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Los reyunos [Fragmento]

Antonio Di Benedetto

El aire está salpicado de langostas que, por ráfagas, le golpean la cara. Algunas se le enredan en las barbas, abundantes y jóvenes. De otras recela que, por voraces, le perforen el sombrero ciudadano de anchas alas. Escudriña la distancia con ansiedad y azuza al animal que tira del sulky, exigido por riendas inexpertas.

Un hervidero de insectos, patas de serrucho, que no dejará brote verde ni corteza tierna, recorre los arbustos de la llanura que se dilata a los costados.

Al cabo de una hora la racha se ha aliviado y ya no es una imaginación el caserío adonde debe llegar.

En apariencia, ni curiosidad provoca la entrada del coche, que no se puede ignorar por el traqueteo y la polvareda que levanta. Solo los perros asumen la franqueza de mostrarse.

El forastero encuentra sin ayuda la comisaría o destacamento, pero ni el uniformado ha sido acogedor, espera adentro. «¿Sabe quién soy?». «Señor, sí: el investigador». Se disculpa por no haber salido a su encuentro, el zaino se le ha mancado. «¿Su grado es de agente?». «Apenitas». «¿Y el comisario?». «No hay». «¿Y usted lleva todo?». «Hasta la barrida del piso».

El recién llegado reconoce tras la cortina de arpillera una predecible trastienda: aquí adelante están las sillas de totora, el banco de madera y la mesa que puede ser de comer y escribir. Sobre el muro encalado de azul, un afiche con tres efigies impresas que representan la autoridad: el presidente de la Nación, el interventor federal en la Provincia y el jefe de Policía. Al pie del retrato con banda presidencial terciada al pecho, esta inscripción: Doctor Marcelo T. de Alvear (1922-1928).

Acude el mate, por mano de mujer sumisa.

«No he visto un alma, en este pueblo. Venía convencido que el único que faltaba era Fermín Reyes». «Él sí, no se puede negar», concede con desaliento el uniformado. «Bien, empezaremos a trabajar. ¿Tiene hecho el sumario?». «A mi laya, señor».

El investigador repasa lo que tenía leído en el informe con que sus superiores le asignaron la misión; en síntesis, y con la debida interpretación: Fermín Reyes, 58 años. De la casta, ya en tercera o cuarta generación, de los primeros pobladores. Dueño de campos y ganado. Señor de la pobreza y la subordinación. Solitario en su hogar. Viudo. Con hijos de distintas madres, muy pocos con su apellido, todos dispersos. No muy querido, sí muy temido. Influyente en la época electoral. Desaparecido, sin huellas, sin aviso ni despedida, en los inicios de la reciente primavera.

Mujeres de negro vestidas avivan el paso cuando advierten que detrás camina el policía del lugar con el desconocido que vino de afuera. «¿Por qué escapan? ¿A dónde van?». «Al cementerio, señor. Cae hacia el bajo de la calle». «¿Y tanto apuro por llegar al cementerio...?». Las calles suponen ser potreros tendidos a lo largo; las ramas de los carolinos, devorado el follaje por la plaga alada, figuran garabatos inmóviles en las alturas. Las casas, apoyadas unas en otras, se asisten en su decadencia. La capilla se queda sola; la campana, falta de un viento que la bata, sin su quehacer de sonidos.

El forastero nota lo que no hay: ni farmacia ni hospital, ni escuela ni correo. ¿Dónde se baila aquí? ¿Se baila...?

En la casa de Fermín Reyes encuentra habitaciones vastas y sombreadas, galerías abiertas y rincones umbríos con tinajas que filtran gota a gota el agua de beber, patios como jardines polvosos, conejeras y conejos sueltos. Gallinas que ambulan picotean con saña langostas cansadas que caen al suelo. Asoma un cerdo amarillo, luego se esconde.

Lo mismo querría hacer «la mujer que cuida». Les pasa mate, pocas palabras, muchísima desconfianza. «¿Cuál es su nombre, doña...? No por nada, por conocerla mejor». «Fui cristianada María, en la iglesia de la Colonia, por el mil ochocientos ochenta y tantos. Pero me llaman Rosa. Orden del patrón, cuando me trajeron a su servicio, mocita era...».

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