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Los silencios del narrador galdosiano

Ana L. Baquero Escudero





Si existe una constante ya desde la Poética aristotélica que caracteriza básicamente a una obra narrativa es, además de la presencia de una historia, la aparición de un narrador encargado de transmitir esta. Ahora bien, la historia de la literatura ha demostrado que en una obra narrativa puede producirse la ausencia del narrador, impensable ello para el filósofo griego. Nos hallamos, por una parte, frente a esa singular especie híbrida de la novela dialogada, y por otra frente a una no menos fructífera forma narrativa como la novela epistolar. Ambas coincidentes en la supresión de la voz de un narrador, de forma que en la primera oímos directamente las voces de los personajes, y en la segunda nos ponemos en contacto también inmediato con la interioridad del personaje que esta vez traslucirá su pensamiento a través de una vía de comunicación distinta: la carta. Es evidente que las motivaciones que provocan la ausencia del narrador en ambas modalidades literarias, son muy diferentes en uno y otro caso, como también se presentan distintas, a lo largo de su evolución histórica1.

En cualquier caso, y ello debe ser destacado especialmente aquí, Benito Pérez Galdós cultivará tanto una modalidad novelesca como otra, de forma que en su obra observamos ya desde esta panorámica general, el expreso deseo por la ausencia del narrador en una narración. No nos interesa en el presente estudio, sin embargo, el análisis y aproximación a estas especies novelescas, en la obra galdosiana. Muy al contrario nos centraremos en algunas de sus obras configuradas de acuerdo con los antiguos cánones; esto es, novelas en las cuales hallamos la presencia de un narrador que cuenta una historia.

Como ha sido estudiado, la voz narrativa más frecuentemente manejada por los novelistas decimonónicos es aquella situada fuera de la historia que mantiene la tradicional visión omnisciente2. El narrador que ostenta en todo momento su poderío y control sobre su obra, permitiéndose todo tipo de libertades con ella. Sin embargo, y ello será también constante repetida en la novela decimonónica en general -y especialmente en la narrativa galdosiana-, no van a ser infrecuentes los cambios de actitud narrativa por parte de ese narrador que, por ejemplo, situado siempre fuera de la historia, se presenta momentáneamente dentro de esta, adoptando un nivel distinto: el de los propios personajes de ficción. Ese narrador omnisciente puede así, en ocasiones, mostrarse como un narrador falible, situado en el mismo plano de los personajes, al desconocer determinados hechos. Pero podemos encontrar también la situación del narrador que calla y omite algunas informaciones, no porque dude y se vea desprovisto circunstancialmente de la tradicional omnisciencia, sino porque tales ocultaciones favorecen unos efectos determinados. En esta última situación habremos de hablar de los silencios del narrador, por su consciente mutismo o alejamiento de unas concretas y precisas escenas.

Asimismo debemos referirnos a los silencios del narrador en la obra galdosiana, cuando este tal como ocurre de forma sistemática en la denominada novela dialogada, cede la palabra a sus personajes. Recordemos esos capítulos completamente dialogados insertos en tantas de sus novelas, o esas escenas de clara estirpe cervantina, en donde se vislumbra un complejo perspectivismo que presenta los hechos a través de las diferentes ópticas de los distintos personajes3.

En último lugar, y si acabamos de mencionar la presencia de momentos en las obras de Galdós constituidos exclusivamente por la convergencia y aparición de los diferentes puntos de vista de varios personajes, también vamos a hallar en sus novelas la existencia de un determinado personaje que el narrador seleccionará, para situarse en su punto de mira. Tendremos ocasión de encontrar ya en la novelística galdosiana, el recurso que preocuparía fundamentalmente a Henry James, en sus intentos por encontrar una vía distinta de filtración de los hechos en la ficción narrativa. Como consciente desvío de esa narración dominada por un único narrador omnisciente, en la obra de James encontraremos a frecuentes protagonistas reflectores, a través de cuya visión serán enfocados los acontecimientos.

En rápida síntesis de todo lo expuesto, advertimos tres situaciones diferentes en la narrativa galdosiana: en la primera, el narrador omnisciente comparte sus poderes demiúrgicos con el lector, y por tanto este último sabe más que los propios personajes. En la segunda, el narrador presenta directamente a sus personajes y los deja hablar por sí mismos, sin intervenir él, de manera que el lector conoce y sabe solo lo que los personajes saben. Y por último, ese narrador omnipresente, oculta y silencia conscientemente algunos hechos que los propios personajes conocen, de forma que en esta última situación el lector sabe menos que estos.



Vayamos ya al análisis directo de algunas novelas galdosianas. El estudio de las que constituirán ese singular ciclo de novelas tendenciosas de la primera época, enfrentado y contrastado con algunas de las que formarán parte de las llamadas novelas contemporáneas, nos hará ver la gran diferencia que media entre ese primer Galdós novelista, y el gran y maduro novelista posterior.

Fijémonos en las primeras. El arranque de Doña Perfecta y de La familia de León Roch, especialmente de esta segunda, parece ponernos frente a un narrador que prefiere dejar hablar a sus personajes por sí mismos, en lugar de mediatizarnos con sus propios comentarios. Licurgo hablará así, a Pepe Rey de doña Perfecta y su familia, estableciéndose por este medio, el primer contacto del lector con los personajes. Más representativo aún es el arranque de La familia de León Roch. La textura epistolar inicia la novela. Se trata de una carta de María, personaje junto con León de quienes hablarán Onésimo, Cimarra y el marqués de Fúcar. De este último y de su hija hablarán los otros personajes más adelante, para producirse en general toda una continua sucesión de diálogos entre las figuras novelescas, de forma que es a través de estas y no del narrador, por quienes vamos enterándonos de todos los hechos.

Sin embargo el narrador galdosiano de estas primeras novelas dista mucho de ser un narrador alejado y distante que permita vivir y expresarse por ellos mismos a sus personajes, dejando al lector que decida sobre sus respectivos comportamientos. Pensemos que nos encontramos ante unas novelas unidas por el vínculo común de la tendenciosidad, lo que como bien estudiara Brian Dendle4, supone el quebrantamiento claro de toda impasibilidad narrativa. Frente a Flaubert cuyos lectores nunca saben qué piensa de lo que allí ocurre, el narrador, los novelistas españoles tendenciosos no dejan dudar al lector de cuáles son sus opiniones. El autor, como apunta este crítico, intervendrá en ocasiones directamente para presentar la tesis, prefiriendo otras veces el uso de la ironía, sátira y exageración, para escoger, como otro medio de manifestar dicha tesis, a un determinado personaje como su representante -y esto es usual en Galdós-. En la novela tendenciosa los personajes suelen ser meras encarnaciones de vicios y virtudes, y aunque en la narrativa galdosiana, ello no se hace tan evidente como en la de Pereda, por ejemplo, sí que es fácil vislumbrar de qué lado caen las simpatías del narrador, y cuál es la tesis que comparte, del conflicto existente.

Es sumamente significativo que tras una elogiosa presentación de Pepe Rey, por parte del narrador, este concluya de manera tajante: «Así, y no de otra manera, por más que digan calumniadoras lenguas, era el hombre a quien el tío Licurgo introdujo en Orbajosa» (IV, p. 416)5. Por si fuese insuficiente la caracterización bastante extremada que adoptan los personajes de estas primeras novelas, el narrador deja, pues, bien claro qué partido han de tomar sus lectores.

En muchos momentos de estas novelas advertimos, no obstante, el claro alejamiento del narrador respecto a lo que está sucediendo, de manera que el lector va recibiendo toda una serie de noticias e informaciones únicamente a través de los propios personajes. Como vamos a ver, en estas ocasiones los que hemos denominado silencios del narrador en tanto este deja expresarse de manera directa a sus figuras literarias, son resultado de unos muy concretos propósitos.

Detengámonos en primer lugar en Doña Perfecta. Como el lector menos sagaz puede intuir, don Inocencio en paradójico simbolismo respecto a su nombre, esconde unas ocultas motivaciones al actuar como lo hace frente a Pepe Rey. Lejos de hablar no obstante, de tales ocultos designios al presentar a su personaje, el narrador galdosiano retarda esa información hasta prácticamente el final de la novela, el cap. XXVI. Este, titulado significativamente María Remedios, nos descubre ya de manera directa los planes de tío y sobrina respecto a Rosario. Si en un primer momento el narrador buscando, como él mismo indica, el origen de los sucesos que nos han asombrado a lo largo de la novela, hace gala de su poderío omnisciente, al introducirse en el interior de M.ª Remedios, si al lector pues, se le concede por gracia de dichos poderes omniscientes, conocer lo que esta piensa y así encontrar esa clave del misterio, en el desorbitado amor maternal, y en sus esperanzas de casar a su hijo con Rosario, sin embargo nótese que el conocimiento completo del plan urdido entre tío y sobrina, se nos ofrece por un diálogo entre ambos. En el mismo, el penitenciario llegará a decirle a su desesperada sobrina: «hemos hecho todo cuanto en lo humano cabía para realizar nuestro santo propósito... Ya no se puede más. Hemos fracasado, Remedios» (IV, p. 485).

Esta situación que acabamos de analizar aún se presenta mucho más clara en la segunda novela que estudiamos, Gloria. En ella sin duda uno de los momentos más efectistas es aquel en el que se produce la temida revelación sobre la religión que profesa Daniel. Si desde la aparición del personaje y conforme a la tesis de la obra, el problema religioso se ha alzado como posible barrera de separación entre la pareja, y si sobre él se ha ido cerniendo una espesa nube de expectación y suspense, el narrador lejos de revelar «a priori» la religión de Daniel, espera a que él mismo ya casi al final de la parte primera, se lo confiese a Gloria, lo que producirá el consecuente efecto de sorpresa y horror en la figura femenina. Renunciando en esta ocasión a esa omnisciencia que le permite entrar en el atormentado interior de Morton, el narrador ha preferido situarse en el punto de vista del personaje femenino y contemplar el conflicto desde allí, omitiendo datos que podía haber ofrecido de manera que el efecto que produce en Gloria tal noticia, debiera ser también el mismo efecto de sorpresa que el narrador ha querido producir en sus lectores.

Más adelante encontraremos una situación similar, aunque desprovista de tan importante carga emotiva. Cuando el conflicto parece que se solucionará felizmente al abrazar Morton la religión cristiana, dos misteriosas mujeres llegan al lugar, y se identifican como la madre de Daniel y su señorita de compañía. La solución al enigma de la aparición de estos personajes se produce de una forma mucho más inmediata que la revelación de Daniel de su condición de judío, hecho este perfectamente explicable por el propio ritmo acelerado de la conclusión de la novela.

Pero es indudablemente La familia de León Roch aquella que más evidentes efectos presenta respecto a este motivo de la buscada deposición de la omnisciencia narrativa, al ofrecer los hechos a través de los propios personajes. Ya hablamos de las escenas iniciales de la novela en las cuales se detecta ese claro perspectivismo de los respectivos puntos de vista de unos personajes sobre otros. A lo largo de toda la novela constataremos cómo de forma análoga a momentos de las novelas anteriores, pero de manera más intensificada, el narrador va a ir informándonos de importantísimos acontecimientos novelescos, de nuevo no por él mismo, sino a través de sus personajes, precisamente en el momento adecuado, y sobre todo, escogiendo a un determinado receptor en quien tales noticias pueden producir un mayor efecto.

Observemos cómo la revelación de esos hechos extraordinarios y tan cercanos en esta novela al melodrama, se producirá siempre ante el atormentado León Roch. Los lectores recibimos estas noticias precisamente cuando este personaje las recibe. De la boda de Pepa con Cimarra nos enteramos en la escena en la que el marqués se lo comunica a León; de la muerte de Cimarra también por el diálogo entre estos dos personajes, y ese enigma que persistirá también al final de toda la obra: la falsa muerte de Cimarra, será revelado por Pepa a León, significativamente tras la muerte de María, cuando esta noticia más podía afectarle, y por ende afectar también a los lectores.

Si remitiéndonos a la terminología aristotélica, constatamos en todos estos instantes de las novelas, el predominio de lo mimético -el narrador cede la voz a sus personajes-, sobre lo diegético -el narrador habla él mismo-, ello se debe a unos muy concretos propósitos. En realidad el hecho de la presentación de los acontecimientos a través de los diálogos de los personajes, no responde aquí única y primordialmente al deseo de ofrecer una representación o imitación más directa de la realidad. En los casos presentes el narrador ha preferido que los hechos se desenvuelvan ante los ojos del lector, conforme los van a vivir algunos de los personajes principales -v. gr. Gloria o León-, de manera que al encubrirnos tales informaciones, su revelación en el momento adecuado, resulte más efectiva.

Tales mecanismos y artificios son propios de una antigua tradición narrativa, y su manejo va ligado en múltiples ocasiones a un rebuscado melodramatismo que será por ejemplo, característico, dentro de la novela decimonónica, de una modalidad como el folletín. Si han sido señalados los contactos de la narrativa galdosiana con la novela folletinesca, yendo mucho más lejos, encontramos tales recursos en los orígenes mismos de la novela: la novela griega6. Es curioso que un motivo repetido en ella como el de la muerte aparente -especialmente de la protagonista femenina- tenga en La familia de León Roch una singular resonancia. Recordemos que Cimarra no ha muerto en realidad y que su aparición final provoca una sorpresa no menor que la que se producía en la antigua novela griega (solo que, claro está, de signo muy diferente, pues tal noticia no es acogida ni mucho menos de manera favorable). Como en aquella especie novelesca, el narrador oculta también aquí que tal muerte no se ha producido en realidad, con lo que el efecto sorpresivo final queda asegurado7.

Si en las presentes ocasiones el narrador ha ajustado su punto de mira al de algún personaje concreto -por las motivaciones aludidas-, en algunas otras vamos a encontrar ese tercer caso mencionado: el narrador se aleja conscientemente de la escena que describe, de forma que se produce esa situación en la que el lector sabe menos que los personajes. Dos ejemplos bien significativos los hallamos en Doña Perfecta y en Gloria. En el cap. XVIII de la primera, Pepe Rey se encuentra con su amigo Pinzón a quien le habla de Orbajosa y de doña Perfecta. Si hasta ese momento el narrador ha reproducido el diálogo entre los dos personajes, significativamente y justo en el momento en que Rey le habla de sus dificultades y de sus planes futuros, la voz narrativa parece alejarse de la escena, sin reproducir esta importante parte del diálogo, de manera que el lector se queda sin oír lo que más le interesaba. La curiosidad de los lectores aún se ve más avivada cuando tras esta parte de diálogo no conocida, concluye Pinzón: «tu plan es arriesgado y difícil» (IV. p. 461), y extrema los obstáculos e impedimentos del mismo.

Pensemos por otro lado, en el repetido y frecuente melodramatismo efectista de Gloria. Si en la I parte estallaba la revelación de Daniel como judío, en la II el comportamiento del personaje femenino aparece envuelto en una densa nube de misterio. Significativos resultan así los epígrafes de los capítulos XIII, XV y XVII de esta parte. Si el primero se titula El secreto, el XV mantiene el mismo tono interrogante, ¿Adónde va? ¿Adónde ha ido?, para producirse finalmente la aclaración de tal enigma en el XVII: Declaración. Lo que especialmente nos interesa destacar de ese progresivo «crescendo» del melodramatismo de tales capítulos, es uno de esos momentos en los que de manera deliberada, el narrador deja de reproducir el diálogo de sus personajes, de manera que los lectores no podemos oír lo que estos hablan. Daniel, cogiendo a Gloria, acerca sus labios al oído de la joven, en su angustia por cerciorarse del misterio que rodea su comportamiento, y, escribe el narrador: «pronunció unas palabras que ni el aura de la noche pudo oír» (IV, p. 632). Tales importantes palabras quedarán ocultas para el lector quien tendrá que esperar a que Gloria, sin poder encubrirlo por más tiempo, le hable a su tía de la existencia del hijo.

En la presente escena como en la acabada de mencionar de Doña Perfecta, el narrador se aleja cuidadosa y conscientemente de la misma, de manera que en tales casos, el lector sabe menos que los personajes.

En todas las situaciones que hemos estudiado en torno a estas tres novelas, podemos constatar y concluir que el manejo de los silencios de la voz narrativa, ya sea produciéndose por esa intervención única y directa de las voces de los personajes, ya por la consciente omisión de lo que ocurre y hablan estos, responde a unos propósitos muy similares: el deseo por mantener avivada la curiosidad del lector, de suspender la atención de este, de provocar en la mayor medida de lo posible, unos efectos sorpresivos, consecuencia todo ello además, de la cuidada disposición de la ordenación de los hechos en el tiempo novelesco. Y todo esto, claro está, conforme y consecuentemente ajustado a esas tramas melodramáticas y repletas de mil lances y enredos, que llegan a rozar en ocasiones, extremos verdaderamente inverosímiles.



Un panorama general bastante distinto del que encontraremos en algunas de sus novelas contemporáneas, que revisaremos ahora bajo este mismo prisma de enfoque. Si nos detenemos concretamente en el estudio de la compleja y conflictiva relación entre dos personajes galdosianos: Amparo y el clérigo Polo, en El Doctor Centeno y Tormento, constataremos cómo los silencios narrativos se presentan aquí con una función muy diferente.

En realidad ya en la primera de ellas observamos cómo si el narrador nos habla sobre el comportamiento de sus personajes, especialmente de don Pedro, sus informaciones se limitan a la reproducción de lo que su actitud externa deja ver, sin penetrar en el fondo de su atormentada conciencia. El personaje protagonista de la obra es, como el título indica, ese niño cuyo deambular por varios amos seguirá el narrador, de forma que la intriga forjada por la problemática situación del clérigo, aparece siempre al fondo de la obra, pero no como foco central de esta. El narrador no usa, pues, los poderes que le concede la ficción narrativa para otear en el interior de la atormentada conciencia de Polo, y prefiere que sea el propio lector quien vaya deduciendo lo que está pasando. Es más, en esta obra se aprecia el gusto galdosiano por la variedad perspectivista, al ser frecuente a lo largo de ella el que diferentes personajes presenten sus propios puntos de vista sobre las circunstancias que envuelven a dicha figura novelesca. Es significativo que precisamente la primera vez que se nos habla de don Pedro, sean los propios personajes -don Florencio, Miquis, Morales, Cienfuegos...- quienes proyecten sus respectivas visiones sobre él. Dato importante que Miquis maliciosamente adelantará es que «Es un cura muy guapetón» (IV, p. 1305). Precisamente también en esta conversación se hablará por vez primera de Amparo y Refugio, de forma que ya desde el principio de la novela aparecerán asociados tales personajes, y contemplados de formas diferentes por otras figuras novelescas.

Siendo Felipe Centeno el personaje alrededor del cual gira lo obra, no es extraño encontrar el que sea precisamente su percepción la escogida para ofrecernos la oculta relación entre el clérigo y la muchacha. Sin embargo, advertimos que en las ocasiones en que el niño contempla e interpreta desde su inocente posición determinados hechos, el narrador deja entrever por sus propios comentarios, una interpretación distinta8. Ante el efecto, por ejemplo, que le produce a Polo la noticia dada por Felipe de que Amparo le había dado dinero, dirá el narrador: «súbitamente, se volvió para la pared. Así no pudo ver Felipe su palidez» (IV, p. 1413)9, para continuar más adelante, cuando don Pedro le da también dinero: «No miraba a Felipe, ni éste podía advertir en el rostro de su maestro señales de interior borrasca» (IV, p. 1414). Incluso poco después se nos ofrecerá la divergencia entre el punto de vista del niño y el del propio narrador. Sobre la generosa actuación de su amo, dirá este último: «No alcanzando la rudimentaria agudeza de Felipe a penetrar el motivo del brusco enternecimiento del monstruo, forjaba en su mente una pueril explicación del caso» (Ibíd.).

Del comportamiento de Polo le hablará al muchacho en varias ocasiones Ido del Sagrario, dejándose no obstante, siempre al lector, en ese plano externo de la conducta del clérigo, enjuiciada y comentada por los otros personajes, pero nunca descifrada y analizada por el narrador.

En la novela siguiente, Tormento, el centro de atención se desplazará hacia Amparo, víctima atormentada de su pasado. Ese pasado que tan solo se nos ha dejado entrever y deducir en las páginas de la novela anterior. Significativas resultan algunas escenas de esta obra, en las cuales de nuevo nos encontramos con esa situación de las omisiones del narrador y del consecuente desconocimiento del lector, sobre lo que allí ocurre. Se trata, una vez más, de ese singular alejamiento de la voz narrativa, de la escena, y de la ausencia de la reproducción de una parte del diálogo. En el inicio mismo -configurado dramáticamente- Ido del Sagrario le contará a Felipe, acercando sus labios a su oído -como Daniel con Gloria-, lo que le ha ocurrido a Amparo, noticias que provocarán una gran tristeza en Aristo. Una situación muy similar a la que encontramos prácticamente al final de la novela. Caballero visita a Amparo para despedirse de ella, y justo cuando la esperada revelación se producirá, el narrador se desplaza hacia la perspectiva de una vecina que inútilmente intenta oír tal conversación: «Bien quería ella pescar algo de lo que la penitente decía; pero hablaba tan quedito, que ni una palabra llegó a las anhelante orejas de la señora de Ido» (IV, p. 1567). El lector ve, pues, defraudadas sus esperanzas, por última vez, de llegar a conocer con todo detalle la relación entre el clérigo y la muchacha.

Resulta por tanto, significativo, que una intriga fundamental que se ha desencadenado en la novela anterior, alterando la vida de unos personajes, y que provoca en fin, todo el desarrollo de la siguiente novela galdosiana, nos haya sido negada; de la misma solo hemos obtenido claros indicios externos, y algunas escenas delatoras en cuanto evidencia segura de una antigua relación. A Galdós no le interesa, pues, el presentar la relación entre un clérigo y una joven, en el momento de su surgimiento y en su desarrollo. De la misma al autor le importa solo seguir los efectos que provocará en las angustiadas y atormentadas conciencias de sus figuras novelescas. No se trata aquí, por consiguiente, de ocultar datos que después serán revelados, produciendo un gran impacto en personajes y lectores. Los hechos ya no interesan tanto como el análisis de los caracteres. A una intriga rebuscada y compleja, sucede ahora una historia que Ido del Sagrario desde su peculiar perspectiva literaria, desecha como prosa horrible y vulgar de la vida. No interesan, pues, los grandes y efectistas acontecimientos, con sus muertes, asesinatos o nacimientos ilegítimos, sino el ahondamiento en la interioridad de unos seres humanos, sometidos a una gran tensión emocional.

Solo un momento en la segunda novela, nos deja ver la afición galdosiana por algunos lances efectistas. Nos referimos al proyectado suicidio de Amparo. De nuevo nos encontramos con el motivo de la muerte aparente; los lectores vivimos con el personaje su supuesta agonía, y no es sino hasta páginas después, cuando Felipe le cuenta a Caballero que ha cambiado el veneno, cuando los lectores descubrimos que la muchacha no ha muerto. Felipe Centeno, pues, y frente a lo que curiosamente ocurre en Madame Bovary, salva la vida de la protagonista femenina.

Si en la novela tendenciosa, como estudiara Dendle, se producían con frecuencia acontecimientos y hechos extremados y desorbitados, requeridos para la justificación de la tesis, en las presentes novelas galdosianas el autor ha obrado de muy distinta manera. Lo que importa aquí ya no es el desarrollo e imposición de una tesis concreta, sino el ahondamiento y estudio de las debilidades, angustias e inseguridades del alma humana, en sus relaciones con los otros.

Concluyamos ya este rápido estudio de la narrativa galdosiana, bajo este concreto aspecto, deteniéndonos en las dos primeras novelas protagonizadas por uno de los personajes de la cantera galdosiana más logrado: el usurero Torquemada. Es sumamente curioso comprobar cómo en ambas obras Galdós ha utilizado procedimientos narrativos, diametralmente opuestos. En Torquemada en la hoguera toda la obra descansa sobre el poderío omnisciente del narrador, quien valiéndose de los privilegios que le otorga la ficción, informa a su lector de todo, predominando en el arranque de la obra lo panorámico frente a lo escénico10. En clara oposición a ese modo de presentación, de raigambre tan cervantina, del personaje que paulatinamente va haciéndose ante nuestros ojos, conforme avanza la obra, en la presente novela todos los personajes se nos aparecen desde el inicio de la misma, trazados y descritos de forma casi definitiva, de manera que el comportamiento posterior del usurero no hace sino chocar fuerte y tragicómicamente con la caracterización ya dada11.

Una situación muy distinta de la que encontramos en Torquemada en la Cruz. En el inicio mismo de esta, el narrador nos sitúa en una escena dialogada, entre Torquemada y la moribunda doña Lupe, en la que el lector introducido de manera brusca, desconoce el sentido de lo que ambos hablan. La intriga de tal conversación se verá resuelta por lo que los propios personajes dirán, más adelante, de forma que en evidente contraste con el inicio de Torquemada en la hoguera, el narrador ha preferido aquí la presentación mimética.

En la estructura dual perceptible en la obra, se observa un claro desplazamiento de la visión de la voz narrativa, centrada en personajes diferentes. Toda la primera parte la seguirá el lector, a través de la personal visión de Torquemada, en cuyo punto de mira se sitúa el narrador, mientras que en el inicio de la segunda advertimos un desplazamiento hacia la familia Águila, constituyéndose pues, esta segunda parte como la proyección de una luz distinta sobre unos mismos hechos.

Si es cierto que el lector adivina desde los comienzos mismos del drama del personaje, los interesados propósitos de Donoso y de Cruz, no es menos cierto que el narrador no revela nada y se dedica a mostrarnos la situación desde el punto de vista del reflector que ha escogido: el usurero Torquemada, lleno de dudas y temores. En la segunda parte y al producirse ese evidente desplazamiento de enfoque, los lectores nos enteramos al fin, por lo que piensan y dicen estos otros personajes, de la realidad de sus planes. Lejos no obstante, de ofrecer tal intriga el buscado efectismo que llenaba las páginas de las primeras novelas que aquí estudiamos, funcionará de manera bien diferente. Recordemos, por ejemplo, la proyectada boda por don Inocencio y su sobrina, entre Rosario y Jacinto. En ella se advierte especialmente, la pasión desatada del personaje femenino dispuesto a todo con tal de lograr sus propósitos. En la presente ocasión las motivaciones son de distinta índole, y las reacciones asimismo, de los personajes, muy diversas. Pensemos en la desinteresada bondad de Donoso, en las angustias que Cruz ha tenido y tiene que sobrellevar y a las que ve fin próximo con el parentesco con Torquemada, en la resignada aceptación de Fidela, y en la obstinación e indignación de Rafael contra dicho enlace. El personaje plano12 ha sido sustituido aquí por el personaje redondo, complejo y contradictorio que se ve forzado a actuar como lo hace por las presiones de una realidad hostil y adversa, y no por los intereses e imposición de una tesis y de una intriga melodramática que necesita ser resuelta.

Aunque el motivo es el mismo: se planea ocultamente una boda, el tratamiento en ambas novelas es completamente opuesto. El silencio narrativo en torno a este en Doña Perfecta y su quebrantamiento al enterarnos casi al final de la novela, en gran parte por lo que dicen los propios personajes sobre dichos planes, nos confirma y afianza en nuestra inicial antipatía hacia estos que deberá verse acrecentada por tal revelación. El descubrimiento de los planes que Cruz y Donoso se han trazado sobre Torquemada, y que conocemos asimismo después en tanto el narrador nada nos ha dicho de ellos, no nos muestra un lado oculto, hipócrita, falso y ambicioso de tales personajes. Lejos de ello y de nuevo nos encontramos aquí con el gran novelista, tal descubrimiento acentúa nuestra comprensión por dichas figuras, y nos hace ver su oculto designio como el resultado de la angustiada condición humana, en la que de forma tan magistral ahondaría el escritor canario, poco preocupado ya por la demostración de tesis excluyentes al servicio de las cuales aparecían caracterizadas en evidente claroscuro, sus criaturas novelescas. Los silencios del narrador galdosiano en estas obras pertenecientes a su madurez, distan mucho de ser utilizados como lo fueran en las primeras novelas, y en tan distinto manejo vislumbramos ya la evolución del gran escritor, desde sus primeros tanteos literarios, hasta la creación y logro de sus grandes obras.





 
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