejen los cosacos o hago fuego! -volvió a gritar el chetchengo.

El mismo Kascambo, entonces, rogó al oficial que mandaba el destacamento que se retirasen. Iván siguió durante un corto trecho a sus compañeros y volvió solo; pero el suspicaz bandido no le dejó aproximarse. Hizo que a cien pasos de la casa contase los rublos y los dejase en el sendero, obligándole a que se retirase después.

En cuanto se juzgó seguro, subió a la azotea y púsose de rodillas ante el comandante, pidiéndole perdón y suplicándole disculpase aquellos malos tratos que para su seguridad se había visto obligado a darle.

-Me acordaré tan sólo -contestó Kascambo- de que he sido huésped tuyo y que has sabido mantener tu palabra; mas antes de pedirme perdón empieza por quitarme estas ligaduras.

Pero el chetchengo, que vio llegar a Iván, en lugar de contestar, bajó de la azotea y desapareció como el relámpago.

Aquel mismo día, el valeroso Iván tuvo la dicha y la gloria de conducir a su comandante al seno de sus amigos, que habían perdido toda esperanza de volverle a ver.

La persona que ha recogido esta narración, al pasar una noche, algunos meses después, en Iegorievski, ante una casa de excelente aspecto y profusamente alumbrada, descendió de su kibick y acercose a una ventana para gozar el espectáculo de un baile animadísimo que se celebraba en el piso bajo.

Un joven suboficial observaba atentamente, lo mismo que el viajero, lo que ocurría en el interior de la casa.

-¿Quién da el baile? -preguntó el viandante.

-Es el comandante, que se casa.

-¿Y cómo se llama el comandante?...

-Kascambo.

Y el viajero, que conocía la extraña aventura de aquel jefe, felicitose de su curiosidad y mostró deseos de que le indicasen al recién casado, seguramente radiante de felicidad y olvidando en tales momentos la crueldad de los chetchengos.

-¿Queréis mostrarme también al denchick que le salvó la vida?

Y el suboficial, luego de dudar algunos instantes, contestó:

-Fui yo.

Doblemente sorprendido por tal coincidencia, y más aún por la juventud del muchacho, el viajero le preguntó su edad. Aún no había cumplido los veinte años, y el mozalbete, como premio a su fidelidad y valentía, además del grado de suboficial, había recibido una importante gratificación. El arriesgado mozo, luego de haber compartido voluntariamente la desdicha de su amo y haberle devuelto la vida y libertad, se gozaba en la dicha de su señor, contemplando su boda tras el ventanal. Pero como el viajero le manifestara su extrañeza de no verle participar de la fiesta, acusando por ello de ingratitud a su amo, Iván le dirigió una mirada de soslayo, entrando luego en la casa silbando el «Hai luli, hai luli». Viósele a los pocos momentos en la sala de baile. Y el curioso transeúnte subió de nuevo a su kibick, encantado por no haber recibido un hachazo en la cabeza.



 
 
FIN DE «LOS PRISIONEROS DEL CÁUCASO»
 
 


Indice