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Los prólogos de «Potpourri» de E. Cambaceres: ¿una poética?

Rita Gnutzmann Borris





En su libro Prólogos con un prólogo de prólogos, Borges escribe:

«Que yo sepa, nadie ha formulado hasta ahora una teoría del prólogo. La omisión no debe afligirnos, ya que todos sabemos de qué se trata. El prólogo, en la triste mayoría de los casos, linda con la oratoria de sobremesa o con los panegíricos fúnebres y abunda en hipérboles irresponsables, que la lectura incrédula acepta como convenciones del género».


(Borges 1975: 8)                


Esta afirmación no le impide, sin embargo, sugerir diferentes tipos de prólogos: 1.- los que «razonan una estética»; 2.- el «prefacio conmovido y lacónico»; 3.- el prefacio como «parte inseparable del texto»; 4.- el prólogo como resumen del drama en la época isabelina; 5.- las «invocaciones rituales de la epopeya»; 6.- el prefacio como «especie lateral de la crítica». Incluso sugiere una serie de prólogos de libros inexistentes.

Como es sabido, en 1987, Gérard Genette publicó su libro Seuils1, dedicado al paratexto (peritextos y epitextos) en el que los prólogos ocupan tres capítulos2. Los críticos del naturalismo francés llevan largo tiempo insistiendo en la importancia de los materiales paratextuales («ébauches, carnets, dossiers, préfaces...») para la época3. La falta de estudios y, en primer lugar, de recolección de esos materiales, impide saber hasta qué punto lo mismo puede ser cierto para los novelistas latinoamericanos. El libro de N. Klahn y W. H. Corral, Los novelistas como críticos (1991), aparte de abarcar una etapa muy amplia, es demasiado selectivo4 y no indica si se trata de un prólogo original o añadido posteriormente (como es el caso del prólogo de la novela cambaceriana). En este estudio me ocuparé tan sólo de los dos prólogos que preceden a la novela Potpourri. Subidos de un vago de Cambaceres que respresentan dos de los tres tipos básicos mencionados por Genette: el autorial y el actorial, quedando fuera el escrito por otra persona («allographic») (Genette 1997: 181).

Potpourri toma como pretexto una historia de infidelidad matrimonial de una joven pareja para criticar a la sociedad argentina de comienzos de los años ochenta: los nuevos ricos y su «rastacuerismo»; la «doctoromanía»; la falta de cultura de los ganaderos (sobre todo de los que recientemente lograron esta posición); la deshonestidad del comerciante y la vacuidad de la prensa; la deficiente educación de la mujer y el matrimonio por conveniencia como su única meta; además, en una farsa en cuatro actos, pasa revista a las prácticas políticas fraudulentas, las guerras provocadas por caudillos y el derroche del dinero público; critica, por último, la hipocresía y la ligereza moral. Como ya se ha aludido, no se trata de una novela bien «construida», con personajes de psicología bien perfilada, sino de un «potpourri» de escenas críticas, animadas por personajes-tipos. El éxito del libro se debió en gran parte a la crítica deliberada de instituciones consagradas (el Parlamento y el ejército; determinados miembros del Club del Progreso; la prensa, la iglesia, los comerciantes, el matrimonio...) y a la lectura en clave que se hacía de los personajes (cf. el desglose de Cymerman 1993: 51 ss.).

Potpourri se publica en Buenos Aires en octubre de 1882 en la editorial Biedma; al agotarse en seguida, se hace una nueva tirada el mismo año (también anónima y sin prefacio) y sólo en la segunda edición (o tercera si se cuenta también la anterior tirada) de 1883, preparada en París por la Librería Española y Americana de E. Denné5, se incluye por primera vez el prólogo «Dos palabras del autor». De esta forma, el texto se divide en veintisiete capítulos numerados con números romanos66, el prefacio «Dos palabras del autor» y un capítulo -dentro del texto propiamente dicho- sin numeración ni título, subdividido en ocho partes mediante asteriscos, tipografía por lo demás ausente en el resto del libro. A este capítulo lo considero aquí como «prólogo actorial».




«Dos palabras del autor»

Cambaceres no acostumbra a prologar sus novelas y, como se acaba de decir, este prólogo posterior, según el estudio de Genette, permite al escritor o bien contestar a críticas hechas a las anteriores ediciones, o bien llamar la atención sobre posibles cambios y asumir la autoría del texto (Genette 1997: 237 ss.). En este caso domina el primer objetivo, aunque tampoco faltan los otros dos, puesto que en una carta al entonces todavía amigo Miguel Cané (22-11-1882) habla de los «errores y barbaridades que el caballero Biedma puso [...] en mi pluma» que se propone enmendar en la nueva edición (en Cymerman 1993: 44).

El prólogo está escrito en primera persona, en tono irónico-jocoso. Comienza con el ejemplo de un «pobre diablo» pacífico, «con una cantinela en los labios» (o «flaneur de alegre silbatina», 9) -evidente alusión al silbador del subtítulo- que de repente se ve asaltado por «una turba rabiosa». El individuo se defiende revoleando «un garrote justiciero» o, por falta de tal instrumento, con un simple paraguas que esgrime contra los ladrones o la jauría de perros. A continuación el «autor» explica la génesis de su texto que tanto enfado ha provocado: una buena mañana, harto de llevar una vida aburrida, decidió cambiar y contribuir «a enriquecer la literatura nacional». La vida de la que se aburre es la típica del hombre de clase acomodada de finales del siglo pasado: levantarse al medio día, pasearse por la calle Florida, comer donde fuera, echar una partida en el Club y asistir a una representación de teatro. Si comparamos este curriculum vitae con las descripciones de las novelas de la época (también las francesas y las españolas), sólo falta el paseo por Palermo (o el Boulogne y el Retiro, respectivamente).

Pretende haber «fabricado» su «atajo de vaciedades» «entre un bostezo a dos carrillos y un tarro de caporal». Sorprende o resulta sospechoso que, si escribió para combatir el aburrimiento, esta nueva ocupación le produjera los mismos «bostezos» y si de «vaciedades» (o de «porquería» como dice en la mencionada carta a Cané) se trata, ¿por qué tanto enfado y «pataleo»? Es obvio el intento de aparentar serenidad en el prólogo frente al tono de la carta a su amigo Cané donde dice que le «subleva» y le «carga» el hecho de que los críticos hayan «torcido [sus] intenciones»7. Antes de comenzar la parte dedicada a sus objetivos literarios, insiste repetidamente en su derecho de contestar y en su inocencia: 1.- escribo dos palabras de explicación -no de enmienda; 2.- no me justifico, porque no he delinquido; 3.- «Aclaro y nada más».

A partir del párrafo «Mis tipos del capítulo segundo...» (debe de referirse al tercer capítulo) cambia el tono y comienza su explicación propiamente literaria. En primer lugar, rechaza la lectura en clave: los tipos retratados en la fiesta del baile son genéricos y pueden encontrarse en Buenos Aires o en cualquier otra parte. Al contrario, los personajes que aparecen en el Club del Progreso están «copiados del natural», como lo haría un fotógrafo. Argumenta su derecho a hacerlo por dos vías: 1.- ofrece una teoría y la fuente para su procedimiento y dice coincidir con la escuela realista que exhibe «las lacras que corrompen el organismo social» como «reactivo más enérgico» contra aquéllas; 2.- aduce ilustres precursores desde los griegos hasta los contemporáneos, tanto comediógrafos como novelistas, que han «desollado al prójimo» sin ocultar su nombre (menciona a Aristófanes, Shakespeare, Racine, Molière, Balzac, Zola, etc.). La literatura ha de ser franca y no «señorita tartufa, fruncida y melindrosa» (7). Reconoce haber «alterado» algo los originales y «cargado las sombras», pero esto tampoco es nuevo, sino que ocurre en cualquier carnaval. Pero, si nos preguntamos a quién perjudica ese retoque carnavalesco, encontramos a la clase alta a la que pertenece el autor, lo que explica la reacción de enfado de esta misma clase.

A los críticos les espeta que se dejen de «aspavientos hipócritas y ridículos», sobre todo en una sociedad como la argentina, donde la prensa a cualquiera «lo pone patas arriba en el concepto público» (8). Incluso insiste en haberles escuchado y dudado de sí mismo por si ellos tuviesen razón y haber vuelto a leer todo lo escrito («he repasado después y vuelto a repasar») con el máximo distanciamiento (Flaubert diría con «impasibilidad») y no haber encontrado nada «de ataque a la dignidad privada», así como tampoco los «insultos más soeces, las ofensas más sangrientas» que supuestamente la parte femenina del público lamenta. De paso, habrá que preguntarse ¿desde cuándo se permitía a las mujeres expresar públicamente su opinión acerca de la literatura en Argentina? Ridiculiza a los críticos al tratarlos como ovejas que siguen a un carnero-criticastro: desde que uno dijo que el autor era un «escéptico, descreído, sin Dios ni ley ni conciencia, un degradado» (véase el Anexo), todos los demás lo repiten.

Igualmente se defiende contra la insinuación de que se haya autorretratado en el personaje de Fabio o de los apelativos que le dedican, como «mandria» o «depravado». Contra esta difamación opone su verdadero retrato: hombre indignado contra la maldad, busca la amistad; tiene el corazón y la mano abiertos y no se siente corrompido por el veneno del mundo, es decir, construye una imagen humana de sí mismo que contradice del todo a la creada por los críticos. Finalmente, admite no ser tan ingenuo como para esperar que lectores y críticos iban a aceptar sus dardos sin reaccionar, porque en esta sociedad «no se hace trabajos de zapa» impunemente y no se mina «los cimientos de un edificio», aunque éste amenace con venirse abajo, sin que todo el mundo ponga el grito en el cielo. Si antes afirmaba que sólo quería hacer reír, aquí se evidencia, más que una contradicción, que la risa sirve para educar. Aparte de en Rabelais, el lector puede pensar en Molière y su Tartuffe (ambos mencionados en Potpourri), obra prohibida y reivindicada por el autor en su «Placet» (petición) a Luis XIV. Posteriormente, Molière desarrolló toda su teoría de objetivos y función social de la comedia sobre aquel «affaire»: corregir los vicios del hombre mediante el tratamiento satírico («Préface»).

Volvamos a Cambaceres: el autor cierra sus «Dos palabras» con una alusión al título Potpourri y al papel de «musicante», que adopta en la primera frase con que abre el prólogo. No extraña que Cambaceres se enfadara, además, por la errónea interpretación del título, a pesar de que en el prólogo actorial Fabio se encargaba de subrayar que su texto era «una colección de melodías arregladas para pito, un potpourri de chiflidos sacados [...] de la música colosal del mundo» (28). Sin embargo, críticos como el católico Pedro Goyena (aludido con sorna en Potpourri, 111 ss.) se empeñaban en relacionarlo con la olla podrida, interpretación airadamente desautorizada por Cambaceres en el mismo diario en que aquél publicara su reseña (La Unión 11-11-1882): «Cuando he dicho potpourri he entendido que se leyera música, no olla», refutación algo vehemente, inducida por su delicado estado de salud8. Pero sobre todo, insiste en que en su «potpourri» se «canta clarito la verdad» y, socarronamente, promete que tal vez «reincidiré», promesa cumplida, como es sabido, con Música sentimental, la segunda novela que luce el mismo subtítulo Silbidos de un vago y que retoma a Fabio como narrador. Antes de pasar al prólogo actorial, digamos que no parece casualidad que en el mismo periódico de Goyena (¿tal vez por iniciativa suya?), tres años más tarde, con ocasión de la publicación de la novela Sin rumbo, se pidiera que se multara al autor por inmoralidad y que se retirasen todos los ejemplares a la venta en la capital (en Cymerman 1993: 27-28).




El prólogo actorial

Como ya se ha mencionado, la mayoría de los críticos -desde la aparición de Potpourri hasta la actualidad- ha visto en el personaje de Fabio al propio autor, a pesar de la insistencia de éste en sus «Dos palabras» de que en absoluto se «pintó» a sí mismo, ni son «mis confesiones», «ni soy el vago» (9, 10, 11). Incluso un crítico tan buen conocedor del autor y de su obra como C. A. Leumann (ya entonces da la fecha correcta del fallecimiento: 1889), en un artículo en que celebra el centenario del nacimiento de Cambaceres, yerra al afirmar que el «principal y más interesante protagonista [es] el mismo autor, anónimo»9.

Son precisamente las dos primeras frases (la secuencia I, si indicamos cada sección con números romanos) las que han sido leídas como autoconfesión de Cambaceres: «Vivo de mis rentas y nada tengo que hacer. Echo los ojos por matar el tiempo y escribo». Es fácil comprobar la coincidencia en lo holgado de la situación económica del narrador y de su demiurgo: Cambaceres, padre, emigrado a Argentina en 1829, gracias a sus conocimientos de química, amasó en poco tiempo una fortuna y preparó así el camino para la buena posición financiera y política de sus hijos, ya que en aquel entonces una cosa llevaba a la otra10. En la secuencia II, Fabio ofrece su autorretrato psicológico: incapaz de un serio esfuerzo intelectual, vegeta; sin embargo, no le es ajeno el sentimiento de la honradez. A continuación (III-V) explica el porqué de su vacío espiritual: en su infancia y adolescencia sentía una auténtica inclinación hacia el teatro, afición a la que sacrificaba paga y sueño. Pero las pretensiones sociales de su familia, la mala fama de los actores y los prejuicios contra el artista de teatro, «resabio estúpido de los tiempos», le obligaron a abandonar su auténtica vocación. Producto de su sociedad, estudia abogacía y, posteriormente, abre un bufete. Tanto los estudios universitarios como el ambiente «corrompido y sofocante» entre jueces, abogados y procuradores son denunciados y, nuevo Quijote, decide «desfacer agravios y enderezar entuertos», abandonando la carrera que tanto «spleen» le causaba. A continuación, hastiado de una vida ligera y vacía, decide obtener el título de «doctor», lo que da ocasión para una nueva sátira contra los individuos que gracias a la titulomanía esconden su inutilidad, al contrario de los «sólidamente preparados, prácticos y sensatos, de ayuda eficaz» que no encuentran dónde ejercer sus conocimientos, porque no lucen el «doctor». Culmina su «progreso» al ingresar en la política, debido al título que acaba de vapulear. Toda la secuencia V constituye una sátira contra las prácticas políticas de la época que bien pudiera inspirarse en las experiencias que el propio Cambaceres había adquirido en el 74, cuando denunció el fraude electoral de su propio partido, tal vez retratado en aquel bando de «sublime amor por la patria [que] no trepidaba en apelar a los más ruines manejos, en echar mano del fraude, de la violencia, del cohecho, para disputar el triunfo a sus contrarios» (22). Experiencia, sí, pero que nada de extraordinario tenía en aquella época como también muestra M. T. Podestá con las prácticas del «comité» en Irresponsable (cap. 9, 10; cf. Gnutzmann 1998: 167). En fin, el parecido no debe llevar a la conclusión de que se trata de un autorretrato; la sátira contra los «leaders políticos» es obvia, pero no es cierto que la Tribuna y el Capitolio le fuesen para «siempre cerrados», sino que el propio Cambaceres renunció a su escaño en mayo de 1876.

En la secuencia VI, Fabio saca la conclusión de tanta frustración que ha hecho de él un hombre «raté», para volver al presente y a su verdadera vocación, el teatro (VII-VIII). Éste le arranca un fervoroso elogio y una proclamación de su función más alta: instruir a las masas para que crezcan, se eleven y se transformen, «abriendo los misterios del alma a las nociones eternas de lo noble y de lo bueno». Se ve que el tono satírico del narrador ha cedido a un lenguaje casi sagrado para elogiar el arte con términos como «visión de lo bello, mágico encanto, triunfo de su sacerdocio» y verbos como «revelar, arrebatar, conmover y herir».

Termina su prólogo con una equiparación entre el teatro de las tablas («teatro ficticio») y el de la sociedad («teatro real»); es decir, retoma la imagen barroca del mundo como gran teatro: en el escenario se silba cuando una pieza no cumple en el plan moral -en la sociedad el mismo hecho es causa de éxito; en el teatro el mérito condiciona el éxito- en la sociedad ocurre lo contrario; al que escolla en las tablas se rechifla - en la realidad el bribón obtiene aplausos. Finalmente levanta el telón ante su público, como lo hace un comediógrafo o como lo hizo unos treinta y cinco años antes el «Manager of the Performance» de Thackeray en Vanity Fair para presentar sus marionetas (cf. Gnutzmann 1990: 320). Es en este momento cuando explica el título y su parentesco musical: «una colección de melodías arregladas para pito, un potpourri de chiflidos sacados de oído y a capriccio, pero sin fioriture ni variantes, de la música colosal del mundo» (26).




¿Una poética?

Debido a los diferentes momentos de génesis de los prólogos -el autorial posterior a la publicación del libro; el actorial incluido en éste- los aportes de cada uno de ellos son distintos. El prólogo de Fabio está directamente unido al texto que le sigue, es decir, sirve de introducción y preparación al espectáculo que se pondrá en escena ante los ojos de los espectadores-lectores (cf. caps. VI, X, XII y muchas escenas dialogadas sin acotación de los nombres de los hablantes).

A lo largo de todo el texto se insistirá en que se trata de un «teatro», una «mise en scéne» (30), una «farsa», etc. y en que Fabio ejerce de manipulador de sus marionetas que entran y salen conjuradas por él, hecho que explica por qué algunos críticos han querido ver en Cambaceres un precursor del sainete criollo.

Es distinto el caso de las «Dos palabras del autor»: el escritor se pone claramente a la defensa contra las críticas recibidas entre tanto. Irónicamente explica su aburrimiento11 como génesis del texto y rebaja el resultado a un «atajo de vaciedades», afirmación doblemente sospechosa por la reacción del público y por el enfado expresado en carta a Cané contra la tergiversación de sus intenciones. También el llamar a su libro «la porquería ésa» en carta a Cané parece desprecio fingido, si no ¿por qué recaba tan insistentemente la opinión del amigo? Además, la escritura tiene que haberle costado bastante trabajo como incluso el crítico P. Goyena reconoce («la paciencia de llenar cuatrocientas páginas [y] la labor material que supone», 1966: 65)

En el prólogo mismo alude a alguno de sus objetivos como el de hacer reír, pero igualmente el de exponer las «lacras» de la sociedad y de hacer trabajo de «zapa». Como se ha visto, llega a nombrar la escuela que le sirve de modelo, a saber, el realismo que exhibe la corrupción para luchar contra ella. Incluso se puede pensar que tiene en mente la escuela naturalista cuando alude al procedimiento de la «fotografía: he copiado del natural» (7). De la carta a Cané, el lector atento deduce, además, que Cambaceres no se sentía nada seguro de sí mismo (o un «gentleman» arropado por su clase y sus congéneres), puesto que termina casi implorándole (¡a un hombre ocho años más joven que él mismo!) que le diera su opinión: «dígame sin rodeos, sin paliativos, si lo reputa Ud. la obra de un vaurien». Esta necesidad de apoyo se percibe igualmente en la carta siguiente en la que insiste: «pensamos y sentimos ambos de una manera abso-lu-ta-men-te [sic] igual» y le apoya en el mal trago, porque los críticos «han puesto overo» (vapuleado) también a Cané (en Cymerman 1993: 47). Desde luego Cambaceres sabía de antemano que «el libro iba a darme buen número de enemigos» (12) por la probable lectura en clave que habría de hacer su propia clase retratada en él. Por lo tanto tenía que sospechar que esta misma clase iba a sentirse traicionada en la imagen que recibía de sí misma, es decir, la interpretaba como una ruptura del pacto que tácitamente existía entre sus miembros.

Pero es en su reacción al libro En viaje de Cané, donde Cambaceres despliega toda su teoría acerca de la literatura y donde resulta obvio que su propia escritura dista mucho de la «elegancia» y la «pureza» de la del amigo. Antes de citar la extensa carta de Cambaceres, recordemos en este momento que, en su prólogo, el autor afirmó con sorna haberse decidido a escribir para «enriquecer la literatura nacional», puesto que para ello basta «no saber escribir el español». Ello contradice el elogio del libro de Cané: el saber escribir «con elegancia, con arte, con pureza de colorido». Por otro lado, ¿no se esconderá tras esta afirmación una pulla contra determinada forma de escribir y de hablar «bien» que no permitía la inclusión de un lenguaje crudo y que exigía evitar ciertas escenas (por ejemplo, los «insultos más soeces, las ofensas más sangrientas» aludidos en el prólogo y la «crudeza de los términos» o la insinuación de «vulgaridad» por parte de Goyena y el «revolver el pus», cf. el Anexo )?12. Pero citemos ahora la carta que propone toda una teoría literaria, conocida desde 1971 gracias a la publicación de C. Cymerman:

«Entiendo por naturalismo, estudio de la naturaleza humana, observación hasta los tuétanos. Agarrar un carácter, un alma, registrarla hasta los últimos repliegues, meterle el calador, sacarle todo, lo bueno como lo malo, lo puro si es que se encuentra y la podredumbre que encierra, haciéndola mover en el medio donde se agita, a impulsos de los latidos del corazón y no merced a un mecanismo más o menos complicado de ficelles, zamparle al público en la escena personajes de carne y hueso en vez de títeres rellenos de paja o de aserraduras [...], sustituir a la fantasía del poeta o a la habilidad del faiseur, la ciencia del observador, hacer en una palabra verdad [...]. Si las crudezas le repugnan, suprímalas [...]. Si el calador le da asco, no se lo acerque a las narices; limítese a hacerlo circular por el auditorio, con el gesto fruncido y el brazo tieso. Si el argot no es lengua de su paladar, no hable argot [...]. En cuanto a mí, Ud. sabe que tengo un flaco por mostrar las cosas en pelota y por hurgar lo que hiede; cuestión de gustos».


(1993: 48)                


Esta carta data de diciembre de 1883, es decir, del mismo año de las «Dos palabras» de Potpourri y un año antes de publicar su segundo relato, Música sentimental, en el que seguramente ya estaba trabajando como hace pensar su alusión al placer de «hurgar lo que hiede», descripción perfecta de su procedimiento en esta novela escrita claramente dentro de la corriente naturalista (por ejemplo, en las escenas del Pablo sifilítico y su violencia sexual). Aún quiero insistir en otro elemento de la correspondencia con Miguel Cané13: al final de su carta en la que elogia el libro En viaje de éste, Cambaceres exhorta al amigo a que siga escribiendo por el bien de «las letras de mi país», es decir, el escritor tenía conciencia de que en este momento se estaba creando una literatura nacional.

Me parece oportuno recordar en este lugar el excelente libro de J. Ramos, Desencuentros de la modernidad en América Latina, y en especial el análisis que hace del prólogo de José Martí al Poema del Niágara de J. A. Pérez Bonalde (1989: 7-11). Según el crítico, el abundante número de prólogos finiseculares revela la crisis del sistema anterior y muestra la ineficacia de los modos tradicionales de representación literaria (i. e., del «letrado»). Los prólogos tienen una función central en el emergente campo literario y configuran una especie de metadiscurso que traza los límites del propio territorio, es decir, reescriben el nuevo concepto literario. Si para los «letrados» la literatura era una «máquina» que transformaba el «caos» en sentido, sometiéndolo a la norma, para Martí la literatura se define como crítica y mira hacia la «turbulencia» «e irregularidad». En otras palabras: Martí se ocupa de las nuevas condiciones de producción; de la relación entre literatura y poder; de la función y de la autonomía de la literatura en la nueva sociedad.

En la Argentina de la época del ochenta no faltaba en absoluto el sentimiento de necesidad urgente de cambiar las letras y de crear una «literatura nacional» y «promover la literatura americana». En su «Prospecto» de objetivos, Vicente Quesada, en el número 1 de La Nueva Revista de Buenos Aires, insiste en la necesidad de publicar «los literatos americanos más distinguidos, cuyas obras conviene dar a conocer y a popularizar, para crear el mercado y fomentar la venta del libro americano, costeado hoy por reducido número de suscritores, lo cual hace imposible la vida literaria, como profesión lucrativa» (1881: 6). También su hijo Ernesto, en un artículo titulado «El movimiento intelectual argentino», publicado en la misma revista, se queja de: 1.- la indiferencia del público ante el libro argentino; 2.- la falta de editores que arriesguen su dinero en autores argentinos; 3.- la penosa situación económica de los escritores: «no puede haber hombre de letras que vive de su pluma y de su saber» y añade: «mientras no existe la profesión de 'hombre de letras' no habrá verdadera literatura nacional» (1882: 463-4). Para ello ofrece algunas soluciones: 1.- fomentar la lectura; 2.- proteger los libros, que «es obra de patriotismo» y en beneficio de las letras nacionales; 3.- bajar el precio de libros y revistas; 4.- pagar debidamente a los articulistas, lo que permitirá la «profesión de hombre de letras» (id.: 466). En 1888, en carta al General Mitre, Calixto Oyuela lamenta las dificultades para dictar un curso sobre literatura hispanoamericana:

«El estado embrionario de esta literatura en América, la carencia de buenas colecciones, lo dispersas que se hallan en periódicos y revistas muchas producciones excelentes de ingenios americanos, la falta de comunicación entre las naciones de América, la rareza y extraordinaria carestía de los libros que en nuestro continente se publican, son otros tantos escollos»14.


(1953: 1, 425)                


Incluso autores como García Mérou, apodados «extranjerizantes», insisten en la misma época en la falta de estímulos para el intelectual y el escritor argentinos, en la indiferencia del público, en la lucha material del artista por sobrevivir que impide que se dediquen de lleno al arte: los jóvenes poetas terminan «abrumados por la ignorancia o la hostilidad de la masa que los rodea»15. No quiero aducir aquí más citas de críticos y autores que prueban su preocupación por el nuevo papel que podía o debía jugar la literatura en la sociedad contemporánea.

Sería vano intentar trazar en pocas líneas un panorama de la Argentina en los años ochenta. Qué duda cabe de que se trata de una época agitada en lo político, lo social y lo cultural: definitiva exclusión (eliminación) del indio; inmigración masiva, industrialización; capitalización de Buenos Aires y grandes cambios en su infraestructura; especulación inmobiliaria y bursátil; endeudamiento exterior; laicización de la educación y del matrimonio, reforma de registros y códigos jurídicos... y en el ámbito de las ideas, el positivismo. En fin, en todos los aspectos, la sociedad argentina (o porteña en primer lugar) sufría en aquellos años una brutal transformación que se plasmaba en el profundo sentimiento de que el rol del escritor (intelectual) estaba cambiando y la preocupación por el papel que podía ejercer y cómo debía reflejar la nueva sociedad. Es precisamente García Mérou, en su reseña de Sin rumbo, quien insiste en que Cambaceres, «el autor de Silbidos de un vago, ha fundado entre nosotros, la novela nacional contemporánea» (1886: 87), dictamen que sólo pocos críticos han tomado en serio (A. Tcachuk, C. Cymerman...)16. Cambaceres, con los prólogos y su primera novela, tantea el campo y defiende su derecho a introducir en la literatura nuevos temas, nuevas formas (la farsa frente a la literatura «seria»), hasta nuevos personajes y un nuevo lenguaje: la crítica descarnada de la alta (y reciente) burguesía; la burla de los «gentlemen» del Club del Progreso; pero también el hombre perdido, «sin rumbo», personaje constante en sus relatos. Para la época, incluso el retrato de sujetos «vulgares» como el juez de paz y el gallego estaban fuera de lugar y no debía haberse «detenido mucho en ellos un refinado, un hombre de ciertos gustos de distinción social. Pintar esos tipos con tanta afición, es realmente inesperado en un escritor que se creería reñido con la vulgaridad» ( Goyena 1966: 68; el subrayado es mío). Chocaban la sátira de las instituciones y de la prensa y un humor que anticipa el grotesco de los años veinte y, sobre todo, un lenguaje directo, popular, algo inaudito entre sus contemporáneos que aspiraban a la «belleza» estilística; un lenguaje lleno de modismos de la época17 y brutal en ocasiones como cuando no desdeña estas «palabras soeces» que sus contemporáneos reprochan18

Cambaceres, ¿desenfadado, «vago» y despreocupado de su estilo y su público? ¿Para esto se tomó el tiempo de escribir y corregir pruebas, las molestias de pasar «por los trámites prosaicos y enfadosos de la tipografía» (Goyena 1966: 65) y la nueva incomodidad de preparar una tercera edición y corregir los errores del «caballero Biedma»?






Anexo

Reseña de Ernesto Quesada de Potpourri: Silbidos de un vago, anón., Imprenta Biedma, 1882 en La Nueva Revista de Buenos Aires, V (nov. 1882), pp. 569-572 (se ha abreviado la reseña aquí)


Quesada comienza constatando la anonimia de la novela, pero dice que el «autorretrato está claro» y que se trata de una novela en clave, en «escuela realista»:

«A veces el colorido es recargado, y el verde y el rojo dominan [...] ¡pobres fotografiados! Sobre todo ¡pobres mujeres! [...] difícil es no reconocer los personajes». «[Las páginas] Están escritas con desenvoltura, con el desencanto y misantropía del que físicamente nada espera, y moralmente no cree en nada [...] su autor equivocó desgraciadamente su camino [...]. En sus páginas hay el amargo del ajenjo, el picante del ají, la crueldad del que se va y no espera volver. ¡Es casi un libro de ultratumba!»


[569]                


«Hay páginas escritas con carbón y perfiles copiados en el infierno y alumbrados con una luz siniestra. Se nota un profundo desencanto, un dolor atroz [...]. Falta la alegría que refleja la salud y la vida, cuando la riqueza ha abierto tantos caminos condenando a una holganza peligrosa». «Es un libro que se lee con pena [...] es un libro de un espíritu enfermo, y sus páginas están saturadas de hiel [...]. ¡Pobre sociedad si esa literatura tuviera imitadores! [...] carece en general de alcance filosófico y fin moral, en el estudio de costumbres que hace».


[Con respecto a la vida política]:

«[...] son cuadros del infierno del Dante [...] se siente la mano del artista burilando sus cuadros con nerviosa agitación y mirada de fuego. Por el contrario, la chispa zumbona, la agudeza y el color local brillan en las escenas del Carnaval, que describe con verdad y pone en relieve las pobres necedades de este pobre mundo [...]. Esas escenas son muy bien dibujadas, revelan un talento observador, un don singular para la crítica y extraordinaria espontaneidad para poner en relieve el ridículo».


[570]                


«¡Qué lástima que no cultive este género! Hay en estas páginas, exentas de retratos, escenas sociales escritas maestramente [...]. Pero predomina en este libro el realismo tomado por el lado más infecto, muestra las llagas ¡y se empeña en revolver el pus! Los vocablos usados son enteramente de la escuela de Nana. El talento no excusa la crudeza en los términos [...] ese libro es la deforme imitación de esa literatura francesa de que Zola es iniciador, escuela realista, que vive del retrato al natural, de la reproducción de la vida real con todas sus sombras, diciendo verdades que el arte pudoroso cubre siempre con un velo. Es un libro escrito por un espíritu enfermo, a impulso de la luz febril de una imaginación calenturienta [...]. ¡No hay en este libro una ráfaga de luz! No hay vislumbre de esperanza en esas páginas, bellas topográficamente, pero descarnadas como los esqueletos de un museo de anatomía».


[571]                


«El autor tiene talento; copia con aterradora verdad la vida, pero ha malgastado su chispa y su ingenio».


[Advierte que por este camino podría llegar a la literatura pornográfica]:

«Preciso es que el pudor tenga su culto, y que las miserias humanas no se exhiban en su pestilente repugnancia [...]. ¡Pues el público no puede penetrar en el gabinete de la mujer ni en la alcoba de un hombre, cuando de esa mujer o de ese hombre se hace una fotografía al desnudo y se lanza luego al mercado para venderla! No, felizmente no: esta literatura no es argentina, es una importación malsana de la literatura realista pornográfica que solo tiene cierto público del medio mundo o del mundo galante como consumidores, compradores y admiradores [...]. Ese realismo es pernicioso precisamente porque está pintado con colorido y el autor tiene talento y sal ática».


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